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W. G. Sebald Sobre la historia natural de la destruccién ‘Traduecién de Miguel Séenz mM EDITORIAL ANAGRAMA BARCELONA Guerra aérea y literatura Conferencias de Zurich El truco de la eliminacién es el reflejo defensivo de cualquier experto. STANISLAW LEM, Incégnita I Es dificil hacerse hoy una idea medianamente adecuada de lag dimensiones que alcanz6 la destruc- cién de las ciudades alemanas en los tiltimos afios de la Segunda Guerra Mundial, y mds dificil ain refle- xionar sobre los horrores que acompafiaron a esa de- vastacién. Es verdad que de los Strategic Bombing Sur- ueys de tos Aliadas, de las encuestas de la Oficina Federal de Estadistica y de otras fuentes oficiales se desprende que sélo la Royal Air Force arrojé un mi- én de toneladas de bombas sobre el territorio enemi- 0; que de las 131 -ciudades atacadas, en parte sélo una vez y en parte repetidas veces, algunas quedaron casi cotalmente arrasadas, que unos 600.000 civiles fueron victimas de la guerra aérea en Alemania, que tes millones y medio de viviendas fueron destruidas, que al terminar la guerra habia siete millones y medio de personas sin hogar, que a cada habitante de Colo- nia le correspondieron 31,4 metros ctibicos de escom- bros, ya cada uno de Dresde 42,8..., pero qué signifi- 13 ccaba realmente todo ello no lo sabemos.! Aquella ani- quilaci6n hasta entonces sin precedente en la Historia ppas6 alos anales de la nueva nacién que se reconstruia s6lo en forma de vagas generalizaciones y parece haber dejado tinicamente un rastro de dolor en la concien- cia colectiva; quedé excluida en gran parte de la expe- riencia retrospectiva de los afectados y no ha desem- pefiado nunca un papel digno de mencién en los debates sobre la constitucién interna de nuestro pals, ni se ha convertido nunca, como hizo constar luego Alexander Kluge, en una cifra oficialmente legible,.2 Una situacién por completo paradéjica si se piensa ccudntas personas estuvieron expuestas a esa campafia dia tras dia, mes tras mes, afio tras afio, y cudnto tiem- po, hasta muy avanzada la posguerra, siguieron en- frentindose con sus consecuencias reales que (como hubiera cabido pensar) sofocaban toda actitud positi- va ante la vida. A pesar de la energia casi increfble con que, después de cada ataque, se trataba de restablecer unas condiciones en cierta medida aceptables, en ciu- dades como Pforzheim, que en un solo raid en la no- che del 23 de febrero de 1945 perdié casi un tercio de sus 60.000 habitantes, todavia después de 1950 habia cruces de madera sobre los montones de escombros, y sin duda los espantosos olotes que, como cuenta Jan- net Flanner en marzo de 1947, se despertaron en los bostezantés sétanos de Varsovia con los primeros ca- lores de la primavera,? se esparcieron también inme- diatamente después de la guerra por las ciudades ale- manas. Sin embargo, aparentemente, no penetraron en la conciencia de los supervivientes que resistieron cen el lugar de la catéstrofe. La gente se movia upor las calles entre las horrorosas ruinas», deefa una nota fe- chada a finales de 1945 de Alfeed Doblin en el suroes- te de Alemania, «realmente como sino hubiera pasa- do nada... y la ciudad hubiera sido siempre ast». El reverso de esa apatia fue fa declaracién del nuevo co mienzo, el indiscutible herofsmo con que se aborda- ron sin demora los trabajos de desescombro y reor- ganizacién. En un folleto dedicado a la ciudad de ‘Worms en 1945-1955 se dice que «el momento recla- ma hombres hechos y derechos, de actitud y objetivos limpios. Casi todos estarin también en el fururo en la vanguardia de la reconsteuccién».> Inchuidas en el tex- to redactado por un tal Willi Ruppert, por encargo del ayuntamiento, hay numerosas fotografias, entre elas las dos de la Kimmererstrasse que se reproducen aqui. Asi pues, la destruccién total no parece el horro- 1050 final de una aberracién colectiva, sino, por decir- 15 lo ast, el primer peldafio de una eficaz reconstruccién. A tafz de una conversacién mantenida en abril de 1945 con los directivos de IG-Farben en Frankfurt, Robert Thomas Pell deja constancia de su asombro por la extraiia meacla de autocompasién, autojustif cacién rastrera, sentimiento de inocencia ofendida y despecho en las manifestaciones de la voluntad de los alemanes de reconstruir su pais «mayor y mas podero- so de lo que nunca fues’ —propésito con respecto al cual no se quedaron luego atrés, como se puede ver en las postales que los que viajan a Alemania pueden comprar hoy en los quioscos de periédicos de Frank- fure y enviar a todo el mundo desde la metrépoli del Main~. La reconstruccién alemana, entretanto ya le- gendaria y, en cierto aspecto, realmente digna de ad miracién, después de la devastacién causada por el enemigo, una reconstruccién equivalente a una segun- 16 da iquidacién, en fases sucesivas, de la propia historia anterior, impidié de antemano todo recuerdo; me- diante la productividad exigida y la creacién de una nueva realidad sin historia, orient6 a la poblacién ex- clusivamente hacia el futuro y Ia obligé a callar sobre Jo que habfa sucedido. Los testimonios alemanes de esa época, que apenas se temonta una generacién, son tan escasos y dispersos que, en la coleccién de reporta- jes publicada por Hans Magnus Enzensberger en 1990 Europa in Trimmers (Europa en ruinas), sélo perio- distas y escritores extranjeros toman la palabra, con trabajos que hasta entonces en Alemania, significati- ‘vamente, apenas se habfan conocido. Los pocos rela- tos en alemédn procedian de antiguos exiliados 0 de ‘otros marginales como Max Frisch. Los que se queda- ron en casa y, como por ejemplo Walter von Molo y Frank Thiess en la deplorable controversia sobre Tho- 7 Fra tart my Hain Boe eum Pimer 4047 mas Mann, gustaban de decir que, a la hora de fa des- gracia, habian aguantado en su patria mientras otros contemplaban Ia funcién desde sus asientos de palco 18 ‘en América, se abstuvieron casi por completo de co- mentar el proceso y el resultado de la destruccién, sin duda en gran parte por miedo de caer en desgracia con las autoridades de ocupacién si sus descripciones ran realistas. En contra de la suposicién general, el déficit de transmisién de lo contemporéneo tampoco fue compensado por la literatura de la posguerra, deli- beradamente reconstituida desde 1947, de la que hu- biera cabido esperar alguna luz sobre la verdadera si- tuacién, Si la vieja guardia de los llamados emigrantes interiores se ocupaba sobre todo de darse una nueva apariencia y, como sefiala Enzensberger, evocaba la herencia humanista occidental con abstracciones in- terminablemente prolijas, la generacién més joven de los escritores que acababan de regresar estaba tan con- centrada en el relato de sus propias vivencias bélicas, que siempre derivaba hacia lo sensiblero y lactimége- no, y parecia no tener ojos para los horrores, por to- das partes visibles, de la guerra. Incluso la muy nom- brada literatura de las ruinas, que se habia fjado programdticamente un senti sobornable de la rea- lidad y, segtin confesién de Heinrich Béll, se ocupaba principalmente ede lo que... encontramos al volver a casa»,8 resulta ser, bien mirada, un instrumento ya afi- nado con la amnesia individual y colectiva, probable- mente influido por una autocensura preconsciente, para ocultar un mundo del que era imposible hacerse ya una idea. A causa de un acuerdo técito, igualmente vlido para todos, no habia que describir el verdadero estado de ruina material y moral en que se encontraba el pals entero. Los aspectos mas sombrios del acto fi- 19 nal de una destruccién, vividos por la inmensa mayo- rig de la poblacién alemana, siguieron siendo un se- creto familiar vergonzoso, protegido por una especie de tabi, que quiz4 no se podia confesar ni a uno mis- mo. De todas las obras literarias surgidas a finales de los cuarenta, la novela de Heintich Ball El dngel ca- Uaba® es en realidad la nica que da una idea aproxi- mada de la profundidad del espanto que amenazaba apoderarse entonces de todo el que verdaderamente ‘mirase las ruinas que lo rodeaban, Al leerla resulta evi- dente enseguida que precisamente ese relato, impreg- nado al parecer de una irremediable melancolfa, era demasiado para los lectores de la época, como pensa- ba la editorial y sin dude también el propio Ball, y por ello no se publicé hasta 1992, casi cincuenta afios més tarde. De hecho el capitulo diecisiete, que descri- be la agonfa de la sefiora Gompertz, es de un agnosti- cistno tan radical que incluso hoy resulta dificil de ol- vidar. La sangre oscura, de grumos pegajosos, que en sas péginas brota a raudales y entre espasmos de la boca de la moribunda, se expande por su pecho, tifie Jas sfbanas y cae al suclo, formando un charco que se extiende répidamente, esa sangre como tinta y, como el propio Ball subraya, muy negra, es el simbolo de la acedia cordis conta la voluntad de sobrevivir, la de- presién livida, imposible ya de eliminar, en que hu- bieran tenido que caer los alemanes ante semejante fi- nal, Aparte de Heinrich Ball, pocos autores, entre ellos Hermann Kasack, Hans Erich Nossack, Arno Schmidt y Peter de Mendelssohn, se han attevido a romper el tabi impuesto a la destruccién externa e in- 20 terna, y en su mayoria desde luego, como se demos- traré atin, de una forma més bien discutible. ¥ aun- {que en afios posteriores los historiadores de la guerra y Ja patria comenzaron a documenta la caida de las ciu- dades alemanas, ello no alteré el hecho de que las imagenes de ese terrible capitulo de nuestra historia nunca traspasaran realmente el umbral de la concien- cia nacional. Por lo general aparecidas en lugares més © menos apartados —por ejemplo, Feuersturm iiber Hamburg (Tormenta de fuego sobre Hamburgo) se publicé en 1978 en la Motorbuch Verlag de Stuctgare-, esas compilaciones, a menudo curiosamente poco afec- tadas por el tema de su investigacién, sirvieron ante todo para sanear o apartar un conocimiento incon- mensurable para la raz6n normal y no para intentar comprender mejor la asombrosa capacidad de autoa- nestesia de una comunidad que, aparentemente, ha- bia salido sin dafios psfquicos dignos de mencién de aquella guerra aniquiladora. La casi total falta de pro- fandos trastornos en la vida interior de la nacién ale- mana denota que la nueva sociedad alemana federal ha traspasado la responsabilidad de las experiencias vi- vidas en la época de su prehistoria a un mecanismo de funcionamiento perfecto que le permite, aun recono- ciendo de hecho su propio surgimiento de una degra- dacién absoluta, prescindir también por completo de Ja vida emocional, si es que no afadir un mérito a la hoja de servicios de quien ha logeado soportatlo todo sin ningiin indicio de debilidad interior. Enzensber- ger sefiala al respecto que no es posible comprender «la misteriosa energia de los alemanes... si no se com- a prende que han hecho de sus defectos virrud. La in- consciencia -escribe- fue la condicién de su éxito». Entre los requisitos del milagro econémico alemén no sélo figuran las enormes inversiones del Plan Marshall, el comienzo de la Guerra Fria y el desguace de instala- ciones industriales anticuadas, realizado con brutal efi- iencia por las escuadiillas de bombarderos, también formaron parte de él la indiscutida ética del trabajo aprendida en la sociedad totalitaria, la capacidad de improvisacién logistica de una econom(a acosada por todas partes, la experiencia en la movilizacién de la llamada mano de obra extranjera y la pérdida, en defi- nitiva s6lo lamentada por unos pocos, de la pesada carga histérica que, entre 1942 y 1945, fue pasto de las llamas junto con les seculares edificios de vivien- das y comerciales de Nuremberg y Colonia, de Frank furt, Aquisgrin, Brunswick y Wiireburg. En la géne- sis del milagco econémico, éstos fueron factores hasta cierto punto identificables. El catalizador, sin embar- go, fue una dimensién puramente inmaterial: la co- rriente hasta hoy no agotada de energia psiquica cuya fuente es el secreto por todos guardado de los:cadé- veres enterrados en los cimientos de nuestro Estado, tun secreto que unié entre s alos alemanes en los afios posteriores 2 la guerra y los sigue uniendo mls de lo que cualquier objetivo positivo, por ejemplo la pues- 12 en practica de la democracia, pudo unirlos nun- ca. Tal vez no sea equivocado recordar precisamente ahora, en ese contexto, que el gran proyecto europeo fracasado ya dos veces ha entrado en una nueva fase, y que la zona de influencia del marco aleman —Ia His- 2 toria se repite a st modo~ se extiende con bastante exactitud a la zona ocupada en 1941 por la Wehr- macht. La cuestién de cémo y por qué cl plan de una gue- tra de bombardeo ilimicado, preconizado por agru- paciones dentro de la Royal Air Force desde 1940 y puesto en practica en febrero de 1942 empleando un inmenso volumen de recursos personales y de econo- mia bélica, podfa justficarse estratégica 0 moralmen- te, nunca fue en Alemania, que yo sepa, en los de- cenios que siguieron a 1945, objeto de.un debate piiblico, sobre todo porque un pueblo que habia asesi- nado y maltratado a muerte en los campos a millones de seres humanos no podia pedir cuentas a las poten- cias vencedoras de la Idgica politico-milicar que dicts la destruccién de las ciudades alemanas. Ademés no puede excluirse que no pocos de los afectados por los ataques aéreos, como se sefiala en el relato de Hans Erich Nossack sobre la destruccién de Hamburgo, vie- ran los gigantescos incendios, a pesar de toda su célera imporentemente obstinada contra tan evidente locura, como un castigo merecido o incluso como un acto de revancha de una instancia mds ata con la que no habla discusién posible. Prescindiendo de los comunicados de la prensa nacionalsocialista y de la emisora del Reich, en los que se hablaba siempre al mismo tenor de sidicos ataques terroristas y barbaros gingsters aé- reos, al parecer muy raras veces'formulé alguien una queja por Ja larga campafia de destruecién llevada a cabo por los Aliados. Los alemanes, como se ha infor- 23 mado repetidas veces, asisticron con muda fascinacién a la catdstrofe que se desarrollaba. «No era ya el mo- mento ~escribié Nossack- de sefialar diferencias tan insignificantes como las existentes entre amigo y ene- migo.»'! En contraposicién a la reaccién en su mayor parte pasiva de los alemanes al arrasamiento de sus ciudades, que sentian como un desastre inevitable, en Gran Bretafia el programa de destrucciones dio moti- vo desde el principio a duros enfrentamientos. No s6lo Lord Salisbury y George Bell, obispo de Chiches- ter, formularon repetidas veces y de la forma més in- sistente ante la Camara de los Lores y para el ptiblico cen general el reproche de que una estrategia de araques dirigidos principalmente contra la poblacién civil no cera defendible desde el punto de vista del derecho de fa guerra ni de la moral, sino que también las instan- cias militares responsables estaban divididas en su va- loracién de esa nueva forma de hacer la guerra. Esa continua ambivalencia en la evaluacién de la guerra de destruccién se manifest mas atin después de fa capi- tulacién sin condiciones. En la medida en que comen- zaron a aparecer en Inglaterra reportajes y forografias de los efectos de los bombardeos de saturacin, crecié Ja tepugnancia por lo que, por decirlo as sin pensar, se hhabia ocasionado. «ln the safety af peace -escribe Max Hastings-, the bomber's part in the war was one that many politicians and civilians would prefer to forget.»!® Tampoco la retrospectiva hist6rica aporté ninguna aclaracién del dilema ético. En la literatura de memo- rias se siguen reflejando las querellas de los distintos grupos, y el juicio que pretende ser ecudnimemente 24 objetivo de los historiadores fluctia entre la admira~ cién por la organizacién de una empresa tan podetosa y la critica de la inutilidad y bajeza de una actuaciéa llevada sin piedad hasta el fin, contra toda razén. El origen de la estrategia del llamado area bombing se basd en la posicién sumamente marginal en que se en- contraba Gran Bretafia en 1941. Alemania estaba en el apogeo de su poder, sus ejércitos habfan conquistado el continence entero, y estaban a punto de penetrar en Africa y Asia y de abandonar sencillamente a los brité- nicos, que no tenfan ninguna posibilidad real de incer- venir, a su destino insular. Con esa perspectiva, Chur- chill escribié a Lord Beaverbrook diciéndole que sélo habia una via para obligar a Hitler a un enfrentamien- +0, «and that is an absolutely devastating exterminating attack by very heavy bombers from this country upon the Nazi homeland».!} Evidentemente, los requisitos pre~ vvios para una operacién de esa indole distaban mucho de darse. Faltaban la base de produccién, campos de aviacién, programas de formacién para tripulaciones de bombardero, explosivos eficaces, nuevos sistemas de navegacién y casi cualquier forma de experiencia aprovechable. Lo desesperado de Ia situacién queda reflejado en los extravagantes planes que se aplicaron seriamente a principios de los afios cuarenta. Ast por cjemplo, se considerd la posibilidad de lanzar estacas de punta de hierzo sobre los campos para impedir la recoleccién de las cosechas, y un glacidlogo exiliado llamado Max Perutz realizé experimentos para el pro- yecto Habbakuk, que debfa producir un enorme por- taaviones imposible de hundir, hecho de pykrete, una 25, especie de hielo artificialmente endurecido. Apenas menos fantisticos resultaban los intentos de crear una red defensiva de rayos invisibles, 0 los complicados cilculos, realizados por Rudolph Peierls y Otto Frisch, de la Universidad de Birmingham, que permitieron consideras la fabricacién de una bomba atémica como posibilidad real. No es de extrafiar que, con ese wras- fondo de ideas que rayaban en lo improbable, la es- trategia mucho mis cil de comprender del area bom- ding, que a pesar de su escasa precisiOn permitia trazar un frente en cierto modo mévil pot todo el territorio cenemigo, fuera sancionada por la decisién guberna- mental de febrero de 1942 «to destroy the morale of the enemy civilian population and, in particular, of the in- dustrial workers». Bsa directriz no surgié, como se afirma una y otra ver, det deseo de acabar répidamente la guerra mediante la utilizacién masiva de bombar- dros; en resumidas cuentas, era més bien la tinica po- sibilidad de intervenir en la guerra. La critica que se hizo luego (considerando también las victimas pro- pins) de ese programa de desmuccién impulsado sin piedad se orient6 principalmente a que se hubiera man- tenido cuando se podian realizar ya ataques mucho mis precisos y selectivos, por ejemplo contra fibricas de rodamientos de bolas, instalaciones de petréleo y carburantes, nudos de comunicaciones y arterias prin- cipales, con lo que, como sefalé Albert Speer en sus ‘memorias,"> muy pronto se hubiera podido paralizar todo el sistema de produccién. En la critica de la ofen- siva de bombardeo se sefiala también que, ya en la pri- mavera de 1944 y a pesar de los ataques incesantes, se 26 perfilaba que la moral de la poblacién alemana estaba aparentemente intacta, la produccién de la industria sélo habia sido afectada en el mejor de los casos margi- nalmente, y el fin de la guerza no se habla acercado un solo dia. Para el hecho de que, no abstante, no se mo- dificaran los objetivos estratégicos de la ofensiva y los tripulantes de los bombarderos, que a menudo acaba- ban de salir del colegio, siguieran expuestos a una rule- ta que costaba la vida a sesenta de cada cien, habfa en mi opinién razones que recibieron escasa atencién al escribir la historia oficial. Por un lado, una empresa de las dimensiones materiales y organizativas de la ofensi- va de bombardeo, que, segtin estimaciones de A. J.P. Taylor, devoraba una cercera parte de la producci6n bélica briténica,'6 tenia su propia dinmica hasta tal cextremo que quedaban casi excluidas las rectificacio- nes de rumbo y restricciones a corto plazo; especial- mente en unos momentos en que esa empresa, des- pues de tres afios de expansién de las instalaciones de fabricacién y de base, habia alcanzado su punto més alee de desedle, ws decin, va eben capaided de destruccién. Un sano instinto econémico se oponia a dejar sencillamente inutilizado el material ya produci- do, los aparatos y su valiosa carga, en los campos de aviacién de la Inglaterra oriental. Fue probablemente decisivo ademis para la continuacién de la ofensiva el valor propagandistico, claramente indispensable para apoyar la moral britanica, de las noticias que aparecian diariamente en los periédicos ingleses sobre la labor de destruccién, en unos momentos en que, por lo demés, no habia contacto alguno con el enemigo en el conti- 7 nente europeo. Sin duda por esas razones no se plan- te6 la posibilidad de destituir a Sir Arthur Harris (commander in chief of Bomber Command), que si- guid aplicando inexorablemente su estrategia cuando el fracaso era ya claro, Algunos comentaristas opinan también «that “Bomber” Harris had managed to secure «a peculiar hold over the otherwise domineering, intrusive Churchill,”” porque, a pesar de que el primer ministro expresé en diversas ocasiones ciertos escripulos por los horribles bombardeos de ciudades abiertas, se tran- quilizaba ~al parecer por influencia de Hartis, que rechazaba cualquier argumento adverso— pensando que sélo se estaba produciendo, como él decfa, una justicia poécica mas alta y «thar those who have loosed these horrors upon mankind will now in their homes and persons feel the shattering strokes of just retribution».!® Realmente es mucho lo que abona la tesis de que con Harris llegé a la cispide del Bomber Command un hombre que, segiin Solly Zuckerman, crefa en la des- truccién por la destruccién,” y por ello representa ba inmejorablemente el principio mas intimo de toda guerra, es deci, la aniquilacién més completa posible del encmigo, con todas sus propiedades, su historia y su entorno natural, Elias Canetti ha relacionado la fascinacién del poder, en su manifestacién més pura, con el niimero creciente de victimas que amontona, Totalmente en ese sentido, la inatacabilidad de la po- sicién de Sir Arthur Harris se basaba en su interés ilimitado por la destruccién. Su plan, mantenido hasta lin sin concesiones, de sucesivos ataques aniquilado- res era de una l6gica aplastantemente simple, frente ala 28 cual, codas las alternativas estratégicas reales, como por ejemplo la interrupcién del suministro de carburante, tenfan que parecer puras maniobras de distraccién. La guerra de los bombardeos era la guerra en su forma més pura y franca. De su desarrollo contrario a toda razén se puede deducir que las victimas de la guerra, como scribe Elaine Scarty en su libro extraordinariamente sagaz. The Body in Pain, no son victimas convertidas en las calles en objetivo de la clase que sea, sino que son, en el sentido més exacto de la palabra, esas calles y ese objetivo mismnos 29 La mayorla de las fuentes, de muy distineos nive- les y, en general, fragmentarias, sobre la destruccién de las ciudades alemanas son de una extrafia ceguera, que se debe a su perspectiva limitada, parcial o excén- trica. Por ejemplo, el primer reportaje en directo de un raid sobre Berlin que difundié el Home Service de la BBC resulta més bien decepcionante para quien es- pere tener una visién de lo sucedido desde un punto de vista superior. Como, a pesar del peligro real cons- tante, apenas pasaba nada que pudieta describirsc en aquellas incursiones nocturnas, el reportero. (Wyn- ford Vaughan Thomas) tuvo que arreglarselas con un minimo de contenido real. Sélo el patetismo que de vez en cuando afecta su voz evita que se produzca una impresién de aburrimiento. Oimos adm los pe- sados bombarderos Lancaster despegan al caer la no- che y, poco después, sobrevuelan el Mar del Norte, con la blanca espuma de la costa debajo. «Now, right before us—comenta Vaughan Thomas con un trémolo 29 apreciable lies darkness and Germany.2! Durante ef relato del vuelo, naturalmente muy abreviado, hasta divisar las primeras baterias de luces de la linea de Kammbhuber, se presenta a la tripulacién al oyence: Scottie, el mecénico, que antes de la guerra era opera- dor de cine en Glasgow; Sparky, el bombardero; Connolly, «the navigator, an Aussie from Brisbanes; «the mid-upper gunner, who was in advertising before the war and the rear gunner, a Sussex farmerr22 Bl skipper (comandante) permanece anénimo. «We are now swell out over the sea and looking out all the time towards the enemy coast.» Se intercambian diversas observaciones ¢ instrucciones técnicas. A veces se oye el zumbido de los grandes motores. Al aproximarse a la ciudad, los acontecimientos se precipitan. Los co- nos de las reflectores, entremezclados con las andana- das luminosas del fuego antiaéreo, se dirigen hacia los aparatos; un caza nocturno es derribado, Vaughan ‘Thomas trata de destacar debidamente el momento culminante, habla de un «wall of searchlights, in hun- reds, in cones and clusters 8's a wall of light with very ‘few breaks and behind that wall is a pool of fiercer light, glowing red and green and blue, and over that pool myriad: of flares hanging in the sky. That’ the city iself.. Is going to be quite soundless ~continéa Vaug- han Thomas the roar of our aircraft is drowning everything else. We are ranning straight into the most ‘gigantic display of soundless fireworks in the world, and here we go to drop our bombs on Berlin». Sin embar- g0, después de ese preémbulo no ocurre realmente nada, Todo va demasiado deprisa. El aparato sale ya 30 de la zona del objetivo. La tensién de la tripulacién se resuelve en una sibbita locuacidad: «Not too much nac- tering, recuerda el comandante, «By God, hat looks like a bloody good show», dice uno atin. «Best I've ever seen», dice otro. Y luego, al cabo de cierto tiempo, un tercero, con vor. un poco més baja, casi con una espe- cie de respeto: «Look at that fire! Ob boyls?® Cudntos de aquellos grandes incendios hubo entonces, Una ver of decir a un ex artillero aérco que vela todavia Colonia en llamas desde su puesto en la torreta de cola cuando estaban ya de vuelea sobre la costa holan- desa: una mancha de fuego en la oscuridad como la cola de un cometa inmévil. Sin duda, desde Erlangen © Forchheim se vela que Nuremberg estaba ardiendo, ys desde las aleuras que rodean Heidelberg, era visible el resplandor de los incendios sobre Mannheim y Ludwigshafen. En la noche del 11 de septiembre de 1944, el principe de Hesse estaba en la mazgen de su parque, mirando hacia Darmstadt, a una distancia de 31 15 kil6metios. oEl resplandor aumenté cada vex més, hasta que, al sur, todo el cielo ardi6, atravesado por relimpagos rojos y amarillos.»® Un recluso de la pe- quefia forcaleza de Theresienstadt recuerda cémo, desde la ventana de su celda, se vefa claramente el reflejo rojo candente sobre Dresde en llamas, a una distancia de 70 kilémetros, y se ofan los sordos im- pactos de las bombas, como si alguien estuviera arro- jando sacos de quintal a un s6tano muy cerca de 4127 Friedrich Reck, al que poco antes de terminar la guerra los fascistas llevaron a Dachau por sus ma- nifestaciones subversivas, y murié alli de tifus, anoté en su diatio —dificl de sobreestimar como testimonio auténtico de su época~ que, durante el ataque aéreo sobre Munich en julio de 1944, el suelo temblé has- ta Chiemgau y las ventanas se rompieron a causa de las ondas explosivas.¥ Aunque é0s eran signos in- confundibies de una catéstrofe que afeeraba a todo el pais, no siempre era ficil saber mas sobre la {ndo- ley las dimensiones de la destruccién. La necesidad de saber luchaba con la centacién de cerrar los sen- tidos. Por un lado circulaba una gran cantidad de desinformacién, por otro, historias ciertas que supe- raban toda capacidad de entendimiento. En Ham- burgo, se dijo, hubo 200.000 muertos. Reck escribe que no puede creer todo lo que se dice, porque ha ofdo hablar mucho del estado mental «totalmente trastornado de los fugitives de Hamburgo... de su amnesia y de la forma en que vagaban vestidos sélo con pijama, tal como huyeron al detrumbarse sus ca- sas» También Nossack cuenta algo parecido. «En 32 los primeros dias no se podian obtener informacio- nes exactas. Los detalles de lo que se contaba nunca cestaban claros.»3° Al parecer, bajo la conmocién de lo vivido, 1a capacidad de recordar habia quedado parcialmente interrumpida o funcionaba en compen- sacién de forma arbitraria, Los escapados de la catis- trofe eran testigas poco fiables, afectados por una es- pecie de ceguera. En el texto de Alexander Kluge, no escrito hasta 1970, acerca de «El raid aéreo sobre Halberstade del 8 de abril de 1945», donde al final plantea la cuestién de los efectos del llamado moral bombing, se cita a un psicélogo militar estadouni- dense que, basindose en conversaciones mantenidas después de la guerra en Halberstadt con supervivien- tes, tenia la impresién de que «la poblacién, a pesat de su innato gusto por narrar, habia perdido la capa- cidad psiquica de recordar, precisamente dentro de los confines de las superficies destruidas de la ciu- dad»! Aunque en el caso de esa suposicién atribui- da a una persona supuestamente real se tratara de uno de los famosos artificios pseudodocumentales de Kluge, es sin duda exacta en lo que se refiere al sindrome ast identificado, porque los relatos que achaca a los que escaparon con nada més que la vida son en toda regla discontinuos, y tienen una calidad tan errdtica que resulta incompatible con una instan- cia nartativa normal, de forma.que suscitan con faci- fidad la sospecha de ser invenciones sensacionalistas. Esa falta de veracidad de los relatos de testigos ocula- res se debe también a los gitos estereotipados que con frecuencia utiizan. La verdad de la destruccién 33 total, incomprensible en su contingencia extrema, pali- dece tras expresiones apropiadas como «pasto del fue- go», «noche fatidica», «envuelto en llamas», «infierno desencadenado», «inmensa conflagracién», wespanto- s0 destino de las ciudades alemanas» y otras pareci- das, Su funcién es ocultar y neutralizar vivencias que exceden la capacidad de comprensidn, La frase hecha caquel dia espancoso en que nuestra hermosa ciudad fue arrasada», que el investigador de catéstrofes esta- dounidense de Kluge encontrd en Frankfurt y en Furth y en Wuppertal y Wireburg, y también en Halberstadr,*? no es en realidad més que un gesto para rechazar el recuerdo. Hasta la anotacién de Vic- tor Klemperer en su diario sobre la caida de Dresde se mantiene dentro de los limites trazados por las convenciones verbales.3* Después de lo que hoy sa- bemos sobre el hundimiento de esa ciudad, nos pare- ce increfble que alguien que, bajo una lluvia de chis- pas, estuviera en la Briihlterrasse contemplando el panorama de la ciudad en llamas pudiera sobrevivie con la mence imgerturbada. El furcionamients al parecer incélume del lenguaje normal en la mayorfa de los relatos de testigos oculares suscita dudas sobre la autenticidad de la experiencia que guardan. La muerte por el fuego en pocas horas de una ciudad entera, con sus edificios y Arboles, sus habitantes, animales domésticos, utensilios y mobiliario de toda clase cuvo que producir forzosamente una sobrecarga y paralizacién de la capacidad de pensar y sentir de los que consiguieron salvarse. Por ello, los relatos de testigos aislados tienen s6lo un valor limitado y de- 34 ben’ completarse con lo que se deduce de una visién - sinéptica y artificial, En pleno verano de 1943, durante un largo pe- rfodo de calor, la Royal Ais Force, apoyada por la Octava Flota Aérea de los Estados Unidos, realiné tuna serie de ataques aéreos contra Hamburgo. El ob- jetivo de esa empresa, llamada «Operation Gomo- rah, era la aniquilacién y reduccién a cenizas més completa posible de la ciudad, En el raid de la noche dei 28 de julio, que comenzé a la una de la madru- gada, se descargaron diez toneladas de bombas explo- sivas © incendiarias sobre la zona residencial densa- mente poblada situada al este del Elba, que abarcaba los barrios de Hammerbrook, Hamm Norte y Sur, y Billwerder Ausschlag, as{ como partes de St. Georg, Eilbek, Barmbek y Wandsbek. Siguiendo un método ya experimentado,. todas las ventanas y puertas que- daron rotas y arrancadas de sus marcos median- te bombas explosivas de cuatro mil libras; luego, con bombas incendiarias ligeras, se prendié fuego a los tejados, mientras bombas incendiarias de hasta quin- ce kilos penetraban hasta las plantas més bajas. En pocos minutos, enormes fuegos ardfan por todas par- tes en el Area del ataque, de unos veinte kilémetros cuadrados, y se unicron tan répidamente que, ya un cuarto de hora después de la caida de las primeras bombas, todo el espacio aéreo, hasta donde alcanza- ba la vista, era un solo mar de lamas. Y al cabo de otros cinco minutos, ala una y veinte, se levanté una tormenta de fuego de una intensidad como nadie 35 hhubiera crefdo posible hasta entonces. El fuego, que ahora se alzaba dos mil metros hacia el cielo, atrajo con tanta violencia el oxigeno que las corrientes de aire alcanzaron una fuerza de huracin y retumbaron como poderosos érganos en los que se hubieran ac- cionado todos los registros a la vez. Ese fuego duré tres horas. En su punto culminante, la tormenta se llevé frontones y tejados, hizo girar vigas y vallas publicitarias por el aire, arrancé Arboles de cuajo y arrasteé a personas convertidas en antorchas vivien- tes. Tras las fachadas que se derrumbaban, las lamas se levantaban a la altura de las casas, recortian las ca- les como una inundacién, a una velocidad de més de 150 kilémetsos por hora, y daban vueltas como apisonadoras de Fuego, con extrafios ritmos, en los lugares abiertos. En algunos canales el agua ardia. En los vagones del tranvia se fundieron los cristales de las ventanas, y las existencias de azticar hirvieron en los sétanos de las panaderias. Los que hufan de sus refugios subterréneos se hundfan con grotescas con- torsiones en el asfalto fundido, del que brotaban gruesas burbujas. Nadie sabe realmente cusntos per- dieron la vida aquella noche ni cudntos se volvieron locos antes de que la muerte los alcanzara. Cuando despunté el dia, la luz de verano no pudo atravesar la oscuridad plomiza que reinaba sobre la ciudad. Has- ta una altura de ocho mil metzos habla ascendido el humo, extendiéndose alli como un cumulonimbo en forma de yunque. Un calor centelleante, que segtin informaron los pilotos de los bombarderos ellos ha- bian sentido a través de las paredes de sus aparatos, 36 siguié ascendiendo durante mucho tiempo de los rescoldos humeantes de las montafias de cascotes. Zonas residenciales cuyas Fachadas sumaban doscien- tos kilémetros en total quedaron completamente destruidas, Por todas partes yacan cadaveres aterta- doramente deformados. En algunos seguian titilando lamitas de fésforo azuladas, otros se habfan quema- do hasta volverse pardos © purptireos, o se habian re- ducido a un tercio de su tamafio natural, Yacian re- torcidos en un charco de su propia grasa, en parte ya enfriada. En la zona de muerte, declarada ya en los dias siguientes zona prohibida, cuando a mediados de agosto, después de enfriarse las ruinas, brigadas de castigo y prisioneros de campos de concentracién co- menzaron a despejar el terreno, encontraron perso- nas que, sorprendidas por el monéxido de carbono, estaban sentadas atin a la mesa 0 apoyadas en la pa- red, y en otras partes, pedazos de carne y huesos, 0 montafias enteras de cuerpos cocidos por el agua hir- viente que habfa brotado de las calderas de calefac- ciéf reventadas. Otros estaban tan carbonizados y reducidos a cenizas por las ascuas, cuya temperatura habia alcanzado mil grados 0 més, que los restos de familias enteras podfan transportarse en un solo cesto para la ropa. El éxodo de los supervivientes de Hamburgo co- menz6 ya la noche del ataque. Empe26, como esctibe Nossack, eun desplazamiento incesante por todas las carreteras de los alrededores... sin saber hacia dén- de». Hasta los tertitorios més exteriores del Reich fueron a parar los refugiados, en mimero de un mi- lin y cuarto de personas. Con fecha 20 de agosto de 1943, en el pasaje antes citado, Friedrich Reck infor- ma de unos cuarenta o cincuenta fugitivos que in- tentaron asaltar un tren en una estacién de la Alta Baviera. Al hacerlo, una maleta de cartén «cayé en el andén, se reventé y se vacié de su contenido. Jugue- tes, un estuche de manicura, ropa interior chamus- cada. Finalmente, ef cadéver de un nifio asado y momificado, que aquella mujer medio loca levaba consign como resto de un gasado gocos dias antes todavia intacto».25 Es dificil imaginar que Reck se in- ventara esa espantosa escena. Por toda Alemania, de una forma o de otta, la noticia de los horrores de la aniquilaci6n de Hamburgo debié de difundirse a ta vés de los fugitivos, que oscilaban entre una histérica voluntad de supervivencia y la més grave apatfa. El diatio de Reck, al menos, es una prueba de que, a pesar la censura de noticias que reprimfa cualquier informacién cxacta, no era imposible saber de qué forma tan aterradora perecfan las ciudades alemanas, 38 Reck informa también, un afio més tarde, de las de- cenas de miles que, después del gran ataque 2 Mu: nich, acamparon en el recinto de la Maximilianplatz Y escribe luego: ePor la cercana autopista del Reich [se mueve] una interminable corriente de refugia- dos, frigiles ancianas que arrastran, sobre largos pa- Jos que llevan a la espalda, un fardo con sus Gltimas perrenencias. Pobres sin hogar con la ropa quemada y ojos en los que todavia se refleja el espanto del remo- lino de fuego, de las explosiones que lo despedazaban, todo, de quedar sepultado 0 de la vergonzosa asfixia en un s6tano». Lo més notable de esas anotaciones es su rareza, Realmente parece como si ninguno de los escritores alemanes, con la tinica excepcién de Nossack, hubiera estado en aquellos afios dispuesto 0 en condiciones para escribir algo conerero sobre el curso y los efectos de una campafia de destruccién tan larga, persistente y gigantesca. En eso tampoco cambié nada una ver finalizada a guerra. El reflejo casi natural, determinado por sentimientos de ver- gfienza y de despecho hacia el vencedar, fue callar y hacerse a un lado, Stig Dagerman; que en el otofo de 1946 informaba desde Alemania para la revista Expressen, escribe desde Hamburgo que viajando en tren, a velocidad normal, estuvo contemplando du- rante un cuarto de hora un paisaje lunar entre Has- selbrook y Landwehr y no vio un solo ser humano en aquella inmensa zona incontrolada, quiz4 el cam- po de ruinas mds horrible de coda Europa. El tren, escribe Dagerman, como todos los trenes de Alema- nia, estaba muy leno, pero nadie miraba afuera. Y 2 39 1 Jo reconocieron como extranjero porque lo hacia.3” Janet Flanner, que escribfa para el New Yorker, hizo las mismas observaciones en Colonia, que, segiin dice en sus reportajes, reposa «en su otilla del rio... entre los escombros y la soledad de una destruccién fisica coral... sin ninguna figura. Lo que ha quedado de su vida ~seguimos leyendo~ se abre camino con esfuerzo por carreteras secundarias repletas: una po- blacién encogida, vestida de negro... muda como la ciudad».2® Bse mutismo, ese cetrarse y hacerse aun lado es la raz6n de que sepamos tan poco de lo que pensaton y vieron los alemanes en el medio decenio comprendido entre 1942 y 1947. Los escombros en- tre los que vivian siguieron siendo la terra incognita de la guerra. Es posible que Solly Zuckerman presin- tiera ese déficit. Como todos los que participaron di- rectamente en las discusiones sobre la estrategia de ataque més eficiente, y por tanto tenfan cierto interés profesional en los efectos del area bombing, inspec- cioné en la primera oportunidad que se le presenté la destrozada ciudad de Colonia. Todavia al volver a Londres estaba impresionado por lo que habfa visto y convino con Cyril Connolly, entonces director de {a revista Horizon, en escribir un reportaje titulado «Sobre Ia historia natural de la destruccién». En su autobiografla excrita decenios més tarde, Lord Zuc- kerman deja constancia de que su propésito fracas6. My firs view of Cologne ~dice— cried out for a more eloquent piece than I could ever have writen. Cuan- do en los afios ochenta pregunté a Lord Zuckerman por ese tema, no recordaba ya sobre qué habja queri- 40 do escribir con detalle en su momento. Sélo con- servaba atin la imagen de la negra catedral, que se alzaba en medio de un desierto de piedra, y de un dedo cortado, que habia encontrado en una excom- brera. a 1 (Por dénde habria habido que comenzar una his- toria natural de la deseruccién? Por una visién gene ral de los requisitos técnicos, de organizacién y politi cos para realizar ataques a gran escala desde el aire, por una descripcién cientifica del fendmeno hasta en tonces desconocido de las rormentas de fuego, por un registro patogrifico de las formas de muerte ‘caracte- risticas, 0 por estudios psicolégicos del comporta- miento sobre el instinto de huida y.de retorno al ho- gar? Nossack escribe que no habla cauces para la cortiente de poblacién que, después de los ataques aé- eos sobre Hamburgo, «silenciosa ¢ incesantemente lo inundaba todo», y por pequeftos arroyuelos llevaba el desasosiego hasta las aldeas més apartadas. Apenas ha- ian Hegado los fugitives a alguna parte, continéa Nossack, se ponfan otra vex eft marcha, segufan su ca- mino 0 trataban de volver a Hamburgo, «ya fuera para salvar codavia algo o para buscar a parientes», ya fuera por los oscuros motivos que obligan al criminal 43 a volver al lugar del crimen.4? En cualquier caso, dia- riamente se desplazaba una inmensa cantidad de gen- te. Ball sospeché mis tarde que en esas experiencias de desarraigo colectivo tiene su origen la pasién de viajar de los habitantes de la Repiblica Federal de ‘Alemania, ese sentimiento de no poder quedarse ya en ningiin sitio y tener que estar siempre en otta parte.‘ Los desplazamientos de huida y retorno al hogar de la poblacién bombardeada serian asi, desde el punto de vista behaviorista, algo absolutamente parecido a ejer- cicios preparatorios de iniciacién de la sociedad mévil que se constituyé en los decenios posteriores a la ca- téstrofe, bajo cuyo patrocinio aquella inquietud cr6- nica se convirtié en virtud cardinal. Prescindiendo del comportamiento trastornado de las propias personas, el cambio més evidente en el orden natural de las ciudades durante las semanas que segulan a un raid aniquilador era el sibito aumento exagerado de las criaturas parasitarias que proliferaban en los cadiveres desprotegidos. La llamativa escasez de observaciones y comentarios al respecto se explica por la implicita imposicién de un tabi, tanto mas com- prensible si se piensa que los alemanes, que se habfan propuesto Ia limpieza e higienizacién de Europa, te- nfan que defenderse ahora del miedo de ser ellos mis- ‘mos, en realidad, el pueblo de las ratas. Hay un pasaje en la novela tanto tiempo inédita de Boll en el que se describe a una rata de los escombros, mientras, ven- teando, se abre camino a tientas desde una montafia de cescombros hasta la calle, y, como es sabido, Wolfgang, Borchert escribié una hermosa historia sobre un chico 4 que vela a su hermano muerto, sepultado entre los es- combros, y aleja su horror a las ratas convenciéndose de que duermen de noche. Por lo demés, en la litera- cura de la época, por lo que sé, tnicamente se encuen- tra sobre ese tema un pasaje de Nossack, en el que se dice que los reclusos, con sus trajes a rayas, a los que se utilizaba para eliminar «los restos de los que fueron seres humanos», s6lo podfan abrirse camino con lan- zallamas hasta los cadveres que yacfan en los refugios antiaéreos, tan densas eran las nubes de moscas que zumbaban a su alrededor, y que las escaleras y suelos de los sétanos estaban cubiertos de gusanos resbaladi- zos de un dedo de largo. «Ratas y moscas dominaban laciudad. Insolentes y gordas, las ratas correteaban por las calles. Pero todavia mas repugnantes eran las mos- cas. Grandes, de reflejos verdes, como no se habfan visto nunca. Daban vueltas como grumes por el asfal- to, se posaban en los restos de pared copulando unas sobre otras y se calentaban, cansadas y hartas, en los cristal rotos de las ventanas. Cuando no podian vo- lar ya, se arrastraban detris de nosotros a través de las hendiduras més pequefias, lo ensuciaban todo, y sus susurtos y zumbidos eran lo primero que ofamos al despertar. Esto sdlo cesé a finales de octubre.» Ese cuadro de la multiplicacién de especies normalmente reprimidas por todos los medios es un raro documen- to de la vida en una ciudad en ruinas. Aunque la ma- yorfa de los supervivientes pudicran no haber teri do ese enfrentamiento directo con las més repulsivas formas de la fauna de los escombros, las moscas al me- nos los persegufan por todas partes, por no hablar del 45 olor... a podredumbre y descomposicién» que, como escribe Nossack, eflotaba sobre la ciudad>."? Casi no nos ha llegado nada de los que, en las semanas y meses que siguieron a la destruccién, sucumbieron al asco existencial; pero al menos Hans, el narrador principal de El angel callaba, se horroriza al pensar en tener que reanudar la vida, y nada le parece més légico que re- runciar sencillamente, ebajar las escaleras y dirigitse a la noche». Significativamente, a muchos de los hé- roes de Ball les falta todavia, devenios més tarde, una auténtica voluntad de vivir. Esa deficiencia, que lle- van adhcrida como un estigma en su nuevo mundo de Exitos, ¢s la herencia de una existencia entre las ruinas que sienten como vergonzosa. Sobre lo cerca de la ex- tincién que estaban realmente muchos al terminar la guerra en las ciudades destruidas informa una nota de E. Kingston-McCloughry, que dice que el aparente vagar sin rumbo de millones de personas sin hogar en medio de aquella inmensa devastacién era un espec- téculo horrible, profundamente inquietante. No se sa- bia dénde se alojaba aquella gente, aunque, al caer la ‘oscuridad, las luces en las ruinas mostraban dénde se habian instalado. Nos encontramos en la necrdpolis de un pueblo extrafio e incomprensible, arrancado a su existencia e historia civil, devuelto a la etapa de desarrollo de los recolectores némadas. Imaginémo- nos, pues, lejos, detris de los pequefios huertos fami- liares, alzandose sobre el cerraplén de las vias de tren, Jas ruinas carbonizadas de la ciudad, una oscura silue- ta desgarraday;46 delante, un paisaje de bajas colinas de escombros, de color cemento, polvo de ladrillo 46 rojo y séco que se mueve en grandes nubes sobre la desierta comarca, un solo hombre que hurga entre los guijarros,” la parada de un tranvia en medio de nin- guna parte, gente que estd alli y de los que, como es- cribe Ball, no se sabe de dénde vinieron, que parecen crecidos en las colinas, «invisibles, inaudibles...salidos de es0s niveles de la nada... Fantasmas cuyo camino y meta no se podia saber: figuras con paquetes y bolsas, cajas de cartén y cajoness.® Volvamos con ellos a la ciudad en que viven, por calles en que las escombreras se-amontonan hasta el primer piso de las fachadas consumidas por el fuego. Vemos seres humanos que han hecho pequefias hogueras al aire libre (como sies- tuvieran en la selva, escribe Nossack), donde hierven su comida 0 su ropa. Tubos de eseufa que sobresalen entze Jas ruinas, humo que se dispersa lentamente, una aneiana con un paftuelo en la cabeza y una pala para carbén en la mano.>° Més 0 menos ese aspecto debia de tener la patria en 1945. Stig Dagerman des- cribe la vida de los habicantes de los s6tanos en una ciudad de la Cuenca del Rube: la. asquerosa comida, que se compone de sucias verduras arrugadas y dudo- sos troz0s de carne cocidos juntos, y describe el hu- mo, el fifo el hambre que reinan en las cavernas sub- rerrdneas, los nifios que tosen, a los que el agua que hay siempre en el suelo se les mete por los agujereacios zapatos. Dagerman describe aulas de escuela en las {que hay pizarras clavadas para sustituir los cristales ro- tos de las ventanas y tanta oscuridad que los nifios no pueden leer sus libros de texto. En Hamburgo, dice Dagerman, hablé con un tal seior Schumann, emplea- 47 do de banco, que llevaba ya tres afios viviendo bajo tierra, Los rostros blancos de esa gente, segiin Dager- man, parecen exactamente el de un pez cuando sube a la superficie @ tomar aire" Victor Gollancz, que en el otofio de 1946 viajé durante mes y medio por la zona de ocupacién inglesa, sobre todo Hamburgo, Diisseldorf y la cuenca del Ruhr, y escribié una serie de reportajes para la prensa inglesa, da datos deralla- dos sobre la deficiencia de alimentacién, sintomas de carencia, edemas causados por el hambre, consun- ci6n, infecciones de la piel y eépido aumento del nti- mero de tuberculosos. Habla también de la profunda lecargia y la califica de caracteristica més destacada de la poblacién de las grandes ciudades. «People drift about with such lassitude ~escribe— that you are always in danger of running them down when you happen to be in a car.» El més asombroso de los reportajes de Go- 48 lance desde el pafs vencido es quiz la breve glosa de- dicada alos zapatos rotos de los alemanes «This Misery of Boots, y no tanto la glosa misma como las fotogra- fias que la acompafiaron luego en la edicién en forma de libro de los reportajes, forografias que el mismo Gollancz tomé en el otofie de 1946, evidentemente fascinado por esos objetos. Fotografias como esas en las que, de forma muy concreta, se hace visible el pro- ceso de degradacién, pertenecen indudablemente a una historia natural de la destruccién como Ja imagi- né en su momento Solly Zuckerman. Lo mismo suce- de con el pasaje de El éngel callaba en que el narrador observa que se podria determinar la fecha de la des- truccién por la hierba que cubre las montafias de es- combros. «Era una pregunta botinica. Aquel montén de escombros, desnudo y pelado, eran piedras brutas, mamposteria recientemente rota... ni una brizna de hicrba crecfa alli, mientras que en otras partes habla ya arboles, arbolitos encantadores en los dormitorios y la cocina» En algunos puntos de Colonia, al final de la guerra el paisaje de ruinas se habia transformado ya por la vegetacién que proliferaba sobre él: las calles atravesaban el nuevo paisaje como «pacificos desfila- deros».5 A diferencia de las catdstrofes que hoy se ex- tienden subrepticiamente, la capacidad de regenera- cién de la Naturaleza no habfa sido al parecer afectada por las tormentas de fuego. Efectivamente, en Ham- burgo, en el otofio de 1943, pocos meses después del gran incendio, florecieron muchos drboles y arbustos, especialmente castafios y lilas.5* ;Cudnto tiempo ha- bria hecho falta si el plan Morgenthau de «pastoraliza- 49 cidn» de Alemania se hubiera impuesto realmente, hasta que todo el pafs las montafias de ruinas rebosa- ran de bosques? En lugar de ello, volvié a despertar con sorpren- dente rapidez ese otro fenémeno natural, la vida so- cial, La capacidad del ser humano para olvidar lo que no quiere saber, para no ver lo que tiene delante po- cas veces se ha puesto a prucba mejor que en Alema- nia en aquella época. Se decide, al principio, por sim- 50 ple pinico, seguir adelante como si no hubiera pasa- do nada. El reportaje de Kluge sobre la destruccién de Halberstadt comienza con la historia de una em- pleada de un cine, la sefiora Schrader, que, después de caer las bombas, se pone inmediatamente a traba- jat, con una pala del refugio antiaéreo, para poder edespejar los escombros ~como espera~ antes de la se- sin de las dos de la tardes.*° En el sétano, donde en- cuentta varios fragmentos de cuerpos cocidos, pone orden colocndolos por de pronto en la caldera del lavadero. Nossack cuenta cémo, al volver a Hambur- go unos dias después del ataque, vio a una mujer que en una casa, «que se alzaba sola e intacta en medio del desierto de escombros», estaba limpiando las ven- tanas. «Creimos ver una loca -escribe, y continéa~! Lo mismo ocurrié cuando nosotros, los nifios, vimos limpiar y rastrillar un jardin delantero. Era tan in- comprensible que se lo contamos a los otros como si fuera un milagro. Y un dia llegamos a.un barrio peri- férico totalmente intacto. La gente se sentaba en el balobn y tomaba café. Era como una gelicula, real mente imposible.» La extrafiena de Nossack se debe a que, como tiene que adoptar el punto de vista de tuna persona afectada, se enfienta con una falta de sensibilidad moral que raya en lo inhumano. No se espera de una colonia de insectos que, ante la devas- tacién de una construccién vecina, se quede paraliza- da de dolor. Sin embargo, de la naruraleza humana sf cabe esperar cierto grado de empatia. En ese sentido, el mantenimiento del orden pequefioburgués del café de sobremesa en los balcones de Hamburgo a finales 51 de julio de 1943 tiene algo de espantosamente absur- do y escandaloso, como sucede con los animales de Grandville, vestidos de personas y pertrechados de cubiertos, que se comen a sus congéneres, Por otra parte, la rutina que se impone por encima de los acontecimientos catastr6ficos, desde preparar una tar- ta para el café de sobremesa hasta mantener los ritua- les culturales més elevados, es el medio més eficaz y natural de conservar el llamado suno juicio, En ese contexto encaja también el papel que desempefié la miisica durante cl derrumbamiento del Reich ale- mén, Siempre que habia que evocar la gravedad del momento se recurtia a la gran orquesta, y el régimen utilizaba el gesto afirmativo del final sinfénico, ha- ciéndolo suyo, En eso no cambié nada cuando se ex- tendieron alfombras de bombas sobre las ciudades alemanas. Alexander Kluge recuerda que, en la noche del acaque a Halberstade, Radio Roma estaba trans- mitiendo Aida. «Estébamos sentados en el dormitorio de mi padre, ante un aparato de madera de disco ilu- ‘minado en el que aparecian las emisoras exteanjeras, y olamos Ja distorsionada musica secreta, que desde muy lejos, sobrepuesta, contaba algo serio que nues- tro padre nos resumia brevemente en alemin A la una, los amantes encontraron la muerte en la ctip- tay’? La vispera del devastador ataque aéreo sobre Darmstadt, segtin uno de los supervivientes, oy6 «por radio algunas canciones del alegre mundo rococé de la encantadora misica de Strauss».5® Nossack, al que las desnudas fachadas de Hamburgo le parecen arcos de triunfo, ruinas de la época romana o la escenogra- 52 fia de una épera fantéstica, mira desde un montén de escombros un desierto del que sélo se destaca el por- tal del jardin de un convento. En marzo habia asisti- do todavia allf a un concierto. eY una cantante ciega habfa cantado: “El dificil tiempo del suftimiento co- mienza de nuevo.” Sencilla y segura se apoyaba en el clavichémbalo, y sus ojos muertos miraban por enci- ma de las naderias por las que ya entonces tembldba- mos, tal vez hacia donde estabamos ahora. Pero ahora nos rodeaba slo un mar de piedras.»®? La relacién, evocada agu{ por una vivencia musical, entre lo més extremamente profino y lo sagrado es un antificio que demuestra siempre su eficacia. «Un paisaje de co- linas de ladrillo, debajo los seres humanos sepultados, encima las estrellas lo tiltimo que se mueve son las ratas. Por la noche, [figenia», anos Max Frisch en Berlin. Un observador inglés recuerda una funcién de 6pera en la misma ciudad, inmediatamente des- pués del armisticio. «ln the midst of such shambles only the Germans —dice con cierta admiracién de doble filo-, could produce a magnificens full orchestra and a crowded house of music lovers.» :Quién podsfa privar a los oyentes, que por todo el pals escuchaban con ojos brillantes la miisica que volvia a animarse, de sentirse agradecidos por su salvacién? Y, sin embargo, cabe preguntarse también si no se les hirchaba el pe- cho de un perverso orgullo por el hecho de que nadie en Ia historia de la humanidad hubiera tocado asi ni nadie hubiera soportado tanto como los alemanes. La crénica de todo ello aparece en la biografia del com- positor alem4n Adrian Leverkiihn, que el maestro 53 Zeitblom de Freising, inspirado por su ghostwriter de Santa Barbara lleva al papel cuando la ciudad de Du- rero y de Pirckheimer era reducida a cenizas y tam- bign la cercana Munich era sometida a juicio. «Mis simpatizances lectores y amigos ~escribe-, continto, 34 Sobre Alemania ha caido la perdicién, en los escom- bros de nuestras ciudades habitan, cebadas con cadi- veres, las ratas..o. En El doctor Faustus Thomas Mann escribié una amplia critica histérica de un arte cada ver mds inclinado a la comprensién apocaliptica del mundo, y a la vez la confesién de su propia impli- cacién. Del publico para el que escribié esa novela sin duda sélo lo comprendieron unos pocos; la gente esta- ba demasiado ocupada en celebrar actos solemnes en la lava apenas enfriada, y demasiado también en librar- se de toda sospecha. No se dejaba arrastrar a la com- plicada cuestiOn de las relaciones entre ética y estétca {que atormentaba a Thomas Mann. Y sin embargo esa cuestién hubiera sido de importancia fundamental, como sugieren las escasas trasposiciones licerarias sobre a aniquilacién de las ciudades alemanas. Aparte de Heinrich Ball, de cuya melancélica no- -vela sobre las ruinas El éngel callaba se privé al publi- co literario durante més de cuarenta afios, Hermann Kasack, Hans Erich Nossack y Peter de Mendelssohn fueron los tinicos que, al acabar la guerra, escribieron sobre el vema de la destruccién de las ciudades y la su- pervivencia en’un pafs en ruinas. Los tres autores esta- ban unidos entonces por ese interés comtin. Kasack y Nossack estuvieron regularmente en contacto des de 1942, mientras trabajaban respectivamente en La ciudad desrds del rio y Nekya; a su ver, Mendelssohn, que vivia en el exilio inglés y, cuando regresé por vez primera a Alemania en mayo de 1945, apenas pudo comprender el grado de destruccién, considers sin 35 duda por ello la obra de Kasack, aparecida en la pri- mavera de 1947, como un testimonio de la época de la maxima actualidad. Ya en el verano esctibe una re- censién entusiasta, busca una editorial inglesa para el libro, se pone a traducielo inmediatamente y, como resultado de ocuparse de Kasack, comienza en 1948 a escribir la novela Die Kathedrale (La catedral) que, lo mismo que los trabajos de Kasack y de Nossack, en- tiende como un experimento literario en el entorno de la descrucci6n total. Postergada por las muchas ta- reas que recayeron en Mendelssohn mientras, al servi- cio del gobierno militar, se ocupaba de la reconstruc- cién de la prensa alemana, el relato escrito en inglés quedé en forma de fragmento y no se publicé hasta 1983, en traduecién del propio Mendelssohn. El tex- 10 clave de ese grupo es indudablemente La ciudad de- rds del rfo, a a que entonces se dio una gran impor- tancia y que se consideré durante mucho tiempo como el ajuste de cuentas definitivo con la focura del tégimen nacionalsocialista. «Mediante un solo libro -escribié Nossack- volvia a haber una literatura ale- mana de categorfa, una literatura’surgida aqul y creci- da en nuestros escombros.»S Otra cuestién es, natu- ralmente, en qué sentido correspondia la ficcion de Kasack a las condiciones alemanas de entonces y qué tenia que ver, por ejemplo, con la filosofia extrapola- dda de esas condiciones. La imagen de la ciudad de més alli del rfo, en la que wa vida, por decielo ast, se de- sarrolla subterréneamentes,§ es con claridad, en todas sus caracteristicas, la de una comunidad destrozada. eDe las casas de las hileras de calles de alrededor so- 56 bresalian sélo las fachadas, de forma que, mirando oblicuamente por las desnudas filas de ventanas, se podia ver la superficie del cielo.»6 Y se puede.argu- ‘mentar que también la descripcién de esa evida sin vvida»® que la poblacién levaba en ese mundo crepus- cular recibfa sus estimulos de la situacién econémica y social real en el periodo comprendido entre 1943 y 1947. En ninguna parte habia vehiculos, y los pea- tones vagaban apticos por las calles llenas de escom bros, «como si no sintieran ya lo desolador del entor- no... A otros se los podia observar en los edificios de viviendas detrumbados, despojados de su: finalidad, mientras buscaban restos de enseres sepultados, reco- gian alli un trocito de lata o de alambre entre los cascotes, reunfan acé algunas astllas en las bolsas que Ievaban al hombro y que parecfan cajas de herboris- ta».$7 En los centros comerciales sin techo se oftecfan trastos diversos en escaso surtido: «Aqui se desplega- ban chaquetas y pantalones, cinturones de hebilla pla- teada, corbatas y pafiuelos de colores; alld se habfan amontonado zapatos y botas de toda clase, que nor- malmente se encontraban en estado francamente du- doso. En otros pucstos colgaban de perchas trajes arrugados de diversos tamafios, chaquetas regionales y jubones aldeanos pasados de moda; en medio habia calcetines, medias y camisas remendados, sombreros y redecillas a la venta, en confuso montén.» Sin em- bargo, las relaciones vitales y econémicas disminuidas que en esos pasajes se concretan como fundamento empirico del relato no se unen en una amplia imagen del mundo de as ruinas, sino que son més bien sim- 7 ples elementos de atrezo de un plan superior de mi ficacién de una realidad que, en su forma bruta, se re- siste a la descripcién. En consecuencia, también las floras de bombarderos aparecen como hechos trans- reales. «Como si Indra, cuya crueldad en la destruc- cin supera las fuerzas demonfacas, los inspirase, des- pegaban, mensajeros en bandada de la muerte, para arrasar las naves y edificios de la gran ciudad en pro- porciones cien veces mayores que en ninguna guerra asesina, con el éxito y la contundencia del Apocalip- sis» Figuras de mascara verde, pertenecientes a una secta secreta, que despedian un apagado olor 2 gas y quizh simbolizaban 2 los asesinados en. los campos, ceran presentadas, en aleg6rica exacerbacién, en dispu- ta con los espantajos del poder que, hinchados a un tamafio superior al natural, anunciaban un dominio blasfemo hasta que se derrumbaban como uniformes vacios, dejando un hedor diabélico, A esa escenifi cacién, casi digna de Hans J. Syberberg, que debe mucho a los aspectos mds equivoces de la fantasta ex- presionista, se impane en la parte final de la novela el intento de dar sentido a lo sin sentido, ocasién en la que el pensador més.veterano del imperio de los muertos de Kasack sefiala que elos treinta y tres inicia- dos concentran sus fuerzas desde hace tiempo para abrir y ampliar la regién mucho tiempo protegida del Ambito asidtico a fin de dar paso a los reencarnados, y parecen escar aumentando sus esfuerzos para que esa resurreccién en cuerpo y alma incluya también a cfrcu- lo de Occidente. Ese intercambio, hasta ahora sélo realizado paulatina y aisladamente, entre bienes exis- 58 tenciales asidticos y europeos puede reconocerse en una serie de fenémenos».7° De otras explicaciones del ‘Maestro Magus, que representa en la novela de Ka- sack la més alta instancia de sabiduria, se desprende que debjan morir millones «para dejar sitio a los reen- carnados que surjan. Un sinnimero de seres humanos fueron llamados prematuramente para que, como se- milla, con renacimiento apécrifo, pudieran resucitar en un espacio vital hasta entonces cerrado».7! La elec- cién del vocabulatio y conceptos de ese pasaje, no rara en la epopeya de Kasack, muestra con alarmante clari- dad que el lenguaje secreto cultivado al parecer por la emigracién interior era en gran parce idéntico al cé- digo del mundo intelectual fascista.”? Para el lector de hoy resulta dificil contemplar cémo Kasack, muy al estilo de su época, se sittia, con filosofismos seudo- humanisticos y orientales, y recurtiendo a mucha jer- ga simbélica, por encima de la inaudita realidad de la catéstrofe colectiva, y eémo se incluye él mismo, me- diante toda la estructura de su novela, en la comuni- dad més alta de Jos intclectuales puros, que en Ia ciu- dad de detrés del rio guardan ‘como archiveros 1a memoria de la humanidad. También Nossack cae en Nelya en la tentaci6n de hacer desaparecet los horro- res reales de su tiempo mediante el artificio de la abs- traccién y el vértigo metafisico. Nekya, al igual que La ciudad detrds del rio, es el relato de in viaje al imperio de los muertos y, como en Kasack, también aqui hay maestros, mentores, un Maestro, antepasados y ante- pasadas, mucha disciplina patriarcal y mucha oscuri- dad prenatal. Nos encontramos, pues, en plena pro- 59 vincia alemana pedagégica, que se extiende desde la vi- sidn idealista de Goethe hasta Stauffenberg y Himm- ler, pasando por la Stern des Bundes (Estella de las Ligas) de Stefan George. Si se recurte otra vez a ese mo- delo de una élite que actia fuera y por encima del Es- tado como guardin de una sabiduria misteriosa, a pe- sar de haber quedado por completo desacreditada en la practica social, y se hace para arrojar luz sobre el senti- do supuestamence metafisico de su experiencia a aque- llos que se han librado de la destruccién total con nada mis que la vida, ponemos de manifiesto una inflexibi- lidad ideolégica muy por encima de la conciencia de los autores individuales, una inflexibilidad que sélo podria compensarse con una resuelta mirada 2 la rea- lidad. ‘Mérito innegable de Nossack es que, a pesar de su desafortunada rendencia a la exageracién filosdfica y la falsa trascendencia, fue el tinico escritor que intenté escribir sobre lo que habfa visto realmente de la forma ms sencilla posible. Es verdad que, en su ajuste de ‘cuentas con Ia cafda de Hamburgo, irrumpe a veces la retérica de la inevitabilidad del destino, se dice que el rostro del hombre debe ser santificado por el trinsito alo eterno,’ y las cosas toman finalmente un giro ale- gorico y fabuloso; pero en conjunto se trata en primer lugar de la pura facticidad, de la estacién del afo y el tiempo atmosférico, del punto de vista del observa- dor, del ruido triturador de la escuadrilla que se acer- ca, del resplandor rojo en el horizonte, del estado fisi- co y mental de los que han huido de la ciudad, de las bambalinas quemadas, las chimeneas que curiosa- 60 mente siguen en pie, la ropa blanca que se seca en la ventana de la cocina, de una cortina desgarrada que se agita al viento en una terraza vacia, de un sofa con funda de ganchillo y de otras cosas innumerables, per- didas para siempre, y también de los escombros bajo los que estin sepultadas, de la aterradora vida nueva que se agita debajo y de la repentina avidea del ser hu- mano por los perfumes. El imperative moral de que uno al menos tiene que escribir lo que ocurtié en aquella noche de julio en Hamburgo lleva a una am- plia renuncia al artificio. De forma desapasionada se informa «de un acontecimiento horrible de,tiempos prehistéricos».74 En ese sétano a prueba de bomba un grupo de personas ardieron porque las pucrtas se atas- caron y las reservas de carbén de los cuartos contiguos se incendiaron. Asi sucedi6. «Todos huyeron de las paredes ardientes al centro del sétano. Alli les encon- traron apifiados. Estaban hinchados por el calor.o?5 El tono con que se informa es el del mensajero en una tragedia clésica. Nossack sabe que, con frecuencia, se ahorca a esos mensajeros. En su memorando sobre el hhundimiento de Hamburgo incluye la parabola de un hombre que afirma tener que contar cémo fue, y a quienes sus oyentes dan muerte porque difunde un frio mortal. De ese destino infame se libran por lo ge- neral quienes salvan de la destruccién un sentido me- tafisico. Su empresa es menos peligrasa que el recu do concreto. En un articulo que dedicé Elias Canetti al diario del doctor Hachiya de Hiroshima, a la pre- gunta de qué significa sobrevivir a una catdstrofe de esas proporciones se da la respuesta de que eso sélo se 61 puede deducir de un texto que, como las anotaciones de Hachiya, se caracteriza por su precisi6n y responsa- bilidad. «Si tiene sentido reflexionar escribe Canet- ti- acerca de qué forma de fiteratura es hoy indispen- sable, indispensable para un hombre que sepa y comprenda, sa ¢s la forma.»”® Lo mismo puede de- cise del relaro de Nossack, singular incluso dentro de su propia obra, sobre la caida de la ciudad de Ham- burgo. El ideal de lo verdadero, decidido en su objeti- vidad al menos durante largos trechos totalmente ca- rente de pretensiones, se muestra, ante la destruccién total, como el tinico motivo legitimo para proseguir la labor literaria. A la inversa, la fabricacién de efectos estéticos 0 seudoestéticos con las muinas de un mundo aniquilado es un proceso en el que Ia literatura pierde su justificacion. Un ejemplo de ello, dificil de superar, son las pa- ginas y paginas de sicuaciones embarazosas del frag- mento narrativo de Peter de Mendelssohn La catedral, que (afortunadamente, se podria decit) permanecié mucho tiempo inédito y también después de su apari- i6n pasé en gran parte inadvertido, Comienza cuan- do Torstenson, el protagonista de la historia, sale de tun sétano sepultado, al dia siguience de un gran raid aéreo. «Sudaba, las sienes le latian. Dios santo, pensé, esto es horrible, ya no soy joven; hace diez, cinco afios, algo asi no me hubiera importado lo més minimo, peto ahora tengo cuarenta y uno, estoy sano, me en- cuentro bien y casi incélume, mientras que todo el mundo a mi alrededor parece haber muerto, y me tiemblan las manos y se me doblan las rodillas, y nece- 62 sito todas mis fuerzas para salir de este montén de es combros. Efectivamente, todo el mundo a su alzede- dor parecia estar muerto; el silencio era completo; gri- 16 unas cuantas veces si habla alguien all, pero no recibié respuesta de la oscuridad.»”” Con este estilo 2 bandazos entre deslices gramaticales y pobre imita- ign, de lo que se trata es de no dejar de citar toda clase de horrores, en cierto modo para demostrar que el au- cor no ticubea en mostrar la realidad de la desteuccién «en sus aspectos mis drésticos. Evidentemence, domina también en ello una desgraciada tendencia hacia lo melodramético. Torstenson ve «la cabeza de una an- cana que, torcida y desfigurada, se habia encajado en tun marco de ventana roro»,7® o teme que, en la oscuri- dad, «sus botas claveteadas pudieran resbalar sobre el calor que abandonaba el pecho aplastado de una mu- jer.” Torstenson teme, Torstenson ve, Torstenson pensé, cuvo la sensacién, dud6, se itrits consigo mis- mo, no ten{a la intencin,.. Desde esa perspectiva ego- ‘manfaca, mantenida apenas por el traqueteante meca- nismo de la novela, tenemos que seguir una trama que, al parecer, tomé su cardcter grandiosamente tri- vial de os guiones cinematogrificos de Thea von Har- ou para Fritz Lang, mejor dicho, del guién para a gi- gantesca produccién Metrépolis. La arrogancia del hombre técnico es también uno de los temas principa~ les de la novela de Mendelssohn. De joven arquitecto, Torstenson —las resonancias de Heinrich Tessenow y su discfpulo estrella Albere Speer no son casuales, aun aque el autor las niegue— construyé la gigantesca cate- dral que es el nico edificio todavia en pie en el campo 63 de ruinas. La segunda dimensién del relao es la erética. Torstenson busca a Karena, su primer’ amor, la her- mosfsima hija del sepultureros, que ahora yace pro- bablemente bajo los escombros. Karena es, como la Maria de Metrépois, una santa pervertida por los po- deres dominantes. Torstenson recuecda su primer en- cuentro con ella en: casa del librero Kafka, que preci- samente, como el nigromante Rotwang de la pelicula de Lang, vive en una casa torcida, lena de libros y trampillas. Aquella noche de invierno, recuerda Tors- tenson, Karena llevaba una capucha que parecia arder interiormente. «El forro rojo y las guedejas doradas sobre sus mgjillas se habian fundido en una corona de llamas, enmarcando su rostro, que permanecia tran- quilo ¢ intacto, y hasta parecia sonreit timidamen- te...089 Una especie de copia, indudablemente, de San- ta Marla de las Catacumbas, que luego reaparece, convertida en mujer robot, al servicio de Fredersen, el sefior de Metrépolis. Karena comete una traicién parecida cuando, al ir Torstenson al exilio, se pone de parte del nuevo gobernante, Gossensass. Segiin Men- dhsschri, €) libro hubiera debido. cerminar cuando Torstenson, con una gabarra de las utilizadas para eli- minar escombros, se ditige'al mar y alli, mientras la grava se hunde en las profundidades, ve a toda la dad en el fondo, intacta e incélume, como una especie de Atlintida, «Todo lo que arriba ha sido desteuido esté aqui abajo ileso, y todo lo que sigue estando arti- ba, especialmente la catedral, nos falta aqui.»*! Tors- enson desciende por una escalera en el agua hasca la ciudad sumergida, es hecho prisionero y debe respon- 64 der a.un tribunal para salvar la vida... también una vi- sién muy del gusto de Thea von Harbou. La coreogra- fla de las masas, el desfile del ejército victorioso en la ciudad destruida, la entrada de la poblacién supervi- viente en la catedral, todo ello lleva igualmente la mar ca Lang/Harbou, lo mismo que la reiterada condensa- ién de la trama en un kissch que va en contra de toda decencia literaria. Torstenson, que al principio mismo de la novela se encuentra con un muchacho huérfano, tropieza poco después con una muchacha de diecisiete afios escapada de un campo de castigo. Cuando por primera ver estén, «a la cruda luz del sob8? en las es- caleras de la catedral, a ella se le deslizan los jirones de la chaquetilla y Torstenson la concempla, segin sé nos dice, «con serena minuciosidad», «Era una mucha- cha sucia, desalifiada e impetuasa, con el pelo negro y desgrefiado, pero, en su joven esbeltez y flexibili- dad, hermosa como una diosa de los bosquecillos de la antigiiedad.»® De forma apropiada, resulta que la muchacha se llama Aphrodite Homeriades y (otro es- ‘tremecimiento mds) es una judfa griega dé Salénica. “Torstenson, que al principio juega con la idea de acos- tarse con aquella rara beldad, la conduce finalmente hasta el muchacho alemén, en una especie de escena de reconciliacién, para que el muchacho aprenda con ella el secreto de la vida; otro reflejo, se podela opinar, de los planos finales de Metrépolis, rodados ante la puerta de una imponente catedral. No resulta ficil re- sumir todo lo que Mendelssohn (hay que suponer que ccon la mejor intencidn) despliega ante el lector de las- civia y hitschracista archialemén. En cualquier caso, la 65 incondicional ficcionalizacién del tema de la ciudad destruida por Mendelssohn es el polo opuesto de la so- briedad prosaica por la que Nossack se esfuerza en los mejores pasajes de su acta Der Untergang (La caida). Mientras que Nossack logra acercarse con deliberada reserva a los horrores desencadenados por la Opera- sion Gomorrah, Mendelssohn responde por exceso, a to largo de mds de doscientas pginas, con un sensa- ionalismo ciego. Otra elaboracién literaria, de otra indole pero igualmence dudosa, de la realidad de la destruccién se encuentra hacia el final de fa novela corta de Arno Schmidt, publicada en 1953, Momentos de ba vida de un fauno. Aunque resulte poco delicado sefialar con el dedo los defectos de escritores que luego han sido, muy merecidamente, presidentes de academia, se ceme casi mis perjudicar la fama de un luchador, ar- tista de la palabra sin concesiones. Sin embargo, creo que debo poner un signo de interrogacién al accio- nismo verbal dindmico con que Schmidt escenifica el especticulo de un ataque aéreo. Sin duds, la inten- cid dal gawur es pomer ue algeir amade oe aramifieses el remolino de fa destrucci6n mediante un lenguaje desquiciado; pero, al menos yo, cuando leo un frag- mento como el que sigue, no veo nada de aquello de Jo que al parecer se trata: la vida en cf momento ho- rrible de su desintegraci6n. «Un tangue de alcohol en- terrado se liberé debatiéndose, rod como una mina de mica sobre una mano ardiente y se disolvié en un vayarrollo (del que flufan riachuelos de fuego: un po- licia desconcertado ordené al de fa derecha que se de- 66 cuviera y se evapors en acto de servicio), Una nubosa gorda se elevé sobre el almacén, hinché el redondo vientre y eructé en el aire una chalavera, se rié gutu- ralmente (qué pasa!) y anudé glugluteando brazos y piernas, se volvié esteatopigicamente hacia nosotros, soltando como ventosidades gavillas enteras de as- dientes tubos de hierro, interminablemente y muy experta, hasta que los arbustos se inclinaron y balbu- cearon.n® No veo nada de lo que se describe, sino s6lo a un autor, diligente y obstinado a la vez en su trabajo de marquecerfa lingilstica. Es caracteristico del aficionado a las manualidades que, después de en- contrar un procedimiento, fabrique una y otra vez lo mismo, y también Schmidt, incluso en este caso ex- ‘temo, sigue imperturbable con su trabajo: disolucién, caleidoscépica de los contornos, visién antropomérfi- 4 de la Naturaleza, la lémina de mica del archivo, esta 0 aquella rareza léxica, lo grotesco y lo metaféri- £0, lo humoristico y la onomatopeya, fo ordinario y lo selecto, violento, explosivo y ruidoso. No creo que mi antipatia por el vanguardismo, exhibicionista del anafists fecfio por Scfimide def momento de fa des- truccién proceda de una posici6n fundamentalmente conservadora en cuanto a forma y lenguaje, porque, ‘en contraposicién a esos ejercicios de dedos, las notas discontinuas de Jacki en la novela de Hubert Fichte Detlevs Imirationen «Griinspan» (Las imitaciones de Dedley «Griinspan»), en el curso de sus investigacio- nes acerca del ataque aéreo sobre Hamburgo me con- vencen por completo como método literario, proba- blemente sobre todo porque no tienen un cardcter 7 abstracto ¢ imaginario, sino documental y concreto, Es con lo documental, que en La caida de Nossack tiene un temprano precursor, con Jo que la literatura alemana de la posguerra se encuentra realmente a s{ misma ¢ inicia el estudio serio de un material incon- mensurable para la estética tradicional.-Corte el afio 1968, en que se cumple el veinticinco aniversatio del raid aéreo sobre Hamburgo. Jicki encuentra en la bi- blioteca médica de Eppendorf un pequefio volumen, publicado en 1948, de hojas de grueso papel amarillo anterior a la reforma monetaria. Su titulo: Resultados de las investigaciones patolégicas y anasimicas realiza- das con acasion de loi raids sobre Hamburgo en-1943- 41945. Con treinta ilustraciones y once laminas, En el parque ~eViento fresco en las lias. Al fondo, la pilera, taza, meadero en torno al cual los maricas de Alster pululan»-, Jicki hojea el libro prestado: «b) Autopsia de cadéveres encogidos. Para el trabajo se disponta por consiguiente de cadéveres encogides por el calor, con los efectos secundarios de una descomposicién més 0 menos avanzada. En el caso de esos cadiveres ‘encogidos no se podia pensar en una diseccién con bisturf y tijeras, Lo primero era quitarles la ropa, lo que, en el excepcional estado de rigider de los cuer- pos, s6lo se podfa efectuar por lo general cortando y desgarrando, y causaba dafios en algunas partes del ‘cuerpo. La cabeza y las extremidades, segiin la seque- dad de las articulaciones, podian separarse frecuente- mente:sin esfuerzo, si'habian conservado su unién con el cuerpo en el curso del rescate y el transporte. Cuando las cavidades no estaban ya al descubierto 68 por la destruccién de los tegumentos, se necesitaba la tijera de huesos o la sierra para separar la piel endure- cida. La solidificacién y el encogimiento de los érga- ‘nos internos impedia utiliza el bisturt; con frecuencia los distintos érganos, especialmente los del t6rax, po- dian extraerse enteros con triquea, aorta y car6tidas, y con diaftagma, higado y rifiones adheridos. Los 6rga- ‘nos que se encontraban en estado avanzado de autoli- sis 0 se habfan endurecido por completo por efecto del calor resultaban casi siempre dificiles de separat con el bisturf; las masas de tejido en descomposicién, semiblandas, arcillosas, pegajosas 0 carbonizadas desmenuzadas se romplan, desgarraban, desmigajaban o pellizcaban.s8® Aqui, en la descripcién experta de la destruccién ulterior de un cuerpo momificado por la tormenta de fuego, se hace visible una realidad que el radicalismo lingitistico de Schmidt no conoce. Lo que cculta su lenguaje artificioso nos mica fijamente desde cl lenguaje de los administradores del horror, que se dedican a lo suyo, imperturbables y sin muchos escréi- pulos, quizd porque, como sospecha Jacki, al margen de la catéstrofe pueden ponerse alguna medalla, El documento, elaborado por cierto doctor Siegfried Griff en interés de la ciencia, permite echar una ojea- da al abismo de una mente armada contra todo. El valor ilustrativo de esos auténticos hallazgos, ante los que toda ficcién palidece, determina también el tra- bajo arqueolégico de Alexander Kluge en las escom- breras de nuestra existencia colectiva. Su texto acerca del ataque aéreo sobre Halberstadt comienza en el ‘momento én que la programacién mantenida desde 69 hace afios del cine Capitol, que ese 8 de abril debia proyectar Ia pelicula Heimbebr (Retorno al hogn), con Paula Wessely y Atcla Hérbiger, se ve interrum- pida por el programa superior de la destruccién, y la 70 sefiora Schrader, experimentada empleada, trata de despejar los escombros. antes de que empiece la se- sién de las dos de la tarde. El cardcter casi humoristi- co de ese pasaje, que he mencionado ya, resulta de la extrema discrepancia entre los campos de accién acti- Yo y pasivo de la eatdstrofe, © mejor dicho de la im- propiedad de las reacciones reflejas de la sefiora Schrader, para la que «a devastacién del lado derecho del cine... no tenfa ninguna relacién significativa ni dramavdrgica con la pelicula proyectada».®6 Igual- mente irracional parece la aparicién de una compafita de soldados, encargados de desenterrar y claificar scien caddveres, algunos de ellos muy mutilados, en parte de la superficie y en parte de profundidades re- conocibles»7 sin que sepan qué objeto tiene esa coperacién» dadas las circunstancias. El fot6grafo desconocido, que comparece ante una patrulla militar y afirma que equerla forografiar la ciudad en llamas, su ciudad natal, en medio de la desgraciay,# se orien- ta como la sefiora Schrader por lo que le dice su ins- tinto profesional, y su intencién de documentar tam- bién el final no resulta absurda’ sdlo porque sus fotografias, que Kluge incorpora al texto, nos han lle- gado, lo cual, dadas las condiciones, dificilmente hu- biera podido esperar el fordgrafo, Las mujeres de vigi- lancia en la torre, la sefiora Arnold y la sefiora Zacke, con sillas plegables, linternas, termos, paquetes de bocadillos, gemelos y aparatos de radio, siguen infor- mando debidamente cuando la torre comienza ya a moverse bajo ellas y el revestimiento de madera em- pieza a arder. La sefiora Arnold acaba sus dias bajo nm tuna montaia de escombros sobre la que hay una ‘campana, mientras que la sefiora Zacke, con un mus- Jo roto, tiene que esperar horas hasta que los que hu- yen de las casas de Martiniplan la salvan. Los invita- ‘dos a una boda en el mesén El Caballo estin ya enterrados doce minutos después de la alarma gene- ral, con todas sus diferencias sociales y animosidad: el novio era de una familia pudiente de Colo: novia, de Halberstadr, de la clase mas baja. Esa y mu- chas otras historias que integran el texto muestran cémo los individuos y grupos afectados son incapaces ain, en medio de una catéstrofe, de evaluar el grado real de una amenaza y apartarse de sus papeles pres- ctitos. Dado que, como subraya Kluge, en el acelera- do desarrollo de la catistrofe, el tiempo normal y «la experiencia sensorial del tiempo» se separan, para los de Halbersrade s6lo ubiera sido posible, dice Kluge, apensar medidas de emergencia.... con cerebros de mafiana»® Ello, sin embargo, no quiere decir para Kluge que, a la inversa, sea imutil toda investigacién retrospectiva de la historia de tales catéstrofes. El pro- ceso de aprendizaje que se realiza posteriotmente es ids bien ~y éa es la raison d'?tre del texto de Kluge, compilado treinta afios después del acontecimiento Ja tinica posibilidad de desviar las ilusiones que se agi- tan en el hombre hacia la anticipacién de un futuro que no esté ya ocupado por el miedo resultante de la experiencia reprimida. Lo mismo se imagina la maes- tra de escuela primaria Gerda Baethe que aparece en el texto de Kluge. Evidentemente, sefala el autor, para realizar una westrategia desde abajo», tal como piensa 72 Gerda, adesde 1918, setenta mil maestros decididos, todos como ella, en cada uno de los paises que parti- ciparon en la guerra, hubieran tenido que ensefiat cada uno durante veinte afios».® La perspectiva que se oftece aqui para otro desarrollo posible de la histo- tia, dadas las circunstancias, se entiende, a pesar de su coloracién irénica, como un serio Hamamiento a cla~ borar un futuro a pesar de todos los célculos de pro- babilidad. Precisamente la detallada descripcién que hace Kluge de la organizacién social de la desgracia, programada por los errores de la historia continua- mente arrastrados y continuamente potenciados, con- tiene la conjetura de que una comprensién exacta de las catéstrofes que sin cesar organizamos es el primer requisito para una organizacién social de la felicidad. Por otro lado, es dificil desechar la idea de que la pla- nificada forma de destrucci6n que Kluge deduce del desarrollo de las relaciones de produccién industrial no parece justificar ya el Principio de Esperanza. El desarrollo de la estrategia de la guerra aérea en su enorme complejidad, la profesionalizacién de las 1 pulaciones de los bombarderos, «funcionarios capaci- tados de la guerra aérea»," la superacién del proble- ma psicolégico de cémo mantener despierto el interés de las tripulaciones por su tarca, a pesar de su cardcter abstracto, la cuestién de cémo garantizar el desarrollo ordenado de un ciclo de operaciones en el que «dos- cientas instalaciones industriales de tamafio medios® vuelan hacia una ciudad, cémo puede lograrse que el efecto de las bombas se convierta en incendios de ré- pida propagacién y tormentas de fuego; todos esos 73 aspectos que Kluge considera desde el punto de vista de los organizadores muestran que hubo que utilizar tal cantidad de inteligencia, capital y fuerza de traba~ jo en la planificacién de la destruccién, que ésta, bajo la presién del potencial acumulado, tenda que produ- cisse en definitiva. Una prueba de la irreversibilidad de esa evolucién se encuentra en una entrevista de 1952, entre el reportero Kunzert, de Halberstade, y el brigadier Frederick L. Anderson, de la Octava Flota ‘Aérea de los Estados Unidos, que Kluge interpola en su texto y en la que Anderson, desde el punto de vista militar, se ocupa de la cuesti6n de si haber izado a tiempo una bandera blanca hecha con seis sabanas en la torre de San Martin hubiera podido evitar el bom- bardeo de la ciudad. Las explicaciones de Anderson culminan en una declaracién en la que se aprecia el evidente colmo de irracionalidad de toda argumen- tacién racional. Sefiala que, en definitiva, las bombas son «mercancfas costosas». «No se las puede lanzar prdcticamente sobre nada en las montafias 0 en cam- po abierto, después de todo el trabajo que ha costado fabricarlas.3 La consecuencia de la coaccién de pro- ducei6n, més importante, a la que ~incuso con la mejor voluntad— no podian sustraerse los individuos y los grupos responsables es la ciudad en ruinas, tal ‘como se extiende ante nosotros en una de las fotogra- flas con que Kluge acompafia su texto. La foto lleva debajo la siguiente cita de Marx: «Se ve cbme la his- totia de la industria y la existencia de la industria, que se ha hecho objeriva, es el libro abierto de las fuerzas de la conciencia humana, a psicologia humana existen- 74 te en términos sensoriales..» (cursivas de Kluge). La historia de la industria como libro abierto del pensa- miento y el sentimiento... puede la teorla del conoci- miento materialista o cualquier otra teoria del cono- cimiento: mantenerse ante esa destruccién, 0 es més bien el ejemplo itrefurable del hecho de que las catés- trofes que en cierto modo se desarrollan en nuestras manos y luego irrumpen, al parecer siibitamente, anti- cipan, como una especie de experimento, el momen- to en que, saliendo de nuestras historias aut6nomas, como tanto tiempo creimos, volveremos a hundirnos cen la historia de la Naturaleza? (Bl sol «pesa» sobre la «ciudads, porque apenas hay sombra.) Sobre los te- trenos sepultados por los escombros y a través de las, calles cuyo trazado ha quedado borrado bajo el cié- ‘mulo de ruinas, se forman al cabo de unos dfas sen- deros urillados que, vagamente, guardan relacién con as antiguas conexiones viarias. Resulta llamativo el silencio que reina sobre las ruinas. La falta de aconte- ‘imientos engafia, porque en los sétanos hay todavia 75 incendios vivos, que se mueven bajo tierra de una carbonera a otra, Muchas sabandijas que se arrastean. Algunas zonas de la ciudad apestan. Hay grupos que buscan cadéveres. Un olor intenso, wsilencioso», a quemado yace sobre Ia ciudad, un olor que tras algu- nos dias resulta efamiliar».?5 Kluge mira hacia abajo, tanto en sentido liveral como metaférico, desde un puesto de observacién superior, el campo de la des- truccién. El irénico asombro con que registra los he- chos le permite mantener la distancia indispensable para todo conocimiento. Y sin embargo también en 4, el mis ilustrado de todos los escritores, se agita la sospecha de que somos incapaces de aprender de la desgracia que hemos causado, y que, incorregibles, seguiremos avanzando por senderos trillados que va- gamente guardan relacién con las antiguas conexio- nes Viarias, La mirada de Kluge a su destruida ciudad natal, a pesar de toda fa constancia intelectual, es también la mirada horrorizada del angel de la Histo- ria, del que Walter Benjamin ha dicho que, con sus ojos muy abiertos, ve euna sola catéstrofe, que ince- santemente acumula escombros sobre escombros y os arroja a sus pies. El Angel quisiera quedarse, des- pertar a los muertos y unir lo destrozado. Pero desde el Paraiso sopla una tormenta que se ha enredado en sus alas con tanta fuerza que el Angel no puede cerrar- las ya. Bsa tormenta lo empuja incesantemente hacia el fucuro, al que da la espalda, mientras el montén de escombros que tiene delante crece hasta el cielo, Esa tormenta es lo que llamamos progreso».2* 76 sit Las reacciones provocadas por las conferencias de Zurich requieren un epflogo. Lo que dije en Zurich sélo habfa sido pensado por mi como una coleccién no acabada de diversas observaciones, materiales y te- sis de la que sospechaba que requeria, en muchos as- pectos, ser completada y corregida. Creia especial- ‘mente que mi afirmacién de que la destruccién de las ciudades en los iltimos afios de la Segunda Guerra ‘Mundial no habfa encontrado lugat en la conciencia de la nacién que se estaba formando serfa refutada con referencias a ejemplos que se me hubieran esca: pado. Pero no ocurrié asf. Antes bien, todo lo que se me comunicé en docenas de cartas me confirmé en mi parecer de que si los que nacieron después tuvie- ran que confiar s6lo en el testimonio de los escritores, dificilmente podrian hacerse una idea de las propor- ciones, la naturalera y las consccuencias de la catés- trofe provocada en Alemania por los bombardeos. Sin duda hay algunos textos pertinentes, pero lo poco 7 que nos ha transmitido Ja literatura, tanto cuantita va como cualitativamente, no guarda proporcién con las experiencias colectivas extcemas de aquella época. El hecho de la destruccién de casi todas las grandes ciudades de Alemania y de numerosas ciudades més Pequefias, que entonces, como habrfa que pensar, no podla pasarse por alto realmente y que determiné la fisonomia del pais hasta hoy, se reflej6 en las obras surgidas después de 1945 en un silencio en sf, una ausencia, caracteristicos también en otros terrenos de discurso, desde las conversaciones familiares hasta la historia escrita. Me parece notable que el gremio de los historiadores alemanes, que como es sabido es uno de los més productives, no haya producido hasta ahora, por lo que veo, un estudio amplio o al menos fundamental. Unicamente el historiador militar Jorg Friedrich, en el capitulo 8 de su obra Das Gesetz des Krieges (La ley de la guerra) 37 se ha ocupado con més cexactitud de la evolucién y las consecuencias de la es- urategia de descruccién de los Aliados. Significativa- mente, sin embargo, esas observaciones no han reci- bido ni mucho menos el interés que merecen. Esa deficiencia escandalosa, con el paso de los afios cada vez més clara, me recuerda que creci con el senti- miento de que se me ocultaba algo, en casa, en la es- cuela y también por parte de los escritores alemanes, ccuyos libros lefa con la esperanza de poder saber més sobre las monstruosidades que habia en el trasfondo de mi propia vida. asé mi infancia y juventud en una comarca del borde septentrional de los Alpes, en gran parte al mar- 78 gen de los efectos de las llamadas operaciones bélicas. Al terminar la guerra, acababa de cumplir un afio y por consiguiente dificilmente hubiera podido guardar impresiones basadas en acontecimientos reales. Sin embargo, hasta hoy, cuando veo fotografias o pelicu- las documentales de la guerra, me parece, por decirlo asi, como si procediera de ella y como si, desde aque- llos horrores que no vivi, cayese sobre m{ una sombra dela que nunca he salido. En un libro conmemorati- vo de la pequefia aldea de Sonthofen, que se publicé en 1963 con ocasién de su designacién como ciudad, se dice: «Mucho nos quité la guerra, pero intacto y floreciente como siempre quedé nuestro magnifico paisaje.»®8 Si leo esta frase, se mezclan ante mis ojos imagenes de caminos a través de los campos, prados junto a rfos y pastos de montafia, con las imagenes de la destruccién, y son estas iltimas, de forma perversa, ¥ no las idflicas de mi primera infancia, que se han ‘vuelto totalmente irreales, las que evocan en mi algo asi como un sentimiento de patria, quiz4 porque re- presentan la realidad mis poderosa y dominante de mis primeros afios de vida. Hoy sé que enconces, cuando estaba en el balcén de la casa de Seefeld, echa- do en el llamado moisés y miraba parpadeando el cie- Jo blanquizzul, por toda Europa habfa nubes de humo cen el aire, sobre los campos de batalla de la retaguar- dia en el Este y ef Oeste, sobre las ruinas de las ciu- dades alemanas y sobre los campos de concentracién donde se quemaba a los innumerables de Berlin y Frankfurt, de Wuppertal y Viena, de Wiireburg y Kis- singen, de Hilversum y La Haya, Naumur y Thion- 79 ville, Lyon y Burdeos, Cracovia y Lodz, Szeged y Sa- rajevo, Salénica y Rodas, Ferrara y Venecia.... apenias un lugar de Europa desde el que no se deportara a al- guien a la muerte, Hasta en las aldeas més remoras de Coércega he visto placas conmemorativas que decfan cmorte a Auschwites 0 «bud par les allemands, Flossen- 80 burg 1944». Lo que por cierto vi también en Céroega —séame permitida la digresién-, en la iglesia sobrecar- gada de seudobarroco polvoriento de Morosaglia, fue el cuadro de la alcoba de mis padres, una oleografia que representaba a Cristo en su hermosura nazarena, cuando, antes de su pasién, se sentaba por la noche en profunda meditacién en el huerto de Getsemani, minado por la luna. Durante muchos afios ese cua- dro colgé sobre el lecho conyugal de mis padres, y en algiin momento se perdié, probablemente cuando ‘compraron nuevo mobiliario para la alcoba. Y ahora estaba alli, o al menos exactamente igual, en la iglesia de la aldea de Morosaglia, lugar natal de! general Pao- li, apoyado en un rinc6n oscuro del zécalo de un altar lateral. Mis padzes me dijeron que lo habfan compra- do en 1936, poco antes de su boda, en Bamberg, don- de mi padre era sargento de automéviles del mismo regimiento de caballerfa en el que, diez afios antes, el joven Stauffenberg habia iniciado su carrera militar. As{ son los abismos de la historia. Todo est mezcla- do en ellos y, si se mira dentro, se siente miedo y vér- tigo. En uno de mis relatos he descrito cémo, en 1952, cuando con mis padres y hermanos me mudé de mi lugar natal de Wertach a Sonthofen, a diecinueve ki- Idmetros de distancia, nada me parecié tan promete- dor como el hecho de que las hileras de casas fueran interrumpidas de vez en cuando por terrenos de rui- ras, porque para mi, desde que habfa estado una vez en Munich, como digo en el pasaje mencionado, no hhabia nada tan claramente unido a la palabra eciu- dad» como escombreras, cortafuegos y agujeros en las ventanas por los que se podfa ver el aire limpio, El he- cho de que el 22 de febrero y el 29 de abril de 1945, se lanzaran todavia bombas sobre la pequefia aldea de Sonthofen, en s{ totalmente insignificante, se debfa probablemente a que habfa dos grandes cuarteles para los cazadores de montafia y Ia artilleria, ast como al llamado Ordensburg, una de las tres escuelas de élite para dirigentes, creada inmediatamente después de la toma del poder. Por lo que se refiere al ataque aéreo sobre Sonthofen, recuerdo que, cuando tenia catorce © quince afios, pregunté al pérroco que daba clases de religidn en el instituto de Oberstdorf emo se podta conciliar con nuestras ideas sobre la divina providen- el que, en ese ataque, no fueran destruidos los cuarteles ni el castillo de Hitler, sino, por decirlo ast a cambio, hubieran quedado destruidas la iglesia parro- 82 quial y la iglesia del hospital; pero, no recuerdo la res- puesta que me dio. Sélo es seguro que, a consecuen- cia del ataque a Sonthofen, a los aproximadamente quinientos cafdos en combate y desaparecidos se afia- dieron unas cien victimas civiles, entre ellas, segin anoté una ver, Elisabeth Zobel, Regina Salvermooser, Carlo Moltrasia, Konstantin Sohnezak, Seraphine Buchenberger, Cizilie Figenschuh y Viktoria Stir mer, una monja de clausura de Altenspital, cuyo nombre en la orden era Madre Sebalda. De los edifi- ios destruidos y no reconstruidos hasta principios de 83 los afios sesenta recuerdo sobre todo dos. Uno era la estacién terminal, situada hasta 1945 en el centro del lugar, cuya ala principal utilizaba la fabrica de electri- cidad de Aligiu como depésito de rollos de cable, postes de telégrafo y cosas semejantes, mientras que en Ja ampliacién en gran parte intacta daba clases das las noches a sus discipulos el profesor de miisica Gogl. Especialmente en invierno era curioso ver cémo, en Ja tinica sala iluminada de aquel edificio en ruinas, los alumnos rascaban con sus arcos las violas y Jos chelos, como si estuvieran sentados es una balsa que fuera a la deriva en la oscuridad. La otra ruina que recuerdo todavia era el liamado Heraschloss jun- toa la iglesia protestante, una villa construida a fines de siglo, de la que no quedaban més que la reja del jardin, de hiezro forjado, y los sétanos. El terreno, en el que algunos hermosos rboles habian sobrevivido a Ja catdstrofe, estaba ya en los afios cincuenta comple- tamente cubierto de maleza, y de nifios estuvimos con frecuencia tardes enteras en aquella selva surgida cen el centro del lugar a causa de la guerra. Recuerdo que me daba algo de miedo bajar las escaleras de los s6tanos. Olla a podredumbre y humedad, y siempre temia tropezar con algin caddver de animal o algin cuerpo humano. Unos afios més tarde se inauguré un autoservicio en los terrenos del Herzschloss, en una construccién a ras de suelo, sin ventanas y horrorosa, y el jardin de la villa, en otro tiempo hermoso, desa- parecié definitivamente bajo un estacionamiento al- quitranado. Ese es, reducido a un mfnimo comin de- nominador, el capitulo principal de la historia de la 84 posguerra alemana, Cuando, a finales de los sesenta, fui por primera ver de Inglaterra a Sonthofen, vi con tun estremecimiento el fiesco de vituallas pintado (Como propaganda al parecer) en la pared exterior del establecimiento de autoservicio, Debia de tener unos seis metros por dos, y representaba, en colores del rosa al sanguinolento, una enorme fuente de fiam- bres, como habia a la hora de cenar en toda mesa que se respetase. Sin embargo, no tengo que volver necesariamen- tea Alemania, a mi lugar de origen, para tener pre- sente el escenario de la destruccién. A menudo lo re- cuerdo allf donde vivo. La mayor parte de los setenta campos de aviacién, desde los que se lanzaba la cam- pafia de aniquilacién contra Alemania, se encontra- ban en el condado de Norfolk. Alrededor de diez de ellos siguen siendo instalaciones militares. Otros han pasado a manos de clubs de vuelo. La mayorfa, sin ‘embargo, fueron abandonados después de la guerra. Sobre las pistas ha crecido la hierba; las torres de con- trol, los biinkers y los barracones con techo de chapa ondulada se alzan medio derruides en un paisaje de aspecto fantasmal, Se sienten alli las almas mucrtas de quienes no volvieron de su misién perecieron en los gigantescos incendios. En mi vecindad inmediata esti el campo de aviacién de Seething. Voy allf a veces a ‘con mi perro y pienso cémo serfa cuando en 1944 y 1945 los aparatos despegaban con su pesada carga y volaban sobre el mar rumbo a Alemania. Ya dos afios antes de esas incursiones, en un ataque a Norwich, un Dornier de la Luftwaffe se estrelld en 85 un campo no distante de mi casa. Uno de los cuatro micmbros de la tripulacién, que perdieron la vida, un tal teniente Bollert, cumplia afios el mismo dfa que ‘yoy habia nacido el mismo ao que mi padre. Esos son los pocos puntos en que mi vida se cru- za con [a historia de la guerra aérea. En sf totalmente insignificantes, no se me han quitado sin embargo de la cabeza y me han inducido a investigar al menos algo més la cuestién de por qué los escritores ale- manes no querian o no podian describir la destruc- idn de las ciudades alemanas vivida por millones de personas. Tengo plena conciencia de que denadas notas no hacen justicia a la complejidad del tema, pero creo que, incluso en esa forma insuficien- te, petmiten cierta comprensién del modo en que la memoria individual, fa colectiva y la cultural se ocu- 86 pan de experiencias que traspasan los limites soporta- bles. Me parece también, a juzgar por las cartas que entretanto he recibido, como si mis intentos de ex- plicacién hubieran acertado en un punto sensible del equilibrio an{mico de la nacién alemana, Inmediata- mente después de que los periédicos suizos hubieran informado sobre las conferencias de Zurich, me llege- ron muchas solicitudes de redacciones de prensa, r2- dio y televisién de Alemania. Querfan saber si podian publicar extractos de lo que habla dicho o si estarla dispuesto a explayarme sobre Ja cuestién en entrevis- tas. También me escribieron personas particulares con el ruego de poder conocer el texto de Zurich. Al- gunas de esas solicitudes estaban motivadas por la necesidad de ver a los alemanes presentados por fin ‘como victimas. En otras comunicaciones se decia, re- firiéndose por ejemplo al reportaje sobre Dresde de Erich Kastner de 1946, a colecciones de materiales de historia local o a investigaciones académicas, que mi tesis se basaba en una informacién deficiente. Una catedvitica emética de Geeifowald, que habla. lida el reportaje del Newe Ziircher Zeitung, se lamentaba de que Alemania, lo mismo que antes, siguiera dividida. Mis afirmaciones, escribfa, eran una prueba més de que, en Occidente, no se sabfa ni se queria saber nada de la otra cultura alemana. En la ex RDA el tema de la guerra aérea no se habia evitado, y todos los aos se conmemoraba el ataque sobre Dresde. Aquella sefiora de Greifswald no parecia tener idea de la instrumen- talizaci6n del hundimiento de esa ciudad por la reté- rica oficial del Estado alemén oriental, del cual habla 87 Giinter Jackel en un articulo aparecido en los Dres- dner Hefteel 13 de febrero de 1945.9 Desde Hamburgo me escribié el doctor Hans Joa- chim Schréder, enviéndome, de su estudio de mil pé- ginas publicado por Niemeyer en 1992, Die gestoble- nen Jahre — Eradbleschichten und Geschichtsereahlung im Interview: Der Zweite Welthrieg aus der Sicht ebe- ‘maliger Mannschafissoldaten (Los afios robados. His- torias narradas y narracién hist6rica en entrevistas: la Segunda Guerra Mundial desde el punto de vista de los antiguos soldados), el capitulo séptimo, dedicado a la aniquilacién de Hamburgo, del que se deducta, segin el doctor Schrédes, que la memoria colectiva de los alemanes sobre la guerra aérea no estaba tan, muerta como yo suponia. Lejos de m{ dudar de que en la mente de los testigos hay muchas cosas guarda- das, que se pueden sacar a la luz en entrevistas. Por otta parte, sigue siendo sorprendente por qué vias es- tercotipadas se mueve casi siempre aquello de lo que se deja constancia. Uno de los problemas centrales de los lamados «xelatos vividos» es su insuficiencia in- ~ trinseca, su notoria falta de fiabilidad y su curiosa va~ cuidad, su tendencia a lo tépico, a repetir siempre lo mismo. Las investigaciones del doctor Schréder desa- tienden en gran parte la psicologia del recuerdo de vi vencias traumiticas. Por ello, puede tratar el siniestro memorando del doctor Siegfried Graff, anatomista (eal) de cadéveres encogidos que en la novela de Hu- bert Fichte Las imitaciones de Detlev «Griznspans de- sempefia un papel importante, como un documento entre otfos, inmune al parecer al cinismo, encarnado 88 en ese texto de forma claramente ejemplar, de los profesionales dei horror. Como queda dicho, no dudo de que hubiera y haya recuerdos de la noche de Ja destruccién; simplemente no me fio de la forma en que se articulan, también literariamente, ni creo que fueran un factor digno de mencién en la conciencia piiblica de la Republica Federal en otro sentido que el de la reconstruccién. En Ja carta de un lector en relacién con el areicu- lo de Volker Hage aparecido en el Spiegel sobre las conferencias de Zurich, el doctor Joachim Schultz, de la Universidad de Bayreuth, sefiala que, en los libros juveniles escritos entre 1945 y 1960, que investigé con sus alumnos, encontré recuerdos mis o menos pormenorizados de las noches de bombardeo, y por ello mi diagnéstico, en el mejor de los casos, sélo va- Jia para la literarura de «alto nivel». No he lefdo esos libros, pero me resulta dificil imaginar que un género ‘escrito ad usum delphini encontrara la medida exacta para describir la catistrofe alemana. En la mayorfa de Jas cartas que recibf se trataba de promover algan in- terés particular. Evidentemente, tara vex sucedié de una forma tan franca como en el caso de un catedré- tico superior de instituto de una ciudad de la Alema- nia Occidental, que tomé como pretexto mi discurso de Colonia, publicado en el Frankfurter Rundschau, para escribirme una larga epistola. El tema de la gue- ‘ra aérea, sobre el que yo dije algo también en Colo- nia, interesaba poco al sefior K., que deberd permane- cer en el anonimato. En lugar de ello, aproveché Ja ocasién, no sin hacerme antes algunos cumplidos con 89 rencor apenas disimulado, para reprocharme mis ma- los habitos sincicticos. Al sefior K. le irritaba especial- mente la anteposicién del predicado, que considera el sintoma principal de un uso cada vez més extendido de un alemén simplificado, Esa mala costumbre, por llamada sintaxis asmética, la descubre también en mi, escribe el sefior K., casi cada tres paginas y me pide cuentas del propésito y sentido de mis continuas infracciones del uso correcto del idioma. El sefior K. introduce otros de sus caballos de batalla lingiisticos y se califica expresamente a si mismo de «enemigo de todo anglicismo», aunque sin embargo concede que, «por suertes, en m{ hay pocos. Acompafiaban a la carta del sefior K. algunos poemas y notas muy pecu- liares suyos, con tieulos como «Més del sefior K» y «Mis ain del sefor K., que lef con un grado de preocupacién nada despreciable. Por lo demés, también encontré en mi correo toda clase de pruebas literarias, en parte manuscritas y en parte publicadas privadamente con destino a fa- miliares y amigos. Casi parecia confirmarse la suposi- cién expresada por Gethard Kepner (Seebruck) en una carta al Spiegel. eHay que tener presente —escribe dl sefior Keppner a un pueblo de 86 millones de ha- bitantes que en otro tiempo fue famoso como pueblo de poetas y pensadores; ha soportado la peor catistro- fe de su historia reciente con la extincién de sus ciu- dades y millones de desplazados. Resulta dificil creer que esos acontecimientos no hayan tenido un pode- ros0 eco literario. ¥ lo tuvieron. Pero poco de ello se publicé... literatura para el cajén, pues.

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