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Dos mujeres un camino

por José Belaunde M.


Él y ella se conocieron, se casaron y tuvieron tres
hijos. Pero debido a las múltiples infidelidades de
él, ella se separó y regresó con sus hijos a la casa
de sus padres quienes nunca habían aprobado su
matrimonio. Ellos la han aconsejado de que pida
el divorcio. Él por su parte desea vivir ahora como
un verdadero hijo de Dios. El problema es que él
se ha enamorado de una hermana de la iglesia.
¿Cómo los aconsejaría usted?

Recientemente me tocó dar la última clase del curso de


Liderazgo Cristiano que se dicta en mi iglesia y que consiste
en un taller con el que se cierra un ciclo de cinco lecciones
sobre consejería. Me propuse presentar a la clase un caso de
conflicto relacionado con el amor y el matrimonio, hipotético
naturalmente, pero basado en elementos de situaciones
concretas que se presentan con frecuencia.

El caso se trató utilizando los métodos didácticos de representación y debate.


Para ello dividí a la clase en dos grupos. Cada uno debía discutir durante 10
minutos el caso que le había sido asignado. Enseguida el primer grupo
designaría a dos alumnos para hacer en diez minutos los papeles de
consejero y aconsejado, en una representación del proceso de consejería que
fuera lo más realista posible y aplicando lo aprendido en clase. A ello seguiría
un debate de 15 minutos en la cual toda la clase juzgaría la actuación de
consejero y aconsejado y aportaría sus ideas acerca del caso puesto en
discusión. Toda la sesión fue grabada para tener un registro de lo dicho.

Para mí fue una sorpresa la seriedad y naturalidad con que los actores
asumieron sus roles y la vivacidad y riqueza de ideas que tuvo el intercambio
que siguió a continuación de la representación.

Lo que sigue está basado en ese registro pero enriquecido con aportes
propios y de otras personas con quienes he compartido esta discusión. A la
vez he añadido algunas consideraciones generales sobre la actitud que deben
guardar los enamorados cristianos.

El caso: Él y ella se conocieron, se casaron y tuvieron tres hijos. Pero


debido a las múltiples infidelidades de él, ella se separó y regresó con
sus hijos a la casa de sus padres quienes nunca habían aprobado su
matrimonio. Ellos la han aconsejado de que pida el divorcio.

Entre tanto él se convirtió y se arrepintió de la mala vida que había llevado.


Fue a buscar a su esposa para pedirle perdón y tratar de reconciliarse con
ella, pero sus padres lo echaron de la casa y no le dejaron hablar con ella.
Después conoció a una buena mujer en la iglesia, se enamoró y está
pensando en la posibilidad de casarse.

La líder de ella dice que cuando uno se convierte todas las cosas viejas
pasaron y han sido hechas nuevas (2 Co 5.17), y que, por tanto, el matrimonio
previo no vale. Y que además él, siendo cristiano, no puede volver a juntarse
con una persona que es incrédula (2 Co 6.14).

Él no está seguro porque extraña a sus hijos. Cree que si insiste con su mujer
y le prueba la realidad de su cambio ella podría volver con él. Está en una
encrucijada difícil porque no entiende sus propios sentimientos. Necesita que
su líder le aconseje. ¿Qué le diría usted?

El «aconsejado» expone su situación con bastante pesadumbre porque se


encuentra en un espinoso dilema sentimental. De un lado él noblemente
reconoce que le faltó gravemente a su esposa con sus repetidas infidelidades
y comprende bien que ella, ofendida, lo dejara. Ahora que se ha convertido se
da cuenta de cuán equivocado estaba cuando se jactaba de sus aventuras.
También se siente culpable ante sus tres hijos —el mayor de los cuales ya
tiene ocho años— que están sufriendo por la separación. Al mismo tiempo, los
extraña porque no ha podido casi verlos.

Él narra frustrado cómo ha tratado varias veces de visitarla y, hasta la ha


llamado por teléfono, pero siempre ha estado presente la negativa de sus
padres a que él la vea o le hable. No comprende bien por qué motivo ella, que
fue siempre muy independiente, ahora está tan dominada por ellos. Aunque a
veces piensa que ella está resentida y no quiere realmente saber nada de él.

Aparte de la natural frustración que esta situación le produce ahora ha surgido


el problema de que ha conocido en la iglesia a una muchacha que le parece
buena y que lo trata con mucha simpatía. Él se ha dado cuenta de que ella
está enamorada de él y a él le gusta mucho y le agrada su compañía. Es
conciente de que él está empezando a corresponder a los sentimientos de la
chica.

El «consejero» lo interrumpe para preguntarle si él sabe bien lo que quiere, de


qué lado se inclinan sus sentimientos. Él contesta que precisamente su
problema consiste en eso, que él se encuentra dividido y no sabe bien lo que
le sucede. Siente que dos fuerzas lo empujan a direcciones opuestas como si
estuvieran jugando con él. De un lado se siente atraído por la chica con la que
cree que podría hacer una pareja feliz; de otro no logra olvidar a su esposa y
extraña a sus hijos. Tiene el corazón dividido y eso lo angustia y lo hace
sentirse culpable ante la chica porque siente que no le está jugando limpio.
Naturalmente él le ha contado acerca de su primer matrimonio y de su
separación, pero no le ha revelado la naturaleza de sus sentimientos respecto
del pasado. Parece obvio que si él no ha sido franco con ella en este punto es
porque intuye que si fuera completamente sincero, ella lo dejaría pues no
desearía compartir el corazón de él con otra.
El «consejero» corta por lo sano y, con muy buen tino, le dice: «Aquí no se
trata de lo que tú sientes sino de lo que dice la palabra de Dios». Y le cita Mr
10.7–9: «Por esto dejará el hombre a su padre y a su madre, y se unirá a su
mujer, y los dos serán una sola carne; así que no son ya más dos, sino uno».
Y luego cita los versículos 11 y 12: «y les dijo: Cualquiera que repudia a su
mujer y se casa con otra, comete adulterio contra ella; y si la mujer repudia a
su marido y se casa con otro, comete adulterio».

La unión matrimonial no puede deshacerse por capricho o voluntad de los


cónyuges, y menos todavía, por la voluntad de los padres de uno de ellos.
Cuando ella salió de la casa paterna para casarse con él, ella dejó de estar
bajo la autoridad de sus padres. Ellos no tienen ningún derecho de impedir
que él busque reconciliarse con su hija ni de oponerse a la reunión de la
pareja, salvo que él fuera un mal hombre o estuviera enviciado, lo que no
ocurre en este caso.

Es muy frecuente que el padre en nuestro medio tenga una fijación posesiva
respecto a su hija y, aunque no quiera reconocerlo, tiene celos de su yerno. A
veces es la madre la posesiva. Esas son patologías de los afectos que se
deben reconocer cuando se presentan y que se deben tratar.

En consecuencia, el esposo no debe dejarse amilanar por la oposición de los


padres y debe hacer todo lo posible para hablar con ella. Tiene que haber una
manera de lograrlo. Evidentemente a él le ha faltado iniciativa y
perseverancia, quizá porque está cohibido por su sentimiento de culpa. Debe
superarlo. Ella no puede estar prisionera en la casa de sus padres.
Seguramente sale de vez en cuando. Él puede aprovechar esas ocasiones
para acercársele. Si él sabe hablarle, puede hacerle comprender que
realmente ha cambiado, que se arrepiente de su conducta pasada, y que
desea que lo perdone y le dé la oportunidad de probarle su cambio y la
seriedad de sus intenciones.

En fin, hay tantas cosas que un hombre puede decirle a una mujer, que quizá
ella esté deseosa de escuchar, aunque esté resentida. Si él insiste en
buscarla, le envía ramos de flores, chocolates u otro detalles que la halaguen,
que la hagan sentirse apreciada, acabará por vencer su resistencia y logrará
al fin que ella acceda a sentarse con él frente a frente en torno a una mesa y
conversar. Y mejor será que se apure, porque pudiera ser que, siendo ella
bonita, otro lo esté ya haciendo y le gane la partida. (1)

Por otro lado están los hijos. Él puede intentar entrar en contacto con ellos, ir
a buscarlos al colegio. Él tiene derecho a verlos y nadie puede impedírselo
legalmente. Puede aprovechar esas entrevistas para enviarle indirectamente a
ella recados por medio de sus hijos. En todo caso es importante que él trate
de contrarrestar los malos comentarios que posiblemente sus suegros están
haciendo. Él ciertamente ha sido negligente por no haber estado más en
contacto con ellos, porque ellos necesitan su cariño y expresar su aprecio por
él. (2)
El «consejero» le dice que posiblemente él está buscando a la chica de la
iglesia como una salida fácil a su soledad (3). Pero el recuerdo de su esposa y
su conciencia no lo dejan tranquilo y le impiden seguir los gestos acogedores
del nuevo amor.

Cuando la discusión se inicia la mayoría de los asistentes apoya la opinión del


«consejero», en lugar de la posición del abrumado «aconsejado».

Sin embargo, la realidad es que tanto hombres como mujeres pueden ser
víctimas de sentimientos encontrados, los cuales los dejan perplejos y
confundidos, y por eso no entienden bien lo que les sucede al punto de que
los conflictos internos opacan cualquier otra consideración. Una sesión de
consejería que no tome en cuenta este factor y que se concentra sólo en los
aspectos éticos sin considerar el lado humano, carecería de realismo. Para
aceptar la verdad el corazón tiene que ser también tratado.

Uno de los asistentes recalca el hecho de que a ellos los casó un sacerdote y
que Dios fue testigo de ese pacto, por eso, estas circunstancias le confieren a
su compromiso un valor adicional . Eso es muy cierto. Cualquier iglesia que
invoca a Dios en el matrimonio religioso, pone a los contrayentes bajo su
manto (4).

Pero cabe preguntar: Si ellos se hubieran casado sólo civilmente ¿sería su


matrimonio igualmente válido? El matrimonio religioso confiere ciertamente
una bendición especial a la pareja, pero el matrimonio en sí fue instituido por
Dios, desde el inicio de la creación, con el carácter de permanente,
indiferentemente de la forma o rito bajo el cual se celebre. Su voluntad
expresa es que lo que Él ha unido no lo separe el hombre (Gn 2.24; Mt 19.5–
6). Eso es válido para todos los seres humanos, cristianos, ateos o paganos.

El argumento —que yo he escuchado en más de una oportunidad— de que el


nuevo nacimiento borra el pasado y que, por tanto, el matrimonio contraído
por un creyente antes de convertirse puede ser disuelto, carece de todo
sustento bíblico. Como bien dijo uno de los asistentes, la frase de Pablo en 2
Co 5.17: «De modo que si alguno está en Cristo, nueva criatura es; las cosas
viejas pasaron; he aquí todas son hechas nuevas», se refiere al carácter, a la
manera de ser de quien ha sido renovado en Cristo, no a su matrimonio o a
cualquier otro compromiso legal o verbal que hubiera contraído. Como se ha
dicho anteriormente, la ley de Dios no hace distinciones entre creyente e
incrédulo. Se aplica a todos los seres humanos. Con mayor motivo ese
versículo no se aplica a un compromiso que involucra a toda la persona.
Pensemos un momento: ¿Acaso se ve el nuevo creyente liberado de las
deudas u obligaciones económicas en que hubiera incurrido antes de nacer de
nuevo? Si así fuera las iglesias se verían inundadas por una avalancha de
malos deudores que querrían ser liberados de sus obligaciones legales en
nombre de Cristo.

El mismo principio de permanencia del vínculo es aplicable si uno de los


esposos no es cristiano o se convierte después de casado. A ese respecto
vale la pena recordar lo que dice Pablo en Primera de Corintios 7: «y si se
separa, quédese sin casar, o reconcíliese con su marido; y que el marido no
abandone a su mujer. Y a los demás yo digo, no el Señor: Si algún hermano
tiene mujer que no sea creyente, y ella consiente en vivir con él, no la
abandone.» (v. 11–12)

La advertencia que Pablo hace en 2 Co 6.14 sobre el yugo desigual es de


carácter preventivo; se aplica a los que contemplan casarse, no a los que ya
se han casado. El yugo desigual no invalida las nupcias contraídas.

Pero ¿qué pasaría si a pesar de todos sus esfuerzos el esposo de nuestro


caso no logra su cometido y la esposa se niega a reconciliarse con él? Pablo
ha previsto también esta posibilidad y ha escrito: «Pero si el incrédulo se
separa, sepárese; pues no está el hermano o la hermana sujeto a
servidumbre en semejante caso, sino que a paz nos llamó Dios» (1 Co 7.15).
Es decir, si ella da su matrimonio por concluido y no quiere volver con su
esposo legítimo, la responsabilidad y el daño que sufran los hijos pesará
sobre ella, pero el marido queda libre. Esta es doctrina admitida incluso por la
Iglesia Católica, que llama a esta concesión el «privilegio paulino» (5).

Pero el marido podría valerse de este privilegio —sobre todo con hijos de por
medio— sólo después de haber hecho todos los esfuerzos posibles para
reconciliarse con su esposa.

En el caso hipotético que estamos examinando el hecho de que ella


permanezca sola hasta ese momento es un síntoma de que, pese a la
oposición de sus padres, ella estaría abierta a la restauración de su
matrimonio. Pero quiere ser rogada, cortejada. Si ha habido verdadero amor
en el pasado y si él le demuestra que sus propósitos y sus hábitos de vida han
cambiado, bien puede la llama del viejo sentimiento revivir y volver a brillar
con renovado ardor. La felicidad y el bienestar de los hijos pueden
proporcionar un incentivo adicional para resucitar el afecto.

¿Qué pasaría en una situación semejante, en que hay hijos de por medio, si el
hombre tira pronto la toalla y contrae un nuevo matrimonio? Es muy frecuente
que los hijos concebidos la primera unión pesen sobre el nuevo hogar y sean
una causa de tensiones entre los esposos. Esto es más probable cuando la
segunda esposa le da nuevos hijos al hombre. La repartición del afecto y de
los recursos (sobre todo si son escasos) entre los hijos de las dos uniones
puede ser motivo de fricciones entre ambos y que echen una sombra sobre la
felicidad que esperaban encontrar.

Las estadísticas muestran que los matrimonios de divorciados tienen menos


posibilidades de subsistir que las primeras nupcias. Es decir, el que se
divorcia y se vuelve a casar tiene más posibilidades de fracasar en su
segundo enlace que en el primero. Esa comprobación estadística no debe
sorprendernos. La unión conyugal irrompible está esencialmente unida a la
creación de la pareja humana y de la diferenciación sexual. Aunque Dios es
ciertamente misericordioso con nuestras debilidades, no se puede violar su
voluntad impunemente. La sociedad humana está pagando caro haberse
alejado de las normas establecidas por Dios para las relaciones de los sexos y
para el matrimonio.

Notas

(1) En estas situaciones es conveniente que el marido no trate de predicarle a


su mujer, ni poner delante como factor principal de su acercamiento el cambio
que Dios ha producido en su vida. Ya llegará el momento de hablarle de eso.
Ella debe sentir que ella es la motivación principal de su interés. A las
mujeres, cuando no son creyentes no les atrae la religión en los hombres, lo
consideran poco varonil. Basta que diga que ha habido un cambio en su
perspectiva. Y sólo conviene que se extienda sobre este punto si ella le
pregunta y que satisfaga su curiosidad sobre este punto poco a poco. Podría
echar todo a perder por imprudente. Asimismo es importante que cuando él la
busque esté siempre muy bien vestido, bañado y afeitado, y que sea muy
galante con ella. Tiene que empezar a enamorarla de nuevo. Debe esmerarse
por las buenas maneras. Hay quienes creen que la brusquedad y la
desconsideración son varoniles. Pero las mujeres no lo perciben así. Una
cosa es el amaneramiento, otra las buenas maneras.
(2) Destruir la imagen del padre o de la madre puede causar un gran daño
psicológico a los niños y perturbar su sentido ético innato.
(3) Yo agregaría que como en el pasado él ha sido muy mujeriego, quizá esta
tendencia no del todo superada es la que se está manifestando en esta
oportunidad.
(4) Salvo que lo hubieran contraído —ambos o uno de los dos— sin el
propósito de que ese paso sea para toda la vida y reservándose el derecho de
poder divorciarse si las cosas no caminan bien. Contraer matrimonio con esa
mentalidad viola la esencia del matrimonio tal como Dios lo ha instituido y, si
se hace en lo religioso, es una grave ofensa a la santidad de Dios. En esas
condiciones el matrimonio no es más que concubinato legalizado. La
permanencia del matrimonio depende de la firmeza de la voluntad inicial con
que se contrae por parte de los cónyuges.
(5) Quedaría por definir qué se entiende por creyente. ¿Se trata de la fe viva
que renueva por entero a la persona o habría que considerar bajo el
calificativo de «creyentes» también a los cristianos nominales? Cuando Pablo
escribió esas líneas no había cristianos de ese tipo ni creyentes de segunda
generación.

Acerca del autor:


José Belaunde nació en los Estados Unidos pero creció y se educó en el Perú
donde ha vivido prácticamente toda su vida. Participa activamente en
programas evangelísticos radiales, es maestro de cursos bíblicos es su iglesia
en Perú y escribe en un semanario local abordando temas societarios desde
un punto de vista cristiano. Desde 1999 publica el boletín semanal "La Vida y
la Palabra", el cual es distribuido a miles de personas de forma gratuita en las
iglesias de su país. Si desea recibir estos artículos por correo electrónico
solicítelos a: jbelaun@lavidaylapalabra.com o a jbelaun@terra.com.pe.
Página web: http://www.lavidaylapalabra.com/

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