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Jaime Saenz naci6 en La Paz, en 1921. Sus obras put icadas abarcan un perfodo de veinticinco afios, que se inicia con El esealpelo (1955) y culmina eon Imdgenes pacertas (Editorial Difusién, 1979), y la novela Felipe Delgado que hoy presen- tamos. Actualmente, Jaime Saenz prepara varias obras en prosa —relatos, teatro, novela~, y se anuncia la proxima publicacién de Vidas y muertes, narraciones. Por varios afios, Jaime Saenz colabord en revistas y publica- clones nacionales y extranjeras, y sus trabajos fueron traduci- dos al alemén, italiano e inglés. Fund6 y dirigié las revistas Cornamusa (1944), Brijula (1956) y Vertical (1965, 1972). = Los Editores clipe Delgado es una novela de la ciue dad, La Paz como una ciudad que ha si- doy ya no es; pero que, como Felipe Del- gud mismo, “estd aqui” de una manera ‘migica, La vida de Felipe Delgado es una extraia aventura espiritual que busca, a inavés de los caminos, una desaparicién gue seria también una verdadera presen cia “La miisica se aniquila por sf misma eseribe Delgado en sus Memorias~ a través de una fraccién de segundo y se realiza gracias a la duracién fragmentaria de la existencia”. Como esa musica, Feli- pe Delgado es la historia de una anigquila- iin que s6lo ast inscribe su més propia sonoridad, Novela novelesca a momentos, Felipe Del- ado no es un experimento narrativo, En este sentido, su narracién es més bien tra dicionak Es, sobre todo, ta narracién de una experiencia del mundo. Un mundo regido por oscuras y secretas leyes, donde Jos hechos y las acciones cuentan menos que los sentidos en ellos escondidos Has- 1a lo mas insignificante es et principio (0 el fin} de intrincados procesos. Quizé por ello, una oscura bodega, perdida en la no~ che de los aparapitas, la bodega de Corsi- no Ordéiez es el émbito privilegiado para vivir y contemplar este mundo, En ella » desde ella, Felipe Delgado realiza su ‘brisqueda, marcada por una frase de Co- in, que Juan de ia Cruz Oblitas ~adivi- no y brujo, segtin unos; fildsofo y médi- co, segiin’ él rescata para Delgado: ‘Es necesario navegar, vivir no es nece- (sigue on le 2da solapa) FELIPE DELGADO ee Jaime Saenz itor: Difuson Lida. Registro de propiedad (N°, 313/79 Fotos dela cardeula: Javier Molina B; monuje de E. Moiferquin. waster FELIPE DELGADO. 8 Impreso en Bolivia ~ Printed in Bolivia Difation ne ~ La Paz — 1980 —Ala memoria de mi madre. PARTE PRIMERA CAPITULO PRIMERO Liovia a torrentes. Arrostrando el mal tiempo, con cierta indolencia, tal ver ‘con cierta arrogancia, con lento andar avanzaba Felipe Delga- do, Hoviendo-a torrentes —Ilegando a la esquina, en Ia calle Lan za, torciendo a la izquierda, en la calle Evaristo Valle, encami- nando sus pasos cuesta arriba y subiendo, en direccién a Chu: rubamba, descansando en la avenida América y prosiguiendo Ja marcha, ya acelerando ya retardando, con rumbo al convento de la Recoleta, Alli se dirigia por encargo de su padre, quien se encontra ba en el lecho de muerte en fos actuales momentos, y se aferra: ba angustiosamente a la vida esperando los auxilios de fray Gur. man —que asi se lamaba su confesor—, a quien Felipe Delgado deberia buscar con mucha urgencia; pues su padre no queria morir sino como buen catélico —esto es, libre de culpas. Tal el problema. ‘A ese paso, hallabase el caminante en Churubamba, a unas diez cuadras de su casa, y habiendo tardado més de lo debido —segiin estaba en su conciencia—, ello no obstante, todavia no pensaba legar al punto de destino. Extrafiamente, se resistia a tomar un auto, y, por alguna razén, en lugar de seguir la ruta directa, habia escogido un camino tortuoso. Estaba empapado de pies a cabeza; abrigo no tenia, paraguas no usaba, y som- brero tampoco. Ahora se detuvo. Se sentia indeciso. En este momento, le parecié haber olvidado algo que estaba pensando y que segu- ramente debia ser importante, De improviso experiments una -u sensacién de malestar. El tinico viandante era él. Un poco sor: prendido, dirigié una mirada en torno y no pudo encontrar un alma. A lo largo de la calle desierta corria impetuosamente un torrente de aguas turbias, y las aceras se inundaban. Poco a po- co empezaba a cundir la oscuridad bajo una pesada sombra, con las nubes y con el velo de la Huvia, De un momento al otro habia declinado el dia, y eso que era verano. Le parecia raro, Gand Ia puerta de una casa y se quedé mirando, Comenzaba a soplar con violencia un viento helado; bruscamente ces de Hover. De rato en rato, una hiimeda negrura palpitaba con los resplandores del relmpago. En lo alto de la ciudad se inicia- ba la noche. Sin embargo hacia los confines del sur, a atmés- fera era diferente. El mundo era una luz. El espacio se difun. dia en la transparencia, mas alld de las montafias, y con unit dilatada ansiedad, el crepisculo se transfiguraba por momentos, A lo lejos, parecta ofrecerse una extrafia morada. en un tras. fondo de quictud ~para la contemplacién y la muerte, pensé Delgado. Perdidos aires. Desyanecidas formas se confundian con Jos vapores, con las emanaciones de Ia niebla. La calma no duré mucho. Comenzaba a gotear nuevamen- te, y se reanudaba la lluvia, Perplejo, Felipe Delgado vacilé un momento. A la vista de una chingana en la avenida América, cruzé la calzada. Queria hacer un descanso. La chingana esta: ba desierta; se metié en un rincén y pidié tres copas —de una vex por todas. Estaba rendido, Temblaba de frio, era mucha su pena. Con un paiiuelo traté dle secarse la cara y de pronto sin- temor. Algo pugnaba dentro de él, un sentimiento de cul pa, la urgencia de mirar claramente las cosas. Tal la incon- gruencia de sus propios actos frente a ta gravedad de las cit- cunstancias. Con alarma y con recelo buscaba alguna expli cidn en su conducta inexplicable, Era diffcil conciliar la reali dad con ciertos hechos de por si contradictorios. Bien lo sabia, Su padre estaba esperando; él deberfa darse prisa en buscar al confesor y socorrer a stu padre. Su padre estaba esperando: no podria morir en par si él se demoraba. El hecho era claro. Fe: ipe Delgado to comprendia; no querfa admititlo. “Las cosas son muy otras dle lo que parecen”, deciase en sus adentros; es miedo To que tengo, La realidad pura y simple me disgusta’ Y, tratando de encarar Ia cuestién, buscaba una salida: “No ha: go mal-en tardarme”, pensaba él. “En realidad, hago bien. Mi Padre no morirs’ mientras espera. Quien espera no muere" El hijo de Virgilio Delgado bebié —ain quedaba una copa Escuchaba la Iluvia, miraba las cosas. Volvié los ojos y se que 6 absorto. En el trasluz, mds alld de Ia puerta, una imagen cobraba forma, con el aire de lluvia que soplaba en la calle. “Un. mundo olvidado, un mundo seductor”, dijo para si. “Nada puede hacerse; 1as cosas fluyen de lo profundo". Con una sensacién de temor, Felipe Delgado se recliné so: bre la mesa, ofreciendo 12 bienvenida a las evocaciones y bus cando la manera de tranquilizarse, cuando acudié a su mente tun recuerdo mas bien lejano, y cuando se vio caminando junto a su padre, una mafiana de noviembre, un dia muy importante. El ya lo saba; nadie podria ignorarlo, pues todo el mundo lo felicitaba. Era el octavo aniversario de su nacimiento: y con tal motivo, el cielo quiso revestirse de bruma. Acababan de sa lir de la iglesia, Felipe Delgado miraba a su padre. Con grai atencién escuchaba sus palabra le dijo éste, “ya eres grande; amar a Dios es lo més importante. Ya lo sabes. Pero también debes amar al mundo; dyeme, como nifio inteligente que eres: el mundo se halla en tu cuerpo, junto con tu propia alma, El alma del mundo eres ti. Si el mundo no tuviera alma, tui ng existirfas. A medida que pasen los afios el mundo ird cre- iendo contigo, y cuanto més lo ames, serds tanto mas grande y erecerds con el mundo. La vida es eterna, Si el mundo no mue- re, si el espiritu no fenece y el hombre no sucumbe, ello se debe al amor y a Ia lucha. El calor del sol esta hecho de amor y de lucha. Palabras textuales de tu abuelo; palabras Gnicas, pan del espiritu. Si las guardas y te nutres con ellas, tu padre sera fe liz, Todo hombre bien nacido ha de conservar la tradicién como el mds preciado tesoro, no Io olvides: tu abuelo fue un gran patricio. Tenlo presente, Germin Adolfo Delgado era una lumbrera; amar y luchar, he ahi su divisa. Por algo era poeta y militar. Y qué hombre radical! Habfa escrito cientos de poe: slas, y dramas y novelas por docenas: todas joyas literarias, en opinién de amigos cultos; estratega de la més alta escuela pru siana, campedn de tiro al blanco y osado jinete; chicos y gran: des lo admiraban y lo respetaban; su talento y su fama habtan Negado a la cumbre, y su estrella brillaba con fulgores dificil: mente imaginables. 2¥ sabes lo que hizo? Un buen dia dijo: Bastal”, y arroj6 sus obras al fuego; renuncié a las letras, a las armas, 1o dejé todo: mujer, hijos, amigos y fortuna, y bused la soledad para sufrir, para meditar, para morir, en fin, para = crecer con el mundo que amaba. Fijate, qué grandeza de alma Los grandes hombres no hablan por hablar; para ellos la pal bbra es accién. ¢Comprendes ahora el espiritu de ese patricio insigne que fue tu abuelo? Acostiimbrate a meditar, y presta atencién a las siguientes palabras: juzga tt mismo. El alma del mundo es el hombre; el hombre aniard al mundo, y cuanto mas Jo ame, sera tanto més grande y crecerd con el mundo. Mias no son estas sublimes palabras, expresamente lo declaro; siendo. nifio las escuché de mi padre, y desde entonces las guardo en mi corazén. Toma nota’. Ante semejantes palabras y el tono con que fueran dichas, Felipe se quedé mudo, sin saber qué hacer ni mucho menos tomar nota de nada. Y como esto Te causaba gracia, y por otra parte debia aguantarse la risa, hizo un es- fuerzo para sobreponerse, y al cabo salté con una pregunta: "BY 10", dijo timidamente, “también has crecido con el mun do?”. El padre lo miré sorprendido: “Eso sf que yo no sé", contesté con brevedad para Iuego exclamar, apurando el paso y tomando a su hijo de la mano: “\Pregdntaelo al mundo!” Virgilio Delgado habia visto por conveniente hacer coin. el cumpleafios de su hijo con la iniciacién de éste en los misterios de la religidn, y como la fecha coincidia asimismo con ierto festejo del colegio, Felipe Delgado no estuvo solo. Muchos ios halldbanse reunidos ante una mesa de inmensas propor. ciones, en una oscura sala del colegio para tomar chocolate des pués de la comunidn, y todos ellos hablaban en vor baja ante las atentas miradas de los parientes y de los frailes. Felipe se sentia orgulloso de su padre,-que, sin duda alguna, era muy alto. Pero sin embargo, ahora parecia un pobre enano en com. Paracién con un fraile que, precisamente, acababa de aparecer en la sala y se habia puesto a charlar con Virgilio Delgado. Y como la verdad siempre duele, Felipe se zampd de un solo gol- pe su taza de chocolate, y de pura rabia, se atord. Con la con- sabida distribucién de ‘estampas y medallas conmemorativas concluyé el desayuno; chicos y grandes se lanzaron en tropel hhacia la calle, Y cuando a todo esto Virgilio Delgado se dirigia su hijo, interrumpiendo empero sus palabras en momentos fen que éste vio aparecer misteriosamente entre sus manos una vela més grande que él, y cuando se quejaba a su padre y no sabia qué hacer con la vela, mientras la gente lo miraba en la calle, el padre se limit a sonreir y le dijo: “Ya puedes imagi narte: el mundo esta leno de misterios. La gente es chistosa; la MWe gente es curiosa; no le hagas caso y més bien mira esa vela” —asi diciendo, con un soplo hizo desaparecer la vela; y sin referirse para nada a un prodigio que para él era seguramente la cosa mas natural del mundo, el padre le dijo: “Apirate, vamos a comprar un lindo traje de pantalones largos como regalo de cumpleafios, Te lo dije y lo repito: ya eres grande. Escucha ex to: a partir de hoy, tendras un cuarto independiente, para ti solo. Al fin y al cabo el cuarto de tu tia Lia resulta demasiado chico para dos personas, y ademds fijate, ya es hora de que aprendas.a dormir solo. Acostiimbrate a la idea de que tu tia Lia no es inmortal y tu padre tampoco, sentimentalismos apar- te. El dia de tu primera comunién precisamente, la pobre tia Lia ha tenido que quedarse en cama, Nadie tiene Ia vida ‘comprada. El que nosotros seamos longevos no quiere decir na- da. Es bien sabido que los Delgado viven de ochenta a noventa afios y los Pérez no menos, pero ahora aptirate”. Felipe Delga- do ya tenia referencias en 10 tocante al regalo de su padre; su tia Lia se las habia dado. Pero en cambio no sabia nada en lo tocante al cuarto. A decir verdad, éste habia de parecerle de- lo hermoso, y si bien le daba pena que un cuarto fuese tan hermoso, le gustaba que la pena no le diese pena, por lo mismo que le daba pena la alegria; y le gustaba no poder ex- plicarse el porqué de todo ello. En el trayecto de retorno a casa, desviaron por una calle 1 padre se detuvo ante una vitrina. El hijo miré al padre; éste miré al hijo; dio un soplo y, como por arte de ma- gia, aparecieron ambos en el interior de la vitrina. Y conste que no era una tienda, era una vitrina, Bastaba el olor para darse cuenta. El olor a tienda era feo. Nada tenia que ver con este fantéstico olor, a vitrina, que tenia olor a vitrina y que, de entre todos 10s olores habidos y por haber, era quizé el que mis Ie gustaba a Felipe Delgado. Y para qué més, si. precisa: ‘mente fue él y no otro quien cays desmayado con este fantés- tico olor en plena vitrina, cuando unos caballeros que charlaban repantigados sobre unos grandes sillones de cuero lo miraban ‘con asombro en momentos en que volvia en si, cuando el padre o condujo de la mano ante una vitrina en miniatura —en la que atendian unos hombres en miniatura~ para elegir el traje de pantalones largos, y cuando el hijo noté una cosa extratia Ja luz de la calle no Hegaba a la vitrina grande, y la luz de Ja vitrina grande, no Megaba a la vitrina en miniatura; cada =15 tuna tenia su propia luz, que en realidad no era luz sino una especie de oscuridad. De entre todos los trajes, el mas bonito ‘era uno, de color azul, que los hombres en miniatura envolvie ron, y habiendo recibido el paquete, el padre se lo entregé al jo; hizo una sefia misteriosa, y luego aparecieron en Ia calle saliendo a través de los cristales seguramente, puesto que una vitrina mal podia tener puertas. Era necesario apurarse; en casa los esperaban. El padre mi- 76 su reloj. Al pasar por la calle Lanza, se puso pélido: el hijo Jo noté. Adin no habjan de agotarse las sorpresas por las cuales se singularizaba una jornada ya de por si memorable. A pocos pasos de un par de éstatuas de estuco de los Colorados de Bo- livia que montaban guardia en Ja puerta de una casa, brusca: mente el padre cruzé la calzada y se fue a la-acera de enfrente. Una pequefia sospecha dio paso a una definida certeza: el hijo asociaba la imagen a ciertas alusiones que él recordaba haber escuchado, No era as{ nomas tener dos Colorados de Bolivia fa- bricados en estuco y nada menos, para montar guardia en una casa; Ia tinica persona en el mundo que podia darse ese lujo era lun sefior, muy famoso por sus grandes riquezas, cuya protegida era precisamente una huérfana, muy famosa por sus grandes en- cantos, a quien Iamaban la Rompecatre; y todo el mundo sa- bia que Ia Rompecatre era intima amiga del padre de Felipe Delgado. Con desasosiego, con cierto rubor que le quemaba las mejillas, el propio Felipe habia ofdo muchas cosas. Por ejemplo, tun sefior de anteojos ahumados y de bigotes negros, vecino de Ja casa, habfa dicho lo siguiente: “Este don Virgilio no se duer- me; ¢s un demonio. Tiene sus cosas y prepara un gran golpe. Me han dicho que quiere fugar con la Rompecatre”. Ante tales referencias, el hijo de Virgilio Delgado se ponia pensativo. Se- guramente lo que decfa ese sefior era cierto; por algo la gente hablaria mal del padre de ¢l, Felipe Delgado. De un caballero més mafiudo que una cabra'del monte, de un fulano de tal, que estaba locamente enamorado de una mengana de tal, Ila. mada Ia Rompecatre. EI hijo sacaba sus propias conclusiones en circunstancias en que el padre no era duefio de pasar de una acera a la otra sin hhacerse sospechoso, en una calle que por lo demas estaba infes- tada por una turbamulta de vendecositas y cachivacheros que =segiin el padre se lo habia prevenido— eran una caterva de rateros, bellacos, viciosos y perdularios que reclamaban sobera- 16 en infa absoluta de la via piblica a titulo de comerciantes, aunque todo el mundo sabia que eran expertos en toda clase de arti maiias, especialistas en el cuento del tio, jugadores y malentre- tenidos que dominaban el dificil arte de abrir candados y cha pas con la sola ayuda de un alambre y que —segiin dictamina ba Virgilio Delgado— vivian martirizados por la duda y fasci- rnados por la incertidumbre. Pues bastaba que cayese en sus ma- hos una cosa para volverse automiticamente sospechosa, y cuan- to mas sospechosa, tanto mds faseinadora, de tal manera, que estos seres, cautivos de un raro embrujo, abismados en un mun- do truculento, se pasaban la vida contemplativamente medran- do ala sombra de pocilgas y de toldos a lo largo de la calle, traficando con peregrinos y misteriosos objetos, y se enredaban en toda clase de operaciones a cudl mas complicada con las gentes que por all{ pululaban a toda hora del dia y de la no che para mirar, para tocar, para hurgur, para tasar, para com- prar, 0 para vender fierros y palos, botelias rotas, cadens y rue- das, clavos retorcidos y cosas tales como el espaldar de una si- Ma, un perro disecado, un busto hecho pedazos, los restos de tuna capa, barajas por montones, un biombo, una alegoria alu- siva a los sufrimientos de los veteranos «le 1a guerra del Pacifi co, un zapato por acd y otro por alld, un San Santiago sin ca- ballo y con las piernas abiertas, un maniqui, un lechén al hor- no y una corneta, una puerta, un irrigador, libros, revistas y un mundo de cosas, Mientras iba caminando Felipe Delgado, cuando iba mi- rando los cachivaches de los cachivacheros, imaginando que las estatuias de estuco lo miraban, de pronto se troper6 y cayé al suelo con el hermoso paquete que contenfa su traje —y, aunque cl padre le dijo que estaba en las nubes, y esto era verdad his. ta cierto punto, ello no obstante, el reflujo de una duda le ha- bia hecho tropezarse y Je causaba sufrimiento. Pues Felipe Del- gado pensaba que su padre tal ver no lo queria, o bien le ocultaba su carifio por alguna misteriosa razén. Cavilaba sobre €l motivo por cl que se mostraba siempre serio y siempre tris te, sin hablar ni sonreir sino muy rara ver; y se tranquilizaba con el pensamiento de que el padre lo queria a su manera, que le profesaba un carifio misterioso a través de su mirar. Para con- vencerse le bastaba sentir cémo lo miraba, cuin hondamente, desde muy lejos y también desde aqui, en la profundidad dei alma; todas las cosas del mundo se volvian visibles en los ojos -17 del padre, Era como sentir la impresién estremecedora del Ilan- to. Con que no se le ocurriese mirarse detenidamente en el es- pejo, él estarfa tranquilo; pues si lo hacia, perderia irremedia- blemente la hermosura de su mirar. |Y pensar que muchisimas personas con ojos hermosos no: podian mirar como miraba el padre, que, en cambio, los tenia chiquitos y oscuros! Y qué ha cer con los misterios del mirar y de as cosas que con el mirar se volvian misteriosas; qué hacer con los misterios del mirar ‘como los angeles y con unos ojos nada hermosos. Pues los mis- terios no podian explicarse, y tampoco lo podian la pena y el civid. Peel mia dl pede se Huminae el aides je ba notar una pena muy grande por los recuerdos perdidos. Tal vex el miedo de olvidarse de la muerte; tal vez el miedo de acor- darse de ella. Pues todo el mundo se ponta triste pensando en la muerte. Y eso que la muerte era el olvido. La tla Lia se lo Ella le conté la historia de su madre: “La muerte es el ol- vido" Y su madre estaba alld, en unos grandes retratos que col- gaban en el salén; no estaba aqui. Su madre habla muerto el dia que él nacié. le dijo la tia Lia; “a todos nos dejé Ramona. Se olvidé de vivir y se murié”, “Para siempre?”, pre- gunté el sobrino. “Para siempre”, dijo la tia Lia: “La muerte es el olvido”. ¥ luego, suspirando y extendiendo el brazo, seiia- 16 un retrato, cerca del espejo: era muy hermoso, “Has visto unos ojos tan hermosos?™, le dijo: “Anda, mirate en el espejo; son tus ojos". Felipe Delgado fue y se miré en el espejo: “No son mis ojos", pens6. Y Iuego, dirigiéndose a la tia Lia, dijo: “Son mis ojos". El que no lo fuesen le importaba poco; pero le daba rabia no poder mirar sus propios ojos como los mitaban los demds, pues é1 no era quien se miraba en el espejo, sino que el espejo lo miraba a él, de la misma manera que no era su ma- dre sino el retrato quien lo miraba, “Has visto?”, reiters la Lia. “Son tus ojos. En el cielo, tu madre nos mira’con sus ojo “2 no podré mirarnos en la tierra?", pregunté él. La tia Lia pensé un momento. “No”, dijo. “Dios se la recogié el dia que naciste; El permitié que nacieras, en Su infinita bondad, y El la guarda en el cielo; Ramona mira por nosotros en el cielo”. Ast habl6 Ia tfa Lia, Y entonces le conté un cuento del Perico Sarmiento, Sin embargo, el cuento del Perico Sarmiento no da- bba respuesta a ciertas preguntas que él se formulaba. Pues se guramente, de no haber nacido él, su madre no se habria olvi- 18 SS RSS TENA 5 Om ee te” dado de vivir; y si esto era asl, quien tenfa la culpa de un olvi- do tan tremendo no era otro que él; ante cuyo razonamiento la fa Lia movié la cabeza y dijo: “Ta no te metas; Dios sabe lo que hace”, Y viendo que el sobrino Horaba, lo hizo sentar a su lado y le dijo: “Calmate, nifio de Dios. No debes Hlorar. Y nun- ca Mores en presencia de tu padre; tu padre es propenso al Ilan- to, No le gusta llorar. ¥ ten cuidado cuando Ilueve; tu madre Hora con ta Iluvia, cuando Ilueve”. Felipe Delgado miraba a su tla Lia; y ahora pensaba en el iman. Un imén grande y pesa do, con rayas rojas y blancas sobre la negra superficie, Un gran imén que ella guardaba en la cémoda —si en este momento se lo pedia, ella se lo daria para siempre. Sin embargo no se lo pidi6. Temfa que encendiera la luz para traerlo; era mejor no pensar en el imdn y estarse ast —al caer la tarde, al caer la no- che, en medio de las sombras. El perfil de Ia tla Lfa, recortin- dose sobre un cuadrado en el cielo, en el hueco de la puerta, negro como la noche; el cielo, casi azul, casi negro. Una estrella, dos estrellas. Cuatro, cinco, seis estrellas; una por una, y des. pués todas juntas, comenzaban a brillar en lo oxcura, en el cielo, en lo alto, Estaban muy lejos. Y sus habitantes eran inmort. les. Aque! que los viese entre suefios dejaria de llorar por siem pre jamés... Felipe Delgado no querfa moverss; poco a poco cl salén se oscurecta, densas eran fas sombras; en sus manos, en las formas y en las cosas, percibfa un resplandor, en los espa- cios y en las sombras. No queria moverse. Era peligroso; si se movia, se encenderia la luz. Si se encendfa la luz, se apagaria este resplandor, El resplandor con que miraba el padre; el mis- mo que ocultaba la madre —el resplandor con que ella miraba desde el retrato. Por eso Felipe quiso repetir esta reflexién: si se encendia Ia luz, se apagaria este resplandor. Pues si se apa: aba este resplandor, se apagarfan las estrellas. ¥ con las estre- las se apagaria la noche, y con la noche, se apagarfa la vida. La noche y la vida, que miraban con este resplandor. Un terri- ble misterio. Era seguramente muy peligroso. . ‘Aqui las evocaciones se vieron interrumpidas, Alguien habia irrumpido con gran estrépito en la chinga- nna; algo habfa pasado. Una pestilencia atroz cundia en el émbi- to. Felipe Delgado bebid el resto que aiin quedaba en una co- pa. No tenfa més remedio que irse, salir volando; pags a toda risa. Se sentia dominado por el panico. En la puerta se topd ‘con alguien que obstaculizaba el paso. Un viejo, de elevada es- -19 tatura, harapiento, con un extrafio aire de prosperidad y des preocupacion, silbando entre dientes cuando lo vio acercarse, tan s6lo se movié de la puerta para dirigirle una mirada inqui sitiva. Felipe Delgado s¢ estremecid de asco a tiempo de pasar junto al viejo. Era la pestilencia personificada. Con una sensa- cin inexplicable, de huida y de persecucién a Ia ver, volviendo aprensivamente Ia cabera, en pocos minutos lego al convento y se metié en el zaguin. Su temor no era gratuito: la imagen del viejo se le aparecié en este momento, Es mis: no se trata ba de una imagen, sino que, muy al contrario de lo que él que la suponer, estaba presente un ser humano, de carsie y hueso Felipe Delgado no podia moverse. Se sentia inerme. Se quedo parado junto a la pared en tanto que el viejo, supuesto que te nfa plena libertad para obrar como mejor le pareciera, con el ostensible propdsito de hacerse notar, se plant6 en el hueco de Ja puerta y, mientras se ponia a orinar, inclindndose con toda afectacién ¥ escudrifiando el sitio, miré descaradamente 1 De gado, como si éste no existiera, y luego, ignorando todo escri ulo, transpuso el umbral y tranquilamente se puso a ensuciar, en pleno zaguin, quedindose extasiado con la gran cantidad que habia ensuciado, limpiéndose aparatosamente con los de- dos mientras se limpiaba los dedos ensuciando la pared, y con fingida sorpresa, a tiempo de subirse los pantalones, profirié tuna exclamacién, como si tan s6lo ahora se hubiese dado cuen- ta de que no estaba solo, y moviendo la cabera, con un gesto de repugnancia ante aquel a quien miraba, lev una mano Ja nariz,y Ia otra, « la vieja gorra de soldado que tenia puesta, saludando burlonamente y con una familiaridad ofensiva, y por fin deaparecié. Mientras anto haiaedifilrepirar en tla gun. Felipe Delgada se avergonzaba consigo mismo. Tan gran. te humillacon le parecia inconcebible. Se acered la puerta sacé la cabeza. No habia nadie. La lluvia y tan s6lo In Tluvia Ya se disponia a volver sobre sus pasos para cumplir de una ver Ja misién encomendada por el padre, cuando a esto reaparecié viejo. Habla surgido de pronto, fantasmagéricamente, de zandose a Io largo de Ia acera, pasando como una exhalacién junto a la puerta y derribando a Delgado con un certero gol- pe. Delgado se incorporé en seguida; no obstante la violencia del impacto, estaba ileso. Y para gran extrafhera de su parte, nno se sentia sorprendido con el suceso, sino en la medida en que tan s6lo le parecta natural que hubiese ocurride. 20 Con un sentimiento de abandono y de miseria, se encami- 1nd trabajosamente hacia el fondo del zaguin y noté que esta- ba temblando. Ya era casi de noche. Con apremio, jald repeti- das veces el alambre de la campana en el portén, No tardé en abrirse el mirador. El portero, que escuché la peticién, hizo en- trar al suplicante en un recinto, pequefio, oscuro y frfo. Alli se quedé esperando Felipe Delgado. En el espacioso patio circundado por anchas galerias, 1a, llu- via resonaba sobre los Arboles. Quizé no cesarfa de lover en toda la noche. Delgado contemplaba el vacio, mds alld de la puerta. Una rara sensacién de inmovilidad hacia presa de él “una sensacién totalmente nueva para él. “Qué extrafio”, pen 86. “Qué extrafio que nada valga tanto como nada, ahora, en cesta oscuridad y en este patio, en el abierto limbo de un cfrcu- lo en que tiene su causa este anhelo de quedarse toda la vida pensando en Ia linea que imagina la luvia, y que no alcanza a cerrarse en un circulo. Qué extrafio ¢l contacto, El contacto se opone al movimiento, y al mismo tiempo origina la distan- cia, Qué extrafia la distancia. Es inseparable de a Iuvia que ‘cae, y sin embargo, se opone al contado, y se esconde como una irrealidad aqui, en este demonio, en esta madera, en esta silla que ahora me sirve de asientoyy que tinicamente existié el pre- iso momento en que yo la miraba, Este convento es de piedra y madera; es de carne y hueso. Piedra es el hueso, y la madera ‘carne. El contacto de la carne y el hueso es el contacto de la y Ia madera, Una distancia que se sitia en el frio vital, 1a en que prospera la muerte. Este recinto, este patio, son de carne y hueso; la espera est aqui, y la distancia se cubre de bruma y s vuelve esperanza. Distancia es comunién, y yo es pero. Espero en esta distancia. La piedra y Ia madera pertene- cen a ella, a la distancia; y se reunen aqui, como la carne y el hueso, que se reunen en mi. Yo soy, pues, obra de la distan- cia; vivo en espera. del tiempo, en espera del principio y del fin... Incesantemente, calladamente, vibra y se nutre el huc- so en las tinieblas, al contacto de la carne que devora, para cenclavarse triunfante en Ia pulpa del mundo, Nada, nada hay; ningin pavor comparable al pavor que me infunde el desig- io del hueso, que espera y espera, En los campos, en las ciu- dades, en todos los horizontes; que espera y espera, con el solo y gratuito propésito de recibir, desnudamente, al embate de la Huvia, la doble embestida del ‘contacto y la distancia. El tiem- -2 po discurre en la espera y también se detiene en ella; el tiem- oes la vida, y alld, en el seno del tiempo, ocurre el vivir. Muy grande es, y muy grave, la desproporcién del vivir y 1a. vida; por es0 se lama esperanza. Sin embargo es posible volverse vi- da: sacudirse este hechizo del vivir, sacarse el cuerpo. Tal la es petanza sin esperanza” —Felipe Delgado se estremecié al reful- gir el relimpago en este momento. Por el estampido del trueno se verian estimuladas sus an- sias de adentrarse en el recuerdo; Delgado vislumbraba nueva- mente Ia evocacin de un pretérito muy distante. CAPITULO 11 Era una visita. EI nieto encontraba el mayor encanto en salir de paseo con su abucla Filomena; por lo general omaban el tranvia, iban unas veces al Monticulo y otras a San Jorge, y comian fruta y también mani. Cada cual por su lado encontraba solaz, el nic to Fecogiendo piedras o cazando insectos, y la abuela, vigilando las travesuras de aquél -y as{ pasaban’ ellos, tardes enteras felices horas Mas esta ver, las cosas habian de suceder de otro modo. Pues habiendo recorrido escasamente unas dos cuadras y fal tando mucho todavia para Hegar a a parada del cranvia, Ta abuela se detuvo bruscamente, de bajada en la calle Santa Cruz; el nieto la mird, quizi con descontento; ella lo mird, quizé muy cenojada, y le dio un buen pellizeo; lo agarré con fuerza de 1a mano, musitando palabras misteriosas, yo arrastrd hacia una «asi; y subiendo por un graderio de ladrillo, entraron sin llamar en un enfarolado, y se metieron en un hermosisimo salén, con dlos baleones abiertos a la calle, La abuela, muy segura de si misma, eché un rapido vista: 20; y luego, después de abrirse paso con el nieto a cuestas por un laberinto de muebles rojos y dorados, escogié un espléndido sofé para sentarse. Alegres y suaves rayos de sol inundaban el 22 sal6n; era completa Ja calma, no habfa un alma; callada y tran. quila junto a\su niet, Ia abuela exhalé un profando suspiro, por toda respuesta a las miradas de inquietud que aquél le di- Tigia: y de Tepente se puso frenética, y con unos gestos y con tunis ayes que causaban susto, contrajo Ia boca y extendié los, brazos y se quedé extitica, con la mirada fija en algin punto del dmbito enorme que se ofrecia a sus ojos, cuando de pronto ‘rujieron los muebles y comenz6 a temblar la casa desde sus ci mientos, al mismo tiempo que resonaba un estampido tremen- do, haciéndose presente un extrafio personaje surgido de entre tos torbelinos de una bola de fuego que et aquel preciso ins tante se disipé —y tal el demonio entrando en accién, para in. finito asombro del pequefio Felipe Delgado. Pues él recordaba hhaber visto aquella imagen, quiza en las paginas de un libro entre suefios tal vez, no estaba seguro. El todopoderoso personaje habia ejecutado un salto mor tal, de extremo a extremo del salén, y muy ufano de su agili: dad, todo currutaco y jacarandoso, ahora se situaba a tres pa sos del sofé, con aire seductor, saludando con gracia inimitable, un brazo en alto, y el otro, apoyado sobre el pecho, las manos inconcebiblemente bellas, con unos ojos resplandecientes de ju ilo que fascinaban al nif. En tales circunstancias, empero, el visitante hubo de sufrir tun gran desencanto respecto a la vestimenta del personaje. Puet vista de cerca, evidentemente, esta vestimenta era ridicula por completo; no correspondia en absoluto a un personaje de ‘tan alta reputacién. Daba pena esta levita, mal hecha, con adornos y colgandijos en las solapas y en las mangas; la enorme corbata de rosén, que parecta todo, menos una corbata; el cuello de la camisa, arrugado y tan alto que, por poco, no llegaba hasta las orejas; Ia medalla de lata, una especie de estrella, prendida so- bre el pecho como gran cosa: los pantalones, con’ unas tiras de todo color en ambos costados, nada dignos del demonio, pero si de un payaso; he aqui que, con semejantes trapos en el cuerpo, y al parecer sin darse cuenta, hacia un gran papelén el demo nnio, y seguramente ya nadie le temeria. Pues en realidad, era un disfraz que causaba tristeza, y esta tristeza resonaba con no sé qué ruido en la cabeza, Parecia un disfraz de papel a punto de quemarse. Una cuestidn sumamente rara. ¥ la persona toda. ‘que mas parecia cosa que persona, estaba cubierta por una e pesa capa de polvo: se diria un sefior que, habiendo esperado —23 muchos aflos en algin oscuro rincén a tos visitantes, hubiese salido en este preciso instante para recibirlos. “ Aungue Felipe Delgado habiase puesto a temblar y estaba rmuerto de miedo, ello no obstante, descubrid con asombro que dicha sensacion le gustaba, ahora que la abucla pasaba al olvide y-4l comtemplaba al demonio, el cual permanedta de pic. en el mismo lugar y como petrficado, Pues. propiamente m0. se movia en absoluto, in dutta complacido con el desconcierto que causaba, mueve que te mueve la cola. Mueve que te mueve Ia cola y nada de bromas; con huesos ¥ todo, deslisindose por el espinavo. como una serpiente. Indu. dlablemente humans, sumamente elésica, extraordinatiamente reluciente, purecla de goma, Una cola hecha a medida, ni lav ga ni corta, ni fer ni bonita, no seria tal si realmente no To fuera, por mis que fuese verdadera; una cola ni buena ni mala, con tal que terminara en forma de trompo y sanseacabé. Forms de trompo que algin peluquero de los infiernos seguramente cuidaba de peluqucro, ‘Trompo «le los infernos la cola del pe Tuquero, que seguramente cuidaba lov trompos en Tos infiernos del peluguero, El trompo ciidaba del peluquero que descu aba Pues evidentemente, el peluquero' haba de ser may. th hhano, a juzgar por el corte del’ mechon Mas no asf el sustre, si Io hubo, Pues fultando un buen ojal para ta cola, fatalmente habia de rasgarse el pantalén, mien tras el demonio, muy campante, exhibia la feisima rotura, mue. ve que te inueve Ta Cola. Encogida en el sofi, la abucla estaba triste, un poco Ho rosa, El mind Ja vio temibtar ante fa alta figura del personaje que, en este momento, silt6 con la rapids del relimpgo has. ta el centro del saldn, y con vor que Fetumbaba como €1 true. no, guts: "Genesis Némesis! Sartaasarta!™, profiriendo.excls tmaciones que nadie entendia. ¥ era de ver como le bailaban Tos ojos cuando gesticulaba dando grandes zancatas y la cara que ponis, cuando mostraha unos dientes largos ¥aflalon en un Boca de la que’ salia humo, cuando tan silo ahora se revelaba este rostro seco y alargado, con negriimr y puntiaguda batba, on unos «trios ni feos ni honitos, pero cuernos al fin, como fos del chivo, con tna naris terrible y ganchuda lena ie pelox en Tas fosas, con unos ojos misteriows en que ei jubito aria > on una piel de color plomo, la cual precisamente ers de plo a ‘mo —iy cémo no mirar con temor estas facciones petrificadas, ‘en las cuales tan sélo la boca y los ojos se movian! Daba mucho en qué pensar el demonio; pues segiin estaba visto, habia de ser extremadamente descuidado. Ahi estaba el pantalén, dejando al descubierto unos trapos, las puntas de la camisa y del calzoncillo, en el nacimiento de la cola, Humana: mente hablando, bien podia ser muy solo el demonio, precisa- mente por ser quien era, Y por idéntica razén, no tendria dén- de caerse muerto, ni tampoco tendria con quién casarse, y e%0 era lo malo. Si hasta sus calcetines estaban agujereados en los, talones. Y sin embargo era un personaje omnipotente. Estas mi serias humanas como tales le importaban un comino segura: mente, y se gozaba con ellas y se mofaba de elas, y hasta podia castigar ala pobre abuela por lo mismo que ésta lo miraba con pena —y todo esto, naturalmente, daba pena, no solamente por a abuela, sino también por el demonio. Este no cesaba de gesticular en medio de sus idas y venidas alo largo del salén, volviendo la cabeza y mirando de soslayo, Y se dirfa peligrosamente disgustado a juzgar por los movimien- tos de Ia cola, que, en este momento, enroscaba y desenroscaba sin descanso, haciendo temer que se le fuese la mano —por asi decirlo— y diese un coletazo el rato menos pensado. Pero ahora habia comenzado a divagar y pronunciaba un discurso, en ta- les términos que, asi només, nadie habria podido entender. El orador se detenia en seco y se ponia furioso: se doblaba en dos para golpear el piso con los purios levantando una nube de pol- ‘vo; y luego asumia un gesto de ofendida dignidad y se golpea- bba el pecho, con tal violencia, que se ponia a toser y se atora- ba, y se ponia tanto mis furioso en cuanto sus oyentes se atre- vian a mirarlo, Pues él, el demonio, se hallaba en una situa cién sumamente comprometida; no siempre era posible satisfa- cer las exigencias que se le planteaban; Ia gente se empefiaba en atormentarlo sin comprender que también para él existia el posible —hizo un gesto significativo para sefialar al nieto y ‘miré furtivamente a la abuela, quien escuchaba con intensa an- gustia las palabras del personaje—: 2¥ cudl la razén para que los seres humanos fuesen tan incomprensivos y exigentes? —se preguntaba él. Pues los seres humanos eran incapaces de com- render que las condiciones de vida que él, el demonio, habia de afrontar, en particular, eran més duras de lo que general- mente podfa suponerse; y resultaba dificil imaginar los. sufri- mientos que él soportaba, y los trabajos que lo atingian a dia. rio, tan ingentes, que no habrian dado reposo a millones y mi- Mones de hombres por toda una eternidad. A él, ciertamente, nada le costaba hacer milagros; pero sin embargo, sus princi- pios se lo impedian. El anico y solo milagro era la accién. Ello no obstante, é! era enemigo de hacer suitir a la gente, y por eso mismo, queria abordar sin mis dilacidn cierto asunto de marras... {Pues cémo no condolerse ante aquellas ligrimas que, en estos instantes, él vefa brotar en los ojos de una anciana des valida! Ahora bien; he aqui una mala noticia; el asunto no te- nla remedio, El, con todo su poder, no podia hacer absoluta mente nada, lo que se lama nada, ante lo irremediable. Y para {que conste, él tenia en su conciencia haber procedido con ejem- plar abnegacién en todo momento. Por lo demas, era bien sa bido que él se desvivia por Ia gente, hacia lo posible y también o imposible por contentar a la gente, y sin embargo estaba re ventado. La ingratitud era el tinico pago. Pero no escarmenta ba. Pues no obstante de haberse jugado el todo por el todo en aras de la especie humana, la especie humana lo dejaba solo y Jo tildaba de farsante, Asi era la vida; él no esperaba otra cosa ¥ maldito si se preocupaba por ello arrostrando como arrostra ba la malignidad del mundo. Maldito si necesitaba nada de la especie humana que lo difamaba y que, sin embargo, lo impor- tunaba con sus desdichados problemas y le pedfa favores y mis. favores. En este tenor se expresaba el personaje. Y se paseaba ner iosamente de aqui para alld, retorciéndose en extrafias contor- siones y adoptando un tono quejumbroso. De pronto se detuvo y, habiendo dejado escapar un sollozo desgarrador, sacé a relu ir un frasco de cristal y lo destapd a toda prisa, para recoger dos lagrimas muy brillantes y hermosas que, en este preciso mo mento, rodando velozmente por sus mejillas, cayeron sobre el cristal, resonando como pequeias campanas en manos de quien las vertia con patetismo verdaderamente infernal —y tal ocurrié con dos légrimas como aquellas, que no eran sino de mercurio. El ducfio del frasco hizo un gesto. Contemplativamente miraba sus manos, y se sacudié con gran violencia: arrojando una, densa humareda por 1a boca, con los ojos saltdndosele de las drbitas, dio manotazos y barbot6 palabras qua nadie entendia, Y en este ‘momento grité: “Sartalasarta! ;Portalacartal”. Y cuando se put 40 junto al balcén, cuando cogid la punta de un cortinaje para 26 — ee ee eee er marada desapareciendo sin dejar rastro. sin asco — de tal modo se zanjaba la cuestion. ea ape Tespeto en su propia casa, rasgando cortinajes y rompiendo y -27 & el demonio, tenia acaso alguna obligacién de hacerle favo- res, para que clla se pusiese furiosa con una negativa? Era wn poco dificil dar respuesta a semejantes preguntas; ast lo recono. Gié el afligido nieto. Sin duda alguna, se trataba de algo muy graver y seguramente se trataba de ¢l, Felipe Delgado. La abue- la no perdia asi nomds los estribos. La cuestién daba miedo; él lo negaba. Y no podia decir ni pregumtar nada a nadie. Lo que le quedaba era atenerse a lo que sabia y conformarse con la duda. {Quién sabe si aquel personaje seria realmente el demonio! Nada raro que no lo fuese, sino algun sefior de esos, © tal ver un brujo o mago, que no le gustaba hacerse negar y que, empero, se disfrazaba de diablo para ahuyentar a las. vist. tas indeseables. : En cuanto al cenicero, la era muy triste. EI cenice- ro habia desaparecido misteriosamente, hacia mucho tiempo. Y sin embargo un dia de esos, Felipe 1o encontré botado en ceajén que servia para guardar el martillo y los clavos. Se acerca a la paciente, le da un pellizo en la mejila,y Te ice “UAVs mi-eapitanal™. Y Tuego se despide con toda corteia de tas leprosasy Iuego de las monja, que seguramente se quedsan 76 — estupefactas con los extrafios procedimientos, sin duda revolu- ionarios del famoso leprélogo colombiano, que se aleja del hos- pital, muy feliz de la vida. “1¥ ahora tio, cuéntale a mi sobrino las aventuras del se- for Oblitas en Ia ciudad! —exclamé Felipe festivamente, Siempre que me presentes a tu sobrino —replicé Borda en consonancia con el chistes y luego dijo~: Pero hablando en se rio: ¢Te acuerdas de esa sefiora que se 2urré de miedo cuando Je adivinaste Ia suerte? Tal como suena, don Juan de la Cruz declaré el tio de Felipe: una sefiora, a quien mi sobrino le estaba adivinando la suerte en el hospital, se zurré de miedo ‘cuando é! le dijo: “Sefiora: lamento comunicarle que dentro de tres dias usted morira”... Y lo terrible del caso fue que efecti- vamente, a los tres dias la seiiora murié. gO me dejarés mentir, Felipe? No te dejaré mentir, tio. El hecho es absolutamente real. A los tres dias justos de habérselo anunciado, Ia sefiora murié. Pero ahora, si eres tan amable, cuéntale al seiior Oblitas el caso de Ia muerte de Vittorett —Gémo no —asintié Borda—. Digase lo que se quiera, hay que reconocer que el caso de la muerte de Vittoretti es senei Mamente atroz. 2Ve usted esa repisa, don Juan de la Cruz? —pre- gunt6, sefialando con el dedo una repisa en la pared, y luego declaré—: Esa repisa es la muerte de Vittoretti Oblitas se acercé a la pared y mird. Era una repisa esquinera, de regular tamafio, tallada_en madera y colmada de los més diversos objetos, los cuales for maban un extraiio conjunto, dando la impresién de que la to- talidad tan s6lo podia realizarse en virtud del encuentro, tal como si todos y cada uno de aquéllos no hubiesen sido creados sino para permanecer alli, como parte integrante e indivisible de Ia repisa. Unos trozos de carbén, una taza de fierro enlozado conteniendo una materia que parecia ser tierra, un dado, un pan, y otros objetos, yacian cubiertos de polvo sobre la repisa, mientras que en el Lorde de Ix misma, colgando dle unos hilos y de unos alambres, podia verse un pica porte, un guante de lana, una perilla de las que se usan en Jas puertas, un zapato y un papel, muy arrugado y roto, que al parecer, era una carta, Oblitas alargé la mano, tocé la pe- -1 | filla y la hizo mover, cuando en este momento, una arafa se deslx6 répidamente en el contorno de la Tepisa y- dessparecis en un abrir y cerrar de ojos =Se trata de un arte sin artificio —dijo Oblitas. Volvié a sentarse y comenté—: Es algo que verdaderamente me lama la atencién, sefor Delgado, esto que usted ha llamado a muerte de Ivanceti =La muerte de Vittoretti -corrigié Felipe. Todas cosis robadas en el hospital —explicé—. Menos Ia tepisa. Fs un poe ma. Los poemas se hacen, no se excriben. De escribir, si hno quiere, puede escribir; pero no antes de haber hecho. Ante to do es necesario conocer, ¥ para comocer, es necesario hacer, En cuanto ala muerte de Vittoretti, si yo lo quisiera, en este mis mo momento podsia escribir un pocma, Pues el pocma esti ya hecho, ahi en la repisa. De otra modo no seria posible. Si fala el hecho, si falta el acto, un poema no sera tal sino un mero papel. Por esta raz6n yo descontio de la literatura, sefor Obie las, por lo mismo que la realidad no puede inventisse, O tee cho me equivoco, o la realidad es ante todo wna crenelon =2 cémo fue la muerte de Vitioretti? —preguntd aquel =Mi tio Apolinar se lo contard —repuso Delgado, El aludido tomé ta palabra —Erectivamente ~dijo-, yo le contaré, como que fui testi- 0 de las atroces cicunstancias en que munis Vitoretti, Y tui testigo por puro cantor, gracias a mi sobrino; €l me llevd con engaos a un galpén que, segin me di cuenta con horvor, ort aaa mctar pe una We Se loon Yee eae ce oe taba Vitor. Pero, si cabe preguntar quien era Vitoret, Ia respuesta no se hace esperar, pues todos saben quien era Vitus Fett, el poderoso industrial italiano radicado en Bolivia, amigo fntimo de Benito Mussolini; pero sin embargo no. todos saben las circunstancias en quie murid, come tampoco saben que se solvié loco al verse en la mis absoluta miseria, de In nache | manana, habiendo sido sus propios familiares, sega dicen, {quienes lo hicieron arzojar en un sotano del hospital en que log locos de atar se amontonaban por docenas, abandonados. de te mano de Dios, Si ma! no recuerdo, era un domingo. por lame fiana cuando yo de repente me vi alli, sin saber heer ni cribir, presencié la muerte de Vitiortt, “;Tio, ven, Ven a, 78~ quiero presentarte al sefior Vittorettil", me dijo Felipe y me Ile- v6 aun rincén, presentindome 0, diré mejor, mostrindome a un sefior, tendido sobre unos harapos, totalmente desnudo, tan calvo como una bola de billar, mis flaco que un esqueleto y que, en aquel preciso momento, se revoleaba en sus propios ex- crementos y botaba espuma por la boca, lanzando horforosos alaridos y pidiendo desesperadamente un cura. “ZNo ves que se festa muriendo el seiior Vittoretti, y nadie hace nada por soco- me dijo mi sobrino. “Y qué quieres que yo haga?”, Ie dije yo. “Nada”, me dijo él; “yo iré a buscar un cura, por Yo menos para cumplir su deseo, y ti te quedards aqul, cuidan- do al sefior Vittoretti”. Y salié ‘mi sobrino a toda carrera, de- jindome a merced de los locos que pululaban a mi alrededor, sin que yo pudiera ni siquiera moverme dle puro susto, mientras 2 reunfan por montones y como si el diablo los hubiese Ia mado, para observarnos a mi y al moribundo con unas miradas fnexpresivas y espantosas. Este tormento duraba para mi una eternidad; pero quién le dice que de repente aparece mi sobri- nno como una tromba, y se abre paso por entre los locos, mien- tras un cura lo segufa: y era nada menos que el Capellin Ge neral del Ejército, segin mds tarde Hegarfa a saber. “Qué no. vedades?”, me pregunté mi sobrino; se dirigié al cura y le dijo: “Aqui esti el sefior Vitioretti, monsciior: Hegamos a tiem: po". El cura se acered; Vittoretti seguia gritando y revolcindo- se, el cuerpo cubierto por la inmundicia y la espuma rebalsan do por la boca. ¥ lo que entonces ocurrié es algo que hasta alio- ra no he podido explicarme, aunque tacitamente se explique, pero en codo caso, jamés se borrard de mi mente. Como ya di je, el cura se acercé; y en momentos en que se inclinaba sobre €l suclo, Vittoretti volvié la cabeza, dando la impresién de ber experimentado un sibito cambio 0 mejoria, y se quedé mi- rando fijamente al cura. Instintivamente, yo me alejé unos cuan- tos pasos y me paré detris de Felipe, que estaba al lado de aquél. El silencio era completo; los locos, idiotas 0 qué diablos, con: tinuaban alli, cerca del rinedn, y observabun la escena, cuando de pronto, en forma totalmente imprevisible, Vittoretti dio un sako, x€ incorpord, ripido como el rayo, y se abalanzé sobre el cura, Las cosas ocurtieron en cosa de segundos; yo vi con espanto cémo Vittoretti cogia por el cogote al cura y Io rarane -79 deaba como a un pelele, y to injuriaba y gritaba con vor ca Tenost “IDesaparece, maldito hijo del diablo!”. El eura pata Teaba como un demonio; no podia gritar, y sélo emitia unos Tonquidos y unos gemidos de lo profundo de la garganta, mien {ras su cara se ponia més y mas morada, momento tras momen to. Sin lugar a dudas, Vittoretti habria terminado por estran. Bularlo, de ho haber ocurrido lo que ocurrié en este preciso instante, poniendo fin a la espantosa escena, cuando Vitorea

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