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Mircea Eliade Relatos fantasticos Ki LITERATURA Uniformes de general, Ivan, Un hombre grande, Doce mil cabe- zas de ganado: cuatro relatos fantasticos de Mircea Eliade, apa- rentemente muy distintos entre sf por los personajes retratados y las situaciones en que estos evolucionan, pero que conforman un todo unitario. Ello se debe, no sdlo a la magistral habilidad del autor para mantener al lector en vilo -creando un ambiente de irrealidad a partir de elementos tomados, las mas de las ve- ces, de la realidad cotidiana—, sino también, y sobre todo, a que lo fantastico le permite abordar el misterio de la muerte en lo que ésta tiene de transito mistico hacia otra forma de vida. Una vez mas, Mircea Eliade, el historiador de las religiones, el pensador, se pone discretamente al servicio de Mircea Eliade el escritor y fabulador. El resultado es estrictamente espléndido. Mircea Eliade nacié en Bucarest en 1907. Licenciado en Filosoffa en la Universidad de Bucarest, marché a la India en 1928 para estudiar filosoffa oriental. De regreso a su pafs en 1932, fue figura central de la llamada “joven generacién” a la que pertenecieron también Cioran y Ionesco. En 1956 se esta- blecié en Chicago, en cuya Universidad ensefié Historia de las religiones hasta su fallecimiento en 1998. 12 ISBN B4-7245-444-4 KAIROS LITERATURA F784 72454446 OTROS LIBROS KAIROS: Mircea Eliade DIECINUEVE ROSAS «Pronto entraremos en un fase de la historia universal en la que ninguna de las libertades que apenas hemos tenido tiempo de disfrutar seré tolerada», escribe Mircea Eliade. Pero existe quizés la posibilidad de evadirse a otro espacio-tiempo, un pa- saje reservado a unos pocos elegidos que, cada aio durante la Noche Buena, se reunen en torno al misterioso leronim Mircea Eliade TIEMPO DE UN CENTENARIO DAYAN La formidable acumulacién de arsenales nucleares podria acer- camos al Apocalipsis. Pero la guerra atémica, si conlleva la desaparicién del homo sapiens, gno acarreard también, por la ‘mutaciones que provoque, el advenimiento del «hombre hist6- Tico»? Eliade formula la pregunta... y aporta una respuesta. F. Martinez Dalmases EL LEGADO Crénica de las tierras del exilio El Legado, primera novela de su autor, entronca con la tradi- cién cuentistica oriental. Los cuentos almacenan y custodian todo lo que la ciencia margina, ademés de proveer recipientes para nuestros anhelos més profundos, como el transformamos en seres completos, capaces de alcanzar un destino mas allé de nuestras limitaciones ordinarias. KALILA Y DIMNA Fébulas de Bidpai contadas por Ramsay Wood Introduccién de Doris Lessing Las eternas “Fabulas de Bidpai”, reunidas hace unos 2.000 afios en el Panchatantra., traducidas desde Etiopia hasta ‘China, y que inspiraron a autores tan diversos como Esopo, La Fontaine, Llull, y Chaucer, han sido retomadas por Ramsay Wood quien las vuelve a contar con un lenguaje mo- demo y divertido, respetuoso y energético. Sam Keen y Anne Valley-Fox SU VIAJE MITICO Encontrar el significado de la vida a través de las propias ‘fabulaciones Todos contamos historias acerca de quines somos, de donde venimos y hacia d6nde vamos. Estos mitos personales confi- guran lo que Iegamos a ser y lo que creemos, ya sea a nivel individual, familiar 0 nacional, Este ameno libro nos offece, de una manera préctica y sencilla las herramientas necesarias para detectar lo que podrfamos llamar “linea mitica” de nues- tras vidas, abriéndonos de esta forma a un mundo nuevo de autoconocimiento, OTROS LIBROS KAIROS: Mircea Eliade LA BUSQUEDA Historia y sentido en las religiones En este fascinante libro Mircea Eliade enfatiza la imy y la funcién que puede cumplir el estudio de fa historia de las religiones en una sociedad secularizada. Amparado en una erudicién y conocimientos mundialmente reconocidos Eliade va més allé del academicismo y nos propone un nuevo huma- rnismo abierto a culturas y mundos no siempre familiares. Mircea Eliade MITO Y REALIDAD Para el gran historiador de las religiones Mircea Eliade el mito es una realidad. No es s6lo una imagen del pasado, sino un instrumento que el ser humano utiliza continuamente para percibir lo sagrado. Para ilustrar esta impresionante conclu- sign Eliade se adentra en las mitologias de la antigua Grecia, de los romanos, de los aborigenes de Australia, de los Vedas, del Medioevo europeo... 0 de las obras de Picasso, Joyce 0 Ionesco. Emma Jung y Marie-Louise von Franz LA LEYENDA DEL GRIAL Desde una perspectiva psicoldgica Dos de las més aclamadas analistas junguianas realizan un ex- haustivo estudio sobre las leyendas del grial desde una pers- pectiva psicol6gica, Se analiza el alcance de la trama mitol6- gice, de los arquetipos, del proceso de individuacién o los de animus y anima, y su interaccién con la psique del ser humano de hoy. Christine Downing LA DIOSA Imdgenes mitolégicas de lo femenino Libro imprescindible para todo el mundo interesado tanto en psicologia profunda, mitologfa o espiritualidad. La autora nos ensefia cOmo el mito puede ayudar a dilucidar el significado dde una experiencia y c6mo utilizar la experiencia para pene- trar en los significados del mito, Joseph Campbell EL VUELO DEL GANSO SALVAJE Exploraciones en la dimensién mitoldgica Este libro explora el origen individual y geogréfico de! mito, trazando una larga lista de mitologias desde la coleccién de ccuentos de los hermanos Grimm hasta las leyendas indigenas de América. Repasa en profundidad cémo se vinculan estas historias con la experiencia humana y cémo han ido cambian- do con el paso del tiempo. RELATOS FANTASTICOS Mircea Eliade RELATOS FANTASTICOS UNIFORMES DE GENERAL IVAN UN HOMBRE GRANDE DOCE MIL CABEZAS DE GANADO Traduccién del rumano de Joaquin Garrigés editorial airds Numancia 117-121 08029 Barcelona Espafia Titulo original: Uniforme de general - Ivan - Doutsprezece mii de capete de vite - Un om mare © 1981 by Editions Gallimard © de la versién castellana: 1999 by Editorial Kairés, S.A. Primera edicién: Octubre 1999 LS.B.N.: 84-7245-444-4 Depésito legal: B-27.111/99 Foocomposicién: Beluga y Mleka, s.c.p., Cércega 267, 08008 Barcelona Impresi6n y encuadernacién: indice, Caspe, 118-120, 08013 Barcelona Todos los derechos reservados. No esté permitida la reproduccién total ni parcial de este libro, ni la recopilacién en un sistema informatico, ni la transmisién por medios electré- nicos, mecnicos, por fotocopias, por registro o por otros métodos, salvo de breves ex- tractos a efectos de resefia, sin la autorizacién previa y por escrito del editor o el propie- tario del copyright. UNIFORMES DE GENERAL Uniforme de general Avanzaban ambos de puntillas, con paso cauteloso, y cuando el piso crujfa se paraban en seco conteniendo el aliento. Y en- tonces, casi de forma mecdnica, Ieronim apretaba el botén de la linterna y se quedaban a oscuras. —No tengas miedo —le dijo poco después, cuando se le traba- ron los pies con una cuerda que no habfa podido ver y, al apoyar- se en un armario para no caer, una de las puertas se abrié lenta- mente produciendo un largo chasquido que parecfa un gemido sordo-. No temas. No hay nadie en toda la casa. —jPor qué, entonces, hablas tan bajo? —le pregunts el otro. leronim volvié a encender la linterna y giré el haz luminoso alrededor del muchacho pero sin alumbrarle la cara. No era ne- cesario. La vefa bastante bien. Era una cara mustia de estudiante de bachillerato, con unos ojos anormalmente hundidos en las 6r- bitas, labios delgados y pelo a cepillo con un pequefio flequillo cayéndole sobre la frente. -Has dicho que te llamas Vlad, jno es cierto? —Si, Vlad. Vladimir Iconaru. —Pues quiero que sepas, amigo Iconaru —dijo acercando la ca- beza-—, que jamés nadie, en ninguna obra de teatro, en ninguna no- vela ni en ninguna poesia, nadie, repito, se ha atrevido a hablar en un tono de voz normal cuando se mete por la noche en el desvén Relatos fantdsticos de una casa extrafia y lo hace, como nosotros, con un plan muy concreto: dar con el arca donde la viuda del héroe de guerra, el ge- neral Iancu Calomfir, guardé con uncién los uniformes de gala de su marido; dar con el arca, como te digo, forzar la cerradura y ro- bar los dos uniformes. Repito, robar dos uniformes de general. —Pero tt decfas que erais parientes... ~Y lo somos. Es mas, mi padre era su sobrino predilecto. Era el sobrino predilecto de la viuda del general lancu Calomfir. {Pero eso qué tiene que ver? Nos hemos introducido en este desvén con Ilaves falsas, al anochecer, para buscar un objeto determina- do y robarlo. Es verdad, un objeto de arte, quizé de cierto interés histérico, pero sin valor: dos uniformes. -Y también una coleccidn de coledpteros —afiadié Vladimir. leronim volvi6 a alzar la linterna y esta vez concentré la luz sobre la cabeza del muchacho y a continuacién le hizo sefias de que lo siguiera. Pero tras dar unos pasos se detuvo. —Hace muchos afios que no he estado en este desvan —dijo con voz incolora-. Pero recuerdo muy bien todos los objetos, to- dos estos armarios, cajones y bailes. Y se los sefial6 alumbrando con la linterna a lo largo de las paredes. También recuerdo per- fectamente el sitio donde estaba el arca de los uniformes; es alli, unos diez metros delante de nosotros, aunque no podemos verla atin porque la tapan un sinfin de cajones, batiles y muchos, mu- chfsimos paquetes de periédicos viejos. Pero hay una cosa, una sola, que no recuerdo, Vladimir Iconaru: no recuerdo haberte ha- blado de ninguna coleccién de coledpteros. Unicamente te dije que en esta casa habia muchos insectarios, especialmente una rica coleccién de mariposas. —jQué lastima! Las mariposas también son hermosas pero mi gran pasién son los coleépteros. leronim eché la cabeza hacia atrds y lo miré sorprendido y es- crutador. —Interesante —dijo al cabo de unos instantes-, y he de reco- nocer que no me lo esperaba. Si alguna vez escribo un tratado de 8 Uniformes de general moral, tendré que plantear tu caso. Y es que eres un hombre inte- resante. En pocas palabras, aceptas con entusiasmo la condicién de ladrén por una coleccién de coledpteros pero vacilas o, mas exactamente, te llenas de escripulos al saber que se trata sdlo de mariposas. -jNo vacilo! -protesté Iconaru ruborizéndose-. Porque, en realidad, no es un robo. Sois parientes. Se trata de la misma fa- milia. Y, ademas —afiadié bajando la voz-, todos estén muertos. —jPor qué dices todos? —Todos los que han vivido en esta casa, el general y su viuda y los hijos que tuvieron y que murieron, unos en la guerra y otros en los bombardeos. {No me dijiste anteayer que todos habfan muerto y que la casa estaba vacia? ;Y que si nadie habfa venido a vivir era porque estaba falsa a causa de las bombas y tal vez la de- rriben en primavera? Teronim se le quedé mirando con gran tristeza y seguidamen- te apago la linterna. —Asi es —musit6—. Todos han muerto. O, para ser mas exactos, casi todos. Pero jqué tiene que ver? No tenemos derecho a per- der la esperanza. Cuando te vi anteayer por la mafiana... Encendié la linterna y dirigié el rayo de luz directamente so- bre la frente del otro. El muchacho se Ilev6é répidamente la mano a los ojos. —Perdéname —continué leronim tras apagar la linterna-. No lo hacia por molestarte. Pero tenfa que mirarte a los ojos una vez més antes de acordarme. No, no se trata de ningtin recuerdo sino de evocacién. Asi es como me gusta imaginar, es como si escu- chéramos el coro en una tragedia griega. El coro, que resume, evoca 0 vaticina la accién de los héroes y el castigo de los dio- ses... Y ahora no te muevas y escucha. El decorado es sencillo, ya lo conoces. Una calle de Bucarest de los afios cincuenta. A prin- cipios de otofio. En el fondo, un solar. Hacia ese solar me dirigfa yo con una finalidad determinada, cuando vi venir a un alumno de instituto con una paloma en la mano. 9 Relatos fantdsticos —Estaba herida... —No me interrumpas, por favor. Ya te he dicho que ahora est4 hablando el coro... Venia un estudiante tiritando de frfo, con la cara pélida, llevand® una paloma en la mano derecha a la que, de vez en cuando, acariciaba con la izquierda... —Estaba herida y temfa que se la comieran los gatos. -Eso es lo que me contestaste entonces. Pero yo te reconoci inmediatamente ya que llevabas una paloma en la mano... Y supe lo que hacia mucho sabfa: que no tenemos derecho a perder la esperanza... {Vive atin? —Unicamente tenia el ala izquierda medio rota. Algtin gam- berro le darfa con un tirachinas. Pero se curd. Se curé enseguida, como todas las aves... -En cualquier caso, ése fue el principio de nuestra aventura. Porque, recondcelo, desde el principio te dije que se trataba de una aventura. —Me dijiste que sabfas de un desv4n, en una casa abandonada, leno de cajones y arcas, cachivaches de todas clases, sables y mo- triones, juguetes y revistas ilustradas antiguas... leronim se pas6 nervioso la mano por el pelo, como si tratara de calmar su impaciencia. ~Y tantas y tantas cosas més... Y mientras hablaba te miraba. Si supieras cémo te miraba, para adivinar qué te podria atraer 0 interesar... Sin embargo, de tanto en tanto miraba de soslayo a la paloma... ~La habia encontrado en el solar. Alguien le habia dado una pedrada... Teronim alargé sibitamente el brazo en la oscuridad y le puso la mano en el hombro. —No vayas a imaginarte que queria ponerte a prueba 0 tentar- te. Pero para mf, que vivo sélo para el teatro, la escena era de- masiado excepcional para no adivinar que formaba parte de aquella escenificacién misteriosa que me esfuerzo continuamen- te, pero en vano, en reconstruir, si comprendes lo que quiero de- 10 Uniformes de general cir... -retiré la mano del hombro del muchacho y prosiguié en otro tono de voz—. Escucha, poder subir con él, después de ha- berlo visto venir del solar con una paloma en la mano, poder subir las escaleras de este desvan, de noche, a oscuras, y sentirlo alli junto a mi, cuando probara las Ilaves, una por una, y luego, de pronto, una de ellas serfa la buena y la puerta se abrirfa con un gemido y penetrarfamos aqui, en este desvan, donde hace mu- chos afios que no ha entrado nadie, desde que murié el ultimo hijo de la viuda det general Calomfir... {Escucha! {No me inte- rrumpas! —dijo levantando el brazo-. Pues ahora es cuando nos acercamos a la escena verdaderamente draméatica. Escucha e imagina. Habriamos entrado muy despacio y nos habrfamos diri- gido hacia el fondo, donde se encuentra el caj6n. jY qué de cosas habrian podido ocurrir! {Dios mio, qué de cosas habrian podido ocurrir! Una pobre linterna de bolsillo. Apenas alumbra pues la tengo desde los afios de la guerra, desde que era explorador. En cualquier momento se habria podido apagar y nos hubiésemos quedado a oscuras. Y ni siquiera habrfamos estado juntos. Yo me habfa adelantado, apretando el paso, pues presentia que la pila estaba en las tiltimas. Y, de pronto, nos habriamos encontrado a oscuras, perdidos aqui, en este desvan lleno de cajones y arcas cu- biertas de polvo y telarafias, y ni siquiera me habria atrevido a gritar para llamarte. Susurraba solamente: «Vlad», porque Vlad o Vladimir te llamas, jverdad? «Vladimir, ;me oyes?» Pero no me podfas ofr porque te habfas quedado muy rezagado y andando a tientas en la oscuridad te alejabas mds y més de mi y no me po- dias ofr. Aun cuando me hubiese atrevido a levantar la voz, tam- poco me habrias podido ofr porque justamente entonces habia empezado a soplar el viento, y aqui, en este desvan hecho una ruina por los bombardeos, el viento tiene un eco siniestro, como en el teatro cuando est4 a punto de estallar una tormenta... Se detuvo de repente, respirando con dificultad, extenuado. -No me habria perdido —dijo el otro con calma—. No me habria perdido porque estoy acostumbrado a la oscuridad. Pasé 11 Relatos fantdsticos mi nifiez en el monte. No me dan miedo ni la oscuridad ni el viento. —jConque sédlo eso es lo que has entendido? —lo interrumpié Teronim con una inesperada tristeza en la voz-. {Has entendido que yo habria querido asustarte para ponerte a prueba en la oscu- ridad? Vladimir Iconaru, no tienes imaginacién. Tampoco eres el tinico. Casi nadie tiene ya imaginacién. Vivimos tiempos diffci- les. {Quién tiene ya tiempo para imaginar otro mundo, con otras personas, un mundo mis poético y, por ende, mas verdadero? —Si crefas que me habrfa asustado dejandome solo en la oscu- ridad... —Haz el favor de no interrumpirme pues ahora estamos en el teatro y nos acercamos a la escena capital... Finalmente te habria encontrado pegado a uno de estos armarios y entonces habrfas entendido lo que sucedia, habrias entendido por qué me habia alejado y por qué habfa dejado que creyeras que se habia gastado la pila. Allf, pegados los dos al armario, te habria contado la his- toria de esta casa que es, en realidad, la historia del general Ca- lomfir, su auténtica historia, que nadie conoce porque, como muy bien has adivinado, casi todos han muerto... —Entonces, por qué no me la contaste? Ieronim se encogié cansado de hombros. —Algo intervino. Una tonterfa. —Habrfas podido contérmela pues no habrfa tenido miedo. Y ahora también puedes contdrmela. Me gusta escuchar historias. Entonces me pregunto, siempre me pregunto cuando me llegara a mi la hora de contarlas, de decir lo que me sucedié un vez, una noche, en el aprisco. Ieronim se pasé nuevamente la mano, nervioso, por el pelo. -Intervino algo y el espectdculo desaparecié. Volvié a la nada. Dejo sitio a otros problemas, unos més triviales y otros, para ser més exacto uno de ellos, de importancia capital. {No lo adivinas? Hiciste que interviniera, reconozco que sin querer, la idea moral, la diferencia entre coledpteros y mariposas. 12 Uniformes de general ~Y lepidépteros —precisé Iconaru. Ieronim volvié a encender la linterna y, cuidando no deslum- brarlo, lo miré detenidamente. —Démonos prisa —dijo dando un paso adelante-. Esta empe- zando a hacer frfo. Notaba que lo segufan y aminoré el paso esperando que de un momento a otro lo Ilamaran a sus espaldas. Pero la desconocida vacilaba. Entonces apoyé el estuche del violonchelo contra la pared del pasillo y, lentamente, se puso a buscarse el pafiuelo. Lo primero que hizo fue desabrocharse con parsimonia la gabardina, —jMaestro! —Oy6 de pronto a sus espaldas una voz sorpren- dentemente clara y robusta de contralto. jMaestro! jEs verdad que ya no da clases particulares? Antim volvié la cabeza y la miré aparentando sorpresa. Se sacé el pafiuelo y se lo pasé abstraido por la frente y luego se lo guard6 en el hueco de la mano. -Es cierto —dijo—. He decidido no dar més clases particulares porque... En ese instante le parecié verla por vez primera y se quedé mi- randola fijamente con un estupor rayano en el panico y comen- 26 a pasarse el pafiuelo por la frente y las mejillas. —No crea que me tiembla la mano dijo tratando de sonrefr. —Esté usted cansado, maestro... —Es cansancio y algo mas. Me parecié que esa cara me sonaba de algo, su cara, quiero decir... La muchacha se aproxim6 més a él y se inclin6 ligeramente. -No me he perdido ni un concierto, maestro. Le sigo desde hace cinco afios, cuando atin iba al Conservatorio. Y de toda la orquesta, no miro, ni escucho, mas que a usted. —No, no estaba pensando en eso —la interrumpié sin dejar de mirarla y pasandose el pafiuelo de una mano a otra—. {Es usted ru- mana? Quiero decir, jha vivido aquf, en Bucarest? La muchacha se sonrojé levemente. 13 Relatos fantdsticos —Mis padres son de provincias, pero yo me he criado aqui. ~Ah, entonces tenfa razon. En cierto sentido es forastera, vie- ne de otra parte. La joven negé con la cabeza y sonrié cohibida. En ese mo- mento, Antim observé con emocién que tenia una boca muy grande y unos dientes irregulares, lo que le daba un aire de belle- za salvaje, amenazadora y casi agresiva. —Lo habia ofdo pero no podfa creerlo. Seria terrible, me decfa, si fuera cierto que el maestro ya no da clases particulares, preci- samente ahora que he encontrado trabajo y tengo dinero. Preci- samente ahora que yo podfa pagarme las clases. Algo siquiera. Si- quiera una clase o dos al mes —afiadié al ver que callaba mirdndola inquieto, como si no la hubiese ofdo, como si sélo hu- biera seguido el movimiento de los labios y la luz ora htimeda ora mate de sus dientes. Dobls en pafiuelo, se lo metié en el bolsillo y comenzé a abo- tonarse la gabardina. ~—Lo siento —dijo al tiempo que cogia el estuche del violon- chelo-. Decidf renunciar a las clases particulares al darme cuen- ta de que no lo conseguia. No lo conseguia ni en dos afios ni en cuatro ni en cinco. Lisa y Ilanamente no lo conseguia... Volvié la cabeza y vio que en el fondo del pasillo las luces co- menzaban a apagarse. —Tenemos que irnos 0 nos arriesgamos a encontrarnos con las puertas cerradas Sin embargo andaba con lentitud, Ilevando el violonchelo en la mano izquierda y tratando de subirse el cuello de la gabardina con la derecha. —Entiéndame lo que quiero decir. Un buen dia me di cuenta de que no consegufa ayudarles, es decir, ayudarles a superarme a mi. De pronto la joven solté una carcajada y con un gesto breve y familiar se acercé a él y lo cogié del brazo. —Maestro -dijo con uncién-, ni se imagina lo feliz que soy. He 14 Uniformes de general oido tantas cosas de usted... jHay algo que no hayan dicho del maestro Manolache Antim? Pero esto no me lo habja dicho na- die ni tenia modo de adivinarlo. Sdlo sabia que, en cierto senti- do, usted tampoco habia tenido suerte. Antim se detuvo y la miré de nuevo, por encima de las gafas, desconcertado. —No ha tenido usted suerte con los alumnos, maestro. {Quién. ha venido a aprender con usted? Todos los empollones. Los nt- meros uno y ntimeros dos. Quizd también algunos ntimeros tres. Pero jy los otros, maestro? ;Y los otros? -repitié ella subrayando las palabras y acercando més su cara a la de él. —jCémo que los otros? {Qué otros? —Si, maestro, los otros, esos a los que consume la ambicidén y persigue la mala suerte, que, por otro lado, son los més numero- sos. Como Horia Gradisteanu, por ejemplo, de quien nadie ha ofdo hablar porque se suicidé a los dieciocho afios. O como Ma- tia Da Maria. Esta, Maria Daria Maria, soy yo -agreg6 bajando la voz-, Pero en el colegio me decfan Maria Da Maria. —Hemos de darnos prisa porque, de lo contrario, nos arriesga- mos a... —Déjeme a mi llevarle el violonchelo —lo interrumpié. El gesto habia sido tan inesperado que no se opuso. Cohibido, se llevé las dos manos al cuello para meterse la bufanda debajo del cuello de la gabardina. —Si hubiese tenido diez afios menos, me habrfa enfadado. —Ahora también se habria enfadado —volvié a interrumpirlo ella— si yo hubiese sido otra persona, otro tipo de mujer, quiero decir. No importa si hubiese sido joven o menos joven. La dife- rencia no hay que buscarla en la edad de las mujeres sino en su destino. Se detuvo en seco y apreté el violonchelo con ambos brazos pegandoselo al cuerpo. —jMaestro! -exclamé con voz ahogada, como si estuviese a punto de echarse a llorar—-. Maestro, si usted no conocié a Horia, 15 Relatos fantdsticos tiene entonces ante usted a la persona mas dotada y orgullosa, casi enferma de ambicién, pero también a la més perseguida por la desgracia que haya usted encontrado nunca en su vida. Ha ha- bido dfas enteros en que no me he atrevido a cruzar la calle, sabia que me iba a atropellar un coche; maestro, sentia el coche de le- jos, a decenas de metros, sentfa c6mo me atropellaba y me aplas- taba los dedos. Los dedos, maestro, estos dedos que, si no me hu- biese perseguido la desgracia... Porque desde hace afios he estado buscando un trabajo que me permitiera, por poco que fuera, dar clases particulares con usted, cualquier clase de trabajo, por in- sulso y desagradable que fuera, pero que no me estropease los de- dos. Durante afios lo he buscado, y mientras tanto vivia de la ca- ridad de unos y de otros, pues ni de encargada del guardarropa en un local nocturno me quisieron emplear... Y solamente ahora, hace muy poco, la semana pasada, he encontrado un trabajo, pero jpara qué me sirve? Si no me hubiera perseguido la desgra- cia, habrfa encontrado un trabajo hace dos o tres meses y enton- ces habria visto usted lo que estos dedos podian hacer, y, créame, maestro, jse habrfa asombrado! Haciendo un esfuerzo, Antim la empujé suavemente hacia la puerta, tratando de parecer amable y, al propio tiempo, distante, fingiendo no ver las lagrimas que le corrfan a la joven mansa- mente por las mejillas. —Buenas noches, Vasile -se dirigié al portero—. Perdone que nos hayamos retrasado un poco —afiadié apretandose nuevamen- te la bufanda en el cuello-. Me he sentido ligeramente indis- puesto en el entreacto. Me ha dado frio. jHa llegado el otofio sin avisar! Después de quitar las telarafias con un pufiado de periédicos viejos enrollados, se pusieron a sacudir el polvo de la tapa del arca. Pero pronto leronim advirtié que el polvo estaba pegado como una capa de barro liso y seco y tiré el rollo de periédicos entre los paquetes que habfa junto a la pared. Le pasé la linterna 16 Uniformes de general a Iconaru y sacé del bolsillo un aro con Ilaves viejas. Empez6 a probar al buen tunttin sin demasiada conviccién. A intervalos sacudia con fuerza el candado como si quisiera asegurarse de que estaba realmente cerrado. ~Lleva més cuidado —murmuré Iconaru-. Estds haciendo mu- cho ruido. Puede que alguien nos oiga... Jeronim lo miré sorprendido y asintid con la cabeza, como si se percatara de repente de que el chico tenia razon. —Entonces, apaga la luz -dijo con la voz mas baja que pudo-. Y no hablemos, no hagamos ningtin movimiento durante unos minutos. Veamos si se oye algo. Al principio no se oyé mas que el viento, como lo ofan siem- pre que se quedaban a oscuras y en silencio los dos. Pero no tar- d6 en llegar hasta ellos un gemido sordo, como un suspiro pro- longado de més y, luego, ahogado. A los pocos segundos, dirfase que atin més cerca de ellos, el gemido volvié a ofrse, en esta oca- sién mas profundo, seguido de un jadeo breve y asustado, como si alguien hubiese pasado rdpidamente por su lado y se hubiera di- tigido a toda prisa a la puerta del desvan. —No hay nadie —murmuré Ieronim—. Ni espiritus, ni apareci- dos, quiero decir. Todos los ruidos que oyes vienen de arriba, del tragaluz, que no cierra bien y lo mueve el viento. ~jChist! -lo interrumpié Iconaru agarréndolo del brazo-. jEs- cucha ahora! Nuevamente se oy6 el gemido, pero de la puerta del desvan venian también otros ruidos més fuertes, como si alguien cami- nara trabajosamente sobre el suelo de madera viejo y fragil arras- trando un saco de lefia y ramiza. —Quiza se hayan enterado —prosiguié Iconaru bajando mucho més la voz—, y vengan a buscarnos. Se callaron ambos conteniendo el aliento. —Si nos sorprende alguien -dijo de pronto Ieronim tratando de no elevar la voz-, le dices la verdad. Nos conocimos casual- mente anteayer y te hablé de una coleccidén de mariposas. Pero, 17 Relatos fantdsticos sobre todo, te hablé de teatro, de los misterios del arte dramati- co. Le hablas de los uniformes, que habiamos venido decididos a cogerlos, puedes incluso concretar que habiamos venido decidi- dos a llevdrnoslos prestados durante una semana o dos, pues iquién querrfa conservar para siempre dos uniformes de general? Asi pues, que quede bien claro: habfamos venido a llevdrnoslos en préstamo, pero no les digas para qué, con qué finalidad. El tea- tro, les dices. «Es en relacién con su concepto del teatro.» Ti vas al instituto —afiadi6 tras una breve pausa, con aire casi solemne-, sabes conservar un secreto. No les digas ms que esto: que los uni- formes estén relacionados con... -Es indtil que trates de asustarme —le interrumpié Iconaru encendiendo stibitamente la linterna—. Como me has visto con una paloma herida en la mano, crees que soy un paleto y un pa- panatas. Teronim lo escuchaba sorprendido, con aire triste, tapandose los ojos con la mano derecha. —No me hables asf, que estas cometiendo un sacrilegio —dijo-. No debes hablar asf de una paloma herida. —Entonces, jpor qué quieres asustarme diciendo que puede venir alguien y pillarnos aqui, en el desvan, y entregarnos a la policta? Jeronim retiré la mano de los ojos y sonrié. . —En ningin momento he pensado en asustarte. Unicamente he querido imaginar una escena posible, no un acontecimiento. ~Si te crees que me dan miedo los aparecidos y la policfa... leronim se encogiéd de hombros y comenzé6 a examinar las lla- ves, una tras otra. -Lo recuerdo muy bien... Pero se interrumpi6, miré una de las llaves acercandosela mu- cho a los ojos, la secé frotandola con un pafiuelo y la probé aten- tamente, casi con emocidn. ta era. Ahora verds. Quité el candado, lo colocé encima de un paquete de perié- 18 Uniformes de general dicos y probé a levantar la tapa. Hizo sefias con la cabeza e Ico- naru, cambiandose la linterna a la mano izquierda, le ayudé con la derecha a abrir el arca. Chirriaba de forma tan estridente que se pararon varias veces, temerosos por la inesperada estridencia de esos gritos metdlicos y siniestros. Finalmente, lograron levan- tar la tapa. Les sorprendié el blanco inmaculado de una sdbana y un olor penetrante de alcanfor, naftalina y albahaca. —jCémo se ve aqui también, como en los menores detalles, la mano de la generala! Colocaba las cosas en un arca al igual que otros, antiguamente, construfan monasterios o levantaban piré- mides. Ffjate qué hermosura de sdbana, blanca y bien extendida, como si la hubiese colocado ayer o anteayer. Y mira, pon la mano y verds qué sedosa, parece un sudario. Con cuidado, casi con emocidn, Ieronim aparté lentamente la sébana, la enrollé y la puso en un rincén. Vladimir habia apro- ximado més la linterna y pasaba el haz de luz de un lado a otro del arca. leronim no pudo contener un grito de sorpresa. —jEsto si que no me lo esperaba! Sin embargo, habrfa debido pensar... Durante unos momentos, miraron ambos, en silencio, el ves- tido verde claro, de cuello alto y encaje negro. Esta intacto —dijo Ieronim-. Tal y como lo trajo la modista pocos dias antes. No pudo lucirlo en la velada de beneficencia. Lo habia encargado especialmente para esa velada porque ella, Caty, era una de las vicepresidentas de la sociedad. Pero tenia horror a los bombardeos y, cuando dieron la alarma, cogié a sus hijos y se fueron al refugio antiaéreo del extremo de la calle, en la esquina con Popa Nan. Se callé y respiré profundamente varias veces, como si quisie- ra sofocar un suspiro. Luego prosiguié: —Los hicieron papilla a todos. Una lluvia de bombas. De Popa Nan hasta unos doscientos metros de aqui, donde estamos noso- tros, no qued6 una sola casa en pie. La generala removié cielos y tierra, fue incluso a palacio para lograr que un equipo especial 19 Relatos fantdsticos quitara los escombros del refugio para rescatarlos, pero fue indtil. Queria encontrar siquiera a su hija. Queria enterrarla, costase lo que costase, con su vestido nuevo. Con este vestido —agregé co- giéndolo por el cuello con timidez y acerc4ndoselo lentamente-. Indtil. No encontraron nada. Sélo ceniza. Extendié el brazo lo mas que pudo levantando el vestido mien- tras Iconaru lo alumbraba pasando la linterna de arriba abajo. —Pero, ya ves, tendria que haberlo pensado —continu6 lero- nim doblando el vestido y colocdndolo sobre la sdbana—. Tendria que haberme figurado que la generala lo conservarfa con devo- cién ya que era todo lo que le habia quedado de Caty. De su hija menor y, hasta entonces, la mds afortunada, pues tenia cuatro hi- jos y habia sido la tnica feliz en su matrimonio. (A la saz6n, el dia del bombardeo, no sabia que su marido, Vanghele, el capitan Vanghele, estaba muriéndose en un hospital de Iasi.) Sus otras dos hijas no habfan tenido suerte en sus matrimonios. Una se ha- bia divorciado y vivia en Craiova, liada con el subdirector de un banco. Y de la otra, Voica, més vale no acordarse. Termin6 po- niendo fin a sus dias. —Que Dios la tenga en su seno-dijo Iconaru santiguandose. —Que Dios las tenga en su seno a todas. A todas y a todos ~afiadié leronim casi hablando consigo mismo pues apenas se ofan sus palabras—. Parece una maldicién, algo sacado de una tra- gedia antigua. No se libré ni uno... Se encogié de hombros y levanté la cabeza. De stibito, prosi- guid con una voz sorprendentemente firme. —Si, al fin y cal cabo, hubiese sido como en una tragedia grie- ga, hubiese sido bonito. Que hubiese sido sdlo un espectaculo, ya me entiendes lo que quiero decir. Que todo eso hubiera sido so- lamente parte de un drama que yo mismo hubiera imaginado. Y, evidentemente, como lo habria inventado yo, habria sido més auténtico que lo que pasé en realidad. Por eso el teatro es mas au- téntico, porque uno puede salir de un drama y entrar en otro. O puede salir incluso del espectéculo. En cualquier momento ha- 20 Uniformes de general bria podido dirigirme al coro diciéndole: «jBasta ya! Ya os he ofdo bastante. jEs demasiado, demasiada tragedia! Vay4monos todos a casa de Caty a pedirle perdén». «Tante Caty, perdéname por haberte matado. Esta vez te he matado con todos tus hijos en un bombardeo», le habria dicho. Fruncié el cefio y se incliné sobre el arca. Comenzé a revol- ver en su interior con gesto répido y atento, apartando diversas prendas de vestir campesinas, como blusas, pafiuelos de seda, to- quillas de lana, sayas y fajas. —Esta era su gran pasion, disfrazarse de campesinas. Habfan reunido trajes de todas las provincias del pais, pues se criaron en el culto a la unidad del pueblo rumano. Por eso hemos de respe- tar esa pasién por ingenua que nos parezca. Por lo menos, no se vestian, como los aristécratas occidentales del siglo xvii, de pas- tores y pastoras, con la ridicula esperanza de poder recuperar la placidez de la vida pastoril en medio de la naturaleza, es decir, en las proximidades de cuevas artificiales, de pozos artesianos y de ruinas prerroméanticas. De pronto, advirtié que a Iconaru le temblaba el brazo. -Te ha entrado frio, jverdad? Buscé entre los trajes, cogié dos toquillas y se las puso sobre los hombros al otro. —Un poco mas de paciencia y cuando lleguemos a los unifor- mes nos los ponemos. ~iY las mariposas? —pregunté Iconaru apretandose una de las toquillas alrededor del cuello-. {Cuando Ilegaremos a las mari- posas? leronim no le contesté y siguié buscando mas nervioso y més rapido, apartando vestidos de nifia, chales de encaje, blusas y jer- séis de todos los colores. —La caja de las mariposas —repitié Iconaru—. Porque, en lo que a mi respecta, para eso he venido. —Més exactamente las cajas de las mariposas, porque hay mu- chas, much{simas. 21 Relatos fantasticos Mientras hablaba, Ieronim cogié con emoci6n un traje de no- via, lo levanté lo mas alto que pudo, a la luz de la linterna, para poderlo admirar mejor. —{De quién habré sido este traje? -se pregunté con curiosidad y con un dejo de tristeza en la voz—. Por la forma y el tejido, debe de haber sido utilizado, con toda seguridad, mucho antes de na- cer yo. jAtin tienes frio? Espera un momento que voy a ponerte algo mas encima. Encontro una saya transilvana y se la colocé, como una capa, sobre los hombros. Le habrfa gustado afiadir algo mas, pero vio una arafia negra gigantesca, que parecfa haber salido de debajo del arca, y, alargando répidamente la pierna, la aplast6. ~Y de las mariposas, ;qué? —insistié Iconaru. —Est4n abajo, en una de las habitaciones. Y no esté nunca ce- rrada con llave. Vamos a vestirnos con los uniformes de general, nos cefiimos los sables, si es que los encontramos en su sitio, en el armario —y se lo sefiald, alargando el brazo hacia la puerta-, y bajamos. No tengas miedo, que no puede sorprendernos nadie. El maestro’ es un pariente lejano mfo, una especie de tfo. Oncle Va- nia, asi lo llamo yo. Y conozco muy bien sus costumbres. No vuel- ve nunca antes de las dos o las tres de la mafiana, cuando cierra la cerveceria. Pero tenemos que andar con pies de plomo, no en- cender las luces, pues podrfan vernos los vecinos. Hemos de con- formarnos con esta linterna. Se callé y con répidos movimientos de piernas aplasté tres grandes arafias negras que corrfan dando pequefios saltos en di- recciones distintas. —Qué pena -susurré Iconaru-. No era menester que las mata- ras. No te hacfan ningun dafio. En varias ocasiones, delante del café, Antim intenté en vano cogerle el violonchelo. Finalmente, levanté exasperado los bra- zo8 al aire y, seguidamente, abrié la puerta de par en par, y la in- vité a entrar. Ante su asombro, ella entré con paso firme, la ca- 22 | Uniformes de general beza erguida, sonriendo y pasando la mirada por todas partes, como si estuviese buscando a alguien o quiz4 solamente para convencerse de que no se sentfa cohibida. Apenas habfan dado las diez y el café, que también era cervecerfa, pues por la noche podian pedirse salchichas y tortillas, estaba practicamente lleno. Antim oyé que lo llamaban de varias mesas pero fingié no oir y se dirigié directamente al fondo de la sala. —j{Bravo, maestro! —lo felicité Iliescu, a quien no le habian dado ningun papel en la temporada de otofio y, para que no cre- yeran que suftfa, venia todas las noches al café acompafiado de un bullicioso grupo de chicas jévenes. Antim se encogid de hombros e hizo un gesto vago con el bra- z0 izquierdo, de fastidio y resignacién. Estoy un poco cansado —le dijo. Es una alumna mia. La joven caminaba con la misma seguridad, apresurando el paso pues habfa divisado una mesa libre al fondo, en un rincén retirado. —jBravo, maestro! —gritd otro-. ;Qué buena compaiiia! —Es una alumna mia —respondié con una sonrisa amarga-. Mi Ultima alumna. Pronto oiran hablar de ella. Cuando se sentaron, el uno frente al otro, Maria le cogié con rapidez una mano entre las suyas y le susurré: —Muchas gracias, maestro. Muchas gracias por todo. El retiré despacio la mano y, volviendo la cabeza, hizo sefias al camarero. —No me des las gracias porque no sabes lo que sigue. Sonrié misteriosamente, se quité la bufanda y luego se sacé el pafiuelo para secarse las gafas. El camarero quiso ayudarle a qui- tarse la gabardina pero se opuso. —Me la dejo puesta un rato, hasta que entre en calor. Volvié la cabeza hacia la muchacha. —Para la sefiorita... —Para mf, un té. Y si le quedan, un bocadillo de jamén o de que- so. O de lo que tenga —afiadié sonriendo y sin bajar la mirada. 23 Relatos fantdsticos ~Y para mi, ademas del té, un cofiac. Tengo un poco de frio. Se ajusté las gafas y la miré de nuevo, absorto y escrutador. —Conque eres forastera. Te lo repito porque siempre he senti- do que de las noticias importantes, de las noticias significativas me entero por los forasteros, por gente que viene de otra parte. En mi imaginacién, vienen de otro mundo, aunque vengan nada mas que de lasi o de Ploiesti. Por eso me alegro de nuestro en- cuentro. Sin querer, sin saberlo, me traerds una noticia. Tengo una gran curiosidad por saber qué tipo de noticia. {Qué novedad? {Qué revelacién? La joven se puso colorada y sonrié. —jYo, maestro? -No sonrias. No creas que soy un viejo maniatico. No soy ni siquiera tan viejo, aunque me siento un poco pachucho desde hace un tiempo y, desde luego, no soy ningtin maniatico. Pero esto ha sido mi vida: exclusivamente el resultado de unos encuen- tros con forasteros y forasteras. Es demasiado largo para contarte- lo todo ahora. Pero he de decirte siquiera una cosa: todas las mu- jeres de las que he crefdo estar enamorado eran forasteras, eran de otra parte. La joven bajé la mirada pues le parecié que en la mesa vecina los escuchaban. ~Tal vez sea sdlo un azar —continué Antim-. {Pero no es un extrafio azar si te digo que ninguno de esos amores cuaj6? Es mas, yo he roto, aunque sin culpa por mi parte, tres noviazgos. Y todo eso por una historia. Si, Maria Daria Maria dijo levantando los ojos y mirandola repentinamente emocionado-, pura y simple- mente por una historia. Una historia algo extrafia, es cierto, y probablemente escrita por un autor bastante oscuro porque hace mucho que se me olvidé su nombre y nadie habia ofdo hablar de él ni de la historia esa, cuento si quieres, porque era muy corta, era casi un bosquejo. Se callé y miré abstrafdo al camarero que colocaba las tazas de té y el plato con los bocadillos. 24 Uniformes de general —Gracias, Petrache —dijo cuando el camarero, guifidndole un ojo significativamente, le acercé la copa de cofiac Ilena hasta el borde. Al ver que la joven se quedaba con los ojos clavados en el pla- to, le dijo: —No te cortes, por favor. Prueba primero el de jamén. Tomaba una cucharadita de té y después otra de cofiac. —Creo que la lef en el instituto cuando tenia catorce 0 quince afios —dijo después de mirar en torno a él, como queriendo com- probar que no habfa cerca ninguna cara conocida-. Tampoco po- dia sospechar por entonces que me iba a dedicar profesional- mente a la mtisica, aunque tocaba el violin desde los cinco afios y poco después habfa descubierto el violonchelo. Pero me apa- sionaban las ciencias naturales, principalmente la entomologia y, més que nada, las mariposas. Y de esa pasién no me he curado nunca. Pero después de haber lefdo la historia de que te he ha- blado, se produjo un cambio en mi vida. Tuve que ser mtisico. Senti, supe que solamente el arte, en mi caso la muisica, podria curarme de esa obsesién. Ya que, en el fondo, era eso, una obse- sién. Yo me vefa a mi mismo, desde el principio hasta el final, como el protagonista de la historia. Dirfase que todas sus aventu- ras me habfan sucedido a mi. ;Y de qué se trataba? Parece absur- do que te lo diga; se trataba de lo que habfa ocurrido en una vida anterior. -jEn una vida anterior? -lo interrumpié Maria miréndolo profundamente a los ojos, desconcertada, con cierta aprensién-. jAsi que era una historia de metempsicosis? Antim habia cogido la taza de té pero la colocé despaciosa- mente en el platillo. —Hay muchas historias de metempsicosis en el mundo. Pero no era eso lo que me habja impresionado, el que las cosas hubie- sen ocurrido en otra vida. Lo que me impresion6 fue el siguiente detalle, en apariencia simple y baladi: el que dos enamorados rompieran su noviazgo porque él, el muchacho, sin querer, habia 25 Relatos fantdsticos hecho un dia un descubrimiento. Y, como es ldgico, él se apresu- r6 a contarselo a su novia la cual, por motivos dificiles de enten- der, se sintié ofendida y lo abandoné. Me resulta imposible com- prender lo que sucedié, por qué se enfad6 la muchacha. Sin darse cuenta, a Maria se le subieron los colores. Acababa de empezar su segundo bocadillo y se quedé cohibida, sin atre- verse a masticar. La historia, te lo repito, es muy sencilla -continué Antim levantando los ojos para mirarla-. En pocas palabras, la accién tenia lugar varios siglos atras, seguramente en la Edad Media, en Occidente. Y el protagonista de la historia era un juglar, un sal- timbanqui, un prestidigitador, como quieras Ilamarlo. Se callé para dar un sorbo de cofiac, volvié a limpiarse las ga- fas y se qued6 un momento pensativo, mirando al frente, sin ver- laa ella. ~Y ahora, cuando oigas el cuento —prosiguié con voz firme-, te extrafiarés de que me impresionara tanto. Aquel joven, el no- vio de la chica, era, como te decfa, un juglar, un saltimbanqui. Ahora recuerdo la escena decisiva: iba vestido, estaba untandose la cara con pintura y ofa voces y risas no lejos de él; se encontra- ba, probablemente, en alguna feria, dentro de una carpa, oculto tras una cortina, listo para comparecer ante el ptiblico y hacerle refr con sus acrobacias y juegos malabares. Y, de pronto, cuenta el autor, el joven se dio cuenta de su decadencia, en cierto senti- do de su traicién. Comprendié de golpe y porrazo que un juglar y un saltimbanqui como él habfa sido hecho para distraer a los dio- ses, para divertirlos con sus acrobacias y sus juegos de manos, mientras que ahora él, al igual que todos sus compafieros, diver- tian a los hombres. -No lo entiendo —dijo Maria palideciendo ligeramente. Es dificil de entender —prosiguié Antim haciéndole sefias al camarero-, porque eso no se sabia entonces, en los siglos xIV y XV, y me pregunto cémo lo descubrié él, el juglar. En el fondo, esto no lo sabe todo el mundo incluso hoy. Pero asf fue. Todas las 26 Uniformes de general acrobacias, juegos malabares y chanzas de los saltimbanquis ha- bian sido inventadas al principio para distraer a los dioses. Se interrumpi6 esperando que se acercase el camarero. ~Lo mismo, pero tal vez la sefiorita quiera también un cofiac. -No, muchas gracias, maestro. Quizd un poco de ron en el té. Pero jpor qué habrian tenido los dioses necesidad de nuestros malabarismos? —No me preguntes eso porque no sabria qué contestarte. Lo seguro es que todas las artes, la musica vocal e instrumental, la danza, la escultura, la pintura, etc., todas fueron inventadas en homenaje y servicio a los dioses. —La misica, la danza y el teatro, eso lo entiendo. —Pero no era eso lo que constitufa, propiamente hablando, el argumento de la historia. El auténtico drama comenz6 cuando el joven le conté a su novia el descubrimiento que habfa hecho, que él, el artista famoso, el insuperable saltimbanqui y juglar, ha- bia traicionado su verdadera vocacién, que era, en cierto sentido, teligiosa, y se habia convertido, como todos los de su oficio, en un simple payaso de feria, halagado y feliz de poder divertir a toda clase de gentes, de los nobles a sus criados, a los plebeyos, etc. -Y entonces, jqué pasé? {Por qué se separaron? —Eso precisamente es lo que no entiendo muy bien. Tal vez no recuerde el final de la historia. La novia, escribfa el autor, lo abandoné aquella misma noche, se fue por esos mundos... ~Pero jpor qué? —Debié de temer que, después de aquel descubrimiento, en el fondo un descubrimiento trdgico, él, el novio, ya no daria la ta- Ila, como se dice vulgarmente. Que ya no seria el artista insupe- rable, admirado y adulado de antes. No lo sé. No acierto a com- prenderlo. Permanecié unos momentos en silencio, sonriendo pensativo. —Me habria gustado que hubiese seguido algo mas dramatico, incluso melodramatico; por ejemplo, que él la hubiese sorprendi- do cuando se preparaba para huir y que entonces ella le hubiese 27 Relatos fantdsticos dicho que lo buscaria el resto de su vida y que si no lo encontra- ba, lo buscarfa en otras vidas y que hasta que no lo encontrara no descansaria... Guard6 silencio y observé atentamente, casi con admiracion, la destreza con que el camarero le ponja delante la copa de cofiac sin derramar una gota. —Gracias, Petrache. Eres formidable. Se la llevé a los labios y tom6 lentamente un sorbo. A conti- nuacién se volvié a Maria. ~Pero no le dijo nada 0, si se lo dijo, no me acuerdo. El final del cuento era bastante trivial. Quizd por eso lo haya olvidado. —Qué lastima. -jLa de veces que lo habré preguntado! -prosiguié Antim animdndose—. Cuando era joven, no bien conocia a alguien ya estaba preguntdndole si habfa lefdo este cuento. Y se lo resumfa, a veces con mucha emoci6n, pues si vefa que me escuchaba con atenci6n, arrugando el entrecejo como si tratase de recordar, co- menzaba a albergar esperanzas de que quizé en esa ocasidén ten- dria suerte y me enteraria del nombre del autor o del titulo de la historia, o quizd del final... Me habfa convertido en objeto de chirigota entre los amigos, allé por 1914, en visperas de la guerra. Dio un sorbo de té, luego cogié la copa de cofiac y la mantu- vo en la palma de la mano. —Pero, como te he dicho, esta historia cambié mi vida. No sdlo porque tuve que ser mtsico, sino principalmente porque, parece tan absurdo y ridiculo que uno apenas puede creerlo, todas las mu- jeres (te estoy hablando muy en serio) de las que me enamoraba y a las que no podia, evidentemente, contarles el descubrimiento que habia hecho aquel personaje de cuento, me abandonaban. No inmediatamente, como en el cuento, pero sf poco después. Maria lo escuchaba fascinada, unas veces palida y otras con las mejillas tefidas de carmin. —jPor qué se habrén enfadado? ;Me habran tomado por un in- genuo, por un sentimental o, a lo mejor, por tonto del todo, pues 28 Uniformes de general quién habria podido tomar en serio una historia tan absurda y, encima, escrita por un autor desconocido? —No era tan absurda si le cambié a usted la vida... Por vez primera, Antim se eché a reir. Era una risa serena pero amarga, como a veces rien los ancianos. —Me alegro de haberte convencido y, sobre todo, tan rapido. iNo sabes cudnta raz6n tienes! Por una parte, no he podido unir mi vida con ninguna de las mujeres a las que he querido y que, te lo repito, todas eran forasteras. Por otra, ese cuento me sacé de mis mariposas y, finalmente, me convirtié en violonchelista; pri- mero, en un cuarteto de Viena y luego aqui, en la Filarménica. Pero jpor qué slo eso? ;Por qué no he llegado a lo que me pro- nosticaban durante mi juventud, lo que me pronosticé el mismi- simo Casals en 1926: que yo estarfa entre los dos o tres mejores violonchelistas del mundo? —{Pues si, maestro! {Usted lo es! Uno de los més grandes. -Yo sé lo que digo —prosiguié Antim sonriendo con amargu- ta-. Hablabas de ambicién, de que te consumfa una ambici6n casi enfermiza. ;Enhorabuena, Maria Daria! Si crees en tu talen- to, asi debes ser: enferma de ambici6n. —Pero en mi caso... —No me interrumpas porque no sabes lo que iba a decirte. Puede que, en cierto sentido, yo también fuese un ambicioso ya que, en el fondo, habia aceptado dar conciertos, habia intentado darme a conocer. Pero eso no bastaba. No me interesaba el éxi- to, ni de critica ni de publico. Y no me interesaba por la sencilla raz6n de que no podia tocar para los hombres. Esa historia me ha- bia cambiado radicalmente el concepto del arte. No podia tocar para mis semejantes, para los hombres. {Para quién, entonces? Para los dioses? Pero los dioses no existen. jPara Dios? Pero si uno cree verdaderamente en Dios serfa una irreverencia tocarle miisica profana, tocarle, a El, lieder, valses y romanzas como a cualquier ricach6n. Y si no cree, como temo que es mi caso, en- tonces {para quién? 29 Relatos fantdsticos —{Para los angeles, maestro! -exclam6 emocionada, casi con patetismo Maria-. jPara los angeles! Antim volvié a soltar la risa. Maria, toda colorada, extendid el brazo por la mesa y le cogié la mano. —No me ha entendido, maestro. Cuando digo para los angeles no estoy pensando en los angeles de las iglesias o del cielo, de los museos o de las postales. Tocamos para los angeles que hay en nosotros mismos. Y es que cada hombre tiene en si mismo un an- gel, no un Angel de la guarda, sino el angel que gime encerrado en las tinieblas del alma de cada uno de nosotros y que, rara- mente, sdlo raramente, conseguimos desencadenar, dejarlo libre para que emprenda el vuelo y se eleve y entonces, al mismo tiem- po que él, se purifica y se eleva nuestra alma, el alma de todos no- sotros. Antim la escuchaba inquieto, pestafieando a veces, como si se esforzase en despertarse de un suefio. -jCaAllate, por favor! —dijo de pronto con voz ahogada, casi irreconocible-. jCéllate! Maria retiré la mano y se quedé cortada, con la mirada baja. En ese momento, Antim advirtié que todos los circunstantes lo estaban oyendo y, haciendo un esfuerzo, sonrid. -Es dificil de explicar —dijo-. No se trata de mi... Los dos se habian puesto los uniformes de general y leronim estaba colocando las cosas en el arca, apresuradamente pero con gran atencién. ~A ti te queda de maravilla —dijo Vladimir-. Te viene como anillo al dedo. A mf, en cambio, me viene grandisimo y parezco un adefesio. ~Abriga -lo consolé leronim-. Es como un abrigo forrado de lana. —{Pero fijate c6mo me cuelga! Casi me llega a las rodillas. Y mira las mangas —afiadié extendiendo el brazo. -Ya te he dicho que abriga. Cuando bajemos al salén te lo 30 Uniformes de general quitas. Es més facil llevarlo puesto que en la mano. Enseguida acabamos. Colocé el traje de novia pero inmediatamente reparé con asombro en que no cabfa en el arca y permanecié unos momen- tos desconcertado. —Quizé4 sea mejor subirme las mangas —dijo Vladimir—. Sostén un momento la linterna. Teronim la cogié y, distrafdamente, comenz6 a alisar con la otra mano los pliegues del traje. —Sin embargo, recuerdo muy bien que no estaba doblado ni plegado. Con las mangas de la guerrera bien subidas, Vladimir tomé la linterna y ambos examinaron la posicién del traje. —Como de todas formas no vaa servir ya —dijo Vladimir-, yo digo que lo dejemos de cualquier manera... Se esté haciendo tarde... leronim segufa probando unas veces recogiendo el traje de los faldones y otras de la parte de arriba. —Me pregunto cémo lo colocé la generala en el arca sin do- blarlo. Y es que, fijate, haga lo que haga, por mucho que lo reco- ja, siempre queda algo fuera. —No perdamos més el tiempo —-dijo Vladimir. Pero se corté asustado, hizo sefias a leronim para que guarda- se silencio llevandose el dedo a los labios y apagé la luz. —Se oye algo -dijo con un hilo de voz. A los primeros compases, Antim cerré los ojos y le parecié es- tar sofiando, que se hallaba nuevamente junto a él, junto a Ca- sals, en aquella prima tarde de mayo de 1926 cuando, sin previo aviso, llamé timidamente a la puerta y le dijo: «Perdéneme, yo soy entomélogo...». Quizd asi consiguié desarmarlo pues un cuar- to de hora més tarde Casals lo escuché concentrado y, segtin su costumbre, arrugando el entrecejo, y lo felicité. «Has hecho muy bien en dejar la entomologia», le dijo riendo. Seguidamente, co- gid el violonchelo y, mirandolo con simpatia y guifiéndole un ojo 31 Relatos fantdsticos como a un chaval, continué con la misma pieza. Y ahora volvia a tocar Casals, otra vez el opus 56, y lo hacia aqui, en este salén frio y htimedo, pobremente iluminado, destartalado y medio en ruinas. —Ha vuelto Oncle Vania —musité Jeronim-. No sé qué le ha- bra pasado pues, por regla general, no vuelve antes de las dos o las tres de la mafiana. Ademiés, él no es el que esté tocando. Nun- ca toca después de un concierto. —jQué vamos a hacer? -pregunt6 medroso Vladimir-—. jY si nos oye? —No tengas miedo. Cuando est4 escuchando musica no oye nada mds. Habra venido con alguien de la orquesta para verificar algtin trozo. No se quedar4 mucho tiempo. Los demés lo estan es- perando en el café. Estan esperandolo para jugar al ajedrez. Pronuncié las tiltimas palabras en voz muy baja, como si ha- blase consigo mismo, pero sin poder contener su irritacién. Pare- cfa estar oyendo de nuevo a Caimata, pretencioso y protector, hablarle con veneracién y casi con devocién. Siempre que se lo encontraba no le hablaba de otra cosa: «jNi por €sas, amigo le- ronim!», le decia poniéndole su pesada mano en el hombro. «Por muy genial que sea en la mtisica don Manolache, no hay quien le supere en el ajedrez. Alguna vez habrfa podido llegar a campeon nacional. ;Cuando hubiera querido! Pero no querfa. No le intere- saba. En la final dejaba que le ganaran, dirfase que queria darnos un disgusto a todos nosotros; ja nosotros, a sus amigos y admira- dores!» Antim abrié los ojos pero no se atrevia a mirarla. Ligeramen- te inclinada sobre el violonchelo, Maria sonrefa triste, como en suefios. Esos compases inimitables, que preparaban el final sin anunciarlo, no obstante, superaban todo cuanto él habfa com- prendido hasta entonces, y cuando el eco de la ultima nota se apag6, salté de repente en pie, se acercé a la joven, la besé en las dos mejillas y luego las manos. ~Tenias raz6n, Maria ~dijo emocionado-. Esos dedos... 32 Uniformes de general Tuvo miedo de que se le saltaran las lagrimas y retrocedid unos pasos y comenz6 a desabotonarse la gabardina, como si de pronto hubiese decidido quitdrsela. —Se va a enfriar, maestro dijo Maria—. Aquf en el salén hace més frio que en la calle. Antim permanecié unos momentos indeciso con la gabardina a medio desabrochar. -Tenfas razén -repiti6 bajando la voz-. No hemos tenido suerte ni tu ni yo. Hemos perdido tanto tiempo... Hace mucho que tenfas que haberme buscado y haber venido a verme. Hoy se- rias célebre... —Se lo agradezco, maestro -susurré Maria enjugdndose timi- damente las l4grimas con el dorso de la mano. —jNo quieres tocar nada més? ;Alguno de tus fragmentos pre- dilectos? Maria lo miré con una gran sonrisa que le iluminaba el rostro, acto seguido se incliné ligeramente sobre e! violonchelo y esperé. —Podrfamos colocar las cosas en el arca —murmuré Iconaru-, asf mismo, a oscuras. Al fin y al cabo son cosas de mujeres y no hacen ruido. «Soy entomélogo», le repitié hard unos catorce o quince afios. «He lefdo una historia bastante rara, una historia en cierto modo absurda, y esa historia me ha obligado a ser musico.» Casals lo escuché sonriendo todo el tiempo y, ante su extrafieza, no pa- recfa sorprendido. «En el fondo, eso nos pasa a todos nosotros, a todos los artistas», le dijo. «Por una parte, traicionamos, traicio- namos un ideal ya que todo ideal, a la postre, es inaccesible. Pero por otra...» La muchacha se detuvo y levanté temerosa los ojos al techo. ~Perdéneme, maestro, pero no puedo més. {Tengo miedo! Siento pasos por el desvan. Antim se eché a reir sin conseguir, no obstante, ocultar su turbacién. -Si, siempre se oyen ruidos, de noche, sobre todo ahora, en 33 Relatos fantdsticos otofio, cuando sopla el viento. Esta casa est4 medio en ruinas... Ya lo ves ~agregé extendiendo el brazo hacia el fondo del salén. En la penumbra se distingufan varios tablones clavados a lo largo de la pared, torpemente tapados con cortinas descoloridas y andrajosas, comidas por las polillas. -Ya no toca —dijo Ieronim-. Eso significa que se preparan para salir. Venga, déjame un momento la linterna. La encendié y tapando el rayo de luz con la palma de la mano izquierda se dirigid de puntillas a la puerta. —No es el viento, maestro —dijo Maria escuchando con la ca- beza ligeramente echada hacia atrés~. Alguien anda por el des- van. Y hace un momento me parecié ofr murmullos. Antim escuch6 unos segundos, a continuacién salié y, tras en- cender la luz del pasillo, se dirigié a la escalera de madera que con- ducia al desvan y grité en un tono sorprendentemente severo: —jleronim, haz el favor de bajar inmediatamente! Tu entends? jInmediatamente! Volvié llevandolo de la mano y lo presents. —Mi sobrino, Ieronim Thanase. Puede que oyeras hablar de él, hard unos diez afios, cuando era un nifio prodigio y actuaba en el Teatro Municipal. El actor mas precoz que hayamos tenido ja- mas. Teronim caminaba derecho, con la frente alta, sonriente, pero delante de Maria se incliné con exagerada cortesia y le besé la mano. —Bésale las dos manos —dijo Antim-, pues es una grandfsima artista. Maria Daria Maria, de hoy en adelante, mi alumna, pero alumna sdlo de nombre, pues me habfa superado ya antes de co- nocerme. —Maestro... —dijo Maria vergonzosa. -Y es, evidentemente, forastera. Sus padres son de provin- cias. Cuando la conocf, esta misma noche, me preguntaba qué revelacién me traeria. No sospechaba que serfa precisamente su talento. 34 Uniformes de general —Maestro... -susurré de nuevo Maria. Teronim continué besdndole con delicadeza, pero con insis- tencia, una y otra mano. —Basta ya —le dijo Antim riendo-. Ca suffit! La oirds y te con- vencerds. Ser, si no lo es ya, la mas brillante violonchelista de la época. Se ajusté las gafas y lo miré con curiosidad de arriba abajo. —jA santo de qué vas vestido con el uniforme del general? Teronim volvié la cabeza hacia Maria y se le qued6 mirando fijamente. —(Puede guardar un secreto? le pregunté-. Siquiera durante una semana o dos, hasta el estreno? Sin aguardar respuesta se dirigié a Antim. —Dentro de una semana o dos pondremos en escena Hamlet en el Teatro Experimental, en nuestro teatro. Yo voy a interpre- tar al padre de Hamlet, jy c6mo podria expresar mejor la condi- cién de fantasma que vistiendo este uniforme de general rumano, el uniforme de un héroe de la primera guerra mundial? —jEso es absurdo! —lo interrumpié Antim sonriendo diverti- do-. Es absurdo, pero de ti no me extrafia ya nada. Ieronim se dirigié resuelto, casi amenazador, hacia Maria. —jEs acaso tan absurdo? —le pregunté mirdndola a los ojos—. iSimplemente porque no se parece a lo que se ha hecho hasta ahora? Pero un uniforme de general rumano nos dice més direc- tamente que cualquier otro traje barroco, que un supuesto traje de principe en una Dinamarca ficticia, nos dice que se trata de un muerto, mds exactamente, de la muerte, de algo que fue y ya no puede ser; que fue y ya no puede ser porque intervino la tra- gedia. Maria lo miraba y lo escuchaba sonriendo. —Seré dificil -dijo con voz inesperadamente suave-. Serd difi- cil convencer a los espectadores de que es usted el fantasma del rey asesinado. Por el aspecto que tiene ahora, vestido con ese uniforme de general rumano, joven y esbelto y, usted también lo 35 Relatos fantdsticos sabe, més guapo de lo que un hombre tiene derecho a ser, parece més bien un héroe romantico de Byron o de Pushkin. Ieronim palidecié ligeramente y una extrafia tristeza le en- sombrecié por un momento la mirada. ~jConque sélo eso es lo que ha entendido, que voy a aparecer en el escenario en el papel del fantasma y me voy a pasear con el uniforme este de general tal y como me ve ahora! Y eso que le he dicho que estamos montando Hamlet en nuestro teatro, que es un teatro experimental. No se le ha pasado un momento por la mente que llevaré una mdscara, de modo y manera que nadie pueda reconocerme el rostro... Pero si le digo que yo también voy a interpretar a Hamlet y, como recordaré, al principio del acto primero nos encontraremos los dos en el escenario, Hamlet y el fantasma de su padre, es decir que seré yo dos veces y al mismo tiempo. Se acercé a ella, le cogié la mano y se la apreté con emocién entre las suyas. —Princesa Maria, Oncle Vania dice que tiene talento. Enton- ces comprenderé lo que me ha pasado por haber sido durante tantos afios el mimado nifio prodigio del Teatro Municipal. Me han destruido, Maria Daria, me han agotado todo el talento que pudiera tener. Y yo no he nacido sino para eso, para el espectdcu- lo. Pero me han mutilado la imaginacidn, me han echado engru- do en la inteligencia, me han alterado todos los dones con que las hadas me colmaron en la cuna. jMaldita precocidad! Cuando ya no servia para ser nifio prodigio porque habfa pasado del me- tro sesenta, me obligaron a actuar de primer galan. Fue la nica vez en que me senti tentado por la idea del suicidio. Pero enton- ces me rebelé y lo abandoné todo; intenté olvidar todo lo que me habjan ensefiado ellos y, se lo aseguro, princesa, lo he conseguido. Me he vuelto mds ignorante, mds ingenuo y més puro de lo que jamés haya sido un actor en toda la historia del teatro. Y luego, empecé desde el principio. He recreado el espectaculo, he rein- ventado el arte dramatico. 36 Uniformes de general Empezé a pasearse nervioso, alterado, delante de ellos. -Tal y como tiene que hacer cada uno de nosotros, los hom- bres de hoy, de la segunda mitad del siglo xx: reinventarlo todo, desde el lenguaje hasta la apuesta de Pascal, del amor a las insti- tuciones, a la ética y a la gimnasia. —Perdéneme -lo interrumpié Maria-. No queria herirle. No le conocia y cuando traté de imaginarmelo como el fantasma de un rey asesinado... Pero ahora empiezo a entenderle... Te felicito dijo Antim sentdndose en el sill6n y sonriendo de muy buen humor-. Por més que admiro su inteligencia, no puedo presumir de entenderlo siempre. leronim se detuvo delante de él y esboz6 en broma una genu- flexion. —Porque a usted, Oncle Vania, no le gusta el drama, el espec- tdculo puro, en una palabra, la tragedia, pese a que nosotros dos la hemos vivido como pocos de nuestros contemporaneos. No le gusta la tragedia, aunque sigue viviendo aqui en esta casa. -Y se- fialé con el brazo tendido al fondo del salén-. Por eso le gusta tanto el ajedrez. Cuando juega al ajedrez piensa, imagina, hace movimientos correctos 0 erréneos, y el error se paga y entonces pierde la partida. Pero eso no es tragedia. Antim seguia sonriendo. -;Bien, bien, me has convencido! Ademés, tt sabes por qué juego al ajedrez. Juego por desesperacién. Como todos los demas. Teronim se acercé a él y le buscé la mirada. Eso es lo que yo le reprocho, que hace lo que hacen los de- més. Pero jqué tenemos nosotros que ver con los deméas? ;Por qué hemos sobrevivido Gnicamente nosotros dos de una familia de treinta y nueve miembros? Antim traté de interrumpirlo nuevamente y levanté los dos brazos, como si hubiese querido detener desde lejos a un potro desbocado que se hubiese dirigido a todo correr hacia él. Por favor, a estas horas, je t’en suplie, no te pongas a desta- par los secretos de la familia! 37 Relatos fantdsticos —Pido perdén -dijo Ieronim dirigiéndose a Maria llevandose la mano al coraz6n y haciendo una profunda inclinacién-. A ve- ces me vienen accesos de indiscrecién, de la peor especie de in- discrecién. Pero hace un momento querfa decir solamente esto: que nosotros dos, el maestro y yo, los tinicos supervivientes de las familias Calomfir, Antim y Thanase, somos (y, desde luego, no por casualidad) los Gnicos artistas surgidos en nuestra familia. Se volvié hacia Antim forzando una sonrisa. —Pero esta noble vocacién nos obliga, Oncle Manolache. Deje a los demas, a los Caimata y Zamfir, que jueguen al ajedrez por de- sesperacién. Nosotros hemos de enfrentarnos con nuestro desti- no, aceptar pues la tragedia como el tinico modo de existencia digno de un artista obsequiado con tantas muertes. Muertes que, queramos 0 no, llevamos a nuestras espaldas. Bastante nos ha abrazado el destino, bastante nos ha perseguido la desgracia... Maria se puso colorada y buscé temerosa la mirada de Antim. —Te pido por favor que no hables de desgracia —traté de inte- rrumpirlo Antim nuevamente-. La conocemos muy bien y Maria también la conoce muy bien. ~jUn motivo mas para admirarla! -exclamé leronim acercan- dose y besdndole la mano-. Pero no basta con que conozcamos la desgracia, Oncle Vania —prosiguié con ardor-. En balde la cono- cemos si no sabemos lo que hacer con ella y si no nos atrevemos a aceptarla. Se acercé mas a Maria y se qued6 mirandola muy serio. —Princesse, si tiene el talento del que habla el maestro es im- posible que no me dé la razon. No hemos de tener miedo de los destinos tragicos ni de la desgracia. Esas son las condiciones pre- vias de nuestro talento creador. Nosotros, los que vivimos en este pais, tenemos a nuestra disposicién otras condiciones pre- vias. Y entonces, ;qué podemos hacer? Celebrar que las tene- mos. Habria podido ser atin peor, podria habernos tocado en suerte la inexistencia o la muerte. Alegrémonos, pues, de tener- las y aceptémoslas. 38 Uniformes de general —jleronim, estds asustando a la muchacha! Ieronim los miré a ambos desconcertado. —Un genio, una princesa del Espiritu, va a asustarse sdlo de eso? -exclamé con énfasis—. Cuando. -Yo sé lo que es la desgracia —lo interrumpié con calma Ma- tia~. Desde que me conozco me persigue la desgracia. Como le decfa al maestro... Se callé y se puso pdlida. En el umbral, vestido con el unifor- me de general colgandole casi hasta las rodillas pero con las man- vas muy arremangadas y la cara sucia de polvo y hollin, estaba es- cuchdndola Iconaru. En dos zancadas, Ieronim se acercé a él y le paso el brazo por los hombros. —Es Vladimir Iconaru, del que precisamente me disponia a hablarles. Lo conocf anteayer por la calle, llevaba una paloma he- rida en la mano. —La habia herido algtin gamberro con un tirachinas. Temf que se la comieran los gatos. Sin quitarle el brazo de los hombros, [eronim lo llevé despa- cioalsalén. —jLo oyen? El ni siquiera se da cuenta de que Ilevaba en sus manos toda una teologia, que llevaba la fe y la esperanza de todo el género humano. -No te rfas mds de mi —le dijo Iconaru poniéndose rojo-. Por- que hayas visto que soy del campo... -jVladimir Iconaru! —exclamé leronim, patético—. {Cémo me iba a atrever a reirme de ti por haberte visto con la paloma herida, si en ese mismo momento me asalté la duda y me dije: Tal vez todo no sea més que una ilusién, una alucinacién nuestra, que no sea mas que eso, un alumno de instituto compasivo que retine palomas heridas por los descampados. —Alguien le habia dado una pedrada. Antim se levanté del sillén y se puso a ajustarse las gafas. ~Ahora explicadme a mf lo que pasa —dijo—. ;Quién es este joven? 39 Relatos fantdsticos Iconaru dio unos pasos hacia él, se detuvo, se cuadré militar- mente y se presenté: —Me llamo Vladimir Iconaru, estudiante de séptimo curso en el instituto Gheorghe Lazar. Nacf en el pueblo de Adunati, pro- vincia de Olt. Mi padre era maestro de escuela pero se qued6 in- valido en la guerra y murié hace un afio. Quiero estudiar Cien- cias Naturales. leronim lo interrumpié cogiéndolo del brazo. -El cree y dice que es entomélogo pero, evidentemente, es otra cosa y otra persona. Es el chico que llevaba una paloma heri- da en la mano... Les he dicho que tenemos que reinventar la apuesta de Pascal —agreg6 buscando las miradas de Antim y de Maria. —Pero jpor qué lo has vestido también con el uniforme de ge- neral? —pregunt6 Antim. —Porque tenia frio y estaba tiritando alli, en el desvan, delan- te del arca -se volvié hacia Iconaru-. {Qué ropa tan buena, cémo pesa y abriga! {Como pesa, amigo Vladimir, como si fuera un cuerpo caliente que te tuviera abrazado para protegerte del frio! Stibitamente, dando unos pasos que evocaban el impetu de un patinador, Ieronim atravesé medio salén y se paré con igual presteza delante de Antim. —Como en Amo y criado, jte acuerdas, Oncle Vania, cuando Vasile Andreich se acosté en la nieve encima de Nikita para pro- tegerlo de la congelacién? Y lo protegié salvandole la vida al pre- cio de la suya. {Cémo adiviné Tolstoi lo que iba a pasar en Rusia cuarenta o cincuenta afios después de haber escrito Amo y criado? Que los nobles de alto y de bajo rango serfan sacrificados hasta el tiltimo de ellos pero que el campesinado se salvaria. ;Cémo adi- vino eso Tolstoi? —No entiendo muy bien la analogfa —dijo Antim dandose la vuelta y sentandose de nuevo en el sillén, tratando de esconder su cansancio. 40 Uniformes de general Ieronim levanté el brazo derecho. -Ni falta que hace que lo entienda pues es una interpretaci6n sociologizante y no casa con nuestros uniformes de general. Por- que, princesa —afiadié volviéndose a Maria-, este uniforme de yeneral que me abriga es, para mf, el arte, el genio lidico, y para Vladimir Iconaru es, sencillamente, un traje de gala, un traje de haile de disfraces. ;Mientras podamos vestirnos y actuar, estare- mos salvados! Maria volvié la cabeza hacia Antim y sonrié cohibida. —Se ha hecho tarde y quizé el maestro esté cansado. -jAl contrario, al contrario! -protest6 Antim-. Justo ahora es cuando empiezo a sentirme bien. Siempre que oigo a leronim me retrotraigo a mi juventud. Ieronim se aproxim6 emocionado a él y esboz6 otra genu- flexién. —Mi juventud es usted, Oncle Vania —dijo bajando la voz-. Pero jqué hubiésemos hecho los dos si el destino no nos hubiese puesto en el camino, ahora, cuando los dos lo necesitamos, a Vla- dimir Iconaru? Porque, por muy bien que yo se lo describa, no consigo presentar el misterio de su aparicién. Y es que, Oncle Manolache, jél no tiene miedo! No tiene miedo de las arafias grandes y negras... —No hacen ningtin mal —lo interrumpié sonriendo Iconaru-. Ellas también tienen su raz6n de ser. -Ni tampoco tuvo miedo cuando pasé a nuestro lado el tio Vasile Chelaru arrastrando su saco de virutas —continué leronim en tono més vivo-, ni cuando oyé a Veronica gimiendo asustada y luego corriendo a la puerta murmurando entre suspiros: «j{ No quiero morir; mama diles que no quiero morir!». Pero tal vez no haya ofdo las palabras pues Veronica corria mucho, tenfa prisa, la pobre, por llegar a la puerta del desvan. Y lo que es ver, estoy se- guro de que no ha visto a ninguno de ellos, aunque todos giraban alrededor de nosotros. -jNo es verdad! —grité Vladimir-. Estas inventandotelo para 41 Relatos fantdsticos asustarme. No habia ninguna visién. ;{Unicamente soplaba el viento! leronim lo miré abstrafdo y pensativo. —Las habia, amigo Iconaru, pero como no has querido creer en su existencia de pobres espfritus, condenados a errar por el des- van de la casa de los Calomfir, dejaron de ser, lisa y lanamente volvieron a la inexistencia. Antim se quitd nervioso las gafas y, apretandolas entre los de- dos, levanté la mano en tono amenazador. —jleronim! Basta ya, por favor. Ca suffit. Teronim se abalanz6 sobre el sill6n y, antes de que Antim lo advirtiera, se arrodill6, le tomé la mano y se la besé. —Perdén, Oncle Manolache. {Pero qué puedo hacer si los ha- dos me condenaron a ver, a imaginar, a crear? Reconozco que no habia nadie. En el desvan de nuestra casa ya no hay nadie. No se oye sino el viento a través del tragaluz. Pero digame, maestro, jno habria sido bonito creer que oimos al Oncle Vasile Chelaru y a Veronica? {Quedarse muerto de miedo, conocer tan joven (y él, Vladimir, atin es un nifio), conocer los dos el terror sin nombre, ese momento sin principio y sin fin en que nosotros, los hombres, descubrimos que nunca hemos estado solos? —jQué imaginacién tan enfermiza! —estallé de pronto Maria con una irritacién mal disimulada en la voz-. {Un artista joven y culto como usted inventandose él solo las obsesiones del terror! leronim se levanté y la miré con desaz6n. —Por desgracia, no he inventado nada —dijo-. Yo mismo soy producto del terror. Y entonces me defiendo como puedo: ac- tuando en el teatro, transformando la obsesién y la desdicha en es- pectaculo. Maria se detuvo a un palmo de él y lo miré de manera fiera, respirando pesadamente y temblorosa. —Con el apellido que lleva, con su talento y su belleza, no tie- ne derecho a hablar de desdicha. Si violaron su inteligencia y su talento cuando era un nifio prodigio, ha logrado curarse solo, tal 42 Uniformes de general y como ha reconocido usted antes. Pero es mas, entonces, cuan- do era un nifio prodigio, nadie intenté desfigurarlo de tal forma «que nunca mas pudiese hacer teatro. ;Nunca! A mi sf quisieron hacérmelo en el colegio, cuando me pegaban con la vara y me yolpeaban especialmente en los dedos para ver si me rompian al- xuno... Como estuvo a punto de pasarme en la trilladora, por mas «que les suplicaba que me dejaran hacer otra cosa, les decfa que me gustaba el violonchelo, que eso era mi vida, el violonchelo, y les suplicaba de rodillas que me perdonaran los dedos... Y desde entonces me despierto casi todas las noches chillando de horror, y me palpo los dedos, enciendo la luz y me los miro, uno tras otro. Y de miedo, no me atrevo a acostarme y me quedo con la cabeza entre las manos, llorando y besAndome los dedos, y durante afios y afios no he tenido otro gusto en la boca que el de las lagrimas que recogia al besarme los dedos... Iconaru tenia la caja en las rodillas. La apretaba bien con las dos manos y aunque ahora se sabia de memoria el lugar de cada uno de esos fabulosos coledpteros del Africa Central -el Fango- soma centaurus, con su excéntrico cuerno, se hallaba en medio de la caja y tenfa a su izquierda un Macrorhinia verde de cuernos pa- recidos a los del ciervo, y a la derecha ese Steramtonnis virescenc blanco con rayas verdes, ante el que se quedaba siempre mirando en el museo de la Carretera («pero el mfo est4 mejor conserva- do», le habfa dicho Antim), le seguia en la segunda hilera una Cetonia scaraboidae, después la Taurina longiceps con los élitros de un verde brillante, de piedra preciosa, a continuacién una Phry- neta leprosa, que antes sdlo habfa visto en fotograffa-, aunque se sabia de memoria los lugares, atin no podfa creer que ese tesoro fuera suyo. «Yo hace mucho tiempo que no me ocupo de los co- leépteros», le dijo Antim mientras lo acompafiaba al fondo del sal6n. Se detuvo para ensefiarle el lugar. «Fijate, aqui habia anti- guamente un espejo grande y casi tan alto como la pared. El dia en que murié el general Calomfir, su viuda, la generala, lo cubrié 43 Relatos fantdsticos con una colgadura de terciopelo. Mi pasién fueron las maripo- sas», prosiguié Antim abriendo a duras penas una puerta medio atascada. Seguidamente lo cogié de la mano y lo llevé despacio y con cuidado por la oscuridad. «Aquf estuvo al principio el come- dor, pero cuando vendieron los muebles lo transformaron en des- pacho, sin embargo ahora esté casi vacfo y se ha estropeado la luz; no sé lo que le pasard porque siempre que alguien toca el in- terruptor se produce un cortocircuito. Y ahora que hemos llega- do, no te extrafies de que no te permita mirar las vitrinas.» En ese momento, la luz le parecié cegadora pues cafa del techo e irra- diaba simulténeamente de sendas lamparas grandes y altas colo- cadas en los cuatro rincones. Se vio en el centro de una amplia habitacién, con las paredes cubiertas de cajitas de cristal en las que se veian las mariposas de colores mas bonitos y mas extrava- gantes, como jamds las habfa visto ni en los museos. «No te acer- ques, porque no querrds irte y nos esta esperando Maria Daria Maria. Y ahora, jqué podria darte? {Qué podria darte?», se pre- guntaba él pasando la mirada por encima de las mesas y mesitas cargadas de insectarios. «Empecemos con el Africa Central. En cuestidn de coleépteros, el Africa Central es célebre.» Abrazaba con ambas manos la caja pero no podfa apartar la vista de los dedos de Maria. Era como si los viese por primera vez, saltarines, acariciando las cuerdas o apretdndolas, con gesto amenazador, como si tratase de romperlas. Ya no Ilegaban los so- nidos hasta él. Solamente vefa los dedos y comenzaba a tener miedo. De un momento a otro podrfa romperse alguna cuerda o errar un solo movimiento del arco, ese arco que apretaba fuerte- mente con el pufio, como una vara y, entonces, uno de los dedos, principalmente el dedo mefiique... No podia escucharla y, durante unos momentos, ni siquiera se atrevié a mirarle los dedos. La habja visto correr desencajada de miedo, perseguida por esa multitud compacta, cruel y sin rostro. Ofa sus gritos y de vez en cuando alguien se paraba junto a él, lo 4 Uniformes de general agarraba del brazo y le preguntaba en son amenazador: «;Adé6n- de ha huido? Dime en seguida dénde ha huido, adénde se ha es- condido». Tragando saliva y pestafieando continuamente para alejar la vision, Ieronim le imploraba al coro: «jEs absurdo! No se trata de ella. Decidles que se han equivocado!». En vano. Veja y ofa cada vez més claro, mas fuerte, a esa mu- chedumbre que lo rodeaba sin dejar de correr, como impulsada por un vendaval, y llevandolo a él apretujado por todos lados, empujandolo continuamente por detrds, y los ofa hablar entre sf y, no obstante, se dirigfan a él: «Estamos buscando a alguien, icémo diablos se llama? Es alguien conocido, lo conoce todo el mundo. Se ha hablado mucho de él. {No te acuerdas de su nom- bre? Ha huido cuando precisamente habfan empezado a azotarlo con varas y le estaban aplastando los dedos, uno detrds de otro, dedo a dedo, ha huido con las manos ensangrentadas y se ha vuelto invisible». «Acababan de crucificarla, pero cuando le aplastaron las manos, dio un chillido tan fuerte que se desperta- ron y entonces ya no la vieron y asf pudo bajar de la cruz, pero a trancas y barrancas pues tenfa las manos chafadas, bajé y huyé y desde entonces estamos buscndola sin parar pero no damos con ella», dijo alguien. «jEs absurdo! jEs un error!», dijo leronim. «La habéis confundido con otra.» «No hay ninguna confusién. Todo el mundo lo conoce. Se ha hablado mucho de él. ;Cémo diablos se Ilama?», oyé gritar a alguno. «Ella no tiene ninguna culpa. Es una gran artista. Perdonadle las manos, toca el violon- chelo.» Y, exasperado, amenazé al coro: «Qué os pasa? {Habéis perdido la razén? En medio de todo hay una confusién, es una equivocaci6n. ;Despertaos! Ella no tiene ninguna culpa. Mirad- la, esta aqui, frente a vosotros, miradla bien. Al principio no que- ria, estaba muy emocionada, le temblaban las manos, no podfa contener las ldgrimas, pero se lo pidié el maestro, insistié. Es un dia grande, decfa, no puedes irte enfadada de esta casa». 45 Relatos fantdsticos El viento parecia haber arreciado y lo sentia, en primer lugar, por Maria porque ciertas notas perdfan su pureza. {Pero cuando no se ofa el viento, en otofio, a media noche, en esa casa desierta, con casi todas las ventanas rotas, tapadas con periddicos 0 carto- nes, y en la que casi ninguna puerta cerraba bien? Quiz4 nunca hubiese sentido una tristeza mas agobiante que la noche en que fue a buscarlo al café, se acercé a la mesa donde estaba jugando al ajedrez (era una partida de semifinales, contra Zamfir) y, do- blaéndose mucho hacia él para que no lo oyeran los demas, Gherg- hel le susurré que la generala estaba muriéndose y que tenfa que ir inmediatamente si queria verla todavia viva. Media hora antes, habia llamado al cura, se habfa confesado y habfa comulgado, cosa que habja espantado a todos. Pero Antim no podia creerlo. Llevaba muriéndose muchas semanas, desde que se quedé ciega. Y siempre que se acercaba a ella y le preguntaba cémo se sentia, la generala escuchaba con atenci6n, con las manos juntas, como so- Ifa, encima de la colcha y luego murmuraba: «Qué es eso que se oye, Manolache? ;De dénde viene esa melodia? Creo que nunca me la habjas tocado. Has hecho muy bien trayéndote el violon- chelo». «No, mon général, no lo he trafdo. Pero si quieres...» «Me- jor quédate aqui, a mi lado, y escucha...» En esta ocasi6n, al entrar en la habitacion en la que ardia, como siempre, una solitaria mariposa, y al verla apretar con las dos manos con toda su fuerza, con desesperacién, una vela encendida, supo que el final estaba préximo. Se arrodillé junto a ella y le susurré: —He venido, mon général. Soy yo, Manolache... Sin mover la cabeza de la almohada, con voz débil, pero sor- prendentemente clara, le preguntd: —jCudntos quedamos todavia, Manolache? —Cinco, mon général. Permaneci6 un rato en silencio, como si se esforzara por con- tarlos mentalmente. —Guardaos bien —dijo de repente-. Guardaos bien, que se ex- tingue nuestro linaje. 46 Uniformes de general Seguidamente, ante el asombro de todos, pidié que la dejaran sola con Ieronim. Uno tras otro, fueron saliendo de puntillas los parientes, los vecinos, el médico y el cura. Un cuarto de hora mas tarde, la puerta se abrid y leronim aparecié en el umbral y se que- d6 inmévil como una estatua. —Se ha concluido -dijo mirando al frente sin ver—. Acerté a decirme lo que tenia que decir y entregé su alma. —jQue en paz descanse! —dijeron todos haciendo la sefial de la cruz y precipitandose a la habitacién. Acto seguido comenzaron a encender velas. Muchas veces, incluso aquella noche, mientras la velaban, habfa estado tentado de preguntarle qué le habfa dicho, pero no se atrevid. Por vez primera Ieronim, que todavia no habia cum- plido los diecisiete afios, lo intimidaba. Es como si, en un santia- mén, se hubiese convertido en otro hombre. Estaba arrodillado junto a la cama, con los ojos abiertos, pero parecfa no ver a na- die. A ratos se levantaba y se dirigia al sal6n, se paseaba de una punta a otra, en silencio, pdlido y con el rostro petrificado. Cuando a los pocos dias del entierro fue hasta su cuarto a pre- guntarle, leronim palidecié de repente. —Perdéneme, Oncle Vania, pero le juré que cumpliria su vo- luntad al pie de la letra. Me pidié que jurase que no se lo dirfa a nadie, salvo a mi hijo cuando tenga la edad que yo tengo ahora. Me atrevi a preguntarle: «;Y si no tengo ningGn hijo?». «Enton- ces, este secreto morir4 contigo», me respondi6. Perdéneme, On- cle Vania. Lo he jurado. Pero durante los dos afios que Ieronim siguié viviendo allf con ellos (atin no habfa muerto Lucian), muchas veces, sobre todo por las noches, intenté sonsacarle. —Comprendo muy bien que, si lo has jurado, tienes que mantener tu palabra. Pero no te pido que me lo digas todo, ni siquiera lo esencial. Sélo quiero saber esto: si lo que te dijo te- nia relacién con el cuento que yo lef cuando tenia catorce o quince afios. 47 Relatos fantdsticos —Conozco el cuento lo interrumpié Ieronim—, usted mismo me lo ha contado. El cuento aquel del saltimbanqui de la Edad Media. —Exactamente. Te pregunto esto porque la generala tenia sus ideas. Creia que la culpa no era de la novia, sino mia, es decir, del protagonista de la historia. La generala creia que él era quien ha- bfa abandonado a su novia y cuantas veces hablabamos de esta cuestién intentaba convencerme. —No, Oncle Manolache, le doy mi palabra de honor de que el secreto que me pidié que guardase no tenia ninguna relacién con su historia. Antim no podfa evitar quedérsele mirando de forma escruta- dora y afiadia como hablando consigo mismo: —jQué curioso! {Es muy curioso! Apenas llegaron a Bucarest, la generala quiso verlo. ~jEres tt Ieronim, el hijo de Thanase y de Mariana? —Oui, grand-mére! Pardon, grand-tante! —Conmigo habla en rumano. Y no me digas grand-mére ni grand-tante. Dime mon général, como todo el mundo. No ma gé- néral, sino mon général, como me dicen desde que murié Calom- fir. {Entendido? —Oui, mon général! —Pero rectificé inmediatamente-. Enten- dido, mon général. Seguidamente lo cogié de la mano y lo llevé hasta el espejo grande del salén, oculto bajo los cortinajes. —Me ha dicho Marina que te gusta inventar toda clase de jue- gos y danzas, que te pintas solo para disfrazarte y que sabes cantar y recitar poesfas. {Es verdad? ~Es verdad, mon général. —jCuantos afios tienes? —Este otofio cumpli seis afios. —Asi pues ya eres un hombrecito y puedo hablar en serio con- tigo. {Entiendes lo que te digo? {Entiendes todas las palabras? 48 Uniformes de general —Lo entiendo, mon général. Extendié el brazo y cogié con dos dedos el borde de la cortina. —Me imagino que sabrds por qué he tapado el espejo. Pero de vez en cuando, en las fiestas, en ocasiones solemnes, como ocu- rriré mafiana, dia de mi santo, me gusta correr las cortinas. Sélo que, ya ves, de tanto estar a oscuras, las aguas del espejo ya no son lo que han sido. Poco a poco van perdiendo su transparencia y formas raras de todas clases y de todos los colores estén empezan- do a aparecer en el fondo del espejo. Algunas de esas formas son de una rara belleza, como si no fueran de este mundo. ;Com- prendes lo que quiero decir? —Lo comprendo, mon général. —Mientras otras parecen més raras, semejantes a las cuevas de las montafias 0 a rocas del fondo del mar 0 a la boca de un vol- c4n después de una erupcion. jEntiendes todas las palabras? ~Las entiendo, mon général. ~Y cuando apartemos los cortinajes y te veas de pronto ante tantas formas desconocidas y te veas a ti mismo moviéndote en- tre ellas (pero, al menos, al principio, seguramente no te recono- cers pues, ya te lo he dicho, el espejo ya no es lo que fue y a ve- ces amplifica, alarga o ensancha e incluso desfigura), jno te dard miedo? Lo miraba con desusada intensidad, como si de su respuesta dependiese alguna decisién importante. El sonrié dulcemente, casi con ironia. -No me dard miedo, mon général. —Bien. Esta es la sorpresa que quiero darles. Ni que decir tie- ne que esto es un secreto, no digas nada en casa. Mafiana por la noche, después de servir el champan y cuando estemos todos reu- nidos aqui, en el sal6n... Nunca pudo olvidar el silencio helado que siguié a los susu- tros, a las risas ahogadas y al discreto tintineo de las copas de cris- tal, cuando Vasile Chelaru y Anuta corrieron lentamente la cor- tina y el espejo los miré a todos, tal y como estaban, agrupados a 49 Relatos fantdsticos peticion de la generala, apifiados en el fondo del salén. Parecia que nadie se atrevia a respirar. Y, entonces, de uno de los pliegues de la cortina, aparecié él, disfrazado como a él le gustaba, con las guedejas rubias pero con la cara tostada por el sol, azotada por el viento, con una camisa rota y descolorida que dejaba ver los hombros y el pecho, con las pantorrillas al aire y pantalones cor- tos y arremangados, como si se aprestase a meterse en el agua. Pa- recia salir de la gruta verde del espejo y, en un gesto totalmente espontaneo, eché la cabeza hacia atrds, se llevd las manos a la nuca y solté una carcajada. Era una risa desconocida para él, una carcajada continua, cristalina e irresistible que, aunque lo hubie- se intentado, no hubiese podido detener. Comenzé a pasear por delante del espejo descubriendo constantemente nuevas sinuosi- dades, otras rocas y bejucos con flores desconocidas y, entre ellas, las siluetas inverosimiles de los invitados con sus copas de cham- pan (altas como botas 0 anchas como pozales) en la mano y, en medio de ellos, el sill6n en el que estaba sentada, hierdtica, la ge- nerala. Ahora se refan todos con una risa timida al principio y un poco medrosa pero que répidamente se torné contagiosa. Ahora se refan todos y, en el espejo, los vefa mirarse unos a otros, eufé- ticos y, al propio tiempo, inquietos, ya que no entendian muy bien lo que estaba pasando, hasta que, de nuevo con gesto es- pontaneo, leronim alz6 los dos brazos haciéndoles sefias de que se callaran y se puso a danzar, cantando en sordina una melodia que improvisé en ese mismo momento. Acto seguido empez6 a recitar pero nunca supo si habfa recitado alguna de las innume- tables poesfas que se sabia de memoria o si la habia improvisado inconscientemente, verso a verso, segtin las exigencias de la me- lodia y los movimientos de la danza, todos distintos, unas veces lentos y majestuosos, casi littirgicos, y otras abruptos, violentos e irreverentes. Nunca comprendié por qué se paré en un momento dado y, alejandose un paso del espejo, se inclinéd doblando exagerada- mente la cintura, con las guedejas cayéndole por la cara, pues no 50 Uniformes de general estaba cansado. Habrfa deseado continuar con la danza, inventar nds melodias y versos. —Encore, encore! —gritaban todos desde el fondo del salén, aplaudiendo, algunos no sin cierta dificultad pues tenfan la copa vacfa en la mano. -{Bravo, leronim! -grité la generala-. Encore! —dijo conquis- tada por el entusiasmo general. . Nadie le dijo exactamente lo que pasé. Unicamente recorda- ha que se retiré lentamente hacia el rincén de la izquierda, cogid la cortina y, corriéndola dificultosamente tras él, se puso a me- cerla, y los pliegues, al flamear, sombreaban e iluminaban sin ce- sar otras cavernas submarinas mientras é] hablaba como en sue- filos, con una voz, segtin le dijeron mds tarde, de otro mundo, pues no se parecfa a ninguna voz humana y, si bien de incompa- rable suavidad, los dejé a todos paralizados; pero no sélo la voz, naturalmente, sino también las palabras que pronunciaba porque no siempre entendian muy bien lo que queria decir. Slo enten- dfan que él, leronim, podia esconderse en todo momento ahi, en el fondo de la caverna, en las profundidades del mar, y podia vol- ver con sus amigos, que eran muchos, desde los delfines y caba- llitos de mar con los que jugaba todas las mafianas hasta los seres invisibles que, por suerte, slo é] podia ver. A Eglantina, con sus ojos de cristal y labios de porcelana, e incluso a Mironclai, aun- que andaba con zancos tan altos como una casa, pero, por otro lado, tan campechano y que siempre esta riéndose (quien no lo haya ofdo refrse a veinte o veinticinco metros, por encima de él, no conoce la alegria de reir). Si, quizd algunos de ellos les gusta- tian, pero cuando vean a Maremore, que no es ni lagarto ni paja- ro, aunque su canto es mds bonito que el del ruisefior, o a Parale- he, que trepa con once patas a la vez, como las arafias, aunque tiene ojos grandes y azules como los de una sefiorita, y las pesta- fas tan largas que... —jNos has dejado sin sangre en las venas! —le dijeron luego—. Nos quedamos todos mudos, de piedra, como si nos hubieras em- 51 Relatos fantdsticos brujado. Nadie se atrevia a decirte que pararas. Ni siquiera la ge- nerala —le dijo en cierta ocasién, mucho més tarde, Antim-. Ella también se quedé de una pieza, hechizada. —jPero qué dije, Oncle Vania? ;Qué fue lo que les dije? —le pre- gunté entonces con la misma exasperacin en la voz, pues estaba empezando a pensar que todos se habfan confabulado para no de- cirle nunca nada en concreto. —jCualquiera se acuerda! Porque, te lo repito, no eran frases ni palabras de nifio, por precoz que hubiese sido, sino que se dirfa que otro hablaba por tu boca, algtin semidios o héroe mitoldgico, oalguno de esos personajes fabulosos que decfas eran tus amigos y con los que te vefas cuando querias y donde querfas, no sélo en el espejo. Y, ahora, después de tantos afios, puedo decfrtelo, tuve miedo, y no sdlo yo sino que todos tuvimos miedo de que te pasa- ra algo, de que perdieras la raz6n, ya que semejante precocidad, profunda y extravagante al mismo tiempo, se paga. —Y tuvo usted razén —lo interrumpié Ieronim con una amarga sonrisa—. Lo he pagado con creces pues aquella noche la familia decreté que yo era el nifio prodigio del siglo y, entonces, decidie- ron presentarme sin pérdida de tiempo al director del Teatro Mu- nicipal. Y, para mi desgracia, Theodorini era un buen amigo del director del teatro. Lo he pagado, Oncle Vania, por el miedo que les hice pasar aquella noche de San Juan, he pagado mas de lo que era justo pedirle que pagase a un nifio, incluso a un nifio pro- digio. Record6 de pronto que esa aria le gustaba mucho a Melania y, sin darse cuenta, sonrid. Cuando fue a comunicarle el noviazgo, la generala descansaba, como era habitual, en su sillén favorito de mitad del salon. ~Se llama Melania dijo él después de besarle la mano-. Por supuesto, es forastera. Esté de més afiadir que es muy guapa e inteligente y, por lo que puedo juzgar yo, que no entiendo de li- teratura, ha lefdo muchisimo. 52 Uniformes de general —Manolache ~lo interrumpié la generala-, yo sé en lo que es- t4s pensando. Tui te imaginas, o confias siquiera que esta vez se trate de ella. Acerté a refr pero su jovialidad le parecié tan estridente que se paré y levanté los hombros fingiéndose extrafiado. —j{Cémo voy a imaginarme eso, mon général? {Cémo mezclar un personaje de cuento, o literario si lo prefiere, con un ser vivo de nuestros dias? Forastera, ciertamente, pero un ser de carne y hueso. La generala lo miraba todo el tiempo sonriendo dulcemente y, sin embargo, distante, como solo ella podia sonrefr. ~Y, légicamente, le habrds resumido el cuento con la incon- fesada esperanza de que, ;quién sabe?, entre los miles de libros que ha lefdo, haya dado con la historia de tu vida. No volvié a tratar de reir y, avergonzado, se quité las gafas y se puso a limpiar los cristales con el pafiuelo. -No sé si la puedo lamar la historia de mi vida. Pero he de re- conocer que... —Manolache, tu error es no querer reconocer que tu gran vir- tud es, al mismo tiempo, tu gran defecto: la modestia. Eres de- masiado modesto. Un dia descubriste que habria sido una lastima pasarte la vida estudiando los insectos, cuando estds tan dotado para la musica, y descubriste, al propio tiempo, que no puedes re- alizarte en ningtin arte, pero especialmente en la misica, si no miras arriba, al cielo, en lugar de mirar a tu alrededor, de ver lo que hace la gente y lo que dicen los vecinos. Hiciste ese gran des- cubrimiento del que todos nosotros, la familia entera, estamos muy orgullosos, cuando eras casi un nifio. Pero, al ser tan modes- to, lo has achacado a otro, a un personaje literario que vivid hace no sé cudntos siglos. —Mon général... —Esctichame, que no he terminado. La modestia es una cuali- dad rara, sobre todo en nuestros dias, y mas atin en nuestra fami- lia. Eso est4 muy bien si quieres a toda costa justificar mediante 53 Relatos fantdsticos un modelo literario tu concepto sobre el arte y la vida que has de- cidido vivir. Pero lo que ya no entiendo es la relacién que haces entre tu ideal artistico y ella, la mujer aquella que te abandoné hace varios centenares de afios. —Eso ocurre en el cuento. -Es lo mismo. Se trata de aquella novia desconocida e inac- cesible que estas esperando siempre pero que nunca has intenta- do buscar. Eso no lo entiendo. No entiendo por qué no buscas a la que te ha sido destinada, si sabes que existe en algtin lugar de este mundo y que te espera. No tienes que ir muy lejos para bus- carla. Quizé esté aqui, junto a nosotros, y si no la ves atin es por- que la tapan el sol, o la sombra, o los hombres. Pero si te decides a buscarla... Todo eso ya lo sabfa o lo barruntaba hacfa mucho tiempo. Se lo habia dicho, a veces directamente, como ahora, y otras con muchos rodeos, refiriéndose a los cinco hermanos casi legenda- tios, antepasados de ella, que se marcharon de una aldea, cada uno en diferente direccién para buscar novia. Lo que ahora le re- sultaba curioso, e incluso hiriente, era que la generala le rifiera ahora por no buscar a la que el destino le habia dispuesto, ni un. cuarto de hora después de haberle comunicado su noviazgo. —-A mi modo -dijo con inesperada firmeza-, yo también la busco. Aunque, quiza, la busco con exagerada discrecién. Pero siempre que conozco a una forastera, los ojos se me ponen como platos, me quedo largo tiempo charlando con ella, le tito de la lengua, sopeso todo lo que me dice e incluso lo que no me dice. Lo mismo que ha pasado con Melania, en cuanto supe que era forastera. —Forastera —dijo la generala con un punto de tristeza en la voz-. Manolache, para un hombre ninguna mujer es forastera. Los hombres encuentran una sola vez en la vida a la Forastera y, en- tonces, en todo caso, ya es demasiado tarde. Y de tales encuen- tros vale més no hablar. Antim seguia limpiandose las gafas sin mirarla. 54 Uniformes de general ~Yo habia venido para esto. Para decirte que el domingo que viene celebraremos la toma de dichos Melania y yo. Eso le ocurrfa también en otro tiempo, cuando dejaba la puer- ta abierta y escuchaba a Antim ensayando en el salén. A los po- cos minutos advertfa que ofa al coro diciéndole lo que iba a pasar en la escena siguiente, o c6mo habrian debido ocurrir la cosas en la obra que acababa de leer aquel mismo dia. A la orilla del mar. Una playa desierta a orillas del Mar Negro, anunciaba el coro. Una noche de noviembre... Sin embargo, intervenia leronim, el autor escribe bien claro que la escena representa el patio de una casa campesina, una mafiana de junio, y al alzarse el tel6n se oye, alo lejos, la voz de un hombre. Es una playa desierta, a orillas del Mar Negro, una noche de noviembre, continuaba el coro. Y mu- cho después de alzarse el tel6n no se oye més que el viento. -jAsi que estabas aqui? —lo sacé de su ensimismamiento la voz de Lucian-. jAtin estés oyendo eso? {No te aburres de oir siempre la misma melodia? Se detenia en el umbral y sélo en raras ocasiones entraba en la habitacién. Tenia por costumbre decir rapidamente lo que te- nfa que decir, en el umbral, y luego desaparecia, prosegufa su pa- seo perezoso y melancélico de habitacién en habitacién, por toda la casa. ~Anoche volvi a sofiar con Veronica ~le dijo aquel dia—. Haz- me caso, que no me queda mucho. Ya me esté llegando la hora a mi también. Pronto, muy pronto os quedaréis solamente vosotros dos, solos en el mundo. Y entonces me pregunto qué es lo que vais a hacer sin mi. Desaparecié antes de tener tiempo de decir algo. Y, tal y como lo esperaba, el coro respondia en su lugar. «jPor qué tienes miedo de la muerte, Lucian? Acuérdate de lo que nos decia la generala: “Me gusta de vosotros el que no tenéis miedo de nada, ni de la muerte ni del amor. Se ve que sois sobrinos de un hé- roe”». Otra vez, cuando ya estaba ciega, le dijo: «Me gusta de ti, 55 Relatos fantdsticos Ieronim, que no tienes miedo de nada». Y se lo repitié también a Antim. Una vez entré a su habitacién, con una misteriosa sonrisa ilu- minandole el rostro. —leronim, {sabes lo que me dijo de ti la generala en su lecho de muerte? Me dijo: «;Cémo se nota que Ieronim es sobrino de un héroe! ». ~Ya lo sé, a mi también me lo dijo. No quise contradecirla porque sé que le gusta. Pero la verdad es otra, Oncle Vania. No tengo miedo de nada y, en primer lugar, no tengo miedo ni del amor ni de la muerte porque, después de todo lo que nos ha pa- sado, y me ha pasado, he descubierto el sentido y la razén de ser del espectaculo, al igual que los conocia cuando era pequefio. Habria querido continuar pero oy6 de pronto al coro: «Estas no son informaciones de todos los dias, como las que se piden y gbtienen en una ventanilla de correos, de banco o de estacién. Esta es la verdad, leronim. ;La verdad! ». Sin embargo, muy poco después, intenté explicarselo. Al en- trar en el salén, encontré a Antim con el violonchelo apoyado en la rodilla izquierda, mirando absorto al frente. Debia de llevar un buen rato en esa postura porque leronim, viendo que el silen- cio se prolongaba, habia pensado que Antim habia salido a la ca- Ile. Pero lo encontré en su lugar habitual, con el violonchelo a su lado y la mirada perdida. —Me estoy haciendo viejo —le dijo tratando de sonrefr-. Ten- go demasiados recuerdos. —Un artista no envejece nunca, Oncle Vania. Si Dios nos ha castigado a nosotros con algo, ha sido con una juventud sin ve- jez. Reconozco que el castigo es duro jpero, qué podemos hacer? Ese ha sido nuestro destino. ~Juventud sin vejez -repitié Antim sonriendo-. Es facil de decir a tu edad... —Los dos tenemos la misma edad, Oncle Vania —prosiguié Ie- tonim arrodillandose junto a él-. Slo que usted tiene recuerdos 56 Uniformes de general y yo me los imagino. Si le dijera que mis recuerdos sobrepasan cientos de veces a los suyos, sencillamente porque me los he ima- ginado, no me creeria. Antim puso el violonchelo a su lado y se eché a reir. —Dime cémo te las arreglas para imaginar los recuerdos. —Primero los imagino y luego los fijo en la memoria. Usted también debe de haber imaginado muchas cosas en su vida pero las ha olvidado. No recuerda mas que lo que le ha ocurrido, diga- mos, personalmente, pero eso, maestro, para nosotros, los artistas, no tiene el valor que tiene para los demés. Se puso en pie y, segtin su costumbre cuando presentia que iba a decir cosas que hasta entonces habia evitado, comenzé a pase- ar a grandes pasos por el sal6n. —Una vez le dije que si no tenia miedo de nada no se debia a ser sobrino de un héroe sino porque habia descubierto el sentido y la raz6n de ser del espectaculo. Pero no le he dicho lo que eso signi- fica para mi. No tener miedo de nada significa mirar todo lo que ocurre en el mundo como espectdculo. Eso quiere decir que pode- mos intervenir en cualquier momento mediante la imaginacién, y podemos modificar el espectdculo tal y como queramos nosotros. —Mediante la imaginacién —repitid Antim de buen humor-. O sea, con nuestra mente... Pero eso no cambia la realidad, lo que sucede de verdad en nosotros y a nuestro alrededor. leronim se paré delante de él y lo miré sorprendido, como si no estuviera seguro de haber ofdo bien. —Depende de lo que entienda por realidad. Para mi, la realidad es la verdad total, es decir, lo que podemos conocer tinicamente después de la muerte. Pero el arte, y especialmente el teatro, el es- pectdculo, nos revela esta verdad en todo lo que sucede a nuestro alrededor y, mayormente, en todo lo que nos podemos imaginar que sucede. En el fondo, el teatro, como la filosoffa, es una prepa- racién para la muerte. Con la diferencia, para mf capital, de que el espectdculo anticipa la revelacidn de la muerte porque nos mues- tra todas esas cosas aqui, en la tierra, en la vida cotidiana. 57 Relatos fantdsticos —leronim, ya no te entiendo. Tuvo la impresién de que la sonrisa que le iluminaba el rostro comenzaba a borrarse y la mirada se disponia a alejarse, presta a perderse en el vacio. —Porque usted, Oncle Vania —prosiguidé Ieronim en un tono de voz mas suave y, sin embargo, més solemne-, usted se empefia en reducir la comprensién al ejercicio de la razén, como en el ajedrez. Pero sabe muy bien que ni el arte ni la vida pueden entenderse slo por la raz6n. Todo lo que pase en torno nuestro podria camuflar un misterio y, en consecuencia, una revelacién decisiva, una verdad estremecedora. Por ejemplo, cualquier paloma podria camuflar... —Conque os ha dado por la filosoffa -oy6 a Lucian desde el umbral—. Dichosos vosotros —agreg6 dirigiéndose al sill6n de la generala. Se sent6 y suspiré profundamente. ~No sé lo que tengo —dijo-. No me encuentro bien. Pero vo- sotros seguid con lo vuestro, continuad la discusién. Desde entonces no dejaba de oirlo: «No sé lo que tengo. No me duele nada pero me encuentro cansado. Muy cansado». Desde que ya no recorrfa la casa, habitacién por habitacién, le gustaba también a él dejar la puerta abierta para escuchar a Antim. Luego, una noche, cuando leronim se acercaba a su cama con un libro abierto para continuar la lectura interrumpida me- dia hora antes, Lucian le hizo sefias moviendo Jentamente, con gesto cansino, la mano derecha. —leronim, no me queda mucho. Te lo digo simplemente por- que ya sabes que no tengo miedo del amor ni de la muerte. Pero quiero darte un consejo. Y también quiero pedirte algo. El con- sejo es que cuando yo ya no esté, te vayas a vivir a la casa de Tha- nase, donde pasaste tu nifiez. Me he puesto de acuerdo con los inquilinos. Estaran encantados de cederte las dos habitaciones del primer piso, pues de todas formas se arriesgan a que las ocupe alguien y, como es légico, te prefieren a ti que, en cierto modo, atin eres el propietario. 58 Uniformes de general -iY Oncle Vania? ~No se quedaré tampoco mucho tiempo aqui pues la decisi6n sta tomada: la casa se va a derribar. Serd en primavera 0 en oto- ho, o a la primavera siguiente, no se sabe, pero con seguridad se va a derribar. Y entonces Manolache ird a tu casa y le dejaras una de las habitaciones. De lo contrario, se quedard en la calle. {Me lo prometes? ;Puedo contar contigo? No escuchaba ya al coro que le gritaba: «jleronim, sé fuerte, sé duro como una roca! Ni una lagrima. Y la voz, leronim, la voz que no te tiemble pues no va a pasar nada que no hayas aprendi- do dltimamente. La muerte. La muerte y el amor». —jPuedo contar contigo? —volvié a preguntarle Lucian. ~-leronim sonrié y, cogiéndole la mano, se la acaricié. —Prometido, Lucian. Puede contar conmigo. ~-Y ahora voy a pedirte una cosa. La tltima... Se callé un buen rato y permanecié con la mirada clavada en el techo. —jQué te dijo la generala entonces, antes de morir, cuando os quedasteis los dos solos? leronim retrocedié como si quisiera verlo mejor. —jLucian! Usted sabe que se lo prometi, que guardaria el se- creto y no se lo dirfa mas que a mi hijo cuando cumpla diecisiete afios. ~Eso ya lo sé —lo interrumpié con calma Lucian-. Pero a mi me puedes tachar del ntimero de los vivos. Ieronim volvié a acercarse a la cama. ~Pero Lucian —dijo tratando de dominar su emocién-, yo des- de aquella noche, cuando me Ilamé la generala a su lado, no he hecho sino hablarles de lo que ella me revelé. Pero como lo he jurado, no puedo decirlo tal y como ella me lo dijo, con un pie ya en la tumba, sino que lo he revelado en pardbolas y leyendas, en anécdotas e imagenes. Desde que murié la generala, yo no hago otra cosa, no puedo hacer otra cosa que decirles, pero de forma ve- lada, como en un espejo antiguo, como fue el nuestro, no puedo 59 Relatos fantdsticos hacer otra cosa mds que hablar en imagenes y pardbolas del se- creto que se me confié. Y no sélo a ustedes, a la familia y amigos, sino también a los que conozco por casualidad. Hay veces en que estoy tentado de parar a la gente por la calle, no al primero que pasa, claro, pero sf a ciertas personas en las que me parece adivi- nar determinada sefial. En fin, eso es otra historia. Pero, Lucian, jst yo slo hablo de eso! jSi no lo hubiese hecho me habria vuel- to loco! Lucian lo escuchaba desazonado y, no obstante, esbozé una ti- mida sonrisa. —Entonces tengo que esforzarme en escucharte con mas aten- cién para descifrar los enigmas. Pero no sé si tendré ya tiempo. Me encuentro tan cansado... —jJuventud, juventud sin vejez! —repetia Antim. Nada més besar a Maria en las dos mejillas, Iconaru, con la caja debajo del brazo, se abalanzé sobre él y le dio las gracias es- trechandole la mano bajando respetuosamente la cabeza. Pero cerca de la puerta, leronim lo alcanzé por detrds y lo detuvo. —jCémo? {Quieres irte? —Puede que atin encuentre a Borban estudiando y me abra por la parte de atrds. —jQuieres irte cuando ni siquiera hemos entrado todavia en el meollo del problema, ni siquiera hemos discutido sobre la exis- tencia de Dios? -Es tarde y la patrona se pone hecha un basilisco si la desper- tamos. ~De ninguna manera puedes ir por ahi de noche vestido con este uniforme de general! Como te vea un guardia, te detiene. Tenemos que encontrar otras ropas. Subio a toda velocidad las escaleras del desvan y después se oyeron sus pasos pisando ahora sin miedo y a toda prisa. Minutos més tarde volvié con los brazos cargados de ropa. Con un suspiro de alivio, colocé su carga en el canapé. Habia traido las sayas, pa- 60 Uniformes de general Nuelos y toquillas que habfa examinado atentamente dos horas antes, y también habia traido el traje de novia. Este es para usted, princesse —se dirigié a Maria extendiendo el traje a sus pies, como si fuera una alfombra-. Es casi una pieza de museo, asi que puede dejar de lado el simbolismo. Lo confecciona- fon para adornar a una novia pero esta noche, arreglandoselo con un poco de imaginacién alrededor de los hombros, la abrigard. ~jleronim, vas a enfadarla otra vez! —dijo bromeando Antim. Maria se enjugé las tiltimas lagrimas con el dorso de la mano y sonrid. ~Ya no me enfado, maestro —musité—. En un dia como éste no me puedo enfadar. Iconaru seguia buscando sin entusiasmo entre el montén de topa. ~Todos estos ya los he visto. Son sélo de sefiora dijo en tono de decepcidn. —Pero abrigan —lo interrumpié Ieronim eligiendo una de las sayas y coloc4ndosela sobre los hombros-. Y ademas, para que no se vea... Volvié a salir al pasillo y regresé en seguida con una capa. —Encima ponemos esta capa. Esté un poco vieja, es cierto, y ademas tendra polvo, eso si no la han agujereado las polillas. Comenzé a sacudirla examindndola de cerca. —Se esta haciendo tarde —dijo Iconaru volviendo a ponerse la caja bajo el brazo-. No vivo lejos y si voy a paso ligero no pasaré trio. Como si no lo hubiese ofdo, leronim le colocé con mafia la capa sobre la saya que le cubria los hombros. —Lo acompafiamos primero a él a casa ~dijo dirigiéndose a Maria-, para ver si puede entrar. —Si Borban no ha apagado la luz, me abrir4 por la parte de atrds. -Y nosotros —continué Ieronim-, nos vamos a dar una vuelta por la calle. Tenemos tanto de que hablar... 61 Relatos fantdsticos Con movimientos cortos, envolvid el traje de novia y, como si fuese un gran chal, se lo puso alrededor de los hombros. Segui- damente todos se echaron a reir. —Juventud! —volvié a decir Antim acompajfiandolos al pasillo. Al cerrar la puerta oy6 a leronim que decia: —Princesse, si cree de verdad en Dios... Tan pronto se sentd, agotado, en el sillon de la generala, se acordé de que habja olvidado ofrecerles en los vasitos mintiscu- los reservados para tales ocasiones, el famoso Grand Armagnac, 1908, de la ultima botella que le quedaba. —jJuventud sin vejez! -se dijo con ironfa meneando la cabe- za—. jSin vejez! Quiso levantarse para ir a buscar un vaso al aparador y beber siquiera él solo a la salud de ellos, pero sintié que le pesaban las piernas como el plomo, y decidié reposar unos instantes. Son- tiendo, apoyé la cabeza en el respaldo del sillén y entorné los parpados. Tendr4 que proceder como en las grandes ocasiones, en las solemnidades, que aplicar, como le gustaba decir, el cere- monial, es decir, sostener el vaso de cristal durante unos segun- dos ante los ojos y contemplar el licor de oro y cobre; luego, al- zarlo y, desedndoles suerte, llevarlo a los labios y beber lo mas despacio que pueda. Poco después, abrié los ojos y le sorprendié la luz del salén. «jQué milagro! ;Por fin han reparado los enchufes! », pens6, pero en ese momento vio a Maria Daria viniendo despacio hacia él y se levanté sobresaltado del sillén. —jQué ha pasado? {Has olvidado algo? jO te has vuelto a pe- lear con Ieronim por el camino? La joven se habia detenido a un paso de él y lo miraba con una triste sonrisa. En ese momento se percaté de lo hermosa que era y de la extraordinaria luz que animaba su semblante. —Maria Daria, te has vuelto muy guapa de repente. {Qué ha pasado? 62 Uniformes de general La muchacha segufa mirandolo hondamente a los ojos, con la misma triste sonrisa olvidada en los labios. ~Ya no me reconoce, maestro —dijo en voz muy baja—. Es cier- to. jHa pasado tanto tiempo! Se callé6 un momento y comenzé a recitar: Manole, Manole, Maese Manole...* —jMelania! -exclamé Antim—. {Qué te pasa? {Por qué has ve- nido? La muchacha lo tomé de la mano. ~Manole, Manole, maese Manole, no sélo olvidaste a tu no- via sino que olvidaste también los esponsales. —Y lo atrajo len- tamente hacia sf-. Hemos de darnos prisa que nos estdn espe- rando. Se dejé llevar como un nifio preguntdndose qué podrfa decir- le ahora, después de tantos afios, cuando al llegar al extremo del salén vio de pronto el espejo destellando, bafiado de luz, como solamente sucedfa cuando los candelabros estaban encendidos todos a la vez, y se detuvo asustado y feliz a un tiempo. Pero la jo- ven seguia tirando de él. —jAdénde quieres que vayamos? -exclamé de muy buen hu- mor-. {Quieres que pasemos por el espejo? La joven se eché a refr y volvié la cabeza. —El espejo esta detras de nosotros, Manole. {No lo ves? -Y se lo mostré alargando levemente el brazo. EI también volvié la cabeza. Efectivamente, el espejo estaba alli, lejos, al otro lado del saldn, fuertemente iluminado y, cuan- do la joven le dio un fuerte tirdn, ya no se resistié y entré en una especie de cuadro de luz. —Démonos prisa —dijo ella. Que nos estan esperando... Se dejé llevar y pronto advirtié que estaban atravesando una gran sala, fuertemente iluminada y la muchacha tiraba de él mas deprisa hacia la escalera de marmol que se vefa a lo lejos subien- do en espiral. 63 Relatos fantdsticos —Melania —dijo é1 confundido-, no puedo entrar con el abri- go puesto. No entendié su respuesta porque, justo entonces, los recién llegados se apifiaban en la entrada principal, varias parejas subfan rApidamente las escaleras y comenzaba a oirse el murmullo de la sala y a los misicos templando sus instrumentos. ~jMelania! -susurré cuando hubieron rebasado lo que debian de ser el ultimo anfiteatro y la galeria; y la muchacha segufa lle- vandolo a remolque por esa escalera de marmol que subfa, sin fin, en espiral. Pero no parecfa haberlo ofdo. Las puertas se habian cerrado, el murmullo de la sala se iba atenuando. Ya no se ofan més que los breves sonidos de una trompeta. —jMelania! -exclamé y quiso detenerse. La joven, sonriente, se volvio hacia él. —Non sono Melania, maestro —murmuré. En ese momento la reconocié y lo recordé todo, desde que se conocieron delante de la estacién, cuando la ayud6 a subir las maletas al vaporetto, hasta la noche en que, apreténdole la mano entre las suyas, le dijo: «Ti voglio bene, Laetitia. E adesso, je te di- rai le reste en roumain: {Quieres que nos prometamos? ;Ahora? iAhora mismo, en este jardin?». Aquella misma noche cumplfa diecinueve afios. Lo miraba con la misma sonrisa triste que habian tenido Ma- tia Daria y Melania. ~—Hemos de darnos prisa, que nos estan esperando —le dijo. Entonces empezaron a ofrse aplausos y, a los pocos momentos, la sala entera enmudecié sumiéndose en un silencio casi con- ventual. Antim, emocionado, oyé la batuta dar tres golpecitos en el atril. -Es tarde -prosiguié la joven dandole un tirén-. Nos estan es- perando los demas. —Solo un momento —le suplicé con un susurro de voz Antim—. S6lo un momento, para ver qué van a tocar. 64 Uniformes de general -Nos estan esperando -repitié la joven con una sorda deses- peracion en la voz. De nuevo quiso tirar de él pero, con un gesto brusco, Antim logré soltarse la mano. Oyé otra vez los tres cortos golpes de la hatuta en el atril y luego el mismo silencio de piedra de la sala prolongdndose de modo anormal. —jPor qué no empezaran? {Qué esperan? Pero ya no habia nadie junto a él y Antim giré asustado la ca- heza por todas partes. Entonces, como si hubiese salido de detras de una columna de marmol, aparecié la generala. —jEso era, Manolache? {La novia? {La forastera? {Era ella? Crey6 percibir un deje de ironia en la voz y bajé cohibido los ojos. -Era ella, mon général. Chicago, Nueva York, diciembre de 1971 65 IVAN Ivan Zamfira fue el primero que lo vio. Se cambié el fusil a la mano izquierda y se acercé a él. Lo tocé levemente con la punta de la hota. —Se est muriendo —dijo sin volver la cabeza. El herido los miraba con los ojos muy abiertos. Era un joven tubio, pecoso, y los labios le temblaban continuamente, como si se esforzara por sonrefr. Zamfira dio un hondo suspiro y se arrodi- Il6 junto a él. -jIvan! jIvan! Se soltd la cantimplora y la acercé con cuidado a los labios del herido. Darie se habfa quedado a sus espaldas. Se quité el cas- co y se puso a secarse la frente con la manga de la guerrera. —Se est4 muriendo. Lastima de agua. Con un movimiento brusco y asustado el brazo del herido se desprendié del cuerpo y se agité en el aire como si buscara algo, después cayé inerte y los dedos se le quedaron tiesos atenazando un terr6n. Zamfira alarg6 el brazo, cogié la pistola, que habfa caf- do muy lejos de la funda, y sonrié. ~Es para usted, mi alférez —dijo-. Tal vez quiera conservarla como recuerdo. Darie volvié a colocarse el casco. Cogié la pistola y la sopesd. -Ya no tiene balas. No vale para nada. 67 Relatos fantdsticos Iba a tirarla al maizal pero cambié de opinion. Siguid sope- sdndola indeciso. Iliescu se les agregd. —Se est4 muriendo —dijo despacio, moviendo la cabeza—. Sin una vela, como un perro.’ Como los otros —agreg6 bajando la voz. Giré la cabeza y escupié a su lado. Darie volvié a mirar la pis- tola y la dejé caer. Cayé con un ruido sordo entre los terrones y junto al brazo del herido. -Si os da ldstima, mejor seria que le pegarais un tiro para que no sufra —dijo. Dio unos pasos hacia el maizal, mirando cansado en torno a él como buscando un lugar mas resguardado del calor donde des- cansar. Pero se volvié en seguida, sombrio, con el cigarrillo sin encender en la comisura de los labios. —Larguémonos de aqui —dijo. Zamfira se habia puesto en pie pero no apartaba su mirada de los ojos del herido. —Si supiésemos ruso le pedirfamos que nos bendijese dijo en voz muy baja, como hablando consigo mismo-. Eso decfan en mi pue- blo, que si te bendice alguien cuando est muriéndose, te trae suerte. -Eso mismo he ofdo decir yo también —dijo Hiescu-. Pero trae suerte s6lo si te bendice de buen coraz6n. Y éste es un bol- chevique. —Sea lo que sea, lo importante es que te bendiga segtin su fe y en su idioma. Se volvié hacia Darie. —A lo mejor usted, mi alférez, que sabe tantos idiomas... Darie encendié un cigarrillo. Se encogié de hombros desalen- tado y traté en vano de sonreifr. -Yo no sé. Ahora lo siento. Tendria que haber aprendido ruso. Se interrumpis y clavé sus ojos en el herido. Dio una honda chupada a su cigarrillo y dijo: ~Tal vez entienda él. Quiz4 sepa otros idiomas. Titubes unos instantes y volvié a encogerse de hombros. 68 Ivan -Inténtelo, mi alférez —le dijo en un susurro Zamfira—. Intén- telo, a lo mejor entiende. Darie arrojé el cigarrillo, se acercé incrédulo y lo miré a los ojos; seguidamente dijo con voz ronca: -Nous sommes foutus, Ivan! Nous sommes des pauvres types! Save our souls! Bless our hearts, Ivan! Car nous sommes foutus! El herido exhalé un débil quejido, y la boca se le iluminé de repente, como si quisiera sonrefr. Los miré uno a uno de forma interrogante. —Blagoslovenie! —grit6 Zamfira arrodillandose junto a él-. Boje Cristie: Bendfcenos, Ivan. Se santigué muy despacio, levanté los ojos al cielo, junté las manos y entorné los ojos, como si estuviese rezando; luego lo miré otra vez fijamente, de forma inquisitiva. —jHaz ti lo mismo, Ivan! Haz la sefial de la cruz como yo. Boje, Cristu! Se callé y los tres clavaron expectantes la mirada en los ojos del herido. -No me entiende -suspir6 Zamfira-. Si hubiésemos podido hablarle en su idioma... -jMaldito bolchevique! —mascullé Iliescu-. Hace como que no entiende. Darie volvié la cabeza y lo miré sonriendo cohibido. Si lo insultas, jc6mo te va a bendecir? -No tiene nada que ver. Cuando un hombre se est4 muriendo no entiende nada y lo perdona todo. Se arrodill6 y se incliné junto a la oreja del herido. ~jPerdénanos, Ivan! Entonces advirtié que ya no lo miraba y, al volver la cabeza, vio un perro a unos metros de ellos, al borde del maizal. -Es de la aldea -dijo Iliescu poniéndose en pie y haciéndole un amistoso silbido-. Debe de haber una aldea por aqui cerca. Era un perro flaco y famélico, de pelo cobrizo descolorido por el polvo. Se acercé a ellos temeroso y con el rabo entre las pier- 69 Relatos fantdsticos nas. El herido habia vuelto la cabeza y lo esperaba. Los labios le habfan dejado de temblar y el rostro tenfa ahora un aspecto ex- trafio e inmévil. —Si es un bolchevique y nadie le ha ensefiado, no puede sa- berlo -dijo Zamfira poniéndose de pie-. Pero, al menos, de Dios y de Jesucristo tiene que haber ofdo hablar y es imposible que no sepa hacer la sefial de la cruz. Retrocedié un paso y le grité: -jlvan! Seguidamente abrié los brazos todo lo que pudo y se quedd asi, inmovil, mirando fijamente al herido. —Cristu! —volvié a gritar—. Cristo en la cruz. Haz una cruz ti también. Levanta tres dedos y bendicenos. El rostro del herido volvié a iluminarse, adornado por una gran sonrisa. El perro se le habia acercado y le lamfa la mano cris- pada en el peloton de tierra. —Hace como que no entiende —dijo Iliescu y escupid con ra- bia a su lado. Zamfira entr6 en el maizal y regresS momentos después con dos tallos de maiz. —jlvan! —grité mirandolo a los ojos-. Mira aqui, Ivan! —afia- dié atravesando en forma de cruz los dos tallos-. Mira bien y acuérdate. Esta es la cruz de Jesucristo, el Salvador del mundo. Cristo, que fue crucificado. jEntiendes ahora? —pregunt6 acer- cAndose y ensefidndole los tallos-. {Te acuerdas? El herido habfa seguido sus movimientos con un repentino interés pero también con temor. Intenté levantar la cabeza pero dio un gemido de dolor y cerré los ojos. Los abrié a los pocos mo- mentos y sonrié al ver a Zamfira esperando alli, delante de él, con los dos tallos cruzados. —Cristu! Cristu! -murmuré finalmente. ~jMilagro de Dios! —dijo Zamfira arrodillandose de nuevo a su lado y poniéndole la mano en la frente-. Has entendido lo que te pedfamos. ;Bendicenos! 70 Ivan —Bénis-nous, Ivan! -grité con fervor Darie-. Bénis-nous, bless our hearts! Tu t’envoles au ciel. Au paradis, Ivan, auprés du Dieu Pere. Auprés de la Vierge —afiadié con repentino cansancio en la voz-. La Inmaculada y eterna Virgen Maria... El herido lo escuchaba con un ligero temblor. Luego los miré a todos uno por uno. No se atrevié ya a levantar la cabeza pero ahora movia los dedos como si quisiera mostrar algo. —jMarfa! —acerté a pronunciar al cabo-. Marfa... ~Entiende —murmuré Iliescu. Le siguié la mirada y vio que el perro se alejaba lentamente, con la cabeza gacha. —Quizd conozca al perro —agreg6—-. A lo mejor él también es de la aldea. El herido comenzé6 a susurrar algo, moviendo més nervioso los dedos y cerrando y abriendo los ojos, como si lo aterrase el en- contrarlos a ellos alli, a su lado. -Yo digo que tratemos de Ilevarlo hasta la aldea dijo Zamfira. Darie se le quedé mirando incrédulo. —Serd duro. Se est4 muriendo. —Seria una pena ahora que entiende y si aguantase una hora o dos, hasta la aldea, a lo mejor nos bendecia. El perro estaba parado a unos diez metros, a la orilla del mai- zal, esperdndolos. Lo portaban sobre los fusiles. Darie habfa cogido las mochilas y las llevaba colgando de su fusil, que tenia atravesado en los hombros. El herido temblaba y gemia, abriendo y cerrando con- tinuamente los ojos. De vez en cuando Zamfira le gritaba. ~jBendicenos, Ivan, que te Ilevamos a casa! jNo te hemos de- jado morir a la orilla del camino! ~{Di esto por lo menos! ;Di Cristo! {Cristo! ;Maria! -prové Iliescu. 71 Relatos fantdsticos Tras recorrer unos centenares de metros se pararon para reco- brar aliento pero sin soltar la carga de las manos. El herido gemia y se agitaba, clavando suplicante la mirada en los ojos de Zamfira. —Hablele usted, mi alférez. Digale algo para que vea que que- remos su bien. Darie hizo un gesto brusco de furia y desesperacién que hizo saltar las mochilas a su espalda. —jQué le voy a decir? {En qué idioma le voy a hablar? ;Cémo me va a entender si no sé ruso? —Digale cualquier cosa -lo animé Zamfira—. Sdlo para que vea que nos molestamos por él, que no queremos dejarlo que muera como un perro. Hablele en cualquier idioma, que usted es fildsofo. Darie suspiré sin ganas y se tiré el quepis sobre la frente. -Sf, todo un filésofo -exclamé esbozando una sonrisa—. jlvan! -grité volviéndose hacia el herido y buscdndole la mira- da~. ;Te acuerdas del Fausto? Habe nun, ach! Philosophie, Juristerei und Medicin, Und leider! Auch Theologie __ Durchaus studiert... -Este soy yo, Ivan, el que te est4 hablando ahora. El fildsofo. iMe oyes? —Siga hablandole -le incité Iliescu reanudando el camino-. Hablele, que le escucha y con eso sobra. -Si le escucha, no se muere —agreg6 Zamfira. ~Podrfa contarte muchas cosas, Ivan, pues ;qué no podria contarte un recién licenciado en filosoffa? ;Cudntas cosas no ha- bran pasado por mi mente? ;Cudntas aventuras en dos o tres li- bros (algunas incluso en veintidés)? Proust, por ejemplo, jno tie- ne veintidés libros? O quizd me equivoque, quiz4 haya calculado mal y haya contado también las obras de juventud. Ya sabes a lo que me refiero, Pastiches et mélanges y las otras... —Siga, siga, mi alférez. Lo esta haciendo muy bien lo estimu- 16 Iliescu. 72 Ivan Volvié la cabeza y lanzé un escupitajo hacia el maizal. —jlvan! -exclamé emocionado Darie-. Podria pasarme una noche entera hablandote solamente de las pruebas de la inexis- tencia de Dios. Y de Jesucristo, sobre el que probablemente no hayas vuelto a ofr hablar desde que entraste en la escuela prima- tia, del Redentor, el nuestro y el vuestro, el de todos, y de su enig- méatica existencia histérica, o de su ineficaz politica podria ha- blarte durante muchas noches, solos nosotros dos, sin comisarios ni tedlogos, pues td también lo sientes, Ivan, nous sommes tous foutus! Nosotros y vosotros. Pero més que nada nosotros, los que venimos del viejo Trajano. Y si me sabria mal morir ahora, poco después que tu, o quizd antes que td, morir a los veintidds afios, es porque no alcanzaria a ver como le levantabais una estatua al viejo Trajano. Pues a él se le antojé engendrarnos aqui, en el confin de la tierra, es como si hubiese sabido exactamente que un buen dia vendrfais también vosotros, cansados de tanto vagar por la estepa, y que caerfais sobre nosotros, guapos, listos y ricos, y que tendriais hambre y sed, como tenemos nosotros ahora. —Siga més, mi alférez, que él le est escuchando —le exhortd Zamfira al ver que Darie se callaba y se secaba maquinalmente el rostro con la manga de la guerrera. —Y cuéntas y cudntas cosas podria contarte... Aunque no sé si me atreveria a contarte alguna vez las aventuras del 13 de marzo, las del 8 de noviembre y todas las que siguieron. Son cosas muy intimas, Ivan, que me hicieron, me deshicieron y me volvieron a hacer, tal y como me ves ahora, un filésofo itinerante, haciéndo- te compaiifa mientras Dios y vuestros morteros se apiaden de no- sotros, car nous sommes foutus, Ivan, il n'y a plus d’espoir. Nous sommes tous foutus! Como en una narracién célebre, que todavia no ha escrito nadie, pero que seguro se escribird algun dia porque es demasiado veridica, si comprendes a lo que me refiero, dema- siado parecida a todo lo que ha sucedido en nuestros dias, y se pa- rece a lo que nos est4 pasando ahora a nosotros, y me pregunto c6mo se atreverd el autor de la narracién a mirar a la cara a su 73 Relatos fantdsticos mujer y a sus hijos, incluso a sus vecinos, cémo se atreverd a vol- ver a salir a la calle porque, ya sabes a lo que me refiero, todos se reconocerén en el personaje principal de la novela, y cémo po- dria nadie vivir después de eso, cémo podria disfrutar de la vida después de comprender que estd condenado, que no existe ningu- na salida, que no puede existir ninguna salida porque, para cada uno de nosotros, existié antes que nosotros un emperador Traja- no, cualquiera que hubiese sido su nombre, un Trajano en Afri- ca, otro o muchos mas en China, dondequiera que se dirija la mi- rada no se ven mas que hombres condenados porque alguien, un emperador Trajano, mucho antes que ellos, miles y miles de afios antes, decidié engendrarlos en lugares inadecuados. Se detuvo y se pasd, tembloroso, la mano por la cara. —Siga, siga, mi alférez -murmuré Zamfira—, pero més despa- cio, mas despacio para que le entienda. ~Empecemos por el principio, Ivan, empecemos por el 13 de marzo. Pues entonces fue cuando empez6 todo. Si yo hubiese muerto el 12 de marzo habria sido un hombre feliz pues hubiese ido al cielo. Au ciel, Ivan, auprés de la Sainte Trinité, alli donde con la ayuda del cura, si es que ha quedado alguno, iras pronto ti también. Pero si me toca morir hoy, mafiana, pasado, jdénde voy a ir yo? En ningtin caso al cielo porque el 13 de marzo me enteré de que el cielo sencillamente no existia. jYa no existe, Ivan! En el momento en que comprendes, como lo comprendf yo el 13 de marzo, que el cielo sélo es una ilusién, todo ha concluido. Ya no hay cielo ni arriba ni abajo pues el universo es infinito, no tiene principio ni fin. Y entonces te pregunto: zadénde voy a ir yo? Lo sé, te lo pregunto en vano, porque has decidido no responder. Pero yo mismo te daré la respuesta. Y ésta es el 8 de noviembre, el segundo principio. Porque el 8 de noviembre, esto creo que lo has adivinado, comprendi algo puede que mas importante atin. Comprendf que no es menester ir a ninguna parte porque uno ya estd alli. A la infinitud respondo con otra infinitud, Ivan. Porque, esctichame bien, yo, como tti y como todos los demés, yo, noso- 74 Ivan tros, los hombres, somos indestructibles. Ni vuestros morteros ni los aviones alemanes pueden destruirnos. Estamos aquf desde el principio del mundo y seguiremos estando hasta que se apague la ultima estrella de la altima galaxia. Y entonces, jte das cuenta, Ivan?, nous sommes foutus, et sommes foutus pour l’éternité. Por- «ue, si soy indestructible, ;adénde voy a ir hoy, mafiana o pasado mafiana cuando me Ilegue a mf también la hora? No puedo ir a ninguna parte porque ya estoy allf y estoy en todas partes al mis- mo tiempo. Y eso es terrible, estar en todas partes y, sin embargo, no estar, porque uno ya no est vivo. Es terrible no poder des- cansar nunca, como descansaban nuestros abuelos y tatarabue- los. Pues ellos iban donde estaba escrito que tenfan que ir, unos al cielo, otros bajo tierra, otros a los confines del mundo... {En- tiendes? Ellos podian descansar. Pero jy nosotros, Ivan? {Qué serd de nosotros? De nuevo volvieron a saltar las mochilas en la espalda y ace- leré el paso. ~Y ahora, si te decidieras a romper el juramento de silencio, sin duda me preguntarfas lo que ha pasado después del 8 de no- viembre. Y como las leyes de la guerra nos exigen ser sinceros y francos unos con otros, estarfa obligado a responderte. Pero jme entenderfas? Porque, de pronto, chocamos contra una serie de evi- dencias mutuamente contradictorias, si se me permite la expresién. Oyé6 que lo Hlamaban por detrds y entonces cayé en la cuenta de que se habfa ido él solo hacia delante llevando al perro a su lado. Los que portaban al herido lo habfan colocado a la escudli- da sombra de una acacia, se habian quitado el casco y estaban en- jugdndose el sudor de la cara. Darie se acercé corriendo hacia ellos esforzando una sonrisa. -Ha estado venga a chapurrear en su idioma, en ruso —dijo lliescu. —Parecfa pedir agua —lo interrumpié Zamfira-, pero ya no te- nemos. Y cuando le ensefié unos terrones de azticar cerré los ojos. No querfa. 15 Relatos fantdsticos Se cogié del hueco de la mano un terrén y comenz6 a chu- parlo. —Lo ve uno tan jovencito y tan débil, pero pesa y estamos cansados —dijo Iliescu-. Hemos pensado descansar un poco aqui, a la sombra. De todas formas, la aldea no se ve. —A lo mejor recobra el conocimiento —afiadié Zamfira. Darie dejé las mochilas en la yerba quemada y polvorienta, se arrodillé junto al herido y se qued6 en tensién escuchando su respiraci6n pesada y precipitada. ~Me pregunto cémo es que atin vive dijo al cabo-. Apenas respira. Alargé el brazo para coger una de las mochilas y se puso a hur- gar dentro. El herido lo segufa con la mirada. A intervalos, todo su Cuerpo se estremecfa como si tuviese sacudidas de fiebre. Darie volvié la cabeza a Zamfira y le pregunté bajando la voz: —jQué hacemos con él? No podemos seguir llevandolo y es tar- de. {Lo dejamos que siga sufriendo aqui o lo ayudamos a morir? Zamfira evité su mirada y bajé los ojos. —Si hemos hecho el esfuerzo de traerlo hasta aqui... Tal vez se apiade el Sefior y le dé fuerzas para bendecirnos. Porque yo opi- no que ahora sf que quiere bendecirnos. -Yo también lo of -tercié Iliescu-. Lo of cuando dijo Cristu. Si seguimos hablandole, a lo mejor aguanta una hora més. La al- dea no esta lejos. Darie encendié un cigarrillo y los miré a los tres sonriendo. -No se ve nada. Adonde se mire, no se ven més que campos de maiz, slo campos de maiz. El perro estaba parado a unos pocos metros gimoteando y con los ojos clavados en los terrones de azicar. Zamfira suspiré. —Contémosle cosas de nuestra tierra que puede que eso lo en- tienda mejor. Mientras estemos aqui descansando, contémosle cosas, contémosle cosas de la aldea, lo bien que estaremos cuan- do lleguemos. Iliescu se dio media vuelta hacia el herido y comenzé a hablar 76 Ivan con una voz nueva y desconocida, como si le hablase a un nifio enfermo. —Ivan, ya no queda mucho para llegar a la aldea. Y estaremos alli, en vuestra aldea, muy a gusto, como si fuera una de nuestra tierra. —Dile lo que le vamos a dar —lo interrumpié Zamfira-. Agua fresca en abundancia. —Ivan —continué Iliescu acercando su rostro mas al de éI-. En vuestra aldea hay huertos con toda clase de frutas, con ciruelas, peras y muchas cosas més, y te traeremos todas las que quieras. —Las mujeres te lavaran la cara —dijo Zamfira —, y te acostaran en la cama. El herido habia cerrado los ojos y movia los labios con gran esfuerzo pero cada vez més deprisa. —S6lo que acuérdate tt tambien de nosotros, acuérdate de lo que te hemos pedido. —Se acordar4 -dijo Iliescu—. Tiene que acordarse. Con todo lo que nos hemos desvivido por él, somos sus amigos. Priatin, Ivan, priatin!* —grité sonriendo de oreja a oreja-. Te acordards, Ivan, y levantards el brazo, levantards el brazo hacia nosotros y nos ben- deciras. De pronto, el perro se puso a gemir, acto seguido miré asusta- do a su alrederor y, temblando, con el pelo erizado, eché a correr por la orilla del camino. El herido abrié los ojos pero le faltaron las fuerzas para girar la cabeza y mirar. Miraba al frente, al cielo, y con tanta intensidad que ni la fuerte luz de ese mediodfa de agosto ni el polvo fino que flotaba sobre ellos como una infinita tela de arafia lo molestaban. Todos se callaron unos instantes. Darie se acercé al herido, le puso la mano en la frente y lo miré fijamente a los ojos. —Me temo que ha muerto. {Que Dios lo acoja en su seno! —dijo poniéndose dificultosamente en pie. Zamfira le puso también la mano en la frente, luego le dio unos golpecillos en las mejillas y le sacudié el brazo. 77 Relatos fantdsticos ~jQue Dios lo tenga en su gloria! —dijo santiguéndose-. El Se- fior lo tendré en su gloria porque nos ha bendecidoy eso nos tra- erd suerte. -Eso es lo que hacfa cuando movia los labios hace un mo- mento —dijo Iliescu-. Estaba bendiciéndonos. Darie se eché su mochila a la espalda y miré cansado el cami- no que habia seguido el perro. —j Vamos! Ya nos hemos retrasado bastante. —Tenga un poco de piedad, mi alférez dijo timidamene Zam- fira sacando de la mochila una pala corta~. No podemos dejarlo aqui, para que se lo coman los cuervos. Mientras usted se fuma un cigarro nosotros lo enterramos. Darie lo miraba perplejo, como si no entendiera. ~Tenga compasion, mi alférez —intervino Iliescu-. Esta tierra es pobre y en menos que canta un gallo cavamos la fosa. —Pero, muchachos, jes que estdis locos? Estdis locos de remate. Pero yo también tengo la culpa —afiadié como hablando mas con- sigo mismo, dirigiéndose al maizal-. Yo también tengo la culpa. Minutos mds tarde, volvié la cabeza y los vio cavando a toda prisa, jadeantes y sin hablar. Y en ese momento le parecié estar sofiando porque cavaban a una distancia de mas de dos metros uno de otro, como si se tratara de una fosa para varios cuerpos. Y en ese mismo momento oyé el silbido agudo de los cazas alemanes volando muy bajo y a sus espaldas, mds alla de los campos de maiz en los que se habjan internado al amanecer, quiz4 desde la carre- tera de la que toda la compafifa se habia retirado la noche ante- rior, oy6 los estampidos cortos y sordos de los morteros rusos. * —Evidentemente —continué abriendo otro paquete de cigarri- llos-, entonces caf en la cuenta de que estaba sofiando y me des- perté. Pero voy a decirle algo mds, aunque quiz4 no me crea. Lo que mds me impresioné y me hizo volver a la realidad no fueron 78 Tvan los aviones alemanes ni la artillerfa rusa sino aquella fosa tre- mendamente grande que estaban cavando Iliescu y Zamfira. En cl fondo, me pregunto en qué estarfan pensando cuando se pu- sieron a cavar. Y es que, ya se lo he dicho, todos estabamos muer- tos de hambre y de sed y rendidos de cansancio. {Por qué tenian que complicarse la vida? —Sea como fuere -lo interrumpié el teniente mirdndolo con simpatia y casi con cordialidad-, la culpa fue desde el principio de usted. No debié haberlos dejado que lo transportaran. Iban de re- tirada y cualquier momento perdido podfa serles fatal. Si tenfan l4stima de Ivan, debieron haberlo matado en el acto de un tiro. —jNo crees que podia haberse salvado? -le pregunté Laura. —No. Les he dicho que cuando lo vimos estaba muriéndose. Me pregunto cémo es que atin pudo vivir tanto. Por supuesto, en el suefio las cosas ocurrieron de modo diferente. —Después de seis dfas de fuego —lo interrumpié el teniente-, tenfa bastante experiencia. Ya no tenfa, como al principio, la ex- cusa de que no se atrevfa a mandar a unos soldados que llevaban luchando uno o dos afios en primera linea. -Es cierto dijo Darie sonriendo abstrafdo-. Pero, por otra parte, siempre que me habia atrevido a dar érdenes aquellos seis dias, habfa salido mal. Salf con una seccién y, de orden en orden, quedamos tres. —Ya sé a lo que se refiere —volvi6 a cortarle el teniente-. Pero no fue culpa suya. Toda Ucrania estaba infestada de partisanos y de destacamentos especiales admirablemente camuflados. En cuanto una unidad se separaba del grueso de la divisién, corria el riesgo de que la cercaran y la diezmaran. Tuvieron suerte si de dieciséis escaparon tres. -En cualquier caso, esta vez no quiero asumir la responsabili- dad. Y ahora, ya que estamos entre nosotros, quiero decirles algo. Como crefa que me perseguia la mala suerte y tenia la negra, y me daba miedo perderlos también a ellos, a los dos tiltimos, ha- bia decidido darles sdlo una orden més: separarnos. Dirigirnos 79 Relatos fantdsticos hacia las aldeas, ellos por un camino y yo por otro. Por eso me dejé tentar por su absurda esperanza, que la bendicién de Ivan, que estaba muriéndose, nos traerfa suerte. La sefiora Machedon vino de la cocina con un gran plato hu- meante, seguida de Adela con un bandeja Ilena de vasitos y una botella de chuica. ~Témenselos enseguida que estén calientes —dijo la sefiora Machedon pardndose en medio del grupo. ~Yo sigo pensando —dijo el juez— quién habrd sido Ivan, qué clase de hombre. Y, sobre todo, me pregunto si habra entendido lo que querfan de él y si, a fin de cuentas, les habré bendecido. —Sin duda que lo entendio y los bendijo -respondié Laura. La prueba es que les trajo suerte.Y salieron bien parados. —Se conocen casos atin més extraordinarios —dijo alguien que estaba apoyado en la pared y al que Darie no habia visto hasta en- tonces—. Soldados que lograron escapar de Stalingrado y llegaron a pie, después de no sé cudntos meses, a Rumania. Me pregunto si los habrd bendecido también algtin Ivan que estuviera muriéndose. Darie lo escuchaba en tension, mirdndolo sorprendido e in- quisitivo. —Me parece que no nos conociamos —prosiguid el otro con embarazo, como tratando de excusarse-. Mi nombre es Procopie. Soy médico y durante mis afios de estudiante también hice algu- nos pinitos con la filosoffa. Me gustaba mucho... El teniente los miré sorprendido a los dos, casi indignado. -jCémo es posible que no se hayan conocido antes? Han es- tado en el mismo regimiento. Darie se volvié hacia Laura y sonrid con intencién, como si esperase una sefial que le incitara a continuar. —Lo més raro -dijo de repente—es que he tenido desde el prin- cipio la impresién de que nos conocfamos. Pero no me atrevia a reconocer que esa impresién se debfa al suceso que les acabo de referir. Efectivamente, doctor, cuanto més me fijo mas parecido le encuentro con Ivan. 80 Ivan Algunos se echaron a reir y los miraron a uno y otro aparen- tando sorpresa. Darie continué sonriendo. -En todo caso es curioso —exclamé Laura-, porque no me ima- ginaba asia Ivan. Me lo imaginaba como un joven de dieciocho o diecinueve afios, muy rubio y Ileno de pecas. Y miren al doctor: moreno, sin pecas y con dos hijos que ya van a la escuela. Darie se puso a frotarse la frente, como si tratara de recordar un detalle que, en ese momento, le pareciese decisivo. -En el fondo, eso no tiene importancia —continué Laura-, lo importante es el hecho de que tt le encuentras parecido con Ivan. Y, en ese caso, podemos preguntarle lo que sucedié en la mente de Ivan cuando lo llevaban encima de los fusiles. {Cree que los bendijo, doctor? Procopie se encogid cohibido de hombros. -jC6mo decirlo? Por lo que puedo colegir, contestaria sf y no. Es dificil de imaginar que Ivan no adivinara lo que querfan de él. La prueba es que pronuncié la palabra Cristu. Conque, probable- mente, les hablé susurrando palabras que ellos no podfan enten- der porque no sabian ruso. Palabras, seguramente, de amistad, quiz4 de amor, cristiano o de otra clase, en fin, de amor humano. Pero, desde luego, eso no era lo que esperaban Zamfira e Iliescu de él; en realidad, no era una bendicién propiamente dicha. Darie levant6 bruscamente la cabeza y miré agitado a su alre- dedor. —jAhora lo recuerdo! -exclamé-. Recuerdo lo que me dije en un momento dado cuando, desasosegado por la fe y la esperanza de Zamfira, le supliqué: Bless our hearts, Ivan! Save our souls! Me dije que si fuera verdad, si Ivan, en el estado en que se encontra- ba, paralizado, casi mudo, agonizando al borde de un camino, si Ivan nos podfa salvar realmente, entonces es que escondfa un mis- terio impenetrable y estremecedor ya que, de un modo incom- prensible para mi mente, él representaba o expresaba al Dios desconocido, el agnostos theos, del que hablaba san Pablo. Si fue 0 no asi, jamas lo sabré. Porque nunca podré estar seguro de si su 81 Relatos fantdsticos bendicién o su amor tuvieron alguna importancia en nuestra existencia. La sefiora Machedon se aproximé a la estufa, la abrié y arrojé los restos de la lefia cortada ese mediodfa. —Parece que hace frio dijo. —Esté abierta la ventana del cuarto de bafio -explicé Adela-. Habja mucho humo y abri la ventana. -jNo nos interrumpéis! —grit6 Laura volviendo la cabeza-. Veamos lo que dice el doctor ya que esa idea del Dios desconoci- do aporta un elemento nuevo que no suponiamos antes. {Qué dice usted, doctor? Procopie volvid a encogerse de hombros y se pasé la mano por los labios, como tratando de esconder una sonrisa. -Es curioso que yo también me preguntaba a qué se asemeja- ba todo este suceso. Y es que se asemeja a algo que me parece co- nocido pero no consigo recordar a qué. El caso es que si hubiese sido una nueva epifania del Dios desconocido, no podria ser el agnostos theos de la Atenas de san Pablo. No se parece en nada a un dios imaginado por los griegos. Darie movié impaciente la cabeza. -Claro, claro. Pero hay todo tipo de dioses desconocidos. —Dejemos eso —lo interrumpié Laura-. Yo lamento una sola cosa: que no lograras explicarle a Ivan lo que entendfas por aque- lla expresién misteriosa: «una serie de evidencias mutuamente contradictorias». Darie se estremeci6 y la miré sonriendo con secreto fervor. —Creo que ha sido el més profundo, pero también més despia- dado, autoanilisis de cuantos he intentado en mi vida. Entonces sentfa que habfa intuido algo que me era inaccesible, que habia adivinado, jcdmo decirlo?, el mism{simo principio de mi existen- cia, y puede que no sélo de mi existencia. Sentia que habia adi- vinado el misterio mismo de toda existencia humana. Y esa ex- presi6n aproximada, «una serie de evidencias mutuamente contradictorias», era el primer intento de traducir el arcano que 82 Jean acababa de traspasar y estaba en vias de analizarlo y formularlo. Pero, evidentemente, como casi siempre ocurre en los suefios, ahora ya no recuerdo nada. Miré a su alrededor y le parecid que, salvo Laura y Procopie, los demas lo escuchaban, mas que nada, por cortesfa. Acababan de Hamarlos a la mesa cuando Laura intervino con su ultima pre- gunta y no tuvieron mds remedio que escucharlo, la mayoria de pie, algunos incluso junto a la puerta del comedor. También él habria debido levantarse y dejar bien claro que se habfa puesto punto final a la discusién, pero dirfase que un extrafio, aunque placido, cansancio lo tenia clavado en el sill6n. Sonrefa sin dar- se cuenta, tratando de comprender lo que le sucedfa. Laura lo tomé del brazo. —Vamos, que nos hemos quedado los tiltimos. Es tarde. * Sélo se levanté cuando noté que le tiraban del brazo con fuerza. -Es tarde, mi alférez -dijo Zamfira sonriéndole-. Se esté ha- ciendo de noche. Darie miré embobado en torno suyo y se puso a restregarse los ojos. Seguidamente, volvié a mirar pestafieando muchas veces e intentando volver a la realidad. Estaban en el maizal y parecfa que jamés hubiese ofdo tantas chicharras cantando a la vez. En- cima de ellos, el cielo se habia tornado més palido pero las estre- las atin no se vislumbraban. —jDénde esté Ivan? —pregunté Darie. —Descansando bajo tierra —dijo Zamfira—. Sdlo que no hemos podido ponerle una cruz. —Nos ha trafdo suerte —afiadié Iiescu-. ;La que ha cafdo aqui! Peor que anteayer en el puente. Y usted durmiendo como un tronco mientras nosotros andabamos dale que te pego. Zamfira alargé el brazo al otro lado del campo de maiz. —Volaban tan bajo los aviones alemanes que tenfa miedo de 83 Relatos fantdsticos que se engancharan las alas en las mazorcas. Ametrallaban el campo; crefan que habja rusos escondidos ahi. A nosotros nos dejaron en paz, que siguiéramos con la faena. Debieron de supo- ner que estabamos enterrando a alguno de los nuestros. ~Y desde alli —lo interrumpié Iliescu sefialando en direccién opuesta— empezaron los rusos con los morteros. Suerte que no llegaron hasta aqui. Tiraron lo que les dio la gana y, después, ya no se oy6 nada. O los ametrallaron los cazas, que serfan unos veinte, o cambiaron la direccién. Porque si los alemanes han en- viado tantos aviones, es seguro que por aqui se retira lo que ha quedado de su divisién. Ojala los hubieran enviado anteayer al puente —afiadié volviendo la cabeza y escupiendo con rabia-. No habria habido la matanza que hubo. Con un gesto breve, Darie se inclind y cogid su mochila. -Y ahora -dijo Zamfira ayudéndolo a echarsela a la espalda-, que sea lo que Dios quiera. Que si los rusos han cambiado la di- reccidn, nos han cortado el camino, y tendremos que colarnos a espaldas de ellos hasta dar con el batallon. —Pierde cuidado —lo interrumpié Iliescu-, que nos colaremos. Saldremos también de ésta. Llegaron a una senda ancha con el suelo lleno de bultos que parecia llegar hasta muy lejos a través de los campos de maiz. —He estado sofiando -dijo Darie sin mirarlos—. Estaba en Iasi, en invierno, con los amigos, y les hablaba de Ivan. —Ha tenido un suefio bonito —dijo Iliescu al ver que el silen- cio se prolongaba. -Si ha sofiado con Ivan, eso traeré buena suerte —afiadid Zamfira. —Lo més curioso era que el teniente decia que habia hecho mal, que habfamos perdido demasiado tiempo. Que si habfamos tenido lastima de él, habriamos debido matarlo de un tiro para que no su- friera, Pero que no tenfamos que haberlo llevado con nosotros. —Esas son las érdenes —dijo Iliescu-. Pero, ya ha visto usted, nos ha trafdo suerte. 84 Ivan -La verdad es que sf que nos dio faena -tercié Zamfira-. Es- tuvimos hablandole y contdndole cosas. Darie se paré en seco y paseé la mirada de uno a otro. ~jEh, muchachos! ;Son imaginaciones mias o hay aqui chi- charras a millones? Me han dejado sordo. -Si que hay chicharras, mi alférez -dijo Zamfira~. Hay mu- chas, pero en este tiempo siempre es asi. Debe de hacer mucho que no va al campo en verano. Darie se quité el casco y lo miré unos momentos indeciso. Después se volvié y reemprendié la marcha. —Curioso suefio —dijo tras un largo silencto-. No puedo en- contrarle sentido. {Por qué me habrd parecido a mf, en el suefio, que lo que iba a decirle a Ivan, aqui, hace unas horas, cuando me llamasteis vosotros, era tan importante? Es curioso, jverdad? ~pregunt6 volviéndose a Zamfira. —Suefios. {Quién puede entenderlos? —Los suefios también tienen su sentido, si uno sabe interpre- tarlos —dijo Iliescu. Darie mene la cabeza pensativo y apreté el paso. -No, estaba pensando en otra cosa, por eso decfa que era cu- rioso. Es curioso porque en suefios estaba convencido, por un lado, de que las pocas palabras que habia empezado a decirle a Ivan anunciaban ideas muy profundas que no alcancé a decirle porque me llamasteis vosotros. Pero, por otro lado, siempre en el suefio, no recordaba esas cosas tan importantes; sdlo me acorda- ba del principio: «una serie de evidencias mutuamente contra- dictorias». {Qué revelacién extraordinaria anunciaba esta expre- ion que ahora me parece bastante trivial y estilfsticamente imprecisa? Porque yo sé perfectamente a lo que me referia. Y si no me hubieseis llamado, le habria contado a Ivan al menos al- gunas de esas «evidencias mutuamente contradictorias». Por ejemplo, Laura, la chica esa de Iasi, tenia y tiene su modo propio de ser evidente. Pero no era solamente ella. Era, por ejemplo... . Era, por ejemplo, digamos, mi pasién por la filosoffa. 85 Relatos fantdsticos Se callé y se pasé la mano por el pelo. Después se puso a fro- tarse la frente, abstraido. -Es dificil dijo Zamfira—. Es dificil la filosoffa. -Es lo més diffcil -continué Iliescu-. Y es lo mas diffcil que hay porque no hay forma de entenderla. Darie se puso maquinalmente el casco. : -Lo més curioso —dijo con voz grave, casi severa— es que en- tonces, en el suefio, tenfa raz6n. Se me olvidd. Se me olvidé lo que iba a decirle a Ivan. Seguramente me inspirarfa, por decirlo asf, su presencia, su agonfa inveros{mil, ese ir apagéndose poco a poco, entre las cuatro paredes de su absoluta soledad. Segura- mente el ejemplo de Ivan me revelarfa mi propia condicién hu- mana aunque, por descontado, no me daba cuenta de ello. Sen- cillamente queria hacer lo que me dijisteis vosotros, hablarle, hablarle de lo que fuera, sélo para que no muriese... Se callé al observar que habfa dejado la senda y que ahora marchaba caminando trabajosamente en pleno maizal. Volvié la cabeza y vio a Zamfira unos pasos atras. -jEh, chicos! jSabéis vosotros acaso adénde vamos? Por aqui nos estamos metiendo mas y mds en el maizal. -El camino es por aqui, mi alférez —dijo Zamfira acercéndo- se—. Si fuésemos por la senda podriamos toparnos con alguna pa- trulla rusa. Sigamos por aqui, entre el maiz, hasta la medianoche y después, con la ayuda de Dios, salimos a la carretera por detras de los rusos y vamos tras ellos hasta que sea de dia. Después nos metemos de nuevo en el maizal a descansar. Iliescu estaba parado a unos pasos a la izquierda y les hizo se- fias con el brazo. —-Vayamos con cuidado. Dispersémonos para que no se mue- van las cafias de maiz. Eso hasta que sea bien de noche. Luego ya podremos ir més a nuestras anchas. Mi alférez, vaya usted en el centro, entre nosotros. Mire a izquierda y derecha y siga el movi- miento de las cafias. Cuando quiera descansar un momento para tecobrar alicnto, silbe suavemente y nos pararemos a esperarlo. 86 Ivan Darie reparé en que ahi las chicharras habian disminuido o tal vez fuera que, ante su proximidad, enmudecfan. Habfa oscu- recido pero no Ilegaba la menor brisa, el aire todavia era ardien- te y de las hojas secas de maiz que tocaban se levantaba un polvo asfixiante y amargo. Probé a meterse entre el maiz sin sacudir mucho los tallos pero la mochila y el fusil le estorbaban, se gol- peaba continuamente con los pelotones secos de tierra, a veces la hota se le quedaba atrapada en una mata con muchos vastagos y, al estirar la pierna, la arrancaba de raiz provocando una fuerte sa- cudida a la cafia que lo llenaba de polvo y menudas mariposas de noche le golpeaban el rostro. Al cuarto de hora oyé que le silbaban y se paré. Miré a dere- cha e izquierda pero no distingufa nada. Respiré hondo, eché la cabeza hacia atrés y volvié a encontrar el cielo. Estaba cuajado de estrellas y empezaba a despejarse. Respir lenta y profunda- mente y permanecié a la espera. En seguida volvié a oir el silbi- do y muy cerca, a su izquierda, la voz de Iliescu. -Vamos rapido, mi alférez. Asj estuvimos caminando hasta mas de medianoche. El can- sancio, el hambre y la sed no eran nada pero me preguntaba sin cesar lo que serfa de nosotros al amanecer 0 al otro dia 0, en el mejor de los casos, al siguiente. Desde que nos metimos en el maizal tuve la impresién de que estébamos retrocediendo, que volvfamos al puente de donde habiamos escapado con vida de milagro un dia antes. Comprendf que ya no podiamos entrar en la aldea si la hipdtesis de Zamfira era justa, es decir, si los rusos habfan cambiado la direccién después del ataque de la aviacién ilemana. El grueso de la columna rusa habrfa abandonado la ca- rretera principal y se habria dispersado por las aldeas del contor- no. Pero no entendia por qué teniamos que retroceder hacia el puente. Desde luego, me fiaba mas de su sentido de la orienta- 87 ¥ Relatos fantdsticos cién. Ambos estaban seguros de que ibamos en la direccién bue- na. Zamfira me habia advertido que tendrfamos que colarnos de- tras de los rusos pero en lugar de ir tras ellos, tenia la impresién de estar retrocediendo. —jEsperamos a los demas 0 continuamos? —pregunt6 luego de volver la cabeza hacia los abetos que crecian diseminados entre las rocas—. No se ve a nadie. ~Yo digo esperarlos -dijo Arhip apoyando la cabeza en el ma- cuto-. Si le soy sincero, esta ultima pared me ha agotado. Hace muchos afios que no habfa hecho esta ruta. Subja a Piatra Craiu- lui por Omul. Habja olvidado que la subida por aqui era tan abrupta. Ademés, me gustarfa ofr el fin de la historia. Me ha pi- cado usted la curiosidad. Darie sacé su paquete de cigarrillos. —Ni que decir tiene que Laura estd convencida de que, de una manera u otra, Ivan nos bendijo y que su bendicién nos tra- jo suerte. -No encienda el cigarrillo. Espere un poco. Atin est4 cansa- do. A usted también le ha cansado la subida. -Lo més curioso -continu6 Darie guarddndose el paquete en el bolsillo— es que ni un solo instante me pregunté lo que anda- tia buscando alli Ivan, gravemente herido y solo en medio de los campos de maiz, donde no habia habido lucha, un lugar que los cazas alemanes atin no habfan empezado a ametrallar. (Quién pudo haberle causado esa herida tan grave que no se podia mo- ver y apenas si podia mover los labios? {Cémo es que no perdid més sangre? Porque la tierra, a su lado, estaba casi seca. ;Y dénde estaban su fusil y su mochila? En el bolsillo del pantalén s6lo te- nia una pistola y descargada. Nada mas, porque lo registré Zam- fira. Esperaba encontrar algo, un documento de identidad, una carta, una foto. Como estaba seguro de que nos habia bendecido, querfa saber su nombre para comunicdrselo més tarde a su fami- lia y decirle dénde lo habfamos enterrado. Pero no hallé nada. Y ninguno de nosotros —agregé tras una pausa y sacando otra vez el 88 a i Ivan paquete de cigarrillos—, se pregunt6 qué andaba buscando allf Ivan, cémo habia llegado hasta allt. -Cada mundo tiene su estructura y su légica. Como usted sabe perfectamente, las contradicciones y las inconsecuencias son de dos tipos: uno, las evidentes en el interior mismo del siste- ma de referencia; y dos, las que se nos muestran como tales con- tradicciones e inconsecuencias Gnicamente cuando las miramos desde fuera del sistema. Darie lo escuchaba meditabundo, fumando abstrafdo. -Es curioso —dijo tras un silencio, pero ahora que lo observo mejor me doy cuenta de lo mucho que se parece a Ivan. A pesar de que, aparentemente, no tiene nada de Ivan. Pero repito y su- brayo, sdlo en apariencia. Athip levanté la cabeza del macuto y lo miré, dirfase que por vez primera, serio y con interés. —Podria decir que esperaba esa observacidn —dijo sonriendo-. En cierto modo, usted todavia esté obsesionado por el misterio de Ivan y, consciente o inconscientemente, trata por todos los medios de penetrar en el secreto, de descifrar el mensaje. Pero como Ivan le es inaccesible, no porque haya muerto sino porque cuando estaba vivo casi no podia hablar, y las pocas palabras que pronunci6 estaban selladas para usted con siete sellos porque no sabia ruso como Ivan le es inaccesible, intenta encontrarlo en to- dos los desconocidos con quienes se encuentra. La tiltima perso- naa la que ha conocido, hace muy poco, cinco o seis horas, soy yo. Asf que lo entiendo muy bien, iba usted a preguntarme lo que yo creo que sucedié en la mente de Ivan. No me molesta. Pre- gdnteme y trataré de responderle. Darie rié un tanto confundido, seguidamente se encogiéd de hombros y volvié la cabeza buscando una piedra en la que apagar la colilla. —Ustedes, los tecndlogos, socidlogos y sicdlogos, son una gente muy rara. Pero no creo que las cosas sean siempre tan simples como ustedes las ven. Para ser muy sincero, cuando le dije que se parecia 89 Relatos fantdsticos a Ivan, lo que me desazonaba més de ese repentino descubrimiento no era la esperanza de adivinar, a través de usted, lo que pas6 por la mente de Ivan, sino la esperanza de que esa homologacién simbéli- ca de usted con Ivan me permitiera a mf encontrar el contexto de aquella misteriosa formula, «una serie de evidencias mutuamente contradictorias». La férmula que yo le dije a Ivan para explicarle lo que me habia pasado después del 8 de noviembre y en la que en- tonces me parecfa haber descubierto, como en una sencilla ecua- cién de primer grado, el secreto de la condicién humana. ~jAtn estan hablando de Ivan? -les pregunté Laura surgien- do a sus espaldas—. ;Adénde han llegado? -iY té por dénde has venido? -le pregunt6é sorprendido Da- tie-. {Cdmo es que no te hemos visto? —He estado de compras —dijo Laura sentdndose con un suspi- to de alivio—. Estoy rendida. —jD6nde estan los otros? -pregunté Darie volviendo la cabeza. ~Vienen dentro de un momento. Adela se detuvo en el quios- co a comprar el periddico y el doctor, mi madre y los demés fue- ron a casa de los vecinos a ver si nos prestaban un poco més de lefia. Esté empezando a hacer frio y parece que va a nevar. Darie advirtio que estaba acariciando con las dos manos el respaldo del sill6n y sonrié misteriosamente. —Tendrds que revelarme a mf también un dia la historia de este sillén. Tengo la impresién de que, siempre que recuerdo a Ivan o, para ser mAs exactos, siempre que me acuerdo de él en este sillén, 0 estoy sofiando o me despierto de un suefio. —Esta vez no ha sido ni una cosa ni otra -lo interrumpié Arhip. —{Qué quiere decir? -le pregunté Darie inquieto, miréndolo fijamente. Arhip se encogié de hombros. —jCémo podria decirse de otra forma? Probé usted con la fér- mula «una serie de evidencias mutuamente contradictorias», pero no parecia muy entusiasmado. Entonces, sigamos buscando, sigamos buscando —dijo mientras se alejaba. 90 Ivan Lo vio alejarse, molesto y furioso a un tiempo por no poder afadir ya nada. —Alors, nous sommes foutus! —musitd—. Il n’y a plus d’espoir. Foutus pour l’éternité! -Nous sommes foutus! -repitid Darie entre dientes cuando Zamfira le hizo sefias para reanudar la marcha-. Foutus pour l’é- ternité! Salieron a un ruinoso camino de ruedas salpicado de hoyos que serpenteaba entre los maizales. De nuevo volvié a ofrse el griterfo de las chicharras que parecéa estallar por todas partes. Una vez fuera de los maizales se quitaron los cascos. Darie lo lle- vaba en la mano y los demas colgando de las mochilas. En el cie- lo estaban empezando a brillar las primeras estrellas pero atin no se notaba el frescor de la noche. -No diga nada mis, mi alférez —dijo Zamfira-. Debe de estar cansado. —Ahora que ya es mds de medianoche podemos hablar sin miedo ~afiadié Iliescu-. Hasta que Ileguemos a la carretera. Alli tendremos que ir con mucho tiento. Darie se encontré el pafiuelo en el bolsillo superior de la gue- Irera y se puso maquinalmente a secarse la cara y la frente. ~jEh, chicos! jEst4is seguros de que éste es el camino? -Es éste, mi alférez -lo tranquilizé Zamfira—. Fijese en las es- trellas. Lo tinico que hemos hecho es dar un rodeo para no ir a parar a la aldea pero, por lo demas, vamos bien. Vamos detras de los rusos. Darie eché una ojeada a la esfera fosforescente del reloj. —Ahora es la una menos veinticinco. Si llegamos pronto a la carretera y todo sale bien, podemos marchar hasta las cuatro, mas o menos. Luego, segtin decis, tendremos que escondernos otra vez en los maizales. Pero si a diez o doce kilémetros empie- 91 Relatos fantdsticos zan los campos de trigo, avena, colza 0 yo qué sé qué diablos... iCémo vamos a escondernos all? —Pierda usted cuidado, mi alférez dijo Iliescu-. Yo ya estuve por aqui la primavera pasada, cuando empezaba a brotar el trigo. Toda Ucrania es asi como la ve usted: kilémetros y kilémetros de maiz, luego trigo, centeno o lo que sea, otro montén de kiléme- tros, y después otra vez maiz. —Con el agua lo vamos a tener més dificil -agreg6 Zamfira-. A lo mejor nos pasamos uno o dos dfas sin encontrar agua, algtin pozo abandonado por el campo o alguna charca. Al principio serd duro pero con la ayuda de Dios saldremos de ésta. Yo conoz- co yerbas y, ademas, hay también raices y podemos encontrar un maiz crudo de leche. Saldremos de ésta, pierda cuidado. —De comer, comeremos lo que comimos anoche ~tercié Ilies- cu-. Maiz. La pena es que esta un poco pasado y no podemos ha- cer unas brasas para cocerlo, pero asi también esta bueno. Mata el hambre. Darie iba a meterse el pafiuelo en el bolsillo en el momento en que el pie se le hundié en un hoyo. Iba a caerse, con la mo- chila que se le resbalé hasta la nuca, cuando Zamfira lo agarré del brazo. —jSanto Dios! ;Que si se disloca un tobillo precisamente aho- ra, menudo conflicto! —Cuando uno mete el pie en un hoyo y no se cae, dicen que es buena sefial -recordé Iliescu. Darie se metié el pafiuelo en el bolsillo. -Y hablando de hoyos -dijo sonriendo-, hace tiempo que querfa preguntaros por qué trabajasteis como negros para cavarle a [van una tumba tan suntuosa, quiero decir, tan grande. -No era grande, mi alférez —dijo Zamfira-. Una tumba de cristiano, como todas las tumbas. —Cuando empezasteis a cavar estabais a mas de dos metros el uno del otro. Cualquiera dirfa que ibais a enterrar a una patrulla entera. 92 Ivan Y se eché a reir de buen humor, como si la sed y la fatiga hu- hiesen desaparecido como por encanto. Ellos también se rieron aunque Darie comprendié que refan mds que nada por darle gusto. -jNo lo permita el Seftor! -dijo al cabo Zamfira-. Pero sepa que no tenfa dos metros. ~Ahora que lo pienso —dijo Iliescu, usted no podia verlo, mi alférez, porque se habia metido en el campo de maiz. —Eso fue mas tarde, cuando vi acercarse a los aviones alema- nes. Pero en cuanto los avisté y of los morteros rusos, os vi cavar a vosotros. Lo recuerdo muy bien. —Que se lo diga Zamfira. Que se lo diga él cémo fue. Sélo es- tabamos tentando la tierra con las palas y, cuando vimos los pri- meros aviones alemanes, les hicimos sefias porque habian empe- zado a ametrallar la orilla del maizal. Y fuimos a buscarle para ver si le habian herido. Le encontramos en el sitio en que lo desper- tamos mds tarde. Lo dejamos descansar y, en seguida, volvimos a cavar la tumba. Cuando paso la segunda oleada de aviones, al cuarto de hora, la tumba ya estaba lista y les hicimos sefias de le- jos con las palas, pero ellos nos habfan visto y no ametrallaron el sitio donde estabamos nosotros. {No fue asi, Zamfira? —Asi fue, como dice Iliescu. Darie volvié a reir. ~Tanto mejor. Eso significa que habia empezado a sofiar antes de dormirme. Ya me pas6 otra vez. Luego se call6, ensimismado. Un cuarto de hora mas tarde, Iliescu se adelanté, agachdndose ligeramente pues las cafias de maiz empezaban a escasear y eran menos altas. Les hizo sefias con la mano para que se acercaran con cuidado. ~Hemos llegado al campo. La carretera debe de estar enfren- te mismo de nosotros y no muy lejos. Déjeme a m( ir delante, mi alférez. 93 WwW Relatos fantdsticos Llevaban dos horas de marcha dispersos por el campo. En- contraron en seguida la carretera pero la atravesaron a toda prisa pues a sus espaldas se ofa avanzar hacia ellos, con los faros en- cendidos, una interminable columna de camiones rusos. La no- che era limpida y fria. El cielo parecia haberse acercado de re- pente fulgurante de estrellas, con una tinica nube transparente flotando a lo lejos, delante de ellos, hacia el poniente. A ratos les Ilegaba una ligera brisa de aire oliendo a hierba seca y a gasolina. Divis6 de lejos el arbol solitario y le dio un corto silbido para que se dirigiese allf a descansar. Pero Zamfira le hizo sefias con el brazo de que siguiese adelante, detras de él. —Nous sommes foutus! —mascullé Darie. Le habria gustado poder escupir, como Iliescu, pero tenfa la boca seca y en ese momento sintid, con sorpresa y casi con mie- do, que, de improviso, le habia entrado frio. Probé a acelerar el paso pero apenas advertfa a la velocidad con la que marchaba. De repente, se dio cuenta de que iba corriendo con el fusil en la mano derecha y llevando en la izquierda la mochila para que no le saltara en la espalda. Se detuvo cansado y respiré hondo varias veces. —{De qué se ha asustado, sefior fildsofo? -oy6 que le pregunta- ban en un murmullo de voz. Volvié sobresaltado la cabeza y sus ojos tropezaron con Pro- copie. Estaba esperandolo sonriente junto al arbol y con el perro a su lado. —{De qué se ha asustado? —le pregunté al ver que Darie se ha- bia quedado con los ojos clavados en él. i —jQué hace usted aqui, doctor? ¢Cémo ha llegado hasta aqui? El cansancio se le fue por ensalmo y se acercé rapidamente a él, fortalecido. —jDénde esta su unidad? —volvio a preguntar cuando estuvo frente a él. En ese momento se dio cuenta de la confusién y traté de ex- cusarse, corrido. 94 Ivan -Es de noche y no le he reconocido. Usted es el sefior Arhip. Pero no entiendo lo que hace aqui. jSigue buscando la férmula, la sigue buscando? El otro lo miraba con la misma sonrisa serena y al tiempo ird- nica. -Yo le he hecho una pregunta, sefior fildsofo, y veo que no quiere responder. Me decfa que éramos indestructibles. Enton- ces, jpor qué se ha asustado? ~jlvan! ~susurré Darie. —No me llamo asf, pero no me molesta. Llameme como quie- ra. Llémeme Ivan. Darie avanz6 un paso mas hacia él. ~Asf pues, sabia rumano y no nos dijo nada. jBien nos hizo sufrir! ~Ahora entendemos todos los idiomas —lo interrumpié Ivan—. Pero ya no importa, porque ya no los necesitamos. Sin embargo, decia que éramos indestructibles. No debié asustarse. Darie se pasé azorado la mano por la frente. -No me asusté. De pronto, sent frfo sin saber por qué y eché a correr. Eso fue todo. Ivan se le qued6 mirando fijamente, con simpatfa, y sonrié de nuevo. —Me dijo unas cosas muy bonitas hace un rato, ayer, anteayer © cuando quiera que fuera. Me gusté especialmente porque ha entendido, tan joven, que somos indestructibles. ~Conque lo ha entendido todo —-murmuré Darie. —Lo que no he entendido ha sido su desesperanza, sefior filé- sofo, su miedo a no descansar nunca. ;Y para qué quiere descan- sar? Si apenas hemos empezado. {Qué es lo que tenemos a nues- tras espaldas? Puede que ni un millén de afios, quiz ni eso. Si empezamos a contar desde el homo sapiens, sdlo unas cuantas de- cenas de miles de afios. Y mire lo que hay delante de nosotros: imillardos y millardos de afios! Darie lo escuchaba sorprendido y pensativo. 95 Relatos fantdsticos —Millardos de afios -repitié en voz baja—. Lo sé, lo sé, ;pero qué vamos a hacer con ellos, con los millardos de afios? —Insuflar vida a la tierra y después al sistema solar, a las gala- xias y a todo lo que pueda haber por alli y que todavia no sabe- mos. Insuflarles vida, es decir, traerles a la vida y despertar el es- piritu que yace alienado en toda vida. Bendecir toda la creacién, tal y como les gusta decir a algunos de ustedes. ~Conque Zamfira tenia razon. Nos bendijo también a nosotros. -S{fy no. Como muy bien decfa el doctor Procopie... —jPero de qué conoce usted a Procopie? Ivan lo miré con curiosidad, casi con sorpresa, y luego sonrié levantando los hombros. —Ahora lo sabemos todo. Mas exactamente, todo lo que nos interesa. Y usted me interesa porque tuvo compasién de mi y me habl6. Y también me interesan Zamfira e Iliescu porque se mo- lestaron en Ilevarme a la aldea y luego me enterraron. Me habria dado absolutamente lo mismo que me enterraran o no, pero me conmovi6 su intencién. Darie se puso a pasarse la mano por la frente. -jLos muchachos! -murmuré-. {Dénde estaran los mucha- chos? —Estdn alla, en el campo, esperandole. No pase cuidado, estan descansando también. Por otro lado, no voy a retenerle mucho porque he de seguir mi camino en seguida. Pero queria que vol- viésemos a charlar un rato. Nos hemos visto tan poco tltima- mente... Al borde del maizal, pero entonces no nos reconocimos y no pudimos hablar, en casa de la sefiora Machedon, luego en el monte, en Piatra Craiului... Hubo un tiempo en que nos vefamos mas a menudo. Darie reparé en que estaba riéndose. —Lamento contradecirle —dijo azorado-, pero estoy seguro de que se equivoca. A Procopie y a Arhip los he conocido hace poco pero a usted me lo encontré ayer 0 anteayer, como deca, al borde del maizal. 96 ter cet: Ivan —Nos conocemos desde hace mucho, ni me atrevo a decirle desde cudndo. Pero solamente nos reconocemos cuando ya es de- masiado tarde. Darie lo miraba fijamente, concentrado. Y, como solfa hacer cuando una discusién le interesaba, se llevé automaticamente la mano al bolsillo para sacar el paquete de tabaco. Pero en esta ocasién el ademan le basté. —Creo que entiendo lo que quiere decir -musit6 moviendo la cabeza-. En el fondo, una vida, una existencia humana entera se puede desarrollar, cumplir y concluir en varios meses, a veces, in- cluso en menos tiempo atin. -Y, es curioso, las mismas cuestiones se repetfan una y otra vez en nuestras discusiones. Por ejemplo, la serie de evidencias mutuamente contradictorias. Cudntas veces y en cudntas len- guas me habra hablado de ello. —Lo més grave es que ya no me acuerdo de lo que querfa decir con eso. M4s concretamente, no me acuerdo de la continuacién. Habfa empezado la frase y me disponia a presentarle un sistema entero cuando me llamaron los muchachos y perd{ el hilo. —Dijo todo lo que habfa que decir. Lo que habfa que decir por el momento. El resto ya lo diré mds tarde. Ya me lo ha dicho y ya vera cémo a usted también le gustard cuando lo descubra de nuevo. Lo miré con afecto y al mismo tiempo con ironia, casi provo- cador. -Al escucharle, Ivan, tengo la impresién de escuchar a Ar- hip. La altima vez que hablé con él —jCudndo fue eso? {Hace cientos de afios? ;Hace meses? {En qué vida? No me interprete mal. No se trata de tiempo, sino de la diferencia de nivel entre las evidencias mutuamente contradicto- rias, como le gusta decir a usted. Siento haberle interrumpido. Ya le interrumpi una vez, ahora no lo recuerda, porque la diferencia de nivel entre las evidencias es demasiado grande, pero le inte- trumpf precisamente cuando se disponfa a explicarnos en qué sentido habia usado la expresién agnostos theos. Usted tenia ante 97 Relatos fantdsticos sf, como en una pantalla interior, la imagen de Ivan en cierto modo enterrado en su propio cuerpo. Y queria decir que asf se muestra a veces Dios, el Espfritu Supremo, capturado, encerrado por la Materia, cegado, alienado, ignorando su propia identidad. Pero qué clase de Dios era ése? Desde luego, no el Dios de san Pa- blo ni tampoco el de los griegos. Usted pensaba en los mitos gnés- ticos, en las concepciones indias sobre el Espiritu y la Materia. —Por supuesto, por supuesto. Eso lo subray6 también Proco- pie. ~Y, a pesar de ello, algo habia de cierto en la comparacién de usted, pero tinicamente si contemplamos las cosas desde una perspectiva completamente diferente. El Espiritu esta siempre ca- muflado en la Materia, pero su raz6n de ser alli (si esta preso o se halla provisionalmente porque estd activo y asf sucesivamente) la sabra més tarde. Por otra parte, éste es el Enigma, asi, con ma- ytiscula, al que nos tenemos que enfrentar todos, la adivinanza que se plantea de modo inexorable a todos los hombres: c6mo reconocer al Espiritu si esté camuflado en la Materia, es decir, si, en el fondo, es irreconocible. Y asf somos también nosotros, todos nosotros, sefior filésofo, no sdlo indestructibles, como usted de- cfa, sino también irreconocibles. Pero veo que le esperan —dijo volviendo la cabeza. En el claroscuro que presagiaba el alba, Darie vio a unos vein- te metros, en pleno campo, una silueta familiar que, no obstante, no lograba identificar. Mucho més lejos, en direccién a la carre- tera que habja atravesado esa misma noche, se entrevefan grupos aislados avanzando lentamente, como si titubeasen. -Yo también tengo que irme —dijo lvan—. A mi también me estan esperando allt. Sefialé con el brazo hacia levante pero aunque Darie escudri- fid atentamente el horizonte no vio nada. El perro habfa echado ya a andar sin prisa, con la cabeza gacha, y entonces Darie lo re- conocié y sonrié feliz. Se lo sefialé a Ivan. El le ha reconocido. El ha sido el tinico que le ha reconocido. 98 Ivan —-Inténtelo usted también, sefior filésofo dijo Ivan serio, mi- randolo fijamente a los ojos-. Inténtelo la préxima vez. {Cudndo sera? ;Y donde? {En algun salon de lasi, en Tokio, en el monte, en un hospital 0 en otro planeta? Si yo lo reconociese antes, le ha- rfa sefias, peto yo no lo reconoceré tampoco y si, no obstante, lo reconociese y le hiciese sefias, no me entenderfa. Esta es la his- toria, sefior fildsofo. Somos irreconocibles tanto ante nosotros mismos como el uno ante el otro. Se puso a caminar despacio, como sumido en sus pensamien- tos, y al ver que Darie lo seguia se detuvo. - Io -afiadié sonriendo-, éste es nuestro camino. El suyo es por allf. -Y alzé el brazo hacia el poniente-. Dése prisa. Estan es- perndole. Le hizo un breve gesto de saludo, dio la vuelta y se volvié al campo, caminando despacio, precedido por el perro. * De pronto, se acordé de Zamfira y de Iliescu y apreté el paso. Notaba que de un momento a otro iba a hacerse de dia ya que ahora la campifia se vefa con bastante claridad, extendiéndose, interminable, por todas partes. El cielo estaba turbio, sin estrellas y se parecfa mas a la niebla de montafia. Y, de sopeton, al acer- carse al Arbol, sus ojos tropezaron con el teniente. -No le he reconocido hace un momento, mi teniente -dijo azorado-. Atin estaba oscuro. -No tenfa prisa. Le he ofdo hablar y lo que decfa me interesa- ba también a mi. Ha aprendido muchas cosas de Ivan. Quizé él también haya sido filésofo. Pero, en adelante, hemos de darnos prisa. Nos estan esperando los demas. Se marcharon los dos en direcci6n a la carretera. -En realidad, jde qué me he asustado? -exclamé de pronto Darie-. Hace mucho que sabfa que éramos indestructibles. Sin embargo —dijo caviloso tras una pausa-, sin embargo... 99 Relatos fantdsticos Entonces reconocié la seccién y se detuvo sin poder disimu- lar su emocién. —Asi que viene usted también, mi alférez —dijo Manole son- riendo-. Como ve, nos hemos reunido todos de nuevo, casi todos. En ese momento volvid a acordarse de Iliescu y Zamfira y giré la cabeza. —jMuchachos! —murmuré turbado. —Se han adelantado -lo tranquilizé el teniente-. Cada uno vuelve a casa como puede —afiadid melancélico—. Nosotros nos dirigimos primero al rio, estamos concentrandonos alli. Darie advirtié que todos Ilevaban ya un tiempo de marcha pero no comprendia cuando se habian puesto en movimiento. Se encogid de hombros de buen humor, aceleré el paso y se unié. a la seccién. No los ofa hablar, si bien sabia de lo que estaban hablando porque entendia lo que se decian entre ellos. El cielo seguia igual de turbio pero habjfa suficiente luz, y allf adonde mi- taba, al frente, atrds, a izquierda o a derecha, descubria otros grupos dispersos marchando en silencio con el mismo paso me- dido que, sin embargo, le parecfa incomprensiblemente rapido. Se detuvo varias veces a mirar atr4s. Hasta donde pudo abarcar con la vista, la campifia parecfa ser la misma, extendiéndose in- terminable bajo el cielo brumoso y turbio, con unos cuantos 4r- boles solitarios a gran distancia unos de otros. Y le parecié raro no off ni pajaros ni aviones, ni siquiera el sordo traqueteo de los camiones rusos que no hacia mucho habfa visto pasar por la ca- rretera. —Esto es Ucrania -oyé que decfa muy cerca de él el teniente-. Serd bonita para ellos porque es su tierra. Pero ya verds lo que ser4 cuando Ileguemos a casa. —jQueda mucho? —pregunté Darie. Y en ese momento advirtié que habfa hecho una pregunta sin sentido porque sabfa que, en cierto modo, ya estaban alli. Hubie- se querido reir y pedir disculpas cuando lo oy6 hablar. Falta y no falta. Hasta el rfo ser duro, segtin dicen. Pero, ya 100 Ivan sabes, nuestra divisién es de Oltenia. Los hombres quieren vol- ver a casa, cada uno a su pueblo. A descansar. ~Pero después, mi teniente, {qué pasard con nosotros cuando lleguemos a casa, unos a Iasi, otros a Bucarest 0 los de mas alld a Oltenia? Pues, como le he dicho, somos indestructibles. Eso se lo decfa a Ivan y me daba la raz6n. Y también se lo he dicho a Zam- tira y Zamfira, a su manera, Zamfira e Iliescu... Se callé de repente al verlos unos veinte metros delante de él, marchando lentamente con un inmenso esfuerzo pues Ilevaban al herido sobre los fusiles y el camino que bordeaba el maizal es- taba sembrado de hoyos y se ahogaban con el polvo ardiente-de ese mediodfa de verano. Corrié tras ellos y les grité: -jEh, chicos! jEstais locos, locos de remate! jEstais empezan- do otra vez? {No tuvisteis bastante con Ivan que ahora habéis en- contrado a otro? Se acercé a ellos y se qued6 yerto al verse tendido sobre los dos fusiles, con un pafiuelo Ileno de sangre en la cara, con la gue- trera desabrochada dejando al descubierto la camisa ensangren- tada y desgarrada. —jQué ha pasado? -musité—. {Qué me ocurre? En ese momento se detuvieron y, con cuidado, lo colocaron al horde del camino. Zamfira se santiguo. —Gracias a Dios que ha recobrado el conocimiento, mi alférez -susurr6 exhalando un hondo suspiro. —Ya te lo decfa yo —lo interrumpié Iliescu-. Ha sido el vodca de Ivan. —Hemos tenido suerte -continu6é Zamfira— de pillarlos dur- miendo y borrachos y de haberles quitado todo lo que hemos po- dido, agua, vodka y tabaco. ~Pero jqué me ha pasado? —pregunt6 con un hilo de voz Da- tie, asustado—. {Me han herido? —Mala suerte -le explicé Zamfira-. Tropezd, se cayé y se le disparé el fusil. La bala le entré por el sobaco. Una tonterfa pero se desmayé y hasta que lo encontramos perdié mucha sangre. Si 101 Relatos fantdsticos le hubiésemos hecho un torniquete en el acto, esto no hubiese sido nada. Darie mir6 a su alrededor. Se hallaban entre los campos de maiz, al borde del camino, y sobre ellos flotaba el mismo polvo fino y Aspero, sofocante, que parecia conocer desde siempre, pero ahora era mas ardiente que nunca. Con la mano valida buscé en el bolsillo el paquete de tabaco. Lo encontré roto y chafado pero Iliescu le tendié uno de sus cigarrillos rusos, esper6 a que cogiese uno y después se lo encendié. -Eh, muchachos —dijo tras dar unas bocanadas-, vosotros sois un par de tipos estupendos y leales y os habéis tomado un gran trabajo conmigo. Ahora ofd lo que voy a ordenaros: tenéis que obedecer porque va a ser mi tltima orden. Se interrumpié y dio una chupada al cigarrillo para esconder su emocidn. —Somos soldados —continué—. Todos hemos visto la muerte. Yo, al menos, puedo decir que la he visto bien de cerca. Os lo digo con toda sinceridad, no tengo miedo a la muerte. Por otro lado, os confesaré una cosa: yo no tengo suerte, a mf, desde que me conozco, me persigue el mal fario. Si -intervino Laura-, bast6 que les hablase de la mala suerte y el mal fario para que los dos lo hicieran callar a un tiempo levan- tando asustados el brazo, como si hubiese dicho una blasfemia. Ademés, tenfan razén —afiadié volviendo la cabeza para mirarlo-. Pues nos conocfamos desde hacia tres afios y éramos, en cierto sen- tido, novios. Si el sefior fildsofo Ilama a eso mala suerte y mal fario... -El hecho es que no querfan obedecerme cuando les pedf que me pegaran un tiro o que me cargaran el fusil y me lo dieran a mi. Les dije que, si se empefiaban, les permitfa cavarme una fosi como la que le cavaron a Ivan. Y qué no les propuse... Que nos quedasemos charlando hasta el anochecer para explicarles lo que tenfan que contar en Iasi cuando llegasen, con quién tenian que hablar primero... Intitil. Y entonces, temo que perdf los estribos y me puse a amenazarlos. 102 Ivan Cogié el segundo cigarrillo e Iliescu se lo encendié con gesto humilde y los ojos himedos. —Vais a ir a un consejo de guerra —dijo con voz inusitadamen- te firme-. Si llegamos al batall6n pediré inmediatamente que os envien a un consejo de guerra por desobedecer las érdenes e in- sulto a un superior. —Serd lo que Dios quiera -dijo Zamfira sin atreverse a levan- tar la mirada-. Allf también hay almas buenas, en el consejo de yuerra. Les diremos que hemos cumplido con nuestro deber. —Que usted habfa perdido mucha sangre y tenfa calentura y que a lo mejor por eso nos pidid que le cargdsemos el fusil, que la debi- lidad, el cansancio y el hambre le habfan trastornado el juicio. Darie los miré otra vez enfurecido, luego tiré el cigarrillo y se levant6. Se dirigid resuelto hacia el teniente. —jQué hacemos con ellos, mi teniente? No quieren obedecer las érdenes. El teniente se le quedé mirando fijamente como si tratase de reconocerlo, luego se alzé de hombros y siguié adelante. Darie aceleré el paso y lo alcanz6. ~Yo soy Darie, mi teniente, el alférez Darie Constantin, de su compafifa. Me conoce bien. Estuvimos hablando anoche en el campo, después de separarme de Ivan. El teniente se detuvo y lo miré con afecto pero también con severidad. —Darie —dijo despacio y subrayando las palabras-, después de seis dias de fuego, deberfas saber lo que significa una orden. ~Y esa frase me parece la mas diffcil de entender —intervino nuevamente Laura—. {Qué habré querido decir eso de que «debe- rias saber lo que significa una orden»? * —Calle Toamnei, ntimero 11, Iasi. {Calle Toamnei, nimero I, Iasi! {Cudntas veces no les habré repetido esa direccién por 103 Relatos fantdsticos miedo a que la olvidaran o a que la confundieran con tantas otras direcciones que les habfan susurrado otros heridos a la hora de la muerte en los tiltimos meses! Pues para ellos ya era su segundo afio en el frente y habian formado parte de no sé cudntas seccio- nes, diezmadas una tras otra, hasta julio en que, de los restos, se formé la que mandaba yo y que, a su vez, resultaria diezmada sdlo a los seis dias de fuego, como decfa el teniente. Iasi, calle Toam- nei, némero 11, nimero 11... —Casa de la sefiorita Laura movi la cabeza sonriendo Zam- fira—. Pierda cuidado, mi alférez, que si llegamos nosotros antes que usted, lo primero que haremos seré ir allf. Y le diremos que pronto, muy pronto, ird usted, y lo hard con los galones de te- niente. -Eso no se lo digais, no le digdis nada de galones. Decidle lo que yo os he pedido. De pronto sintié que le abandonaban las fuerzas y se miré el brazo herido. Le parecia que sangraba continuamente, a veces te- nia la sensacién de que la hemorragia habfa empezado hacia mu- cho, que, debajo de la guerrera, estaba bafiado en sangre y espe- taba ver regueros de sangre caliente corriendo por el suelo. -Si no os acordais de todo —dijo al rato a media voz-, decidle al menos lo esencial. Que aunque sdlo nos conocemos desde hace tres afios, nos hemos conocido desde siempre y hemos sido felices desde el principio del mundo y asf lo seremos hasta que se apague la ultima estrella de la tiltima galaxia. Acordaos bien de lo que voy a deciros ahora porque esto es lo més importante. De- cidle que el tilo que nosotros sabemos, en Iasi, ese tilo nos ha bas- tado. La primera noche, cuando nos paramos alli, se quedé con nosotros y asf permanecerd, nuestra noche, hasta el fin del mun- do. El tilo jamas se despojard de sus flores. No puede ya despojarse de ellas. Es nuestro y todo lo que es nuestro no esté en el tiempo, no tiene duraci6n... —Se lo diremos, mi alférez —lo tranquiliz6 Zamfira mojando cl pafiuelo y secdéndole con sumo cuidado los labios, la cara y li 104 Ivan frente-. Pero ahora descanse, que ya estén empezando a salir las estrellas y en cuanto sea media noche tenemos que continuar la marcha. Como de costumbre, estaban escondidos en el maizal, bajo el polvo fino y amargo que olfa a humo, hablando en voz muy baja pues sdlo se atrevian a elevar el tono cuando los ensordecfa la al- garabia de las chicharras. ~Es extraordinario cémo resistieron tantos dias —dijo Laura—. Y es inimaginable cémo lograron colarse entre las tropas rusas, cémo consiguieron encontrar agua y hasta vodca para lavarle la herida, y que siempre tuvieran qué comer. -Maiz pasado, rajces y algunas galletas -dijo Darie sonrien- do-. Al quinto dfa un pedazo de chocolate que encontré Iliescu enel bolsillo de un soldado aleman muerto. Pasaban convoyes de prisioneros por la carretera, habfa muchos heridos que se cafan y se quedaban tirados al borde de la carretera hasta que Dios 0 al- gin centinela del convoy siguiente se apiadaban y dejaban de su- frir. Iliescu habia aprendido donde buscar y encontrar cosas Uti- les: agua, galletas, cerillas 0 tabaco. Lo tinico que no encontraba era pan. —jCémo es que no se perdieron? -exclamé Laura-. ;Cémo consiguieron después de tantos dias no darse de bruces con la gente de la aldea? La cosecha del majfz ya habfa empezado. —Desde luego que tuvimos suerte. Pero Zamfira tenia instinto de fiera salvaje, parecfa notar de lejos la cercanfa del hombre y nos ocultébamos inmediatamente. Nos quedamos escondidos un dia entero metidos dentro de un montén de heno y ofamos tra- bajar a las mujeres a unos centenares de metros de nosotros. Pero lo que més me torturaba era mi accidente. No sé cémo lograron transportarme durante tantas noches, unas veces sobre los fusiles y otras en un capote ruso. Ya no me acuerdo. Seguramente me desmayarfa o estarfa tan agotado que no me daba cuenta de nada. Pero pensaba en Ivan, en nuestra discusién que tanto me habia impresionado. {Dénde fue la bendicién? Porque a él lo Ilevaron 105 Relatos fantdsticos menos de una hora, mientras que a mi, por la suerte que nos re- porté la bendicién de Ivan, me llevaron noche tras noche. Re- cuerdo que me pregunté una vez si Ivan desed el accidente sdlo para poder conocerme a mi y decirme todo lo que tenia que de- cir. Pero qué culpa tenian Zamfira e Iliescu de toda esa contro- versia filosdfica? —No fue filosoffa, mi alférez -musité Zamfira—. Mala suerte. * ~Otra vez han empezado a reunirse los cuervos —dijo al rato Iliescu-. Qué querré decir eso? Darie miré haciéndose visera con la mano en los ojos pues el sol resplandecia y su luz difusa lo cegaba. —Son aviones ~dijo. -También hay aviones pero vuelan muy alto —dijo Zamfira-. Los cuervos estdn por aqui cerca. Darie se qued6 pensativo y sonrid. -En el fondo, eso es lo que nosotros hacemos también. Se- guirlos a ellos, a los nuestros, pero de lejos, cada vez més lejos. ;A cudntas decenas de kilémetros creéis que se halla ahora el frente? Llevamos varios dias sin ofr ni los morteros ni nuestra artillerfa. -Si los alemanes desencadenan pronto el contraataque —dijo Iliescu-, nos veremos metidos en el frente en uno o dos dias. —Nous sommes foutus! —mascullé Darie—. Foutus pour l’éternité! Intenté dormir de nuevo pero el bochorno le parecfa mas so- focante que nunca y, por mucho que cambiara de posicién entre el maiz, el brazo herido le palpitaba, como més Ileno de sangre, y ofa la sangre latirle en las sienes y golpearle los ofdos como si fue- ra a romperlos. Los otros se habian dormido con el pafiuelo en la cara y la mano en el fusil pero se despertaban por turno, a inter- valos breves, para echarle un vistazo durante unos momentos. Ya tarde, tras la puesta de sol, Darie cayé en la cuenta de por qué no podia dormir. Se encontraban en el mismo maizal en el que ha- 106 Ivan bian entrado muchos dias antes, no podia recordar cudntos. Se encontraban a varios cientos de metros, o puede que menos, del lugar donde habia sido enterrado Ivan. Al amanecer habia reco- nocido el maizal, cuando se agazaparon entre el maiz, exhaustos y jadeantes, como fieras acorraladas. Lo habfa reconocido pero estaba demasiado extenuado para hablar. Aquella noche intenté por vez primera caminar, apoydndose en una especie de bastén hecho de un palo de tienda grueso y sdlido, que habia encontra- do Iliescu. Caminaba a trancas y barrancas, pisando con temor, por el borde de la carretera, ayudado de tanto en tanto por uno de ellos y parandose a descansar cada cinco o diez minutos. En casi cinco horas de caminata no hicieron ni diez kilémetros pero, en cualquier caso, mas que las otras noches, cuando iban carga- dos con él. —Hemos regresado al punto de partida -murmuré lo mas bajo que pudo para no despertarlos-. Hemos regresado junto a Ivan. Casi le daban ganas de refr de tan absurda que le parecfa su aventura. Si hubiese estado seguro de no despertarlos, se habria deslizado entre el maiz y los habria esperado allf, en la tumba de Ivan. -En el fondo, eso no tiene importancia. Nada tiene impor- tancia. Nous sommes foutus! Desde todos los puntos de vista. Eso lo sabfa desde el principio. Todo lo que ha pasado desde el 8 de noviembre... Otra noche, también en el maizal (jpero cudndo? ;Cudndo?), se sobresalté al ofr a Zamfira preguntar: —jQué pasé después del 8 de noviembre, mi alférez? ~Toda clase de cosas —dijo sonriendo-. Cosas que me hicieron y deshicieron y me volvieron a hacer... ~Pero reconoce que no te atreviste a hablarles de mi. Les ha- blaste de la Laura de Petrarca y me pregunto qué entendieron ellos de aquella larga y laboriosa fenomenologia de la musa, sobre todo porque tenfas fiebre. No es que fueran incapaces de enten- derlo, jpero a santo de qué les iba a interesar a ellos una roman- 107 Relatos fantdsticos za de principios del Renacimiento italiano? Si les hubieses ha- blado de mf, de Iasi o de la calle Toamnei, 11, habria sido otra cosa. Les habria interesado porque, muy probablemente, ésa era también su historia. —-Vamos, mi alférez -murmurd Zamfira. Se levanté a duras penas ayudado de Iliescu pero, aunque se notaba mds cansado que de costumbre, eché a andar decidido y casi impaciente. A un paso delante de él, Zamfira le facilitaba el paso entre las cafias de maiz. Por vez primera el cielo ya no esta- ba tachonado de estrellas y, no obstante, no se vefan nubes sino tinicamente una neblina grisdcea flotando muy alto. Y, por vez primera, tampoco se ojan las chicharras. A trechos, las hojas de maiz temblaban con un rumor sordo y metédlico, como si las roza- ra una corriente de aire que ellos no sentian. -No es por alli, mi alférez —dijo Zamfira al verlo dirigirse de- cidido y a paso vivo hacia un claro entre los campos de maiz, flanqueado por dos solitarios arboles—. Por allf salimos al camino de carros por el que vinimos esta mafiana. Esto es lo que yo queria ensefiaros —dijo Darie sin detener- se—. Ensefiaros que hemos regresado al sitio del que salimos hace diez, doce dias, o los que sean. Mirad, unos metros més arriba, a la izquierda, frente al Arbol, allf cavasteis vosotros la tumba. La tumba de Ivan —agregé al tiempo que Zamfira lo agarraba por el brazo sano para detenerlo. -Eso no es su tumba, mi alférez. Ivan descansa a muchos kilé- metros a nuestras espaldas, hacia levante. Por lo menos a cua- renta kilémetros. ~Pero yo os he visto alli cavando. Venid conmigo que os la voy a ensefiar. No estd lejos. A los pocos metros se pararon los tres. La tumba no era pro- funda. Dirfase que quienes la cavaron se percataron de que era muy grande y renunciaron a terminarla. O puede que no tuvie- ran tiempo. —Esta no es la tumba, mi alférez dijo al poco Zamfira, en voz 108 Ivan baja—. Esta la cavaron para otra cosa. Para qué, no lo sé. Pero ff- jese, tiene mas de tres metros y alli, al lado, hay otra igual, pero parece que no est recta, parece hacer una curva, como si forma- ra una cruz. Y puede que haya mas, més lejos, pero no las vemos desde aqui. -Vamos —dijo Iliescu tras mirar el cielo—. Que no nos coja la Iluvia. Empez6 a chispear cuando Ilegaron a la carretera y la cruzaron para que no les sorprendiesen por detras los camiones rusos. Ca- minaron unos doscientos metros por un camino angosto paralelo a la carretera. ~Si arrecia la lluvia dijo Iliescu en un alto en el camino-, tendremos suerte porque podremos hacernos més fécilmente con agua. Pero si contintia lloviendo varios dias, crecerén las aguas, el rfo se llenaré y serd més dificil pasarlo. Cafa una lluvia menuda y fina, sin prisa. Darie marchaba cada vez con mas dificultad, apretando los dientes para no quejarse. Zamfira iba caminando a su lado e Iliescu unos veinte metros por delante. Tarde ya, sobre las tres, les hizo sefias para que se queda- ran quietos y corrié hacia ellos. ~Hay una aldea. Tenemos que atravesar otra vez la carretera y probar por alli. -Y sefialé con el brazo. Darie respiré hondo pero tuvo que esforzarse para reprimir un quejido de dolor. -Vamos a acercarnos con cuidado a la carretera y a quedarnos al acecho ~dijo Iliescu-. A nuestras espaldas hay un recodo y, en cuanto se nos presente la ocasién, cruzaremos la carretera a todo correr entre camién y camién. Yo iré delante. Se quedaron esperando de rodillas bajo la Iluvia a varios me- tros de la carretera, ocultos bajo unos matorrales esmirriados. Los camiones pasaban con los faros apagados pero cada vez mas espa- 109 Relatos fantdsticos ciadamente. A los diez minutos, Iliescu se puso de pie y, doblan- do el lomo, eché a correr hasta perderse en la oscuridad. ~Preparese, mi alférez, que ahora le toca a usted —susurré Zamfira-. Dejemos pasar este camién. ;Ahora! —volvié a decir momentos después-. ;Corra, mi alférez! Haciendo un esfuerzo y gimiendo de dolor, Darie se levanté y eché a andar lo mas velozmente que pudo hacia la carretera, em- pufiando el bastén por si lo necesitaba para apoyarse, pero pron- to advirtié que podfa correr y, soltando el bast6n, emprendié una carrera por el campo. Vio a lo lejos el rfo y habria seguido co- triendo si no hubiese ofdo que lo llamaba el teniente. Se pard, volvié la cabeza y dio de bruces con él. —jHemos llegado, mi teniente! Hemos llegado a tiempo. {Pero d6nde estd el puente? El teniente sonrié y sefialé con el brazo. El rfo corrfa mansa- mente, majestuoso y silencioso a pocos centenares de metros de- lante de ellos. No se divisaba la otra orilla pues continuaba ca- yendo una Iluvia menuda que parecfa tejer una cortina de niebla que la luz incierta y pélida en la que se adivinaba ya la aurora no conseguia atravesar. A sus espaldas, aparecian continuamente grupos dispersos, titubeaban unos momentos y luego bajaban a la orilla, donde ya se habfan formado los convoyes que parecian es- tar esperando la sefial de partida. —jPero dénde esté el puente? —volvié a preguntar Darie—. No se ve nada. El teniente se encogié de hombros. —Mira bien, Darie. Hay puentes de todas clases en el mundo. Este de aqui, el que esta delante de ti, lleva hasta nuestro pais, a casa. ~A casa. A nuestro pais, a casa. Y cuando lleguemos a casa iqué sera de nosotros, mi teniente? Ya se lo pregunté una vez y no me respondi6. {Qué pasaré una vez lleguemos a casa? Seria ho- troroso que no pudiésemos descansar nunca. Bajaba junto con el teniente y, cuando estuvo muy cerca, ob- 110 Ivan serv6 que aquella muchedumbre silenciosa, pero cuyas conversa- ciones ofa, aquellos convoyes que le habfan dado la impresién de estar esperando la sefial de partida ya se movian y avanzaban, in- cluso con bastante rapidez, por encima del rfo, como si estuvie- ran atravesando un puente invisible. Llegé a la orilla misma del tio. ~{Vienes tu también, Darie? —le pregunts el teniente. A continuacién, se dirigié hacia un grupo que lo estaba espe- rando sin disimular su impaciencia, aunque los miraban a ambos sonriéndoles con afecto, casi con fervor. Los primeros ya habfan comenzado a pasar y, entonces, el sol parecié salir por todos lados pues la luz lo deslumbré y vio el puente que los otros atravesaban cada vez mas rapidamente, puente que parecia haber nacido de esa luz de oro que lo habia deslumbrado; y también, en el mismo instante, lo ensordecié una tremenda explosi6n compuesta de una extrafia mezcla de sonidos de gigantescas campanas de cris- tal, de platillos de cobre, de flautas y de cantos de grillos. Sintié la mano de Laura en la frente, oy6 que lo Ilamaban pero no abrio los ojos. -No me despiertes, Laura. Déjame que los vea. Que los vea cruzando el puente. -No es la sefiorita Laura, mi alférez. Somos nosotros, Iliescu y Zamfira, de su seccién. {De manera que es cierto? —pregunt6 Darie sin abrir los ojos-. {Esta vez es cierto? -Es cierto, mi alférez -dijo Zamfira con la voz ahogada por la emocién—. {Qué le decimos a la sefiorita Laura? —Decidle que no tenga miedo. Que todo es tal y como tiene que ser, y que es bonito. Decidle que es muy bonito. Que es como una gran luz. Como en la calle Toamn Se levanté bruscamente y, sin mirarls, se puso a caminar de nuevo, rapido, casi corriendo. La luz de oro del puente habfa de- saparecido y tampoco el rfo parecfa tan cerca. Lo veia 0, mejor, lo intuja lejos, frente a él, hacia el poniente. Pero corria con una i Relatos fantdsticos alegria ya olvidada, infantil, sintiéndose colmado de una placidez total, sin nombre y sin sentido. Y entonces se acordé: No los he bendecido. Se paré casi con pesar. Ofa cémo se le aceleraban los latidos del corazén. Miré una vez mas hacia el rfo y tuvo la sensacién de que se fundfa lentamente en la niebla. Titubeé unos momentos y luego dio media vuelta y se dirigié a grandes zancadas hacia el campo de maiz donde lo habfan escondido, ;pero cudndo? ;Cudn- do? 3En qué vida? 1977 112 UN HOMBRE GRANDE Un om mare Conoci a Eugen Cucoanes en el instituto, en los primeros afios del bachillerato, pero nunca trabamos amistad. En la uni- versidad le perdf la pista. Sdlo supe que se habia matriculado en la Politécnica. Cuando me lo encontré de forma casual en un es- tanco, varios afios mds tarde, me dijo que habia terminado la ca- trera y habfa conseguido un empleo inesperadamente bien retri- buido en una ciudad de Transilvania. Desde entonces no habia vuelto a verlo. Cual no fue mi sorpresa cuando una tarde, a la luz de un creptisculo extraordinariamente triste del mes de julio de 1933, lo veo entrar en mi estudio. Ni que decir tiene que lo re- conocf inmediatamente, pero me parecié cambiado. Incluso esos cinco 0 seis afios que habfan pasado desde nuestro ultimo en- cuentro no alcanzaban a explicar el inesperado cambio de su as- pecto. —jSabes una cosa? ;Estoy empezando a crecer! —me confesé de sopetén antes de que yo tuviese tiempo de preguntarle nada-. Al principio, no podia creerlo pero me he medido y me he conven- cido de que asf es. Desde hace una semana he crecido un mon- ton. Seis o siete centimetro, si no mas. Iba con Lenora por la ca- Ile y los dos nos dimos cuenta a la vez. Y esta mafiana, la diferencia era atin mayor. Su voz traslucia una ligera zozobra. Y no podia estar quieto. Ya 113 Relatos fantdsticos se sentaba en el respaldo de un sillén, ya se ponia a pasear a lo largo del estudio, nervioso, con las manos en la espalda. Observé que no sabfa cémo esconder las manos y comprendf por qué: se notaba que los guantes le venfan exageradamente pequefios, por més que él se esforzara continuamente en tirarse de la manga de la chaqueta. —Tengo que llevarlo todo al sastre para que lo ensanche —dijo él al sorprender mi mirada. Traté de tranquilizarlo recordandole que en el instituto se es- taba quejando siempre de que iba a ser bajito. Volvié a interrum- pirme. —Si yo hubiese crecido como todo el mundo, en un afio o dos... Pero asi, jen unos dias! {Qué voy a decirte? Empiezo a tener miedo. Estoy acobardado no vaya a ser una enfermedad de los huesos. Y al ver que yo no sabia qué decirle, cambio de conversacién. —He pasado por tu casa asi, de buenas a primeras, para ver si te habjas ido de vacaciones. Y es que, jsabes?, me han trasladado a Bucarest y somos més 0 menos vecinos. He encontrado un pe- quefio piso en la calle Lucaci. Me dio el ntimero de su casa y me dijo las horas en que podria encontrarlo. Seguidamente me estreché la mano y se marché. Es facil imaginar mi estupor durante toda esa semana. No ha- bia médico amigo a quien no contase el caso de Cucoanes. Como era de esperar, él mismo fue al dia siguiente a consultar a un es- pecialista en tuberculosis 6sea. Todo lo que pudo sacar en claro fue que, por el momento, no se trataba de tuberculosis dsea, sino de un fenédmeno que el médico Ilamé macrantropia, conocido, claro esta, en los anales de la medicina, pero que en esta ocasién presentaba un ritmo absolutamente desacostumbrado. Y tan ace- lerado, pues al visitar a Cucoanes dos dias més tarde, antes de la cena, hora en que me habia dicho que lo encontrarfa con seguri- dad en casa, me asusté nada mis entrar en la habitacién. Mi ami- go me pasaba por lo menos en quince centimetros. Y su creci- 114 Un hombre grande miento habia sido totalmente proporcionado. Se habia vuelto lo que se dice un hombre alto y bien formado. La ropa le cafa tan mal que, por vergtienza, Cucoanes se habja quitado la chaqueta y se habfa puesto en su lugar un albornoz, al cual le habfa descosi- do y alargado las mangas. No le sirvié de nada sacarle el doble a los pantalones, pues apenas le Ilegaban a los tobillos, y cuando se sentaba se le subfan sensiblemente, dandole un aire misero de pobretén vestido con ropas ajenas. —jHola! {Qué noticias hay? -le pregunté a media voz por rom- per el silencio que imperceptiblemente se alargaba—. {Qué dice el médico? —jMacrantropfa! —contesté con extrafia calma Cucoanes. ~jEstupendo! Eso significa que te vas a convertir en un «hombre grande». jPues no est4 nada mal! —Has elegido un mal momento para hacer bromas. Se levanté y comenzé a pasear. Al verme sacar el paquete de tabaco y encender un cigarrillo, se acercé y me pidié uno. —jDesde cuando has empezado a fumar? —pregunté por decir algo. —Pues mira, ahora... A lo mejor me sienta bien... Desde luego, ese cigarrillo no le senté bien y lo tiré con sdélo unas chupadas pues no sabfa tragarse el humo y se ahogaba. Pero minutos después, me pidié un segundo cigarrillo y se lo fumé has- ta la boquilla con torpeza pero con avidez. —Me he medido antes de venir tti ~dijo de pronto Cucoanes con un cansado desconcierto en la voz—. Mira aqui, en esta puer- ta. Y desde esta mafiana a las nueve he crecido més de un centf- metro. {Comprendes lo que esto significa? {Estoy creciendo a ojos vista! —Quizd sea que comes demasiado —intenté consolarlo timida- mente-. O que comes cosas que no deberfas. Puede ser que ten- gas que evitar el calcio. -El calcio, el hierro, la vitamina B y casi todas las demas vi- taminas... Todo, me lo han prohibido todo -troné Cucoanes-. 115 Relatos fantdsticos Desde anoche no he comido nada, excepto un mendrugo de pan y un té con un poco de azticar. Para no tener quebraderos de ca- beza con el régimen he suprimido toda clase de comidas. Las he suprimido, asf de simple. -iY bien? —le pregunté al ver que se callaba. -jMe muero de hambre! Me desmayo de hambre, pero lo que es crecer, sigo creciendo, crezco sin parar, jmaldita sea! Me daba la impresién de estar de mas. —Ya pasaré a verte otro dia —le dije tendiéndole la mano. Desde entonces, fui a verlo todas las tardes. Dos dias después, comenzaron a congregarse frente a su casa grupos de curiosos pues habfa corrido la voz de su extrafia enfermedad y nadie que- rfa creerlo si no lo vefa con sus propios ojos. Como mi amigo ya no salfa de casa, los curiosos se conformaban con las noticias que les daban los vecinos. La cocinera era la tinica que podfa propor- cionarles informacién, pero cada uno la aumentaba segtin su imaginaci6n. ~jHola! {Qué tal estas? -le pregunté dos dfas después al entrar a su alcoba. —Esta majiana dos metros dos, a la hora de comer dos cinco y ahora dos ocho. ~jlmposible! —No hay nada imposible en la naturaleza —dijo Cucoanes con falsa cordialidad-. Para la madre naturaleza no hay nada imposi- ble. ;Mira! Y saltando de la cama alargé todo lo que pudo los brazos de- lante de mi dejando caer la cabeza hacia atrds, como si hubiese querido imitar a un monstruoso payaso. Disimulé como pude mi sorpresa. Cucoanes parecfa mucho mayor que los 2,08 que me habia dicho. —Es, segtin dicen, un caso tinico no sélo en los anales de la me- dicina -afiadié con el mismo tono ligeramente sard6nico-, sino incluso para la capacidad de comprensién de la ciencia moderna. El profesor sostiene que poseo una glandula desaparecida en el 116 Un hombre grande pleistoceno, una glandula que los mamifferos, al parecer, tinica- mente ensayaron y luego, segtin él, abandonaron por lo mucho que les molestaba. {Desde luego me creo que les molestara! Su voz estaba tefiida de desesperanza. Abrid otro paquete de cigarrillos y se tumb6 en la cama, encogiéndose para poder caber entero. -Han estado Ilam4ndome todo el santo dfa de la facultad, de la clinica para que fuera a hacerme otra radiograffa; acaba de Ila- marme el profesor para que pase ahora mismo por su consulta para otro reconocimiento... No he ido. (Qué sentido tiene? No pueden hacer nada por mi. Reconozco que mi caso les interesa pero me tiene completamente sin cuidado lo que les interese a ellos. Por el progreso de la ciencia, me dijeron. {Y a mf qué me importa el progreso o el retroceso de la ciencia? A mi solamente me interesa una cosa: ;curarme! Y veo que no puedo. . -jCémo lo sabes? Acaban de empezar con las exploraciones. Hace un momento reconocias tti solo que se trataba de un caso tinico en los anales de la medicina. No se puede encontrar el re- medio de la noche a la mafiana. -En lo que a mi respecta, si no lo han encontrado ya, puede que no lo encuentren nunca. Con dos metros ocho centimetros ya no soy un hombre como los demas. Eso hace una hora. Su re- medio, si es que lo encuentran y me lo mandan mafiana por la mafiana, me pararfa a los dos quince. Ya no me interesa. ;Ya no me interesa si no puedo volver a pasear nunca més con Lenora por la calle! De pronto, se eché a Ilorar. Atin tenfa el cigarrillo entre los labios. Al principio fueron unas légrimas, luego los ojos le pes- tafiearon ante la avalancha de lagrimas y se le inundaron las mejillas. Estar aquf en la cama, saber que hace una semana uno esta- ba aqui en esta misma cama y que esta semana ha ocurrido algo que no entiende, que nadie entiende, que lo margina entre los hombres y que le veda el pasear por la calle con la mujer que 117 Relatos fantdsticos quiere; asi de simple, le veda el pasear por la calle con ella, salir con ella por ahi por no querer hacer el ridfculo. Aparentemente nada ha cambiado, no ha habido ningtin desastre, no se ha muer- to nadie, pero el caso es que ahora estamos separados, tenemos que separarnos, sencillamente, porque no es posible otra cosa. jEs horroroso! Yo sentfa que cualquier intento de consolarlo habria sido int- til y me callé, mirando al suelo. Pero, de sopetén, como si se avergonzara de su debilidad, Cucoanes solt6 una carcajada y chasque6 los dedos. Su risa me parecfa completamente distinta, empezando porque no se asemejaba a ninguna risa humana, ha- bia adquirido una resonancia extrafia, de arbol que se resquebra- ja, de bosque doblado por el viento. Permanecf en silencio presa de funestos presentimientos. ~Pero lo mas divertido es lo de los periodistas —dijo Cucoanes con una sonrisa-. Primero me enfadé con el profesor pues por él se ha sabido todo. Pero ya se me ha pasado el enfado. Cada uno hace su trabajo como Dios le daa entender. En el fondo, también el periodista es hombre y tiene que vivir, al igual que vivimos no- sotros, los ingenieros. Pero es divertido cémo se han metido aquf adentro, en mi casa, para medirme. En realidad, el asunto no era tan gracioso como se esforzaba Cucoanes en considerar. Al enterarse de su extraordinario caso de macrantropia, los periodistas lo esperaban en la clinica y en la facultad para fotografiarlo, pero los médicos lo escondfan como mejor podian. Hasta que dos periodistas lograron penetrar en su piso haciéndose pasar por ayudantes del profesor que venian con los resultados de las tiltimas radiograffas y lo fotografiaron. Natu- ralmente, a Cucoanes le dio tiempo de romperles la maquina fo- togrfica y tirarlos escaleras abajo. ~Ahora lo siento porque esos pobres chicos las pasan moradas y les he quitado el pan de la boca. Pero ya les compensaré. Les mandaré dinero a la redacci6n. De todas formas, ahora no sé para qué me sirve. 118 Un hombre grande Verdaderamente, por lo que me decia, practicamente el dine- to no le servia para nada. Casi no comia y el hambre parecia ha- berlo abandonado. Con una taza de té tenfa bastante para un dia entero. Y en cuanto a la ropa, era inttil encargarla, pues al cabo de una semana no le habria cabido. Habia decidido llevar una es- pecie de albornoz enorme que habia encargado a un sastre del ba- trio y que, por lo menos, lo tapaba. Nadie tenia permiso para en- trar en su cuarto excepto Lenora, el profesor y yo. Por la turbacién que le entré minutos mds tarde, comprendf que su no- via estaba a punto de llegar y me retiré. Al dia siguiente, el grupo de curiosos habia disminuido. Llo- via a cAntaros. Sdélo unos cuantos reporteros, resguardandose en el pasadizo de entrada al edificio, se emperraban en esperar. Lo hallé mds tranquilo de lo que lo habfa dejado, sentado en la cama y fumando. -jHola! ;Cémo te encuentras? —jQué has dicho? {Habla mds fuerte! Me parece que estoy empezando a no oft bien. -Te preguntaba qué tal estas -dije yo acercandome y levan- tando la voz. —Bastante bien. Dos metros veintitrés. Pero eso hace un buen rato. ;Ya he dejado de medirme! Y, tras una breve pausa, afiadié en voz baja: —jTodo ha concluido para mi, amigo mio! Hablaba con bastante calma, pero esa resignacién le dolia més profundamente atin. Su rostro habia empezado a cambiar. No podia precisar en qué consistia el cambio porque las propor- ciones se habfan conservado idénticas, pero empezaba a no ser ya él mismo. Eso lo observé mirdndole fijamente la cabeza: tenia la impresion de verlo a través de una lupa. Era exactamente igual a como lo conocia desde hacfa afios pero, no obstante, ya no era él. —jHas dicho algo? —pregunté de pronto-. Te he dicho que ha- gas el favor de hablar més alto. Parece que oigo cada vez peor. ~Te preguntaba lo que decia el médico. 119 Relatos fantdsticos Mi amigo me miré con estupor y luego estall6 en una risa amarga. —Dice que deberfa internarme en su clinica. ~Puede que sea una buena idea —afiadi sin conviccién—. Que- darte todo el tiempo en observacién. —jHabla més fuerte, hombre! —grité nervioso. Repeti, casi a voz en grito, palabra por palabra. -No sé qué me esta pasando —dijo pensativo—. No entiendo por qué oigo cada vez peor. —Deberias consultarselo al profesor —le dije subrayando cada palabra-. ;Desde cudndo crees que no oyes bien? —Desde anoche. Y es curioso que, sin embargo, sf que oigo otra cosa, oigo unos sonidos muy bien. O sea, no sé si son sonidos. En fin, oigo otras cosas. —jQué clase de cosas? —No sé cémo decirte. Es muy dificil de explicar. A veces ten- go la impresién de haber perdido la raz6n pero, asi es, oigo cosas extrafias. Me parece oir continuamente un tictac de reloj, pero no es exactamente un reloj, dirfase que es otra cosa, que late de forma regular como un pulso y que late en todas las cosas a la vez... Mira, por ejemplo, esta silla. Y, sin embargo, su latido es completamente distinto al del escritorio... Pero no es un pulso, es otra cosa, no sé cémo decirtelo. ~Eso es muy interesante. Ciertas practicas ocultas... -jNo me hables de practicas ocultas, por favor! No me inte- resan. Todo eso de las ciencias ocultas es una inmensa superche- ria. A mi sdlo me interesa una cosa: ser como antes. jNo quiero ser tinico! {No quiero que a mi me ocurran cosas extraordinarias! jQue les ocurran a quienes las quieren y las buscan! Yo no quiero ofr sonidos extrafios por mds que para ti tengan una importancia extraordinaria. {No quiero, sencillamente no quiero! Esperé a que se le pasara el arrebato de célera mirando medi- tabundo al suelo. {Qué otra cosa hubiese podido decirle? El tnico consuelo que habrfa podido darle habria sido decirle que lo que le 120 Un hombre grande estaba pasando se asemejaba a determinados resultados de las téc- nicas medievales indias, pero, naturalmente, todo eso le traia completamente sin cuidado. No tenfa la menor curiosidad por pe- netrar en el nuevo mundo que se le abrfa a los sentidos extrafia- mente amplificados. No le interesaba ver el mundo desde la altu- ra de su macrantropia y, en mi fuero interno, le daba la razén. —Perdéname, por favor —afiadié instantes después—. He sido injusto. Td querfas ayudarme. Sé que no me puedes ayudar y tt también lo sabes, pero has intentado consolarme. Lo siento, hombre. Sobre todo porque quiero pedirte que me hagas un gran favor. Se calld, como si no se atreviese a confesar sus pensamientos. Seguidamente, se acercé a mf y me pregunt6: —{Té me oyes bien? Quiero decir, con normalidad. Yo tengo la impresién de hablar muy alto. Quiz4 me engafie... Realmente hablaba menos alto que de costumbre, pero lo bastante para entenderlo sin ningiin esfuerzo. —Voy a pedirte que me hagas un gran favor —dijo mirandome profundamente a los ojos-. Pero quiero pedirte que no me recha- ces, sino que hagas exactamente lo que voy a pedirte. No tengo tiempo de explicarte por qué y cémo. Tt solo te das cuenta de que... Pero, en fin, no tiene ningun sentido perderme en genera- lidades. Quiero pedirte que cuides de Lenora. Quiero decir... Se qued6 en silencio unos momentos miréndome con una in- tensidad que me mareaba. Como si intentara, por tiltima vez, se- llar los labios, enterrar su arcano. ~En fin, que cuides de ella. Se pasé la mano por la cara y por la frente. —Es curioso, a veces tengo la impresién de que se me han cam- biado los sentidos. {Dios no lo quiera! ;Como si estuviera empe- zando a delirar! Fruncié el cefio, como si se esforzara en entender rumores s6lo percibidos por él. Pero se recobré répidamente volviendo a pasarse la mano por la frente y apretandose los ojos. 121 Relatos fantdsticos —Esto es lo que yo queria pedirte —continué con otro tono de voz-. Esto es lo que yo queria pedirte en primer lugar: que me ayudes a desaparecer. jNo, no me interrumpas! jEsctichame has- ta el final! No te pido que colabores en un suicidio porque, de haber querido suicidarme, lo hubiese tenido muy facil. Pero, sea porque atin no tengo bastante valor o por una absurda testarudez mfa, no tengo intencién de poner fin a mis dias. En el fondo, yo también tengo este derecho: ver lo que es capaz de hacerme la ma- dre naturaleza, hasta donde es capaz de ir. Crecer y crecer, {pero hasta cuando? Quiero ver, al menos, esto: el limite de la macran- tropia. Y por eso no me mato. Pero lo que es vivir en esta ciudad, entre estas gentes, ya no puedo vivir. Quiero desaparecer. Escon- derme. Huir de los periodistas, de los médicos, de los especialis- tas, de los vecinos y de los conocidos. Y he pensado que, para esto, necesito tu ayuda. He pensado ocultarme por las montafias, en Bucegi, por ejemplo. Hacerme allf una cabafia o reparar algu- na abandonada y vivir como un ermitafio. —Pero te moriras de hambre, tt solo, en plena montafia... -No, por ahora la comida no es ningtin problema. Para pre- venir cualquier eventualidad me Ilevaré varios kilos de galletas, unas conservas y algo de té. Pero, te lo repito, por ahora no como ni tengo hambre. La dnica dificultad seré encontrar la cabafia y hacerme con ropa. Fijate, este albornoz es lo Gnico que me pue- do Ilevar. Mandé que me lo hicieran ancho y sin ninguna forma. El resto de la ropa no me sirve para nada. A pesar de ello, tendré que llevarme ropa de abrigo para la montafia. He pensado com- prar mantas de todas clases y un par de tijeras y utensilios de co- ser. O puede que tampoco tenga necesidad de eso. Una docena de agujas de seguridad me bastaran. Pero mantas y sdbanas si que las necesitaré. Y quiero pedirte a ti que me las compres. Eso ma- fiana mismo por la mafiana 0, a lo mds tardar, a mediodia, porque a las dos de la tarde quisiera marcharme. —jPor qué precisamente a las dos? Titube6 unos instantes si decirmelo o no. Finalmente se decidié. 122 Un hombre grande —Porque mafiana a las cuatro habia planeado con Lenora que huirfamos juntos. Que huirfamos a las montafias. Que nos casa- tfamos ante Dios, por supuesto, porque de otra forma no pode- mos hacerlo, y vivirfamos juntos en una cabafia. Pero después he pensado que no tengo derecho a hacer eso. No puede arruinar su juventud por culpa mfa. Por eso me he decidido a desaparecer mafiana antes de que ella llegue. Y después, que sea lo que Dios quiera... Es joven y reharé su vida. Por el esfuerzo con que pronuncié las tiltimas frases compren- di lo mucho que le dolia haber tomado esa decisién, mas com- prendf igualmente que habria sido indtil cualquier intento de que la cambiase. Si hubiera rehusado ayudarle, probablemente hubiese intentado huir él solo; lo habrian atrapado antes de lle- gar a las montafias y quién sabe lo que habria sido capaz de hacer entonces, presa de la desesperacién. Por otro lado, tal y como me apresuré a decirle, resultaba arriesgado salir al dia siguiente a pri- meras horas de la tarde, con tantos periodistas en la puerta de su casa y la calle Ilena de curiosos. La fuga s6lo podria tener lugar por la noche y, en ningun caso, directamente de su casa. Habia que encontrar un coche lo bastante grande para nosotros dos y para las mantas y provisiones que se comprasen. —Mejor una camioneta cerrada —opiné Cucoanes~. Ofrécele al chéfer unos cuantos miles de lei de mas y la discrecién estara asegurada durante una semana o dos. Justo lo que necesitamos nosotros. Quedamos de acuerdo en que todo lo que yo comprase al dia siguiente lo depositarfa en mi casa. El enviaria una nota a Leno- ra diciéndole que aplazaba la fuga unos dias y, al atardecer, ven- drfa yo para recogerlo en un taxi, dando a entender a los repor- teros que tbamos a la clinica. El me esperaria preparado y bajaria inmediatamente para no darles tiempo a los curiosos a seguirnos con otro coche. A la caida de la noche estarfamos en mi casa, donde nos esperarfa la camioneta. —Hagdmoslo asf, como tti dices. Y ahora te ruego que me de- 123 Relatos fantdsticos jes. Atin tengo una serie de cosas que concluir y pequefios deta- lles que arreglar. No quiero que digan que dejo detras de mf una juventud desordenada. También quiero escribirle a Lenora... para més tarde. En cuanto Ilegué a casa cai en la cuenta de que habia pensa- do en todo menos en lo mas importante: el lugar donde iba a re- fugiarse mi amigo. Me habfa hablado de una cabafia en las mon- tafias, pero habia que encontrar esa cabafia y tenfamos que llegar alli antes de estar a plena luz del dfa para no llamar la atencién. Nuestro plan parecia infantil: apearnos de madrugada de la ca- mioneta y comenzar a subir la montafia con una docena de man- tas a la espalda y con las provisiones sin saber ad6nde nos dirigi- amos, arriesgandonos a que mi amigo se parase cuando hubiésemos recorrido unos centenares de metros porque llevaba una semana sin comer y, sobre todo, porque tendria que hacer la subida, casi seguro, en calcetines, pues yo no sabja si podria en- contrar un par de botas de su medida en las seis horas que atin me quedaban para buscar. Y, pese a ello, la fuga no podfa aplazarse mds. Era menester que, a toda costa, saliésemos a la tarde siguiente. Sdlo que, sa- biendo que no podiamos esperar encontrar inmediatamente una cabafia vacfa, que estuviese allf esperandonos en el monte, a res- guardo de los hombres, como preparada adrede para nosotros, tendrfamos que conformarnos con menos. Por ejemplo, con una tienda de campafia que Cucoanes podria montar en una gruta més escondida, lejos de cualquier sendero. Allf podria guardar las mantas y provisiones hasta que tuviese utensilios con los que construir él solo una cabafia a su medida y donde quisiera. Por su- puesto, esas herramientas de carpintero no las podia comprar en la misma mafiana en que tenfa que comprar tantas cosas de ne- cesidad perentoria. Mi amigo tendrfa que dormir una o dos no- 124 Un hombre grande ches en la tienda, en un colchén improvisado y tapado sdlo con mantas. Las herramientas y todo lo que fuera menester ya se lo Ilevaria yo al cabo de unos dias. Todo sucedié conforme a lo previsto. Cuando pasé a buscarlo a la hora concertada, Cucoanes estaba tan alterado que ni si- quiera tuve tiempo de explicarle por qué me habia visto obligado a cambiar el plan trazado la vispera. La cabeza le Ilegaba casi al techo, no paraba de frotarse las manos en su gigantesco albornoz del que le salfan las vigorosas pantorrillas enrolladas en extrafios jirones de pafio, que se ataba con una gruesa cuerda. Habria sido indtil preguntarle c6mo se encontraba. Debia de medir tres me- tros y su escasa indumentaria, sus manazas enormes y peludas y su rostro, al que la barba de varios dfas conferfa un aspecto sombrio y chupado, le daban el aire de un profeta de horror apocaliptico. No podia mirérsele sin miedo pues tanto sus ojos hundidos y fos- forescentes como sus grandes dientes que ensefiaba cada vez que intentaba sonrefr, sobrepasaban con mucho el grado de anorma- lidad que estamos habituados a soportar en un ser humano. —jTenemos que salir lo antes posible! —dijo como en un silbido. Adiviné més que entendi sus palabras, pues los sonidos que emitfa habfan perdido su intensidad y precisién humana y empe- zaban a asimilarse a las explosiones infraf6nicas, al silbido, susu- tros y gemidos familiares del mundo de la naturaleza. Unas veces parecian el susurro de un arroyo lejano, otras la cafda de una cas- cada, otras la brisa soplando sobre un trigal o un viento enfureci- do doblando las ramas de los altos arboles de un bosque. A partir de entonces presté més atencién a las extrafias modulaciones y resonancias de la voz de mi amigo para poder adivinar las pala- bras que se afanaba en pronunciar. El habla se le habia alterado extraordinariamente en menos de veinticuatro horas. En ocasio- nes, los sonidos que emitia tenfan la estridencia de unas comple- jas cajas en las que metal, madera y huesos se hubiesen pegado con cola sin ningtin sentido. Tales sonidos me horrorizaban. En- tonces no me atrevia a mirarlo, confiando en que ocurriese un 125 Relatos fantdsticos milagro, que sucediese lo que yo sabia con toda seguridad que no podfa suceder, es decir, ofrlo hablar con su antigua y conocida voz de antes, la humana. Si se ponia nervioso, Cucoanes resulta- ba casi incomprensible. Terribles siflantes, inverosimiles palata- les semejantes a los estallidos de monstruosos tapones en el vien- tre de un violin htimedo y deforme, silbidos y trinos guturales a veces tan bajos que uno los creerfa arrancados de algtin objeto del mundo de las cosas muertas, un escritorio moviéndose de su sitio, un enorme caj6n arrastrado por el suelo, un saco de arena cayendo, etc., nasales atrofiadas, bruscamente estranguladas por convulsivos sofocos, etc. Todo eso, sucediéndose durante unas decenas de segundos, interrumpido solamente por pausas en las que se ofa un leve ronquido. —jTenemos que salir, que viene Lenora! —volvi6 a gritar Cucoanes apretandose ptidicamente el albornoz alrededor de los muslos. Pero adivinando por mi aterrado estupor lo dificil que me re- sultaba entenderlo, se qued6 un momento desconcertado, con los brazos en el aire, devorandome con la mirada, esperando por mi parte un signo que le indicase que todo lo que habfa adivina- do en mf habia sido sdlo una suposicién, que yo todavia lo ofa y entendia y que, por singular que fuese su destino, atin habia que- dado entre nosotros dos una posibilidad de comunién y com- prension. —Te he comprado un par de botas del nmero més grande que he encontrado -le grité-. De lo contrario, con todos estos trastos no podras andar mas de un kilémetro. Me escuchaba arrugando las cejas, con un visible esfuerzo por entenderme. Creo que lo consiguié. Pero mi intento de cambiar de conversacién debié de parecerle tan cémico que solté una ri- sotada y, pasandome el brazo por encima, me dio unas amistosas palmadas en la espalda. Me estremeci. Su mano me parecia pesa- da, fria e inhumana. Al sentirla, tuve la impresién de estar atra- pado por un monstruo y el ladrido empapado de espumarajos de su risa amplificaba hasta el absurdo la sensacién de estar vivien- 126 Un hombre grande do una pesadilla. Me arranqué con un estremecimiento de su ca- tricia y me dirigf a la puerta. Era menester que yo bajase el prime- ro para no llamar la atencién de los curiosos. Cuando abri la puerta, Cucoanes eché un tiltimo vistazo a la habitacién. Cogié los ultimos paquetes de cigarrillos de la mesita (jy cémo le costé! Parecfa tener los dedos helados) y salié. Entonces vi que llevaba en la mano derecha un sobre grande, probablemente con muchas cartas y documentos, y me lo dio indicdndome por sefias, pues te- mia volver a hablar, que era muy importante. El sobre iba dirigi- do a Lenora. No vale la pena rememorar las peripecias de nuestra fuga. Las ha contado pormenorizadamente toda la prensa y por mucho que se haya exagerado en aquellos famosos reportajes, la versin es, no obstante, veridica en lineas generale pues se basa en los testi- monios de los dos chéferes, el del taxi que nos Ilevé a mi casa y el de la camioneta en la que viajamos durante toda la noche. Tu- vimos la suerte de librarnos de la persecucién de los reporteros en menos de una hora. Pero, a partir de ahi, el viaje fue infernal. Cucoanes apenas podia acomodarse, hecho un ovillo al fondo del vehiculo, sin atreverse a decir una palabra no fuera a asustar al chéfer que, temblando y chorreando gruesas gotas de sudor por la frente, atenazaba el volante con las manos y no miraba mds que al frente, aterrorizado a més no poder desde la pavorosa apa- ricién de mi amigo, cuando se dirigié a él sosteniéndose con las dos manos el albornoz e hizo tambalearse al vehiculo al poner el pie en el estribo. Ya de noche, cuando nos hallabamos seguros en la camioneta, al abrigo de las miradas de los curiosos, volvié a hablar Cucoanes. Sin embargo, hablaba en voz muy baja, casi en un susurro, y précticamente no le entendia nada de lo que decfa. Yo movia la cabeza para no desanimarlo pero, a veces, tenia la impresidn de que no lo engafiaba, que estaba perfectamente liici- do y se daba cuenta de que todo lo que decia él yo no lo podia en- tender, mas no podfa resignarse a dejar de hablar, a esa Gltima po- sibilidad de comunicarse con un ser vivo. 127 Relatos fantdsticos El chéfer de la camioneta, al corriente de todo lo que se habia publicado en los tiltimos dos dias, no parecfa asustado; al contra- rio, el papel importante que desempefiaba en nuestra fuga lo ha- lagaba e incluso nos daba toda una serie de consejos titiles. Lle- gamos a las cuatro de la mafiana al monte Paduchiosul donde, en principio, debfa esconderse Cucoanes unos dias hasta que vol- viese yo con los utensilios necesarios para levantar la cabafia. El vehiculo se detuvo en un recodo rodeado de bosque por todas partes, al pie de un picacho bien definido entre varios valles, in- terminables jarales y ramblas, no lejos de un manantial cuyo pla- cido susurro ofa yo con toda claridad. La luna todavia no se ha- bia metido y pude examinar atentamente el lugar. Cuando bajé Cucoanes y, para desentumecerse los huesos, se estiré cuan largo era, haciendo crujir las articulaciones, empinandose y echando con placer la cabeza hacia atrds, el valle retumbé con su quejido mientras el chéfer y yo enmudeciamos mirandolo extenderse y crecer, como si aplastara las montafias que se dibujaban en el ho- rizonte con su gigantesca espalda y las mangas enrolladas del al- bornoz. —(Bien, bien! —distinguimos nosotros entre una larga y voraz cascada de sonidos, gemidos y silbidos. Inmediatamente se puso a buscar en la bolsa que todo el tiempo habfa tenido a mano y sacé un paquete de cigarrillos sin empezar. Lo aplast6 unos momentos entre los dedos y me lo ten- did con gesto cansino. Tuve que romper yo el envoltorio y abrir el papel dorado de encima. Los dedos de Cucoanes empezaban a ser inttiles para esas tareas tan menudas. Sin embargo, cogia atin bastante bien el cigarrillo y también podfa usar con la misma fa- cilidad el mechero. Pero me di cuenta de la dificultad que tenfa Cucoanes para fumar cuando, tras dar unas dvidas chupadas, tra- to de mantener el cigarrillo entre los labios. Tenfa un aspecto ex- traviado, ese mindsculo cigarrillo en la comisura de su enorme boca parecia a punto de caer y a cada movimiento de los labios temblaba también como si fuese un resorte. Ademas, Cucoanes 128 Un hombre grande s6lo lograba dar unas pocas bocanadas de humo pues éstas le bas- taban para apurar el cigarrillo casi hasta la boquilla. Al verlo, me decfa yo a m{ mismo que tendria que traerle otra clase de cigarri- llos, tal vez puro o encargar en la empresa tabaquera algtin pedi- do especial para que se los hicieran a la medida de la boca. —(Bien, bien! —volvi a adivinar su silbido. Pero en esta ocasién intentaba con todas sus fuerzas hacer comprender sus otras palabras que, con infinito cuidado, se afa- naba en repetir sin conseguirlo siempre. —Borx! -me parecié ofr —. Borx... bretinx... cretinx... tues... tues... —jHabla mas despacio! -le grité a pleno pulmén. —E bine! Borx! Borx borbruli! Borx borbruli! Siguié una nueva cascada de risa cuyo eco, amplificado por el valle, me llené de un terror sacro. Comprendi que, al menos, Cu- coanes se sentia de excelente disposicién. jSi al menos conti- nuara oyendo nuestras palabras! Sin embargo él, entre, carcaja- das, repetia sin cesar: Borx borbruli! Estoy transcribiendo los sonidos aproximadamente tal y como yo los ofa, al igual que acostumbramos a transcribir fiu para reproducir el sonido de una bala o, por otros signos alfabéticos, un portazo, una rotura de cris- tales o la explosién de una bomba. Sin embargo, borx era una re- produccién bastante lejana de los sonidos que emitia sin cesar Cucoanes, y que modificaba continuamente de tal modo que, unos minutos después, me preguntaha yo si ellos se referfan a la misma palabra inicial. Y de repente lo comprendi: Vox populi! Cuando se lo grité, todo su semblante se ilumindé y agachandose un poco, me puso sonriente la mano en el hombro. Entonces continu6 con més vigor: —Borx... bretinx... kretinx(?)... tues... No me resultaba dificil adivinar que se referfa a otra locuci6n que también empezaba por vox. Y grité: —Vox clamantis in deserto? Asintié con la cabeza radiante de alegrfa y, alejandose de no- 129 Relatos fantdsticos sotros, de unas zancadas llegé a la loma que habia delante de la camioneta, alz6 los brazos al cielo creando una pavorosa imagen profética y comenz6 a hablar, a aullar, a llamar y a cantar diri- giéndose directamente a los valles y montafias sin mirarnos. «Ahora se acerca el final», recuerdo que dije para mis adentros o que sentf mds bien. Pero como vefa que el chéfer se habia queda- do sin habla, palido, sin poder apartar la mirada de la bata de mi amigo, hinchada por el viento de la madrugada, subj a la camio- neta y me puse a descargar los bultos. Asf estuvimos trabajando el chéfer y yo unos diez minutos, durante los cuales Cucoanes se- guia dirigiéndose a los bosques y al cielo. «Tal vez esté rezando», pensé. «O quiz4 blasfeme. {Quién puede saberlo?» Me dirigéa la loma y me puse a llamarlo a grito pelado. Me ofa con dificultad. Bajé obediente, hincé la rodilla y me acercé el oido a la cara. Le dije a voz en grito que habiamos bajado todas las cosas de la camioneta y que era menester encontrar un sitio para montar la tienda, en algtin soto, asf pues no tenfamos tiem- po que perder. La camioneta tenia que llegar a Bucarest antes de mediodia. Yo tenfa que comprar muchas cosas necesarias para poder volver lo antes posible una de las noches venideras. El me esperaria, a partir de la noche siguiente, a una hora convenida, en los aledajfios del lugar elegido. Yo le haria sefiales con una lin- terna y lo llamaria con un fuerte toque de bocina. Estuve dicién- dole todo eso cosa de cinco minutros pues tenfa que hacerlo chi- lando, repitiéndole todas las palabras innumerables veces cuando hacfa un gesto con la cabeza en sefial de no entender. En- tonces, mi amigo me abraz6é levantandome en brazos como a un nifio y me dijo una serie de palabras de las que, como me temia, no entendi gran cosa. Le dio una palmada en la espalda al chéfer y los tres, cargados, nos encaminamos al valle. Escogimos un si- tio que parecfa que ni pintado para guarida de un solitario. Un principio de seto cogido entre la abrupta pendiente de la cresta boscosa y la cafiada abrupta de encima del manatial. Cucoanes nos hizo sefias de que no necesitaba nuestra ayuda para montar la 130 Un hombre grande tienda. Unicamente me dio varios paquetes de cigarrillos para que se los abriera. A continuacién, se senté en una piedra, se es- tird los faldones del albornoz por la rodilla que se le habia que- dado al aire y comenz6 a cantar una cancion improvisada en ese momento, cancién que brotaba de su soledad y de la soledad de la montafia. Cuando Ilegué a casa, rendido después de cinco horas mas de carretera, y hojeé los periddicos de la mafiana, adverti que mi amigo se habia convertido en la sensaci6n del dia, postergando incluso los mds importantes acontecimientos politicos. Su foto- grafia (la de sus tiempos normales o los primeros dias de la ma- crantropia) aparecfa en primera pagina, acompafiada de un re- portaje sobre su misteriosa desaparicién, asi como de articulos y entrevistas de los ambientes médicos. Desde luego, el caso era Unico pero no sobrepasaba el poder de explicacién de la ciencia, segtin habia declarado ante la prensa el decano de la Facultad de Medicina. Los corresponsales extranjeros habjan telegrafiado va- tios dias antes articulos sensacionalistas que habfan provocado en todas partes el maximo interés. Muchos reporteros célebres habfan anunciado su llegado a Rumania para conocer y entrevis- tar al «macrantropo». Al anochecer, telefoneé al ntimero que me habia indicado Cucoanes y concerté una cita con Lenora diciéndole que tenia que comunicarle cosas importantes. No la habfa conocido antes y me quedé sorprendido cuando la vi. Tenfa una frente mate, un pelo de un noble y oscuro color rojo, una nariz recta, de otro si- glo, y unos ojos irreverentemente abiertos ante los que uno se sentfa completamente intimidado. Abrid con frenes{ mal conte- nido el sobre que le tendi y lanzé los ojos sobre la primera pagina de una larga carta. Pero como, probablemente, la lectura le re- sultara dificilmente soportable ante la mirada de un extrafio, do- 131 Relatos fantdsticos bl6 la carta y se la guardé en el bolso, poniéndose a hojear los otros papeles. Sospecho que se trataba de un testamento, varios docu- mentos oficiales, un montén de billetes y algunas fotografias. —jD6nde esta? —me pregunté metiendo todos los papeles en el sobre. Le expliqué con evasivas que estaba atado por la promesa he- cha a mi amigo pero que, por el momento, estaba mejor alli que en cualquier otra parte. Me ofa mirandome incrédula a los ojos. —jCudnto mide ahora? —me interrumpié con un gesto de im- paciencia. — Es dificil de decir. Al amanecer debfa de medir tres metros y medio, puede que més. Cerré los ojos y se mordié los labios sin decir una sola palabra. ~Y lo més grave es que no puede hablar. Apenas se le entien- de lo que dice. -iYo si que lo entiendo! —-exclamé Lenora con ardor-. jLo en- tiendo comoquiera que esté! Lo conozco. Adivino todo cuanto dice. Se lo adivino por los labios, por los ojos... Permanecié unos momentos con ojos velados por las lagri- mas. Después me tendié la mano. —La préxima vez iré yo con usted. Le telefonearé mafiana por la mafiana. Cedi. Me decia que, en el fondo, la joven tenfa toda la raz6n. Por mucho que sufriera Cucoanes al verla y luego al separarse de- finitivamente de ella, mds sufrirfa si se separaban asi como lo ha- bia hecho, sin verla. Lo més dificil serfa que pudieran hablarse. Iba a hacer falta otro medio de comunicaci6n, quiz4 una pizarra escolar en la que escribir, él y nosotros, con tiza. Anoté que tenfa que comprarla y, tan pronto Ilegué a casa, me dormi sonriendo pensando en la felicidad de Eugen. No pude partir a la noche siguiente ni a la otra. Algunas co- sas no las encontraba; otras, por ejemplo las gigantescas botas que habia encargado, no estaban listas atin. Ademés, el chéfer de la camioneta s6lo estaria libre al tercer dia y bajo ningin con- 132 Un hombre grande cepto querfa yo introducir a nadie mds en nuestro secreto. De modo que no pude salir hasta cuatro noches después de separar- me de Cucoanes. Habfa llovido la vispera y un buen trecho del trayecto lo hicimos muy despacio, conque en vez de llegar antes de las tres de la mafiana, como nos habiamos propuesto, !legamos a las cuatro. Ya era casi de dia cuando paramos el vehiculo en el lugar consabido. El chéfer hizo sonar insistentemente la bocina. Los tres estabamos en la camioneta emocionados, sin atrevernos a mirarnos. Y, de pronto, de un lugar de donde no lo sospechaba- mos, surgié lenta y perezosamente Cucoanes. Lenora sofocé un grit... Mi amigo estaba ahora verdaderamente irreconocible. Desde luego el albornoz se le habia quedado pequefio ya que, tal y como aparecfa ante nosotros, debfa de medir seis 0 siete metros, el pecho se le habia ensanchado de forma asombrosa pues todo aumentaba proporcionalmente con su altura. Se habia tapado las caderas con algunas mantas unidas entre si al buen tuntdn. Otras dos las llevaba sobre los hombros y en las piernas ya no llevaba nada. Las telas con las que se los envolvfa se habfan soltado y él, con sus dedos enormes que sdlo le servian para coger piedras y troncos de arbol, ya no podfa arreglarselas. Me resulta muy diff- cil transmitir la impresi6n que produjo su tremenda aparicién so- bre la cuneta del camino. Al levantar sus hombros por encima del valle, parecfa Neptuno emergiendo entre las olas. Semejante terror nos dejé sin habla. No era ya miedo propiamente dicho, sino un estupor tan extrafio que nos sacaba del tiempo y nos pro- yectaba a una aurora mitoldgica. Verlo blandiendo el tridente de Neptuno o lanzando rayos cual Jiipiter tonante no nos habria im- presionado tanto como su propia aparicién. La barba le habfa crecido desmesuradamente esos tiltimos dias y le habfa cambiado completamente el rostro transformandoselo en una teofania. La cabeza, completamente normal segtin las proporciones de su cuerpo, resultaba, no obstante, imposible de mirar cuando se po- nfa a refr o a hablar porque, entonces, se le vefan los dientes, la tenebrosa caverna de su boca y su lengua de dragén. Ademés, el 133 Relatos fantdsticos primer sonido que emitia era sobrecogedor y le hacfa a uno re- troceder pues daba la impresién de que lo producfa de forma an- tinatural moviendo los hombros, chasqueando los dedos 0 chi- rridndole el térax. Soy absolutamente incapaz de evocar esos sonidos. No puedo decir que se parecieran a ninguno de los in- numerables suspiros, gemidos, estallidos y silbidos que habfa ofdo en la naturaleza y, pese a todo, evocaban algo, algo del mundo borroso de los suefios, de la fiebre y del miedo animal. Y sdlo esa involuntaria evocacién bastaba para llenarnos de terror, para subyugarnos y suspender, durante esos estremecedoramente lar- gos momentos, el sentimiento del presente. Es probable que mi amigo se percatase muy bien de la magia de los sonidos que producia porque evité hablarnos todo lo que pudo. Pero al ver a Lenora al principio, cuando bajamos de la ca- mioneta, levanté los brazos desnudos al cielo y estall6 en una carcajada como una catarata que nos dejé petrificados. Luego, dio unos pasos y, dificultosamente, se arrodillé junto a nosotros, sonriendo. A la vez, dobl6 el espinazo para poderse acercar mas, pero sin conseguir reducir a la mitad su estatura pues seguia pa- sAndonos por lo menos un metro. Entonces le grité empinando- me hacia su ofdo: —jElla ha querido venir! jElla ha querido! Me parece que no me entendié y saqué apresuradamente la pizarra, en la que escribf, con inmensas letras maytisculas, las mismas palabras. Cuando le levanté la pizarra para que las leye- ra, miré las letras y meneé la cabeza sonriendo. A continuacién, con infinito cuidado, acercé las manos a Lenora tanteando, sin atreverse a tocarla, y finalmente la levanté como a un nifio y la senté en la camioneta. Asi podia contemplarla mejor y acari- ciarla sin riesgo de aplastarla. ~jEugen, Eugen! —le susurraba Lenora atenazando con las dos manos el pufio de él. Sin duda, ya no ofa nada pero tampoco sentia ninguna nece- sidad de oi. Era feliz de poder contemplarla cerca de él y poder 134 ones Un hombre grande hablarle, pues, aunque los sonidos que emitfa eran muy apagados, él le hablaba. Movfa despacio los labios sin atreverse a intentar nada més. De vez en cuando, yo ofa suspiros y chirridos que pa- recian salirle del pecho. Eran sus susurros de enamorado. ~—jQué podemos hacer ahora? {Qué mds podemos hacer? -gri- taba desesperada Lenora estallando en l4grimas. —jMés fuerte! —le dije yo~. {Mas fuerte y al lado del ofdo! Lenora repitié varias veces su pregunta pero, aunque Cucoa- nes le habfa acercado el ofdo, no entendfa nada y se contentaba con levantar los hombros y sonreir con una infinita y resignada tristeza. Se incliné y levanté la pizarra. A duras penas logré co- ger con los dedos la tiza. Pero con paciencia, sin desanimarse, lu- chando como un nifio con las primeras letras, escribié con ma- ytisculas, de través, en la pizarra: estd bien. —jEn qué sentido esta bien? —grité yo—. {Te sientes mas tran- quilo? {Ves el mundo con otros ojos? {Ves cosas que nosotros no podemos ver? A todas estas preguntas, que yo grité con un enorme esfuerzo y que él adiviné mas que otra cosa, respondié contentandose con sonrefr pensativo y sefialarme el cielo con el brazo levantado. Reanudé mis preguntas. —jDinos lo que ves, lo que sientes, lo que entiendes! jDinos si existe Dios y qué tendriamos que hacer nosotros para conocerlo también! ;Dinos si la vida contintia después de la muerte y como hemos de prepararnos para ella! ;Dinos algo! jEnséfianos! Mi amigo me sefialé entonces lo que habjfa escrito en la piza- tra y, con un estallido de alegria, alz6 los brazos al cielo y empez6 a hablar. Los valles retumbaban con sus palabras. Parecia el pre- sagio de una tormenta, temblaban los Arboles y se doblaban las ramas. Asustada, Lenora cerré los ojos, y a los tres nos dio la im- presién de que nos volvfamos més pequefios atin de lo que éra- mos. Pero a mi, a pesar del terror, me dominaba el deseo de llegar hasta él y averiguar los misterios que él conocfa ahora. Esperé a que cesara y escribj en la pizarra otra pregunta: ;Qué hay alli? Lo 135 Relatos fantdsticos escrib{ con maytisculas para que pudiese leerlo con més facilidad. A Eugen parecié irritarle un poco mi insistencia pero, abriendo la mano para coger la tiza, se aplicé otra vez a la tarea. Al cabo de unos minutos me lo ensefié: ;Todo! Elevé los brazos al cielo y en seguida los dirigid hacia la tierra, a los montes y los valles. Me sefialé a mf, sefialé a Lenora y al chéfer, luego golped contento la camioneta con el canto de la mano y se eché a refr. Los tres lo mirdbamos alelados. Al vernos alli, inmdviles y con expresién de no entender nada, se alejé de nosotros y rompié la rama de un ar- bol. Luego, con atenci6n, le arrancé tres ramitas verdes y nos dio una a cada uno. Las cogimos con gran temor, como si hubiésemos adivinado que, como en un suefio, se nos iba a revelar un secre- to aterrador. Y nos quedamos los tres con la ramita verde en la mano, miréndolo. Cucoanes volvié a soltar una carcajada, extra- ordinariamente divertido ante nuestra cortesfa. Sin embargo cuando él se rié Lenora se puso a temblar de miedo y Eugen alar- g6 los brazos para acariciarla. La tentacidn era demasiado fuerte y no se pudo dominar. Se la puso en la palma de la mano y la le- vant6 cuidadosamente, como se coge una estatuilla que se quie- re ensefiar a mucha gente y se la levanta en alto para que la pue- dan contemplar todos. Lenora, aterrada, se agarré con las dos manos a los brazos de él. (Ya que, segtin me confesé més tarde, la habfa aterrado especialmente el semblante de su novio, que aho- ra podifa ver més de cerca. Le dio la impresién de que su boca la iba a devorar y sus ojos despedian una fascinacién mortal.) Como si no se hubiese percatado del espanto de su novia, Cuco- anes la atrajo con mucho cuidado a su pecho y, cual si se tratara de una mufieca, se puso a mecerla. Pero cuando acercé més la cara para besarla, Lenora se enredé entre las barbas, dio un grito y se tapé los ojos. Cref que se habia desmayado pues se qued6 blanca y su cuerpo se qued6 colgando, fldcido, de los brazos de su prometido. Esta vez, Cucoanes sf comprendié. La colocé con cuidado en la camioneta (de donde, con la ayuda del chéfer, la bajé inme- 136 Un hombre grande diatamente) y nos hizo sefias de que nos podfamos ir. Tenia el semblante de piedra. Ni siquiera una sonrisa animaba ya sus ojos ni sus labios volvieron a abrirse mas. Le grité que tenfamos cosas para él en la camioneta, herramientas, vituallas y botas. No qui- so ofr nada y cuando, al suponer yo que habia entendido lo que le decfa, comencé a descargar las cosas de la camioneta, se enfa- dé y nos amenaz6 gesticulando con el brazo que lo tirarfa todo al valle si no nos las llevaébamos de vuelta. Hice un ultimo intento y saqué las botas. Las cogié nervioso y las arrojé por encima del bosque, de tal suerte que desaparecieron. —jEs inttil! -me susurré Lenora~. Vale ms que nos vayamos. Es el fin. Le hice sefias con la mano de que nos fbamos y nos desed buen viaje agitando el brazo un rato por encima de su cabeza. Lo dejamos alli, en mitad del camino, con el sol golpeandole enci- ma, como si fuese una montafia. * Volvi a verlo por dltima vez dos semanas después. Lo que su- cedié en esas dos semanas: la campajia de prensa contra los mé- dicos que lo habfan dejado escapar y contra la policia que no lo- graba encontrarlo; el premio ofrecido por un excéntrico millonario suramericano a quienes lo capturaran vivo y lo mos- traran, las batidas organizadas en los montes Bucegi y luego prohibidas por una orden de muy alto nivel, ya que a un ser hu- mano inocente no se le podia cazar como a una fiera salvaje; todo eso estd todavia lo suficientemente fresco en la memoria de los lectores para que haya necesidad de recordérselo. De vez en cuando, Ilegaban rumores a Sinaia 0 a Predeal de que el macrdén- tropo habia sido visto junto a un manantial o bajando del bos- que, pero esos rumores eran tan contradictorios y los pormenores que se daban tan fantdsticos (que era como una montafia de grande, que tenia muchos brazos y muchos ojos, que lanzaba ro- 137 Relatos fantdsticos dando gigantescas rocas al valle, que lo habian visto comiéndose vivo a un bifalo, etc.), que la gente empezaba a dudar de la au- tenticidad de las visiones. Los tinicos indicios fehacientes de la existencia de mi amigo en los Montes Bucegi y en Piatra Craiu- lui eran los troncos de arbol arrancados y las huellas de su paso por algtin bosque menor. Por otro lado, tal y como declaraban to- dos los que sostenfan haberlo visto, él sélo se desplazaba por la noche; durante el dfa permanecia escondido en algtin despefia- dero inaccesible. No se hallé ninguna otra clase de huellas. La tienda y las cosas transportadas por nosotros habian desapareci- do como por encanto. Innumerables personas acudieron a explo- rar el valle donde lo dejamos la tiltima vez, pues el chéfer habia sido bastante preciso en las declaraciones hechas a los periodis- tas, pero nada pudieron encontrar, ni siquiera rastros de una fo- gata. Dos semanas més tarde, al anochecer, me encontraba en el coche de un amigo en la carretera que va de Moroieni a la cen- tral eléctrica de Dobresti. Habfamos pasado el sanatorio Moroie- ni cuando, frente a uno de los innumerables recodos por los que serpentea la carretera, un grupo de hombres nos hizo sefias para que nos detuviésemos. A la luz de la luna vi la impronta del te- rror en sus rostros. Eran obreros que volvian de su trabajo y todos blandian con fuerza picos y palas como si se preparasen a librar un desesperado combate contra la muerte. —jEs la vision, hombre, la visién, esté en el bosque! —acerté a balbucear uno de ellos. ~Est4 venga a mover el bosque —dijo otro-. jEs la visi6n, un gigante como nunca se ha visto! jEs el mismo demonio, es él! En ese momento, se oy6 un tremendo crujido y una avalan- cha de pedruscos y guijos invadieron la carretera por todos lados. Todos nos quedamos yertos. Los hombres se apelotonaron alre- dedor del coche levantando los picos. Y entre los Arboles, encor- vado para ocultarse y protegiéndose la cabeza de las copas més al- tas, aparecié mi amigo Cucoanes,. Iba completamente desnudo, 138 Un hombre grande salvo unas mantas andrajosas anudadas de cualquier manera al- rededor de las caderas. Cuando al llegar a la carretera enderezé el cuerpo parecfa tres veces més alto que la ultima vez que lo habia visto. (Pero sobre su altura, las opiniones estuvieron luego enor- memente divididas. Mi amigo decfa que no media mas de quince 0 dieciséis metros; yo me inclinaba por veinte o veintidés, y al- gunos de los obreros opinaban que pasaba incluso de los treinta.) Segufa conservando la perfecta proporcién corporal, lo que le hacia parecer una persona a pesar de sus monstruosas dimensio- nes. Sdlo la barba le habia crecido prodigiosamente y le caia a oleadas sobre su pecho inmenso. Pisaba sin mirar y, sin duda, nos habria aplastado de no haber visto los faros encendidos del co- che. Como si esas luces le hubiesen recordado algo todavia im- portante para él, se detuvo un instante e incliné ligeramente la cabeza hacia nosotros. Pero inmediatamente se encogié de hom- bros y siguié su camino. Bajé al valle y comenzé a subir tranqui- lamente, sin prisas, la cresta de la desforestada colina de enfren- te. En seguida llegé y pudimos ver su silueta plateada a la luz de la luna dibujandose en el cielo limpido, con la barba ondeando al viento, como una aparicién del fin del mundo. Eso fue todo. Y ésa fue, me parece, la tiltima vez que Eugen Cucoanes fue visto realmente por un grupo de personas a quienes no se podfa acusar, como a tantos otros, de haber tenido aluci- naciones. Durante meses se buscé a Cucoanes por todas partes. Las noticias que circularon sobre él no pudieron confirmarse de ninguna manera. En octubre, segtin decian, lo avisté un grupo de labriegos que volvian del campo a medianoche, en Bardgan. Se- gun el testimonio de algunos de ellos, sus pasos distaban de cua- renta a cincuenta metros uno de otro. Pero sus huellas siempre se borraban por la Iluvia pues Cucoanes no salfa mas que en tiempo Ilavioso (quiz precisamente para que se borraran sus huellas o porque temiese pisar a gente que, por la noche, estuviese traba- jando, era por lo que salfa siempre de noche y cuando hacfa mal tiempo, cuando sabia que todo el mundo descansaba). A finales 139 Relatos fantdsticos de dicho mes, al parecer lo vieron al norte de Constanza, diri- giéndose al mar. Algunos dijeron que lo vieron entrar en el mar y nadar pero, tal y como probé la investigacién Ilevada a cabo dias después, esos testimonios estaba desprovistos completamen- te de fundamento. Y, muy poco después, no volvié a saberse nada mas de Eugen Cucoanes. Cascaes, febrero de 1945 i z i DOCE MIL CABEZAS DE GANADO Doudsprezece mii de capete de vite El hombre levanté la botella vacia en el aire y, moviéndola significativamente, hizo sefias al tabernero de que le trajese mas vino. A continuacién sacé un pafiuelo de colorines del bolsillo de la chaqueta y se puso a secarse la frente, abstrafdo. Era un hombre de mediana edad, bien formado, mas bien grueso, de cara redonda, congestionada e inexpresiva. El tabernero se acercé renqueante. -Si no han venido ya, es que no vienen —dijo poniéndole de- lante una garrafa—. Son casi las doce... El hombre lo miré sonriendo, retorciendo incrédulo el pa- fiuelo de colores entre los dedos. -jYa no vienen! -repitié el tabernero despacio, subrayando las palabras. Como si en ese mismo momento lo oyese, el hombre sacé nervioso el reloj, echo la cabeza hacia atrds y miré a distancia las manecillas, largamente, frunciendo el cefio y sin pestafiear. —Las doce menos cinco ~dijo en voz baja, como si no diese crédito a sus ojos. Con gesto breve y repentino, solté el reloj de la gruesa cade- na de oro que le colgaba de la correa y se lo tendié al tabernero con una sonrisa de complicidad. -jVamos, cdjalo! {Qué dice? ;Cudnto cree que vale? 141 Relatos fantdsticos El tabernero lo sopesé un rato con ambas manos, indeciso. —Pesa —dijo al cabo—. Se dirfa que no es de oro. Pesa mucho para ser de oro. —-Es un reloj imperial. Lo compré en Odessa. Pertenecié al zar. Y como el otro, tras menear varias veces la cabeza asombrado, hizo ademdn de volverse al mostrador, lo retuvo asiéndolo del brazo. —Me llamo Gore —dijo-. Coja un vaso y venga a beber con- migo. lancu Gore, hombre de confianza y de futuro. Eso me di- cen los amigos. Un camién cargado hasta los topes pasé por delante de la ta- berna, haciendo temblar los cristales de la Gnica ventana que atin los tenfa. Apoyando la barbilla en la palma de la mano, son- riente, Gore contemplaba con interés los movimientos del ta- bernero. Lo vio coger un vaso de debajo del mostrador, enjuagar- lo cuidadosamente y llevarselo ante los ojos varias veces. Con él en la mano, el tabernero se dirigié a la mesa, sin prisas, arras- trando la pierna. Cuando se sirvi6 de la garrafa, concentrado, en silencio, Gore le pregunté bajando la voz: —jConoce a un tal Paunescu? —jAl sefior Paunescu, de Hacienda? Se llevé el vaso lleno a los labios pero se detuvo, de pronto, como si en el tiltimo instante hubiese recordado algo. —Si, de Hacienda —confirmé Gore. El tabernero vacié el vaso de un trago; acto seguido, se secé los mostachos con el dorso de la mano. -Vivia ahi al lado, en el ntimero 14, pero se ha cambiado. Se cambié después del bombardeo —afiadié guifiando un ojo con ironia-. Dicen que recibié una orden del Ministerio... Y volvié a guifiarle el ojo. Pero Gore no lo vio. Estiré el bra- zo por la mesa y, con un gesto maquinal, cogié el pafiuelo. Volvid a secarse la frente y la cara abstrafdo y casi con repugnancia. -No me dijo nada. Me dijo que si le necesitaba no lo busca- ta en el Ministerio sino que viniese directamente aqui, a la ca- 142 Doce mil cabezas de ganado Ile Frumoasei. Pero en el ntimero 14 ya no vive nadie. Esta de- sierto... Se mudé después del bombardeo -repitid el tabernero vol- viéndose lentamente al mostrador-. jLa de muertos que hubo ese dia! Dos taxistas entraron meditabundos sin decir una palabra y se sentaron en la mesa que habja junto a la ventana que atin con- servaba el cristal. Gore volvié a consultar su reloj manteniéndo- lo bien lejos de los ojos. —Las doce y diez -suspiré muy serio. -Ya no vienen —dijo el tabernero—. Nos hemos librado hoy también. Gracias a Dios y a su Santa Madre nos hemos librado. Gore se metié rapidamente el reloj en el bolsillo del chaleco, dio un fuerte golpe en la mesa y grité: —jLa cuenta, patrén, que hay prisa! Seguidamente, con un breve esfuerzo se levanté de su asien- to, cogid el sombrero y se acercé vacilante al mostrador. —jHay prisa que tenemos faena! -dijo varias veces, en voz muy alta, como si se dirigiese a todos los presentes. Conté varios billetes y, sin esperar la vuelta, le tendié la mano al tabernero y se la estreché con fuerza. ~Volverd a ofr hablar de mi -le dijo—. Oird hablar de Iancu Gore. Al llegar a la calle se topé con el calor tibio de ese mediodia de mayo. Olia a escaramujo y a escombros. Gore se encasqueté el sombrero y eché a andar despacio. —jGranuja! -mascull6 entre dientes cuando pasé por delante del numero 14. Era una modesta casa de barrio, cuyas paredes enlucidas pre- sentaban numerosas grietas. —jEstafador! Me lleva en palabras mientras el sefior se prepa- ra la evacuaci6n. jCobarde! jEstafador! Me saca tres millones y se las pira para ponerse bien a cubierto. A mi me deja aqui, solo, a merced de las bombas. 143 Relatos fantdsticos De repente, aceleré el paso, rabioso, pero al llegar al extremo de la calle se pard en seco, solté una sarta de maldiciones y dio media vuelta casi corriendo. Frente al nuimero 14 se quité el sombrero y apoyé la mano entera en el timbre. Permanecié asi un buen rato, con el sombrero en una mano y la otra apretando el timbre, escuchando el sonido que parecia venir de muy lejos, y que a él le llegaba solitario y siniestro desde lo mas hondo de la casa desierta. Noté que gruesas gotas de sudor le bafiaban las ce- jas pero no quité la mano del timbre para secarse. Estaba hecho una furia. Entonces se oyé, estridente e inverosimil, la sirena. Gore pre- sintid que las piernas le iban a flaquear y alz6 la vista desespera- do. El cielo era de un azul pélido, con algunas nubes blanqueci- nas deslizindose a la ventura, como si no supieran muy bien hacia donde ir. «jEstan locos! Son més de las doce. (Qué bicho les habra picado?», pensd. Se puso a buscar tembloroso el pafiue- lo y se lo pas6 maquinalmente por el rostro. Le parecié ofr voces en las casas vecinas, varios portazos y el grito agudo de una mu- jer joven. —jlonica! —grité la mujer—. {Dénde estas, lonicd? Gore miré de soslayo por todas partes, luego bajé resuelta- mente la cabeza hasta clavarse la barbilla en el pecho y eché a correr calle arriba. La sirena se apagé exhalando un largo y ulti- mo gemido de terror. «Seis mil cabezas de ganado de la mejor ca- lidad», pens6 Gore. «Hasta tengo el permiso de exportacién. Solo falta el visto bueno del Ministerio de Hacienda...» En ese momento vio pegado a una valla el tipico cartel con un dedo fn- dice pintado de negro: A 20 metros, refugio antiaéreo. Sintié que la sangre se le agolpaba en las mejillas y eché a correr mas répi- do. Cuando llegé a la portezuela de entrada y la abrié, oyS muy cerca el breve toque de silbato de un guardia. Guiado por el cartel del dedo indice pintado de negro, Gore se dirigié a una especie de sétano en el fondo del patio. En la puerta se lefa con letras maytisculas: Refugio para diez personas. 144 Doce mil cabezas de ganado «No ha dado tiempo a que se Ilene. Encontraré sitio», dijo para sus adentros Gore y abrié la puerta. Era una habitacién pequefia con suelo de cemento y una ventana tapada con yeso. Una bom- billa sucia colgaba del techo; una caldera de agua y varios sacos de arena se encontraban colocados junto a la pared. En medio de la habitacién, dos bancos de madera. Un anciano y dos mujeres lo vieron entrar sin manifestar ninguna curiosidad. —jBuenos dias! —dijo Gore con la respiraci6n entrecortada pero esforzandose por sonrefr—. Menuda carrera —continué mien- tras procedia a secarse la cara con el pafiuelo-. Crefa que hoy ya no vendrian. Como habfan dado mas de las doce, crefa que ya no vendrian. —Yo les digo que no es una alarma de verdad ~dijo el viejo con una voz sorprendentemente grave-. Lo he ofdo esta mafiana por la radio. Est4én haciendo ejercicios aéreos. Anoche también lo dijeron. jEs un ejercicio! Se enardecia al hablar. Era un viejo de buena planta y de her- moso semblante; de espesa cabellera canosa y sus ojos, de tanto pes- tafiear, parecian estar inundados de lagrimas. Una de las mujeres volvié la cabeza y lo miré irritada. Podia ser vieja pero no podia cal- culdrsele la edad. De rostro ancho y aplastado y con una mancha, boca grande y casi deforme y dientes amarillentos y mal formados. Tras lanzarle una mirada larga y burlona se volvié a su vecina. —jSefiorita, yo no quiero estar mds aqu{! No me gusta este s6- tano. Desde esta mafiana me tiembla el ojo izquierdo. Eso es mala sefial... —jElisaveta! —dijo la otra para interrumpirla. -Yo digo que volvamos a casa, sefiorita —continué la mujer hablando cada vez mas deprisa-. En casa estamos mejor. Yo digo que... —jElisaveta! —le grité la otra-. No me pongas nerviosa que se me sube la sangre a la cabeza y me pongo mala... La mujer parecia tener unos cincuenta afios. Era flaca y tenia la nariz larga y los ojos frios y descoloridos. Iba sobriamente ves- 145 Relatos fantdsticos tida pero con coqueterfa. Nerviosa, estaba continuamente ajus- tdndose un chal rosa palido alrededor del cuello. Gore compren- dio en seguida que se trataba de una persona de condicién y, tras hacer varias inclinaciones de cabeza, solicité permiso para sen- tarse en el banco de enfrente, junto al viejo. Pero ninguna de las mujeres le respondié al saludo. —Yo soy de Pitesti —dijo él un poco cortado-. He venido aqui por negocios. Doce mil cabezas de ganado de la mejor calidad. Tengo permiso de exportaci6n, tengo todo lo necesario... |Es que uno es Gore, Iancu Gore! ~afiadié bajando un poco la voz y mi- rAndolos a todos, uno por uno, con una ladina sonrisa ilumindn- dole el rostro. Pero nadie parecfa haberle escuchado. Lo miraban con una incretble indiferencia, como si no estuviera alli, junto a ellos. Elisaveta no paraba de santiguarse murmurando una oracién. —jHas trafdo las sales? —le pregunt6 nerviosa su ama. La mujer asintié con la cabeza pero continué rezando en voz baja. —{Deja ya de rezar que nos vas a traer la negra! -exclam6 la se- flora. Gore precisamente iba a persignarse y cambié de parecer. —A lo mejor tenemos suerte y se van més lejos, hacia Ploiesti —dijo—. Puede que sdlo hayan pasado por aquf para asustarnos. A ellos lo que les interesa es Ploiesti. Los pozos, el petréleo... No le contest6 nadie. El viejo parecfa irritarse otra vez. ~He ofdo, con mis propios ofdos, esta mafiana en la radio que iban a hacer simulacros de defensa antiaérea —dijo. Se levanté de repente del banco y se acercé a la puerta. Incli- n6 un poco la cabeza y se qued6 a la escucha. Gore, aparentando calma, sacé el reloj, lo sopesd largamente con la mano derecha y luego se lo pasé a la izquierda. Con paso liviano y receloso, el vie- jo volvié al centro de la estancia. —Es un reloj imperial -se lo ensefié Gore-. Lo compré de oca- sién en Odessa. Pertenecié al zar... ;Céjalo, se va a asombrar! 146 Doce mil cabezas de ganado yy Tba a soltarlo de la gruesa cadena de oro cuando el viejo, que i parecia no haberlo ofdo, se dirigié a la sefiora: —jHa vuelto a tener noticias de Paunescu, querida sefiora Popovici? —pregunt6 con una sarcdstica sonrisa. -{Y a usted qué le importa? —troné toda tiesa Elisaveta—. |Més valdria que pagara el alquiler! —jElisaveta! {Haz el favor de no meterte! —la interrumpié su 1 ama. Luego le dirigié una corta mirada al viejo y se encogié de * hombros sin decir una palabra. Repentinamente sobresaltado, Gore siguid sopesando el reloj simulando no escuchar. —Yo le adverti que no era una persona seria ~dijo el viejo—. Yo también tengo mis contactos. Me he informado, no vaya usted a creer... Gore sintié que lo invadfa la ira. Si Paunescu hubiese sido honrado, si hubiese sido hombre de palabra, hace mucho que le habria conseguido la autorizacién de Hacienda, para lo cual le habfa dado un anticipo de tres millones. Y ahora estarfa con el género en la frontera: seis mil cabezas de ganado. Cuarenta mi- llones de ganancia neta. No habria estado perdiendo el tiempo por Bucarest ni lo habria pillado el bombardeo... —jConoce usted a Paunescu? -se dirigié al viejo incapaz ya de contenerse—. {A Paunescu el que est en Hacienda? El viejo se content6 con alzar los hombros, sonriendo sin mi- rarlo. —jCémo si yo no lo conociera! En fin, yo he cumplido con mi obligacién previniéndola a tiempo. —jLo conoce usted bien? ;Qué clase de persona es? —pregunté en voz baja Gore. Como si no lo hubiese ofdo, el viejo pasé por delante de él y volvié a sentarse en el banco. «jEstan locos! », dijo para sus aden- tros Gore. Volvié la cabeza, escupié y se secé la boca con el pa- fiuelo. —jSefiorita, yo no quiero estar mas aqui! -exclamé Elisaveta 147 ree CO Relatos fantdsticos poniéndose en pie de un salto-. Ya est4 temblandome el ojo otra vez. —jEstds loca! -dijo la sefiora Popovici asiéndola del brazo. Gore hizo la sefial de la cruz y escupié de nuevo volviendo la cabeza. Si sdlo es un ejercicio, ja qué ha venido usted? -se dirigié Elisaveta al viejo con rudeza, casi chillando—. {Y por qué se ha quedado aqui? Ha venido sélo para hacernos rabiar a nosotras. En ese momento, Gore oyé la sefial de cese de la alarma y se levant6 del banco. -jNos hemos librado! —grité. -Yo también vivo en esta casa y, segtin la ley, tengo derecho a venir a este refugio —respondié el viejo muy digno. —jGracias a Dios que nos hemos librado! —dijo Gore persig- nandose. Acto seguido se dirigié al viejo-: Tenfa usted razén. No ha sido un bombardeo. No se ha ofdo ni un cafionazo. {Y cuanto ha durado? -sacé répidamente el reloj y lo miré de lejos, arru- gando el entrecejo—. jNo ha durado ni cinco minutos! -Vas a volverme loca con tanto rezo —le susurré la sefiora Popovici a Elisaveta sacudiéndola del brazo. Gore los miré a todos con un solo golpe de vista y sonrié. —A lo mejor el Sefior ha escuchado sus oraciones y por eso no ha habido bombardeo —exclamé6 con regocijo. Se dirigié a la salida, pero delante de la puerta permanecié unos instantes indeciso, miréndolos de uno en uno. El viejo te- nfa la vista clavada en el techo. —jSe quedan? {No han tenido suficiente? Como nadie se decidia a contestarle, abrié la puerta de un tirén. —jHatajo de locos! —dijo entre dientes desde el umbral. Al poco de salir a la calle, reparé en que la luz del sol lo cega- ba y que caminaba a la ventura, sin mirar donde pisaba. «|Ese es- tafador de Paunescu!» Sentia que por su culpa habfa perdido la alegria. «Seis mil cabezas de ganado», se repetia continuamente, 148 Doce mil cabezas de ganado exasperado. «Cuarenta millones de ganancia neta. Me puso una venda en los ojos. Se ha burlado de mi. jHa engafiado a Iancu Gore!» Aceleré el paso pero sin conseguir aplacar su furor. Mar- chaba con el sombrero en la mano secdndose maquinalmente el rostro. Y, de repente, se encontré delante de la casa del ntimero 14. Se detuvo un instante y escupié al patio por encima de la verja. —jLadrones! —grité. Se puso el sombrero y se dirigié hacia la taberna. Volvié a en- contrar gustoso el frescor htimedo de su interior. Se senté en la misma silla en la que habia estado media hora antes. Al verlo, el tabernero le sonrié. ~También servimos comidas —dijo. ~Traiga primero vino y dos vasos —le pidié Gore. Y permanecié a la espera impaciente, tamborileando con los dedos en la mesa. Cuando Ilenaron los vasos, Gore le pregunté. -Vamos, patron, digame qué clase de hombre es Paunescu. {Qué sabe de él? El tabernero vacié su vaso un poco a la fuerza, chasqueando la lengua varias veces. —Se mud6 después del bombardeo —dijo. —Bueno, eso ya lo sé. Me lo dijo usted. Le preguntaba si lo co- nocfa bien. He ofdo decir que es un estafador. Que ha estafado a més de uno... El tabernero dejé el vaso en la mesa y meneé la cabeza. ~Yo no sé nada. No venfa mucho por aqui. -Se lo digo yo. Y de nuevo le asalté el pensamiento: «Seis mil cabezas de ga- nado. Ahora estarfa en la frontera». -Y voy a decirle algo mds —continu6 enardeciéndose-. Voy a decirle que nadie juega con Iancu Gore. Acuérdese de mi. Aqui hay una pasta gansa. Doce mil cabezas de ganado. Tengo el per- miso, tengo todo lo que es menester. Yo no voy a dejarme enga- fiar como la loca esa de la sefiora Popovici. El tabernero se estremecié y se le quedé mirando con estupor. 149 Relatos fantdsticos —jCémo sabe usted lo de la sefiora Popovici? {Quién se lo ha dicho? —Quien me lo haya dicho es cosa mia —dijo Gore con una mis- teriosa sonrisa—. El asunto es que no soy ningtin memo como la sefiora Popovici. -{Pobre sefiora Popovici, que Dios la tenga en su gloria! -mu- sit6 el tabernero e hizo, muy pio, una gran sefial de la cruz en todo el pecho. Gore se le quedé mirando desconcertado, pero con mirada dura. ~jQué bicho le ha picado? {Por qué se santigua? —le dijo con aspereza. —Fijese que han pasado cuarenta dfas desde que murié en el bombardeo y nadie le ha hecho un funeral —dijo el tahernero con un repentino cansancio en la voz. Gore se eché ligeramente hacia atras y lo miré con los ojos entreabiertos y el cefio fruncido. -Entonces no es ella. Yo le hablo de una sefiora Popovici, mu- jer de buena posicién, como de cincuenta afos. Una dama con una nariz larga. Vive aqui, un poco més arriba del estafador ese de Paunescu. Tiene una criada un poco loca también, una tal Eli- saveta. ~jPobre Elisaveta! -sonrié tristemente el tabernero-. La co- nozco desde que vino de Constanza hard doce o trece afios. Cuando se qued6 viuda la sefiora Popovici. Los he conocido a to- dos. Venfan por las tardes aqui, cuando tenfamos terraza. St, iy qué le pasa a ella? -lo interrumpié nervioso Gore. También murié en el bombardeo. Fue el 4 de abril, ya sabe, cuando se pensé que se trataba de un simulacro, que lo habian di- cho por la radio... —jQué va, hombre, si no han muerto! Se lo digo yo. Las he visto hace un rato, las he oido hablar yo mismo, con estas ore- jas... El tabernero movié la cabeza sonriendo incrédulo. 150 Doce mil cabezas de ganado —Entonces no eran ellas, que en paz descansen. Cayé una bom- ba en el mismisimo refugio, al fondo del patio. La casa se derrum- b6, se vino abajo por la potencia del aire, pero la bomba dio de lle- no en el refugio. No encontraron nada... La de gente que también murié entonces —afiadié bajando la voz como si temiese algo. Gore lo escuchaba cefiudo, con la boca entreabierta. Se sacé en silencio el pafiuelo y comenzé a pasarselo nervioso por la cara. igame, patron. Usted quiere tomarme el pelo. Si piensa que porque antes me bebi dos cuartillos de vino en ayunas he perdido la cabeza... Pero usted no me conoce a mi. Yo, cuando el vino es bueno, me bebo una cuba entera. Vaya a Pitesti y allf le dirén quién es Iancu Gore. A mi me sobran los millones, patrén. Siento haberme enredado con el estafador ese de Paunescu. Por- que todo lo tenia en regla, tenfa todo lo que era menester... El tabernero lo escuchaba intimidado, intentado sonrefr. —A lo mejor la ha confundido con alguien -traté de excusarse. —Pero no le digo que hace un rato he ofdo a la sefiora Popovi- ci y a Elisaveta peledndose con el inquilino... —jCon el sefior juez? -lo interrumpié asustado el tabernero-. iCon el sefior Protopopescu? También se ha enterado de eso? —Estaban alli, en el refugio, y entendi de qué iba el asunto. Que no le habia pagado el alquiler. El tabernero lo miré largamente. —jPero qué buscaba usted en el refugio? -le pregunté al poco para cambiar de conversacién. —No es que tuviera miedo, pero cuando dieron la alarma en- tré, como todo el mundo, en el refugio. Esas son las érdenes... —Hoy no ha habido ninguna alarma —murmuré el tabernero y bajé culpable la mirada. Gore tamborileé unos segundos los dedos en la mesa tratando de dominarse. —jQué hay de comer para hoy? —pregunté de pronto. —Carne con col. ~Trdigame una racién doble. 151 Relatos fantdsticos El tabernero se metié en el mostrador y desaparecié en la co- cina. Gore record6 cémo se habia santiguado y se eché a refr. ~jHatajo de locos! —dijo entre dientes. Un grupo de obreros entré en ese momento y, por un instante, se quedaron mirandolo cémo se refa él solo. Luego se sentaron en la mesa de delante de la ventana que atin conservaba el cristal y se pusieron a hablar entre ellos. El tabernero volvié con una ban- deja en la que llevaba un gran plato humeante y medio pan. -jHoy también nos hemos librado, sefior Costica! —dijo uno de los obreros—. Ponga una ronda de chuica. —Sélo ha sido un ejercicio —dijo Gore volviendo la cabeza-. No ha durado ni cinco minutos. Al parecer, lo habfan avisado por la radio. De haberlo sabido, no hubiese entrado en el refugio. El tabernero volvié al mostrador y llené atentamente los va- sitos de chuica. -EI sefior dice que ha habido alarma —dijo de pronto arman- dose de valor. -Un ejercicio! -grité Gore con dificultad pues tenia la boca llena. -No ha habido —dijeron varios de los obreros al unisono-. Ejercicio lo hubo la semana pasada. Hoy no ha habido nada. —Dice que ha visto y ha ofdo a la sefiora Popovici y a Elisave- ta, las de la casa grande con verja —continué el tabernero-. Y al sefior juez Protopopescu, el inquilino de la sefiora Popovici. En el mismo sitio en que cayé la bomba, en el refugio. Los hombres dirigieron su mirada a Gore que coma a dos ca- trillos, conteniendo a duras penas su irritacién. —Hemos estado trabajando allf una semana entera para des- pejar la calle dijo uno de los obreros-. La verja fue lo tinico que qued6 en pie. —Se estaré confundiendo con alguien —dijo otro. Gore ladeé la silla para poder ver mejor. Se secé la boca y la cara con la servilleta y la tiré con gesto de fastidio sobre la mesa. —jQuién se apuesta conmigo una garrafa de chuica? —dijo le- vantdndose muy decidido de la mesa. 152 Doce mil cabezas de ganado —{Qué clase de apuesta? —pregunté uno. —Que les ensefio el refugio y luego a la sefiora Popovici y a Eli- saveta. Voy a su casa, le explico que hemos hecho una apuesta y le pido que haga el favor de salir a la puerta o por lo menos a la ventana y les diga algo. Unos cuantos se echaron a reir. -Estd un poco lejos —dijo uno de los obreros. —jVen cémo no tienen valor? -grité triunfante Gore. —Pues yo si apuesto con usted —dijo un joven levantandose y vaciando de un trago su vasito de chuica—. He estado trabajando en la casa del nimero 74, la de la verja. Gore lo esperaba en medio de la taberna, sonriendo, y le es- treché la mano con las dos suyas para que todos viesen que se ha- bia hecho la apuesta. Inmediatamente después volvié a su mesa, cogié el sombrero y se dirigié a la salida. Varios obreros se levan- taron ruidosamente de la mesa y lo siguieron. —jPrepare café que en seguida estaremos de vuelta! —le grité Gore desde el umbral al tabernero. El calor de la calle le parecié anormal. Sélo estaban a media- dos de mayo y le parecia que la acera quemaba como en pleno ve- rano. No obstante apret6 el paso cejijunto y cuando pas6 por de- lante de la casa de Pdunescu ni siquiera levanté los ojos para mirarla. Los hombres lo alcanzaron en seguida, pero viendo que no decia una palabra lo dejaron que siguiera solo delante. Habla- ban entre ellos riéndose para sus adentros. A los cinco minutos, el joven se adelanté unos pasos y lo cogié del brazo. -jYa hemos llegado! —le dijo. Gore se paré y lanz6 una breve mirada por encima del hombro a la casa. Una verja de hierro en forma de lanza se mantenjia todavia clavada en su ancha base de cemento. De la casa no habia quedado més que la escalerita de piedra de la entrada: unos cuantos peldafios que se perdfan en una masa informe de ladrillos, vigas y escombros. —Esta no es —dijo Gore negando con la cabeza e hizo ademén de seguir adelante. 153 Relatos fantdsticos —Este es el ntimero 74 —dijo el muchacho-. La casa de la verja. -Eso no me importa —dijo Gore sombrio—. Me he apostado que te ensefio a la sefiora Popovici. Venid conmigo, no falta mucho. Y echo a andar de nuevo. Pero tras dar unos pasos comenz6 a mirar a todas partes, desorientado. El aire olfa a humo y a es- combros. La acera presentaba a trechos abundantes destrozos y en algunos tramos ni se reconocia. En esa parte de la calle, en una extensién de decenas de metros, no habia quedado una casa en pie. Sdlo se vefan acd y acullé algtin que otro muro apuntala- do 0 trozos de escaleras interiores curiosamente suspendidas so- bre las ruinas. Gore miré nervioso a la otra parte de la calle. Allf atin quedaban algunas casas intactas pero casi ninguna tenfa cris- tales. Las ventanas estaban medio tapadas con tablas clavadas. —Hubo una lluvia de bombas —dijo alguien. Gore eché a andar y el grupo lo siguié de buen humor. A los pocos minutos, el joven volvié a agarrarlo del brazo. —La calle Frumoasei se ha terminado —le dijo—. Esta es la calle Gradinilor. Al final esta la parada del tranvia. —jY a mi qué me importa? —le espet6 furioso Gore. Dio unos pasos mas. Luego se par6 triunfador delante de un cartel con un dedo indice pintado de negro. El dedo le indicaba la direccién por donde habia venido. Con grandes letras decfa: Refugio antiaéreo a 100 metros. Alguien habfa escrito con un l4piz quimico: Calle Frumoasei n* 74. Es allf, donde yo le dije -exclamé el joven cuando leyé el cartel por encima del hombro de Gore. Gore giré la cabeza y volvié a mirar la calle desierta por don- de habia venido. Encontré las mismas ruinas, los mismos monto- nes de ladrillos y escombros, de los que se desprendfa solitaria al- guna que otra viga encorvada. «Todo esto por culpa de ese estafador de Paunescu. Ahora estaria en la frontera con seis mil cabezas de ganado», dijo para si. —jHatajo de locos! 154 Doce mil cabezas de ganado Se disponia a partir pero los hombres gritaron a sus espaldas entre risas: —jEh, oiga, la garrafa! jNo habfamos quedado en eso? Siguié andando sin volverse unos segundos. Pero el joven hizo bocina con las manos en la boca y le grité con toda su fuerza: —jLe ha pagado al tabernero? ;O es que quiere darle un sablazo? Se paré en seco, con las mejillas ardiendo, y se volvié resuel- to hacia ellos. —Vosotros no sabéis quién es Gore —les dijo de lejos sacando la cartera—. No habéis ofdo hablar de Iancu Gore, hombre de fiar y de futuro. Pero ya oiréis, ya... Oiréis hablar de Iancu Gore... Y comenzé a contar nervioso los billetes con una forzada son- tisa. Un nifio se cruz6 entonces. Una mujer joven lo vio de lejos y le grité: —jlonica! {Dénde has estado, Ionica? jLlevo una hora bus- c4ndote, demonio! Paris, diciembre de 1952 155 NOTAS 1. En espafiol en el original. (N. del T.) 2. Alusin a una leyenda tradicional rumana. (N. del T.) 3. Es costumbre entre los ortodoxos rumanos colocar una vela encendida junto a alguien cuando muere. Morir sin la vela es considerado una gran desgracia, algo propio de gente marginal. (N. del T.) 4. En ruso, “amigo”, palabra muy parecida en rumano, “prieten”. (N. del T.) 157 INDICE Uniformes de general ©0266... cee eee eee eee eee eee \ Tan occ ec c ec eceeeecere nee teen eee ees t Un hombre grande 2.16.06. e eee e cece eee teen eee ee Doce mil cabezas de ganado... 1. eee ee eee eee eee Notas 1. ee cece eee cence ene eee nent e eee n eee 159

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