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LA GUAINA La mujer hizo una sefia, y el conductor detuvo su vehiculo.Era una mujer humilde, de muchos afios pero no vieja; al menos, no lo pare- cia. No quiso subir al lado, por timidez o por respeto: se ubicé en el asiento trasero. Cumplido el trecho que deseaba cubrir, la mujer descendid. —éCuadnto debo? —pregunto. —Nada, sefiora —le contesté el hombre, con amabilidad. —Que encuentre una linda guaina para vo’ —dijo la mujer, en el colmo de su gratitud. Lo dijo con marcada entonacién regional, signo de cordialidad entre la gente humilde. —Gracias. Pero ya no estoy para eso... —Esta patron. El conductor se sintid, a su vez, agradecido. Y confortado. Ha- bia doblado algunas curvas de la vida, como suele decirse; pero atin da- ba para mas. iVaya si daba! V Fon La mujer, como si leyera su pensamiento, expres6: —Espere. —Y abriendo rapidamente el bolso que portaba, ex- trajo tres piedritas de diferente forma y color, las que puso delicada- mente en la mano del hombre. —Ah, una simpatia... —dijo éste. Por toda respuesta, la mujer preciso: —Pare en el segundo puente, y eche abajo. Mi’mo a un tiempo las tre’. El hombre apreto el purio, sonrié y se dispuso a reemprender el viaje. Antes de que arrancara, ella insitié, a modo de advertencia: —En el segundo, patroncito. Era la siesta. La ruta se vefa desierta, pese a que la jornada transcurria serena y apacible. Cruzé uno de los puentes, el primero des- de el punto en que descendiera la mujer. Lo cruzé a velocidad conside- rable. “En pocos minutos estaré sobre el segundo”, se dijo. Seguirfa de largo, no pensaba hacerle el juego a “la payesera” (éPor qué se le ha- bia ocurrido imaginarla payesera? éPor las tres piedritas? “Por todo Al —cavild—, hasta por el aspecto”). Avist6 el segundo puente. Sin proponérselo, disminuyé el rit- mo de marcha. Se detuvo sobre la explanada de cemento. No esperaba, por supuesto, encontrar alli ninguna guaina; pero nada perdia con arro- jar las piedritas hacia abajo. En alguna parte tenia que tirarlas; no ibaa seguir Ilevandolas en el purio. Abrio del todo la ventanilla y arrojé con fuerza las tres piedri- tas al espacio. Accioné la Ilave de arranque y, con ese movimiento pre- cautorio de los conductores, miré hacia atras y a los costados, antes de reiniciar la marcha.Fue entonces cuando advirtié la sombra de una per- sona. La guaina estaba alli, junto a la barandilla del puente, esplen- dorosa bajo el sol de la siesta. El pelo suelto, tersa la faz, con una leve sonrisa en los labios. Vestia con esa sencillez propia de las mujeres de la colonia. El hombre se inclind hacia su derecha, por sobre el asiento, y le franqued la portezuela, La chica ascendio al auto, despreocupada- mente, como algo natural. Se ubicé cerca del hombre, muy cerca... Este suspiré, se aferré al volante, y en pocos segundos el vehiculo se despla- 6 por la ruta a velocidad creciente. Alguien que |legd en ese momento (éo estaba alli?), vio como el hombre y la guaina, abrazados, se perdfan a la distancia, en un auto que corria velozmente y sin control. 42

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