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Kierkegaard: Escuchar una voz (I)

por Oscar Cuervo *

* Nota del editor del blog En el año 2009 la editorial Quadrata de Buenos Aires
me encargó la redacción de un libro introductorio sobre el filósofo Søren
Kierkegaard, en el marco de la colección Pensamientos Locales. Fue editado
finalmente en 2010 como Kierkegaard. Una Introducción. Escuchar una voz
(Escuchar una voz es el título que yo prefiero) y pronto su stock se agotó, o al
menos eso es lo que me comunicaron los representantes de Quadrata que me
encargaron el libro.

En Mercado Libre circulan todavía algunos ejemplares a precios a veces


desmesurados. En algunas librerías de Buenos Aires puede encontrarse
ocasionalmente algún ejemplar perdido. Googleando de manera casual, hace
poco encontré que en España se ofrecía el libro Kierkegaard. Una Introducción,
atribuyéndome la autoría, pero fechada en 2017 por Libros de la Araucaria. No
sabía que yo había editado el año pasado un libro en Madrid con el mismo

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título e idéntica tapa al porteño de 2010. Pedí una explicación a mis editores en
Buenos Aires y me dijeron algunas frases sobre un traspapelamiento, errores u
olvidos, cosas que no llegué a entender. Cosas que otros me comentan que
son usuales con la obra de escritores que jamás pueden controlar la circulación
de sus libros. Según me dicen ahora, solo hay 200 ejemplares en España
correspondientes a aquella primera edición de 2010, que se presentan a sus
posibles compradores españoles como un libro de 2017. Puedo atestiguar que
yo no escribí hasta hoy nada nuevo con este título ni tampoco recibí
compensación económica por ello. Cuando los editores de la versión original
porteña me explicaron lo del traspapelamiento y los olvidos, me dijeron que si
tuvieran que pagarme los derechos de autor por esos ejemplares que circulan
por España, una vez aplicadas todas las deducciones de impuestos, beneficios
para los diversos editores involucrados y las librerías y otros costos de
intermediarios, la suma que me correspondería sería tan exigua que me dejaría
al borde de tener que pagar yo unos pesos a quienes me editaron y están
vendiendo mi libro en España y otras localidades.

En fin. Ya no pretendo controlar este negocio editorial. Entonces tomo mi texto


de 2009, lo corrijo, le cambio algunas expresiones que hoy me parece que se
podrían decir mejor, le agrego alguna frase que me parece más precisa, hago
una discreta corrección de estilo y, dado que después de todo yo lo escribí y es
difícil de conseguir a un precio razonable en mi ciudad, lo subo a la web en
forma gratuita: lo que ustedes pueden leer a partir de aquí es la versión
revisada de Escribir una voz, el libro que escribí en 2009. Esta sí es una
versión actualizada en 2018. Va a publicarse en capítulos en las próximas
semanas en el blog Kierkegaard Buenos Aires. Lo que sigue es el capítulo 1.
No descarto que al final de la publicación de los capítulos preexistentes, ahora
revisados, agregue algún epílogo con consideraciones que en 2018 me
despierta la lectura de este libro escrito hace casi diez años. Ustedes pueden
elegir entre comprar esas versiones que circulan en Mercado Libre a precios
irrazonables o imprimir el texto que aquí dejo en forma gratuita. Solo espero
que por publicar mi texto en este blog no tenga que pagarle derechos a algún
editor español o de otra nacionalidad... Ahí va:

(O.A.C)

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¿Quién fue Søren Kierkegaard?

Acerca de en qué sentido él es un contemporáneo nuestro y de lo que tiene


para decirnos sobre lo que nuestra época todavía no es capaz de pensar voy a
extenderme más adelante. Pero para empezar me permito una rápida
referencia biográfica. Esta referencia nos dejará ubicarlo en ciertas
coordenadas históricas y culturales y mencionar unos pocos episodios que
parecen haber marcado su vida. También nos tendría que invitar a apartar
cualquier tentación por explicar su pensamiento a través de su biografía. Una
biografía solamente es lo que se ha escrito sobre una vida, los dichos de otros
acerca de algunos sucesos exteriores. Cuando hablamos de un pensador como
Kierkegaard, perderse en los meandros del decir biográfico es uno de los
recursos más eficaces para desoír lo que él dice, para no tomarlo en serio, para
reducir su pensamiento a una simple expresión de sus conflictos psicológicos.
En el texto que acá empieza no me motiva la mera curiosidad por un lejano
personaje de una ciudad periférica del siglo XIX, sino una posición de
pensamiento que puede revelarnos algo sobre nuestras actuales encrucijadas.

Søren Kierkegaard nació en Copenhague el 5 de Mayo de 1813. Fue hijo de


Michael Kierkegaard y Anne Lund, el hijo menor del matrimonio. Siendo muy
joven, Søren emprendió estudios universitarios de teología. Dos personas
parecen haber ejercido una influencia especial en su vida: en primer lugar, su
padre, un comerciante exitoso inclinado a discurrir sobre cuestiones como la
culpa y el castigo, preocupaciones que le trasmitió a su hijo desde muy chico.
En su diario personal, Kierkegaard dice que esa atmósfera en la que creció lo
llevó a ser un hombre melancólico. Su padre murió en 1838, el mismo año en
que conoció a la otra persona que marcaría su vida: Regina Olsen, una chica
diez años más joven que él. Søren se comprometió con Regina, pero meses
después rompió ese compromiso por motivos nunca aclarados. Al episodio de
su noviazgo y de la ruptura con Regina, Kierkegaard se iba a referir de manera
indirecta en muchos de sus libros, introduciendo siempre nuevas variantes en
la forma de contarlo. Sin que se pueda -ni tal vez valga la pena- determinar lo

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que ocurrió realmente, es posible intuir que Kierkegaard tomó la decisión de
privilegiar su misión de escritor por sobre cualquier otro vínculo personal.

En 1841 defendió su tesis doctoral, El concepto de ironía en especial referencia


a Sócrates. En 1843 empezó a publicar sus libros a un ritmo sorprendente.
Algunos, los llamados Discursos Edificantes, los firmó con su nombre real;
otros, bajo diversos pseudónimos. En 1843 publicó O lo uno o lo otro, Temor y
temblor y La repetición; en 1844, Migajas filosóficas y El concepto de la
angustia; en 1845, Etapas en el camino de la vida y en 1846 el Postscriptum no
científico a las Migajas filosóficas. Todos estos libros fueron firmados con
distintos pseudónimos y constituyen lo que Kierkekgaard denominó
posteriormente su obra estética, que desarrolló paralelamente a su obra
religiosa. En 1846, al final del Postcriptum, Kierkegaard hace público que esos
libros pseudónimos fueron escritos por él, cuestión sobre la que se extiende en
su libro de 1848, Mi punto de vista, atribuyendo esta “estrategia de escritor” al
“método de la comunicación indirecta” (a la que volveré más adelante).

De ahí en más, Kierkegaard escribió otros libros firmados con su propio


nombre, pero significativamente creó un pseudónimo, Anticlimacus, que no
respondía a lo que él llamaba una posición estética sino -según consta en su
diario personal- a un cristianismo más perfecto que el que él mismo se sentía
capaz de encarnar. Con este pseudónimo escribió dos de sus libros más
importantes: La enfermedad mortal (también conocido como Tratado de la
desesperación) y Ejercitación del cristianismo. Con su propio nombre firmó otro
de sus libros fundamentales, Las obras del amor, y más discursos edificantes.

Hubo todavía otro suceso en su vida que iba a repercutir sobre su actuación
pública y que signó el último tramo de su obra. Es sabido que Kierkegaard fue
un hombre imbuido de un espíritu religioso, aunque siempre manifestó serias
reservas hacia las formas que la religiosidad adoptaba en su contexto social.
Esto lo llevó a establecer una distinción entre el cristianismo -esto es, la
experiencia de un vínculo personal e intransferible con el Cristo de los
Evangelios- y la cristiandad -con lo que aludía a una institución meramente
mundana, organizada alrededor de la iglesia cristiana en sus entonces 1900
años de historia. La muerte del obispo de Copenhague Jacob P. Mynster,

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ocurrida en enero de 1854, marcó un quiebre en esta relación conflictiva.
Mynster había sido pastor de su padre y muy allegado a su familia. El sucesor
de Mynster, el obispo Hans L. Martensen, pronunció el discurso fúnebre del
fallecido obispo, a quien llamó “testigo de la verdad” y “un nuevo eslabón de
una cadena sagrada cuyo origen se remontaba a Cristo y a sus apóstoles”.
Estas palabras tuvieron en Kierkegaard el efecto de un potente revulsivo. En su
diario escribió: “debo entender como mi máximo deber [...] lanzarme al ataque y
hacer una protesta, la protesta contra una predicación del cristianismo que a su
vez tendría necesidad de una explicación frente al Nuevo Testamento”.

Ese fue el punto de partida para una batalla pública contra la cristiandad oficial
que absorbió sus últimos meses de vida. En el periódico Fædrelandet N° 295
(19 de diciembre de 1854), publicó un artículo titulado “¿Fue el obispo Mynster
un ‘testigo de la verdad’, un verdadero ‘testigo de la verdad’? ¿Es esto
verdad?” en el que alegaba que un auténtico testigo de la verdad no podría
haber vivido con comodidad, entre placeres burgueses y honores. El verdadero
cristianismo, sostenía, consiste no en aceptar ese confort, sino en caminar
sobre las huellas de la pasión de Cristo. Poco después empezó a publicar un
periódico llamado El instante, en el que su virulencia contra la cristiandad oficial
se acrecentó. En el número 6 de El instante escribió: “Hay un mundo de
diferencia, un abismo, entre la filosofía de vida de Mynster (que en realidad es
epicúrea, es la filosofía del goce de la vida, de las ganas de vivir, propia de este
mundo) y la cristiana, que es la de los sufrimientos, la del entusiasmo por la
muerte, propia del otro mundo; sí, hay tal diferencia entre estas dos filosofías
de vida, que esta última (si es que hay que tomarla en serio y no exponerla
apenas una vez en un momento de meditación) debe parecerle al obispo
Mynster como una especie de locura”.

El instante llegó a publicar nueve números, entre mayo y octubre de 1855.


Cuando estaba a punto de salir el décimo número, Kierkegaard sufrió un
colapso en plena calle. Pocas semanas después, el 11 de noviembre de 1855,
moría en un hospital de Copenhague. Tenía 42 años.

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Escuchar una voz

Hay muchos modos posibles de empezar a leer a un autor, muchas entradas


posibles a su obra. En el modo que cada lector entra interviene el trayecto
singular por el cual uno llegó a él. Generalmente se llega con determinadas
preguntas que uno trae de antemano. Estas preguntas son brújulas que
orientan, destacan, subrayan, desdeñan, pasan por alto o marcan hitos en la
superficie de un texto: interpretan inevitablemente, más allá de los usos que un
escritor pudo prever en el momento de escribirlo. La lectura desencadena
posibilidades, pero también se desplaza o se desvía de los propósitos iniciales
del escritor. Y este desvío puede no ser simplemente una traición que el lector
le inflige al autor, porque un desvío puede ser productivo si expande los
sentidos que el texto tenía, hasta hacerlo decir algo que antes de esa lectura ni
siquiera estaba pensado por el autor. Soberanía de la posibilidad, un texto es
siempre algo más, algo distinto de una cosa, de un objeto cerrado sobre sí que
está ahí para ser simplemente recibido. No existe algo así como una
objetividad en la lectura de un autor. La singularidad propia de cada lector va
armando a ese autor para cada uno. Este recorrido singular y donador de
sentidos no depende del mero arbitrio del lector: nadie le puede hacer decir a
un texto lo que a uno se le antoja. La lectura no es invención sino escucha. Y
nadie escucha lo que quiere, sino más bien lo que puede: la manera en que
recibimos un texto depende del camino por el que llegamos a él o por el que él
llega a nosotros. Este trayecto siempre es mediado por una tradición cultural
que facilita tanto como obstaculiza esa lectura. Dicho más corto: autor, obra y
lector tienen una forma de existencia especial que no es la de las cosas que se
cierran sobre sí mismas sino la de la posibilidad.

Søren Kierkegaard es el pensador contemporáneo que desplegó el problema


de la escritura y de la lectura, de la palabra y de la escucha, de la
comunicación y de la verdad, como actos propios de un ser posible. Para
Kierkegaard la posibilidad es el modo de ser humano y de sus actos más
propios: escuchar y hablar, leer y escribir, son actos de un ente que existe
como posibilidad. Cada uno de nosotros es posibilidad y ese es nuestro

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privilegio y también el motivo de nuestra angustia. Escucha, posibilidad,
singularidad, angustia son palabras claves en la posición de pensamiento de
Kierkegard.

Decía que él es un contemporáneo nuestro. El hecho de haber vivido en el


siglo xix no lo hace menos contemporáneo para nosotros, dado que la
contemporaneidad no es una simultaneidad meramente cronológica. Somos
contemporáneos de toda palabra que logra interpelarnos, que percibimos
dirigida a nosotros, es decir, que se dirige a alguien que en cada caso puede
decir: es a mí a quien se le está hablando. La época de la que un autor procede
no lo encierra inevitablemente en el ámbito de las cosas pasadas, ya muertas,
ni lo puede aplastar en el marco de ciertas coordenadas socioculturales. ¿Para
quién escribe un autor? ¿para quién escribía Kierkegaard? Siempre que se
escribe la pregunta está pendiente de modo más o menos velado. Pero
mientras Kierkegaard escribía no dejó ni por un instante de hacérsela. Muchas
veces se hallan en sus libros invocaciones a “mi querido lector”. Este afecto y
esta intimidad, el ser querido, no tiene nada que ver con una familiaridad de un
autor que simula saber quién es el lector. Eso no se sabe nunca. El modo de
comunicación al que Kierkegaard apostó su vida -hasta llegar a convencerse
de que esa era su única misión en la tierra- no es la comunicación de un saber,
sino una comunicación de poder. Una comunicación de esta especie nunca se
reduce a los significados habituales que se admiten en una época determinada.
Un autor que apuesta a comunicar una posibilidad y no un saber ya definido y
fijo quiere ser contemporáneo de su lector y, por más lejos que se encuentren
en el tiempo, autor y lector se hacen contemporáneos en el instante de la
lectura.

Entre todas las puertas posibles para introducirnos en la obra Soren


Kierkegaard la que aquí propongo es la figura de la escucha, con el acto de
escuchar una voz. Tal vez no sea el tipo de cuestiones que generalmente se
resaltan cuando se habla de Kierkegaard, cuando se lo divulga. Es más usual
adscribirlo a cierta tendencia filosófica, decir por ejemplo que es el padre del
existencialismo. Pero estos “ismos” nunca le hacen demasiado favor al
pensamiento y se muestran especialmente ineptos para comprender la posición
de un pensador como Kierkegaard. Cuando se dice “existencialismo” parece

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que se sabe qué se está diciendo, pero en realidad sólo se logra amontonar
una cantidad de problemas bajo una misma etiqueta, sin ser capaces de
reconocer que cada autor es por sí mismo un problema y que una suma de
problemas nunca da como resultado una solución. De modo que prefiero aquí
obviar ese procedimiento que ubica a Kierkegaard como iniciador o como
precursor de una determinada escuela. Me valgo entonces, como clave
interpretativa, de la figura de la escucha. Kierkegaard es el pensador de la
escucha, sus desvelos giran alrededor de ese misterio que sucede cuando
alguien escucha una voz. Esta figura no es un simple invento mío: en torno a
ella se organiza, como vamos a ver, uno de sus libros principales, Temor y
Temblor. Mi propuesta afirma que la figura de la escucha permite organizar
también el sentido de los principales conceptos diseminados por su obra.

Las personas de hoy vivimos en medio de una selva de palabras, el poder


tecnológico multiplicó esta abundancia de mensajes que a mediados del siglo
XIX apenas se vislumbraba, cuando Kierkegaard cuestionaba con mordacidad
los límites del discurso periodístico. Hoy habitamos un espacio saturado de
mensajes. Escuchamos demasiadas voces, leemos demasiadas palabras, y ya
no sabemos cuáles de ellas se dirigen especialmente a cada uno de nosotros.
La experiencia por la cual alguien se reconoce como destinatario de una
palabra es cada vez más rara, porque prima en todo momento un modelo de
comunicación impersonal, las palabras que oímos o leemos parece que nunca
son “para mí”, sino para cualquiera, en definitiva para nadie. Corremos el riesgo
de olvidar lo que significa que una voz nos hable, más precisamente que una
voz me hable, que se dirija únicamente a mí, que yo pueda reconocer que soy
el destinatario único de esa voz. Esta figura aparece en la historia de Abraham,
en ese célebre pasaje del Génesis (22, 1) que dice:

“Después de estas cosas sucedió que Dios tentó a Abraham y le dijo:


«¡Abraham, Abraham!». El respondió: «Heme aquí». Díjole: «Toma a tu hijo, a
tu único, al que amas, a Isaac, vete al país de Moriah y ofrécele allí en
holocausto en uno de los montes, el que yo te diga».

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“Levantóse, pues, Abraham de madrugada, aparejó su asno y tomó consigo a
dos mozos y a su hijo Isaac. Partió la leña del holocausto y se puso en marcha
hacia el lugar que le había dicho Dios”.

Este pasaje comparte la mala suerte de todo texto célebre, lo escuchamos


tantas veces que su significado queda naturalizado, es decir: ya no nos dice
nada. Kierkegaard se sorprende de que en la misa del domingo se pueda leer
este pasaje sin que nadie se sienta presa del temor y del temblor, ya que lo que
este relato cuenta es terrible, aunque no nos pase nada al oírlo. Y el relato no
es terrible solamente porque lo que se cuenta en él incluya la posibilidad de la
muerte de un niño (más aún: del asesinato de ese niño por parte de su padre).
Es terrible ante todo porque esa voz a la que Abraham le adjudica una
autoridad inapelable se dirige a él en particular para que haga algo que sólo él
puede hacer. Le pide que haga un sacrificio, es decir que haga algo sagrado.
¿Comprendemos qué significa un hacer sagrado? ¿Dice la palabra “sagrado”
algo todavía para nosotros? Porque si esa palabra ya no dice nada, lo que se
está contando es la historia de un asesino, del peor asesino, porque está
dispuesto a matar a su propio hijo. Kierkegaard quiere entonces reavivar el
fuego terrible que este relato enciende, de modo que vuelva a trasmitir ese
temor y ese temblor que, bien escuchado, debe suscitar. Con ese fin es que
escribe Temor y temblor, con el de desnaturalizar la indiferencia con la que hoy
escuchamos el relato, porque se ha convertido para nosotros en un bien
cultural, es decir, algo que no tiene nada de sagrado y que por eso no puede
provocar temblor.

¿Cómo lograr ese propósito? Kierkegaard piensa un dispositivo de escritura de


una complejidad y un refinamiento que la filosofía de su época -una filosofía
dominada por la pretensión de sistematicidad- desconocía. Para empezar, elige
un discurso narrativo y no argumentativo: no va a desarrollar una serie de
razonamientos encadenados en sucesivas premisas y conclusiones, sino un
relato: va a contarnos una historia. Pero no va a contarnos directamente la
historia de Abraham, sino la de un hombre que ha leído la historia de Abraham
y al leerla quedó obsesionado por ella. Por consiguiente, este hombre, el
protagonista de Temor y temblor, vuelve una y otra vez, a lo largo de los años
de su vida, a pensar con horror en la historia de Abraham, un horror que

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incluye la conciencia de que él es incapaz de comprender del todo lo que esta
historia significa. El libro trata entonces no directamente de la experiencia de
Abraham al escuchar esa voz que le ordena hacer algo terrible (algo sagrado),
sino de la dificultad que tiene un lector de este relato por comprender de qué se
trata la misión de Abraham, de cómo Abraham puede escuchar una voz dirigida
exclusivamente a él y ser capaz de responder a esa voz.

Aun así no está todo dicho: el que relata la historia de ese lector obsesionado
por Abraham y por la voz que le habló no es directamente Kierkegaard, sino un
escritor llamado Johannes de Silentio. Para que se entienda: Kierkegaard crea
un personaje, Johannes de Silentio, para que escriba un libro, Temor y temblor,
que cuenta la historia de un hombre obsesionado por un relato del Antiguo
Testamento. Esto es lo que unos años después de Temor y Temblor
Kierkegaard declarará como su “estrategia de comunicación indirecta”, puesto
que lo que hay para comunicar no es un saber que se pueda trasmitir de modo
directo, sino algo que sólo se puede comprender de un modo oblicuo, en el que
el lector tiene que tomar una decisión acerca del sentido del mensaje que
recibe. Este juego de cajas chinas es el refinado mecanismo de escritura y de
pensamiento que Kierkegaard pone en marcha, muy lejos de ser una mera
presentación decorativa de algo que podría decirse de manera más sencilla.
Porque lo que Kierkegaard quiere resaltar es un obstáculo productivo (poiético,
en el sentido clásico) para la comprensión: la dificultad de ponerse en el lugar
de otro. Aquí, en un juego de espejos, hay varios otros: Abraham, el lector de la
historia de Abraham, el escritor de Temor y temblor -Johannes de Silentio-, y el
propio lector, es decir: cada singular de los que leen Temor y temblor. Lo que
así queda planteado es que estas posiciones son intransferibles, que hay un
sentido que atañe en cada caso a uno y sólo a uno y ese sentido no puede
trasmitirse como si se tratara de un saber. Kierkegaard, a través de Johannes
de Silentio, quiere hacernos pensar en la distancia que nos une a Abraham o
en la cercanía que nos separa de él:

“Leemos en la Escritura: «Dios tentó a Abraham y le dijo: '¡Abraham,


Abraham!'. El respondió: «Heme aquí»”. ¿Has hecho otro tanto tú, a quien se
dirige mi discurso? ¿No has clamado a las montañas «¡ocultadme!» y a las
rocas «¡sepultadme!» cuando viste llegar desde lejos los golpes de la suerte?

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O bien, si hubieras tenido más fortaleza, ¿no se habría adelantado tu pie con
lentitud suma por la buena senda? ¿No habrías suspirado por los antiguos
senderos? Y cuando el llamado resonó, ¿guardaste silencio o respondiste muy
quedo, quizá con un susurro? Abraham no respondió así; con valor y júbilo,
lleno de confianza y a plena voz exclamó: «Aquí estoy»”. (Temor y temblor)

Notemos la irrupción del narrador que se dirige abruptamente al lector: “¿Has


hecho otro tanto tú, a quien se dirige mi discurso?”. Esta irrupción hace
aparecer al lector que hasta ese momento parecía oculto y que mediante esta
apelación es iluminado con una haz de luz violenta. Así como Dios llama a
Abraham, en una duplicación especular, Johannes de Silentio llama a su lector.
Si Abraham responde: “heme aquí”, si reconoce que es precisamente a él y a
nadie más a quien están llamando por su nombre, ¿qué le cabe hacer al lector
de Temor y temblor? ¿Es capaz cada lector de hacerse cargo de responder a
esta voz que le habla y responder también “heme aquí”? ¿Existe una voz que
pueda interpelarme de esa forma? Y si existiera, ¿sería yo capaz de oírla, de
reconocerme cuando se me llama por mi propio nombre?

Es sobre estas cuestiones, las que podemos llamar las cuestiones de la


singularidad, del ser cada uno único -enkelte en el idioma danés- y quedarse
cada uno solo, sin auxilio posible, ante una voz que nos interpela, que
Kierkegaard despliega la temática no sólo de Temor y temblor, sino de toda su
obra. De modo que puede tomarse este libro -que en el momento de publicarlo
Kierkegaard no firmó con su propio nombre sino con el de Johannes de
Silentio- como el punto de cruce de las diversas posibilidades de sentido que
despliega la obra de autoría kierkegaardiana en su totalidad. Esta autoría
incluye varios otros libros que la mano de Kierkegaard escribió, pero que firmó
con diversos pseudónimos que siempre encarnan voces diferentes; pero
también están los libros firmados por Kierkegaard en su nombre propio. Y a
esto podemos agregar las miles de entradas que escribió en su diario personal
a lo largo de los años, cuya pertenencia a su obra de autor es digna de
discutirse. Esa totalidad a la que aludimos cuando hablamos de la obra
kierkegaardiana dista de ser una totalidad cerrada, porque fue concebida
mediante una estrategia literaria que ensaya una comunicación indirecta, es
decir, algo que no puede ser dicho del todo. Esta totalidad autoral está, por así

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decirlo, siempre trunca, no existe como una cosa o como un conjunto de cosas
en determinado lugar, disponible para ser manipulado cada vez. Si Kierkegaard
dispuso su obra como una polifonía de voces cuya unidad será siempre
problemática, es ante todo porque es el pensador que tematiza y cuestiona
para la filosofía occidental el problema de la comunicación indirecta, una forma
de dirigirse al otro que siempre está a la espera de que cada lector
desencadene un sentido que sólo a él, singularmente, le atañe.

El Kierkegaard estético

Kierkegaard se definió a sí mismo como un escritor religioso. En esta manera


de presentarse cada palabra tiene su peso y encierra su dificultad. Cuando
oímos la palabra “religioso” nuestras representaciones nos guían hacia cierta
tradición habitual de las iglesias instituidas. Pero ya dije que para Kierkegaard
los hábitos de las religiones instituidas son un obstáculo que, lejos de facilitar la
experiencia de la confianza, la desvirtúan. Por esta razón, ponerse en sintonía
con la noción de experiencia religiosa que sostiene el autor danés nos va a
exigir deshacernos de lo que entendemos por religión usualmente. Este
problema será analizado en extenso en los próximos posteos. Por ahora nos
conviene detenernos en el otro término de su presentación: él dice ser un
escritor religioso. Su carácter de escritor nos conduce hacia la dimensión
estética de su pensamiento. Kierkegaard fue uno de los más originales
escritores del idioma danés y parece ser que era consciente de su talento.
Según dejó escrito varias veces en su diario, siempre vivió en tensión entre
esos dos llamados, dos vocaciones: la religiosa y la estética. Si no hubiera
experimentado con similar intensidad los dos llamados-el religioso y el literario-
si una de las dos fuerzas hubiera prevalecido sobre la otra, es posible que su
obra no creciera en esa tensión problemática.

Puestos a considerar la dimensión estética de su obra, hay varios Kierkegaard


posibles, encarnados por sus diversos pseudónimos, máscaras detrás de
máscaras. Son sorprendentemente diversos: humorísticos, románticos, cínicos,

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desesperados, entregados a irónicos juegos del lenguaje. Pero ¿hay una clave
secreta que los unifica? ¿Es preciso mantener la pluralidad de sus diferencias?
¿Cómo leer entonces a Kierkegaard?

La filosofía académica no tiene grandes problemas al respecto: procede como


siempre lo hace, aplasta la particularidad del pensamiento kierkegaardiano
contra el fondo del pensamiento anterior. Un filósofo entre otros, un filósofo
después de otros, sólo se trata de armar "el sistema kierkegaardiano" en su
diferencia específica. En la época del idealismo moderno, Kierkegaard es aquel
que -según esta versión-, contra Hegel, acentuó el valor del hombre individual
contra la filosofía hegeliana que en su época acaparaba la máxima atención. La
de Hegel es una filosofía sistemática donde predomina el punto de vista de la
totalidad, el despliegue de la Historia Universal.

Si hay una voluntad del saber académico de aplastar a Kierkagaard contra el


fondo de la filosofía anterior, no es necesariamente porque la academia tenga
una saña especial contra el danés. Así es como el saber académico procede
con cualquier filósofo: según estas simplificaciones, Descartes es un
racionalista, Kant es un idealista crítico, Hegel un idealista absoluto y así
sucesivamente. Todo se resuelve con etiquetas, el pensamiento se reduce a
una serie de enunciados que se sintetizan en cada caso en una carilla o en
unas cuantas; y para las cuestiones de detalles vale sumergirse en el texto con
el fin de descuartizarlo, para atravesarlo de referencias previas, para minarlo de
discusiones filológicas y rastrear la proveniencia de su terminología, cuestión
de que puedan hacerse monografías, tesis y tesinas donde el
descuartizamiento se repita una y otra vez. Lo preocupante es que, con este
tipo de proceder, Kierkegaard queda encerrado en el pasado de la filosofía.
Cuando se le concede su diferencia específica –ser “padre del existencialismo”-
es porque él mismo ya es el pasado de otros: Sartre, Jaspers, Marcel, a su vez,
ellos mismos pasados. La filosofía sería así un capítulo de la historia de la
cultura.

Esta lectura simplificadora también es posible, en el específico caso


kierkegaardiano, porque su obra, la manera como el propio autor la dispuso -su
“estrategia literaria” de la “comunicación indirecta”- es un terreno minado,

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propicio a todos los equívocos. Y la edición castellana de sus libros consuma
una catástrofe: sus obras fueron muchas veces editadas de la manera más
descuidada posible, en la mayor parte de los casos se omitió el problema de la
obra pseudónima, y en algunos casos (O lo uno o lo otro, por ejemplo) se lo
fragmentó de manera amorfa, inventando libros y títulos donde no los había
(Ética y estética en la formación de la personalidad, Estética del matrimonio,
por poner dos ejemplos). Sólo en 2008 se llegó a publicar en castellano O lo
uno o lo otro tal como el autor lo había concebido. Sólo en estos últimos años
se empezó a tomar con seriedad el problema de los pseudónimos a la hora de
leer cada libro. En los estudios kierkegaardianos aún hoy existen obstinad@s
en el error que todavía se molestan cuando se hace alusión a la cuestión de los
pseudónimos.

Existe también una manera más seria de salvar a Kierkegaard de este maltrato:
la escrupulosa lectura de sus textos, el intento de reparar la unidad plural de
sus voces, teniendo en cuenta la declaración que él hizo de su estrategia
literaria en Mi punto de vista y en el Postcriptum acientífico definitivo a las
Migajas filosóficas. En esos libros, él declara que no se debe atribuir a su
pensamiento ninguna idea que no haya firmado el propio Soren Kierkegaard y
que todo lo firmado con pseudónimos no le pertenece como autor porque -dice-
sólo ha sido la mano que escribió lo que le dictaron esas “voces”. Esta curiosa
declaración, propia de un autor que tiene la clara voluntad de desafiar al lector
a arriesgar interpretaciones, combinada con el espíritu lúdico propio de un
singular artista literario, muestra hasta qué punto el propio Kierkegaard quiso
volverse un problema para sus lectores. Desde una lectura más seria,
entonces, hace falta reconducir cada párrafo, cada frase escrita en los diversos
libros “estéticos” (los que firmó con pseudónimos, con excepción quizá de los
que firma el pseudónimo Anticlimacus), hacia la posición subyacente, que es la
que el autor asume cuando firma con su propio nombre: los Discursos
edificantes, Las obras del amor, su última intervención pública en El instante:
allí, podría suponerse, es donde habla Kierkegaard. Además, nunca se debe
perder de vista una remisión fundamental: el texto kierkegaardiano se escribe
siempre en referencia a una voz que lo precede, que lo rige, a una Autoridad a
la que siempre apela: la palabra del Nuevo Testamento.

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Una actitud más cuidadosa ante la obra kierkegaardiana es ineludible: no se
puede seguir leyendo a Kierkegaard sin tomarse en serio esta tarea, hay que
limpiar el camino de todas las malezas que se han dejado crecer a lo largo de
tantos años de lectura descuidada. Pero aún así no es suficiente: hace falta
advertir que esta opción no carece de otros problemas interpretativos; uno de
los más complejos es el de qué hacer con el Kierkegaard de los diarios. Porque
nuestro autor dejó anotados, a lo largo de varias décadas, sus pensamientos
ocasionales, sus ideas en germen, los borradores de los textos que después
serían publicados como libros, incluso las propias opiniones que un tiempo
después le merecían los libros que escribió, su manera de interpretarlos y
hasta de distanciarse al cabo de los años. ¿Qué hacemos con este
Kierkegaard de los diarios? ¿Es este el verdadero Kierkegaard? No lo creo. Es
ciertamente un invitado molesto. ¿Lo debemos tener en cuenta? Sí. ¿A título
de qué? ¿Como la clave secreta de todas las dificultades de sus lecturas? ¿Es
en los diarios donde están las respuestas? No. ¿Hay que reconducir todos sus
libros, no sólo los estéticos, sino también los religiosos, hacia los diarios, hacia
la “trastienda” de sus pensamientos? No me parece. Tomar semejante decisión
implicaría someter incluso los textos que él indicó como los privilegiados (los
que firmó con su propio nombre) a una lectura regida por las opiniones de la
persona Kierkegaard, quitándole soberanía al acto de la lectura del texto
posible. ¿Tenemos que postular la posibilidad de que Kierkegaard se nos haga
“presente” en sus diarios, para indicarnos cómo debemos entenderlo? No lo
pienso. ¿Hay una interpretación subyacente de su pensamiento que pudiera
quedar establecida de modo pacífico y definitivo si seguimos las indicaciones
que él nos hace en sus diarios o si tomamos al pie de la letra sólo los libros que
firmó con nombre propio? Definitivamente no adhiero a este cierre.

Existe todavía otra posibilidad, que me parece más fértil: la de dejar en


suspenso la idea de un Kierkegaard “a mano”, aquel que se completaría al
ensamblar la totalidad de sus textos, asignándole a cada parte el lugar y el
significado que ese Kierkegaard “a mano” indica. Dejar en suspenso la idea de
un autor a mano para encontrarse con una multiplicidad de voces, dejar en
suspenso la posición religiosa como clave fundamental y excluyente, para oír
por primera vez a las voces estéticas en todas sus diferencias. Dejar hablar a

15
cada uno de sus pseudónimos, modular nuestro oído con sus diversas
entonaciones (Stemning es una palabra clave a la que volveré en los post
siguientes, cuando tengamos que pensar las distintas tonalidades que puede
entonar una voz): Víctor Eremita, el juez Wihlhelm, Un Esposo, el Joven A, El
Seductor, Johannes Climacus, Johannes de Silentio, Constantin Constantius
son los distintos “autores” dispuestos por Kierekgaard para algunos de sus
libros más conocidos. Incluso a veces estos nombres cambiaron de estatus a lo
largo de su obra, pasando de ser personajes de algunos libros a autores de
otros. Leer todos estos pseudónimos por primera vez, dejar ser la proliferación
estética de pseudónimos y personajes como voces singulares, incluso al que
firma como Kierkegaard, animarse a dejar en suspenso provisoriamente al
escritor religioso, no precipitarse en suponer que detrás de todos estos
Kierkegaards hay finalmente uno que se halla más o menos oculto. Es posible
atreverse a aceptar la idea de que el pensamiento de Kierkegaard no se puede
reducir a una voz única, admitir que puede haber pensamientos entre la
pluralidad de sus voces, en el vacío que queda entre ellas, en sus hiatos y
silencios, y dejar subsistir todavía sus contradicciones y secretos como propios
de la vacilación de un pensamiento que lucha consigo mismo.

16
Me angustio, soy (Escuchar una voz II)

Crítica del saber sistemático

La filosofía occidental quiso ser un discurso transparente, totalizador, claro y


distinto y muchas veces se arrogó la capacidad de decirlo todo. La constitución
histórica de la filosofía europea, especialmente en la modernidad, la llevó a
presentarse a sí misma como el saber de todos los saberes, el saber que se
sabe a sí mismo: un saber absoluto. El autor que llevó más lejos esta
pretensión de absoluto y que trató de realizar esta aspiración a un saber que se
sabe a sí mismo es el alemán G. W F. Hegel (1770-1831). Hasta Hegel muchos
filósofos enunciaron la idea de que la filosofía tenía que llegar a desarrollarse
de forma sistemática, como un saber lógicamente articulado y capaz de dar
cuenta de la totalidad de las cosas que existen, incluso de sí misma. Sólo con
Hegel ese ideal sistemático y totalizador dejó de ser sólo un programa a
desarrollar para transformarse en una realidad efectiva. La desmesura
racionalista de Hegel consiste en no limitarse a enunciar ese programa sino
además llevarlo a cabo. Para el autor de Fenomenología del espíritu y Ciencia
de la lógica, la filosofía es el Sistema del Saber Absoluto, en el que la palabra
“absoluto” cancela toda posibilidad de aceptar una filosofía relativa. El Sistema
del Saber Absoluto consiste en un pensamiento de un poder tal que es capaz
de desligarse de toda relatividad, no sólo para saberlo todo sino también para
saberlo totalmente, es decir, sin reconocer ningún límite. El Saber Absoluto se
sabe a sí mismo en el despliegue de toda su riqueza concreta, un saber
totalizador en el que nada queda afuera. El Sistema del Saber Absoluto no es
para Hegel una representación sobre algo distinto de sí mismo, sino que su
absolutez (ab-solución, soltura de toda relación) consiste en negar la
separación entre el saber y lo sabido -negar la separación entre el sujeto y el
objeto, para decirlo en términos modernos. El Saber Absoluto suprime así toda
exterioridad, porque es la realidad efectiva misma la que, al saberse, llega a ser
lo que es. La realidad se realiza sabiéndose: ser deviene en saberse. Negación

17
de la inmediatez y mediación son nombres para designar la energía que realiza
la realidad y la vuelve verdadera absolutamente. El Saber lo contiene todo
realmente y no de un modo representativo. No hay un otro que se resista. Todo
lo real es racional y todo lo racional es real.

Este es el concepto de filosofía que triunfa en la época de Kierkegaard y contra


esto es que Kierkegaard se rebela. Todo pensador encuentra a su adversario y
lo trae a su terreno. Es lo que hace Kierkegaard con Hegel. La segunda mitad
del siglo xix recusa el predominio de este absolutismo de la Idea: post-
hegelianos o anti-hegelianos fueron, cada uno a su modo y de modos muy
distintos entre sí Arthur Schopenhauer (1788-1860), Ludwig Feuerbach (1804-
1872), Karl Marx (1818-1883) y más tarde Friedrich Nietzsche (1844-1900).
Kierkegaard, como ellos, trata de pensar después de Hegel, contra él, pensar la
falla del desmesurado proyecto del Sistema del Saber Absoluto.

El partido que Kierkegaard toma, el que lo coloca en un lugar de disidencia en


la tradición filosófica occidental, es la afirmación de la singularidad personal
frente a la universalidad del Sistema. Recuperemos la figura propuesta en el
post anterior: la escucha de una voz. ¿Quién habla en cada caso en el discurso
filosófico? Esta es la pregunta que hasta Kierkegaard no fue sostenida hasta el
fondo: quién habla en la Crítica de la razón pura de Immanuel Kant (1724-
1804), qué voz es esa; qué voz es la que habla en la Fenomenología del
espíritu o en la Ciencia de la lógica hegelianas. Cuando Hegel escribe en sus
libros acerca de la Idea Absoluta y del Saber Absoluto ¿es la propia voz del
Espíritu Absoluto la que habla o es la voz de Hegel? ¿Es el concepto que se
piensa a sí mismo (tal como Hegel presenta su discurso) o es simplemente un
particular del siglo XIX que pretende hablar en nombre del Espíritu Absoluto? Si
aceptamos lo primero, adjudicamos al pensamiento una capacidad de auto-
transparencia, ya que en el Saber Absoluto no existiría distancia entre el
pensamiento, las palabras, la realidad y la verdad; eso es lo que significa la
célebre fórmula hegeliana: Lo que es racional es real y lo que es real es
racional.

En la filosofía -entendida como Hegel la entiende: como Sistema del Saber


Absoluto- el que habla es el mismo concepto, con una transparencia que

18
atraviesa el habla. Kierkegaard desecha esa confianza en la capacidad del
habla para hacer aparecer el pensamiento, la realidad y la verdad, e instala
esta sospecha como problema filosófico: siempre es una voz la que habla,
incluso en la filosofía que se pretende sistemática. "Una voz” señala una
singularidad, con una tonalidad que le es propia, no equivalente ni
intercambiable con otras voces. Kierkegaard pone en cuestión la engañosa
naturalidad con que la filosofía se arrogó la capacidad de pensar de modo
neutro e impersonal. Invita a pensar: ¿qué género literario es este que se
pretende abarcarlo todo, incluso a sí mismo? Como género literario, la filosofía
está sometida a ciertas regulaciones discursivas, necesita una retórica
persuasiva de elevación por sobre los intereses particulares, como si quien
hablara y escribiera filosóficamente no fuera una voz particular, situada siempre
en una posición relativa e interesada, como si esa apariencia desencarnada y
desinteresada no fuera una de las formas más engañosas de un discurso
interesado. Frente a la filosofía sistemática, Kierkegaard insinúa que toda
filosofía es un género literario y lo es precisamente en la medida en que, en su
pretensión de transparencia, se desconoce a sí misma. Así, queda destituida
de su posición de saber de saberes.

¿Tiene razón Kierkegaard en sus objeciones contra Hegel? ¿O es que no


conoce con precisión el horizonte de problemas en el que se debate el filósofo
alemán? Hay intérpretes que sostienen que Kierkegaard discute no con Hegel
sino con la versión vulgarizada que en Dinamarca se había instalado de esa
filosofía. Incluso algunos críticos de Kierkegaard sostienen que toda su
posición filosófica podría subsumirse en una de las categorías hegelianas, la de
la conciencia desgarrada. Quizás no sea ni tanto ni tan poco: que ni
Kierkegaard alcance a desvelar el núcleo candente que mueve a la filosofía
hegeliana, ni su cuestionamiento a la voz filosófica pueda reducirse a la
ilustración de un mero momento del sistema. Quizás estas desavenencias
respondan a un temblor de la tradición filosófica occidental que los sacude a
ambos a su manera. Poner en continua fricción las filosofías de Hegel y
Kierkegaard (o de Hegel y Marx; o de Hegel y Nietzsche; o de Hegel y
Heidegger) puede que sea una tarea pendiente para hacer aparecer un
problema no declarado que obra agazapado en la intimidad de estas

19
desavenencias. Hacerlo no para terminar de interpretar con corrección a cada
uno de ellos (como si tal cosa fuera posible de modo inequívoco), sino para
encontrar en qué punto se halla nuestra época ante las cuestiones que estos
filósofos señalaron con sus propias palabras. Puede que ninguno (Hegel,
Kierkegaard, Marx, Nietzsche, Heidegger) tenga razón, ni tampoco que todos
estén equivocados, sino que no sea apropiado acercarse a la filosofía con la
intención de dirimir estas disputas tomando partido por uno cualquiera de ellos,
sin reconocer que sus voces responden a tensiones a las que todavía no
alcanzamos a visualizar. La filosofía podría no ser la busca de una tesis
correcta, sino una manifestación oscilante en la que todo fundamento se nos
escurre continuamente.

Lo atractivo y desafiante de la escritura kierkegaardiana es que su destitución


del discurso filosófico no es desarrollada a través de una teoría de su opacidad.
En lugar de eso, se despliega a través de sus textos, firmados por diversos
autores pseudónimos caracterizados precisamente por la imposibilidad de que
alguno de ellos pueda decirlo todo. En todo libro de Kierkegaard o de sus
pseudónimos hay un punto en que el autor se topa con esa imposibilidad, no
contingente, no atribuible a una falla accidental que fuera subsanable si tal
autor se empeñara en devenir más racional. La opacidad que caracteriza a
todo discurso, incluso y especialmente al que se pretende sistemático, es
necesaria, es decir: incesante. Radica en que no puede decirse nada si no
desde una voz personal, voz encarnada, la voz de una persona singular
(Enkelte) y distinta a otros.

La palabra danesa Enkelte alude a un singular, el que se diferencia o se separa


de otros. Se usa para referirse a cada uno, al que está solo, al soltero
(equivalente a single en inglés) y difiere etimológicamente de "individuo", como
usualmente ha sido traducido al castellano. La palabra "individuo" significa in-
divisible, es decir, un átomo. Subjetividad unitaria y autosubsistente, base de
todas las posturas sociológicas atomistas, política y económicamente liberales,
que han encontrado un nuevo auge en la época del neoliberalismo y las
psicologías consoladoras de la auto-estima (Yo Puedo, Yo Quiero...). El

20
singular kierkegaardiano no propicia esa acepción. Traducir Enkelte por
individuo es una decisión que desvía a Kierkegaard hacia las doctrinas de la
auto-afirmación, ajenas a su pensamiento. El Enkelte, solo en su soledad, se
halla escindido, desesperado por no querer ser sí mismo y, al mismo tiempo,
desesperado por querer serlo. No reposa en sí, no es consistente ni puede salir
de esa desesperación sin el encuentro con un otro no semejante (escuchar una
voz...). Se trata de nombrar lo que cada uno tiene de propio e intransferible.
Más praxis que atañe a cada uno que condición natural, no puede reducirse a
un concepto ni a una norma general. No es singular por naturaleza, sino que
deviene singular cuando emprende la tarea de llegar a serlo, lo que deriva de
una decisión personal, distanciándose de la civilización de masas a la que el
individualismo post-moderno es incapaz de sustraerse. Según Kierkegaard en
cada caso siempre habla un ser único, por más que se adjudique una
dimensión universal. Lamentablemente la lectura que durante muchos años se
hizo de sus obras desconoció esta clave, motivo por el cual se tomó con
literalidad lo que un pseudónimo decía en alguno de sus libros y se lo trató de
hacer compatible con lo que otro pseudónimo dijo en otro libro, para armar un
remedo de “sistema” kierkegaardiano, exaltador de la individualidad, que es
justo lo que él cuestionó.

Al dispositivo de escritura que Kierkegaard puso en marcha, como dije en el


post anterior, lo denominó su “estrategia literaria de la comunicación indirecta”.
Con él anticipa la problematización del discurso en general y del filosófico en
particular e instala un problema que hallará eco en el pensamiento más
innovador del siglo XX. Resulta clave para la comprensión de su obra tener en
cuenta la singularidad propia de cada pseudónimo. Muchos de los libros más
famosos de Kierkegaard están firmados por pseudónimos: Temor y temblor por
Johannes de Silentio; El concepto de angustia, por Vigilius Haufniensis.
Migajas Filosóficas y Postscriptum no científico a las Migajas Filosóficas por
Johannes Climacus y así sucesivamente. ¿Por qué los seudónimos? No es que
Kierkegaard se haya querido ocultar detrás de un nombre de fantasía por un
simple juego estético sino que dispuso que el autor de esos libros no fuera
directamente el propio Kierkegaard ni fuera lícito interpretarlos de esa manera.
Así sometió a una fuerte tensión la naturalidad con la que la tradición nos

21
vincula con la idea de autor, no solo de él mismo como autor, sino de cualquier
autor. Y en especial de los autores que se ocultan detrás de voces
supuestamente desencarnadas.

También pone en suspenso la noción de que un autor es el fundamento de un


texto. Él crea a un autor que piensa un determinado concepto y lo crea
justamente para que piense ese concepto. El autor no precede al concepto y
tampoco es una mera figuración sensible del concepto. En realidad, esta
operación desata un círculo interpretativo en el que queda girando la recíproca
dependencia entre autor y concepto. Esto hace temblar el suelo de todo hablar
filosófico e impide en particular que el propio Kierkegaard sea leído de un modo
que su escritura rechaza. Lo que se dice en cualquiera de sus libros no puede
ser atribuido ingenuamente a Kierkegaard (así como tampoco lo que dicen los
textos de Hegel puede atribuirse a Hegel).

La sutileza de esta operación es pasada por alto con frecuencia. Esto permitió
que fuera leído durante el siglo xx por sucesivas oleadas de filósofos de
diversas escuelas que construyeron un Kierkegaard a la medida de sus
intereses: Theodor Adorno, Georg Lukács, Jean Paul Sartre , Karl Jaspers,
Gabriel Marcel, Emmanuel Levinas: algunos de ellos se consideraron sus
discípulos, otros sus encarnizados oponentes. Muchas veces estos autores
conocían solo una parte de su obra pseudónima y le atribuyeron a Kierkegaard
lo que esos pseudónimos decían. Esta confusión pasa por alto que Kierkegaard
ni siquiera es neutral o equidistante respecto de cada uno de sus pseudónimos:
a veces es más irónico, en otros casos es difícil deslindar la distancia que lo
separa del pseudónimo o el grado de ironía que está aplicando. Para agravar el
problema, se desconoce completamente la pregunta de cómo puede tomarse
cada texto que Kierkegaard firma por sí mismo. Las estrategia de la
comunicación indirecta genera una onda expansiva que excede incluso sus
propósitos particulares: ¿quién habla cuando hablo?

Este interrogante señala a la vez qué le resulta posible decir a una determinada
voz y qué entonación (Stemning) se requiere para decirlo. Nunca un discurso
puede decirlo todo. Todo discurso está sometido a un régimen particular: quién
habla, a quién se dirige la palabra, qué género discursivo se ejerce, qué tono

22
hay que emplear de acuerdo con el asunto del que se habla. Con entonaciones
diversas se pueden decir distintas cosas y hay cosas que no pueden decirse
sino en un determinado tono (a esto alude el título Temor y temblor). La palabra
danesa Stemning, que los traductores virtieron como "atmósfera", "preludio",
"ambiente", "temple", "temperamento" o "talante", contiene la raíz "Stemme",
que significa voz. El Stemning tiene una acepción musical que se refiere a la
tonalidad, el temple (en el sentido en que decimos "templar las cuerdas de una
guitarra" o "el clave bien temperado"). Equivale al alemán Stimmung -en
alemán, "voz" se dice Stimme- que después usaron Nietzsche y Heidegger y se
tradujo como "estado de ánimo", "temple" o "disposición afectiva". Vale la pena
conocer la familiaridad de todos estos términos traducidos de diversas
maneras, porque indica una afinidad de pensamiento. Cuando uno habla, lo
hace indefectiblemente en un determinado tono, incluso el que imposta un tono
neutro en un habla impersonal o teórica. Por ejemplo, si una sinfonía está
compuesta en do mayor y un instrumento toca en sol menor, va a sonar
desafinado, fuera de la tonalidad apropiada. Captar esa resonancia musical del
tono o la afinación puede ser crucial para comprender lo que Kierkegaard
dice.Si uno no acierta en la tonalidad, puede desbaratar el sentido de lo que
dice.

Un ejemplo de entonación: El Concepto de la Angustia

Veamos cómo obra este problema de la entonación en uno de sus libros


pseudónimos: El Concepto de Angustia, firmado por Vigilius Haufniensis. El
asunto central de este libro, curiosamente, no es la angustia sino el pecado.
Del pecado, dice Vigilius Haufniensis, no se puede hablar de cualquier manera.
Hay tonos para hablar del pecado en los cuales, si se desafina, uno se vuelve
cómico . Esto pasa con muchos sacerdotes cuando en misa hablan del pecado:
son cómicos. Hablan también para otras personas que participan de esa
comicidad, a quienes Kierkegaard, en sus feroces críticas a la cristiandad,
llama “cristianos domingueros”, los que van a la iglesia a cumplir con un rito
social ridículo. También la filosofía especulativa se vuelve cómica cuando habla
23
del pecado, ya que el pecado no es un concepto teórico, dado que radica en
una decisión personal y no en una generalidad. El tema del pecado, dice
Haufniensis, es íntimamente serio. Y la tonalidad con la que debe hablarse de
él es la seriedad. Quien no afina una voz seria cuando habla del pecado es
imposible que hable de eso; en cambio, es probable que hable de su propia
falta de seriedad, de su ridiculez o de su fariseísmo. El riesgo de cualquiera
que empiece a hablar de un determinado asunto es decir algo que podría ser
muy interesante pero, al no acertar con la tonalidad que la cuestión demanda,
terminará por volverlo cómico o hipócrita.

¿Qué disciplina es la adecuada para hablar del pecado? Vigilius Haufniensis


declara que del pecado no puede hablar ni la Metafísica, ni la Estética, ni la
Ética ni la Lógica. Hay una sola forma discursiva en la que se puede hablar con
propiedad de ello: es la predicación. Cuando en un contexto como el nuestro,
tan alejado de la “tonalidad” religiosa, hablamos de predicación, podemos llegar
al sobresalto, porque esta palabra nos suena a las liturgias de la cristiandad.
Hace falta recordar entonces que Kierkegaard cuestiona siempre la
representación teatral de la cristiandad, a la que considera un reemplazo
fraudulento de la fe auténtica. Al contrario, Haufniensis dice que el arte de la
predicación se acerca al antiguo diálogo socrático. ¿Cómo se puede asimilar
predicación y diálogo, si todas las apariencias indican que en el diálogo hablan
dos y en la predicación monologa uno? Haufniensis dice que lo decisivo en
ambos casos no es si uno toma la palabra y el otro escucha o si hablan ambos.
Cuando se habla teóricamente, se habla de un objeto exterior y se entona una
frialdad científica, porque el teórico no se encuentra involucrado con aquello de
lo que habla, sino que especula sobre eso. En la predicación o en el diálogo,
una palabra es dicha personalmente por alguien y dirigida a la interioridad del
otro. No se puede hablar del pecado, dice Vigilius, de modo impersonal, porque
siempre es el pecado de alguien, de un singular. Siempre es mi pecado y no el
pecado concebido de modo general. Lo decisivo, si hablamos de pecar, es si
vos pecás, si yo peco. No importa, en cambio, cómo puede definirse de una
forma que valga indistintamente para cualquiera el carácter pecaminoso de la
condición humana. Si hablo de mí, del pecado como una posibilidad
estrictamente mía, mis palabras adquieren un tono serio -o ridículo, si no me

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concierne-. Se trata de mi vida, de lo que me atañe a mí y a nadie más (remito
a lo que dije en el post anterior acerca de Abraham y de la voz que se dirige
sólo a él). Si hablo teóricamente de la condición pecadora de la humanidad
tomada como un conjunto, me vuelvo cómico. De la primera manera, predico o
dialogo; de la segunda, teorizo. Cada una de estas dos formas de hablar tiene
una afinación propia.

El nombre “Vigilius Haufniensis” que firma El concepto de angustia tiene un


significado (como sucede con todos los pseudónimos) que se podría traducir
como “el vigía de Copenhague”. Vigilius también es una persona que está en
estado de vigilia, que no duerme, se queda despierto, vigila. Quizás sea un
insomne. Este vigía -no el propio Kierkegaard, sino una de sus posiciones
discursivas- dice ser un psicólogo. El concepto de angustia dice ser un libro de
psicología. Este ensayo psicológico se dirige hacia el tema del pecado original
pero con una peculiar advertencia: no se puede hablar en psicología del
pecado original. ¿Entonces? El libro anuncia desde su propia presentación su
disloque: a pesar de que todo se dirige hacia el problema del pecado, en el
libro no se puede hablar de él. El pecado se presenta en El concepto de
angustia como eso de lo que psicológicamente no se puede decir nada. El
pecado es irrepresentable. En cambio, de lo que sí se puede hablar y de lo que
el libro efectivamente habla es de la angustia. ¿Cómo se justifica este
desplazamiento de un texto titulado irónicamente El concepto de la angustia,
que dice girar en torno del problema del pecado original, pero que a la vez
reconoce de antemano que no podrá hablar propiamente de él? La angustia,
sostiene el psicólogo vigía, es un fenómeno concomitante con el pecado, es
una tonalidad, un Stemning que acompaña, rodea, precede, sucede al pecado.
De la angustia sí se puede hablar psicológicamente. Esta oscilación temática
de un autor que pendula entre un tema propio y otro impropio -algo de lo que
se puede hablar y algo que se le escapa- es un típico ejemplo de esa ironía
kierkegaardiana que caracteriza a la comunicación indirecta: un modo de
señalar en dirección a los asuntos cruciales de manera oblicua.

Angustia y posibilidad

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Voy a citar ahora algunos párrafos del libro que resultan especialmente
reveladores. En el capítulo 5, capítulo final, dice:

“En uno de los cuentos de los hermanos Grimm se relata la historia de un mozo
que salió a correr aventuras con el solo fin de aprender a horrorizarse. Dejemos
a este aventurero que siga su camino sin preocuparnos si llegó o no a
encontrar algo capaz de infundirle espanto. Lo que sí quisiera dejar bien en
claro es que ésa es una aventura que todos los hombres tienen que correr, es
decir, que todos han de aprender a angustiarse. El que no lo aprenda, se busca
de una manera u otra su propia ruina: o porque nunca estuvo angustiado o por
haberse hundido del todo en la angustia. Por el contrario, quien haya aprendido
a angustiarse en la debida forma, ha alcanzado el saber supremo.

“El hombre no podría angustiarse si fuera una bestia o un ángel. Pero es una
síntesis y por eso puede angustiarse. Es más, tanto más perfecto será el
hombre cuanto mayor sea la profundidad de su angustia. Sin embargo, esto no
hay que entenderlo -como lo suele entender la mayoría de la gente- en el
sentido de una angustia por algo exterior, por algo que está fuera del hombre,
sino de tal manera que el hombre mismo sea la fuente de la angustia. Sólo en
ese sentido ha de entenderse sobre lo que se dice acerca de Cristo: “que se
angustió hasta la muerte”; y también así se ha de entender lo que el mismo
Cristo le dice a Judas: “Lo que haz de hacer, hazlo pronto.” Ni siquiera las
terribles palabras: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?” que a
Lutero tanto le horrorizaban cada vez que predicaba sobre ellas..., ni siquiera
esas palabras, repito, expresan el dolor con tanta fuerza como las
anteriormente citadas. La razón es bien sencilla, ya que con las últimas
palabras se designa la situación en que Cristo se encontraba, mientras que con
las primeras se designa la relación con un estado todavía inexistente”.

La angustia concebida por Vigilius Haufniensis no se refiere simplemente a una


situación ni a un estado emocional motivado por algún hecho exterior. El
singular no se angustia ante un determinado peligro, ante un suceso o una
persona, cuando le ocurre un accidente o un imprevisto. No se angustia por
una cosa. La angustia no tiene objeto. Uno se angustia cuando experimenta

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una posibilidad: la posibilidad que caracteriza el modo de ser humano. No viene
de algo que esté afuera, sino que radica en la propia intimidad. Una persona se
angustia cuando se experimenta a sí misma como lo que es: una posibilidad.

El concepto de posibilidad fue tratado en la tradición filosófica occidental como


una categoría de segundo orden en la jerarquía proposicional. Generalmente
se habla de la posibilidad como de una categoría meramente lógica. Digamos:
si yo dejo caer este papel desde cierta altura, es posible que caiga hacia abajo,
pero también sería posible que fuera hacia arriba. Con lo cual se quiere
significar que el hecho de que el papel fuera hacia arriba no sería absurdo ni
contradictorio, aunque por nuestra experiencia nos parezca improbable. Este
es el ejemplo típico de la posibilidad en su dimensión lógica. Lo posible ha sido
tradicionalmente lo que no es contradictorio, opuesto a lo lógicamente
imposible: no es imposible que el papel vaya hacia arriba en lugar de ir hacia
abajo. Se trata así de un grado de enunciación más bajo que la realidad: algo
meramente posible es por eso mismo no realmente efectivo. Lo posible se
recluye en el terreno de la imaginación y no del conocimiento. En la realidad
empírica cotidiana no hemos visto que los cuerpos físicos vayan hacia arriba, a
pesar de ello que no es lógicamente imposible.

En la filosofía tradicional -que remite al menos a Aristóteles-, la posibilidad es


concebida como algo ontológicamente más débil que la realidad. Contra esa
tradición, Kierkegaard dice que el modo de ser humano es la posibilidad. Pese
a que predomina una tendencia a pensar al ser humano como una cosa de
límites ontológicos y conceptuales prefijados, como un objeto entre los otros
objetos del mundo, la persona humana en la concepción de Kierkegaard es un
ser posible. Cada singular nunca se limita a ser sólo lo que efectivamente está
a la vista, es más que eso, porque es también lo que puede ser. El humano es
una conjunción de lo finito (lo que tiene límites determinados) y de lo infinito (lo
que no tiene límites). Una síntesis, dice Haufniensis en una jerga
engañosamente hegeliana. Pero en Kierkegaard hay que entender la síntesis
como una juntura, un cruce en el que se intersectan dos características
opuestas e inconciliables. ¿Qué se junta en el humano? Lo infinito y lo finito.
Cuando una persona advierte que es un ser posible, se descubre no
simplemente como lo que “ya” es, eso que ve en el espejo o el perfil que los

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demás le devuelven, no una cosa dentro del ámbito de las cosas. Cuando nos
experimentamos como cosa (como res, como algo meramente real) ocupamos
un lugar, nos definimos (nos delimitamos) por una profesión, por una identidad,
un nombre y un apellido, una nacionalidad, un género, una generación: el
hombre joven, el argentino, de género masculino, el profesor, el hijo de..., el
marido de... etc. Este modo de percibirnos nos lleva hacia la cosificación y el
conjunto de estas determinaciones que nos fijan en una identidad en el fondo
no es más que algo ajeno, porque no es eso lo que la persona más
propiamente es. Ni siquiera es la suma de esas determinaciones, es algo más,
que aún no está determinado y le da al singular un carácter abierto, práctico:
libre.

Cuando un hombre liga su propio ser a una mirada que le es ajena (el definirse
a sí mismo por su nacionalidad, su profesión, sus vínculos familiares, el perfil
que los otros le devuelven), cuando desea limitarse a eso y no percibir que
además puede ser otro, entonces uno no quiere ser él mismo, no quiere ser el
que es. El ser humano se apropia de sí cuando se percibe como posibilidad,
alguien cuyo ser no se acaba en su realidad efectiva. Este poder ser no es una
posibilidad puramente lógica, algo imaginario, sino que toca lo que él es más
auténticamente. La posibilidad está abierta hacia el futuro. Más que una cosa
en el espacio soy una posibilidad arrojada en el tiempo, hacia el futuro -un
proyecto, dirá Heidegger, siguiendo la línea abierta por Vigilius Haufniensis.
Captarnos en esta indeterminación pone de manifiesto nuestra precariedad:
esta es la experiencia de la angustia. No nos angustiamos ante una amenaza
exterior, sino por lo que somos. La angustia es la experiencia en la cual un
hombre se capta a sí mismo como ser posible.

Es interesante señalar que, a pesar de la originalidad de Kierkegaard en el


planteo del ser humano como posible, no puede decirse que esta problemática
haya salido de la nada. No se ha prestado suficiente atención a la forma en que
la angustia aparece en uno de los padres de la filosofía moderna, René
Descartes (1596-1650). A Descartes se lo califica como el paradigma del
racionalismo y, no obstante eso, hay en él un preanuncio de la temática
kierkegaardiana de la angustia. Esto nos lleva una vez más a relativizar las
etiquetas con las que se clasifica a los pensadores. El libro de Descartes

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Meditaciones Metafísicas suele tomarse como el texto fundante de la filosofía
moderna. Descartes propone experimentar de una manera radical y extrema la
duda para llegar a asentarse finalmente en alguna certeza: ser cierto. ¿Qué es
lo que yo puedo saber por mí mismo y no porque me ha sido dado por otro?
¿Qué es lo que realmente sé? Para detectar si sé algo por mí mismo tengo que
someter a todas las cosas que hasta hoy creía saber, dice Descartes, a la
duda: si algo sobrevive a la posibilidad de duda, entonces eso lo sé de verdad.
Si algo me parece aunque sea mínimamente dudoso, entonces voy a hacer de
cuenta de que no lo sé de verdad, lo voy a dejar de lado. Manifiesto, en este
ejercicio subjetivo, la voluntad de negar lo incierto como si fuera falso.

Empiezo dudando de los que mi ojos ven, de lo que mis sentidos me trasmiten,
porque me doy cuenta de que mis sentidos a veces se contradicen y las cosas
pueden ser de un modo diferente a como ahora las veo; más tarde puedo
verlas de un modo distinto, por lo que resulta prudente desconfiar de los
sentidos. El célebre argumento del sueño dice que esto que estoy percibiendo
ahora puede que no sea realmente efectivo, ya que es posible que yo esté
durmiendo: puede que esté soñando que estoy leyendo este texto: me ha
pasado a veces el creer que estaba en una determinada situación, cuando en
realidad sólo se trataba de un sueño. Por lo tanto, quiero dudar de este dato
por su incerteza. Y así puedo seguir dudando. Llega el momento en que la
duda se extiende a todo. Descartes descubre que se puede dudar de cada una
de las cosas que hasta ahora creí como más ciertas; por ejemplo: de que 2
más 3 es igual a 5, cosas que nunca me atreví a concebir como si fueran
erróneas. En la época de Descartes una certeza semejante sólo la podían
otorgar las matemáticas. Dudar de la matemáticas, para un filósofo del siglo
XVII es terrible. Así el filósofo que busca la certeza indubitable llega a la
inquietante situación en que es posible dudar de todo. Si buscaba estar cierto
de algo, el resultado de esta voluntad de certeza es que dudo de todo. Yo
puedo poner voluntariamente todo en el campo de la duda, es decir: de lo falso.

En ese preciso tránsito, al comienzo de su “Meditación Segunda”, Descartes


escribe esto:

29
“La meditación que llevé a cabo ayer ha llenado mi espíritu de tantas dudas
que desde ahora ya no estará en mi poder el olvidarlo. Y sin embargo no veo
de qué manera podría resolverlas, pues como si de improviso hubiera caído en
aguas muy profundas, estoy tan sorprendido que no puedo afirmar los pies en
el fondo ni nadar para mantenerme a flote en la superficie”.

Las dudas me llevaron a no poder hacer pie en el fondo ni salir a flote, en un


estado suspendido en la posibilidad. Es decir: nada cierto a lo que pueda
aferrarme. Muchas veces, en las facultades de Filosofía, este pasaje se pasa
rápido, porque se lo considera una especie de decoración literaria superflua. Se
pasa a la parte argumentalmente fuerte, que se considera que es el momento
en que Descartes define su posición racionalista. Se olvida que, justo en el
momento previo a hacerse la pegunta “Pero yo mismo, ¿qué soy?”, lo que está
en las puertas de esa pregunta es su angustia, la percepción de su falta de
fundamento, ese no poder hacer pie ni salir a la superficie, el temor de no
poder olvidarse de su propia incerteza, un límite para su voluntad cognitiva que
lo afecta en su ser más íntimo. La angustia de Descartes no es un adorno
literario sino la travesía necesaria que anticipa y posibilita la pregunta: "Pero yo,
¿no soy acaso algo? ¿qué es lo que soy?". La pregunta nace de mi vacilación,
no de mi intelecto, ni de mi voluntad, sino propiamente de mi ser. Lo que me
angustia no es que me descubro como ignorante de algo, sino que descubro
que todo mi ser está expuesto a ese temblor: soy el que tiembla. "Me angustio,
ergo soy" podría haber sido el comienzo de una filosofía moderna que no fue.
Porque Descartes va a aplacar su temblor tranquilizándose rápidamente: "soy
una cosa que piensa". Quizás por esto es que Kierkegaard unos siglos después
va a decir que la angustia es una aventura que todos los hombres tienen que
correr: todos han de aprender a angustiarse.

Desesperación y Recuperación (Escuchar una voz III)

Experiencia de la finitud del hombre y sed de infinito

30
Hay en la literatura argentina una novela escrita por Abelardo Castillo titulada
El que tiene sed. Está protagonizada por Esteban Espósito, un alcohólico. “El
que tiene sed” es una posible traducción para la palabra de origen griego
“dipsómano”. Es una figura eficaz para comprender una de las nociones
centrales del pensamiento de Kierkegaard: la desesperación. El que tiene sed
no la puede saciar con nada, la sed lo lleva a tomar y el tomar le da más sed y
entonces toma más. Esto desencadena una deriva infinita que, como tal, está
destina al fracaso, porque el dipsómano nunca va a saciar su sed. Un ejemplo
similar se halla en el cuento de Liliana Heker “Cuando todo brille”. Presenta a
una mujer obsesionada por la limpieza, presa de una compulsión que la lleva a
no poder parar nunca ante la insoportable idea de que el menor rastro de polvo
pueda ensuciarlo todo. Después de limpiar su departamento frenéticamente,
Margarita quiere detenerse a descansar pero algo la inquieta:

“Después respiró profundamente el aire embalsamado de cera. Echó una lenta


mirada de satisfacción a su alrededor. Captó fulgores, paladeó blancuras,
degustó transparencias, advirtió que un poco de polvo había caído fuera del
tacho al sacudir el escobillón. Lo barrió; lo recogió con la pala, vació la pala en
el tacho. De nuevo sacudió el escobillón, pero esta vez con extrema
delicadeza, para que ni una mota de polvo cayera afuera del tacho. Lo guardó
en el armario e iba a guardar también la pala cuando un pensamiento la acosó:
la gente suele ser ingrata con las palas; las usa para recoger cualquier basura
pero nunca se le ocurre que un poco de esa basura ha de quedar por fuerza
adherida a la superficie. Decidió lavar la pala. Le puso detergente y le pasó el
cepillo, un líquido oscuro se desparramó sobre la pileta”.

Es fácil imaginar que Margarita nunca logrará el reposo porque, a medida que
limpia, va desplazando y extendiendo más y más la suciedad que quiere
eliminar: “Fregó la pileta con el trapo y se dio cuenta de que si ahora lavaba el
trapo en la pileta esto iba a ser un cuento de nunca acabar”. Si limpia la pileta,
se le ensucia el trapo; y si limpia el trapo, se le ensucia otra cosa. Esto nos
vuelve a empujar hacia una deriva infinita, un cuento de nunca acabar. El título
“Cuando todo brille” parece estar señalando una imposibilidad. No va a llegar el

31
día en que todo brille y esta obsesión por la limpieza va a llevarla a propagar la
suciedad incesantemente.

El hombre que al beber tiene más sed y la mujer que quiere que todo brille pero
ensucia su casa cada vez más son figuras muy aptas para ejemplificar la
desesperación. Se trata de una situación de la existencia en la que el ser
humano está tironeado entre lo finito y lo infinito. Somos finitos, es decir:
limitados; pero tenemos sed de infinito. Sentimos esa sed al mismo tiempo que
la imposibilidad de saciarla. Al advertirlo, pensamos: “todo está perdido”.
Kierkegaard define la desesperación con estas tres palabras pero también
señala la posibilidad de una salida. Se trata de una de las ideas más difíciles y
peor entendidas del pensamiento kierkegaardiano. A esta posibilidad que
permite salir de la desesperación se la conoció en las traducciones al
castellano como la repetición. La palabra danesa que usa Kierkegaard es
Gjentagelsen. Otra traducción posible y quizás más precisa sería
"recuperación".

Para interpretar este concepto conviene adoptar la cautela que requiere la


estrategia kierkegaardiana de la comunicación indirecta. Si alguien intentara
indicar directamente cómo apagar esta sed insaciable, todo lo que podría decir
sería un engaño más, como si a Margarita intentáramos venderle un detergente
que dejara todo definitivamente blanco. En cambio, lo que Kierkegaard se
propone es hacernos topar con la experiencia de que ningún detergente puede
limpiarlo todo, porque efectivamente todo está perdido. Y después
suspendernos en la pregunta de cómo sostener la existencia cotidiana frente a
esa pérdida ineludible.

Gjentagelsen es el título del libro en el que Kierkegaard aborda este problema,


conocido en los países de habla castellana como La repetición. El libro está
firmado y narrado por el pseudónimo Constantin Constantius. Hoy en día es de
público conocimiento pero, cuando se editó en 1843 en Copenhague, para los
vecinos de Kierkegaard ese libro no estaba escrito por él. El mismo día en que
editó Gjentagelsen, Kierkegaard también editó Temor y temblor bajo el
seudónimo de Johannes de Silentio. De un modo indirecto, Temor y temblor

32
también trata de esta experiencia de advertir que “todo está perdido”, así como
de una posible salida a esa desesperación.

Es interesante tener en cuenta que Gjentagelsen tiene como subtítulo: Un


ensayo de psicología experimental. Pero el libro no tiene nada que ver con lo
que entendemos por psicología experimental. Lo que Constantín cuenta es el
vínculo de confidente que establece con un joven enamorado de una chica. La
pareja está en el pináculo del amor, un amor correspondido. Pero precisamente
en ese momento feliz se despierta en el muchacho una rara melancolía porque
siente que, teniéndola, ya la perdió. Empieza a proyectar con su imaginación
las posibilidades futuras y teme que cada acercamiento hacia ella sea una
pérdida. Esa proyección funciona entonces como una profecía autorrealizada.
Empieza a perderla. Padece la finitud de su felicidad amorosa, la angustia ante
la posibilidad de perder lo que tiene. Lo curioso es que el joven vive este amor
presente como si fuera un recuerdo, es decir, como si ya hubiera terminado y él
estuviera colocado en una posición en la cual el amor ya se ha perdido. En el
mismo momento en que está con ella experimenta su relación como un
recuerdo. Dice Constantín Constantius:

“Nuestro joven, pues, estaba profunda e íntimamente enamorado. De esto no


podía caber la menor duda. Y, sin embargo, ya en los primeros días de su
enamoramiento se encontraba predispuesto no a vivir su amor, sino solamente
a recordarlo. Lo que quiere decir que, en el fondo, había agotado ya todas las
posibilidades y daba por liquidada la relación con su novia. En el mismo
momento de empezar ha dado un salto tan tremendo que se ha dejado atrás
toda la vida”.

Constantín no objeta que el joven atraviese esta experiencia, porque la


considera típica de esa disposición (Stemmning) erótica. Pero se sorprende de
que el muchacho no pueda contrarrestar esa melancolía con una disposición
equivalente de signo contrario:

“Cada uno debe de hacer verdad en sí mismo el principio de que su vida ya es


algo caducado desde el primer momento en que empieza a vivirla, pero en este
caso es necesario que tenga también la suficiente fuerza vital para matar esa
muerte propia y convertirla en una vida auténtica. En la aurora de la pasión

33
amorosa luchan entre sí el presente y el futuro con el fin de alcanzar una
expresión eternizadora”.

Constantín señala la tensión entre finitud e infinitud que antes mencioné. El


narrador pseudónimo considera la situación desde una posición subjetiva
distante, como si observara el drama desde afuera, sea porque, ya maduro,
logró aplacar el ardor juvenil, o por su imposibilidad particular de involucrarse
pasionalmente. A Constantius le gusta el teatro y por eso es estéticamente un
espectador. Encuentra su disfrute cuando el muchacho le cuenta sus pasiones.

Constantín vincula la pasión que está atravesando el joven con una experiencia
que él mismo vivió un tiempo atrás. Había viajado a Berlín y asistió a una
representación teatral que lo fascinó. Esa temporada fue para él inolvidable.
Recuerda el hotel, la habitación donde estuvo, la ventana por la que se
asomaba, el palco desde el que presenció la obra, los nombres de cada
integrante del elenco. Goza en el recuerdo. Tiempo después se propone repetir
esa experiencia feliz. Vuelve a la misma habitación del mismo hotel, al mismo
teatro, para ver la misma obra, desde el mismo palco, con el mismo elenco... ¡y
no vuelve a sentir el placer que experimentó la primera vez! Esto representa
una pérdida enorme. También él se plantea el problema de cómo recuperar lo
que continuamente va perdiéndose. La experiencia de la finitud humana no
impide una sed de infinito. Pero su Stemmning distante le permite contrapesar
la pérdida y no caer en la melancolía del muchacho.

La recuperación

Lo que el libro plantea es: ¿cómo es posible recuperar esta cima de felicidad?
¿cómo transitar esta experiencia sin que se vea amenazada continuamente por
el hastío, la ruina, la certeza de que lo que se tiene está perdiéndose? ¿O es
que no hay salida y todo está perdido?

Volvamos a considerar el término danés con el que Kierkegaard se refiere a la


posibilidad de sostenerse frente a esta pérdida incesante. Como ya dije,
Gjentagelsen se tradujo al castellano como “repetición”. La traducción no es
incorrecta pero, si no se capta con precisión el matiz que designa, puede dar
34
lugar a malos entendidos. La etimología de Gjentagelsen dice literalmente: re-
toma. Se vincula con un término latino del lenguaje jurídico, reintegratio, la
reintegración. Es decir, el re-cobrar, la recuperación, el acto por el cual se me
restituye un bien que se me quitó.

El idioma danés también cuenta con la palabra de origen latino Repetition. Si


Kierkegaard usó Gjentagelsen y no Repetition es porque no quería aludir al
concepto usual de repetición, el hábito al que se vuelve mecánicamente cada
día o, lo que es mucho peor, una rutina que se desgasta cada vez más. En
cambio, Gjentagelsen alude a una recuperación, recobrar el amor de modo que
cada vez sea no "como" la primera, sino verdaderamente la primera. Esto es lo
contrario de la repetición circular del matrimonio, en la que el hombre empieza
a ver a la que años atrás fue su joven amada como parte de una institución
establecida y se aburre de ella, de la pareja que forman y de sí mismo. El
asunto es cómo recuperar lo que inevitablemente se pierde, si es que este
propósito no es en sí una paradoja.

El consejo que le da Constantín al joven es que, dado que la relación amorosa


le provoca un dolor intolerable, él fuerce la situación para lograr la ruptura del
noviazgo, que se muestre como un tipo despreciable e infiel para que la chica
crea que fue ella la que tomó la decisión de separarse. Hay quienes encuentran
en este relato una referencia a lo que el propio Kierkegaard estaba viviendo por
esos días en su noviazgo con Regina Olsen. Es posible, pero esta referencia
biográfica no logra echar luz sobre la idea de recuperación que Kierkegaard
está persiguiendo. Lo que sí puede saberse por los testimonios que
Kierkegaard dejó escritos en sus diarios es que él vaciló mucho acerca de
cómo terminar el relato e incluso decidió cambiar el final que tenía previsto.

El joven no acepta la sugerencia de Constantín de una ruptura inducida y corta


abruptamente el contacto con el confidente. Constantín se queda intrigado.
Pasado un tiempo, el muchacho vuelve a enviarle correspondencia. Le cuenta
que abandonó a la chica sin revelarle el motivo. El confidente no parece
comprender del todo la conducta del joven, pero, dado que él es quien nos
relata la historia, esto le permite a Kierkegaard dejar el sentido de todo este
embrollo en un cono de sombras, en una típica operación de comunicación

35
indirecta. El lector no tiene más remedio que tratar de comprender al joven
desde el punto de vista de alguien que en el fondo no lo entiende:“Quizá no
haya comprendido bien al muchacho, quizá él me haya ocultado algo esencial,
quizá ame todavía ver a la joven que abandonó sin decir una palabra, ni la
menor explicación”.

El muchacho reaparece a través de una carta que le manda a su confidente,


con un entusiasmo inusitado por el Libro de Job, el relato del Antiguo
Testamento: Job es un hombre bueno y justo a quien Yaveh permite que Satán
ponga a prueba. Es curioso este pasaje del Antiguo Testamento en el que
Yaveh y Satán comparten este trato, poniéndose de acuerdo en probar a Job.
No hay rastros acá de una teología binaria, a la manera de los maniqueos, con
el Bien y el Mal luchando como dos entidades opuestas, pero tampoco puede
reconocerse algo parecido a una ontología platónico-agustiniana que pendula
entre el Bien y el No-Bien, la que finalmente terminó prevaleciendo en la
doctrina de la cristiandad. En este antiguo relato, Satán es sencillamente el
acusador, sin las connotaciones éticas y ontológicas que en los siglos
siguientes va a adquirir. El acusador sostiene que Job es un hombre tan íntegro
sólo porque Yaveh lo benefició habiéndole regalado una familia numerosa y
una vida próspera; es decir, Job es bueno porque es feliz, pero bastaría con
que perdiera sus dones y su bienestar para que el buen hombre se muestre
impío y mezquino. Yaveh acuerda con Satán que le quite a Job sus
posesiones, sus riquezas, su familia e incluso su salud, para ponerlo así a
prueba. Lo único que a Satán no le está permitido es quitarle la vida. Job
atraviesa entonces una serie de catástrofes personales: pierde a sus hijos, su
hacienda, su bienestar. Pero lejos de maldecir a Yaveh por esto, dice la frase:
Yaveh dio, Yaveh quitó. Bendito el nombre de Yaveh”. Hasta su propia mujer,
al verlo despojado de todos sus bienes terrenales y sus afectos, le reprocha
que con todo eso no sea capaz de maldecir a Dios:

“«¡Maldice a Dios y muérete!». Pero él le dijo: «Hablas como una estúpida


cualquiera. Si aceptamos de Dios el bien, ¿no aceptaremos el mal?». En todo
esto no pecó Job con sus labios” (Job, 2, 9-10).

36
El joven enamorado de Gjentagelsen parece encontrar en Job un espejo de sus
desdichas, en realidad prefiguradas, porque a él todavía nada se le ha quitado,
sólo perdió el sosiego que se quitó a sí mismo al vivir lo que hoy tiene como si
ya lo hubiera perdido. El muchacho admira la entereza espiritual de Job para
sobreponerse a la pérdida. Le escribe a Constantín:

“¡Oh Job, déjame unirme a ti con mi dolor! Yo no he poseído las riquezas del
mundo, ni he tenido siete hijos y tres hijas, pero también el que ha perdido una
pequeña cosa puede afirmar con razón que lo ha perdido todo; también el que
perdió a la amada puede decir en cierto sentido que ha perdido a sus hijos y a
sus hijas; y también él que ha perdido el honor y la entereza, y con ellos la
fuerza y la razón de vivir, también él puede decir que está cubierto de malignas
y hediondas llagas”.

Job perdió efectivamente sus posesiones terrenales y esta historia le permite al


joven comprender su propia posibilidad aniquiladora. Por una proyección de
pensamiento, el muchacho vive su posible pérdida, aún no consumada, como
una posibilidad inevitable. Perder algo es el anticipo de perderlo todo. El
muchacho tiene el amor de su chica pero cree o sabe -incluso provoca- que la
va a perder. Perder algo finito despierta un vértigo infinito. En la carta a
Consantín el joven dice que ha encontrado en Job a su auténtico confidente.
Vuelve una y otra vez a este relato para identificarse con los lamentos de Job,
que clama al cielo por el dolor de sus pérdidas, pero también para sostenerse
en la confianza del hombre que ni siquiera en la desgracia más espantosa
reniega de su piedad. Job logra que el propio Yaveh comparezca ante sus
reclamos y le responda en persona. Yaveh le dice que no se trata de ser
premiado por sus buenas acciones, puesto que no es posible captar
humanamente Sus motivos. Job comprende la respuesta y acepta que, aún
siendo un hombre justo, no se arroga la capacidad para comprender esto:

“Yo te conocía sólo de oídas/ mas ahora te han visto mis ojos. / Por eso me
retracto y me arrepiento / en el polvo y la ceniza” (Job, 42, 5-6).

En el Antiguo Testamento, Yaveh, al ver que Job no perdió su fe y se percató


de la vanidad de sus lamentos, le restituye todo lo que le había quitado, pero
ahora se lo da por partida doble. Se trataba de una prueba a la que Job fue

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sometido y que él pudo superar. En esta restitución, el joven encuentra una
salida a su propia desesperación. Pero a la vez se da cuenta de la dificultad de
reconocer en qué consiste una prueba. No hay un saber posible respecto de
cuándo alguien está siendo sometido a una prueba y cómo ha de actuar frente
ella. No hay una ciencia de las pruebas. Cada prueba atañe a una persona
singular y solo a él. Se trata de ser capaz de quedarse sólo y sin saber frente a
un otro cuyos motivos no se comprenden. Constantín Constantius no entiende
cabalmente cómo el joven encuentra una salida en la posición de Job. El final
de este relato que giró alrededor del problema de la recuperación queda
envuelto en un aire enigmático.

Leí este libro varias veces y siempre me quedó la sensación de que la cuestión
decisiva está elidida, solo indicada de manera indirecta. Kierkegaard logra ese
efecto enigmático a través de la disposición formal de su obra: Constantín
Constantius, el que cuenta la historia, nunca termina de entenderla. ¿Cómo
sonaría una historia contada por un narrador que no la comprende del todo?
Así funciona la comunicación indirecta: merodear el asunto sin poder abarcarlo.
Cuando le comenté mi idea a otros expertos en estudios kierkegaardianos, no
fue muy bien recibida. Los lectores de filosofía están acostumbrados a leer
libros en los que quien enuncia dice saber de qué está hablando. En cambio, la
idea de un narrador que no comprende bien su historia no es tan extraña para
una literatura no filosófica. Gjentagelsen pertenece a un extraño género
literario, una especie de novela filosófica trunca, a pesar de que su "autor",
Constantín Constantius, la caracteriza como Un ensayo de psicología
experimental. Parece una broma, como muchas veces pasa con los títulos y los
subtítulos de los pseudónimos estéticos de Kierkegaard.

En esta torsión formal puede reconocerse la auténtica discrepancia de


Kierkegaard con el Sistema del Saber Absoluto postulado por Hegel. Y esto
vale más allá de los críticos que alegan que Kierkegaard no conocía la filosofía
hegeliana de primera mano, sino a través de sus epígonos daneses -hipótesis
que consideré en el post anterior -"¿Tiene razón Kierkegaard en sus objeciones
contra Hegel?"-. Kierkegaard se diferencia de Hegel no sólo ni principalmente
por su reivindicación del singular contra la primacía del universal, sino por la
posibilidad de resistencia que la verdad opone contra el concepto. Hegel

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plantea la exigencia de una manifestación completa del saber absoluto, que no
puede resistir la voluntad de conocer. Dice en su Enciclopedia de las ciencias
filosóficas:

"La esencia primero oculta y cerrada del universo no tiene fuerza alguna que
pudiera prestar resistencia al coraje del conocimiento, tiene que abrirse a él y
poner ante sus ojos y dar a disfrutar su riqueza y profundidades".

En el sistema hegeliano, el absoluto está imposibilitado de ofrecer resistencia a


su propia manifestación, porque su esencia consiste en su voluntad de
mostrarse totalmente. Esta imposibilidad de resistirse al saber es la fuerza de
su absolutez. Todo lo real es racional. En el dispositivo kierkegaardiano de
comunicación indirecta, por el contrario, queda siempre un resto de verdad que
se resiste a la voluntad de saber, un punto ciego ante cuya elusividad todo
decir se topa una y otra vez ante un límite. Este "tener que abrirse y ponerse
ante los ojos" es lo que según Kierkegaard nunca termina de cumplirse. El
secreto insiste. Algo, lo decisivo, se sustrae al saber. A la irresistible
imposibilidad de sustraerse sostenida por Hegel se opone la posibilidad
resistente de Kierkegaard. Se escribe para hacer lugar al silencio.

Un año después de Gjentagelsen, Kierkegaard publica El concepto de la


angustia con el pseudónimo Vigilius Haufniensis. El libro tiene otro curioso
subtítulo Un mero análisis psicológico en dirección al problema dogmático del
pecado original. Otro psicólogo, ¿otra broma? En la nota 3 de ese libro, Vigilius
se refiere sarcásticamente a Gjentagelsen y lo vincula con un libro, Temor y
temblor -¡editado ese mismo día, el 16 de octubre de 1843!-, firmado por
Johannes de Silentio, otro pseudónimo de Kierkegaard.

En esta nota, Vigilius dice:

"Este último libro [Gjentagelsen], desde luego, es una obra estrafalaria, y lo


curioso es que así lo quiso el autor intencionadamente. Sin embargo, en cuanto
yo sepa, él ha sido el primero que con energía se ha fijado en la repetición
[Gjentagelsen, i.e.: la recuperación]. Pero C. Constantius vuelve a ocultar en
seguida lo que ha descubierto, camuflando el concepto con el ropaje bromístico
de la correspondiente descripción. Es difícil decir por qué ha hecho semejante

39
cosa, o más bien es difícil de comprenderlo. Claro que él mismo nos aclara (al
principio de la carta con que cierra el libro) que ha escrito de esa forma "para
que no puedan entenderlo los herejes". Por otra parte, no pretendiendo otra
cosa que tratar el tema estética y psicológicamente, era natural que la forma
fuese humorística. Tal efecto lo consigue admirablemente, unas veces
haciendo que las palabras signifiquen todo, otras significando lo más
insignificante. De esta suerte, el tránsito de un sentido a otro -o, mejor dicho, el
constante estar cayendo de las nubes- es provocado sin cesar por los
contrastes bufos que escalonan la obra".

Efectivamente, en una carta que funciona como epílogo de Gjentagelsen,


Constantius se dirige a su lector:

"Mi querido lector:

"Perdona que te hable con tanta confianza, pero no te preocupes, que todo
quedará entre nosotros. Porque a pesar de ser un personaje ficticio, no eres
para mí una colectividad, una multitud indiferenciada, sino un singular.
Estamos, pues, los dos solos, tú y yo.

"Si admitimos de entrada que no son lectores verdaderos los que leen un libro
por razones fortuitas y baladíes, extrañas por completo al contenido del mismo,
entonces tendremos que afirmar categóricamente que incluso los autores más
leídos y celebrados no cuentan en realidad sino con un número muy reducido
de verdaderos lectores. ¿Quién, por ejemplo, desperdicia hoy ni un minuto de
su precioso tiempo entreteniéndose con esa idea peregrina de que ser un buen
lector es un auténtico arte? ¿Y, todavía menos, quién es el prodigio que intente
de veras ejercitarse en este arte de ser un buen lector? Este lamentable estado
de cosas no ha podido menos que ejercer una influencia decisiva en un autor a
quien conozco personalmente y que, a juicio mío, hace muy pero muy bien, a
imitación de Clemente de Alejandría, en escribir de tal manera que los herejes
no puedan comprenderlo".

Entonces no es Constantín, sino un autor a quien él dice conocer


personalmente y no nombra el que imita a Clemente de Alejandría [150-215].
Es Clemente quien dice escribir para que los herejes no puedan comprenderlo.

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Constantín aprueba y emula ese proceder. Vigilius Haufniensis atribuye
imprecisamente esas palabras al propio Constantín. ¿Quién será ese autor a
quien Constantín conoce personalmente? ¿Tal vez el propio Kierkegaard? Esta
marginal nota al pie es reveladora de los procedimientos laberínticos de
enunciación que Kierkegaard pone en marcha a través de su remisión de
pseudónimos. Constantius le habla a un lector que él mismo define como un
personaje ficticio, querido y singular. Dice estar solo con ese ser ficticio a quien
escribe. Hoy sabemos que el propio Constantín es un personaje ficticio creado
por Kierkegaard para escribir Gjentagelsen, al que otro autor ficticio creado por
Kierkegaard, Vigilius, califica a la vez de original, errático e inconsecuente.
Parece claro que a través de estos reenvíos, en el vacío que estos textos
circundan, debe buscarse el sentido al que Kierkegaard se propone llevarnos.

Constantín epiloga su libro diciendo que es muy difícil que un autor encuentre a
un verdadero lector. Le adjudica a la buena lectura el rango de prodigio
artístico. Este encuentro anhelado se hace posible si el autor hace silencio
sobre lo decisivo y confía en que puede existir al menos un lector que sea
capaz de detectarlo solo. Cuando alguien escribe un texto pensando en un
lector singular que no sabe si existe, no puede estar seguro de que su silencio
será leído. Solamente un lector atento puede encontrar el silencio en medio de
un texto.

La repetición

En todo este análisis que estoy desarrollando evité referirme a Gjentagelsen


como La repetición. Sé que esta decisión complica una lectura inmediata,
porque el texto que analizo es usualmente conocido como La repetición. La
razón que tuve para hacerlo es que Constantius no usó la palabra Repetitio -
que en el idioma danés de la época era de uso común-, sino Gjentagelsen,
palabra que resulta más preciso traducir como "recuperación", para resaltar
este matiz semántico que la decisión del autor insinúa.

41
¿Podríamos a esta altura de nuestras lecturas re-titular la traducción y empezar
a hablar de un libro llamado La recuperación? No sin descalabrar toda una
literatura de comentaristas que giraron durante más de un siglo alrededor del
concepto de repetición. ¿Sería una traición a Kierkegaard traducirla como La
recuperación? No. ¿Haría ese pequeño cambio más comprensible el libro?
Puede ser. ¿Qué hacemos con los lectores célebres que en la filosofía y en el
psicoanálisis hicieron girar todos sus desarrollos a partir de la repetición? Dejar
que sigan. ¿Entienden bien aquello a lo que Kierkegaard apuntaba al crear al
autor Constantin Constantius? Quizás no. ¿Es este malentendido subsanable?
Es un poco tarde. ¿Podemos volver a empezar a leer a Kierkegaard
prescindiendo de un siglo y medio de lectores? Debemos volver a empezar a
leerlo prescindiendo de todos los lectores anteriores.

¿Cambiar el título La repetición por La recuperación hará que ahora sí lo


entendamos? No es seguro. Es posible que Kierkegaard haya inventado a un
escritor que no entiende a su personaje y que el resultado sea que el modo
adecuado de entender el libro sea no entenderlo del todo. Es posible que el
obstáculo sea todavía más intrincado. El muchacho puede que tampoco
entienda bien lo que le pasa. Al leer a Job, él cree haber podido salir de su
desesperación. Admite que ya perdió a su amada real para quedarse con una
amada ideal, a la que dice estar seguro que no podrá perder nunca. El cree
que la sustitución de la amada real por una amada ideal pondrá su amor a
salvo. ¿Pero no podría ser que justo así la haya perdido definitivamente? Es
lícito hacerse una pregunta más: ¿entendió bien el muchacho la historia de
Job? Parece que no: cuando cree haber encontrado en Job la salida, él se
entera de que la chica, comprensiblemente cansada de sus vaivenes, se va
con otro. Entonces el muchacho, lejos de serenarse, sufre un shock. ¿Pero no
estaba verdaderamente resignado a la idea de que todo está perdido? Por lo
visto, su reacción indica que ni siquiera había aceptado la posibilidad de perder
algo. Su lectura de Job parece que no lo hizo llegar al fondo del pozo.

Propongo: Kierkegaard quiso que la oscilación semántica entre la repetición y


la recuperación esparciera una niebla en la comprensión de su libro. Muchos
lectores podrían interesarse por el suspenso estético de cómo el muchacho
lograría repetir cada día un enamoramiento perpetuo y es posible que la

42
certeza de que todo va a perderse les parecería un obstáculo penoso.
Entonces sigamos leyendo Gjentagelsen como La repetición / La recuperación.
Quedémonos en este vaivén que nos desorienta. Una oscilación es algo no
apropiado para acuñar un concepto teórico. Pero la teoría no es un problema
para el joven enamorado: tampoco parece serlo para Kierkegaard. Sí lo es para
Constantius, autor del "ensayo de psicología experimental", un espectador de
teatro, es decir, alguien preocupado no tanto por el amor y su posible pérdida
sino por la representación.

Para mí ya es tarde: ya no me es lícito desconocer la otra resonancia de


Gjentagelsen. Dejemos que la lengua, los desplazamientos semánticos, los
estudios académicos y los malos entendidos hagan su trabajo, pero tratemos
de recordar lo que suele olvidarse. Ya bastante olvidadiza es la existencia
cotidiana como para seguir afianzando este olvido a expensas de Kierkegaard.
Que los comentadores se las arreglen como puedan.

Hagamos una pregunta aparentemente más sencilla: ¿En el relato de


Gjentagelsen se produce finalmente la repetición, la recuperación, o como
quiera que la llamemos? Recorro mentalmente el relato una vez más y me topo
con lo que quizás ya sabía. No, en Gjentagelsen no hay repetición,
recuperación ni como se quiera llamarlo.

Otra vez Temor y Temblor

Dije que Kierkegaard vaciló mucho hasta llegar a la forma definitiva de


Gjentagelsen. Incluso una vez escrito, arrancó del libro unas páginas que
consideró inconveniente publicar. Estas hojas arrancadas quizás sean algo
más que un arrebato ocasional y su ausencia puede aludir a una necesidad
más íntima de la posición kierkegaardiana. Hay en el relato una especie de
agujero. Y hay todavía algo más: un año después, Vigilius Haufniensis en El
concepto de angustia sostiene que Constantius en Gjentagelsen se refiere al

43
mismo problema que Johannes de Silentio en Temor y temblor, una
interpretación que ninguno de ambos textos explicita. Gjentagelsen y Temor y
temblor son libros de tonalidades muy distintas, cuyo vínculo conceptual no
tiene la evidencia que le adjudica Vigilius. No es tan asombroso ahora que
sabemos que Kierkegaard los publicó el mismo día, como el lado A y el lado B
de un mismo asunto. Entonces: ¿eso que falta en Gjentagelsen debería estar
en Temor y temblor? ¿o tal vez lo que falta en uno falta también en el otro? Si
Gjentagelsen es, según la caracterización que hace Vigilius Haufniensis, una
obra de tonalidad bromística, Temor y temblor pertenece al género de los
relatos terroríficos.

¿Dónde está Kierkegaard? ¿En la broma de sacar dos libros, uno humorístico y
otro terrorífico, el mismo día, con distintas firmas? ¿Hay algo más detrás de
esta broma? ¿Radica la broma en escribir de tal manera que los herejes no
puedan comprenderlo, como dice Vigilius? Y si algunos no van a poder
entender esto porque el escritor mismo se lo propuso, ¿quién podrá
entenderlo? Kierkegaard dice que es un escritor religioso. ¿Nos permitiremos
decir que es un escritor que no sabemos dónde ubicar? ¿quién ubica hoy lo
religioso? Él no es un filósofo, no es un teólogo, no es un pastor, no es un
psicólogo ni un poeta. No sabemos bien qué es. En cuanto a nosotros,
¿podríamos leer a Kierkegaard y ubicarlo?

Temor y temblor es el fuera de campo de Gjentagelsen: en Temor y temblor se


consuma esa recuperación de la que tanto hablan Constantín y el joven
enamorado en Gjentagelsen sin llegar a alcanzarla. Temor y temblor ilumina
aspectos que en Gjentagelsen quedan oscuros, pero también sucede lo
inverso: Temor y temblor se entiende mejor cuando se lee superpuesto a
Gjentagelsen, como si se observaran a trasluz dos radiografías, para armar con
ambas una figura que, mirándolas por separado, no se puede percibir. El
pseudónimo Johannes de Silentio sugiere aquello de lo que no se puede hablar
de manera directa sino solo como si se observara detrás de un vidrio oscuro.
Lo decisivo no puede decirse sino apenas aludirse.

Volvamos al relato de Abraham e Isaac.


44
Johannes de Silentio dice que, de tan conocida, ya nadie es capaz de escuchar
esta historia con la tonalidad adecuada (Stemning), de afinar con lo que ella
dice. Porque la historia solamente se puede oír con temblor. Si alguien habla
de ella, por ejemplo en un sermón del domingo o en una clase de filosofía o
teología, con ligereza o abulia, con ingenio o sorna, se trata de un simulación
que desafina. De Silentio dice que para comprender el relato no podemos
saltearnos los tres días y las tres noches que atraviesan Abraham e Isaac
rumbo al monte donde se va a hacer el sacrificio, que es en ese trayecto donde
se condensa la hazaña de Abraham y que siguiéndolo en ese tránsito
estaremos en mejores condiciones de comprender no su hazaña sino, al
menos, sus posibilidades. Son tres días y tres noches en los que Abraham
tiene que mantener la calma, conservar vivo el amor que siente por su hijo, sin
transmitirle ningún atisbo de terror, porque si Isaac lo captara, podría quedar
aterrorizado para toda la vida y así Abraham, haga lo que hiciere, perdería para
siempre la confianza de su hijo. ¿Cómo se las arregla Abraham para mantener
lo que Dios le dio y ahora le pide? Parece imposible: caminar tan confiado,
sabiendo que cuando llegue al monte tiene que empuñar el cuchillo para
sacrificar a Isaac. Hay algo absurdo -esto es, difícil de escuchar- en el relato,
Abraham va confiado y sin embargo está dispuesto a empuñar el cuchillo. Lo
que a Johannes de Silentio, le resulta admirable y a la vez temible es que
Abraham no dude y haga este trayecto confiado. No puede entenderse que un
padre admita perder a su hijo y, peor aún, que él sea el propio ejecutor de esa
pérdida, que tenga que empuñar el cuchillo para hacer él mismo lo que la
muerte hará de todos modos al cabo del tiempo: ultimar a su hijo.

Se trata de una pérdida no solo aceptada con resignación sino decidida por el
mismo padre. El caso es aún más dramático que los de Gjentagelsen y del
Libro de Job. Porque a Job es Satán el que le inflige los daños y en
Gjentagelsen el joven tiene miedo de que el tiempo le quite a su amada, pero
en Temor y temblor es el propio Abraham el que tiene que disponerse ya a
sacrificar a su hijo. Tiene que empuñar el cuchillo para matarlo, de acuerdo con
el mandato de la voz divina. Johannes de Silentio dice que admira a Abraham
pero no lo puede entender.

45
Lo que tienen en común Job y Abraham es que en ambos casos se trata de
una prueba a la que un hombre es sometido. En Temor y temblor la prueba
consiste en ver si Abraham es capaz de recuperar la paternidad de Isaac, que
en primera instancia le fue otorgada por un don gratuito. La recuperación
depende solo de él. Para llegar a eso, tiene que hacer un primer movimiento:
darse cuenta de que Isaac, el hijo que tanto ama, ya está perdido, destinado a
morir, como todos, a perderse como todo lo que alguien tenga en la vida. Todo
lo obtenido en nuestra existencia va a perderse, así es como en algún
momento sentimos nuestra finitud. Abraham tiene que asumir la pérdida de su
hijo .En eso consiste resignarse, algo que, por más duro que sea, es
humanamente posible. Pero a la vez, mientras vive esa pérdida, Abraham
parece capaz de un acto más que humano: recuperar, en un doble movimiento,
a Isaac. Si lo logra, por primera vez se vuelve propiamente padre de Isaac. Si
Abraham no es capaz de empuñar el cuchillo, aceptando que Isaac ya está
perdido, entonces pierde a su hijo. La única manera de recuperarlo, es
empuñando el cuchillo. Esto es, por supuesto, una paradoja.

Para colmo, desde el punto de vista de lo general, es decir, desde la ética, lo


que está dispuesto a hacer Abraham es abominable: el asesinato de su hijo.
Esto no puede ser explicado a nadie: ni a la sociedad ni a su esposa, ni menos
al propio Isaac, que odiaría a su padre si advirtiera lo que él está dispuesto a
hacer. Abraham tiene que ser capaz de quedarse solo ante esa voz que lo
llama y dejar de lado todo refugio en lo general. Solo. Esto le atañe solo a él
como padre de Isaac, no como “padre” en general, como idea de lo que es un
padre -y aquí radica la ventaja de Abraham con el joven enamorado de
Gjentagelsen: tiene que conservar al Isaac real y no a la idea de un hijo. Y lo
tiene que hacer sacrificándolo.

Abraham está llamado por una voz que los demás no pueden escuchar. La voz
que lo llamó por su propio nombre, le dijo: "Abraham". Y él respondió: "heme
aquí". Escuchar esta voz abre la posibilidad de que él recupere lo que de otra
forma ya está perdido. Abraham, dice Johannes de Silentio, no puede disponer
de esa voz que lo ha llamado, no puede inventarla, crearla desde sí, construirla
como un artista ni con la ayuda de los otros. Abraham puede escuchar o no
escuchar, puede responder o no a la llamada, pero no puede inventar esa voz.

46
Es la voz de otro. Hay una precondición que no es suya, que depende de algo
que excede a su voluntad, ante la cual él puede elegir responder o no, en el
instante en que es llamado.

Pero ¿cómo se reconoce que se trata de una prueba? Ya lo vimos con Job: no
hay una ciencia general de las pruebas. La recuperación presupone que
Abraham está sometido a una prueba. Y cuando Abraham es capaz de cumplir
con la prueba, es decir cuando alza el puñal, no antes, es cuando aparece el
mensajero que detiene la matanza y le devuelve a Isaac. En lugar de Isaac se
sacrifica a un cordero -como anticipo de otro cordero que se sacrificará en un
relato posterior.

Lo admirable y a la vez absurdo, dice Johannes de Silentio, es que Abraham no


va rumbo al monte sabiendo cómo va a terminar la historia, solo confía en la
voz que le pidió que entregue a su hijo en sacrificio y hacia allá va, a
sacrificarlo y, aun así, confiado. Esa es la prueba que Abraham satisface, algo
incomprensible para el punto de vista de Johannes de Silentio.

¿Cómo se identifica que se trata de una prueba? Temor y temblor nos dice que
no hay ninguna regla, ninguna pista que pueda darse. Una prueba es algo que
concierne a cada persona en su absoluta singularidad y en soledad. No puede
hablarse de esto directamente. Ni la filosofía, ni el sermón del domingo, ni
ninguna tecnología del yo ni de las ciencias de la psiquis o de la sociedad,
nada puede decirnos cómo se enfrenta una prueba. Lo que está claro para
Johannes de Silentio, el autor que no comprende realmente cómo pudo hacer
Abraham para mantener la calma durante esos tres días, es que, si él no
empuñaba el cuchillo, a Isaac lo perdería definitivamente, porque la muerte los
iba a separar tarde o temprano.

En el acto de ser capaz de sortear la prueba alzando el puñal, ahí es cuando


Abraham recupera a Isaac. Por ese acto Isaac le es devuelto. Su resolución
funda un vínculo sagrado. Hasta este acto, Abraham era el mero padre de
Isaac, ahora se ha vuelto padre en un sentido espiritual. De este modo, ya ni la
muerte podrá quitárselo. Esta devolución es lo que se llama la recuperación.

47
Este acto es posible porque el vínculo, ahora transfigurado, ya no es entre dos:
el padre y su hijo. Si solo hubieran dos, no habría salida para la desesperación:
Abraham se habría aferrado a su hijo como a una pertenencia. Hay un tercero
que pidió que Isaac fuera algo más que su propio hijo para convertirse en un
prójimo. El puñal levantado cortó el vínculo del amor propio para fundar el amor
al prójimo. Si no confiara en ese tercero que llamó a Abraham a que sacrifique
a Isaac, estaría destinado a perderlo. Esa voz lo llamó y Abraham la escuchó.
Isaac fue recuperado.

El signo de contradicción (Escuchar una voz IV)

El relámpago

En 1848 Kierkegaard escribe Mi punto de vista. Piensa que llegó a un momento


de su vida en que necesita decir de manera clara qué es lo que pretende como
escritor. Está por publicar la segunda edición de su primer libro, O lo uno o lo
otro, que había sido firmado con el pseudónimo de Víctor Eremita y ahora se
propone dar a conocer el motivo de haber elegido la estrategia de
comunicación indirecta y los pseudónimos. En la introducción de Mi punto de
vista, dice:

“El contenido de este pequeño libro afirma, pues, lo que realmente significo
como escritor: que soy y he sido un escritor religioso, que la totalidad de mi
trabajo como escritor se relaciona con el cristianismo, con el problema de
«llegar a ser cristiano», con una polémica directa o indirecta contra la
monstruosa ilusión que llamamos cristiandad, o contra la ilusión de que en un
país como el nuestro todos somos cristianos”.

Todos sus libros, incluso los que denomina estéticos y firma bajo diversos
pseudónimos, aun aquellos en los que se refiere elípticamente a la cuestión o

48
en los que el tema directamente no aparece, están vinculados con el problema
de cómo llegar a ser cristiano. Esta posición está en lucha, remarca, contra la
“monstruosa ilusión” de la cristiandad. Ser cristiano, en sus términos, no
consiste en formar parte de determinada iglesia sino en entablar un vínculo
personal con Cristo. Este vínculo lleva a poner en suspenso una tradición de
1900 años para llegar a ser contemporáneo de Cristo.

Hay que dar un salto. Este salto no nos arranca de la época para llevarnos a
una intemporalidad abstracta, como van a interpretar después sus detractores.
Kierkegaard piensa la existencia singular en una encrucijada temporal en la
que cada uno a la vez sigue viviendo en el tiempo en que vive pero trasciende
la condición de ser un ejemplar de una cadena histórica. No abandono mi
época, pero me distingo, asumo mi carácter único, irreductible. Existo en una
tensión con la época por la que, solo, puedo hacer todo de nuevo. No nacemos
singulares: podemos llegar a serlo. Como entes finitos, no nos resulta posible
salirnos de la historia ni de los vínculos con los antecesores ni con la
comunidad con la que co-existimos. Pero cada uno tiene la posibilidad de
experimentar su tiempo también de otra forma, desde otra posición: en el
instante. Ahí donde el tiempo y la eternidad se cruzan. La cruz: una posición
inconcebible y a la vez la única salida de la desesperación por querer y por no
querer ser uno mismo.

La palabra danesa Øieblik, que se tradujo en castellano como “instante”,


significa literalmente golpe de mirada, visión súbita. Kierkegaard la usa para
referir la experiencia de un éxtasis temporal en el que la historia, sin
aniquilarse, es puesta en vilo. En esa visión de relámpago me quedo solo ante
la verdad. No es un momento ubicado en la línea sucesiva de los momentos
destinados a pasar. Se experimenta como una interrupción de los sucesos y
una irrupción súbita, que fractura la historia para mí. En ese relampagueo veo
mis posibilidades. En el instante me encuentro en la encrucijada, de cara a lo
que puedo ser y decido quién voy a ser.

Cada uno puede vincularse con la persona de Cristo como un contemporáneo,


no como un antepasado ni como ícono cultural que se comparte con una
comunidad histórica. O puede no hacerlo. Tomar a Cristo como un antepasado

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o un ícono cultural es lo que caracteriza a la cristiandad que Kierkegaard
recusa. La primera alternativa, la de ser contemporáneo con Cristo, es la que
abre la puerta a ser cristiano. Kierkegaard declara que este es el problema
decisivo que articula toda su obra de escritor.

“Ser contemporáneo de Cristo”: esta expresión no designa un sentido claro y


unívoco. Es comunicación indirecta. Si aceptamos la tesis de que toda la obra
kierkegaardiana habla de esto, lo hace de un modo oblicuo, escurridizo. No se
da una referencia objetiva, determinable para todos por igual. Su sentido queda
reservado a la decisión íntima de cada cual (como la voz que escucha sólo
Abraham), o bien es un ab-surdo que no nos dice nada: como si fuéramos
sordos a esa voz.

La centralidad de la persona de Cristo es ineludible en la obra kierkegaardiana.


Esto no quiere decir que para interpretar su pensamiento haya que compartir
su fe. Pero sí es necesario comprender esa centralidad, aunque más no sea
como una enigma irresuelto, una voz que no escuchamos, una “x” en una
ecuación que a despejar. Lo que no conviene, si se quiere comprender la
posición kierkegaardiana, es hacer de cuenta que esa centralidad no existe,
que no hace falta tenerla en cuenta. ¿Tenerla en cuenta sin saber qué nos
dice, si es que acaso nos dice algo? Para el dispositivo de comunicación
indirecta, el significado no preexiste a cada lectura. Se puede -o no se puede-
revelar cada vez. La comunicación indirecta supone -o renuncia expresamente
a- una revelación. Lo que se revela en cada caso soy yo mismo, algo que por lo
pronto no sé.

¿Quién es el Jesucristo de Kierkegaard? Responder esta pregunta requiere


haberla comprendido primero, despejar el terreno en el que nos va a resultar
posible comprenderla. Podría ser que, una vez comprendida, decidamos
retirarnos sin siquiera responderla. Pero comprenderla -en el sentido de
reconocerla en tanto señal, incluso si no vemos hacia qué señala- es
imprescindible para no apurarnos a contestar otra cosa, de acuerdo con las
representaciones habituales acerca de Jesucristo y el cristianismo, de
Kierkegaard, de su filosofía y de la posibilidad de deslindarla de su fe cristiana.

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Kierkegaard propone un modo de lectura de los Evangelios radicalmente
nuevo, en abierta disputa con una tradición bimilenaria. Se trata de una lectura
post-iluminista y post-idealista. Por eso, si se la quiere encarar con
instrumentos conceptuales iluministas -como los que, por ejemplo, por su
misma época dispone Marx, o unas décadas después Nietzsche- el sentido de
la obra kierkegaardiana se nos escapa del todo. Se verá si somos capaces de
atravesar el iluminismo que nos constituye históricamente o, como buenos
tardomodernos, nos quedamos atascados en él.

La radicalidad de Kierkegaard se muestra por su modo de apropiación del


sentido de verdad que opera en los Evangelios, la verdad como un camino y
como una vida. En disputa con el concepto de verdad como adecuación que
atraviesa toda la filosofía occidental, lo que incluye la platonización medieval
del cristianismo y el giro subjetivista de la metafísica moderna, que tiene su
apoteosis en Hegel y cuya huella pervive veladamente en el materialismo
dialéctico y en la tranvaloración nietzscheana de los valores. Kierkegaard se
nutre de otra fuente para pensar el problema de la verdad, aunque no llegue a
desplegar una ontología que esté a la altura de su desafío. Probablemente no
sea esta una objeción muy seria desde su propio punto de vista, ya que él
nunca se propuso fundar una nueva posición filosófica. Pero sí es un problema
filosófico y político para nosotros cuestionar las categorías hermenéuticas con
las que tratamos de comprenderlo, no necesariamente para "llegar a ser
cristianos", como él se proponía, sino para decidir si vamos a renunciar a la
verdad, como nuestro tardomodernismo nos inclina a preferir, mediante una
rendición incondicional ante la eficacia de la técnica como voluntad de poder
arrolladora y desesperada.

¿Quién es el Jesucristo de Kierkegaard?

En 1855, pocos meses antes de morir, Kierkegaard le declara la guerra abierta


a la cristiandad. Entonces empieza a publicar una especie de revista de

51
barricada, El Instante. Llega a editar nueve números y dejará incompleto el
décimo. En el número 2 dice:

“Cuando el cristianismo vino al mundo, la tarea era sencillamente proclamar el


cristianismo. Lo mismo sucede cuando el cristianismo se introduce en un país
cuya religión no es el cristianismo.

“En la «cristiandad», el caso es distinto, ya que la situación es otra. Lo que se


tiene delante no es cristianismo sino una «prodigiosa ilusión» y las personas no
son paganas sino que viven dichosas en la fantasía de ser cristianas.

“Si el cristianismo tiene que instalarse aquí, antes que nada debe desaparecer
esta ilusión. Pero dado que esta ilusión, esta fantasía, consiste en que los
hombres se consideran cristianos, parece que instalar el cristianismo fuera
quitárselo. Sin embargo, es lo primero que debe hacerse: la ilusión tiene que
desaparecer”.

¿Qué hacemos con el cristianismo de Kierkegaard?

En el simposio internacional que organizó la Unesco en París en abril de 1964,


con motivo del 150° aniversario de su nacimiento, se planteó un debate acerca
de si podía esquivarse la posición cristiana de Kierkegaard para tratar de
comprenderlo. En este simposio estaban presentes muchos autores que
reconocían haber transitado sus huellas, que habían dedicado importantes
esfuerzos para interpretar su obra y determinar en qué medida el pensamiento
de Kierkegaard estaba aún vivo, junto con otros que ya lo habían desechado.
El coloquio llevó por título "Kierkegaard vivo". Estuvieron Jean Paul Sartre, Karl
Jaspers, Lucienne Goldmann, Jean Beaufret, Jean Hyppolitte, Emanuel
Levinas, Gabriel Marcel y Jean Wahl, entre otros, mientras Martin Heidegger
envío una ponencia titulada “El final de la filosofía y la tarea del pensar”. Sus
intervenciones están publicadas en Kierkegaard vivo. Coloquio organizado por
la Unesco en París, del 21 al 23 de abril de 1964, de Autores Varios, Madrid,

52
Alianza, 1968. En el “Coloquio sobre Kierkegaard” Jeanne Hersch, profesora de
la Universidad de Ginebra, dijo:

«Estoy un poco molesta por el hecho de que los cristianos reivindiquen una
especie de posibilidad exclusiva de comprender y leer a Kierkegaard, mientras
que los que no son cristianos reivindican para sí la posibilidad de encontrarse
con él. Si fuéramos kierkegaardianos, ¿no ocurriría lo contrario? Los cristianos,
en lucha con su cristianismo, como lo estuvo Kierkegaard, ofrecerían una
posibilidad de contacto y de comunicación mediante los no-cristianos; y al
revés, los no cristianos experimentarían, como lo experimento yo a cada
momento, el sentimiento de comprender a Kierkegaard por efracción, por una
especie de hurto».

Comprenderlo por efracción, por una especie de hurto: la imagen de Hersch


capta con finura la posición kierkegaardiana. El desafío involucra no sólo a los
no-cristianos, sino a cualquiera que intente comprender quién es el Jesucristo
de Kierkegaard. Ni siquiera los cristianos pueden comprenderlo de otra manera
que no sea por efracción, por una especie de hurto. Y esto no sólo a causa de
“la monstruosa ilusión que llamamos cristiandad”, que promueve el engaño de
que “en un país cristiano, todos son cristianos”.

El propósito de introducir el cristianismo en la cristiandad es la misión asumida


por Kierkegaard por su posición histórica particular, lo que ya no nos atañe. Así
está planteado en Mi punto de vista. De lo que se trata, dice ahí, es de romper
una ilusión, y una ilusión no se rompe mediante una ataque directo: “Un ataque
directo sólo contribuye a fortalecer a una persona en su ilusión, y al mismo
tiempo le amarga. Pocas cosas requieren un trato tan cuidadoso como una
ilusión, si es que uno quiere disiparla” [Mi punto de vista].

El procedimiento elegido por Kierkegaard es indirecto. No se trata de forzar la


voluntad del iluso de la cristiandad que quiere mantenerse en su ilusión. Lo que
Kierkegaard hace es abrir en su escritura una brecha de silencio que permita a
su lector tomar su propia decisión. Después de llamar a su lector, Kierkegaard

53
busca retirarse tímidamente (“porque el amor es siempre tímido”) para que el
lector pueda tomar una decisión que concierne a su relación con la verdad.

"Quedarse a solas ante Dios". Kierkegaard habla en lenguas, lo que


escandaliza a unos cuantos, asusta o aleja a otros. Él sabe que corre ese
riesgo.

Su propósito lo lleva a articular el complejo dispositivo de pseudónimos del que


hablamos en el post anterior. La tarea de interpretación de su obra invita al
lector a recorrer un laberinto de remisiones ante el que lo peor que puede
hacerse es aplanar la polifonía de voces que compuso para pergeñar un
remedo de doctrina, completamente ajeno a la inquietud que él desencadena.
Ante cada afirmación de una obra pseudónima, e incluso de los libros que
Kierkegaard firmó con su propio nombre, el lector actual tiene que preguntarse
cómo se vincula ese pasaje con su propósito fundamental. Por eso, la pregunta
que dice ¿quién es el Jesucristo de Kierkegaard? no puede entenderse bien si
cada vez que se formula no volvemos a preguntamos quién es Kierkegaard
como autor, qué voz habla en cada uno de sus textos pseudónimos y en los
que firma con su propio nombre, que tonalidad requiere el tema que en cada
caso se aborda.

Unos párrafos atrás anticipé que no es sólo a causa de la ilusión de la


cristiandad que esta noción del cristianismo necesita comprenderse “por
efracción, por una especie de hurto”. Hay algo que radica en la naturaleza
misma del cristianismo, incluso más allá de la situación epocal de la cristiandad
-que ya no es para nosotros la misma que era en el siglo de Kierkegaard. Lo
que puede decirse de Jesucristo es siempre comunicación indirecta, sostiene
Kierkegaard, y este no es propiamente el tema de ningún discurso objetivo.
Hay que saber que no hay saber aquí. Cualquiera que pretenda hablar de
Jesucristo objetivamente no está hablando propiamente de él. Para considerar
este planteo vamos a referirnos a las tesis que sostienen dos de los autores
pseudónimos: Johannes Climacus en Migajas filosóficas y Anticlimacus en
Ejercitación del cristianismo.

54
El desconocido

Climacus, el pseudónimo que firma Migajas filosóficas y el Post-Scriptum


Definitivo No Científico a Las Migajas Filosóficas, antes había sido el personaje
de una novela inédita e inconclusa que Kierkegaard escribió en el invierno de
1942 [Johannes Climacus o De omnibus dubitandum est]. Todavía mucho
antes aún existió un Johannes Climacus real, asceta del siglo vi que escribió un
tratado titulado Scala Paradisi, en el que habría desarrollado un camino de
ascensión al cielo mediante progresivos grados del saber. Kierkegaard utilizó a
este personaje como una máscara filosófica para encarar el problema de la
divinidad a través de la razón, subiendo escalón por escalón, en contraste con
la posición más afín a la suya de caracterizar el movimiento de la fe como un
salto. Climacus es uno de esos pseudónimos en los que Kierkegaard acentúa
su distancia irónica. Desde su nombre histórico, el del teólogo que asciende
paso a paso, es posible encontrar una alusión a Hegel. En el De omnibus
dubitandum est la referencia cartesiana es evidente. Es decir: Climacus
condensa la apuesta por la racionalidad de la filosofía moderna de punta a
punta. Pero da un paso más: es el racionalista que se arroja contra su límite y
vive ese choque como una pasión, según un hallazgo metafórico extraordinario.
Lo que hace el Johannes Climacus kierkegaardiano en Migajas filosóficas es
señalar el límite más allá del cual no puede llegar la razón y así despeja el
terreno para otra cosa.

La pregunta clave de Migajas... dice: ¿puede darse un punto de partida


histórico para una conciencia eterna? Ya lo vimos: el humano es un ente finito
que, sin embargo, tiene sed de infinito, anhela infinitamente, quizá porque
guarda una huella del infinito en algún rincón de sí mismo. Esa condición de
inquietud insanable es la desesperación, a la que no será Climacus el que le
ponga su nombre, sino, después, Anticlimacus. ¿Cómo se percibe este sabor
de infinito (lo que resulta mucho más preciso que decir saber infinito)? ¿Cómo,
cuándo, asistido por quién puede alguien saborear lo infinito, si existimos en el
tiempo y vamos a morir? Convoquemos otra vez al joven enamorado de La
repetición, a Job discutiendo con el mismo Yaveh, a Abraham cuando escucha

55
la voz que le pide que sacrifique a su hijo. Incluso, más allá de Kierkegaard,
convoquemos al hombre que se debate en una duda que sabe que no podrá
olvidar (Descartes), a la mujer obsesionada por la limpieza que sólo logra
ensuciar todo cada vez más (Heker) y al hombre que cuanto más toma más
sed tiene (Castillo). Convoco aquí también a Nietzsche en su experiencia abisal
del Eterno Retorno, ante la que pretende erguirse atado al falo de su voluntad
de poder. Cada uno de ellos se choca con su límite, con esa sed que no se
sacia. Cada uno de ellos se sostiene ante ese temblor del suelo o sucumbe.
Algunos tratan de olvidar o se extravían, otros se dejan guiar sin saber,
confiando misteriosamente. La pregunta de Migajas filosóficas dice cómo es
posible que surja ese sabor de lo eterno en la vida temporal y si existe alguien,
un maestro, que pueda asistir a una persona en esas circunstancias.

En el libro se analizan dos vías incompatibles para acceder a esa conciencia


eterna. En la primera, el modelo seguido por Sócrates en la antigüedad
helénica, el maestro es sólo la ocasión para que el discípulo acceda a la
conciencia eterna. Sucede que el discípulo ya está en la verdad desde el
comienzo, aún sin recordarlo. Se trata de la doctrina griega de la reminiscencia,
según la que todo hombre tiene la verdad guardada en potencia en su propia
alma y sólo tiene que rememorarla. En esta vía, el instante temporal en que se
accede a la verdad -o más precisamente: en que se la recuerda-, el punto de
partida histórico para la conciencia eterna es completamente contingente y
accidental. La verdad ya estaba ahí dentro y solo se despierta con ocasión del
estímulo que puede dar un maestro socrático. El instante en que se produce
este encuentro es un poco menos que nada, un soplo fugaz frente al peso de la
eternidad, dice Climacus.

Hay otra vía: si el humano no tiene la verdad en sí mismo, si habita usualmente


en la no-verdad -es decir: en lo velado-, entonces el punto de partida para
acceder a la conciencia eterna, el instante en que se accede a la verdad, es
decisivo. Y el maestro que propicia este acceso no es una mera ocasión, sino
el que da la condición necesaria para que el discípulo la alcance. Se llega por
un salto, quebrando la sucesión lineal del tiempo profano, a instancias de un

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otro completamente des-semejante. No se trata de un desarrollo inmanente de
la experiencia de la conciencia ni del reconocimiento de dos conciencias
semejantes y contrapuestas. No es una cuestión de conocimiento ni de
reconocimiento.

Volvamos a Job y a Abraham, incapaces de juzgar el sentido de lo que se les


pide, confiados en la voz que los llama. Esta voz procede de un otro. A este
tipo de maestro se refiere la segunda alternativa considerada en Migajas
filosóficas. Si este otro no otorgara la condición -digamos: la posibilidad de
responder a su llamado-, el discípulo no podría nunca lograrlo por sí mismo. La
persona por su propia fuerza no puede llegar hasta ahí. La voz de un otro,
totalmente des-semejante, puede llamarla. Puede escucharse el llamado, pero
también puede que no: nunca está decidido de antemano. Lo eterno no estaría
en este caso en potencia en el alma, sino que irrumpiría en el preciso instante
en el que el otro llama. ¿Cómo la eternidad puede hablar en un instante? Es
algo inconcebible y no es una posibilidad humana convertirse en un maestro de
este segundo tipo: el que puede dar la condición de la verdad tiene que ser un
maestro muy distinto a Sócrates. Johannes Climacus plantea una disyunción
excluyente: o bien el hombre vive en la verdad y en una ocasión contingente la
recuerda, o bien el hombre está fuera de la verdad y necesita que la condición
le sea dada y en el instante en que la recibe llega al mundo la eternidad:

“Y ahora el instante. Este instante es de naturaleza especial. Es breve y


temporal como instante que es, pasajero como instante que es, es pasado
como le sucede a cada instante en el instante siguiente, y decisivo por estar
lleno de eternidad. Para este instante tendremos que contar con un nombre
singular. Llamémosle: plenitud en el tiempo” [Migajas Filosóficas, las cursivas
son de Climacus].

Este “nombre singular” de la plenitud en el tiempo es una referencia evangélica


no declarada por Climacus. Se trata de un pasaje de la epístola de San Pablo a
los Gálatas:

«...cuando éramos menores de edad, vivíamos como esclavos bajo los


elementos del mundo. Pero al llegar la plenitud de los tiempos, envió Dios a su
Hijo, nacido de mujer, nacido bajo la ley, para rescatar a los que se hallaban

57
bajo la ley, y para que recibiéramos la filiación adoptiva. La prueba de que sois
hijos es que Dios ha enviado a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo que
clama: ¡Abbá Padre! De modo que ya no eres esclavo, sino hijo; y si hijo,
también heredero por voluntad de Dios». [Gál., 4, 4]

La palabra griega que nombra a esa “plenitud” es pleroma y significa


cumplimiento, acabamiento, consumación. El instante en que la persona es
alcanzada no es uno cualquiera entre otros, sino el decisivo, porque es el del
encuentro con su verdad. La persona no puede disponer de su llegada, sino
recibirla, cuando le llega, como se recibe un don, o rechazarla. Lo
extraordinario, también lo absurdo, es que la persona sea contemporánea con
ese instante en el que lo eterno irrumpe en el tiempo. Es el instante en el que
Abraham es llamado por su propio nombre y dice: acá estoy. El instante es la
dimensión temporal en la que se desarrolla el intercambio entre dos
contemporáneos, inconmensurables uno del otro. El tiempo en el que se
revelan no una sino dos personas: el que llama y el que es llamado. Sólo en
este encuentro de dos voces diferentes se puede comprender el sentido del
instante kierkegaardiano.

Climacus reconoce la incapacidad del discurso racional para establecer una


mediación ante esta irrupción de lo totalmente otro: lo infinito que toma
contacto con la finitud, la eternidad que llega al tiempo. La razón choca contra
su propio límite y esa choque es llamado por Climacus “paradoja”. La paradoja
es la pasión de la razón de chocar contra su límite. La paradoja es el ab-surdo
porque, desde este lado de la racionalidad, no es posible escuchar lo que la
voz dice. La posibilidad más alta de la razón es querer su propia pérdida,
desear el choque. Cualquier otra actitud racional es un gesto desesperado.
Climacus es el pensador creado por Kierkegaard para pensar ese choque
desde el interior de la racionalidad. Es la más alta posición de la razón, porque
puede percibir y aceptar su propia finitud:

“¿Pero qué es eso desconocido con lo que choca la razón en su pasión


paradójica y que turba incluso el autoconocimiento del hombre? Es lo
desconocido. No es algo humano, puesto que eso [lo humano] se conoce, ni

58
tampoco otra cosa que conozca. Llamemos a eso desconocido Dios”- dice
Climacus.

¿Y qué cabe pensar ante el desconocido? No un argumento que demuestre la


existencia del desconocido, ni inventar una teoría -cosa ridícula- acerca del
desconocido: Climacus no es un teólogo, alguien que se adjudique la
capacidad de hablar acerca de Dios –tampoco lo es Kierkegaard. Lo que cabe
pensar es su contemporaneidad con el desconocido que lo llama. Situarse en
el instante en que se le plantea una decisión de eternidad: el instante del
tiempo en el que decido quién seré. Ese encuentro de eternidad e instante es lo
paradójico. La relación personal con el desconocido “es una pasión feliz que
llamamos fe”. La razón chocó contra una imposibilidad suya y su posibilidad
más alta es hacer de este choque una pasión feliz. Esta fe de la que Climacus
habla no es un acto de la voluntad, ni el momento de un desarrollo inmanente,
porque todo querer humano está operando siempre desde de la condición dada
por un otro, el desconocido. Otra vez a Abraham, el que no daría el paso
decisivo si no fuera llamado por esa voz.

Una posibilidad humana es estar atento, afectado por la ambivalencia


constitutiva de la atención: soy el que se distrae. El desconocido puede
aparecérseme sin previo aviso, puedo caminar a su lado, comer y beber junto a
él y no distinguirlo. Esta atención ambivalente es riesgosa porque es
posibilidad: no es que yo esté constituido de modo que nunca pueda distinguir
la verdad; estoy constituido de un modo que, cuando la verdad me llama,
puede que la escuche o puede que no. Esa indeterminación, la ambivalencia
en la que a una persona le cabe jugar, es la libertad. No puedo decidir lo que
he sido ni lo que será de mí, pero en el instante en que soy llamado puedo
decidir escuchar. El instante es el encuentro del tiempo y la eternidad. No se
sabe quién seré cuando me llamen: depende de lo que responda. Es una
prueba.

Hay un pasaje evangélico que manifiesta esta ambivalencia de atención en la


que radica toda posibilidad humana. Dos discípulos de Cristo van camino a
Emaús [Lucas. 24, 15-32]. Conversan apenados por la reciente muerte de
Jesús:

59
“Y sucedió que mientras ellos conversaban y discutían, el mismo Jesús se
acercó y siguió con ellos; pero sus ojos estaban retenidos para que no le
conocieran. Él les dijo: «¿De qué discutís entre vosotros mientras vais
andando?» Ellos se pararon con aire entristecido.

“Uno de ellos llamado Cleofás le respondió: «¡Eres tú el único residente en


Jerusalén que no sabe las cosas que estos días han pasado en ella?» Él les
dijo: «¿Qué cosas?» Ellos le dijeron: «Lo de Jesús el Nazareno, que fue un
profeta poderoso en obras y palabras delante de Dios y de todo el pueblo;
cómo nuestros sumos sacerdotes y magistrados le condenaron a muerte y le
crucificaron. Nosotros esperábamos que fuera él el que iba a librar a Israel;
pero, con todas estas cosas, llevamos ya tres días desde que esto pasó. El
caso es que algunas mujeres de las nuestras nos han sobresaltado, porque
fueron de madrugada al sepulcro, y, al no hallar su cuerpo, vinieron diciendo
que hasta habían visto una aparición de ángeles, que decían que él vivía.
Fueron también algunos de los nuestros al sepulcro y lo hallaron tal como las
mujeres habían dicho, pero a él no le vieron.

"Él les dijo: «¡Oh insensatos y tardos de corazón para creer todo lo que dijeron
los profetas! ¿No era necesario que el Cristo padeciera eso y entrara así en su
gloria?» Y, empezando por Moisés y continuando por todos los profetas, les
explicó lo que había sobre él en todas las Escrituras.

“Al acercarse al pueblo a donde iban, él hizo ademán de seguir adelante. Pero
ellos le forzaron diciéndole: «Quédate con nosotros, porque atardece y el día
ya ha declinado». Y entró a quedarse con ellos. Y sucedió que, cuando se puso
a la mesa con ellos, tomó el pan, pronunció la bendición, lo partió y se lo iban
dando. Entonces se les abrieron los ojos y le reconocieron, pero él desapareció
de su lado. Se dijeron el uno al otro: «¿No estaba ardiendo nuestro corazón
dentro de nosotros cuando nos hablaba en el camino y nos explicaba las
Escrituras?».”

Un desconocido comparte con nosotros un tramo del camino, vamos


preocupados y no reparamos en él. Tenemos los ojos retenidos. Lo invitamos a
compartir la mesa. Cuando recibimos el pan de su mano se nos cae el velo de
los ojos: nos acordamos, en su gesto al compartir el pan, quién era este

60
desconocido. Acaece la verdad como des-velo. Es un instante y entonces
desaparece.

Es el desconocido del que habla, sin mencionarlo, Johannes Climacus.

El signo de contradicción

Anticlimacus es el autor de La enfermedad mortal y de Ejercitación del


Cristianismo. Entre los pseudónimos de Kierkegaard ocupa un lugar especial,
porque el danés apela a él después de haber hecho pública su estrategia de
comunicación indirecta en los pasajes finales del Post-Scriptum Definitivo a las
Migajas Filosóficas (firmado por Johannes Climacus en 1846) y en Mi punto de
Vista (firmado por el propio Kierkegaard en 1848). Mientras los pseudónimos
anteriores sólo de manera indirecta se refieren al problema de cómo llegar a
ser cristiano, Anticlimacus es un autor cristiano, de una condición en nombre de
la cual el propio Kierkegaard no se siente autorizado a hablar. En Ejercitación
del Cristianismo, el desconocido del que unos años antes habló Climacus
elípticamente en Migajas filosóficas es llamado por su propio nombre:
Jesucristo.

¿Quién es el Jesucristo de Anticlimacus? Jesús, el de los Evangelios. El que


invita: “Vengan a mí todos los que estén atribulados y cargados, que yo los voy
a aliviar”. Es un desconocido, un hombre insignificante, que invita desde su
situación de humillado. Uno cualquiera, el prójimo. Nacido en una choza, de
una mujer despreciada, hijo de un carpintero, en un pueblo que se considera a
sí mismo el pueblo elegido de Dios, que espera un Mesías que según las
profecías va a liberarlos. Pero aparece de un modo que no puede estar más
lejos de lo que todos esperan, no está investido de ninguno de los emblemas
de la realeza. Durante cierto tiempo llama la atención mediante milagros y otras
señales, pero la hora de su popularidad pasa pronto. Él es la verdad -dicen los
Evangelios-, pero no van a reconocerlo más que unos pocos discípulos y ellos
mismos sólo por momentos, siempre vacilantes. Cuando él vaya a ser
apresado y condenado, hasta ellos lo negarán. Desde esa situación de
61
debilidad, desde la cruz, abandonado y despreciado, invita con los brazos
abiertos y ofrece ayuda: parece ser el último al que uno podría acudir en busca
de ayuda. El signo de la cruz muestra su violenta intestabilidad significante: el
crucificado nos abraza: “Vengan a mí los que estén atribulados y cargados, que
yo los voy a aliviar”. ¿Quién en su sano juicio podría aceptar esa invitación?
¿Cómo podría un humillado, burlado, injuriado y crucificado, poco antes de
morir, ayudarnos?

Es un chiste, se ríen los paganos cuando Pablo les cuenta el cuento.

La buena noticia que trae es que ese hombre [Ecce Homo] es la realeza que
todos estaban esperando, aunque los contemporáneos no lo reconozcan. Una
buena y una mala: lo matan. Lo distingue su falta de distinción, ser un
insignificante, juntarse con los débiles, con los pobres, mirar con desconfianza
a los ricos. Es fácil escandalizarse cuando él invita, cuando dice a los
atribulados que los va a aliviar. Por una brusca transfiguración del signo, su
insignificancia puede invertirse en la significación decisiva para mí, si yo confío.

¿Cómo reconocerlo?- pregunta Anticlimacus. Las señales y milagros llaman la


atención, impactan un rato, pero la multitud se aburre pronto y en seguida ya
está en otra cosa. La verdad se nos aparece y desaparece por nuestra
atención inestable. Los datos objetivos en los que los contemporáneos de la
verdad podrían reparar nunca son conclusivos, porque la objetividad da lugar a
infinitas consideraciones y derivaciones que siempre patean la decisión: ese
hombre podría ser esto, pero podría también ser lo otro. ¿Por qué aceptar la
invitación? ¿Por qué confiarle? ¿Qué puedo ganar? Y sin embargo, con tantos
obstáculos, siempre a punto de caer, en el instante, ahí está la posibilidad. Ese
instante solo puede alcanzarte en soledad, una vez que se callaron las
consideraciones indecidibles del saber objetivo, el reconocimiento recíproco y
el prestigio mundano. La determinación de la verdad, dice Anticlimacus, es que
ella es siempre PARA TI [en mayúsculas en el original]. Para cada singular en
soledad, sin apelación posible a ninguna objetividad, tampoco fundado en
ninguna subjetividad, puesto que responde al llamado de un otro.

“Lo pasado no es realidad para mí -escribe Anticlimacus-; solamente lo


contemporáneo es verdad para mí. Aquello con lo que tú vives contemporáneo

62
es realidad para ti. Y de esta manera cualquier hombre solamente puede ser
contemporáneo: con el tiempo en que vive –y con una cosa más, con la vida de
Cristo sobre la tierra, ya que la vida de Cristo sobre la tierra, la historia sagrada,
se mantiene privilegiadamente por sí misma fuera de la historia.”

En este contexto es donde alcanza su sentido más concreto el singular


kierkegaardiano, tantas veces mal traducido como “individuo”. No se trata de
una auto-afirmación de la voluntad ni de un subjetivismo extremo. Es otra cosa:
una dimensión inconmensurable con la historia, la que no por esto desaparece:
pero es puesta en vilo. Cada uno es, en relación con las coordenadas socio-
históricas, uno más en una larga serie, un punto de cruce de fuerzas
impersonales, un ejemplar de la especie. En la perspectiva historicista, cada
hombre es casi nada. Pero existe otra posibilidad: cuando la verdad te mira a
los ojos. En ese instante se revela quién sos. No está escrito en ninguna parte,
estás solo ante la verdad para decidirlo. Anticlimacus dice: sólo ante Dios.

El Jesucristo de Anticlimacus es signo de contradicción: Dios y hombre al


mismo tiempo, una conjunción inconcebible, el gran analizador, el que ilumina
con un flash todas tus sombras. No se trata de un concepto, no es una síntesis
en sentido hegeliano de lo divino y de lo humano sub specie aeterni. La
conjunción Dios-hombre es resistente al concepto: lo mejor que puede hacer el
concepto, como escribía Johannes Climacus, es chocar apasionadamente ante
su límite y replegarse. El Dios-hombre no es tampoco un pensador eminente, el
autor de una doctrina verdadera, porque la verdad no es una doctrina, sino un
camino y una vida:

“...la verdad, en el sentido de que Cristo es la verdad, no consiste en una suma


de proposiciones, ni en una determinación conceptual y cosas similares, sino
que es una vida. (...) Y por eso la verdad, entendida cristianamente, no es
naturalmente lo mismo que saber la verdad, sino ser la verdad”.

El Dios-hombre es signo de contradicción. Esta contradicción no es lógica ni se


resuelve en el plano de la reflexión. No se la resuelve de ninguna manera, sólo
se la puede vivir. ¿Qué significa vivir la contradicción? Significa que, ante ese
prójimo, desconocido, insignificante, no semejante, otro, en el instante en que
se te aparece, se hace patente el pensamiento de tu corazón. Es decir: ahí se

63
va a ver quién sos. Ese otro te pone ante una encrucijada: creés o te
escandalizás. Creer no es aceptar dogmáticamente una doctrina. Creer es,
dicho en término prácticos, amar a ese desconocido, confiarle. Esta posibilidad
de patencia es condición de la verdad, pero demanda de mi decisión:

“Cuando alguien dice directamente: yo soy Dios, mi Padre y yo somos una


misma cosa, estamos ante una comunicación directa -sigue Anticlímacus-. Mas
si Aquel que lo dice, el comunicante, es este singular (enkelte), uno cualquiera,
entonces la comunicación deja de ser totalmente directa; puesto que no es
precisamente muy directo ni mucho menos que un singular tenga que ser Dios
–en tanto que lo que dice es totalmente directo. La comunicación contiene una
contradicción al estar implicado en ella el que comunica, por lo que permanece
como comunicación indirecta, que te enfrenta a una elección: si le quieres creer
a Él o no”.

Ser un signo de contradicción: esta es una expresión que Anticlímacus toma de


los evangelios, a la que dota de una potencia semántica inusual. En su
condensación de atributos contrapuestos -debilidad y fortaleza, insignificancia y
realeza, intemperie y protección, extravío y encuentro, indiferencia y don- el
otro se vuelve signo no de un conocimiento absoluto, sino de una interrogación
para mí. Viene a descolocar todas las posiciones establecidas, a iluminar los
pliegues oscuros de la comunidad, a proteger a los maltratados, a invitar a los
ricos a despojarse de su fortuna y a destituir a los sabios. Es el gran analizador.
Piedra de escándalo para los judíos -los suyos, los que lo esperaban- y
necedad para los paganos. El signo de contradicción no admite una síntesis
superadora: los polos de la tensión subsisten en inestabilidad perpetua.
Cualquier juicio histórico queda suspendido. La verdad ocurre como una
conmoción, una fisura en la pesadez de los muros macizos de los
establecimientos. Ante su debilidad manifiesta, absurdamente, toda estatura
mundana se viene abajo y lo caído se levanta. La inestabilidad del signo que
reúne esto y lo otro precipita la revelación de la condición íntima de cada cual.
Esta revelación no ocurre en la esfera de la publicidad sino en el secreto de la
soledad. No propicia ninguna exhibición resonante sino un gesto de amor
silencioso. Esta disposición inmanejable sacude la historia entera en un
instante.

64
Ni siquiera Dios puede comunicar directamente que él es la verdad, aunque
esté delante de mí y diga: “soy la verdad”. Todavía falta que cada uno se
decida. ¿Por qué tendrías que confiar en la verdad cuando ella te habla? ¿Por
qué confiar en un desconocido? No hay por qué: podés confiarle o no. Podés
perfectamente odiar al desconocido, darle la espalda, despreciarlo o serle
indiferente. La condensación de toda estas posibilidades negadoras es el
escándalo: la repulsa de la verdad. Si el singular no advierte esa posibilidad,
entonces tampoco puede elegir la fe. La posibilidad del escándalo es lo que le
da seriedad al dilema:

“Lo exigido ahora -dice Anticlimacus- es un modo de recepción completamente


definido: el de la fe. Y la fe es por su parte también una determinación
dialéctica. Fe es una elección, de ningún modo es una recepción inmediata –y
el que la recibe es aquel que patentiza si desea creer o escandalizarse.”

Determinación dialéctica no significa en los textos kierkegaardianos lo mismo


que en el sistema hegeliano. En este contexto significa una circulación de
significados contrapuestos y pendientes de una decisión solitaria Dialéctico es
tanto como dialógico: se te dirige una palabra que no puede entenderse de
modo inmediato -una vez más: como Abraham, como Job-, porque hay un
rango de posibilidades en el que tiene que hacerse patente quién sos. No se
resuelve en los conceptos sino que se decide en tu vida; no sucede en el
escenario de la historia universal, no actúa la humanidad: se dirige a vos y vos
solo decidís.

En términos epistemológicos, Kierkegaard se vale de Anticlimacus para


rescatar una acepción de la verdad que difiere de modo terminante del
concepto usual en la tradición occidental: "Yo para esto he nacido y he venido
al mundo, para dar testimonio de la verdad". (Juan 18, 37). Y Poncio Pilatos
acota: "Pero, ¿qué es la verdad?". Anticlimacus comenta, a propósito de este
pasaje:

"¿Cómo podría Cristo esclarecérselo a Pilatos con palabras, cuando la verdad


misma que es la vida de Cristo no le ha abierto los ojos a Pilatos para que vea

65
lo que es la verdad? Parece como que Pilatos está deseoso de saber,
dispuesto a aprender, pero verdaderamente su pregunta es disparatada del
todo, no porque pregunte «qué es la verdad» sino porque se lo pregunta a
Cristo, cuya vida es cabalmente la verdad y que, por eso mismo, en todo
momento muestra con su vida lo que es la verdad con mucha más fuerza que
todas las agudísimas y prolijísimas exposiciones de un pensador".

La verdad no es una doctrina ni el resultado de una investigación. Porque en


este relato la única respuesta verdadera sobre lo que es la verdad consiste no
en saber la verdad, sino en ser la verdad. El ser de la verdad, sostiene
Anticlímacus, no es una duplicación directa del ser en relación al pensamiento -
diríamos: la verdad no es una representación, algo que se realice al ser
pensado. La verdad y el error no están confinados en el ámbito de la
subjetividad, como adecuación recíproca entre el objeto y el sujeto -sea del
sujeto al objeto, del objeto al sujeto, o como síntesis superadora de la
diferencia entre ambos, según las diversas variantes de la gnoseología
moderna-; ni tampoco en el ámbito de la moralidad, como acomodamiento de
mi conducta a una normativa general. Esta lectura de la palabra de Cristo en
los Evangelios que formula Anticlimacus recusa la concepción moderna de la
verdad, desde Descartes hasta Nietzsche o Husserl, donde la verdad siempre
se asienta en un ser pensado. La verdad solo existe si se hace vida en mí. Por
esto, la verdad no puede enseñarse sino vivirse. La verdad es vida.

La otra determinación decisiva de la verdad es la distinción que se establece


entre el camino y el resultado. Si la verdad fuera un resultado, entonces la
diferencia entre el que llega primero a ella y el que viene después consistiría en
que este último puede alcanzar muy rápido el punto al que el precursor llegó
trabajosamente. La llegada del precursor a la verdad eximiría al seguidor de
tener que caminar. Pero si la verdad es el camino, no hay manera de que
ningún seguidor pueda eximirse de recorrerlo porque otro antes lo haya hecho.
La verdad no puede enseñarse sino recorrerse. Cada cual la alcanza solo por
primera vez.

Cuando la verdad es no un saber sino un ser, no el resultado sino el camino,


"es imposible que pueda haber ningún acortamiento esencial en la relación

66
entre el precursor y el seguidor, imposible que lo haya de generación en
generación, aunque el mundo durase 18.000 años, porque la verdad no es
distinta del camino, sino que es cabalmente el camino". Por eso la cristiandad
es una estafa, porque finge que la fe es algo que puede transmitirse por
tradición. Por eso, también, Kierkegaard se aparta netamente de toda
concepción progresista de la historia. Porque con cada uno la verdad vuelve a
aparecer o a perderse, sin que pueda relevarse de uno a otro como en una
carrera de postas. En lo que respecta a la verdad nadie acumula puntaje para
otros. Incluso uno solo no puede dar por sabida una verdad y dejarla disponible
para volver a ella como a un recuerdo, sino que tiene que vivirla en cada
instante volviendo al inicio. En este contexto, con la verdad como camino y
como vida, la noción de recuperación (Gjentagelse) adquiere su sentido más
preciso.

Libertad y posibilidad

Recuerda Anticlimacus en Ejercitación del cristianismo- que Jesús dijo:


“bienaventurado el que no se escandalizare de mí” [Mat. 11, 6]. No se trata de
pasar por el escándalo para llegar a la fe, como si se recorrieran las etapas de
un progreso dialéctico a la manera hegeliana: la diferencia entre fe y escándalo
subsiste en todo momento y es inconciliable, como no pueden serlo otras dos
cosas en la vida humana. No hay conciliación posible no pueden conservarse
en una unidad superior. La fe o el escándalo son las dos posibilidades más
distantes que se pueden dar en la vida y es en la encrucijada entre ambas en la
que habita una persona todo el tiempo.

Por eso, en la contemporaneidad late una inquietud que nunca cesa. No existe
en el pensamiento kiekegaardiano un creyente que pueda ponerse a salvo de
la posibilidad del escándalo: si así fuera, junto con esta posibilidad se dejaría
atrás la misma fe. No hay tampoco una iglesia triunfante. Cada uno está
siempre en la encrucijada. Por eso dice Johannes Climacus en Migajas
filosóficas: “Si la generación contemporánea de los creyentes no tuvo tiempo

67
de triunfar, ninguna otra generación lo tiene, puesto que la tarea es la misma y
la fe está siempre en lucha; por ello mientras vuelva la lucha, hay posibilidad de
derrota y por ello en el ámbito de la fe nunca se triunfa antes de tiempo, es
decir, nunca en el tiempo.”

El amor: la praxis kierkegaardiana (Escuchar una voz V)

[Viene de acá] Según la manera habitual de entender la praxis, Kierkegaard no


sería un pensador práctico. Entonces habría que hacer un esfuerzo adicional
para buscar si de sus libros se puede desprender algún tipo de indicación para
la praxis. Nada de eso es posible si antes no desnaturalizamos el sentido que
cotidianamente se le asigna a la praxis: ¿qué es la praxis? Semejante pregunta
excede los límites que se propone este texto. Pero al menos nos será posible
desnaturalizar la idea que comúnmente se tiene de Kierkegaard, incluso
cuando se acepta lo que él dice de sí mismo: que es un escritor religioso.
¿Cuál es la praxis kierkegaardiana, si tal cosa existe?

Hay algunas evidencias al alcance de la mano: por el testimonio que dejó en su


última publicación, El instante, sabemos de su lucha contra la cristiandad,
contra esa "monstruosa ilusión" que se fue cristalizando a través de 2000 años
de iglesia cristiana. Esta lucha lo sitúa dando una batalla en el mundo y contra
una determinada institución, la iglesia realmente existente, como él mismo la
denomina: iglesia instituida. Para dar esa batalla, Kierkegaard se apoya en el
cristianismo del Nuevo Testamento. Siguiendo este hilo podríamos
preguntarnos: ¿hay derivaciones prácticas que pueden desprenderse de los

68
evangelios? ¿O solo son fuentes de dichos dogmáticos que reclaman una
posición de creyentes?

Remitámonos a lo que en el Evangelio se denomina “el mandamiento


principal”. Unos fariseos están examinando a Jesús. En determinado momento
le preguntan cuál es el mandamiento mayor de la Ley. Él responde:

“Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu
mente. Este es el mayor y primer mandamiento. El segundo es semejante a
este: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. De estos dos pende toda la ley y
los Profetas”. [Mateo, 22, 37-40]

¿Hay en estas palabras sólo una proposición doctrinaria o se trata de una


indicación práctica? Habrá que pensar qué entendemos por amar al prójimo y
cómo podría traducirse esta experiencia en las obras humanas. Kierkegaard se
refiere extensamente a esta cuestión en uno de sus libros decisivos, firmado
con su propio nombre, Las obras del amor.

En lo dicho hasta aquí podemos encontrar una indicación muy concreta de la


práctica a la que Kierkegaard eligió dedicar su vida: se propuso con toda su
pasión ser un escritor religioso y para eso renunció a otras posibilidades
personales. ¿No hay en su declarada misión de escritor la idea tácita de un
obrar político? ¿Para qué ser escritor, si no es para dirigirse a una comunidad,
más allá de la ciudad de Copenhague, para alcanzarnos incluso a nosotros
como lectores suyos? Si Kierkegaard dedicó toda su energía en desarrollar una
obra como escritor, podemos conjeturar que así reclamaba el contacto con
otras personas y mantenía una alta expectativa por alcanzar a sus
contemporáneos, propiamente en su sentido en que todo lector puede volverse
un contemporáneo si una palabra lo interpela. Al escribir pudo construir una
comunidad más amplia y abierta que la de los que se lo cruzaban por las calles
de su ciudad: la comunidad de sus posibles lectores, cada uno de nosotros.
Dije en el primer capítulo de Escuchar una voz que Kierkegaard nunca dejó de
invocar a su lector y podemos suponer que nadie se dedica tan insistentemente
a llamar a otro si no espera algo de él. ¿No se juega una posibilidad, entonces,
en el acto de escribir y de leer? Sobre la comunicación de poder y el poder de

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la comunicación encontramos ideas muy fértiles en la escritura
kierkegaardiana.

Antes de explayarnos sobre la praxis del amor al prójimo que habita en el acto
de la escritura, vamos a detenernos a considerar cómo fue evaluada la posición
kierkegaardiana en términos prácticos y políticos. Vamos a detenernos en un
autor que en la primera mitad del siglo xx se constituyó en modelo
paradigmático de recepción adversa a la obra de Kierkegaard: el marxista
Georg Lukács.

La recepción marxista del pensamiento de Kierkegaard: Georg


Lukács

En 1964, en el ya citado coloquio organizado por la Unesco, “Kierkegaard vivo”,


Lucien Goldmann fue invitado a exponer las ideas de Lukács sobre el danés.
En esa ocasión Goldman dijo: “si bien Kierkegaard ha sido para Lukács hasta
el día de hoy uno de sus interlocutores más importantes, también es verdad
que aquel representó siempre una posición que este último ha repudiado
constantemente”. [Lucien Goldman, “Kierkegaard en el pensamiento de G.
Lukács” en AAVV, Kierkegaard vivo]. Lukács se dedicó a Kierkegaard en todas
las etapas de su desarrollo filosófico. En su libro El asalto a la razón. La
trayectoria del irracionalismo desde Schelling hasta Hitler ubica a Kierkegaard
como uno de los principales exponentes del irracionalismo, porque considera
que el danés formuló una respuesta desde el campo reaccionario a la crisis que
a mediados del siglo xix estaba sufriendo la dialéctica idealista hegeliana.
Lukács dice que de esta crisis surgió “la forma más alta de la dialéctica, con la
completa superación de sus limitaciones idealistas, la dialéctica materialista de
Marx y Engels”. Desde su punto de vista, Kierkegaard representa un anticipo
de las tendencias irracionalistas y reaccionarias que florecerían a comienzos

70
del siglo xx: “se trata de un intento típico en la historia del irracionalismo por
frustrar el desarrollo ulterior de la dialéctica mediante la tergiversación del
verdadero problema que en cada período señala el camino hacia adelante”.

Para entender este “repudio constante” hay que trazar el escenario de ese
drama en el que Hegel y Marx son protagonistas principales y Kierkegaard una
especie de despreciable actor de reparto. Lukács sostiene que Hegel tuvo la
importancia de haber reducido a conceptos –si bien a través de una filosofía
idealista, lo cual para un marxista como él será una sería una evidente
objeción- las determinaciones y conexiones dialécticas más importantes de la
realidad. El aporte principal de Hegel sería así su concepción de la historia
universal como ámbito del despliegue del sentido de la realidad. La verdad es
el resultado de un proceso histórico. Cada individuo, cada pueblo, cada
realización cultural, son momentos de ese despliegue. El sentido y la verdad de
esos momentos particulares sólo pueden alcanzarse en la unificación: la
síntesis conceptual que hace el Espíritu (entendido universalmente como
espíritu de la humanidad en su conjunto y no como subjetividad individual) de la
totalidad de ese despliegue histórico, la Historia Universal. En su particularidad,
cada individuo, cada pueblo y cada época son momentos del despliegue que
solo tienen una realidad y una conciencia relativas; pero al mismo tiempo son
instrumentos involuntarios del trabajo del Espíritu, que excede sus intenciones
particulares. La falta de una conciencia total del proceso constituye la
abstracción, la finitud y la irrealidad de esas expresiones particulares. Sólo
cuando son pensadas como momentos de un devenir dialéctico guiado por el
trabajo interno del Espíritu, es decir, cuando son unificadas por el pensamiento
en el elemento concreto y único de la Historia Universal, sólo entonces, los
individuos, pueblos, realizaciones culturales y épocas adquieren su verdadero
sentido, que no será el que ellos creían saber.

Hegel dice en su Filosofía del derecho: “La historia universal es un juicio,


porque en su universalidad que es en sí y para sí, lo particular, los dioses lares,
la sociedad civil y los espíritus nacionales en su variada realidad son sólo como
algo ideal, y el movimiento del Espíritu en este elemento es mostrar ese algo
ideal”. Las particularidades de los individuos y de las naciones existentes
poseen una realidad y una conciencia de sí limitadas, pero son medios por los

71
cuales el Espíritu del mundo produce su Juicio y deviene absoluto. La historia
es la realización del Juicio Universal que dota a estas particularidades de su
verdad.

Lo que Hegel entiende por Historia Universal no debe confundirse con el simple
despliegue exterior de los hechos históricos. Esto constituye un paso necesario
de ese desarrollo pero, por su exterioridad, carece aún de verdad. La
universalidad es la manifestación para sí de la Historia: esto quiere decir: hay
historia sólo cuando hay una conciencia que unifica los hechos y descubre así
su sentido absoluto. Lo que la hace devenir universal es la conciencia una ante
la cual se manifiesta: es en el ámbito de la conciencia donde la Historia se
unifica y universaliza, negando, conservando y superando la relatividad de los
momentos históricos particulares, relativos y finitos. Estas particularidades de
los individuos, los pueblos y las épocas son la inmediatez desde la que “se
produce el Espíritu del mundo como ilimitado”. La Historia es, absolutamente,
auto-manifestación del Espíritu. “Para sí” indica que el Espíritu se despliega y
se absuelve en sí mismo a sí mismo.

Para el marxista Lukács hay algo que conservar y algo que superar en la
concepción hegeliana de la historia. Según sostiene, la dialéctica idealista de
Hegel mistifica -es decir: distorsiona y oculta- su origen, al atribuir a las
categorías lógicas del pensamiento un auto-movimiento, como si ellas no
dependieran de nada más que de sí mismas, cuando para el materialismo
lukacsiano sólo son una abstracción del movimiento de la realidad objetiva. Es
la realidad objetiva misma la que se desenvuelve dialécticamente y no el
Espíritu lo que se expresa a través de ella. Lukács sostiene que la realidad
material y objetiva se despliega por sí sola y que a posteriori el pensamiento
humano viene a reflejar ese movimiento en la filosofía dialéctica. Así reconoce
la validez de la dialéctica hegeliana como reflejo de la dialéctica real que ya se
encuentra en la naturaleza, pero le reprocha a Hegel el idealismo que significa
suponer que es el Espíritu el que se despliega en ese proceso de la Historia. La
dialéctica subjetiva refleja, en el conocimiento humano, a la dialéctica objetiva
de la realidad.

72
Lukács, apoyándose en una cita de Marx, afirma que sólo se trata de operar
una inversión del idealismo hegeliano, manteniendo su carácter dialéctico: “Lo
que ocurre es que en él [en Hegel] la dialéctica aparece invertida, vuelta del
revés. No hay más que darla vuelta, mejor dicho enderezarla y en seguida se
descubre bajo la corteza mística la semilla racional”. [Karl Marx, El capital]. Es
la relación reflejo-reflejado que se establece entre la lógica y la realidad la que
le da verdad al pensamiento, al contrario de Hegel, para quien el pensamiento
da sentido, valor y verdad a la mera exterioridad de los hechos objetivos. Los
defectos de la lógica hegeliana se superan mediante la captación científica de
aquel movimiento real, cuyo reflejo es el movimiento lógico, estableciendo así
la relación adecuada entre la realidad (lo reflejado) y la lógica (la imagen
refleja).

Va más allá de los límites de este texto determinar si lo que proponen Marx y
Lukács (en el caso de que propongan lo mismo) puede lograrse por la sola
inversión del idealismo hegeliano. ¿Cómo puede fundarse el carácter dialéctico
de la realidad objetiva, si no se presuponen de antemano las categorías de la
lógica dialéctica? ¿Podría hablarse siquiera de la objetividad de la dialéctica si
antes este concepto no hubiera aparecido en el idealismo hegeliano? ¿Se
podría acceder objetiva y científicamente a un presunto movimiento dialéctico
de lo real prescindiendo de la metafísica idealista? ¿Qué criterio epistemológico
puede validar esta “captación científica” del movimiento de lo real sin acudir a
un a priori metafísico ni caer en un empirismo grosero? ¿Cómo accede la
ciencia, entendida en el sentido lukacsiano, a la verdad de la realidad objetiva?
¿O esta afirmación de la dialéctica de lo real es un axioma incuestionable, algo
autoevidente e imposible de ponerse en duda? ¿No se esconderá detrás de
este círculo un malentendido en torno a la acepción hegeliana del Saber
Absoluto (Wissenschaft) y una equívoca sustitución de su significado por un
empirismo a-crítico? Dejo estas preguntas en suspenso para otra oportunidad.

Para lo que ahora me propongo, resulta suficiente explicitar el contexto en el


Kierkegaard es calificado como irracionalista. Volvamos a Lukács: los
pensadores burgueses del siglo XIX -eso es lo que Kierkegaard es para él-, por
su propia situación de clase, aprovechan la crisis de la dialéctica idealista para
desandar el camino en el que Hegel había avanzado, sin seguir progresando

73
racionalmente hacia la dialéctica materialista. Abandonan el camino de la
racionalidad y se dirigen hacia el irracionalismo. En el Kierkegaard de Lukács
esto supone la suplantación de la dialéctica por una pseudodialéctica
subjetivista que renuncia a captar la racionalidad objetiva de la historia.
Kierkegaard fundaría su posición, entonces, en “el individuo mentalmente
aislado de la historia y de su comunidad” y estatuiría un “solipsismo moral”. El
individuo kierkegaardiano establece una relación de contemporaneidad con
Cristo que pasa por alto -siempre según Lukács- los 2000 años de historia que
nos separan de él. El hecho histórico “Cristo” es, en la interpretación lukacsiana
de Kierkegaard, un hecho absoluto, al cual el individuo como tal se vincula
absolutamente, sin mediación de la historia. La historia nunca puede otorgar
una prueba decisiva a la fe, porque la historia es en el Kierkegaard de Lukács
un saber basado en la aproximación indefinida y siempre indecidible. Dado que
“El paso mismo de Cristo por la tierra constituye el punto culminante del
incógnito, ¿por dónde -se pregunta Lukács- va a saber la subjetividad religiosa
a quién y en qué actos o intenciones debe prestar acatamiento?”. La
incognoscibilidad de la historia, su incapacidad para decidir algo acerca del
único hecho que para Kierkegaard verdaderamente importa, son, a los ojos del
marxista húngaro, enteramente solidarios con el repudio kierkegaardiano del
conocimiento objetivo y su necesidad de borrar toda huella de objetividad. Por
eso, dice él, el cristianismo kierkegaardiano no puede fijarse en una doctrina
que sea comunicable. Confinado en el abismo mental del individuo,
Kierkegaard rechazaría toda experiencia comunitaria.

Kierkegaard -concede Lukács- era subjetivamente honrado, pero su condición


de pensador burgués lo hizo incapaz de llevar a cabo una crítica correcta del
idealismo hegeliano, crítica que llegará a feliz término solo en “el desarrollo
materialista de este concepto a través de Marx, Engels, Lenin y Stalin”.

Subjetivismo extremo, solipsismo, negación del carácter racional de la historia y


negación de la historia misma, borramiento de los lazos comunitarios son las
notas distintivas del irracionalismo que Lukács atribuye a Kierkegaard.

La comunicación de poder
74
No es casual que la recepción que hizo la izquierda marxista en la primera
mitad del siglo XX (de la cual Lukács es uno de los primeros y principales
exponentes, que inmediatamente inspiraría al joven Adorno) muestre una
radical incomprensión de todos los conceptos claves del pensamiento
kierkegaardiano: esta recepción no tiene en cuenta el planteo acerca de la
comunicación indirecta como comunicación de poder, diferenciada de la
comunicación directa como comunicación de saber; no presta atención a la
estrategia de los pseudónimos en el despliegue de la comunicación indirecta,
por lo que le atribuye erróneamente a Kierkegaard todas las proposiciones de
Víctor Eremita, Johannes de Silentio, Constantin Constantius, Johannes
Climacus, y Vigilius Haufniensis –autores respectivamente de O lo uno o lo
otro, Temor y temblor, La repetición, Migajas filosóficas y el Postcriptum y El
concepto de angustia; cita indistintamente el diario personal, las obras
pseudónimas y las firmadas por su propio nombre para armar un remedo de
sistema kierkegaardiano que desbarata la meditada arquitectura que
Kierkegaard quiso dar al conjunto de su obra; esquiva cuidadosamente el difícil
y decisivo concepto de recuperación (Gjentagelse), acuñado como alternativa a
la mediación hegeliana; y confunde constantemente la posición del singular
(Enkelte) con la de un individuo aislado en su subjetividad; desdibuja la noción
kierkegaardiana de contemporaneidad como rasgo distintivo de la verdad y le
atribuye una negación abstracta de la historia, negación encerrada en una
eternidad fantasmagórica que confunde con un idealismo tosco, ajeno a la
potencia práctica que la contemporaneidad tiene en Kierkegaard.

Todo esto permite configurar un Kierkegaard al alcance de sus cazadores:


reaccionario, individualista extremo, renegador de toda posibilidad de
encuentro entre humanos, preocupado por el interés egoísta de la salvación
individual, irracionalista, defensor de valores aristocráticos que exaltan a los
individuos “elegidos” frente a la degradación de la “multitud”. Es decir: un
concentrado de todo lo que el pensamiento progresista repudia. Para reducirlo
a una versión rancia del idealismo metafísico hace falta desconocer
precisamente sus aportes más originales.

75
Esta reducción de las posiciones kierkegaardianas se hace a partir de una
naturalización del concepto del poder, de la historia, de la posibilidad de
conocer la historia científicamente y de la posibilidad de obrar para hacer
avanzar la historia hacia una creciente racionalidad, como si todos estos
conceptos fueran comprensibles por sí mismos y sólo hubiera que optar por
ponerse al servicio de las fuerzas progresivas u oponerse irracionalmente a
ellas. Lo que queda afuera de estos discursos que reducen el pensamiento a
nociones políticas acríticas es una auténtica interrogación por la naturaleza del
poder y un escandaloso olvido por el propio poder encarnado en el discurso
que se ejerce. Porque si siempre y en todos los casos se trata de una lucha por
el poder, ¿cuál es el poder que se pone en juego al enunciar estas teorías
políticas? ¿Qué poder se ejerce, cómo aparece y qué es lo que queda oculto
cada vez que se habla teóricamente en nombre del progreso, de la historia y la
sociedad, de la racionalidad y del conocimiento objetivo, cada vez que se toma
a Kierkegaard o a cualquier otro como objetos clasificables en la cuadrícula de
las fuerzas políticas? Al decir, por ejemplo, que Kierkegaard es individualista,
burgués, reaccionario: ¿desde qué posición autoerigida en árbitro de la
racionalidad se puede hacer accesible la validez de semejante juicio? ¿Un
discurso se pone del lado del progreso siempre que denuncie a otro como
reaccionario y por el sólo hecho de denunciarlo? ¿Cómo procesa ese juicio su
propio poder? ¿O sólo puede enjuiciarse el poder del discurso de otro?

Kierkegaard no realiza lo que para Lukács había que realizar: la inversión de la


tendencia idealista del sistema hegeliano. En una obra temprana de
Kierkegaard, Johannes Climacus, o De omnibus dubitandum est, sólo
publicada póstumamente, el narrador de la misma parece anticiparse a
responder negativamente al reclamo de Lukács:

“A quien suponga que la filosofía jamás ha estado tan cerca como ahora de
resolver su problema (de explicar todos los secretos) puede que le parezca
raro, rebuscado y hasta ofensivo que yo elija la forma narrativa, en vez de dar
una mano, dentro de mis humildes posibilidades, poniendo la piedra que
concluya el sistema. Por otro lado, aquel que se haya convencido de que la
filosofía nunca ha estado tan fuera de su centro como ahora, tan confundida
pese a todas sus determinaciones (...), a ese le parecerá correcto que yo trate,

76
aun por medio de la forma, de contrarrestar la detestable falsedad de la
filosofía moderna (Johannes Climacus o De omnibus dubitandum est, Serpent’s
Tail, London)”.

Escrito probablemente en el invierno de 1842/1843, este texto elige la forma


narrativa frente al discurso sistemático y hace hablar en primera persona a
Johannes Climacus, que años después se constituirá en uno de sus principales
pseudónimos de Kierkegaard, el autor de Migajas filosóficas y del Postcriptum.
Hay que remarcar la temprana decisión de Kierkegaard de poner en marcha,
por medio de la forma narrativa, el dispositivo de la comunicación indirecta.
Esta audacia formal contra la voluntad de sistema, en medio del predominio
hegeliano, equivalía a quedarse fuera del paradigma dominante en su época y
en su medio cultural.

Ya en la forma discursiva que se usa para comunicar se juega el poder de la


intervención de un pensador sobre la realidad. Hay un rigor en la entonación
(Stemning) que se adopta para comunicar. Hay que pensar en la escritura
como acto de enunciación, en sus posibilidades y límites. Hay que romper con
la ilusión de que todo puede decirse. Hay que denunciar la posición del que
escribe desde una simulada neutralidad que borra las huellas de la
enunciación. Hay que pensar en el lector, dirigirse personalmente a cada uno
que pueda leer, apelar al ser posible, es decir, al poder del lector, que nunca es
un mero “receptáculo” de un saber trasmitido. Hay que abrir con la escritura
una brecha de silencio en la cual el lector pueda instalarse para decidir él
mismo lo que le concierne como lector.

Vuelvo a las preguntas del comienzo: ¿quién habla en los textos filosóficos y
desde dónde lo hace? ¿qué puede hacer el que lee con la comunicación que
se le dirige? Con Kierkegaard, la filosofía abandona toda ingenuidad sobre la
práctica de la escritura y del decir teórico, porque el danés escribe pensando,
piensa escribiendo; y supone que lo mismo puede hacer el lector: leer
pensando y pensar leyendo.

La escritura kierkegaardiana no re-presenta, no refleja ni reproduce una


verdad, sino que la pone en acto en el propio texto. La verdad que vive en la
escritura tiene el ser de la posibilidad. No puede decirse mejor que como lo

77
hace el propio Kierkegaard, cuando distingue la comunicación directa como
“comunicación de saber” de la comunicación indirecta como “comunicación de
poder”. En la comunicación de saber, impersonal y objetiva, con pretensión
científica, “no actúo lo que expongo, no soy lo que digo, no doy a la verdad
expuesta la forma más verdadera de ser existencialmente lo que digo: yo
solamente hablo de ella”.[S. Kierkegaard, La dialéctica de la comunicación ética
y ético-religiosa, Pap., VIII B2 89]. En la comunicación de saber se borra el ser
del que escribe y del que lee en favor del predominio del objeto acerca del cual
se habla. Y se escabulle el ser mismo de la escritura. No se deja ser al texto lo
que siempre es: posibilidad. Esta es la clave de la comunicación indirecta:
Kierkegaard la denomina “comunicación de poder”. Hace falta recordar lo que
ya dicho: en Mi punto de vista Kierkegaard expone su estrategia de escritor
destinada a instalar decisivamente la cuestión de la verdad en una comunidad
que él supone presa de la ilusión. ¿Cómo se instala lo decisivo? ¿Cómo
dirigirse al que se aferra al engaño? ¿Cómo escribirles a los que están
consolidados en la ilusión? Estas preguntas exceden el propósito particular de
Kierkegaard, el problema que él identifica como el principal de su obra: cómo
llegar a ser cristiano. Uno puede sentirse concernido por este problema o no.
Pero los estudios académico-filosóficos se mostraron ineptos para pensar en el
poder del discurso o se entregaron a pensarlo sólo teóricamente, como si la
filosofía estuviera condenada de antemano al discurso teórico, a la
comunicación de saber.

Con dictaminar que Kierkegaard fue políticamente esto o aquello, con


transformarlo en un objeto de nuestro presunto saber, con hacerlo ingresar en
una cuadrícula, con todo eso seguramente no le hacemos ningún favor al
pensamiento ni a la política; ni a Kierkegaard ni a nosotros mismos. Lo que un
pensador puede darnos es la oportunidad de pensar con él y, más que nada, la
de pensarnos. Si hablamos de política, hay toda una política en esto de dar por
buenas nuestras nociones comunes para juzgar la posición de otro; hay toda
una política en sustraer nuestra propia posición cuando teorizamos o juzgamos
la política de un pensador. Corremos el riesgo de olvidarnos de que, en estas
ocasiones, lo que decimos acerca de las derivaciones políticas del
pensamiento kierkegaardiano termina por alcanzarnos indefectiblemente: más

78
que la posición política de Kierkegaard, lo que aquí se hace patente es nuestra
propia política. Ser autor, profesor, sacerdote, juez, periodista, político o
politólogo, dirigir un mensaje a los contemporáneos, son ejercitaciones del
poder de la comunicación. Kierkegaard no es un teórico del poder en sentido
clásico; sin embargo, muy pocos autores antes que él pusieron en cuestión la
praxis de la escritura como una posición de la existencia y una interpelación a
la comunidad. Ninguno antes que él cuestionó en acto su propia autoridad. Y
debe haber pocos autores que hayan planteado con más agudeza y
originalidad el vínculo que liga a un escritor con sus lectores, es decir: con
nosotros. Es como si Kierkegaard estuviera preguntándome todo el tiempo:
lector, ¿qué haces al leerme?

La doble acepción de “poder”

Es preciso reparar en la doble acepción con que en castellano usamos la


palabra “poder”. Por un lado, la pensamos como una praxis de dominio, de
fuerza, de dirección que se impone sobre la realidad o sobre nuestros
semejantes. Por otro, también puede ser pensada como “posibilidad”. En esta
acepción, se la suele confinar al campo de la lógica: lo posible es siempre
degradado a lo “meramente posible”, opuesto a lo lógicamente imposible por
contradictorio, distinto e inferior a lo real y efectivo y casi un vapor de nada ante
el poder ineludible de lo necesario. Por lo general, no se nos ocurre que en
nuestra lengua las dos acepciones de “poder” estén indicando una conexión
interna. Ya dije que uno de los más originales aportes de Kierkegaard a la
filosofía es su máximo esfuerzo por pensar el ser como posibilidad. El ser
humano como ser posible: no un despliegue imaginario de las cosas que
“podríamos” ser, sino la singularidad de cada persona como su posibilidad
única e intransferible, con la temporalidad propia del instante y no de la Historia
Universal. Si yo me pienso en la Historia Universal soy casi nada, apenas un
extra de una película con un reparto multitudinario. Si yo me pienso en el
instante, mi ser es posibilidad y el peso de mi decisión es infinito. Contra
quienes pretenden reducir el singular a un mero individuo encerrado en su
79
abismo mental, la singularidad no puede ser separada de su posibilidad
intransferible y ésta de su dimensión temporal: el instante; de su posibilidad
más propia: la recuperación, a través del amor al otro.

En la posibilidad radica la angustia de ser; el riesgo y la esperanza del ser. El


captarse como posibilidad es una experiencia inconmensurable, porque nos
sitúa en el instante, no como un punto de cruce de fuerzas histórico sociales, ni
como ejemplar de una especie, ni como “caso”, sino como una singularidad
irrepetible, irremplazable, decisiva. No como instancia relativa de un desarrollo
que empezó antes y seguirá después, en el drama de la Historia Universal. No:
como soledad radical, con la que algo empieza y con la que algo termina
definitivamente; en lenguaje kierkegaardiano: empieza y termina eternamente.
Esta manera de hablar nos resulta excéntrica en el contexto actual, cuando
llegamos a convencernos de la irrebasabilidad de nuestro ser histórico-social,
en el que lo natural es verse a sí mismo como un punto en un cuadro general.
Pensarse como posibilidad y no como un mero caso es pensarse como poder:
como poder ser. Por eso, Kierkegaard nos brinda la posibilidad de repensar el
poder en otros términos que los del pensamiento político clásico: no como
instauración de un estado, no como dominio ni como voluntad de poder, no
como técnica ni como imposición sobre la naturaleza y gobierno de los otros,
sino como posibilidad arraigada en el ser cada cual un yo; o mejor: en llegar a
serlo. Además Kierkegaard proyectó su propia escritura en correspondencia
con esta posición. Es decir: puso en juego su pensamiento acerca de la
singularidad, del instante, de la comunicación de poder y de la recuperación en
su propia obra. Si la cuestión clave de su filosofía es cómo llegar a ser singular,
la respuesta que dio prácticamente está en su escritura.

El amor al prójimo

“Supongamos entonces que un escritor religioso ha considerado


profundamente esta ilusión, la Cristiandad, y ha resuelto atacarla con todo el
poder a su disposición (con la ayuda de Dios, quede bien sentado), ¿qué tiene

80
que hacer, pues? Ante todo no impacientarse. Si se impacienta, arremeterá
contra ella y no logrará nada. Un ataque directo sólo contribuye a fortalecer a
una persona en su ilusión y al mismo tiempo la amarga. Pocas cosas requieren
un trato tan cuidadoso como una ilusión, si es que uno quiere disiparla. Si algo
obliga a la futura presa a oponer su voluntad, todo está perdido. Y esto es lo
que logra un ataque directo, y además implica la presunción de requerir a un
hombre que haga a otra persona, o en su presencia, una concesión que puede
hacer mucho más provechosamente a sí mismo en privado. Eso es lo que logra
el método indirecto, el cual, amando y sirviendo la verdad, lo arregla todo
dialécticamente para la futura presa, y luego se retira tímidamente (porque el
amor es siempre tímido), para no presenciar el reconocimiento que él se hace a
sí mismo, a solas frente Dios, de que ha vivido hasta entonces en una ilusión.”
[Mi punto de vista]

La extensión de la cita está justificada porque en este párrafo se muestra como


nunca la articulación que hace Kierkegaard entre su misión de escritor en
relación con los lectores, el método de la comunicación indirecta, su noción del
rol del escritor en una comunidad, su concepción de la verdad como algo que
concierne a cada singular y, notoriamente, su apuesta por una praxis de amor
al prójimo. ¿Podemos hablar entonces de una praxis kierkegaardiana? Él no se
propuso “describir el mundo”, sino tocar a cada lector suyo para moverlo. No
declaró querer transformar la realidad, sino que quiso hacer que la experiencia
de lectura de sus obras no pueda dejar al lector quieto. Lo pensó como una
tarea amorosa.

En Las obras del amor, que Kierkegaard firmó con su propio nombre, desarrolla
un extenso análisis sobre el mandato cristiano de amar al prójimo, el ya citado
mandamiento principal: "Ama al prójimo como a ti mismo”. Una de las frases
más repetidas y menos comprendidas en dos mil años de civilización occidental
y cristiana -lo que él denominó la cristiandad- es desplegada en su libro a
través de centenares de páginas en las que se detiene a analizar
minuciosamente cada mínimo matiz de la expresión: el amor, el prójimo, el sí
mismo, el hacer del amor a sí mismo una medida para amar al prójimo y,
recíprocamente, el de amarse a sí mismo no con amor egoísta, sino como se
ama a un prójimo. La pregunta por las obras del amor -es decir: por la

81
dimensión práctica que conlleva, por “los frutos” por los cuales se reconocerá al
amor- cuestionan las nociones asentadas por siglos, lo que el sentido común
terminó por cristalizar como una versión banal del amor predicado por Cristo en
los Evangelios.

Lo que hace Kierkegaard en este texto decisivo es desmontar el discurso


amoroso tradicional, hacerlo estallar en sus numerosas y problemáticas
connotaciones, volver a leer el texto original, el mandamiento del amor, para
recuperar la experiencia que, bien comprendida, puede dar lugar a un
escándalo. Para eso hay que precaverse por los posibles desvíos e
incomprensiones que el mandato del amor al prójimo sufrió en siglos de rutina
eclesiástica y moralismo. Amar al prójimo, recuerda Kierkegaard que dice el
Evangelio, no es simplemente amar al semejante, no es amar a los nuestros
porque son nuestros, es decir, porque nos pertenecen. Amar al prójimo no es
amar a una persona por sus excelencias, por sus virtudes o por el bien que nos
hace, porque si la amamos de esa manera, la amamos en función de un interés
egoísta. Amar al prójimo no es preferir a uno por determinadas cualidades, las
que nos convienen; eso es tan sólo amor de preferencia y ese amor de
preferencia, fundado en el egoísmo, frecuentemente se convierte en odio ni
bien el prójimo deja de satisfacer nuestras conveniencias.

El amor al prójimo, a diferencia del amor de preferencia, no se determina por el


objeto amado, es decir, mientras el objeto de nuestro amor sea así o asá,
porque nos haga bien o nos dé placer. Al prójimo se lo ama por amor y por
nada más:

“El simple amor se determina por su objeto, la amistad se determina por su


objeto, sólo el amor al prójimo se determina por el amor mismo. La razón de
esto radica en el hecho de que el prójimo es cada humano, absolutamente
cada humano, de suerte que todas las diferencias quedan eliminadas del objeto
y por eso cabalmente es reconocido este amor en cuanto su objeto no admite
ninguna determinación aproximativa por parte de las diferencias, o dicho con
otras palabras: que este amor solamente se reconoce por el amor. ¿No es esta
la más alta perfección? Pues cuando el amor puede y tiene que reconocerse
por alguna otra cosa distinta, entonces esta otra cosa representa en la misma

82
relación como una sospecha contra el amor, como si este no fuese lo
suficientemente abarcador, y en consecuencia, no hubiese infinito en el sentido
de la eternidad; esa otra cosa representa para el amor mismo una cierta
predisposición enfermiza. Y, consiguientemente, en esa sospecha habita
escondida la angustia que hace que el amor y la amistad dependan de su
objeto, la angustia capaz de encender los celos, la angustia capaz de llevarnos
hasta la desesperación”. [Las obras del amor]

En este pasaje aparece la desesperación que produce el amor estético, tal


como ha sido planteado en La repetición, es decir, el amor amenazado por el
hastío, que puede derivar fácilmente en rutina y finalmente en odio cuando el
objeto amado, por las razones que fueran, ya no nos gusta. La clave para que
exista el amor al prójimo consiste en romper con el amor de preferencia. Este
último es un vínculo entre un amante y su objeto amado. Esa relación
establece un circuito que lo único que hace es alimentar un egoísmo recíproco:
nos amamos en tanto nos satisfacemos mutuamente. Es una relación entre
dos, y por lo tanto una relación especular, de reflejo, en el cual uno busca
anclar el amor en el otro y, por eso, su amor depende del otro, y el amor del
otro depende de uno. Un amor regido por el amado, que espera que el amado
dicte la ley del amor, es amor de finitud, es decir, un amor condicional e
infinitamente insatisfecho: por ello enciende la angustia, los celos y, en
definitiva, la desesperación. Esta acepción del amor de preferencia puede
remitirse sin demasiado forzamiento a la lucha a muerte de las autoconciencias
contrapuestas por el reconocimiento del otro, que deriva, como desarrolló
Hegel en la Fenomenología del espíritu, en una dialéctica del señor y el siervo.
El amor al prójimo es una cosa muy distinta.

¿Cómo se rompe el círculo de la preferencia y la desesperación? La clave está


en la instancia de un tercero que sea Otro, un des-semejante que rompe con
este juego de espejos. Este tercero es el amor mismo. Además del amante y
del amado está el amor. La relación del amante y el amado se ancla en el
amor. A la pregunta por quién es el Jesucristo de Kierkegaard no podemos
responder con una fórmula especulativa ni con un aserto teórico: la apertura
que plantea Las obras del amor es de índole práctica: el amor es el tercero que
quiebra el juego especular entre dos amantes que tan sólo se prefieren hasta

83
que se aburren, dejan de hacerlo y pasan a odiarse. El prójimo es el
insignificante, al que vas a amar no porque sea especial, sino porque es; es
decir: por amor.

El amor al prójimo no es amor al semejante, porque no se asienta en una


identificación. La identificación es el amor propio, el mecanismo por el cual
cada sujeto busca el reconocimiento del otro; el yo que necesita del otro para
reconocerse a sí mismo, que se ve a sí mismo en el espejo del otro. Esta
búsqueda del reflejo de un reflejo (de dos reflejos recíprocos) desencadena una
inquietud infinita que deriva fácilmente en odio. Lo que puede romper con ese
encierro es un otro, es decir: des-semejante de los amantes. El amar al prójimo
como a ti mismo viene a romper con el más conocido amor al semejante. Así
es como se plantea en el Evangelio. Cuando Cristo manda: ama al prójimo
como a ti mismo está citando un pasaje del Antiguo Testamento [Levítico, 19,
16-18]. Se lee:

“No andéis difamando entre los tuyos; no demandéis contra la vida de tu


prójimo. Yo Yaveh. No odiéis en tu corazón a tu hermano, pero corrige a tu
prójimo, para que no te cargues por pecado por su causa. No te vengarás ni
guardarás rencor contra los hijos de tu pueblo. Amarás a tu prójimo como a ti
mismo”.

En ese pasaje, el Antiguo Testamento parece referirse a una relación de


proximidad: “los tuyos”, “tu hermano”, “los hijos de tu pueblo”. Amar al
semejante, al amigo, al hermano, al que es como yo. ¿Esto implica que la
necesidad de amor se agota en los míos, los cercanos, los próximos? Se
trataría entonces de un amor de preferencia: prefiero a mi hermano antes que a
un desconocido, prefiero al hijo de mi pueblo antes que al extraño, a mi amigo
antes que a mi enemigo. Así el prójimo sería solo el próximo y el parecido a mí.

Pero unos renglones más abajo el Antiguo Testamento dice:

“Cuando un forastero resida junto a ti, en vuestra tierra, no lo molestéis. Al


forastero que reside junto a vosotros, le miraréis como a uno de vuestro pueblo
y lo amarás como a ti mismo, pues forasteros fuisteis vosotros en la tierra de
Egipto”.

84
Ahora se trata de amar al forastero como a uno de los tuyos. Uno podría
entender que esa obligación radica en que el forastero ahora “reside junto a
vosotros”, es decir, que se volvió un vecino y en razón de esa vecindad está
cerca y por eso se lo debe amar. Sin embargo, el motivo que alega Yaveh es
que “forasteros fuisteis vosotros en la tierra de Egipto”. Es decir: que la razón
para amarlo no sería exactamente la cercanía en que se encuentra el forastero,
sino el hecho de que forasteros somos todos.

En el Nuevo Testamento estas relaciones de proximidad y lejanía se alteran de


una manera paradójica y escandalosa. Se transfiguran. Jesús vuelve sobre
esas antiguas palabras pero trastorna los significados lineales de proximidad y
lejanía, introduce la ajenidad entre los que se encuentran cerca, la extrañeza
entre los conocidos, la discordia entre los parientes y el amor entre los
enemigos. ¿Niega de esta manera lo que decían las escrituras antiguas? Más
bien diría que hace estallar, mediante el uso de paradojas, el sentido habitual
de estas palabras:

“No penséis que he venido a traer paz a la tierra. No he venido a traer paz, sino
espada. Sí, he venido a enfrentar el hombre con su padre, a la hija con su
madre, a la nuera con su suegra; y enemigos de cada cual serán los que
conviven con él”. [Mateo 10, 34-36]

El cercano, el hermano, el próximo se vuelven de pronto enemigos. Hay un


pasaje que constituye la ruptura radical con el amor de preferencia:

“Habéis oído que se dijo: Amarás a tu prójimo y odiarás a tu enemigo. Pues yo


os digo: Amad a vuestros enemigos y rogad por los que os persigan para que
seáis hijos de vuestro Padre celestial que hace salir su sol sobre malos y
buenos y llover sobre justos e injustos. Porque si amáis a los que os aman,
¿qué recompensa vais a tener? ¿No hacen eso mismo también los publicanos?
¿Y si no saludáis más que a vuestros hermanos, qué hacéis de particular? ¿No
hacen eso mismo los gentiles?”. [Mateo 5, 43-47]

La piedra de toque de cualquier amor fundado en las ventajas comparativas del


objeto amado o el bien que el amado pueda hacernos está en el mandato de
amar al enemigo, es decir, a aquel cuya presencia no me representa ninguna

85
ventaja interesada, al que amo solo porque es mi prójimo aunque sea mi
enemigo. En esta figura del enemigo amado está cifrado una vez más el
problema ya planteado en Ejercitación del cristianismo: ¿por qué razones
habría que amar a Jesús? ¿porque es elocuente, porque hace milagros?
Anticlimacus dice que Cristo es el incógnito, el hombre insignificante, que no
tiene ningún atributo exterior por el cual pueda ser reconocido como el amor. Y
sin embargo este prójimo es el amor. No hay manera de reconocerlo sino
amándolo. No se trata de ningún reconocimiento por el cual “yo me doy cuenta
de lo que vos sos y entonces te amo”. El acto de amor invierte la condición: el
amor hay que ponerlo antes. Si lo amás, entonces aparece el prójimo. El amor
precede al amante y al amado.

El análisis de la experiencia amorosa encuentra en Las obras del amor un


despliegue y una riqueza que no se pueden suplir por una breve síntesis. Pero
se hace evidente que esta problemática es un punto de confluencia de toda la
obra kierkegaardiana. No es que este libro resuelva todos los dilemas que en el
resto de la obra de Kierkegaard quedan como asuntos pendientes, porque el
amor al prójimo no alcanzaría la densidad que presenta aquí si no fuera porque
en las llamadas obras estéticas el autor exploró el callejón sin salida de la
angustia ante la nada, la finitud, el enamoramiento, el tedio, las reglas
comunitarias, el egoísmo, la desesperación y la percepción del sinsentido de la
existencia. No es para anular esta problemática de la finitud que se apela a una
sencilla fórmula del amor. La obra kierkegaardiana despliega todo el repertorio
de los motivos por los cuales hay que desesperarse y deja en manos de cada
lector la posibilidad de encontrar una puerta que está abierta sólo para él o que
se cerrará para siempre.

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