LOS DEGOLLADORES
LOS DEGOLLADORES
Durante un largo rato me entretuve, ajeno a todo,
observando el trabajo de unos hombres que estan dego-
Nando el ceibal. Conozco al Portugués y a otro medio
barbudo... Al Portugués porque todos lo conocen en el
arroyo y afios después supo morir a manos de Pascasio;
al barbudo, porque antes lo he visto zanjear en montes de
los Morro. Los otros dos son nuevos en estas islas: gente
de paso. Ellos también me han visto.
Espero ala Gringa, y me doy cuenta con desasosie-
go de que ellos lo sospechan, lo adivinan o sencillamente
lo saben. No seria raro que me hayan visto con la Gringa
en alguna otra ocasi6n. Me alejo entonces hacia la costa,
y desde allf oigo el chasquido de los machetes dando
contra la banda, casi femenina, madera del ceibo.
Para echar abajo un ceibo no es necesario cortarlo.
Se lo “deguella”, no més, arranc4ndole una franja de
corteza en todo el perimetro del tronco. Al poco tiempo,
el ceibo se pudre y se viene abajo solo, de a poco, a
pedazos. Si uno lo piensa, el procedimiento, aunque
rapido y eficaz para limpiar un lote destinado a planta-
cién, es muy cruel. Mucho més cruel que cortar lisa y
llanamente el tronco. Esto seria un asesinato. Pero lo
otro es una especie de sofocacién despaciosa; es conde-
nar al 4rbol herido a una muerte mas lenta y dolorosa,
como si con degollarlo, se le contagiara también una
lepra.No quiero pensar en esto. No quiero pensar en nada
mientras espero a la gringa. Trato de refugiar mi visia y
mis pensamientos en el fulgor del rfo. Algunos reverbe-
ros me dan en fos ojos. El sol -atin por encima de los
4rboles de la otra orilla- se halla en la mitad de su camino
hacia el poniente. Es una hora dulce y gloriosa, como de
sébado, buena para soffar con el amor de la Gringa y no
para entreverarse en cl odioso trabajo de degollar unos
ceibos. El impacto de los machetes, uno tras otro, no me
quiere dejar. Doy unos pasos més, siempre por la costa,
pero no debo alejarme del lugar convenido. Ahora el
ruido de los machetes parece que viniera desde la otra
banda, y esa confusién o error de mis ofdos me divierte.
No es probable que la Gringa me falle.
Hay una sola nube grande en el cielo, y la tarde, si
no fuera por los degolladores, caerfa totalmente serena.
Terminan con un 4rbol y van a empezar con otro.
Pienso que el eco del tiltimo machetazo me ha llegado
con una breve tardanza, 0 sea que cuando el hombre ya
habfa dejado de golpear, yo todavia lo escuchaba. Pero
este raro pensamiento me hace acordar de los
degolladores, y entonces entrecierro los ojos hasta ver
como a través de una espuma brillante, deshecha la luz
del sol en un millén de monedas azules. Ahora los
machetazos llegan muy claros desde la orilla de enfrente.
También oigo desde el mismo lado las voces de !os
hombres y alguna risa,.despyés de una pausa con los
machetes, como si aquellos barbaros celebrasen um
verdadero deguello.
Me siento y recuesto la cabeza contra el tronco deLOS DEGOLLADORES
un laurel.
Calculo que la Gringa tiene que hacer media legua
de camino sinuoso para errar los fachinales y venir por
el albard6n. La veo salir de su casa. Me Ja imagino rubia
como es, asustada, la cabellera suelta, sorteando con
dificultad las enredaderas y los troncos cafdos y a veces
cayéndose entre cl malezal. Poco a poco, la Gringa, a
medida que corre, salta 0 se cae, va tomando ese color
rosado en lacara y ese brillo en los ojos. Se va perfuman-
do, y las respiraciones de su pecho se van haciendo mas
profundas, como cuando la abrazo con toda mi fuerza y
el coraz6n le llega a todas partes, latiendo; su cuerpo
vibra, y entonces ella se abandona, abre los brazos y
estalla en una risotada de ahogo y placer.
“Cuando legue, la Gringa vendrd oliendo a madre-
selva”,
Aunque temprano, parece que los hombres hubie-
sen dejado de trabajar. Pero sus risas y palabras, incom-
prensibles y puras en medio del silencio, me adormecen
e inquietan al mismo tiempo, hasta que después de un
rato se pierden y dejo de ofrlas....
~iAyyy! jAyyy!
E] alarido femenino y desesperado entra en mis
ofdos como una puiialada.
“jLa Gringa!” - me digo.
Deunsaltome pongodepie y corro hacia el monte.
“Con raz6n ya no escuchaba a los hombres”.
Salto una zanja y alld los veo, medio inclinados,
forcejeando. Todavfa no me hart visto. Los gritos de
9JUAN JOSE MANAUTA
socorro de la Gringa provienen de allf mismo. Cuando
Hego, me abalanzo sobre ellos. El Portugués y el barbu-
do se abren, como dindome cancha, mientras los otros
enelsuelo se ocupan de la Gringa, que grita y pataleacon
los cuartos al aire. El barbudo y el Portugués se cierran
sobre mf y entre los dos me sujetan con una fuerza de
bueyes. Yo también grito y los otros no pueden con la
Gringa, que se defiende ya s6lo a mordiscones y pata-
leos. Uno de los hombres trata de asustarla y le arrima el
machete a la garganta, mientras el otro le hurguetea
debajo de la pollera. Yo quiero desasirme, pero la fuerza
multiplicada del Portugués y del barbudo me mantienen
inmovil. La Gringa, ante la doble amenaza del machete ,
y de la mano entre sus piernas, ‘al tiempo que chilla, se
estremece en un esfuerzo supremo y mueve hacia ade-
lante la cabeza, buscando morder. La punta del machete
penetra nftidamente en su cuello y el borbotén de sangre
ciega al degollador. No sé si grito o Horo. Ya no sé si
hago fuerza. No siento nada. S6lo el borbotén de sangre
palpitante en el cucllo de la Gringa. Ante el desastre, tal
vez. el Portugués y el barbudo aflojaran mis brazos, pero
yo no me doy cuenta. Los otros se levantan y nos miran.
La Gringa queda en el suelo, inmévil, en medio de las
madreselvas de la maciega aplastada. Ahora todos la
miramos con horror. La sangre le brota cada vez con
menos fuerza, hasta que el tiltimo chorro coincide con un
estremecimiento de sus piernas. Tiene las faldas subidas
hasta la cintura. Las piernas blancas y los muslos estén
sucios de sangre, hojas y corolas deshechas, Un girén de
su bombacha celeste le tapa pidicamente el vello....
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Un golpe de brisa sacude mi rostro. Habfa cerrado
los ojos. Alguien, muy cerca, rfe. Una mano se apoya cn
mi hombro y me hace abrir los pérpados. La Gringa,
junto a mf, sonriente, me besa en los ojos. Le toco
desesperadamente las manos, los brazos, las piernas, los
muslos y llego a la cintura. La Gringa se agita y chilla
gozosa. Sigo buscando inttilmente sangre con mis ma-
nos, hasta que por fin la abrazo, Estd viva y caliente.
Huele a madreselva.