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La fe sobrenatural en Dios

1. Respuesta del hombre al Dios que se revela

Si la revelación es el movimiento comunicativo que parte de Dios mismo, ante el cual al


hombre que la recibe, le cabe, en primera instancia, escuchar, ver y reconocer, la fe es el segundo
momento de esta comunicación y diálogo. Es una respuesta al Dios que se revela. Supone, por
tanto, un movimiento inverso. El hombre va hacia Dios. Por la fe “con todo su ser, el hombre da su
asentimiento a Dios que se revela” (CIC 143).
El movimiento de retorno-respuesta a Dios a través de la fe supone que el hombre es capaz
de entrar en comunión con Dios. “La razón más alta de la dignidad humana consiste en la vocación
del hombre a la unión con Dios” (GS 19)1. Esto es así, por que el hombre, como ser espiritual, está
esencialmente abierto a toda revelación de Dios.
El ámbito en donde esta revelación acontece es la Palabra y la historia. La historia no es el
lugar donde acontecen las cosas según y simplemente leyes naturales. Pues la historia es una
realidad, que sólo es tal, en cuanto supone una toma de conciencia de los acontecimientos y su
significado existencial para el hombre mismo:
“El tiempo no se mide solo cronológicamente, tal como señala el símbolo griego del dios Kronos, con su brutal
costumbre de comerse a sus propios hijos, indicando con notable intuición mitológica la capacidad devoradora,
erosionadora, desgastante del paso del tiempo. Para la experiencia cristiana, el tiempo es kairos; es el tiempo
oportuno, el tiempo de la salvación, tiempo visitado, el acontecimiento habitado, la presencia que divide. Es el
tiempo en el que Dios interviene” 2.

La revelación de Dios mismo que la realiza de manera libre, supone y exige, por su misma
naturaleza, la respuesta libre del hombre. La historia personal en cuanto fruto de la acción libre, por
tanto, es un primer ámbito para reconocer a Dios que se manifiesta y espera una respuesta. Más aún,
la historia misma, en cuanto contexto de la acción y manifestación de Dios, supone en la respuesta
de fe, un compromiso con ella. Esta respuesta es posible por la indecible originalidad del
cristianismo con respecto de otras religiones, en donde es posible encontrar a Dios mismo en el
mundo y en la historia, aún cuanto no sea parte ni se confunda con él. Esta inmediatez va a estar
mediada, pues la acción de Dios se realiza a través de lo que clásicamente se llama, causas segundas,
y lo hace en cuanto fundamento de toda causa, y no como un eslabón más en la cadena causal de la
realidad. A través de aquella cadena de causas, Dios se revela como el fundamento de las mismas.
“Pero él mismo no puede ser hallado inmediatamente como totalidad. Pues, en efecto, el fundamento no aparece
dentro de lo fundado, si es realmente el fundamento radical, o sea, el divino, y no sólo una función en una red
de funciones… Por eso, una intervención especial de Dios sólo puede entenderse como concreción histórica de
la autocomunicación trascedental de Dios”3.

Esta intervención de Dios en la historia, es reveladora de su accionar, solo y en tanto es


recibida y valorada como tal. Esta valoración de sentido es la fe, en tanto que surge y supone una
intersubjetividad entre Dios y la persona. Comunión lograda y posibilitada por el mismo Dios en
Cristo.

1
CONCILIO VATICANO II, Constitución pastoral de la Iglesia en el mundo actual. Gaudium et Spes, BAC, Madrid, 1966.
Aquí y en adelante GS.
2
GONZALEZ, M., “La Buena Nueva y las ‘cosas nuevas’. Caminos de interpretación de la nueva evangelización, en
FERRARA, R. – GALLI, C., Memoria, presencia y profecía. Celebrar a Jesucristo en el tercer milenio, Paulinas, Buenos
Aires, 2000, 183-184.
3
RAHNER, K., Curso fundamental sobre la fe. Introducción al concepto de cristianismo, Herder, Barcelona, 1979, 112-
113.
2
Por otro lado, esta revelación en la historia acontece en la palabra. La palabra humana es
capaz de manifestar y decir lo divino, aunque en forma negativa, a partir de experiencias humanas e
intramundanas y cotidianas. La palabra representa, a modo de signo, a aquel que no se muestra en su
ser en sí, salvo en el acontecimiento de Jesucristo en la historia pasada del hombre. Por ello toda
palabra sobre Dios le revela en tanto que remite a La Palabra (Jesucristo). La fe se convierte, de esta
manera en una escucha y respuesta a esta Palabra.
Esta audición de la palabra de Dios en la revelación debe ser existencial y existencialista para
que pueda llamarse fe:
“Existencial, es decir, debe entenderse a sí misma, percibiendo su dónde y su adónde, desde la sabiduría de
Dios. ‘Cuando… Dios habla, toda la realidad que nos atañe aparece, a través de esta palabra, bajo un nuevo
lenguaje. La palabra de Dios no expresa algo así como un Dios aislado. Esta palabra no es una luz, por así
decirlo, lanza sus rayos sobre Dios, sino que ilumina desde Dios y aclara el lugar de nuestra existencia’ (G.
Ebeling). Existencialista porque soy afectado por la palabra de Dios, soy comprometido por ella. Se trata de
mí, insustituiblemente. Se trata del sentido y la salvación de mi existencia. Conocerlo de un modo neutral no es
una postura adecuada”4.

En síntesis, la fe es una respuesta libre de sentido de la existencia misma, acontecida como


fruto de una libre y eventual comunicación, manifestación y revelación de Dios.

2. Posibilidad existencial de la fe

2.1. El riesgo de la experiencia de fe

El hombre “cuanto más conoce la realidad y el mundo y más se conoce a sí mismo en su


unicidad, le resulta más urgente el interrogante sobre el sentido de las cosas y sobre la propia
existencia” (FR 1). En el contexto del interrogarse sobre la propia existencia, la fe se presenta como
un camino, una salida, un modo de hacer frente a los interrogantes más profundos de la vida humana
y cotidiana. Pero igual posibilidad esta en la no fe o lo que llamamos increencia. Ambas son
opciones de vida que cada uno ha de hacer frente.
Estas opciones suponen siempre, en el existir humano y concreto, la duda5. Nadie puede
sustraerse totalmente a la duda o a la fe (confianza segura en la trascendencia). Pues la fe,
existencialmente hablando, no ofrece seguridades contingentes o ventajas en la vida ante el no
creyente, y viceversa. Pues el que no cree, al menos en una opción seriamente asumida, puede
sentirse seguro de su incredulidad, pero siempre le atormentara la sospecha de que “quizá sea
verdad” la opción contraria. Es ley fundamental del destino humano encontrar lo decisivo de su
existencia en la perpetua rivalidad ante la duda y la fe, entre la contradicción y la certidumbre:
“el creyente sólo puede realizar su fe en el océano de la nada, de la impugnación de lo problemático; el océano
de la inseguridad es el único lugar donde puede recibir la fe; pero no pensemos que el no-creyente es el que, sin
problema alguno, carece de fe… el creyente no vive sin problemática alguna, sino que siempre está amenazado
por la caída en la nada. Pero los destinos de los hombres se entrelazan: tampoco el no-creyente vive dentro de
una existencia cerrada en sí misma, ya que incluso a aquel que se comporta como positivista puro, a aquel que
ha vencido la tentación e incitación de lo sobrenatural y que ahora vive en conciencia directa, siempre le
acuciará la misteriosa inseguridad de si el positivismo tenga siempre la última palabra. Como el creyente se
esfuerza siempre por no tragar el agua salada de la duda que el océano continuamente le lleva a la boca, así el
no-creyente duda siempre de su incredulidad, de la real totalidad del mundo en la que él cree. La separación de

4
TRÜTSCH, J. – PFAMMATTER, J., “La respuesta del hombre a la acción y a la palabra reveladora de Dios”, en AA.VV.
Misterium Salutis. Manual de teología como historia de la salvación, Cristiandad, Madrid, 1969, T I-II, 881.
5
Cabe aclarar que aquí no nos referimos a la duda que procede de la incredulidad o la negación obstinada de la fe, sino
de aquella que procede ante la presunción temeraria de saberse justificado o salvado. En tal sentido el Concilio de Trento
afirma: “Nadie, tampoco, mientras vive en esta mortalidad, debe hasta tal punto presumir del oculto misterio de la divina
predestinación, que asiente como cierto hallarse indudablemente en el número de los predestinados…” (Dz 805).
3
lo que él ha considerado y explicado como un todo, no le dejará tranquilo. Siempre le acuciará la pregunta de su
fe no sea lo real. De la misma manera que el creyente se siente continuamente amenazado por la incredulidad,
que es para él su más seria tentación, así también la fe siempre será tentación para el no-creyente y amenaza
para su mundo al parecer cerrado para siempre. En una palabra: nadie puede sustraerse al dilema del ser
humano. Quien quiera escapar de la incertidumbre de la fe, caerá en la incertidumbre de la incredulidad que no
puede negar de manera definitiva que la fe sea verdad. Sólo al rechazar la fe se da uno cuenta de que es
irrechazable”6.

Siempre que una persona no se oculte a sí mismo la verdad de su ser y busque el sentido de
su existencia, tanto la respuesta creyente como la contraria, participaran del beneficio de la duda y
de la fe. Pues para el creyente, la fe estará presente a pesar de la duda, y para el no creyente
mediante la duda o en forma de duda se hará presente la fe, pues ella supone una cuota o magnitud
de incertidumbre. En definitiva algo los une.
Digámoslo una vez más, la fe en cuanto respuesta a Dios que se revela, inclusive en lo
cotidiano de la vivencia religiosa, y en cuanto elección de vida a través de la cual pretende dar
respuesta a los grandes interrogantes de la vida, es solo, y de allí su grandeza, una opción de riesgo
de igual dimensión que la opción contraria. Quien quiera evitar correr ese riego concientemente en
la elección libre, simplemente evita el enfrentarse temáticamente a él, pero no logrará evitar vivir la
vida en una u otra dirección, y el riesgo seguirá estando allí presente.
En la vida real y concreta del hombre, esto no ha sido plenamente tenido en cuenta y ha
llevado, y aún sigue ocurriendo, al enfrentamiento y al choque de civilizaciones. Sin embargo,
cuando esta realidad de igualdad del hombre ante la duda y la fe, se toma con valentía y seriedad, la
duda es beneficiosa. Pues,
“la duda impide que ambos se cierren herméticamente en su yo y tiende al mismo tiempo un puente que los
comunica. Impide a ambos que se cierren en sí mismos: al creyente lo acerca al que duda y al que duda lo lleva
al creyente; para uno es participar en el destino del no-creyente; para el otro la duda es la forma en la que la fe,
a pesar de todo, subsiste en él como exigencia” 7.

Por tanto, la fe y la duda, y en concreto el creyente y el no creyente, si bien se pueden


distinguir, esta distinción no los separa, al contrario, los une. Y este es uno de los grandes retos de
la humanidad en la actualidad: la comunión. Comunión que supone no sólo relación entre mayorías
sino entre mayorías y minorías. Y esto si pensamos en concreto en el continente europeo en donde el
mundo creyente no es ya mayoría. Aunque no deba decirse lo mismo de la realidad
latinoamericana8.

2.2. El salto propio del riesgo de fe

Lo que anteriormente hemos expresado hace referencia al plano horizontal en el que se


encuentra el creyente junto al no creyente. Pero existe otro aspecto más, a través del cual la fe se
hace posible tanto para uno y otro. Esta se condensa en la actitud y palabra humana: creer.
Habitualmente el no creyente basa su actitud en la opción de que en su vida solo vale y tiene
existencia todo y solo aquello que es positivamente demostrable, verificable, sujeto a medición y a

6
RATZINGER, J., Introducción al cristianismo, Planeta DeAgostini, Madrid, 1995, 26-27.
7
Ibid., 28.
8
A partir de los datos del año 2006 que ofrece la oficina central de estadísticas de la Iglesia (Roma), en Europa los
catolicos dismuyen, a diferencia de Africa, Asia, Oceanía y América en donde el número de católicos aumenta. En
concreto desde 1978 al 2004 los católicos del mundo aumentaron aproximadamente en 342 millones (mas del 45 %),
aunque en relación con la evolución de la población mundiall disminuyeron un poco. En América el número de fieles
pasó 336 millones a cerca de 549, que significa un aumento del 49, 68 % en estos años. Pero comparando los datos este
continente con el resto, se consolida la posición de América como el continente en el que se encuentra casi la mitad de
los fieles católicos del mundo (Cfr. L 'Osservatore Romano. Edición en lengua expoñola, 23 de Junio de 2006, 9-10).
4
manejo. Esta actitud se cristaliza y hecha sus raíces en el positivismo. Y toda esta actitud de vida se
lleva adelante con el postulado de que solo vale y tiene existencia si la ciencia así lo dice, demuestra,
verifica, mide y domina. El creyente en este postulado, y en caso que realmente sea un hombre de
ciencia, sabe que esta realidad solo es admisible si se la mantiene en el plano de lo eidético. Pues, en
el plano de la existencia concreta, y en este caso en la existencia verificable, el científico sabe, y este
es su gran pesar y necesidad, que vive constantemente una cierta fe, ya que sabe que todo su saber
se apoya en creencias.
Esto mismo vale para aquel que basa toda su certeza y realidad en lo que propiamente
experimenta, y a partir de lo cual opta por denominarse no creyente en tanto que no cree en aquello
que no ha pasado por su experiencia. Sin embargo,
“apropiarse de la herencia social, cultural y religiosa de uno mismo es, en gran parte, un asunto que implica la
creencia. Ciertamente hay muchas cosas que uno descubre por si mismo, y que conoce simplemente en virtud
de la propia experiencia interna o externa, de las propias intelecciones y de los propios juicios de hecho y de
valor. Pero este género de conocimiento que el individuo adquiere por sí mismo, no es más que una pequeña
fracción de lo que cualquier hombre civilizado cree conocer. Su experiencia inmediata está colmada con un
enorme contexto constituido por las relaciones de la experiencia de otros hombres en otros lugares y tiempos.
Su comprensión se apoya, no solamente en su propia experiencia, sino también en la experiencia de otros. Su
desarrollo ciertamente debe poco a la originalidad personal y sí mucho al hecho de repetir en sí mismo los actos
de comprensión realizados anteriormente por otros. Pero sobre todo, su desarrollo se debe a los presupuestos
que ha asumido como ciertos, por el hecho de que son aceptados ordinariamente, y además porque no tiene ni el
tiempo, ni la inclinación, y quizás tampoco la habilidad para investigarlos por si mismo. Finalmente, los juicios
con los que da su asentimiento a verdades de hecho y de valor muy pocas veces dependen exclusivamente del
conocimiento inminente, generado en el interior del mismo individuo; porque dicho conocimiento no subsiste
por sí mismo en un compartimento separado, sino que existe en fusión simbólica con un contexto de creencias
mucho más amplio”9.

Por tanto, no conviene, con plena seriedad científica, oponer en su nombre, ciencia y
creencia, o fe y ciencia. Ya que ambas realidades tienen un punto en común. Esto solo suele ocurrir,
en opinión de los mismos científicos, cuando todavía se esta en los inicios de la formación
sapiencial a la que esta llamado todo hombre de ciencia por el solo hecho de ser un humano. Pero
conviene que esto ocurra, pues el proceso de búsqueda existencial exige muchas veces caminar por
la duda, o en la oscuridad de la fe. Ya que la luz solo se la reconoce cuando se anda en tinieblas y
los cerros y la serranía se la divisa al llegar a la cima. Aunque esto no sea una cuestión de
proporcionalidad directa, pues es Dios mismo, su gracia, el que actúa, mueve e inicia la fe
sobrenatural.
Como se ve todo ser humano tiene que creer de algún modo, y la creencia, en la vida diaria,
no desaparece de ninguno modo. Pero aquí llegamos al punto más álgido de la existencia, porque la
fe no es simple creencia, duda, o forma imperfecta del saber:
“la fe, en el sentido del credo, no es una imperfecta forma de saber, una opinión que el hombre puede o debe
remover con el saber factible. Es esencialmente una forma de actitud espiritual, que existe como propia y
autónoma junto al saber factible, pero que no se refiere ni se deduce de él. La fe no está subordinada a lo
factible ni a lo hecho, aunque con ambos tenga algo que ver, sino al campo de las grandes decisiones a cuya
responsabilidad no puede sustraerse el hombre”10.

La fe en sí misma, y de suyo la fe cristiana, supone un salto. La experiencia de la fe cristiana


supone arriesgarse. No solamente pararse frente al riesgo, sino lazarse. Pero un lanzarse confiado y
seguro. He aquí la gran paradoja de la fe. Pues, creer es permanecer firme confiadamente en el
fundamento que nos sostiene, Dios, y no porque yo lo haya hecho o examinado como ocurre frente
al resultado del conocimiento. En el conocimiento que surge de la medición y el cálculo, la creencia

9
LONERGAN, B., Método en teología, Sígueme, Salamanca, 1994, 46-47.
10
RATZINGER, J., Op. cit., 50.
5
y confianza no insegura, se realiza como el fruto de haber experimentado, medido y calculado, y
como base de todo avance en la investigación. En cambio, la fe no es conocer, y que aunque no se
cierre a la búsqueda humana de comprender, ella no surge del fruto del conocimiento que se puede
medir, es la orientación que precede al calcular.
“La metafísica cristiana… siempre ha dicho que Dios no es parte del mundo de lo experimentable, de lo
calculable… siempre ha sabido, por tanto que Dios no pertenece a la imagen del mundo como última hipótesis
conclusiva, sino que es su supuesto a priori del mundo y del conocimiento del mundo, que no pertenece al
mundo como un caso de su legalidad, sino que es su supuesto, el supuesto que el hombre no puede mirar
directamente con su razón, ni convertir en objeto inmediato de su conocimiento, el supuesto que solo conoce
indirectamente como lo infinito que remite el objeto finito… Como el mundo en cuanto totalidad… sólo habla
de Dios callando… ésta llamada al silencio puede pasar desapercibida y se puede creer que no se puede
encontrar a Dios, porque cuanto más se penetra en el mundo investigando, tanto más mundo se encuentra. [ Y
como sabemos] esta experiencia no es el origen del ateísmo, sino la experiencia de que el mundo no es Dios” 11.

La fe es siempre reacción del hombre a la acción primera e incalculable de Dios, y en tanto


esta respuesta es un riesgo, y como tal supone duda y oscuridad, en otro sentido es seguridad plena
en Dios, que es el fundamento invisible de lo visible, calculable y experimentable. Esto es lo que se
expresa en el sentido bíblico con la palabra creer:
“En la fe se trata, por consiguiente, de la certeza de la existencia sobre la base de una confianza en una fidelidad
y una firmeza dadas. Sin embargo, según las Escrituras, el hombre sólo puede encontrar un suelo firme bajo sus
pies si se funda en Dios... Por consiguiente,... creer significa fundar la existencia en Dios. Sólo en él puede
encontrar el hombre refugio y acogida. El es el único fundamento infalible, no para la vida particular de cada
uno sino para todo el pueblo”12.

La fe cristiana es un salto y una respuesta, como ya dijimos, a lo revelado. Según esto, la fe


cristiana es una opción en pro de lo recibido, y en el plano de lo existencial, a lo absolutamente dado
que supone toda vida humana. Así, la fe como la existencia misma es una respuesta a lo dado, a lo
transmitido en la fe. Por esto el requisito previo, a toda experiencia creyente, es la condición
existencial de provenir de otro. Desde esta perspectiva se comprende que la fe como respuesta, no es
una realidad extrínseca a la condición humana, aunque ella, la fe, suponga una opción consciente,
libre y responsable en concordancia con su condición creatural. Y este será su primer paso.
Para dar un paso más, hemos de tener presente que la fe cristiana es más que una opción a
favor del fundamento espiritual del mundo. No se trata de creer en algo, origen de todo lo existente,
y que yo me encuentro entre la multitud de seres que de él proceden. Esto es un dato al que se puede
llegar también con el ejercicio de la razón. La experiencia de fe supone creer en alguien y no
simplemente en algo. Concretamente, la fe es el fruto y la respuesta del encuentro con Jesucristo,
que es la presencia de lo eterno en el tiempo. Se trata del encuentro con Dios en la historia, y con el
Dios-Hombre que es Jesucristo. Encuentro y respuesta que se realiza de manera plena y única en el
seguimiento de su persona.

2.3. Experiencia de fe y honestidad intelectual

Cuando hablamos de honestidad intelectual, conviene precisar que hacemos referencia a la


dificultad que plantea la experiencia de fe al momento de conciliar los contenido y experiencia
creyente con el pensamiento científico, y en concreto con una imagen del mundo y del hombre que
surge a partir de los maestros de la sospecha.
Pero, ¿qué es honestidad intelectual?. La honestidad intelectual no se da allí donde el hombre
no toma partida en una opción libre de vida.

11
RAHNER, K., “¿Es la ciencia una confesión?”, en Escritos de Teología. T. III, Taurus, Madrid, 1961, 431-432.
12
KASPER, W., Introducción a la fe, Sígueme, Salamanca, 1982, 96.
6
“Existe el gran peligro de inclinarse a juzgar que el hombre intelectualmente honesto es el hombre
ascépticamente reservado, que no se compromete, que no toma decisión absoluta, que ciertamente lo examina
todo, pero nada acepta, que intenta evitar el error no entregándose definitivamente a nada, que por principio
falsea la debilidad de la indecisión presentándola como un escepticismo sin ilusiones. No, eso no es honestidad
intelectual”13.

En tal caso, podríamos decir que allí acontece una dificultad para una opción libre ante el
sentido de la existencia. Pues no existe una decisión absoluta, de fe o incredulidad, que se realice a
expensas de una toma de partida en la existencia desde la libertad misma. Pues el que se quiere
mantener escépticamente libre, el que no se compromete, el que no quiere aceptar de forma absoluta
una idea porque le horroriza el riesgo de equivocarse, ése no es libre e incurre en el peor de los des-
compromisos. Porque se vive solo una vez y allí se está realizando algo que es irreversible,
intentando, aunque no lo logre, des-comprometerse con su propia vida. Al intentar vivir sin decisión,
eso constituye una decisión. Pretende escapar sin escaparse.
Por tanto, plantearse la honestidad intelectual supone tomar partido, asumir el riesgo, y optar.
El creyente, en este sentido, ha de buscar constantemente responder las preguntas de la existencia a
su propia fe. Pues la fe no es algo irracional.
“Es verdad que existen interpretaciones no católicas de la fe que hacen de ella desde el primer momento algo
irracional, y la relegan en su contenido a un campo que desde el primer momento ha de ser excluido como
posible terreno de reflexión racional; teorías que entienden desde el primer momento la fe de tal manera, que
ésta, por ser esencialmente una vivencia absoluta irracional y una actitud irracional, nada tiene que ver con la
honestidad intelectual. Pero esa escapatoria tan fácil dentro de la concepción católica de la fe. La fe en cuanto
tal, entendida en su concepción católica, implica esencialmente en sí misma un elemento intelectual... La fe ni
quiere ni puede escindir como una especie de esquizofrenia la unidad lógica y existencial de la conciencia. La
concepción absolutamente irracional de la fe hace de ésta una ideología, hace de ella, en la existencia concreta
de un hombre equilibradamente entregado a la realidad de la experiencia, un sueño que carece de todo vigor, si
no es persona llenas de fantasías. Por consiguiente, la fe, entendida de la forma que es evidente en el
cristianismo, ha de dar razón de sí ante la conciencia de la veracidad intelectual”14.

Esta honestidad intelectual del creyente supone en primer lugar que éste en su opción
conozca, comprenda y reflexiones sobre los contenidos que profesa en su confesión religiosa. En
este sentido la teología es de gran ayuda, y esto es valido para todo creyente, no solo para aquel que
como parte de su formación intelectual se enfrenta con un curso de estudio universitario sobre la fe.
Se trata de que el bautizado asuma su fe como una exigencia de formación continua, actualizada y
efectiva15.
Pero existe otro ámbito que supone también por exigencia de la fe y la honestidad intelectual
del creyente que estará situado en el contexto de los preámbulos de la fe. Esta se refiere a los
interrogantes surgidos a partir de la crítica psicoanalítica de la fe y a la religión. Tratado con
seriedad el tema se ha de tener presente lo mismo que ya se dijo de la ciencia empírica en general. El
que busca mundo en el mundo, mundo encuentra, es decir, el que busca la psicogénesis de la
religión solo llegará a este origen psicológico. El que busca psicosis o neurosis en la experiencia
humana de la fe solo encontrará eso mismo, nunca a Dios mismo, pues él es de otro orden. Él esta
oculto en este mundo y solo puede ser encontrado en el ocultamiento16. Por más conflictivo que esta

13
RAHNER, K., “Honestidad intelectual y fe cristina”, en Escritos de Teología. T. VII, Taurus, Madrid, 1966, 60.
14
Ibid., 64.
15
Cfr. LPNE 51-54; NMA 73-79.
16
“Los pastores de Belén, al comienzo de la historia neotestamentaria, enseña lo mismo de otra forma. Se les dice: “Y
esto les servirá de señal: encontrarán a un niño recién nacido envuelto en pañales y acostado en un pesebre” (Lc 2, 12).
Con otras palabras: la señal para los pastores es que no encontrarán ninguna señal, sino sólo a Dios hecho niño, y, a
pesar de este ocultamiento, deben creer en la cercanía de Dios. La señal exige de ellos que aprendan a descubrir a Dios
en la incógnita de su ocultamiento. La señal exige de ellos que reconozcan que no es posible encontrar a Dios en las
7
afirmación suponga ella es cierta. En tal sentido Dios es siempre el origen de toda respuesta, es el
fundamento de los fundado, del hombre y su psicología, él es el hacia donde de la experiencia
religiosa. Dios y religión no son dos palabras sinónimas ni intercambiables.
Sin embargo, ser creyente supone ser intelectualmente honesto, y asumir los interrogantes
planteados por Freud y el psicoanálisis. En este sentido cabe destacar que “el freudismo ha reforzado
la fe de los increyentes, pero apenas ha comenzado a purificar la fe de los creyentes” 17. Y esta
experiencia ¿impide necesariamente dejar a un lado la ciencia adquirida en la formación profesional
del creyente?. Es decir, ¿es necesario dejar de ser filósofo, psicólogo o científico para creer de
verdad en Dios?.
“Freud tiene plena razón cuando se vuelve contra el credo quia absurdum: ¡como si las docrinas religiosas
estuvieran excusadas por entero de las exigencias de la razón y se hallaran absolutamente por encima de ella!
¡Como si su verdad sólo necesitara ser interiormente sentida y de ninguna manera comprendida!. Freud llama a
semejante credo: pretensión de poder sin garantía”18.

Pero para hacer justicia a los planteos psicoanalícos es necesario advertir que, fe y
psicoanálisis constituyen una problemática que excluye toda síntesis fucional y armónica. Pues se
trata, de aceptar y no sin razones, de que es imposible llegar a una síntesis entre psiconálisis y
experiencia religiosa, pues se acepta la parcialidad de las dos experiencias y desde donde el diálogo
se sitúa en una permanente y mutua interrogación que no llega nunca a poseer una respuesta unitaria
y definitiva. Pero tomando el psicoanálisis como intrumento de purificación de la fe, supone retener
la radicalidad de sus planteos:
“la cuestión más radical que el psicoanálisis freudiano plantea a la fe no se encuentra tanto en sus aplicaciones
directas al hecho religioso cuanto en lo que el mismo psicoanálisis pone de manifiesto sobre la naturaleza
humana misma; a saber, que el inconsciente está ahí como algo irreductible al sujeto” 19.

El psicoanálisis, plantea un problema humano general: el peligro de la falsa conciencia. Ante


esta advertencia, se ha de prever que el psicoanálisis no cuestiona la fe, y si así lo hiciera incurriría
en terreno peligroso, sino la relación que el hombre tiene con respecto a la fe. En este sentido, esta
ciencia ofrece grandes ayudas a la reflexión personal sobre los presupuestos de la propia fe, pues
ella no trata sobre el contenido de los enunciados de la fe, sino del sujeto creyente que proclama su
fe en un Dios. Pues el creyente concreto se enfrenta a diario, para referirse y expresar su fe, ante
diversas mediaciones simbólicas que en última instancia son creaciones humanas.
En este contexto, el creyente se ha de examinar a si mismo como una exigencia de
honestidad intelectual, y tal caso con la ayuda de los profesionales capacitados para ello y sin que
ello constituya una necesidad de hecho para la profundización de la fe, si al Dios al que se dirige es
fruto directo de su propia psicología. Es decir, si se trata de una experiencia de fe que parte de un
Dios hecho a imagen y semejanza de uno mismo. Si esto fuera así caben dos posibles relaciones del
hombre con respecto a su fe. En la primera de ellas, Dios es el fruto del narcisismo que solo tiene
entidad en cuanto devuelve la imagen que el creyente experimenta sobre si mismo a partir de una
identificación imaginaria. El encuentro con Dios al que aspira el creyente
“tendería a reproducir una primitiva relación infantil en la que el bebé se experimenta como objeto bueno o
malo según la alternancia de presencia o ausencia de la madre. Estaríamos, pues, en una situación en la que el
sujeto desea fundirse con un objeto bueno, un Dios-mamá, para de este modo superar una angustia de abandono
que amenaza su existencia”20.

realidades perceptibles de este mundo, sino sólo saltando por encima de ellas” (RATZINGER, J., Ser cristiano, Sígueme,
Salamanca, 1967, 26).
17
Ricoeur, P., “El ateísmo del psicoanálisis freudiano”, en Concilium 16 (1966) 240-256.
18
KÜNG, H., ¿Existe Dios?. Respuesta al problema de Dios en nuestro tiempo, Cristiandad, Madrid, 1979, 425.
19
DOMINGUEZ MORANO, C., Creer después de Freud, San Pablo, Madrid, 199, 88.
20
Ibid., 110.
8

Esta relación que el creyente concreto puede tener con su propia fe e imagen de Dios, esta
ligada a una experiencia que en muchos casos roza con la magia en la que se pretende que Dios
actúe a favor de los deseos de la propia persona.
La otra postura, que puede asaltar al creyente, cuando este configura una imagen de Dios
fundado en si mismo, es la que se estructura a partir de su propio superyo,
“en la que el sujeto hace de Dios un padre modelo y ley que propone un ideal y prohíbe la trasgresión. El
diálogo [de fe] en este caso se establece indefinidamente en torno al tema de la culpa, de la rebelión-
dependencia, de los propósitos y conversiones, como expresión de una angustia por acomodarse a los
dictámenes de ese padre introyectado que es el superyo. El narcisismo se hace también presente en una función
de ideal del yo, como modelo que exige y gratifica según se camine por la senda de la virtud. Estamos aún en el
nivel de lo imaginario”21.

Estas dinámicas pueden hacerse presente en la experiencia del creyente y él mismo a fuerza
de ser honesto consigo mismo en reflexión intelectual y experiencial ha de indagar en que medida se
hace esto presente. De lo contrario la fe se volvería no sólo irracional sino inauténtica y la
honestidad intelectual que supone toda experiencia de fe no será tal y vivirá con un obstáculo no
consciente que le impida ser libre en mayor profundidad en su opción de fe.

21
Ibid., 110.

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