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Nuevo ataque a la panaderia Sigo sin estar seguro de si hice bien en hablarle a mi mujer del ataque a la panaderia. Quiz no se tratara de una cuestion sobre el bien o el mal, de lo que es correcto 0 incorrecto. Quiero decir, elecciones incorrectas producen a veces resultados correctos yal contrario. Ante este tipo de absurdos (creo que se les puede lamar asi), he Hegado a la conviccién de que en realidad no ele- gimos nada. Esa es mi forma de entender la vida. Respecto a las cosas que ya han ocurrido, no hay nada que podamos hacer. En cuanto a las que atin no han tenido lugar, todo esta por ver. Visto desde esa petspectiva, ocurrié, sencillamente, que le ha- blé a mi mujer del ataque a la panaderia. No tenia previsto hacer- lo. De hecho, se me habia olvidado por completo, pero tam- poco era una de esas cosas que entran en la categoria de: «Por cierto, ahora que lo mencionas... Si me acordé del ataque a la panaderfa, fue por culpa de un hambre insoportable. Sucedié un poco antes de las dos de la madrugada. Habiamos cenado algo ligero sobre las seis de la tar- de ya las nueve y media nos acostamos, pero, por alguna ra- z6n, nos despertamos al mismo tiempo. Teniamos un hambre feroz, casi desesperado, como si nos atacara el tornado de El mago de Oz. Unos terribles zarpazos de hambre que no tenfan razon de ser. En la nevera no habfa nadadigno de ser considerado comi- da: una botella de alifio para ensalada, seis latas de cerveza, dos cebollas secas, un poco de mantequilla y una bolsa para absor- ber los malos olores de la nevera. Nos habiamos casado dos semanas antes y atin no habiamos establecido claramente unos 43 habitos alimenticios comunes. Tenfamos muchas otras priorida- des en ese momento. Yo trabajaba en un despacho de abogados y mi mujer como secretaria en una escuela de disefio. Yo tenia veintiocho o vein- tinueve afios (no sé por qué nunca recuerdo el afio exacto de nuestro matrimonio) y ella era dos afios y ocho meses menot que yo. La comida era la iltima de nuestras preocupaciones. Teniamos demasiada hambre como para quedarnos en la cama. Fuimos a la cocina y nos sentamos uno frente al otro sin hacer nada especial. No podiamos conciliar el suefio (incluso es- tar tumbados nos resultaba doloroso) y el hambre era tan voraz que nos impedia hacer nada. No sabiamos de dénde surgia con semejante intensidad. ‘Abrimos la puerta de la nevera por turno, movidos por una vvana esperanza, pero por mucho que lo hiciéramos nada cambia~ ba en su interior: cervezas, cebollas, mantequilla, alifio y un ab- sorbente para los malos olores. Podriamos haber preparado un. salteado de cebolla con mantequilla, pero no parecia suficiente para saciar nuestra hambre. La cebolla es siempre una buena base, pero no comida en si misma. —8or qué no hacemos un salteado de alifio con absorben- te para los malos olores? —dije en broma. Como a mi mujer no parecié hacerle gracia mi ocurtencia, probé otza alternativa—: Mejor que vayamos en coche a buscar un restaurante abierto veinticuatro horas. Algo encontraremos. Ella rechazé la propuesta. No queria salir a comer algo. —Hay algo que no marcha bien si uno debe salir de casa para comer algo pasada la medianoche. Para ese tipo de cosas me parecia una mujer chapada a la an- tigua. ; : —Supongo que tienes razén —me resigné con un suspiro. Quiza sea normal en las parejas de recién casados, pero en ese momento sus opiniones (més bien sus tesis) me sonaban como una especie de revelacién. Al decir eso, entendi que se trataba de un hambre especial, nada que pudiera satisfacerse en tun restaurante abierto las veinticuatro horas. Un hambre especial. {Qué significaba eso? 44 Podria tratar de describirlo mediante fotogramas. Uno: Floto en un pequefio bote en mitad de un mar tranquil. Dos: Miro hacia abajo y veo la cima de un volcan submarino. Tres: Entre la superficie del mar y la cima del volcén no parece haber mucha distancia, pero no logro calcularla con exactitud. Cuatro: Ocurre porque el agua esti tan transparente que engafa a la vista. Esa secuencia de imagenes me vino a la mente entre el mo- mento en que mi mujer me dijo que no queria salir a buscar un restaurante abierto y yo admiti que quizé tenia razén. Obviamen- te, no soy Sigmund Freud, por lo que no pude analizar su verda- dero significado, pero comprendi enseguida que era algo revelador y acepté de inmediato su tesis (o su declaracién). No nos quedé ‘més remedio que abrir un par de latas de cerveza y bebémoslas. Mejor beber cerveza que comer cebollas. A clla la cerveza no le gustaba especialmente, de manera que yo me bebi cuatro y ella dos. Mientras tanto, se puso a revolver las estanterias de la cocina como una ardilla en el mes de noviembre. Encontré cuatro galle- tas de mantequilla olvidadas dentro de una bolsa, Eran las sobras de la base de una tarta de queso. Estaban hiimedas, reblandecidas, pero nos las comimos a pesar de todo. Dos para cada uno. Por desgracia, ni las galletas ni las cervezas dejaron rastro 0 lograron ocultar el hambre. Nos sentiamos como si observsemos desde el espacio la vasta extensién de la peninsula del Sinai. Su efecto pasé como pasan los paisajes anodinos tras la ventanilla del coche. Leimos el texto impreso en las latas de cerveza, miramos el reloj en numerosas ocasiones, la nevera, hojeamos el periédico de la tarde del dia anterior y con una tarjeta postal recogimos las migas de las galletas esparcidas encima de la mesa. El tiempo pa- saba lento y pesado, como el plomo por las entrafias de un pez. —Jamis habja tenido tanta hambre —dijo mi mujer—. {Ten- dra relacién con estar recién casados? —Puede ser. O quizé*no. Empez6 a investigar de nuevo en todos los rincones de la co- cina a la busqueda de un pedazo de comida y yo me asomé otra vez, por la borda para contemplar la cima del volcén submarino. El agua transparente despertaba en mi un sentimiento de inquietud, 45 como si se me hubiera abierto un inmenso vacio en el estémago, un vacfo puro, sin entrada ni salida. Esa extrafia sensacion de au- sencia en el interior de mi cuerpo, esa percepcién existencial de la no existencia, se parecfa al miedo, a la parilisis que le atenaza a uno después de trepar hasta la cima de una torre altisima. La conexién entre el hambre y el vértigo fue todo un descubrimiento. Me acordé entonces de una experiencia similar que habia vi- vido hacia tiempo. La misma sensacién de vacio en el estéma- g0... {Cuando fue...? iSi, era lo mismo! —Ocurrié cuando ef ataque a la panaderia —dije sin querer. —2E] ataque a la panaderfa? éDe qué hablas? —pregunté mi mujer. Fue as{ como empez6. —En una ocasién atraqué una panaderia —le expliqu Fue hace mucho. No era una panaderia grande ni famosa. Tam- poco hacian un pan especial, aunque no estaba mal. Era una pa- naderia cortiente y moliente, como muchas de las que se ven en. las galerias comerciales de cualquier ciudad. La regentaba un hom- bre y era tan pequefia que cuando se le acababa el pan cerraba hasta el dfa siguiente. —ZY por qué elegisteis precisamente esa? —Tampoco vefamos la necesidad de atracar una més grande. Nosotros solo querfamos pan, lo suficiente para saciar el ham- bre. No queriamos dinero. Eramos asaltantes, no ladrones. —ANosotros? {A quién te refieres con nosotros? —A mi mejor amigo de entonces y a mi. Ya han pasado casi diez afios. Eramos tan pobres que ni siquiera nos alcanzaba para comprar pasta de dientes. La comida siempre faltaba y eso nos obligaba a hacer auténticas barbaridades para poder comer. El ataque a la panaderia fue una de nuestras locuras.. —No lo entiendo —dijo ella sin apartar la mirada de mi, como si buscase el pilido resplandor de las estrellas en el cielo del amanecer—. éPor qué tuvisteis que hacer eso? No podiai buscar un trabajo? Con un trabajo por horas alcanza para com- prar un poco de pan. Es més facil que atracar una panaderia. 46 —No queriamos trabajar. Lo tenfamos muy claro. —Pero ahora trabajas como todo el mundo, éo no? Asenti y di un sorbo a la lata de cerveza. Me froté los ojos con la parte anterior de las mufiecas. La cerveza me habia dado suefio, un suefio que se filtraba en la conciencia como barro li- quido acompafiado de retortijones. —Los tiempos cambian —me limité a decit—, Cambian las circunstancias, cambian las personas, lo que pensamos. éPor qué no nos vamos a la cama? Tenemos que madrugar. —No tengo suefio. Quiero saber més sobre ese ataque a la panaderfa —protesté ella. —No hay mucho que contar. Es una historia insipida. No es tan interesante como imaginas. No hay accién, nada llamativo. —iLo lograsteis? Me resigné y abri otra lata de cerveza.. Cuando una historia despertaba su interés, no paraba hasta conocer el desenlace. En cierto sentido se puede decir que sf, lo logramos. Quie- 10 decir, conseguimos todo el pan que queriamos, aunque la cosa no se desarrollS como un asalto propiamente dicho. Me explico: el duefio de la panaderia nos lo regal. —iGratis? —No del todo. Esa es la parte complicada. Era un meléma- no y justo cuando entramos acababa de poner un disco con las oberturas de Wagner. Nos propuso un trato: nos daria todo el pan que quisigramos si escuchdbamos el disco entero. Lo discu- timos entre nosotros y estuvimos de acuerdo. No nos iba a pasar nada por escuchar un poco de mitsica. No era un trabajo pro- piamente dicho y tampoco querfamos hacerle dafio a nadie. Guardamos las navajas y nos sentamos a escuchar las oberturas de Tannhéuser y El holandés errante. —AY después os dio el pan? —Eso es. Nos llevamos a casa casi todo lo que habia en la tienda, Fue nuestro tinico alimento durante cuatro o cinco dias. Di otro trago a la cerveza. El suefio agitaba mi bote imagi nario, donde me mecla movido por las olas producidas por un terremoto submarino, —Por supuesto, logramos nuestro objetivo. Teniamos pan 47 —continué—, pero lo que hicimos en ningtin caso podia cons derarse un delito. Mas bien fue una especie de intercambio. Digimoslo asi. Escuchamos a Wagner a cambio de pan. Desde un punto de vista legal fue una simple transaccién. —Pero escuchar a Wagner no se puede considerar un traba- jo o un bien mercantil. —iDesde luego que no! Si el hombre nos hubiera pedido fregar los cacharros o limpiar las ventanas, nos habriamos nega- do y le habriamos robado sin mas contemplaciones. Pero no nos pidid eso, sino que nos sentaramos a escuchar el disco de prin- Gipio a fin. Los dos nos quedamos muy confundidos. Jamis hu- biéramos imaginado que Wagner se iba a mezclar en nuestros asuntos. Fue como una maldicién. Lo pienso ahora y me doy cuenta de que nunca deberiamos haber aceptado ese trato. De- beriamos haber usado las navajas para amenazarle y habernos lle- vado el pan. Asi no hubiera habido ningiin problema, —iTuvisteis algtin problema? Volvi a frotarme los ojos. —Més o menos. Nada concreto en realidad, pero después de eso las cosas empezaron a cambiar y ya nunca volvieron a ser lo mismo. Regresé a la universidad, me gradué sin problemas, encontré mi trabajo en el despacho de abogados, me preparé las oposiciones, te conoci y me casé. Nunca he vuelto a hacer nada parecido. Se acabaron los asaltos a las panaderias. —iEso es todo? Si. No hay nada més que contar. Me terminé la cerveza. Nos habiamos acabado todas las la- tas. En el cenicero habia seis anillas metalicas que parecian las escamas de una sirena. No era verdad que no hubiese ocurrido nada concreto des- pués del ataque. De hecho, algunas cosas pudimos verlas cla- ramente con nuestros propios ojos, pero no queria hablarle de eso. —iQué fue de tu amigo, a qué se dedica ahora? —No lo sé. Poco después sucedié algo y terminamos por alejamos. No he vuelto a verle desde entonces. Tampoco sé a qué se dedica. 48 Mi mujer no hablé durante un rato. Probablemente intu‘a que no le contaba toda la verdad, pero no insisti6. —éDejasteis de ser amigos por el asalto a la panaderia? —Tal vez. Lo que hicimos debié de dejar una huella en nosotros mucho més profunda de lo que nos parecié en un pri- mer momento. Durante varios dias no paramos de hablar de la relacién entre el pan y Wagner. Nos preguntébamos si habia- mos hecho lo correcto 0 no. De todos modos, no llegamos a ninguna conclusién. Honestamente, creo que la eleccién fue la correcta. Nadie result6 herido y todos acabamos mas 0 menos contentos. El duefio de la panaderia (atin hoy no entiendo por qué reaccioné de esa manera) hizo su propaganda de Wagner y nosotros nos hartamos de pan. A pesar de todo sentiamos como si, en cierta manera, hubiésemos cometido una grave equivoca- cién. Sin saber por qué o por qué no, esa equivocacién empe- 26 a proyectar una sombra sobre nuestras vidas. Por eso hablo de maldicién. No me cabe duda de que aquello fue una especie de maldicién. —iAtn la sientes? ¢Y tu amigo? Aleancé las scis anillas del cenicero e hice una pulsera. —No lo sé. El mundo parece estar inundado de maldiciones. Si te sucede algo extraiio, es dificil saber qué maldicién exacta Jo ha causado. —No estoy de acuerdo —dijo ella con sus ojos clavados en Jos mios—. Si lo piensas detenidamente, terminaris de entender el porqué. Si no abuyentas esa maldicién con tus propias ma- nos, te hard suftir hasta la muerte, como una muela picada. Y no solo sufrirds ti. A mi también me incumbe. —éA ti también? —Si, porque ahora soy tu mujer, tu compafiera. Este ataque de hambre atroz que nos atenaza es la clara demostracién de ello. Antes de casarme nunca habia sentido algo parecido. éNo te pa- rece anormal? Esa maldicién de la que hablas también me afec- taa mi, Asenti. Deshice la pulsera de anillas y volvi a dejarlas en el cenicero, No sabia a ciencia cierta si tenia razén 0 no, pero in- tufa que sf. 49 El hambre que habla conseguido alejar de mis pensamientos durante un tiempo reaparecié con mayor intensidad hasta el ex- tremo de provocarme un fuerte dolor de cabeza. Los retortijones en el fondo del est6mago se transformaban en temblores que me legaban a la cabeza como si estuvieran conectados por algtin tipo de sofisticada maquinaria. Volvi a echar un vistazo al voleén submarino bajo mis pies. El agua estaba atin mas transparente que antes. Si no tenia cuidado, podia dejar de darme cuenta incluso de que estaba ahi, Sentia como si mi bote imaginario flotase en el aire, libre de amarras, Las piedras del fondo estaban al alcance de la mano. —Apenas han pasado dos semanas desde que empezamos a vivir juntos —dijo mi mujer—, y en todo este tiempo he sentido como una presencia, una especie de maldicién. —Sin dejar de mirarme fijamente, entrelaz6 los dedos encima de la mesa—., An- tes de contarme esta historia —continud—, no pensaba que se tratase de es0, pero ahora lo veo claro. Te han lanzado una maldicion. —éUna presencia? ¢A qué te refieres? —Como si colgara del techo una cortina pesada, polvorien- ta, sin lavar desde hace afios. —Quiza no se trate de una maldicién, sino de mi —dije con. una sonrisa. Mi comentario no le hizo graci —No se trata de ti, —Esti bien, supongamos que se trata de una maldicién. (Qué puedo hacer en ese caso? —Asaltar otra panaderia. Ahora mismo. Es la tunica salida. —iAhora? —Si, ahora. Mientras atin tengamos hambre. Debes terminar Jo que dejaste a medias. —Pero es noche cerrada.

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