The Monterrey
News
Hugo Valdés
NARRATIVA
CONARTE
EDICIONES EL TUCAN DE VIRGINIATue Monterrey News
Yo, Vidaurri (1855-1867)
Fui acusado de una malicia oriental en mis ojos que,
sin haber sido pequefios, formaban al entrecerrarse dos
marcas indescifrables, la incompleta mirada de quien
no quiso, como yo y pocos otros, ser visto a través de
aquellos oscuros corredores que avisaban de las finanzas
regionales y del uso militar de mis aliados. Cémo se hu-
bieran asombrado al ofr, aunque fuera solo un instante,
todo lo que se agitaba en mi interior, el monélogo de una
sombra en la que ahora me reconozco.
Mi ascenso fue tan discreto como constante. Por cer-
cenar la mano izquierda de un soldado caf en la carcel
municipal. Quizds ese encierro cambié la violencia de mi
mano adicta al pufial por la mano quieta que sujeta el 14-
piz del escribiente, como el que acabé siendo en el presi-
dio. Ya libre, ordenada mi inteligencia para labores mas
ambiciosas, fui mucho después un empleado burocratico
que escalé los puestos necesarios para llegar a la Secreta-
ria General de Gobierno. Pero mi carrera no podfa parar
ahf, Santa Anna me dejaba libre el campo para consolidar
mi proyecto de poder en el norte.
Juan Zuazua se hallaba en su terrufio cuando nos in-
vadieron los norteamericanos; galopé velozmente para
defender los fortines, y vio que las mujeres rezaban en
la catedral. Hizo y deshizo, pero Monterrey capitula-
ba por el pais y Zuazua se fue a Tamaulipas, desterrado
por voluntad propia. Inquieto, inconforme, me esperarfa
tiempo después en su natal Lampazos, preparado con
armas como si fuera a batir comanches. Desaparecf de
171HuGo VALDES
Monterrey una noche de mayo seguido de hombres de
mi entera confianza para iniciar un plan de insurreccién
que muchos otros més secundaron. Nuevo Le6n usaba su
derecho después de ver que la dureza del propio gobier-
no conspiraba contra los ciudadanos, y yo, a nombre de
ellos, me declaré por mf y ante mf gobernador y coman-
dante militar del estado.
Luego de muchas escaramuzas y de ganar poblaciones
interiores tanto como algunas de afuera, anexé Coahuila a
Nuevo Ledn. Ese paso ya estaba dado desde un afio atras
cuando, de un modo muy sutil, sugerf en mi Plan Restau-
rador de la Libertad a los estados colindantes que con-
currieran a formar un solo gobierno, un todo, un estado
triple, compacto y respetable frente al extranjero y a los
barbaros que nos esquilmaban de mil maneras distintas.
‘Tamaulipas no acepté el convenio, pero solo con el es-
tado de Coahuila tuve lo que mi ambicién habfa deseado
siempre: el manejo de las aduanas. Sostuve que mediante
su regulacién se tornarfa impensable, y ademas estupi-
do, el contrabando, y me quejé, como habria de hacerlo
siempre, denotando el abandono en que nos tenjan. Borré
el nombre anterior del arancel que ahora llevarfa el m{o.
Pero Guillermo Prieto, argumentando el origen de un go-
bierno alzado con el Plan de Ayutla, querfa que dejara en
paz las reformas arancelarias, aunque lo que yo vi mas
bien fue inquina en el deseo de cancelar mi nombre de
ese arancel Vidaurri que se consolidaba, que subia con
canonjfas mayores para los comerciantes y mercaderes
de quienes yo recibia los préstamos a cambio de otorgar-
les derechos.
172Tue Monterrey NEws
El miedo también y la envidia de los tamaulipecos se
consolidaba y subfa porque sus ingresos se iban redu-
ciendo. De ese modo empezaba a notar que mis decisio-
nes tenfan un gran peso, porque no habja hora en que no
se le diera seguimiento a lo que yo iniciaba. Como Juan
José de la Garza, que se qued6é con Tampico y Matamo-
ros mientras yo tenfa que conformarme con Piedras Ne-
gras. Manuel Payno, a la sazdn administrador general de
ese rubro, me negé otras aduanas, por lo que tuve que
recordarle, en los oficios enviados a México, que la revo-
lucién contra el conservadurismo habfa empezado desde
la frontera, desde el nombre de Santiago Vidaurri; y no
tuve ningdin tapujo al expresar abiertamente un odio con-
tra la capital del pats, y no hubo vendas en mi boca que
me impidieran decir lo que significaba un hombre y su
inteligencia en una tierra poco generosa, tan diferente a
Ja que se extendia desde el centro hasta el sur, donde la
abundancia de los dones parecfa el pago por los hombres
intitiles y flojos que all se parian.
Mi estado doble era como el hijo castigado por la au-
toridad de un padre muy ocupado en sus asuntos. Manuel
Payno acentué esta odiosa impresién —porque yo era el
nifio malcriado de Ia nueva reptblica— cuando enumerd
las otras entidades que deseaban también el control y el
erario aduanal en una situacién de derecho en la que na-
die, ni aun el nifio precoz, debfa adelantarse para tomar
més parte del pastel republicano que el padre se encar-
gaba de cuidar. Ellos jams vieron que ese nifio castiga-
do al fondo del saldn, arrinconado hacia la frontera con
los Estados Unidos, si no tenia exactamente dos cabezas,
173Huco VALDES
como el estado diiplice que representaba, tenfa en cam-
bio la alianza de dos poderes: el militar y el politico. Y
Payno, quien como yo pensaba que la vida en Monterrey
serfa quieta y tranquila sin los indios barbaros, era quien
designaba al cerro de La Silla como el protector de la
ciudad, el confidente de los astros. Pero gno era yo quien
en verdad protegia a Monterrey y quien ofa a los merca-
deres y a mis propios capitanes, esos satélites que gira-
ban en toro a un sol, es decir, en torno a mi? Ademés,
el nuestro era un pais disforme apenas asentado en sus
suelos olorosos a pélvora, y la légica del padre de familia
se volvfa patriotera y muy torpe.
Me seguf quejando. Levanté un consejo que compara-
ba al nuevo orden con aquel del Santa Anna gallero que
mis esfuerzos contribuyeron a derrocar. Era la hora —y
siempre sonaba la hora— en que habia que cobrar la ayu-
da militar que el norte le dio al centro. Me atendieron,
aunque realmente con una solucién transitoria, dejéndo-
me otro problema: la anexién con Coahuila que el presi-
dente Ignacio Comonfort habfa desaprobado. Argiifa que
ese era ya un estado reconocido como tal por el Plan de
Ayutla y que yo no debia alterar su cardcter uniéndolo a
Nuevo Leén. Comonfort arengé contra mf al gobernador
tamaulipeco Juan José de la Garza para descoyuntar mi
autonomfa. De la Garza gané y perdié: derroté una pe-
quefia fuerza que comandaba Mariano Escobedo y luego
acorralé a Juan Zuazua cuando llegé a Monterrey, pero al
cabo se fue corriendo a Saltillo con la ultima imagen del
combate: las avanzadas de aquellos rifleros que se anuda-
ban paliacates rojos al cuello mientras gritaban como los
174Tue Monterrey News
mismos indios, los blusas de Zuazua que daban siempre
la sorpresa cuando se vefan perdidos.
En la cuesta de Los Muertos hubo un acuerdo para que
cesaran las hostilidades, y esto se hizo no solo ante mi y
el tamaulipeco sino que lo presencié un enviado oficial
de Comonfort. El Congreso acepté el matrimonio ejecu-
tivo de Coahuila y Nuevo Leén. A Juan José de la Garza
y a don Santiago Vidaurri se les dio el mote de excelenti-
simos, y fueron Hamadbs los legitimos representantes de
la revolucién del norte. Yo, en verdad, lo era bastante.
—o—
Benito Judrez habia sido encargado para el Ministerio de
Justicia, y en ese cargo se ofrecia a mis Grdenes. Le di la
enhorabuena por haber merecido la confianza del presi-
dente en turno y me prometi de sus luces bien conocidas
en el pais. Algiin tiempo después, Judrez se instalaba en
Guanajuato en calidad de presidente. Fuera del juego, Ig-
nacio Comonfort habfa proclamado poco antes su Plan de
Tacubaya; cuando me sublevé contra Santa Anna, condi-
cioné que mi estado reasumiera su soberania hasta que la
reptiblica sanara. Sin embargo, ante ese plan sublevador
y extinguido, vi a la repiblica sin pies ni cabeza; y pude
ver a mi estado en Ia posicién adecuada para hacer con
él lo que yo quisiera. Empezaba a saber filtrarme en los
momentos indicados para asir prerrogativas que muy di-
ficilmente soltaria después.
Comonfort se fue al extranjero. Los conservadores
murmuraban ya sobre una Contrarreforma. En la frontera
desaprobébamos esos intentos, y en ese afio de la Consti-
175Huco VaALpEs
tucién empez6 a movilizarse el Ejército del Norte. Juan
Zuazua, cuyas técticas Ilenas de ferocidad ignoraban los
reaccionarios, comenz6 Ilevandose a la bolsa a la po-
blacién de San Luis Potosf; tomé Zacatecas luego, don-
de extendié una proclama de muchas vivas a la libertad;
desterré al obispo que yo expulsé antes de Monterrey; y
mand juzgar y fusilar a una mesnada de hombres que
quisieron matar al presidente Juarez. Fue tanto el presti~
gio y el apogeo de la gloria de Juan Zuazua, que fue nom-
brado jefe de las fuerzas unidas a las del norte: Coahuila
y Tamaulipas. El logré militarmente una anexién total que
yo no pude conseguir bajo el amparo ejecutivo
Nombré entonces generales a Zuazua, Ignacio Zara-
goza y Silvestre Aramberri. Era lo menos que podfa ha-
cer; con esa satisfaccién de rangos los tendria contentos
y ajenos a la sospecha de mi egofsmo: Juan Zuazua me
estaba quitando cartel. Aunque me llegasen todavia las
noticias de mis hombres, y yo fuera como un mandarin
en el interior de una fortaleza inafectada por los estalli-
dos y las balas; por los gritos de cada soldado muerto en
esas batallas que més defendfan la estatura de mi nom-
bre que el propio interés de la nacién; para estar ahf, ade-
lante, marché al frente de las tropas tratando de mostrar
Exitos propios ante Judrez, pero aquello no paré sino en
un desliz del que se aprovecharon los reaccionarios. La
cuestién era, hay que confesarlo, relegar un poco a mi
segundo, Juan Zuazua.
Junto a ese rejuego de la guerra, yo seguia el de la edi-
ficacién de mi doble estado. Juan José de la Garza desea-
ba una Zona Libre, y yo lo apoyé con mi voz enunciada
176Tue Monterrey News
en los oficios y en el Boletin Oficial. Mientras lo de arri-
ba valiera menos que lo de acd abajo, 0 lo de aqui menos
que lo de alld, el mal del contrabando seguirfa siendo una
molestia. Hubo una respuesta afirmativa y supe que con
ella vendrian nuevos problemas, pero todo lo dejé a la
obstinacidn de los otros, que no serfa mayor que la que
yo podfa encabezar. Terminaba de negociar y volvia a la
guerra. Le rogaba a Judrez que no me abandonara en el
interior, cuando el Ejército del Norte caminaba en bus-
ca del enemigo, Ilegando a confesarle que me afligfa ver
mal sostenidas a las fuerzas durante sus campafias.
Gandbamos y perdiamos las ciudades. Un dia Zacate-
cas era de los nortefios, pero al otro éstos regresaban por
los antiguos caminos de plata. Hasta all mandé a Igna-
cio Zaragoza que derroté a los hermanos de Miguel Mi-
ramé6n. Zuazua, con sus soldados hechos para el combate
contra los indios comanches, saldria a ponerse a la cabe-
za de las fuerzas de Guanajuato. Pero él realmente no iba
al mando de las tropas. Acaso se lo comenté a Judrez. por
el gran orgullo que sentia hacia ese hombre més alto que
yo y de un implacable aspecto marcial. Por preservar mi
figura, preferf que los demés jefes se encargaran de las
contiendas, y que Zuazua tomara una licencia que yo le
daba para el bienestar de su salud.
Mariano Escobedo habia abandonado las fuerzas para
tratar conmigo algunos asuntos de administracién mili-
tar, Pensé que podia tener problemas con Santos Dego-
lado, un hombre hecho para las derrotas y que ademés
se remendaba él mismo las camisas. Antes de saludarlo,
le hice una pregunta, y como Escobedo me respondié que
177HuGo VALDES
su fuerza estaba allé en Guanajuato por una decisién que
él habia tomado junto con Zaragoza y Aramberri, y como
habia venido él solo hasta mi, no me cupo en la cabeza el
entendimiento de tal medida, y el enojo y la soberbia de
mis palabras se agriaron hasta el insulto. Me dolié hacer-
lo, pero el pretexto de sus duras palabras de respuesta y el
movimiento rebelde de la mano hacia su cintura empisto-
Jada me facilitaron la detencién de Mariano Escobedo.
Zuazua vino desde Lampazos para verme. Por su amis-
tad y el seffalamiento de mi inconsecuencia, le di a Es-
cobedo una satisfaccién que parecia amistosa. Pero yo
sabfa, sin embargo, que desde ese momento, él, Aramberti
y Zaragoza, no serfan ya mis incondicionales guerreros.
Con el suceso de Escobedo comenzaria la divisién. Pedi
a Degollado, quien tenfa el mando militar gracias al go-
bierno del centro, que me enviara a Julién Quiroga para
juzgarlo por su desobediencia en la contramarcha que
yo ordené —tengo que confesar que fue muy estiipido
desear en Monterrey las tropas que eran necesarias en
Guanajuato—, y expedi un decreto donde autorizaba la
desercién de los soldados. Sin mucha dilacién, Degolla-
do me calificé de subversivo. Como Io hizo con Maria-
no Escobedo, mand6 a Zaragoza sin tropa alguna para
contrariarme. Expedf entonces un decreto més: uno que
servia para advertirle al pobre-vencido de Santos De-
gollado que lo mejor para él era no pisar mis dominios.
Su respuesta fue devolver al estado a Silvestre Arambe-
iri, un ingeniero de alguna ilustracién, con los titulos de
178THe Monterrey News
gobernador. Al principio tomé aquello como una broma
temeraria porque no previ que Aramberri fuera capaz de
hacerme marehar, atin con la ayuda de Ignacio Zaragoza.
Durante el poco tiempo que Aramberri suplanté mi po-
der, mand6 abrir el Colegio Civil que afios antes yo habia
pedido que se edificara. Decisiones como ésta, secundaria,
segundona, seguidora de una idea primaria mfa, ponfa a
Silvestre Aramberti en la mira de mis ojos como se habia
puesto ante mi Juan José de la Garza, que imitaba lo que
yo pedia en principio. Cuando volv/ al mando, la gente del
Colegio Civil creaba fiestas y celebraciones bajo mi vigi-
lancia, donde habia solemnes distribuciones de premios a
los alumnos que hubieran terminado sus cursos con mag-
nificas notas. En la segunda distribucién de premios, el
médico Gonzalitos ley6 un discurso luego de que algunas
personas de la sociedad rica que nacfa bajo mi sombra ha-
bfan tocado una serie de instrumentos musicales.
Lo recuerdo bien: of resonar los pasos del médico
hasta detenerse en una palestra que dominaba a la con-
currencia. En ese lapso me incorporé de la silla entre
un murmullo de inconformidad: era cierto que yo era
el sefior gobernador, pero era cierto también que no me
aguantaba en el cuerpo. Para entonces mi imagen no era
a de quien llegaba con la expresién amistosa a las cele-
braciones, sino la del hombre del poder que irrumpia en
un lugar de stibito, como por invocacidn de los dioses,
para ensefarle al mundo el rostro de- quien cumple esa
curiosa condena que era impartir las érdenes. Al fin me
dejaron desperezarme, y caminé por entre la silleria has-
ta un punto donde mi atencién fuera visible y Ilena del
179Huo VALDES
respeto que se merecfan las palabras de Gonzalitos. Veia
a quienes apenas hacia poco terminaban sus afios de bér-
tulos y de primeras reglas de a aritmética en la Compa-
fifa Lancasteriana, y de pronto mi vista se paralizé en un
muchacho Trevifio al que habfa saludado antes con cierta
reserva por el recuerdo tan fresco de su primo Gerénimo,
un capitén demasiado joven que ya no estaba conmigo.
Pero volv{ pronto a las frases de Gonzalitos pensando en
lo que decfan sobre el futuro de aquellos muchachos.
Las elecciones por las que volvi al mando y a una cier-
ta calma como para poder amparar entregas de premios
y escuchar miisica refinada, fueron conseguidas por un
convenio al que llegé Zuazua, quien me era leal hasta el
sacrificio. El no se cegé del todo como yo; prefirié evi-
tar una efusién de sangre entre los soldados amigos que
caminaron juntos hacia las victorias recientes. Gané, gané
entonces las elecciones, y el resultado de mi éxito obligé
a que salieran del estado Zaragoza y Mariano Escobedo.
Algo antes de mi regreso, la diputaci6n local habfa corrido
yaa Silvestre Aramberri. En ese tiempo en que goberné,
redujo considerablemente el arancel que llevaba mi nom-
bre, como si ademds de usurpar mi poder me humillara
atin més con el mismo porcentaje al que de torpe manera
se habia visto disminuido el arancel Vidaurri. Otra circular
que decreté luego, donde expulsaba a todos los revoltosos,
fue un mero predmbulo para la lucha contra mis nuevos
enemigos: los congresistas,adheridos al orden federal.
Zuazua y yo salimos a atacarlos, Tendria que pelear
con los que fueron mis aliados, con casi todos, porque
Julién Quiroga, acaso mas por apego al valeroso Zuazua
180Tue Monterrey News
que a mf mismo, estaba con nosotros. Una noche de ju-
Tio, por instancias mfas, nos instalamos en la hacienda de
San Gregorio.
—o-
El teniente coronel Eugenio Garefa atacé el campamento
donde paramos. Juan Zuazua y yo apenas nos acomodaba-
mos en una choza. Cuando él dictaba las Grdenes, tomaba
el lugar mas débil 0 el de mayor peligro. Su guerrear con-
tra los comanches lo acostumbré a meterse en lo mas recio
de la pelea. La muerte siempre respeté a los audaces como
Zuazua, pero al incorporarse del camastro, cuando él y yo
escuchabamos el tiroteo sorpresivo de Eugenio Garcia, no
hubo mds que un inocente acto de respuesta, un acto ini-
cial de alerta que no era el de la audacia decidida que tenfa
Juan Zuazua en la lucha. Acababa de despertarse como yo.
como un hombre sorprendido por las inesperadas balas de
una emboscada, y le leg6 la muerte porque la audacia que
Jo acorazaba contra ella acababa también de despertar con
61 de sus suefios elementales y apacibles.
‘A Zuazua lo mataron cobardemente, y si yo legué a
aceptar que la bala que le traspasé el suefio fue un pro-
yectil errado, fue su muerte de todos modos la suma del
més planeado asesinato, porque el azar que accions el ga-
tillo del arma enemiga y que guid la ruta del plomo hasta
la frente amplia de mi aliado sabfa de esa inmortalidad
guerrera de Zuazua, el intrépido de mirada brillante, que
no podia sucumbir en lucha alguna por esa audacia que
siempre lo habia protegido. Sostuve para mi que la serie
de causas y efectos que produjo la muerte de Zuazua se
181HucGo VaLpEs
debié a la desobediencia de uno de mis hombres; pero,
si me iba un poco més atrés, me recordaba a mi mismo
cometiendo el desliz militar y regresando a Monterrey,
pidiendo a mis soldados que regresaran, en esa que habia
sido para ellos una decisién estiipida y débil. Entonces
yo me tenfa como la causa primera de la serie de efectos
{que mataron a mi buen Zuazua, y me dolfa pensar que en
el fondo era yo quien habia propiciado esa muerte.
Mi suerte electoral reciente no convencié a los dipu-
tados. Como los que fueron antes mis aliados, la fuerza
legislativa huy6, temerosa de mi, hacia un pueblo de ex-
tramuros. El tinico asalto en el que participé fue en el de
San Gregorio. Le pedi a Judrez que apresara a mis ene-
migos locales, pero como luchaban a su favor, a él no le
importaba siquiera separarlos del ejército. Sin embargo,
el indio me nombraba comandante militar de Tamaulipas
cuando Manuel Doblado, en calidad de ministro, arregla-
ba positivamente los proyectos espafioles e ingleses de
intervencién.
-o-
‘A pesar de su matiz liberal, Francia se perfilaba como el
mejor asidero de los reaccionarios. Llegaba la hora de
probarle al mundo que los mexicanos éramos dignos de
la libertad y de la herencia que nos habja dejado un sim-
ple cura de pueblo. Pero yo ya no mandaba tropas para
el centro, Simplemente no las mandaba. Y apuntaba que
era notoria la carencia de recursos. Notoria la desnudez y
el hambre de todas las tropas. Notoria una seca que real-
mente no habfa, a cuyo supuesto rigor habfan sucumbido
182Tue Monterrey News
los caballos de ms uso. Notoria mi terquedad por acabar
a rebeldia de Tamaulipas, una rebeldia que acaparé las
atenciones y las intenciones y que no siempre dispuso de
tropas para Juarez.
‘Acusé el egofsmo y la falta de desprendimiento de las
clases acomodadas, y por ello en nada me dolié incautar-
les el metdlico a esos habiles tenderos, ni el obligarlos a
que hicieran més préstamos al estado, ni pelearme has-
ta con los gachupines empecinados en sus viejas ideas,
ni cerrarle los negocios a toda esa gente que yo ayudé
Les di la oportunidad de tener un poder econémico, pero
el mfo era el militar. Y llegué a enojarme con esos agio-
tistas que me querfan picar los ojos. Pero yo mismo no
soltaba el cobre: queria la permanencia de las rentas fe-
derales para organizar y alimentar las tropas, las que muy
regularmente salfan hacia el centro o las que combatian
a los indios. Cuando al fin yo mandaba esas milicias, era
que éstas habfan sido formadas por soldados desertores o
de reputacién dudosa cuya penitencia era seguir luchan-
do. Mis tropas fuertes estaban aqui.
El indio me concedié una entrada para la artillerfa por
la aduana de Matamoros, y me dio su visto bueno porque
ese arsenal lo querfa para el centro. Demoré en entregar-
selo y seguf argumentando el hambre y Ia falta de recur-
sos. Mi ret6rica epistolar mantenia feliz a Juarez, aunque
yo ocupase para mi los furgones que traerfan las armas en
transportar el algodén comprado al sur de los Estados Uni-
dos. Ese algodén debja salir para Francia e Inglaterra, pero
el conflicto entre confederados y unionistas hizo que las
cargas blancas tuvieran que ser vendidas a mis hombres de
183Huo VALDES
negocios, mis otros capitanes, los que, en lugar de ser rifle
ros 0 blusas, eran los capitanes del comercio, del negocio,
del agio, de las primeras empresas. Bloqueados los puertos,
de Brownsville y de la Nueva Orledns, yo seguia desean-
do para mi uso los otros dos puertos que se abrfan al mar
en Tamaulipas. Pero nunca tuve el de Matamoros sino tan
solo como una via de salida para lo que entraba por Pie-
dras Negras con el fin de venderse en Europa.
Lo mismo sucedia con Tampico, ese puerto tan pareci-
do al de la Nueva Orleans —esa ciudad de negros donde
los negros acostumbraban abrirse unos a otros la garganta
de un solo tajo con la misma navaja que usaban para ra-
surarse—, donde Judrez esperaba mientras yo me alzaba
desde Lampazos: semejantes los dichos puertos desde las
brisas saladas que los pintaban con una estela de trépico
hasta los portales variopintos de sus casas principales. En
Tampico fue donde vivid sus buenos afios Evaristo Ma-
dero, quien junto con mi yerno Patricio Milmo negociaba
durante esa coyuntura bélica con un terrateniente surefio.
Un primo de sangre, segtin creo, del mismisimo coronel
John Sartoris.
Juarez crey6é establecerse definitivamente en la capital de
la reptiblica. Era una especie de arquitecto en medio de un
gran edificio desplomado, segtin una buena imagen para
describirlo, pero yo tenfa mis propios problemas. Nue-
vo Leon y Coahuila habfan sido siempre una presa facil
para los salvajes. A gachados todavia para arrancar raices y
cuanto vegetal hubiera por los suelos, dispersos, errantes,
184Tue Monterrey News
n6madas, esos indios brutales mantenfan sus rutinas de la
caza sin el menor interés por adentrarse, cuando menos un
poco, en la nueva era que empezaba a vivir mi estado. Con
indios asf no habria minas, tierras labrantfas, movimientos
de cosas o simples travesias de un pueblo a otro. Evaris-
to Madero, que atin no se avecindaba en Monterrey pero
con quien yo mantenia la més viva de las corresponden-
cias, me decia que los barbaros ya se los comian a todos,
matando y robdndose las pocas caballadas que tenfan. En
la opinion de Evaristo, el tinico remedio para quitarnos y
quitarse él a los indios de encima era uniendo tropas a las
de Texas para emprender, en ambos lados del Bravo, una
persecuci6n implacable que asegurara su fin.
Mi amigo me aseguraba con su vida que si yo usaba el
més alto de los empefios en perseguir a los indios, sin parar
en medios de ninguna naturaleza, yo, Santiago Vidaurri, un
hombre de mi siglo, me verfa colmado de una gloria inme-
diata, y mi estampa diaria daria su mejor uso en las copias
que se hicieran de las estatuas que conmemorarfan mis
méritos. Madero me removia el gusano por lo inmortal,
me halagaba, me acariciaba el ego con ese plan que tenfa
ademas un beneficio inmediato: acabar con esos gandules
de arco y flecha de los que todos debfamos de desconfiar y
mantener bajo vigilancia. Pensé en la destruccién completa
de aquellos tigres humanos aun con el recurso de los vene-
nos en las tinajas del desierto o mezclados en el alcohol de
los licores que, con algo de mafia y mucha temeridad, les
Hevaban a vender algunos de nuestros hombres. Dispuse
entonces de todas las rentas piiblicas, porque ni con las del
estado ni con las del gobierno general podfa abastecerme.
185Huco VALDES
Quise suprimir todas las aduanas que habia para esta-
blecer en Monterrey una sola. Con ese dinero, la ciudad
capital seria otro centro, un satélite fugitive que poseeria
su propia corte. Mas no s6lo tuve problemas con las adua-
nas y el arancel vidaurriano; habfa otro dominio en mis
manos: la moneda. Y por ello, por no dejar que desde la
Presidencia se asignaran los empleados de la Hacienda y
los que laboraban en las oficinas del papel sellado, em-
pezaron las diferencias en mis relaciones epistolares con
Benito Judrez. Yo habja hecho que se respetara la fronte-
ra, y dominé el orgullo altanero de nuestros vecinos del
norte, razones mils que suficientes para no aceptar del
centro la imposicién de aquellos empleados hacendarios.
Habfa sido franco con Judrez, no lo habia desobedecido
ni lo desobedecerfa atin, pero mi amenaza se cernia sobre
el retiro de esos empleados advenedizos que le causaban
tantos tropiezos, como los propios indios, a mi gran ami-
g0 Evaristo Madero cuando intentaba sacar plata del pais.
Acosado por diversos males, Ignacio Comonfort volvié
a México. Y sin alguna doble intenci6n lo autoricé para
que se radicara en Monterrey con toda su familia. En los
afios en que tomé el poder, cuando Ignacio Ramirez el
Nigromante brind6 para que todos se vidaurrizaran, Co-
monfort habia mandado cesar mi gobierno por medio de
las armas del tamaulipeco De la Garza. Pero era ya un
hecho olvidado aquel desliz suyo, y si yo antes sentia ha-
cia él un sentimiento mezclado de atraccién y repudio,
incapaz de llevarme con los términos medios lo acepté
186THe Monterrey News
entonces totalmente, aun cuando Juarez queria a Ignacio
Comonfort para juzgarlo por su impericia politica.
Yo desof al indio. Comonfort, en su vida privada y
lejos del teatro de los sucesos, en nada perjudicaba a la
causa ptiblica. Protegi de ese modo a mi asilado, porque
no queria ser como aquel Picaluga que entreg6 a Vicente
Guerrero durante la €poca de la Independencia. Yo mori-
ria antes que mancharme con una iniquidad asf. Si Juérez
aspiraba a la consolidacién de la paz, no podfa sino apo-
yarse en el olvido del pasado para atender el presente. Yo
sabia que la Presidencia era un puesto en que se gastaba
y perdia la salud, la reputacién y hasta la vida misma.
Juarez lo sabia mejor que yo, y su responsabilidad radi-
caba en pedirme la aprehensién de ese hombre ampara-
do por mf. No habja, comprendi, la mira innoble de una
venganza: era solo el deseo de ver a Comonfort sufriendo
la ley que hab{a dictado él mismo donde se penaban los
delitos contra la seguridad nacional.
Me afligié disentir en un asunto de tamafia importan-
cia. Era el derecho de asilo 0 el castigo contra la atentato-
ria institucional. Si Judrez queria mi mano, debja olvidar
su safia oficial contra Comonfort. Bastante sufria ya mi
estado con los males que diariamente causaban los indios
barbaros. Bastante necesitaba, en ese momento, a mi es-
timado Zuazua.
Y bastante debia preocuparse Judrez por los pagos
suspendidos de la deuda extranjera. Europa miraba hacia
México, y tenfa el mejor pretexto: querfa su dinero. Juan
Nepomuceno Almonte, el hijo del caudillo Morelos, ha-
bia interferido en ese asunto internacional que acabarfa
187HuGo VALDES
en sangre. La inminencia de la proxima guerra me dio un
extrafio gusto por la concordancia nacional que se refor-
zarfa contra el extranjero. Sin embargo, mi Boletin Ofi-
cial, ese texto mediante el que pedia caballos y alimentos
para las tropas, coqueteaba con posturas no del todo libe-
rales. Aun asi, vi la coyuntura para que Comonfort bus-
cara por si mismo su reivindicacin: ofrecié sus servicios
a Judrez, y una amnistia relativa facilité su puesto en el
Ministerio de la Guerra.
A través de ese ministerio, informaba a mi vez de la
mentirosa imposibilidad del transporte de las armas.
Judtez me seguia escribiendo, y en una carta suya hasta
me desglosé un desesperado procedimiento para darle
curso a la armeria, cosa que me hizo alguna gracia por la
credulidad del indio hacia mis inventivas. Pero fue algo
que también me dejé la sospecha en el aire de estar en un
mal juego ayudado por el lento trinsito de las cartas en
su ir y venir de aqui para alld, que me permitfa seguir ha-
ciendo lo mio —cuestionar, poner a eterna discusién las
contradrdenes—, cuando acaso Judrez estaba enterado de
todo lo que se referfa a mis movimientos.
Propuse la compra de un considerable nimero de
armas y de pertrechos para la guerra. Como Judrez me
habja pedido la fortificacién del estado, autoriz6 ese pro-
yecto oneroso. Me pidié tropas y yo se las negué, hablan-
do de sequias y granizadas, de la Guerra de Secesin y
del mantenimiento a raya para los rebeldes. Y el muy se-
fior presidente no protests.
188THe Monterrey News
Mis pretextos para demorar las armas nuevas que debia en-
viar a Juarez eran los del calibraje de la armerfa en la linea
de Tamaulipas. Julién Quiroga estaba afuera. Yo lo querfa
aqui para tener su ayuda y, debo admitirlo, para recordar
las antiguas glorias de aquéllos que se iniciaron como mis
capitanes. Querfa recordarlos a todos, pese a mi encono, a
mi envidia, con la presencia de Quiroga a mi lado.
Juarez me habia pedido apoyo para Tamaulipas y acep-
té darselo. Algo se avecinaba, y con esa guerra venidera yo
volvia a ser el comandante militar de Tamaulipas. Lo que
Judrez también me pedfa —dejar de disponer de las rentas
federales, dejar de alterar las cuotas, dejar de variar los tér-
minos—, quedaba temporalmente en el olvido. Mis fuer-
zas servian siempre donde la ocasién se presentase. Mas
mi iniciativa de ayuda a Tamaulipas ces6 porque la rebel-
dia de ese estado levantaba de nuevo las armas y la voz.
Aquello era Tamaulipas, ese estado que parecia él
mismo algo vivo que me guardaba una aversién perma-
nente, ese lugar de sierras y Ilanuras donde se juntaban
los indios ahora sublevados; ese lugar que habia sido
sindnimo del nombre de Juan José de la Garza, con el
que habia peleado o al que ayudé alguna vez —y tanto
en verdad que me costaba ayudarlo—; ese sitio, esa parte
del guila de tres cabezas que yo quise formar pero que
nunca se alineé a mis érdenes y que nunca me permitié
el control de sus puertos. Porque todo se abrfa al paso de
mi voz, dura 0 lisonjera segtin el asunto, menos el mar,
menos Matamoros y Tampico.
—o-
189Huco VaLpEs
La familia de Benito Juarez se acercaba a Monterrey. Su
mujer y sus hijas estaban en Saltillo, hasta donde les man-
dé mis respetos con un poeta sin oficio ni beneficio. Debia
tener cuidado. Aunque yo consolidara mi poder y mi am-
bicidn por las fronteras y Juarez estuviera en el centro, se-
rfa él innegablemente la autoridad maxima del pais. Pero
tenerlo en Monterrey negaba mi propio brillo. Acaso esto
sonase a una nifierfa, pero lo sentfa asf porque me habfan
hartado ya los comentarios que Miguel Lerdo de Tejada
fabricaba sobre mi persona acusando a Santiago Vidaurti
de indiferente, y me habfan cansado las cartas casi oficia-
les cuando hablaban, como antes las de Guillermo Prieto,
sobre la obligacién de todos los estados de coger Gnica-
mente parte proporcional de las rentas republicanas.
Al fin Iegé a Monterrey el hijo politico de Judrez con
las hijas sefioritas del indio que venian a ver a las hijas
huérfanas de Comonfort. Para entonces el expresidente
ya habfa muerto por una descarga cerrada que le hicie-
ron muy cerca de Molino de Soria. Existfan sentimientos
que no se podfan explicar con las palabras, y a este géne-
ro pertenecia lo que sintié alguna vez mi amigo cuando
supo que yo dispensarfa mi atencién a sus hijas cuando
muriera. Yo, Santiago Vidaurri; Guadalupe de los Rios,
esposa; y Clara y Adela, las hijas del ya finado Ignacio
Comonfort; suplicamos al estado que asistiera a las hon-
ras fiinebres celebradas en la catedral por el alma del di-
funto ministro de la Guerra y la Marina y jefe del Ejército
de Operacién.
—o—
190Tue Monterrey News
En el centro, los conservadores exigian una monarquia de
principe extranjero, y el archiduque Fernando Maximilia~
no estaba ya dispuesto para tomar el trono mexicano. La
Constitucién de Judrez, argumentaban, habfa negado todo
origen divino del poder, y ahora parecia que el poder y la
fe, que el mando y la Iglesia, se estrechaban la mano. Al-
guno de los obispos del pafs aseguraba que ese deseo del
cambio se debia a la serie continua de atentados come-
tidos durante los gobiernos de Comonfort y de Juarez, y
que esas leyes, que alimentaron el hambre de una y varias
revoluciones, habfan dado el apoyo y la causa para el mal
tan necesario de una intervenciGn extranjera.
Los jefes reaccionarios habfan opinado que se mar-
chara directamente sobre la capital sin ocuparse de las
fuerzas de Ignacio Zaragoza que ocupaban Puebla de
los Angeles. El conde de Lorencez no quiso atender esta
opini6n, y pag6 su arrogancia gélica al ver humilladas
sus armas. Yo evité cualquier brote de entusiasmo, pero
su nombre, aun ignorado por la correspondencia de mis
letras oficiales, quedo inseparablemente unido a mi me-
moria y al dfa 5 de mayo, a los franceses asustados y
vencidos en Puebla, a sus gafas pequefias como lo fueron
siempre en aquel rostro esmerado que tuvo Zaragoza
He ahi el Cordero de Dios que quitaba los pecados del
mundo. En su nombre, cuando relucfan los blasones saca-
dos del polvo de los armarios conservadores, se habia re-
comendado la dicha de nuestro pueblo catdlico confiado a
los que muy pronto serfan sus monareas. A Maximiliano,
con su corte a la francesa y su mujer Carlota, lo acompa-
fiaba la bendicién maternal de un corazén profundamen-
191HuGo VALDES
te entristecido. Y esto empezaba a ser el Imperio, del que
Guillermo Prieto escribié sobre uno de sus ministros que
si hubiese sido encargado para ello habria probado, con
mucha erudicién y paciencia, que el cetro indigena de
Moctezuma les ven‘a a los de Habsburgo por linea recta.
En ese mismo aiio de Ia Intervencién, en una hora marca-
da, Judrez entrarfa a Monterrey. No habfa hecho su arribo
un dfa antes porque, aficionadisimo a dejarme llevar por
los chismes, pensaba el indio, yo hubiera crefdo que es-
peraba un ataque suyo. Me fui a la Ciudadela para tener a
mano la artiller’a. Las manos se alzaban contra mi: antes
Comonfort me arengaba a sus aliados y yo, en generosa
respuesta, le daba la mano; mi destino se defini por la
mano que corté del brazo de un soldado, lo que me hizo
conocer el encierro carcelario pero también el cultivo de
mi ambicién; alcé las manos en contra de Judrez con mis
cartas y mi desobediencia; dejarfa que cayera, ademas de
su mirada clara, la mano de Maximiliano sobre la mia, y
habria de ser un consejero real; moriré con una bala en
cada una de mis manos sin contar las otras que disolve-
ran mi vida: lo presiento.
Contra su costumbre, Judrez quiso hacer una entrada
solemne. La gente se preparaba con cortinas para el reci-
bimiento mientras yo permanecia en la Ciudadela. Me ne-
gaba a dar Ja cara frente a la de Manuel Doblado, el héroe,
el pacificador, pero él se retirs para que con alguna paz yo
pudiera hablar con el presidente. Las cosas pintaron dis-
tintas, y no sabfa realmente si los titulos de general de los
192Tue Monterrey News
Estados Libres y Soberanos de Nuevo Leén y Coahuila es-
taban cortados todavia para mi medida de poder. Empeza-
baa enterarme de que me decian ya el Cacique del Norte.
Juarez contest6, El encuentro entre el Hombre de la
Montafia y el Hombre del Valle daria a lo venidero el
lapso de unos minutos histéricos, secretos, que slo per-
tenecieron a la voz, de Juarez y a la mia.
Nadie, absolutamente nadie, pidi mi destitucién ejecu-
tiva. Me fui porque me fueron exigidos los productos de
Jas aduanas para el erario federal. El dinero era la vér-
tebra metélica de mis ejércitos —las armas, los alimen-
tos, las tropas para la guerra: el dinero— y, careciendo
de él, se resquebrajaba mi poder. Judrez era tajante. Y yo
también lo era, pero intente jerarquizar mis peticiones a
través de Pedro Hinojosa. Mis propuestas fueron dene-
gadas, y desde ese momento, rebelado contra el gobierno
nacional, yo era un traidor a la patria.
Judirez se fue. Alguna vez le habfa recomendado que
muy particularmente cuidara de su persona, que represen
taba aquella legalidad que defendiamos, y habia sentido
en él a. un hombre de caracter firme y resuelto. También
participé en el entusiasmo bélico de Zuazua cuando man-
d6 fusilar a sus detractores en Zacatecas. Pero ahora es-
taban en asedio las aduanas, y los imbéciles del centro,
cegados por ese sol federal al que nos subordinabamos los.
estados, eran incapaces de ver que, si yo ganaba y tenfa
las aduanas, ese Gobierno Supremo se veria fortalecido
por mi ayuda militar. Esa visidn del centro solar no me
193Huco VALDES
hizo reparar en que yo también habfa sido un sol, un nd-
cleo de intereses regionales y de capitanes guerreros que,
como los hombres cercanos a Judrez, se habfan hartado de
tanta luz.
Si ellos daban un paso, yo daria dos. Y, pensando en
mi amigo Evaristo que al fin venfa a establecerse en la
ciudad, esa cabeza de los Madero que apuntaba ya para
un gran comerciante; y en Juan Zuazua, ese gran satélite
apagado por las balas de una emboscada; no me qued6
otro camino que revocar mi adhesién al indio presiden-
te, y manipulé una dialéctica que cref sin escapatoria: la
paz era el Imperio y la guerra era Juérez. En mi lenguaje
hubo siempre una cierta rudeza que los exaltados inter
pretaban venida de una sencillez muy republicana, y si
alguna jactancia habia en é1 era por los triunfos obteni-
dos. Desafortunadamente, no conté con la arrogancia que
habfa en mi voz ni tampoco en mi desatino. La guerra era
Juarez, y a Judrez querian.
El condenado indio, al regresar después con su dis-
gusto y su mando federal y saltimbanqui, habfa decla-
rado traidor a todo aquel que hubiese votado, incluso a
favor suyo, en mi eleccién maniquea. Pero cuando supo
que la mayorfa fue abrumadora y con ello lo mucho que
le querfan, cancelé la orden tan facilmente como yo ha-
bia cambiado mis preferencias hacia su persona. Mi am-
bicidn perdia su antiguo orden. Yo querfa, yo deseaba: yo
ambicionaba. Judrez. confié antes en mi sin imaginar el
alcance de mis intenciones. El rigor federal no permitfa
que yo impusiera la més minima condiciGn. Ya no podia
hacer nada.
194,Tue Monterrey News
Me fui a Texas. Lejos parecfa estar Dios de mf y de
todos nosotros, pero él mismo, parecia, era quien habia
puesto a los estados ya unidos de Norteamérica muy cer
ca del Monterrey de mi tiempo. Luego, tentado por con
seguir la unién de los estados fronterizos, senti una mano
de esperanza al unirme al Imperio. Tomé esa decision
también por algo que nunca temieron: prever el ataque de
Bazaine a mi ciudad capital. Conservaba un poder, ahora
con una distinta cara y motejado como traidor, pero lejos
de mis tierras y evitado ya el peligro de ver correr sangre
regia, sangre mia, por aquellos suelos calientes.
Quise comparar mi salida de Monterrey con la que
hizo Judrez de la capital del pais, antes de que arribaran
a ella el mariscal Forey y Dubois de Saligny, el risible
Monsieur Botella que caminaba junto a Juan Nepomu-
ceno Almonte. Pero la salida de Juarez, mas que el sim-
ple hecho de retirarse para no convertir a Ja ciudad en un
blanco de los conservadores, era el juego del gato y el
ratén por los pasillos de la reptiblica: un juego demasiado
inteligente en el que Judrez era el ratén, el perseguido,
pero un ratén més astuto que el felino confiado que era
Maximiliano de Habsburgo.
=o
‘A veces no dormfa, 0 dormfa y se me Ilenaba la cabe-
za de pesadillas, Subfa la cobija hasta los ojos y pensaba
que por su espesor podia hacer las veces de un extenso
cortinaje. Monterrey, ese imperio que quedé truncado.
Mi insomnio de esos dfas atado a la corte imperial. Alla
hubiera tirado la cobija al suelo y tendria, simplemente,
195Huo VALDES
una buena sabana. Allé el cobertor parecerfa un cortina-
je —y yo seria alld otra vez el gobernador—. Qué calor
habria por alld. Y ahi, donde navegaba en el insomnio,
qué dolor el mio: dolor. Dolores. Se Ilamaba asf. Tenia
diecisiete afios. Era ella, y corria, jugueteaba con sus pri-
mas también hermosas esa Dolores de diecisiete afios.
Hablaba y hablaba debido a su nerviosismo por bailar
con él. ¥ yo miraba como un polizonte, desde atris de
un cortinaje extenso y espeso... Y sabfa entonces que el
Teatro del Progreso quitaba su lunetario, nivelaba el piso
y que la sala se convertia en un salén de baile. Que en las
plateas habja damas con tocados muy visibles, niffas de
las mas guapas y mancebos de los més galanes. Que el
portico era iluminado por cazuelejas que alimentaban sus
brillantes mechas con grasas animales. Que de etiqueta y
terciada en su pecho la banda nacional, Judrez iniciaba la
danza con esa joven Dolores que era sumamente hermo-
sa. ¥ que las cuadrillas para el baile existieron entonces
por la sucesién de las amplias faldas con crinolinas y por
la brevedad de los brillos en las telas de seda.
Juarez, sin denotar la emocién més simple en su rostro
de piedra oscura, escuchd y contesté los brindis de enco-
mio. El gobernante que me suplia estaba a su lado y muy
buena parte de los nombres que yo impulsé alguna vez
—Zambranos, Muguerzas, Grimas, Milmos, Trevifios,
Riveros, Calderones— y hasta aquellos que no guarda-
ban simpatfas juaristas...
196Tue Monterrey News
‘Ya no era un consejero mas. Con Juarez habfa tenido pro-
blemas por los empleados hacendarios que me enviaba.
Con este monarea, en cambio, yo era el ministro de Ha-
cienda. Pero aun asf me sentfa triste, lejos del sol de Mon-
terrey, ridfculo entre tanta finura y protocolo. Me sentia
como Luis de Carvajal debié sentirse cuando le pusieron
toda la Ciudad de México como cércel mientras respon-
dfa a su proceso inquisitorial. Yo no entendia de valses ni
de caravanas. En las comidas, cuando uno de los empe-
radores traducia del espaiiol de la charla general al idio-
ma concreto de un visitante, la cosa tomaba visos de una
franca agresién.
Mal éramos vistos los mexicans apegados al Imperio.
Y muy mal eran vistas también las estirpes europeas cuyos
apellidos poco se avenfan a a tradicin castiza, como poco
tenfa que ver mi uve de Vidaurti con las emes iniciales de
Miramon, Marquez, Mejia, Méndez y de Maximiliano de
Habsburgo. Mi inteligencia, sin embargo, estaba conmigo.
Recordaba de pronto cuando Juarez, luego de discutir
conmigo en el Palacio de Gobierno, se habia ido a Sal-
tillo para decretar alli la muerte de mi estado diplice:
cuando ya no hubo més nuevocoahuilenses. Pensé que
de haber estado cerca, el médico Gonzalitos me hubiera
dicho, a fin de consolarme, que habfa sido mejor asf, por
que aquel mote complicado de nuevocoahuilenses pare-
cia mas bien un juego de trabalenguas. Esa noche en que
Juarez arribara a Monterrey, la alta silueta del mirador
que presidia la finca donde el oaxaquefio pernocté con
Miguel Lerdo de Tejada y Guillermo Prieto, se volvié
para mf una especie de simbolo insoportable, el recor
197Huco VALpEs
datorio personal de mi salida y mi adhesi6n al Imperio.
Si, afios atrés, cuando se marchaban derrotados por los
americanos invasores, nuestros soldados tuvieron en el
Obispado el centinela de su fracaso, el mio era sin duda
esa torre.
Volvia a pensar en Gonzalitos: ese hombre demasiado
bueno que soporté la mayor amargura de su vida cuan-
do la mujer lo abandoné por el presidente Mariano Arista;
lo evocaba hurgando en los viejos folios de la catedral 0
bien en los del Palacio de Gobierno para editar sus libros
de anatomia; los discursos que leyé frente a mf en el Co-
legio Civil; sus textos de historia; sus lecciones orales y
morales; sus catdlogos de plantas que tanto lo hacfan pa-
recer el europeo ese del que el mismo médico me hablo
tanto, el barén aleman que vino a América en los dias de
la Independencia y que se perdia con harto placer en las
callejuelas estrechas de Guanajuato.
Recordaba que Gonzalitos me comenté alguna vez
que, en el siglo pasado, el gobernante de entonces visitd
Lampazos, y que habia encontrado allf un buen nimero
de indios con sus familias a los que no supo reconocer;
le dije al médico que aquellos indios eran los tiltimos de
la tribu de los tobosos, venidos desde Coahuila, y dentro
de ese recuerdo recordaba a Lampazos. Mi pueblo natal,
lleno de puertos por donde entraban esos indios ladinos
que conoefan tan bien como conocid Zuazua la Mesa de
los Catujanos, donde si bien era cierto que habjan ger-
minado muchos ataques de los barbaros, en lo personal
me procuraba siempre un poca de paz interior merced al
recogimiento.
198Tue Monterrey News
No sabia la causa de mis entristecimientos en la cor-
te. Maximiliano, cuando eran cerca de las ocho, mandaba
que colocaran su camastro de viaje, un catre plegadizo,
por algtin corredor cercano a la recdmara real. El mal
francés que se rumoraba tenia lo apartaba de las caricias
de Carlota. Para mf, él era la figura inseparable de su ca-
tre, como Juarez lo era de su carruaje negro. Y no sabia si
mi tristeza era causada més por un temor: el de pensar en
ese carruaje que, mds que estar impulsado por un tronco
de caballos, corrfa por la tenacidad del derecho.
Oia campanadas catedralicias cuyos sonidos se per-
dfan tras de los cerros mds préximos. Maximiliano dor-
mfa ya profundamente.
Desde una planicie sdlida, donde algunos lustros atras se
habjan desplomado hacia el suicidio los héroes jvenes del
Colegio Militar, mi mirada se extendia bajo Ia Iluvia sobre
la calzada imaginaria que Maximiliano planeaba construir
en honor de la emperatriz. Lluvias como esa eran de todos
los dias, como cosa comtin eran los creptisculos de Mon-
terrey, a diferencia de los que se daban en aquella Ciudad
de México durante los meses de aguas, agazapados en la
sombra, a la espera de un dia hirviente de sol para poder
reventar de luz. Me preguntaba entonces si debia permane-
cer en una de las altas terrazas del palacio de Chapultepec
para abandonarme a la nostalgia que me nacia al recordar
Jos dias luminosos y largos de Monterrey.
Aceptaba entonces cada una de mis nostalgias: el calor
que ya no tenia, el paisaje avasallado por la dura luz de
199Huco VALpES
la estepa y, naturalmente, mi poder, el mando que ejercfa
sobre Nuevo Le6n entero y las regiones de Coahuila hasta
la punta fronteriza de Piedras Negras: el dguila bicéfala
donde no era uno més, como ahora, que solamente se-
gufa las érdenes de Maximiliano. Nuevo Leén, Coahuila,
Monterrey. Pero gqué era Monterrey para Santiago Vidau-
ri? Un lugar drido con la dignidad de la franqueza, donde
sudaba a mares cuando los meses de calor se quemaban
en el espinazo del afio. Por esa razén, los vientos frios de
la meseta no me parecfan sino una de las tantas presuncio-
nes con las que se armaba Ia capital para enfermarnos de
resentimiento a los que nacimos sobre el comal del norte.
Pero yo tenfa que continuar con mi papel. En lo més
temprano del dia, cuando el de Habsburgo saltaba de su
catre para echarse al lomo la carga de su gobierno, él y
yo tenfamos reuniones de acuerdo en las que a menudo
apareefa la inconformidad en mis ojos. Una de esas veces
todo empezé como de costumbre: primero él me recibié
sencillamente y se incorporé de su silla para decirme un
torpe buenos dias en lo que era un sobrio ceremonial de
manos y de sonrisas oficiales. Luego lo vi desvanecer su
mucha altura y lo precisé otra vez en la silla, como suce-
dia siempre. La cuestion era bien clara: discutir una linea
mfa en las direcciones del Ministerio de la Hacienda que
él juzgaba poco hecha para los tiempos de que corrfan.
Me sostuve en todas mis razones: se las recité con un
tono templado porque pensé que las atenderfa; él solté un
no repetido de péndulo con su cabeza rubia; le expliqué
una vez més la tiltima, la mas importante de mis razones,
y me dijo que no de nuevo; yo sonref discretamente antes
200Tue Monterrey NEws
de decirle que la experiencia era una de las cualidades que
mejor me habjan definido, y él se incorporé para casi gri-
tarme que mi rompimiento con Judrez no ilustraba mucho
esa cualidad. Entonces lo vi, erguido detrds del escrito-
rio en su estatura que entonces me parecié monumental,
enorme de veras, y él debié percibir en mis ojos la som-
bra de la irritacién por los recuerdos que habfa desencade-
nado en mf, cuando Juarez decfa esto y yo hacia lo otro,
cuando me sefialaba que por aqui y cuando yo le salfa al
indio presidente con los pitos de hacer las cosas por alld
Vi en los ojos de Maximiliano la indignacién por mi
sonrisa, que si no era agradable se volvia cruel, y por ha-
berle hablado del colmillo de la experiencia que a él le
habjan reprochado no tener para asumir el gobierno de
un pais. Pero luego vi en las aguas azules de su mirada,
detras de la capa més superficial de su disgusto, entre el
desamparo y la angustia, la nostalgia que Maximilianus
el Imperator trafa guardada muy dentro de sf: en lo mas
profundo de sus ojos que tendrfan el mismo color de las
aguas marinas que dejé al pie de su castillo de Miramar.
E] debié adivinar lo que yo veia, mientras su mirada, al
principio colérica, entré hacia mis ojos oscuros y orien
tales para sorprender una Ilanura interminable de tierras
marrones y dsperas, de odios y rencores vivos, de adioses
sin regresos, de todo aquello que era yo mismo.
Creo que él advirtié una nostalgia comtn entre ambos.
Me miré ya serenamente para sentarse por segunda vez y
me dijo que su decisién permanecia firme. Le dije que sf
con la voz apagada, le confirmé sus 6rdenes con mis ojos
también apagados y salf de sus dominios con un paso so-
lemne y més bien apagado.
201Huco VaLpEs
Al segundo gobernante que me sucedi6, escudado como
el cura de un periddico dominguero, Guillermo Prieto
le recomendaba una politica franca, una justicia con las
manos completas y sin los desequilibrios de las balan-
zas cuando les entraba la herrumbre de la corrupcién. En
aquellos ntimeros dominicales que apenas sobrepasaron
la docena —panfletos subversivos que ridiculizaban a
toda la corte imperial de Maximiliano— , Guillermo Prie-
to, sin embargo, no ofendié nunca a la persona de San-
tiago Vidaurri. Permanecié en Monterrey porque Juérez
afirmé ahf su gobierno temporalmente. Siempre me in-
trig que hubiese mostrado respeto por alguien como yo
quien muchas veces habia desobedecido al presidente de
la reptiblica. Prieto y el indio mandatario estaban unidos
ademas por un viejo compromiso de vida y lealtad; como
los valientes no asesinaban, Benito Judrez vivia gracias a
las palabras de su primer ministro.
En sus ripiosas advertencias, Prieto le pedia al gober-
nante que los faroles se Ilenaran de luz durante la noche, y
yo volvia a ver a los serenos caminando por la Calle Real
con las lanzas sujetas fuertemente para atravesar el aire,
y los ofa nombrar a la virgen cuando eran dadas las horas
nocturnas en un tiempo sereno y de paz alld en Monte-
rey, como si dieran inicio a una oracién: como si quisie-
ran incomodar a los aparecidos diciendo aquello del Ave
Maria Purisima y sin pecado alguno concebida. Pero de la
imaginacién pasaba enseguida a la realidad, y me entera-
ba de que Judrez habia dejado mi ciudad perseguido por
202Tue Monterrey News
el empefio de Julidn Quiroga, quien recibié en la cara una
réfaga de polvo del emblematico carruaje negro.
Empezaba a no entender a Maximiliano. Sus desplan-
tes me asustaban tanto o mas que a los propios conser-
vadores. Si a ellos no les causaba la misma risa que a
4l cuando les decia mochos con su acento europeo, y si
al Clero lo encolerizaba que el propio emperador die-
se marcha adelante a las Leyes de Reforma donde mas
dolia, es decir, en los bienes de que gozaba la Iglesia, a
mf me puso de un humor de todos los diablos una de sus
gracias al parecer més inofensivas: que fuera él quien les
solicitara a los miisicos de la charanga aquella pieza con
la que se ridiculizaba a los seguidores de la monarqufa:
los que caminaban doscientos pasos hacia atrdés cuando
apenas habian dado uno solo hacia adelante, los que se
dejaban aplacar todos sus males con la Espada y el Ci-
rial, los que avanzaban en esa forma tinica como solo les
era dada a los cangrejos: hacia atrés.
=e
Carlota habia ya salido de México. Ella intentarfa hablar
con el Petit Napoleén; el famoso Tratado de Miramar no
se cumplia como era debido. La agitaciGn regia, esa mati
na, era muy intensa. Ella habia salido temprano, y su inten-
cion era harto distinta de cuando Lo hizo, temprano pero un
poco mas tarde que su marido, para salir hacia el centro el
dia del aniversario de Maximiliano, hacia la catedral, hacia
las calles colmadas de arcos conmemorativos. Carlota ha-
bia dejado Chapultepec, y Maximiliano se quedaba. Yo lo
vi pensativo. Y no supe —ni llegué a saber si él lo supie-
203HuGo VaLpEs
ra— si seria por el doble propésito que su mujer llevaba
a Europa: arreglar con el ingenio de su cabeza la aventu-
ra napole6nica, y presuntamente desechar de su vientre la
notoriedad de un embarazo en el cual él, el emperador de
la Intervenci6n, no habfa intervenido en lo mas minimo.
Maximiliano empezaba a tener serios problemas con
los conservadores. Y yo, por el contrario, esas tiltimas no-
ches las habia pasado sin la menor amenaza del insomnio
de siempre, y era una buena raz6n para mi asombro, por
que si antes no entraba en e] sueiio aun con el buen clima
que envolvia a la Ciudad de México, ahora, cuando més
pesadas eran las cargas y las responsabilidades de ese go-
bierno de roménticos, yo cafa como un tronco en la cama.
Las campanas sonaban y sus repiques se perdian en
las faldas de los cerros mas préximos.
=eo
Un hacendado henequenero, que habia pensado que Mé-
xico sélo iba a salvarse cuando viniera a gobernarnos un
principe real, salt6 contra el emperador rubio. Habia crei-
do que la monarqufa era lo mejor para la religion, pero
no habfa sucedido asf y optaria mil veces por esa repti-
blica que viajaba en el carruaje negro de Benito Juarez.
La mujer del hacendado decfa que ese trono era de puro
sainete y que en la comparsa mondrquica habia canallas
que ameritaban del escarmiento piiblico. Fue de las que
prefirieron ser reinas en casa y no criadas en palacio
Y, sin embargo, Maximiliano habfa tenido muchos de-
seos de tratar con el indio oaxaquefio, aunque las cosas
tomaran otro rumbo. El habfa permanecido firme en el
204Tue Monterrey News
puesto al que se le habia llamado, sin vacilar en el cum-
plimiento de sus deberes, porque un verdadero Habsbur-
go no abandonarfa su lugar en el momento de peligro.
Como de costumbre, Maximiliano se habfa levantado a
las cuatro de la mafiana, con los primeros gallos. Saldrfa-
mos con él. En Querétaro, lo presentfa, mis manos suda-
ban abundantemente, algo se cocinaba. Ofa campanas.
El emperador ha sido fusilado. De nada ha valido el
tropel de los plenipotenciarios que vino a negociar le-
galmente la vida de Maximiliano. De nada valieron las
peticiones de indulto ni que la princesa Agnes Salm Salm
se inclinara ante Juarez y él viera entonces, muy discre-
tamente, el nacimiento de sus bellos senos. La mayor de
mis sorpresas la he tenido al enterarme del nombre del
jefe de las Operaciones del Ejército Republicano: Ma-
riano Escobedo, victorioso en el cerro de las Campanas
—ahora entiendo los anuncios—, ese hombre que se
atrevié a agitar su mano velozmente para unirla al arma
que pudo haberme matado.
Regresé junto con Leonardo Marquez desde Querétaro
para dar a conocer una abdicacién que Maximiliano ha-
bia previsto en el caso de que terminara preso. Pero ya
es demasiado tarde. Me inquietan las drdenes de Porfirio
Diaz que nos exige a los seguidores del Imperio presen-
tarnos para escuchar un juicio que de seguro nos enviard a
la carcel. De no hacerlo asf, estard del otro lado la muerte.
No, yo no puedo asistir a una muerte entre paredes.
Mi esperanza est con este gringo que me esconde por
205HuGo VaLpEs
una cantidad de dinero que atin no tengo. En mi cerebro,
girando locamente se suceden los nombres de Méndez,
Miramén y Mejfa, y el de Maximiliano en un aparte, con
su eme a todas luces maytiscula y real, con su M imperial
como Felipe Sojo lo habrfa de esculpir, con la barba ru-
bia cayéndole en dos puntas cual una M de patas arriba,
en la dureza del mérmol. Y yo solo aqui, oculto, junto a
ellos, con la uve de mi apellido a cuestas, acaso la mitad
inversa de esa eme fatal que uni6 a los primeros tres en
ser fusilados.
La ansiedad me pesa, y también la volubilidad de la
Historia. Recuerdo ahora a ese otro tal, paisano mio, que
fue fusilado por el doble trato que hacfa con los republi-
canos y los franceses. Compraba a los galos y vendia las
armas para la causa nacional. En mi opinion, no fue mas
que un mercader que aproveché ese sentido de la ven
ta, comprar al francés y vender al mexicano, como igual
habrfa hecho si las condiciones hubieran sido inversas.
Murié el pasado afio en Monterrey. Y la Historia lo ha
magnificado como un héroe.
De no salvarme, moriré seguramente fusilado como
un simple traidor. Ese dinero que no llega, que no con-
sigo, que no sé cémo tener a mano para taparle la boca a
mi encubridor. Me he quedado poco a poco sin nadie. He
querido creer que ellos: Zaragoza y su 5 de mayo, Maria~
no Escobedo, Francisco Naranjo, Lazaro Garza Ayala...
desprendidos, centrifugados detsol que yo era frente a
todos, se perderfan sin rumbo. Pero ellos, cada cual en
su propia 6rbita, han seguido por sf solos, sin mi, sin la
tutela de mi mando.
206Tue Monterrey News
Hace rato saludé a dos grandes amigos mfos con mi habi-
tual sonrisa, que dicen es agradable, y los abracé. Le dije
a uno de ellos que no Horara: era Pedro Hinojosa, quien
medié entre Juarez y mi voz cuando empezé la caida.
Les confesé que el gringo me habfa vendido. Me pidio un
dinero del que solo pude darle una parte. Estuve comple-
tamente tranquilo, sin temor a lo que seguia. Por eso me
despedi de ellos sonriendo.
Y ahora que nadie puede hacer por mi nada —can-
grejos al combate, cangrejos al compds—, ahora que
no puedo pagar el precio de mi encubrimiento porque
es tarde —un paso pa’ delante, doscientos para atrés—,
deshonrado por la venda que cubre mis ojos —y por esa
cancioncita de charanga que me denigra como reacciona-
rio—, més atin que por la muerte ritual que espero y que
tantas veces como la recuerde habré de repetirse, moné-
logo de una sombra en la que ahora me reconozco, deseo
finalmente en esta tarde que significa la disolucién de lo
que soy entre las balas que mi sangre sea la tltima derra~
mada y que México sea feliz.
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