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18 La sombra arrojada sobre México por ” vaneci6 con su muerte. Ajusticiado el reo nominal, los autores intelectuales del atentado andaban sueltos y Maxi- miliano, muerto, fue juzgado con la indulgencia péstuma que merecia un cémplice bien intencionado y mal aconse- jado, cuyo error capital fue que cay6 en la trampa. Si los errores politicos son crimenes, su crimen fue que nacié diletante: tragico entrometido en los destinos de las nacio- nes, habia purgado su pena con creces, y la expiacién coroné a Maximiliano con la aureola del martirio, arro- jando una larga sombra sobre la justicia de Juarez. La descarga en el Cerro de las Campanas tuvo reper- cusiones mundiales, y en la conciencia del mundo retumb6é con reacciones tan diversas y tan perdurables como los conceptos humanos. Las primeras noticias llegaron a Fran- cia en mala hora; Paris estaba de fiesta, pletérica de vi- sitantes extranjeros y cabezas coronadas que concurria a la Feria Mundial de 1867, y la catdstrofe de una aven- tura que el gobierno tenia todos los motivos de dejar en la sombra y el silencio, como dijo Douay, provocé un cla- mor de recriminacién entre los grandes culpables. Napo- Jeén fue tan profundamente afectado que con mucha di- ficultad se le disuadi6 de conmemorar la catastrofe con una funcién finebre en Notre Dame, y sélo para no revol- ver la feria convino en llorar a Maximiliano con modera- cién. La Emperatriz no estaba menos afligida, pero estaba enojada también, y siendo mujer, aliviaba su pena con evasivas vitales. Fiel a su sexo, aprobé la obstinacién de la victima en cortejar el desastre. “Hizo bien, tuvo razén de quedarse alla —declar6é denodadamente—. Eso lo hubiera hecho yo en su lugar. Yo hubiera dicho, me abandonan, bueno, les jugaré una mala pasada. Claro, hemos come- tido errores, pero no somos los unicos responsables: los Estados Unidos y la Corte de Roma deberian compartir la culpa.” Luego, repensando la mala pasada, lloraba y dijo. “Somos como los vecinos de una plaza asediada: un 983 su vida no se des- ————_--S-S-rS——~S:S ruin ido, otro venido. Si el Principe Imperial (VARS a ocho afios, abdicarfamos.” a ¥ Muy lejos habia levado Maximiliano el taz a ta% ge cerse matar para molestarlos, y hasta en su tum! ae asta contrariarlos todavia. La oposici6n desenterro el nid is como gulas en la Legislatura. Jues Favre. recapitu d historia de la expedicién y terminé su requisitoria gritando que, si Francia fuera un pais libre, el gobierno ocuparfa el banco de los acusados. Thiers también exploté la sensa- cién, lamentando la energia gastada en México que tanta falta hacia en el-Rin y declamando contra el sistema de gobierno personal, pero con los miramientos del caso, tor- ciendo las manos y frunciendo el cefio, pero dando el frio conforme a la ropa. Después de recapitular la crénica y analizar la historia de México, “que tuvo que realizar de una vez todas las revoluciones vividas por Europa en tres- cientos afios”, y que se hallaba agotada en 1861, eludié la conclusién a su manera y colgé la calamidad en el cuello de Judrez. “El hombre que tenia el gobierno en sus manos, el hombre que atin no habia impreso a su nombre una man- cha imborrable, el Presidente Judrez, sefiores, inspiraba una cierta confianza en aquel entonces. Colocado entre el bien y el mal, insumiso atin al yugo de las pasiones odio- sas a las cuales ha sucumbido ahora, nos parecia capaz de inclinarse hacia el bien.” Sus colegas saludaron el resabio sentencioso con gritos de muy bien, muy bien, y como las aclamaciones iban dirigidas a Adolphe Thiers, la rectitud le parecié superior a la raz6n, y el moralista salid airoso del analista. El historiador que desplegaba una légica irrebatible hasta que sus conclusiones lo Nevaban a la fe- cha y lo abofeteaban en la boca, opté por la linea de menos resistencia y se conformé con la opinién en boga, como el oportunista consumado y liberal académico que era. El cho- que produjo una revulsién de opinion hasta entre los im- pugnadores mds vehementes de la expedicién, y la reaccién redund6 en beneficio del gobierno. La prensa denuncié la pena pagada en Querétaro con la misma rectitud que monsieur Thiers. El! Moniteur dio el tono oficial: “El ase- sinato del emperador Maximiliano provocara un senti- miento de horror universal. Este acto infame, decretado por Judrez, imprime un borrén indeleble sobre la frente de los hombres que se dicen los representantes de la Rept- 984 plica Mexicana: la reprobacién de todas las naciones oa tas sera el primer castigo del gobierno que tiene aqme jefe a su frente.” Y la consigna fue recogida y pera por un coro de recriminaci6n farisaica. Los informes ¢ Jos procureurs rivalizaron entre si en repetirla de memoria. “Bl crimen de Querétaro no hubiera provocado mas emo- cién, si la victima fuera francesa.” —No ha ha habido mAs que un solo grito para estigmatizar el asesinato del emperador Maximiliano.” —“Los hombres de todos los co- Jores andan de acuerdo en aborrecer este acto cruel, esta violacién salvaje del derecho de gentes.” —“La nota imser- tada en el Moniteur de ayer representa exactamente el sen: _ tir de la poblacién.” —‘No hay mas que una sola voz para fustigar este acto de crueldad infame y cobarde, el mas odioso jamés registrado en la historia.” —‘Aun cuando imprime un sello finebre en nuestra expedicién, en el.con- cepto de muchos este crimen autoriza nuestro esfuerzo, ya que comprueba cuan incapaz era México de regenerarse-y cuAn indigno de gobernarlo era Juarez.” Etcétera, etcétera. BAlsamo abundante brindaron los sicofantes oficiales a "los corazones sensibles de las Tullerias. El tiempo tam- bién les vino en ayuda. Por un mes, por dos, Maximiliano hizo sensacién en Paris, el martir estaba de moda; luego, su muerte se volvid, segtin un informante, “un hecho his- térico. Unas cuantas personas buscan la causa de su caida; la mayoria ya no piensa en eso. Hoy en dia mas que nunca Jas naciones tienen prisa de vivir y de olvidar todo lo que carece de actualidad”. Y con un suspiro de alivio otro ecerr6 la cuenta: “En los mismos momentos en que la Exposicién Universal derramaba sus rayos mas brillantes, y nuestro orgullo nacional, mortificado por la oposicién le Prusia a Ja anexién de Luxemburgo y por el engrande- imiento audaz de aquella potencia recuperandose de sus eridas, vefa congregados en Paris a los soberanos de uropa, como para rendir homenaje solemne a la influen- ia moral de Francia, la ejecuci6n del malhadado Maxi- iliano vino a resucitar los recuerdos penosos de nuestra edicién a México. A la indignacién de ver la traicién el asesinato consumar su obra sanguinaria a mansalva, sumaba inmediatamente, en todos los corazones adictos Emperador, otro sentimiento, el temor de que los mas ‘dientes miembros de la oposicién fuesen|‘tan injustos 985, ee final para que imputasen la responsabilidad del desastre 1 a ‘Su Majestad. Eat enon resultaba por desgracia, pie fundado; pero no ha habido m4s que un solo stito, protesta en todas las clases de sociedad contra las violen- cias de Jules Favre.” Al regresar a Francia, Bazame obse- quié al Emperador la prueba de que Jules Favre habia sido sobornado por Ju4rez: Napoleén, que la habia solicitado tres afios antes, la eché en el fuego de la chimenea. Su dignidad era tan grande como su dolor, y mientras duraba el dolor, nadie podia llamarlo Napoleén el Pequefio. El vilipendio de Juérez se prolongs mas que el duelo de Maximiliano. Siendo el vilipendio de un iconoclasta, no podia ser pasajero. La conciencia del mundo, sacudida en Querétaro, denuncié al justiciero como un barbaro que abus6 de su victoria sobre el invasor. Los discipulos del mértir lo tachaban de regicida, inmolando al principe en aras de su odio a la monarquia y profanando los fueros de la humanidad para hollar a los poderosos. Los apolo- gistas de la civilizacién europea le censuraron por haber antepuesto una venganza brutal al desquite refinado de humillar a los habsburgos con un gesto de clemencia es- pectacular. Los peritos politicos denunciaron el desacierto més que el crimen, y algunos republicanos lamentaron la vindicacién de su fe en las entrafas de un principe extra- viado. Pero con la misma vehemencia con que se le acu saba, se le aclamaba y por las mismas razones. Tanto la acriminacién como la aprobacién reflejaban la conciencia de clase, y cada clase interpretaba el sentimiento huma- nitario segtin la experiencia adquirida de sus semejantes. La clase obrera, con su experiencia histérica, proclamaba a Ju4rez uno de sus hijos y en un Saludo de los obreros republicanos hermanaba su nombre con aquel de Berezows- ki, joven terrorista polaco que acababa de disparar contra el Zar de Rusia en las calles de Paris. ‘“Vuestro vigor macho ha sorprendido a todos, confundiendo a unos y elec- trizando a otros. E] humilde, el pobre, el inepto Juarez se ha vuelto el terrible, el barbaro, el salvaje Juarez. | Si! Lo que faltaba era un salvaje, lo que hacfa falta era la energia americana, el indio alld, el obrero por aca, para empufiar el pufial otra vez y resucitar el espiritu de Bruto, reno var la justicia y reencender el mes de junio, que tiene ahora dos fechas faustas. Las viejas razas y las viejas 986 castas pueden perecer. ;Paso para las nuevas! | Paso pare el obrero Berezowski! {Paso hare el indio Juarez! iGloria a aquel que intenté y gloria a aquel que triunfé! ¥ le enviaron un saludo revolucionario de los veteranos del 1848. “i Ay, Si nosotros los civilizados, los humanitarios, los puros del 48, en vez de demoler el cadalso en provecho de un pre tendiente, hubiéramos tenido un poco de vuestra b: ie, no habriais tenido que ejecutar a un emperador y nos otros no tendriamos que ejecutar a otro! ;Qué tantos areas de sangre se hubiesen salvado con una sola ; gO Aclamado y denunciado como terrorista, Judérez fue con- fundido con las mentalidades mds diversas, moldeado en su imagen, y apropiado para sus fines: cada cual hablaba de la feria como le iba en ella. La soberanfa sentimental de Maximiliano enfurecié a los doctrinarios radicales— raza bien representada por Georges Clemenceau, en cuyos labios § brotaban ya las cerdas del Tigre. “gCémo diablos fbais a suponer que debéis compadecer a los Maximilianos y las Carlotas? —escribié a una dama, desfogandose con la boca rabiosa y rebosante de regimaquia—. ;Dios mio! Gente -encantadora, ya lo sé: desde hace cinco o seis mil afios Efue asi. De acuerdo. Tienen la férmula de todas las virtudes el secreto de todas las gracias. Sonrfen —j qué tan bonito! ren—— —jqué tan patético! gNos permiten vivir? —j qué dad més exquisita! gNos aplastan? —jes culpa de su sdesgraciada posicién! Pues bien, eso lo voy a decir: todos estos emperadores, reyes, archiduques y principes son gran- les, sublimes, generosos, soberbios y sus princesas, todo lo os plazca; pero yo les odio con odio despiadado, como odiaba en el 93, cuando al imbécil Luis XVI se le lla- iba execrable tirano. Entre nosotros y estas gentes hay a a muerte. Ellos han hecho morir, entre torturas de a clase, a millones de los nuestros, y pongo yo que no (os matado a més de dos de los suyos. No tengo nin- Piedad para esa gente: compadecer al lobo es cometer m crimen contra el cordero, Maximiliano queria come- ter un verdadero crimen y los que él queria matar le han huerto. Muy bien: estoy encantado. Su esposa, me decis, t& loca. Nada mds justo: esto casi me basta para creer una Providencia. gLa ambicién de su mujer incité al mbécil? Lamento que ella haya perdido la razén y no pue- 987 de comprender que su marido murié por cent a ry fue mos aqui a.un pueblo que se venga. Si Moet su papel, mas que un instrumento, tanto mas vil resu aye ph es ic sin que por eso sea menos culpable. Lo veils, soy he que es peor, intratable; pero no pienso cambiar, €SO a Grccdine: todas estas gentes son iguales y se dan la mano las unas a las otras. Si bien es imposible, st existe un In- fierno y no hubiese una olla predestinada para. ellas, el buen Dios perderia mucho en mi estimacién. Dudo mucho que haya otro ateo que tanto lamente la falta de una Pro- videncia: todo lo abandonaria yo a su justicia suprema, y esto me dispensaria de odiar. Pero es triste pensar que todos esos miserables duermen con el mismo suefio que los buenos.” Tantas cabezas, tantas sentencias. El alcance de los 4nimos que reflejaban la sombra era tan amplio como limitadas eran las teclas y Ja percusién que las hizo vibrar en una larga reverberaci6én de actitudes tipicas. Juarez, por su parte* descansé su justicia sobre el fallo de la posteridad: fallo que qued6 en susperiso, pendiente del santo advenimiento.y disputado por la conciencia del mundo con una posa Jenta y tenaz. Tan sélo con el paso de los afios y el palidecer del tiempo se resolvié la disputa. El juicio de la postéridad no era mas imparcial que el. de Jos’ contempordaneos, pero un tono de indiferencia madura vino a templar su falibilidad; y entretanto, la opinién publica, fdolo de la democracia, siguié siendo una corte de casacién sumamente contenciosa. Sélo una contingencia hubiera podido salvar_a Maximiliano: la rendicién de la capital luego que cay6 preso. La caida del Ultimo baluarte hubiera facilitado, quizds, el movimiento de la opinién moderada, dando tiempo al tiempo para conmutar la sen- tencia, como sucedié con.los. condenados de menor catego- ria; pero la prolongada resistencia mantenida por Marquez paralizé toda posibilidad de promover la apelacién y daba toda la razén a Ja.politica de rigor. La capital fue entre- gada el 21 de junio, cuando Diaz ocupé la plaza bajo las condiciones de una capitulacién arreglada con el barén Magnus, que Ilevaba jnstrucciones de Maximiliano para poner fin a la agonfa futil. Marquez se esfumé en la con fusién y con esa habilidad que nunca le faltaba, realiz6 una fuga milagrosa del pais; y la moderacién se abrié paso al llegar el gobierno a la capital. 988. tide a Chapultepec el 13 Desandando lo andado, Juarez leg6 : camino ha sido una de julio. “Excusado es decir que mi 1¢ constante ovacién que los pueblos han tributado al go bierno hasta mi legada a-este punto —informé a su familia—. Lo del lunes sera una cosa extraordinaria segan los preparativos que se hacen.” Y lo fue de hecho y por derecho. Diaz prodigé los gastos para solemnizar la ocasién dignamente. Dos dias mas tarde, el Presidente hizo su entrada triunfal con sobrio fasto republicano, atravesando las calles empavesadas de la ciudad capital, entre las acla- maciones reales que hacian gala de su regreso marcial ; pas6é revista a las tropas desde el balcén del Palacio Nacional; y expidi6 una proclama en la cual, exhortando a sus con- ciudadanos a coronar el triunfo con los laureles de la mo- deracién —unica aproximacién a la imparcialidad al alcan- ce de la humanidad—, pronuncié la ultima palabra sobre la intervencién, y perpetué la verdad ante el porvenir, con una frase lapidaria y un lugar comin monumental: “Entre las naciones, como entre los individuos, el respeto al dere- cho ajeno es la paz.” 989 —" 1 EL 17 de julio de 1867, al nacer su entrada triunfal en Ja capital, Juarez se hallaba en el apogeo de su gloria. La na- turaleza de esa gloria era manifiesta y legible en uD sin- numero de carteles, de banderas, de arcos de triunfo gue repetian al unfsono una sola frase: El pueblo a Juarez. Las ovaciones de la victoria se multiplicaban a cada paso Y de viva voz el coro de los estandartes mudos, de las oleadas de banderas ondulantes, del tono sostenido de los arcos de triunfo, y del redoble incansable de los tambores... a Jud- rez... @ Judrez... El hombre que la multitud aclamaba era la personificacién de la revolucién democratica iniciada diez afios antes, el héroe colectivo de un pueblo que habia conquistado, al fin, la libertad interna y la independencia nacional, gracias a la fe, la fortaleza, la tenacidad, la constancia de su mdximo representante: suyas eran cualidades que todos tenfan, o que querfan tener, y los vi- tores expresaban la gratitud exuberante de un pueblo que, al fin y al cabo, habia descubierto a un caudillo todo suyo, un abanderado que no lo abandoné, a un mexicano que yr primera vez en su historia le daba la conviccién cabal indisputable del triunfo. El pueblo a Judrez: esa frase simple y redundante bastaba para externar el sentimiento popular concentrado en su protagonista; y por ser el home- maje de muchos, que se identificaban con uno solo, los cos traspasaron las fronteras de México. También en el extranjero se reconoci6é el timbre de su Joria, y nadie lo capté con mayor claridad que Emilio astelar, un correligionario espafiol que rindié tributo a su bra dos veces, en la penumbra de la adversidad y en la luz meridiana del triunfo. Antes de salir Maximiliano de firamar, cuando Bazaine borraba el nombre de Judrez sus informes y lo daba por vencido, Castelar escribié i en son de epitafio. “Ser grande con un pueblo grande, mo Washington, es facil. Lo dificil es ser grande siendo lo pequefio; perseverante en medio de inconsecuencias; ie cuando el cielo y la tierra se conjuran contra un : 993 las hombre, Miradlo perseguido, acosado, sin. Fecurse aD con fuerzas de Francia en su contra; desafian ice da: Ja frente erguida, iluminada por los resplan a negras conciencia, mientras el remordimiento cubre a8 sombras la frente de los vencedores. Estamos sone ea que, si el principe Maximiliano va a México, derd que recuerdo de Juarez turbar4 sus suefios, y comprenge”™. ae mientras haya un hombre tan firme, no puede morir } democracia en América.” Y otra vez, en Ja hora de la vic- toria, como epitafio de los vencidos: “No hubo nada digno ni honorable en la expedicién de México, ni su prepara- cién ni su fin, ni ninguno de los personajes que tomaron parte en ella; sdlo hubo de muy grande y de muy honora- ble la oposicién que la combatiéd y que triunfé contra ella, la adivinacién y la audacia del general Prim, la fe y la fuerza del pueblo mexicano, la dignidad y la energfa férrea de Judrez.” El espafiol no hizo mds que parafrasear, un tanto enfaticamente, la inscripcién sencilla y elocuente del pueblo mexicano. Tal fue el sentimiento general que se desbordaba en aquel did4fano dia de verano de 1867, que vio Ja consuma- cién de una década de lucha violenta por vivir. Pero en seguida vino la decadencia, un proceso lento, corrosivo y cruel de desintegracién, que fue la consecuencia de la lucha misma. Las revoluciones devoran a su prole con apetito sa- turnino y Judrez no era inmune a Ja regla; su reputacién sufri6 una averia progresiva con el deslustre del tiempo, con el envejecimiento del hombre y con el triunfo y el deterioro de la revolucién. Los estragos de la paz resulta- ron més crueles que los de la guerra, por ser mds ruines: relajada la moral de la lucha, el pulso de la vida nacional iba aflojandose, y al recobrar su ritmo normal, provocé una reaccién que acabé por desfigurar la imagen del Presi- dente guerrero, grabado en los grandes conflictos, con pequefias controversias a cuya accién nadie escapaba en el descenso de Jas alturas de la guerra al clima de la paz. Las rafces de estos conflictos eran diversas, pero todas estaban Jatentes en la lucha y tuvieron un origen comin en Ja transicién de la lucha armada a las contiendas civi- cas. Restablecido el orden constitucional, el curso de la vida piiblica, desviado por la invasién, volvi6é por sus fue ros y puso a prueba la eficacia de la Carta Magna como” 994 a a, instrumento de gobierno, tanto en el aspect? 4 tivo como en elgsocials y el cédigo en cuya defensa libraron dos guerras ocasioné también la perturbacién la paz. El Constituyente que declaré en 1856 que las coms- tituciones, “para que sean buenas, para que den los tados polfticos y sociales que se esperan, no deben ser otra cosa que el retrato, por decirlo asi, del pueblo para quien se forman”, y que protest6 contra las reformas incompa= tibles con el cardcter y la cultura del mexicano, V10 verifi- cada su profecfa al ponerse en vigor la Constituci6n reivin. dicada en 1867. La atencién publica se enfocé, primero, sobre el aspecto técnico y administrativo de la Constitucién. Un mes des- pués de regresar a la capital, el Presidente dio el primer paso para terminar su ocupacién irregular del poder, con- vocando a elecciones; pero la Convocatoria dio a conocer al mismo tiempo un programa de reformas Constitucio- nales que el gobierno pensaba someter a un plebiscito po pular. Las reformas propuestas, casi todas de orden admi- nistrativo, abarcaban la facultad del veto presidencial, la creacién de un Senado, el voto pasivo de los s€cretarios de Estado, los magistrados de la Suprema Corte y los funcionarios ptiblicos para formar parte de] Congreso, y el sufragio para el clero: reformas que representaban, segin Jas aclaracicnes hechas por el Presidente, el fruto de sus {ntimas convicciones, de una detenida meditaci6n, de la larga experiencia personal adquirida en sus afios de gobier- no, y del ejemplo de otras republicas que “le hab{fan hecho creer que entrafiaban una garantia permanente de libertad, una prenda de paz, y una fuente de grandeza y Prosperidad nacionales”. La iniciativa provocé un clamor de protestas, La prensa denuncié la proposicién, calificandola de inva- sién del dominio legislativo por el Poder Ejecutivo, de conjura para subordinar y manipular al Congreso por me- dio de diputados ministeriales, y de cufia entrante de una dictadura presidencial; y el intento de realizar el atentado por medio de un plebiscito popular, de infracci6n flagrante de la Constitucién que facultaba al Congreso para modifi. car la carta fundamental del Estado. La discusi6n dividié al partido liberal y dio origen a la formacion de una vigo- rosa oposicién, cuyos motivos no eran siempre de orden ptiblico, pero que aproveché la cosa publica para desacre- 995 SS eS ee 2 eee: se ae lee ditar al Presidente y que tomé como bandera le a bilidad de la Constitucién. La alarma era ficticia, Sak el blanco de ataque era menos el programa mismo que © medio de implantarlo, y el esc4ndalo armado por la aS cién con motivo de una consulta directa del pueblo be dio la medida de los méritos de la controversia; pero la innovacién provocé un debate acalorado y planted un pro- blema auténtico e importante que Ilegaba al trasfondo de la_cuestién. De todos los obst4culos que dificultaron la marcha del gobierno durante un decenio de guerra civil y extranjera, el m4s tenaz, por ser el mds arraigado en el carécter y en Jas costumbres nacionales, era el problema de la autori- dad. El mexicano, segtin un refran popular, era un hombre gue no sabfa mandar y no querfa obedecer, y nadie mas gue el Presidente habia palpado lo cierto del dicho. “No es po- sible, no se puede gobernar en estas condiciones, a nadie | se le puede obligar a obedecer”, confes6 a un amigo en ' 1861; y el mismo amigo, al encargarse del Ministerio de la Guerra en 1867, ofrecié remediar el mal. “Ahora sf va | usted a hacerse obedecer —le dijo—, se lo prometo.” Du- i rante la guerra civil, y otra vez durante la guerra de inter- | vencién, el Presidente fue investido de un poder nominal- mente ilimitado, pero que no andaba mas lejos en realidad ie la colaboracién voluntaria de sus subalternos; depen- iiendo de Ja buena voluntad de los gobernadores para con- seguir su apoyo militar, financiero y politico y siempre a Ja merced de su espfritu ptiblico, de sus ambiciones perso- nales y de su patriotismo parroquial, tenfa que regatear para gobernar; y la evasion obstinada de su autoridad, o la lealtad independiente que se le conced{a fueron las limi- taciones congenitas bajo las cuales se habfa librado la lu- cha y realizado la independencia de México, a pesar de la independencia de sus patriotas. Estos obstéculos se ven- cieron cias a la imperiosa necesidad de la defensa y a la autoridad moral del Presidente, pero el milagro era anormal, la condicién crénica era una causa de debilidad orgdnica que se atribufa demasiado a menudo a sus pro- pias deficiencias como gobernante, incluso en los tiempos nurmales, y en diez afios sélo uno fue normal: el afio terrible de 1861. La guerra habfa disciplinado el tempera- mento nacional sometiéndolo a la férula de la superviven- 996 cia, pero el cardcter invertebrado de aquélla en sus tiltimas etapas, cuando el colapso de la resistencia organizada Con- virtié la lucha en una insurreccién anarquica, fomenté la confianza de los jefes dispersos en sus propios esfuerzos y su indiferencia a la autoridad formal del gobierno civil. Estas tendencias no se limitaron a las operaciones mile . ares, se manifestaron también en la administracio6n civil, potablemente en el caso de Santiago Vidaurri, y const tufan un peligro para la pacificacién y la reconstruccién del pais, porque formaban parte integral de la Constitucién politica de la Republica. Bl sistema federalista, que garan- tizaba la autonomia de los estados a expensas de la autori- dad central, y que constituia un dogma cardinal del par- tido liberal, perjudicaba gravemente la eficacia del poder federal en los dias de crisis. Hasta Saligny, en un. intervalo jlicido, habia sefialado la indiferencia de los estados frente a las dificultades del gobierno supremo, y vaticinado la desintegraci6én préxima de] pais a consecuencia de la fuer- za centrifuga que neutralizaba el polo. El federalismo era un anacronismo, adoptado en los primeros dias de la Repi- plica como una reaccién y una garantia contra el poder centralizado de los regimenes coloniales y conservadores, e creé una federacién floja y flaca de gobiernos regio- males que correspondia a la psicologia de la nacién en las etapas embrionarias de su desarrollo; la guerra extranjera habia estimulado la coherencia nacional y exigfa el robus- tecimiento correspondiente de Ja autoridad del gobierno supremo. E] foco de estas tendencias estaba concentrado en el Congreso que, en virtud de ser el Poder Legislativo, ejercia un control receloso sobre el Ejecutivo, y como las enmiendas recomendadas por la convocatoria tendientes a aumentar las facultades constitucionales del Presidente y a debilitar las del Congreso, no podian menos que sus- citar una oposicién que el gobierno anticipaba y pensaba circunvenir, dirigiéndose directamente al elecitorado. La necesidad de contrarrestar la flaca filosofia federalista y le frenar sus efectos politicos quedé ampliamente demos- trada por una década de dura experiencia y confirmada rr el Congreso mismo al conceder facultades omnimodas ‘al Presidente para la defensa del pais; pero el centralismo un sistema identificado con las dictaduras conserva- ras, y las reformas indicadas despertaron Jas sospechas 997 ito de 1a oposicién, que vefa en la invocacién el fruto —el fru’ gastado— de la excesiva discrecién concedida al Presidente durante la guerra y de su emancipacién del freno cons- titucional al prorrogar su ocupacién del poder arbitraria- mente en 1865. Al profanar el Arca intocable del Testamen- to, Judrez fue herido por el clamor supersticioso de los ortodoxos. A pesar del tabi, la consulta se verificé; mas el resultado le fue adverso y tuvo que remitir las reformas al Congreso. Pero la impresién dejada por su iniciativa resulté mas perjudicial que su fracaso, porque en el curso de la controversia se creé en la opinién piblica la presun- cién de un designio, de parte del Presidente, de usurpar la corona constitucional con un subterfugio democratico: presuncién fervorosamente fomentada por la oposicién que, a falta de fuerza propia, absorbia como uma esponja toda fuente de descontento, toda indicacién de transgre- si6én, para aumentar sus filas y ampliar su voz. La discusién suscitada por la Convocatoria hubiera sido completamente desproporcionada a los méritos intrinsecos del revuelo, a no ser por la agitacién que provocé en vis- peras de las elecciones. La reeleccién de Judrez era una cuesti6n resuelta de antemano por dos razones: primera, por ser una deuda de honor contraida con el hombre; y segunda, por ser una satisfaccién nacional, ya que Napo- leén se habia negado a reconocerlo o a negociar con él. Sin embargo, la oposicién se empefié en sostener a sus dos contrincantes formales. El primero, Sebasti4n Lerdo de Tejada, era impopular —se imputaban las reformas a su influencia— y su candidatura sirvié unicamente para divi- dir y debilitar la fuerza del gobierno. Un candidato con suficiente prestigio personal para competir con el Presi- dente no fue facil de encontrar, pero el campo mas favo- rable era el cuartel, y alla la oposicién dio con un soldado presidenciable en la persona de Porfirio Diaz. Como mili- tar, tenia una hoja de servicios envidiable. Diaz habia descollado en los dos sitios de Puebla; habia defendido Oaxaca contra los franceses, perdiendo la plaza en 1865 y recupera4ndola un afio mds tarde; habia derrotado al ene- migo en campo raso en las batallas de Matehuala y de te y lealmente; habfa tomado Puebla; habia conquistado 998 La Carbonera; hab{fa sostenido la lucha en el Sur sin ayuda y sin flaquear, levantando fuerzas y recursos independien- _ | | . la capital y se habla ganado la gratitud de 1a poblacién por el sitio paciente y sin efusién de sangre puesto al mo baluarte del Imperio, y por la disciplina de su $0 desca después de la ocupacién. Los servicios relevantes prestados a la patria merecieron el reconocimiento D8CIO nal, el gobierno no le habfa demostrado ninguno, Y. oposici6n se encargé de compensar el pecado de ©! isién postulandolo para la ?residencia. Su caso no era el co: la prensa lamentaba que “no sdlo no se han mandado liquidar los alcances de los guerreros, no sélo no sé les han otorgado las condecoraciones merecidas, sino que MI un voto de gracia les ha dirigido el C. Presidente, que €S el unico autorizado actualmente para hablar a nombre. una nacién agradecida”; y como éstos formaban legién, Diaz se convirtié en el prototipo del patriota digno, poster gado en la hora del triunfo, y el predilecto de todos aque Ios que cargaron con el grueso de la guerra y que nO alcanzaron honores, ni reconocimiento, ni colocacién eB el presupuesto al terminarse la contienda. Como la desmovi- lizacién del ejército echaba sobre el pais 60 mil veteranos con escasos medios de vida y poca aptitud para la vida civil, Diaz estaba en condiciones de aprovechar el apoyo Pe ligroso del desempleo de posguerra y del militarismo inve terado, y algunos de sus parciales propusieron que se apoderase del gobierno manu militari; pero, aconsejado por un politico prudente, opt6 por renunciar al mando y retirarse a la vida privada —paso que acrecentaba su po pularidad. Viejo amigo y discipulo de Judrez, que confiaba en “nuestro buen Porfirio” y estimaba en todo lo que valia su brillante conducta durante la guerra, sus relaciones siguieron cordiales hasta la terminacién de la campafia mi- litar, y se entibiaron al iniciarse la campafia politica. Aun- que el cambio se imputaba comtnmente a la rivalidad personal, no faltaban motivos legitimos para justificarlo. Durante el sitio de Querétaro, Diaz habia sondeado al gene- ral Escobedo con una proposicién, que tenia por objeto formar un triunvirato después de la caida de la capital y designar a uno de los tres Presidente de la Republica; y aunque la proposicién fracas6, planteaba la cuesti6m pal- pitante de quien habia ganado la guerra: Diaz reclamaba el botin para el soldado. El Presidente tenia motivos fun- dados para desconfiar de su modestia y no los disimulaba; 999 ; fue al hacer su entrada triunfal en la capital, Diaz no iagitado ‘a subir en el coche presidencial; tomé Se = el segundo coche con Lerdo de Tejada, y la proces a sualiz6 en forma muy evidente la precedencia del tae dente. Andando dentro de la procesién, Diaz disipé la i nl presién de que representaba_un peligro para el poder civi por su conducta posterior. Correcto, leal y bastante desin- teresado para retirarse en la escalinata del Capitolio, salv6 los peligros de la situacién e hizo figura decorativa sin perder el equilibrio en el resbaladero. Eliminada la ame- naza latente del militarismo, la campafia politica qued6 reducida a los méritos personales de los candidatos; la elecci6n era una competicién de impecables; y Diaz le- vaba la ventaja de tener quince afios menos que Juarez y de ser, polfticamente, una cantidad ignota, y por lo tanto, intachable. Ventaja insuficiente. No bastéd para Gonz4lez Ortega 1861, y no bastaba para Dfaz en 1867. Judrez salid reelecto con una amplia pluralidad, que demostraba una vez mas Ia confianza del pais en el mandato experimentado y la preferencia, ante los problemas de la reconstrucci6n, para el héroe colectivo frente al individual: eligiendo a Juarez, el pueblo se elegia a si mismo. La oposicién, sin eml , interpret6 el resultado de distinta manera: la reeleccién de Judrez era una cuestién resuelta de antema- no, no por el favor esponténeo del pueblo, sino por la influencia, el fraude y la fuerza con que el gobierno ma- nipulaba las elecciones. Tales imputaciones eran imposibles de comprobar o de refutar. Eran los concomitantes de cada eleccién en México y el resultado inevitable del dere- cho de sufragio universal otorgado a un pueblo insuficien- temente preparado para ejercerlo con la debida responsa- bilidad. El sufragio efectivo, basado en un electorado que en su enorme mayorifa era analfabeto, inerte y manejable por todos los procedimientos de la maquinaria electoral, era necesariamente ficticio: la realidad emanaba de la se- leccién natural que originaba las especies —las elecciones imdirectas. Colas de ciudadanos ignorantes, pero instrui- dos, encaminados a las casillas por los jefes politicos, que les entregaban la cédula apropiada, creaban el colegio electoral responsable de la eleccién auténtica y sujeto, a $u vez, a todos los arreglos, a todas las persuasivas y a to 1000 das las cormas de presién que caracterizan Ja ee electoral en los regimenes mas adelantados de la dem cracia. Bajo la forma convencional de las elecciones re lo que obraba en realidad era el sistema tradicional caciquismo, el control de una comunidad por un jefe polftico que dirigfa su rebafio en la rutina inmemorial de la vida primitiva, y lograba las apariencias de la autode- terminacién mediante una confederacién de favores con- venidos y de consentimiento predeterminado. El mecanis- mo se prestaba a cada paso, desde la materia prima hasta el producto acabado, a la manipulacién y al abuso, y el gobierno estaba en la posicién mds favorable para aprove- char los resortes, aunque sin tener el monopolio de los controles, que se emplearon libremente en su contra. Las elecciones de 1861, ganadas por Juarez con una pluralidad de mil votos sin que levantara un dedo en su favor, cons- titufan quizds la unica excepcién a la regla, pero represen- taban la excepcién que comprobaba la regla, y tanto fue asf que, contestando a los puristas, Juérez les dijo alguna vez que si el gobierno no hiciese las elecciones, ¢quién hhabria de hacerlas? Las prdcticas corrientes se aceptaban por comtin acuerdo como un mal necesario; su prevalen- cia, segin un analista, legitimaba la adulteracién, ya que -no habia otro modo de elegir un gobierno, y la funcién im- "puesta por la Constitucién sélo podfa efectuarse violando Ja Constituci6n: paradoja que resultaba de la devocién -ideolégica de los constituyentes al dogma democratico del ' sufragio universal y de la necesidad de adaptarlo a un pue- blo atrasado, incapaz de ponerlo en practica eficazmente y -sumamente susceptible a la corrupcién, enfermedad infan- til de Ja democracia desaclimatada. El conflicto de las =convenciones y las costumbres provocaba un ataque de célico en cada periodo electoral. Pero si se aceptaban taci- tamente las condiciones, el resultado provocaba invariable- mente las protestas del partido derrotado; y la prensa Oposicionista atacé al gobierno, y una que otra lengua suelta fustig6 al Presidente, por despilfarro de las rentas iblicas en sobornar a los votantes, y en asegurar su junfo a fuerza de intrigas, peculado y efusién de sangre. Ifmea entre las maniobras electorales permisibles y los palpables era imprecisa, y los vencidos no eran mAs indicados para trazarla con exactitud. Al reunirse 1001 5 diputados; el Congreso y certificar las credenciales aoe ee ularidades algunas fueron invalidadas con more of uristas 00 des- patentes; pero la satisfaccién dada a lo: bye etn viciadas vanecié la impresién de que las elecciones Aadid el cargo en mayores proporciones, y la oposicion aii a viccidente® a Ja cuenta corriente que tenfa abierta contra CNet sided Cualquiera que fuese el método, el resultado hubi iacricn y mismo: bastaba su prestigio para asegurar su © a % bastaba su eleccién para asegurar la integridad de su fie bierno y el funcionamiento de la democracia, ya que los sistemas politicos valen, en resumidas cuentas, lo que va- len sus dirigentes, y la probidad personal del Presidente era inatacable. Tal fue la respuesta de sus partidarios, y bastaba para satisfacer al ciudadano sensato. La queja era endémica y académica. Sin embargo, el solo hecho de formar la acusacién resultaba nocivo; no se la habia oido en 1861; y las dudas emitidas con los votos en 1867 crearon un precedente, y una provocaci6n, para el porvenir. Verificadas las elecciones, Diaz se retiré a su finca en Oaxaca y abandoné la vida publica definitiva o indefinitiva- mente, segin las eventualidades del porvenir préximo. Su conducta era ejemplar —pero ¢de qué? No era ésta la pri- mera ocasién en que un soldado emérito y patriota irre- prochable sucumbia a la derrota electoral; Gonzalez Orte- ga habia conocido la misma experiencia con consecuencias catastroficas; y su ejemplo era un caso pertinente que la oposicién, derrotada con Diaz, resucit6 después de las elecciones. Desde su detencién en enero de 1867, el pretendiente ha- bfa languidecido en la cArcel, olvidado por todo el mundo menos por un pufiado de amigos leales. En son de pro testa a su prolongada prisién, lo eligieron al Congreso; pero la elecci6n qued6 en letra muerta. Mas tarde, a peti- cién de Manuel Zamacona, el Congreso aprobé una reso- lucién para emprender una investigacién oficial del caso; pero Ja resolucién no tuvo efecto. Estas evasivas acreditaron la conviccién de sus partidarios de que se trataba de un caso flagrante de persecucion politica. Pasada la crisis que motivaba su detencién y su consignaci6én, ningun motivo de interés ptblico parecia justificar su prisién preventiva: el acusado tenfa el derecho incontestable de comparecer en su defensa, tanto para responder del cargo de desercién 1002 como para sostener su derecho a la Presidencia, PEt. am- bos aspectos del caso estaban inextricablemente ligados, y la manifiesta repugnancia del gobierno para proceder auto rizaba la deduccién de Gonzalez Ortega y sus defensores, de que se habia instituido la causa para frustrar el dere- cho. “gQuién ignora que Ortega fue apresado para que no figurase como candidato?”, escribid el mas jndignado de los jefes de la oposicién, Ignacio Ramirez, que despleg6 su vigor iconoclasta para demoler el culto popular al Presi- dente y desbaratar su buen nombre. La imputacién era fea, y el caso, bastante equivoco para armar un escandalo, si el ptblico hubiese apoyado la querella; pero faltaban tanto la simpatia para Gonzalez Ortega como el senti- miento contrario al gobierno suficientes para prestar tanta importancia al problema. El gobierno habia aplazado el proceso, primero, hasta la terminacién de la guerra, y des- pués, hasta la celebracidén de las elecciones, en vista de las condiciones del pais, demasiado perturbadas para permitir la consideracién serena del caso, pero el momento opor- tuno se aplazaba siempre y la oposicién veia en la oculta- cién del caso la prueba patente de la violacién de la Cons- titucién tanto en lo que se referia al asunto de la sucesién presidencial como en los derechos elementales del acu- sado, y sefialaba la conspiracién de silencio como la de- mostracién palmaria de que un gobierno que se preciaba de ser el guardian celoso de la legalidad se habia hecho reo de un flagrante abuso de poder, agravado por la com- placencia del Congreso y Ja apatia del publico. Técnicamente, sin duda, el cargo estaba bien fundado. Todas las apariencias estaban en favor de Gonzalez Ortega y eran contrarias al gobierno, pero este caso pertenecia a aquellos en que apariencias y realidades estaban en con- flicto, enredadas e inseparables. Hacia mucho que el pais habia fallado sobre las pretensiones de Gonzalez Ortega a la Presidencia, y acababa de confirmar la sentencia con la reelecci6n de Judrez: la cuestién estaba resuelta, y con igual justicia podia alegarse que la discrecién del gobierno, al echar tierra al pleito, obedecia a un motivo de interés publico. Resucitar una cuestion resuelta por el consenso de la opinién publica hubiera provocado una futil y gra- tuita agitacién, sumamente impolftica en los momentos en _ que la tarea primordial del gobierno era el restableci- ’ 1003 miento de! orden y de la paz y el retorno a las condicione® normales. El sentimiento ptblico también se mostra ee cio a encausar a un héroe nacional y a embarazar a 2 ventilando una cuestién que perjudicaba a ambos, ya a la relacién entre el cargo y la reclamacién era tan OE cha que resultaba imposible suscitar el uno sin la o' Tal fue el punto de vista adoptado por el gobierno, ¥ el Congreso, y el ptiblico en general, ante un dilema resuelto por un despliegue de sentido comin que acabé por con- vertir la agitacién de la oposicién, una vez mas, en una queja académica. El Congreso opté por la soluci6n mas facil, y en vez de ordenar una investigacion judicial, dis- puso del rompecabezas, desatendiéndolo juiciosamente. Si Ja solucién era irregular, irregular también era la situa- cién que creé el problema; hay problemas y hay ocasiones que las soluciones irregulares son las correctas, y de ésos era el caso de Gonzalez Ortega. El triunfo de la con- veniencia sobre los principios reducia el embrollo a su verdadera importancia; y si bien la solucién sensata entra- fiaba una grave injusticia a Gonzalez Ortega, sdlo unos cuantos de sus defensores la tomaron en seric. Amorda- zado y olvidado, el pretendiente qued6 encarcelado hasta el 1° de agasto de 1868, cuando, después de diez y nueve meses de prisién arbitraria, el gobierno lo puso en libertad y abandoné la causa instituida en su contra. Compurgada as{ su inocencia, el martir sali en libertad inconforme con lo ocurrido, apegado siempre a las reglas y disputando Jos hechos, Jeal a la letra de la ley y ciego a la realidad politica, y siguié consider4ndose una victima de Ja raz6én de Estado y de la ambicién de Juarez, criminalmente se- cundada por un Congreso obsequioso y un pueblo ingrato, que traicionaron la causa en cuya defensa habia comba- tido; pero reconociendo la indiferencia del mundo a los fracasados, se retiré a su casa y se hizo justicia en su biblioteca, terminando su educacién politica sin alcanzar a comprenderla; y en tal actitud lo sorprendié el telén al caer sobre su tragicomedia. Sus compatriotas le hicieron justicia olvidando sus derechos y sus agravios por igual, y recordando sélo al héroe que fue; y el tiempo, que siempre habia engafiado sus cAlculos, conservé la gloria de zAlez Ortega, burlando su ambicién. Algunos de sus partidarios capitularon. Prieto, que s° 1004 habfa declarado en su favor por creer con toda sinceridad que mas importaba la inviolabilidad de la Constituci6n que Ios motivos invocados en defensa de la infraccién, can! la palinodia. Cuando el golpe de Estado de Juarez, como los legalistas tachaban la prorrogacién de sus poderes en 1865, se separé de su ultimo idolo al costo de una _decep- cién intensa. Nunca habfa conocido una desilusién tan cruel desde la defeccién de Degollado. “Ni por un instante se crea que abogo por la persona de Gonzalez Ortega; Je defiendo porque en este instante es la personificacién del derecho —escribid a un amigo en aquel entonces. Juarez ha sido un fdolo por sus virtudes, porque él era la exalta- cién de la Ley, porque su fuerza era el Derecho, y nuestra gloria, aun sucumbiendo, era sucumbir con la razon social. ¢Qué queda de todo eso?, gqué queremos?, ga quién acata- mos?, ¢varfa de esencia que ayer se llamara Santa Anna y Comonfort y Ceballos, y que hoy se llame Juarez el suici- da? Supongamos que Judrez era necesario, excelso, heroico, inmaculado en el poder, ¢lo era por él y por sus tftulos? eQué vale sin éstos?... Yo avanzo hasta suponer feliz el éxito de este ensayo de prestidigitacién de Judrez. ¢Esté honor seguirle? ¢Se debe dar asentimiento a semejante escalamiento del poder? ¢Se debe autorizar con la tole- rancia de este hecho otros de la misma naturaleza que vendrian en seguida y no muy tarde? Yo, por mi parte, no lo haré. Me he propuesto ser tan ingenuo contigo que te confieso que ni el miedo al quebramiento de la Constitucién misma, a pesar de lo que te he dicho, me contiene; es tan grande nuestra causa, seria tan inmarcesible la gloria del que lanzase al francés de nuestro suelo, que pudiera ser que me sedujera la complicidad de este extravio heroico, por lo que tendria de sublime la reparacién. La reputacién por la vida del pafs. gNo lo he hecho yo? Esto no me asus- ta. Me asusta contemplar a Judrez revolucionario, inerte, encogido, regateando, ocupéndose de un chisme o elevando al rango de cuestiones de Estado las ruindades de una ven- ganza contra un quidam. ¢Tu te figuras revolucionario a Judrez? ¢Te figuras lo que habré sufrido?... Pero a largo andar sus escrupulos, sus temores, sus dudas se esfumaron, y el tiempo se encargé de devolverle su idolo. Sucum- biendo al sentido comtin del pueblo, de ese pueblo del cual se preciaba de ser la voz, y que vio clara la verdad autén- 1005 = ib tica a través de las apariencias superficiales, s¢ convenci al fin de la insignificancia de la disputa, ¥ comprendiendo que su desilusién era un error perdonable en un . pero no en un poeta, buscé la reconciliacién con el Presi- dente. “Aquf estoy —le dijo al ser recibido otra vez—- Haz conmigo lo que quieras.” Juarez lo abraz6 cordial- mente, y de su distanciamiento pasajero nunca se ha- bI6 mas. El lamentable fin de Gonz4lez Ortega daba qué pensar @ otros héroes postergados, y Diaz gané su propia ciencia a fuerza de paciencia. La desgracia de Gonzdlez Ortega, los escA4ndalos electorales, las reformas constitucionales, proporcionaron un fondo de estrategia a Ja oposicién y sus dirigentes trabajaron la materia, en todo lo que valfa, acu- sando a Juarez de recurrir a todos los extremos para quedarse con el poder que se habia arrogado con el golpe de Estado de 1865; pero el respeto que todavia lo rodeaba impuso un freno a los fariseos. Obligados a su pesar a andar a viva quien vence, optaron por atribuir las irre- gularidades de la Convocatoria, de las elecciones y del golpe de Estado a la influencia de Lerdo de Tejada, y exonerando al Presidente a expensas del Ministro, hicieron una distinci6n conveniente entre Judrez y el Jesuita, como apodaban a Lerdo. Pero éste habia sucedido a Gonzalez Ortega en la Presidencia de la Suprema Corte y era el here- dero presunto del Presidente, y como ambos formaban una sola persona ante la opinién publica, su asociacién les ex- ponfa a los ataques de una oposicién que recurria también a todos los extremos para desconceptuar a los dos. Con esa facil solemnidad tan ligeramente asumida por los pro- pagandistas politicos para fines publicitarios, se repetia en todos los tonos que México necesitaba de hombres nuevos; que Judrez y Lerdo hhabfan vivido su época y sobrevivido a su utilidad; que al negarse a reconocer que su misién habia terminado, ponian en peligro la pacificacién del pais para satisfacer su sed de mando; y que s6lo la disciplina y el reportamiento del pais impedian una recaida en la era de los pronunciamientos y la vuelta a los desérdenes tradicionales del pasado. Explotando todas las dificulta- des pasajeras de la pacificacién del pais, los inconformes acumularon y almacenaron una balumba de cargos; pero las filas de la oposicién eran tan reducidas como sus me 1006 dios de agitacién, y un obstdculo insuperable embotaba sus filos. El Pueblo a Judrez era un recuerdo siempre vivo ¥ una consigna que el pueblo no habia pronunciado sin ra- z6n y al roble no se le sacaba al primer azadonazo. Juarez se hallaba demasiado cerca todavia de la época heroica Para perder el aura popular de los afios de guerra, y no se pod{a desfigurar la imagen grabada en ei corazon de sus compatriotas de la noche a la ma‘iana. 1007

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