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La taberma del loro sss cas poctees sree en el hombre MARIO DELGADO APARAIN Uno de los suefios mas frecuentes de los nifios, es hacerse grandes lo antes po- sible. ¥ uno de los suefios mayores de los grandes es hacerse mas grandes toda- via. Pues a mi, siempre me pasé lo contrario. Naci en 1949, me crié en el campo —en el norte del Uruguay y cerca de la frontera del Brasil—, iba a la escuela a aballo y vi por primera vez el mar cuando tenfa ocho aiios. Cuando mi madre viajaba a algtin pueblo cercano, me trafa libros de aventuras que ocurrian en tierras exéticas, con hombres y mujeres que se enamoraban antes de empezar las batallas heroicas y con animales tan fieles e inteligentes, que eran capaces de adivinarle el pensamiento a su dueiio. Pues yo atin conservo los suefios de la infancia y también los mismos miedos Por ejemplo, las tormentas eléctricas todavia me hacen creer que debajo de la cama es el lugar mas seguro del mundo. Y cuando veo un policia, vaya a saber por qué razén desconocida, todavia le sonrio para que no me lleve preso. Pero sobre todo, tengo suefios infantiles que todavia no me puedo sacar de en- cima. Por ejemplo, sucfio con recorrer el mundo a caballo y en algiin lugar de la costa ocednica, hacerme muy amigo de algin pirata temerario, como Leandert van Rhijn, que me cuente sus andanzas para que yo pueda escribirlas. Pero el sueiio mayor es sentarme en una silla, echarme hacia atras, caer al suelo y en - trar al pozo magico del tiempo. De ese modo podria llegar f4cilmente hasta los aos de mi infancia, para convencer a aquellos nifios que hey son personas grandes, antipaticas, cnojadas, mentirosas, injustas, poderosas, egoistas, indife- rentes y sin imaginacién, de que es mucho més lindo ser como nosotros. Y ade- mds, mucho mas divertido. Ca! |, casi por esa razén, escribi el cuento de La taberna del loro en el hombro. Dudo que en mil leguas! a la redonda, alguien tenga una historia tan increible, alucinante y endemonia- damente hermosa como la mia y la de mis dos abuelos. Una historia que comenzé6 por los tiempos de pobreza mds diffciles que se hayan vivido en mi tierra, en una casa don- de apenas se comia un plato de lentejas con arroz, una no- che si y otra no. Y les aseguro que de lo ocurrido se van a enterar exactamen- te dentro de cuatrocientos anos. Ni uno mds ni uno menos. Es decir, hoy. Todo empez6 el dia en que mi abuelo Hermes aparecié en nuestra casa con un polvoriento botellén de vino francés aferrado por el pico, asegurando a gritos, como un viejo lo- co pero muy alegre, que se lo habia obsequiado gentilmen- te un marino holandés llamado Leendert yan Rhijn, en una taberna del puerte de Willemstad en la isla de Curagao. —Cudndo ocurrié eso, abuelo? —le pregunté, simulan- do que creeria todo lo que dijese. 1. Legua: medida de longitud para determinar distancias en el mar. —Hoy, a la hora de la siesta, a las tres de la tarde. Y¥ si quie- res creer me crees y sino, me crees sin querer... —dijo, mien- tras dejaba caer un chorro lento y espeso de vino color sangre de toro en un vaso de vidrio grueso. Luego lo miré a trasluz y se lo bebié hasta lo ultimo, como si temiese que alguien llegase de pronto y lo obligara a compartirlo. Sin embargo, aquel botellén oscuro y realmente muy an- tiguo, que dejaba escapar un aroma exdtico a [rutillas, a u- vas gigantescas y a vainilla de México, me desconcertaba. Jamas habia visto uno igual en ninguna casa del pueblo de Mosquitos. En realidad, hacia mal en burlarme, pues el abuclo Hermes jamas mentia. Y eso significa- ba que debia creer seriamente en su palabra: es decir, que habia estado de verdad a la hora de la siesta en una taberna del puer- to de Willemstad, en la isla de Curacao, cerca de Venezuela, en el mar Caribe, a dicz mil kilémetros de distancia. Y que ademas, habia regresado una hora mds tarde, como si tal cosa, a nuestra casa de Mosquitos, en el corazon del Uruguay. Pero lo que de verdad no entraba en mi cabeza, era que habia estado en el puerto de Willemstad a la hora de la sies- ta, pero... cuatrocienlos aos atras. Porque el abuelo decia que el amigo que le habia regalado aquella botella de vino tinto que olia al mejor de los vinos del mundo, era un in- trépido marino llamado Leendert van Rhijn, de quien ase- guré que en 1634 le habia arrebatado a la corona espafiola las islas vecinas de Bonaire y de Aruba, s6lo con veinte ar- cabuceros holandeses. Pero todo esto, tan dificil de creer, pude compro- barlo con mis propios ojos a través de un capricho del maravilloso azar, una tarde después de su sies - ta, cuando el abuelo Hermes se levanté de la ca- ma, salié al patio y se sent6 a la sombra de las madreselvas,? a esperar que yo le Ievase el vaso de leche fresca de todas las tardes. 2. Madreselva: enredadera. Mientras tanto, se desperez6, levanté sus potentes brazos al cielo como si quisiera tocar las flores de la enredadera y lo hizo con tanta energia que perdié el equilibrio, la silla sé fue hacia atrds y al fin, dio su crdneo contra las losas de piedra del patio. Y el milagro ocurr beza tom6é contacto con el suelo, el abuelo Hermes desapa- recié. Se esfum6, integramente, sin dejar el menor rastro. en el preciso instante en que su ca- Paralizado de asombro, permaneci un buen rato con el yaso de leche en la mano y sin saber qué hacer, pues allf sélo que- do la silla volcada en medio del patio y un extrano estado de animo en el aire, muy parecido a la tristeza de las despedidas. Sin embargo, durante toda la tarde hasta la noche, por temor a provocarle un inmenso dolor, no me atrevi a de- cirle a la abuela lo que habia ocurrido bajo la enredadera de las madreselvas. Y mientras ella cocinaba, se entretenia como siempre es- cuchando su cajita de musica con una sola melodia de amor, al tiempo que una diminuta bailarina vestida de blanco, bailaba y bailaba sobre el pequciio espejo de la tapa. Mientras afuera cantaban los grillos bajo el ciclo es- == trellado de febrero, la abuela Juanita comenzo a traer a la mesa los tres platos de todas las noches y a refunfunar en voz baja porque ya era hora de que el abuclo Hermes volviese de las afueras del pueblo donde tenia una peque- fia huerta de papas, lentejas y cebollas, en la que ya no quedaban ni papas, ni lentejas, ni cebollas. No voy a negarlo, yo estaba muy asustado. Pero sobre to- do tenia una gran tristeza, pues creia que mi abuclo habia sido victima de la muerte mas dolorosa que se conoce: la desaparicién. Y cuando ya no soporté mas el peso del secreto y me de- cidf a contarle a la abuela lo que habfa ocurrido a la hora de la siesta, como por arte de magia, en la silla vacia de la cabecera de la mesa, apareciéd de pronto el abuelo Hermes sacudiendo su cabeza de pelo blanco mojado y adherido a la frente... y apretando entre las manos una botella de vi- no francés idéntica a la anterior. Chorreaba agua de pies a cabeza, como si recién hubiera salido de un aljibe o de una laguna o de algo asf. Entonces tuve una sorpresa mucho mayor que la aparicién del abuelo Hermes. —)/Ccémo Ilueve en Willemstad! —dijo, mientras dejaba la botella sobre la mesa y usaba una servilleta a modo de toalla para secarse el cuello. Lejos de sorprenderse, con el cefio fruncido por el fastidio, la abuela Juanita apag6 la pequena cajita de mii- sica con una sola melodfa de amor, puso delante de él un pla- to de caldo verde con las tiltimas lentejas y le recrimin6 haber llegado tan tarde para cenar y, lo que era peor, con las ma- nos vacfas. Entonces el abuelo se ofusc6. Aparté el plato recién servi- do hacia el centro de la mesa y dijo con ese gesto de franco rechazo de los que han comido demasiado: —No, gracias. Recién cené... —Dé6nde? —En "La taberna del loro en el hombro", con mi amigo Leendert... — Otra vez con el pirata? —No es un pirata, es un marino decente... El esta muy preocupado por nuestra pobreza. —Anoche aseguraste que te ayudaria y has vuelto con las manos vacias... —Es cierto, he vuelto con las manos vacias, pero con los bolsillos Henos... —,Traes dinero? —No... —dijo el abuelo echando atrds la silla. Y a conti- nuacién metié las manos en los bolsillos mojados del pan- talén y extrajo dos pufiados de semillas de varios colores. — iQue es cso? | —Semillas exéticas. Mafana plantaré algunas en la huerta... Leendert las consiguié en sus viajes por las colo- nias holandesas y me las obsequié gentil- mente para que las plante yo mismo y le ensefie a culti- varlas a mis amigos... —Esas semillas no tienen nada de exoticas... —dijo la abuela observandolas con detenimiento y apartandolas a medida que las reconocia—. Estas son de zanahorias, éstas de acelgas, éstas de lechugas, éstas de tomates y éstas de zapallos* amarillos... Las demas habria que ver... —En el préximo viaje tracré mas... —No habra préximo viaje, Hermes. Hasta que no plantes todo eso y podamos comer algtin dia como en los viejos tiem- pos, no volyerds a ver a ese pirata. ¥Y ademas, quiero que escondas esa botella hasta el dia que haya algo para festejar en esta casa. 3. Zapallos: calabazas. Y como dijo la abuela, asi se hizo. Es cierto que aquellas semillas no eran de plantas ex6ti- cas, pues en Mosquitos cualquiera las reconocta. Pero no. cra menos cierto que estaban a punto de volverse exdticas, pues hacia mucho tiempo ya que nadie comia ni zapallos amarillos, ni acelgas verdes, ni tomates rojos, ni lechugas de ningtin color, ni nada parecido, pues la sequfa era tan terrible por esos dias que la tierra parecia piedra reverberante y el sol amenaza- ba con incendiar los campos de los alre- dedores y ademas, ya nadie hablaba ni recordaba lo que era una buena Iluvia con olor a naci- miento de plantas. Sin embargo, a pesar de aquella crueldad luminosa que venia del sol, las semillas del marino Van Rhijn germinaron como si tal cosa, nacieron las plantas y el abuelo y sus amigos hicieron la ensalada de tomates, zanahorias, lechugas y cebollas mas gran- de que se conozca, pues nadie habia visto ja- mas semejante tamafio de hortalizas en ningtin sitio. Tan enormes eran, que algunos exagera- dos afirmaban que para trasladar una zanaho- ria se necesitaban dos amigos del abuelo, para arrastrar una lechuga tres amigos del abuelo y cuatro de aquellos amigotes para hacer rodar una cebolla hasta la cocina de la abuela, que era el lugar donde empe- zarfa la gran fiesta del pueblo. El tinico de los regalos del marino Van Rhijn, que pudo cargar el abuelo Hermes sin ayuda de nadie, fue aquella bo- tella de vino francés que descorch6 a escondidas bajo la en- redadera de madreselvas, luego de levantarse de la siesta en el tilltimo dia de los trabajos en el huerto. Cuando la hubo vaciado, me miré de arriba abajo con los ojos Ilenos de campanitas y me dijo con una yoz muy mis- teriosa: —Anda, estas muy sucio...Ve, bdnate y vistete con tus me- jores ropas... Nos iremos de viaje... — A dénde, abuelo? —Debo agradecerle al viejo Leendert el fa- vor de las semillas, ¥ tal vez, con un poco de suerte, pueda traer mas... a Nos fuimos sin que la abuela se enterara, pues ella no queria saber de ninguna historia con el marino Leendert van Rhijn. En realidad, fue tan increible como facil. Cuando apareci en el patio, banado, bien peinado y oliendo a agua de la- vanda, el abuelo habia dispuesto dos sillas muy juntas bajo. la enredadera de madreselvas. —Ven acd... Siéntate y dame tu mano. Con mucho temor me senté a su lado y me aferré muy fuerte a su mano, temblando de miedo. Sin embargo, cuan- do la senti tan potente y segura como en los tiempos en que yo era muy pequeiio, el miedo desaparecio. Justo antes de irnos, llegamos a escuchar la voz de la abue- la gritando desde la cocina: —jHermes! ¢Dénde estas? Y en ese preciso instante, el abuelo apreté atin mas mi mano, empujé la silla con los pies y los dos caimos hacia atras. Confieso que el golpe de mi cabeza en el suelo, me dolié, ¥ cuando grité "jaay!", todos los que estaban bebiendo y cantando a la luz de las velas en el interior de "La taberna del loro en el hombro" hicieron silencio y miraron asom- brados mi esfuerzo para levantarme del suelo. Luego, un pirata de barba rubia, ojos de tormenta y pata de palo florecida, me tendié una mano de cuatro siglos y ri6 a carcajadas. —jArriba, muchachol... | Vaya manera de bajarse de una silla! —jCallate, Leendert, no te burles de mi nieto! —le dijo el abuelo Hermes, mientras se levantaba del suelo acomodan- dose los pantalones—. Tengo poco tiempo y mucha que hablar... —Vamos, Hermes, al menos cenaremos juntos... jTabernero, trae a la mesa dos platos de ese apes- toso guiso para estos amigos recién llegados de. —Nuestro pais no existe todavia... —dijo el abuelo mientras se servia una jarra de vino. Cuando me senté al lado de aquel hombre gigantesco, con el rostro cruzado de cicatrices y que a cada rato se ras- caba aquella increible pata de palo florecida, me senti el mas afortunado de los ninos. —La cosecha fue muy buena, Leendert... Tanto que en Mosquitos estamos de fiesta. Pero en este mundo todo se termina. Ahora necesitamos lentejas para cl préximo in- vierno... El gigante lo miré preocupado y luego de pensar y pen- sar, dijo: —Eso no es tan facil, Hermes... Las lentejas vienen del Me- diterrdneo y deberia asaltar un cargamento francés embar- cado en algtin puerto de Grecia. ¢Qué recibiria yo a cambio? Antes de responder, el abuclo me miré avergonzado. —Esto... —dijo. Y a continuacién puso sobre la mesa la pequena caja de musica de la abuela Juanita, en cuya tapa de espejo bailaba una seforita vestida de novia. —, Qué es eso? —dijo el marino. —Con esto podras escuchar la mejor melodia de amor del mundo durante tus viajes por los siete mares. Entonces, ¢l abuelo le dio cuerda a la pequefia caja de madera y la diminuta bailarina vestida de blanco comen- z6 a girar sobre el pequefo espejo de la tapa. Luego la acercé a la oreja del gigante y le hizo escuchar aquella tinica melodia de amor que la abuela escuchaba incansa- blemente en nuestra casa de Mosquitos, mientras prepa- raba la cena. Leendert van Rhijn no lo podia creer. Y tanto se emocion6 con aquella can- cion que le Ilenaba la oreja, que al final dejé caer dos lagrimas muy grandes, tan grandes como pa- ra avergonzar a cual- quier pirata de los mares del Sur. —Dile a Juanita, tu mujer, que tendran todas las lentejas que encuentre en cl camino de mi bergantin.* —Hecho... —dijo el abuelo. ¥Y luego de mirar con preocu- pacién el reloj de arena del tabernero, agregé: —Vamos, hijo. Ya es tarde y no quiero tener lios con tu abuela... Entonces fue alli que le rogué al abuelo Hermes que me dejara quedar en Curagao y acompanar a Leendert van Rhijn en el viaje de las lentejas. El abuelo y el marino se miraron y al fin sonricron como viejos compinches.® —Anda tranquilo... —dijo Leendert—. Lo cuidaremos bien. Y sin decir mds, mientras todo cl mundo bebfa y cantaba en "La taberna del loro en cl hombro", el abuclo Hermes se eché hacia atras en la silla, se dio con la cabeza en el suelo y desaparecié en direccién al patio de enredaderas de nuestra casa en Mosquitos. 4. Bergantin: barco de dos palos y vela. 5. Compinches: c6mplices, compajfieros de fiestas. Al dia siguiente, el 28 de julio de 1634 antes de la sa- gg lida del sol, nuestro bergantin zarpé con yelas des- plegadas del puerto de Willemstad rumbo al oriente del océano Atlantico. En realidad, el muy pillo del abuclo Hermes le habfa men- tido a la abuela Juanita. Leendert van Rhijn es de verdad, tal como dijo ella, un temible pirata holandés con trece ci- catrices de guerra en el rostro y una docena de feraces ca- nones en su barco de bandera negra. ¥ junto a él voy yo, rumbo a la entrada del mar Medite - rraneo, Con un poco de suerte, tal vez en menos de cua- renta dias, abordaremos el primer galeén francés cargado de lentejas que aparezca en el horizonte y lo despojaremos del tesoro. Pero antes, para entretenerme durante el viaje, escribiré esta historia, la meteré dentro de una botella y la tiraré al mar para que la lean dentro de cuatrocientos anos los contemporaneos del abuelo Hermes y la abuela Juanita. Es decir, ustedes. Y si me quieren creer me creen, y sino, me creen sin querer. ane et oe em 2 eb cen hegre nd acd ere dc ‘ln alee de Celtay Mente thin, Ede CM, Frage Indus La Cra ll el Mann, eae em Lege fe 1.00 efmplarrs

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