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CARLOS FUENTES Para darle nombre a América HOMENAJE Conocf a Gabriel Garcia Marquez alld por el 1962, en la ciudad de México y en la calle de Cérdoba 48, una casa Ila- mada «La Mansién de Dracula» por su evidente aspecto transilvanico y sede de la compafiia productora de cine de Manuel Barbachano Ponce. Barbachano Ponce eta un rotundo y energético yuca- teco, miembro de la Ilamada «casta Divina» que dominé largo tiempo a la peninsula maya con vastas plantaciones de henequén y trabajo feudal. Desposefdos por la Revolu- cién mexicana y en particular por las medidas del gobier- no socialista de Felipe Carrillo Puerto, los Barbachano debieron encontrar otras hacendosas ocupaciones en la hotelerfa, el turismo y el cine. Manolo Barbachano renové en su momento el langui- do cine comercial de México, cimbrado apenas por las trepidaciones bailables de «Tongolele», Ninén Sevilla y Marfa Antonieta Pons, nuestras caribefias rumberas ofi- ciales. Barbachano aposté a un cine documental y cuasi do- cumental, directo, sin adornos, en blanco y negro: Torero, una experiencia de cine-verdad en torno al diestro Luis Procuna; Raices, la adaptacién de varios cuentos rurales del esctitor Francisco Rojas Gonzalez, y, finalmente, Na- xv XVI CARLOS FUENTES: zarin, \a pelicula con la que Luis Bufiuel volvié a cegar la pantalla, después de un indeseado e indeseable asueto co- mercial, con las navajas de Aragén y los tambores de Ca~ landa. La historia de Pérez Galdés fue adaptada por otro espafiol, el guionista Julio Alejandro, y situada en un México agrario y agreste donde el cura Nazario intenta hacer el bien, provoca el mal y recibe como recompensa una inmanejable pifia. Digo con esto que al llegar a México a principios de los sesenta, Gabriel Garcia Marquez fue recibido —en La Mansién de Draécula— por un equipo que inclufa a los republicanos espafioles Federico Américo, productor de la vieja CIFESA, Carlos Velo, que en Espafia realizé un memorable documental sobre El Escorial, y Jaime Mu- fioz de Baena, un seductor sefiorito madrilefio de agudo ingenio y modas britdnicas. A ellos se unfa muy sefiala~ damente Alvaro Mutis, el esctitor colombiano, que fue quien me presentd, en Cérdoba 48, al recién llegado Ga- briel Garcfa Marquez, al cual yo ya conocia, desde luego, como el joven escritor de La hojarasca, un libro de apa- riencia riistica y entrafia nobilisima, pues de él, me pare- ce, surge el universo creador de Garcia Marquez. Yo ha- bia editado en los afios cincuenta una Revista Mexicana de Literatura que se correspondfa, en Bogoté, con la mftica revista Mito, dirigida por Jorge Gaitan Duran. Entre Mu- tis y Gaitdén, me fue dado ir publicando los cuentos de Garcia Marquez, cada uno més maravilloso que el ante- rior, porque cada uno contenja al anterior y anunciaba al siguiente: «Monélogo de Isabel viendo Hover en Macon- do» y «Un dia después del sébado» conducfan a E/ coronel no tiene quien le escriba y a La mala hora, pero también prolongaban, como el eco del mar dentro de un caracol, los inquietantes pdrticos de pasados relatos de Gabo. «La PARA DARLE NOMBRE A AMERICA xvi tercera resignacién», «Eva estd dentro de su gato», «Tu- bal-Cafn forja una estrella», «Nabo, el negro que hizo es- perar a los angeles» y «Ojos de perro azul»..., titulos que eran nombres, nombres que eran bautizos, nombres de misterio y amor que se pronosticaban a sf mismos como arte y artificio, naturaleza y natividad, profecfa y adver- tencia, recuerdo y olvido, vigilia y suefio. Todo ello me impulsaba, con un movimiento del co- raz6n, a conocer al autor que nombré6 esos cuentos, al artifice que los sofid: aqui estaba, en Cérdoba 48, tal y como afios mds tarde lo describirfa, en sus memorias, el presidente Francois Mitterrand, como «un hombre pa- recido a su obra: sdlido, sonriente, silencioso..., duefio de un desierto de silencio como solo las selvas tropicales pueden crear». «Desde que lef Cien aitos de soledad —afia- de Mitterrand— la obra me ha embrujado». Seguramen- te un hombre tan perspicaz como este francés esencial, que por serlo jamds dijo una tonterfa, leyé en Cien altos lo que muchos mas vimos desde las paginas sin rbol de La hojarasca: Garcia Marquez era un nuevo descubridor, un bautizador del nuevo mundo, hermano de Niifiez de Balboa y Fernandez de Oviedo, de Gil Gonzdlez y Pe- dro Martir, en la tarea interminable de darle nombre a América. Lo conocf en 1962 en Cérdoba 48 y nuestra amistad nacié allf mismo, con la instantaneidad de lo eterno. Ga- bo culminaba en México un joven periplo que lo habia llevado de Aracataca a Barranquilla, de Sucre a Zipaqui- ra, y luego de Bogot4 a Roma, Londres y Paris, en mo- saicas tabletas de informacién escritas en E/ Universal, luego en El Heraldo, finalmente en E/ Espectador, que lo sorprende en el exilio europeo dejando atrés, pero te- niendo presentes siempre, las tensiones colombianas que XVIII CARLOS FUENTES se renuevan —porque no se inician— el 9 de abril de 1948 con el asesinato de Jorge Eliécer Gaitén y culmi- nan con la clausura de E/ Espectador por Gustavo Rojas Pinilla en 1955, determinando una errancia que, al ca- bo, nos trae al Gabo, en un autobtis Greyhound, con Mer- cedes y Rodrigo y Gonzalo en espera, a la ciudad de México, la mds vieja ciudad viva del hemisferio occiden- tal, la urbe azteca, virreinal, barroca, caética, antiquisi- ma, modernfsima, la ciudad de roja piedra tezontle y afrancesadas mansardas esperando la improbable nevada tropical y edificios de cristal despedazado que no quie- ren durar més de cincuenta afios. México, D. EF, donde la familia de Garcfa Marquez tendrfa, de allf en adelante, su principal residencia para honor y alegria de México y los mexicanos. Juntos entramos al Museo de Antropologfa. Juntos in- dagamos el misterio de la Coatlicue, la diosa madre de los aztecas, representada en un masivo monolito cuyos te- rribles elementos —serpientes, calaveras, manos lacera- das, sexo impenetrable— le proclaman a la ciudad y al mundo: —Yo no soy Venus. Yo no soy una diosa humana. Yo soy diosa porque zo soy humana. Entonces, después de diez minutos de contemplacién, Garcia Marquez dice: —Ya entendi a México. Que es algo mas de lo que podemos decir los mexica- nos, constantemente sorprendidos por un pais que no acabamos de descubrir pero en el cual Garcia Marquez se acomodé con la sabidurfa de hechicero que le atribuia Mitterrand. Se ha dicho que en México Kafka seria un escritor costumbrista y en los afios sesenta una de las leyes del PARA DARLE NOMBRE A AMERICA XIX Castillo determinaba que los extranjeros debfan renovar cada seis meses su residencia y hacerlo no en México, si- no —amuélense todos— en un consulado mexicano del extranjero. Esto significaba que Gabriel debfa viajar dos veces al afio para renovar su permiso de residencia —Kafka puro, les digo— y como tanto él como yo pasébamos por una temporada de aguda aerofobi so, por la trégica muerte de Gaitén Duran en la Martini- ca—, fbamos por carretera a Acapulco, donde Gabo to- maba un vapor inglés de la P. and 0. (homenaje sin duda a su admirado Somerset Maugham) y viajaba a Panamd, obtenfa la visa y regresaba a México. Recuerdo estos viajes porque en uno de ellos Gabriel Garcia Mrquez se transform6. Lo miré y me asusté. (Qué habja ocurrido? ¢Nos habiamos estrellado contra un im- placable autobiis de la linea México-Chilpancingo-Aca- pulco? ¢Nos habfamos derrumbado por los precipicios del Cafidn del Zopilote? ¢Por qué irradiaba una beatitud improbable el rostro de Gabo? ¢Por qué le iluminaba la cabeza un halo propio de un santo? ¢Era culpa de los ta- cos de cachete y nenepil que comimos en una fonda de Tres Marias? Nada de esto: sin saberlo, yo habia asistido al naci- miento de Cien aitos de soledad —ese instante de gracia, de iluminacién, de acceso espiritual, en que todas las cosas del mundo se ordenan espiritual e intelectualmente y nos ordenan: «Aquf estoy. Asf soy. Ahora escribeme». Porque en esa época, él y yo fabricébamos guiones de cine, demostrando nuestra verdadera vocacién cuando nos detenfamos horas en colocar una coma o en describir el portén de una hacienda. Es decir: nos importaba lo que se leia, no lo que se vefa. —determinada, en mi ca- XX CARLOS FUENTES Por eso, semanas mds tarde, echados en la eterna pri- mavera del césped de mi casa en el barrio de San Angel, Gabo pudo preguntarme: —Fontacho, ;qué vamos a hacer? ;Salvar al cine me- xicano o escribir nuestras novelas? La suerte estaba echada. Yo me fui a Europa por s gunda vez, Ya habja estado alli en 1950, cuando Ja ruina de la guerra era dolorosamente visible en una Italia donde los nifios recogian colillas de cigarrillo para sobrevivir, donde en el invierno los museos estaban Ilenos porque solo allf habia calefaccién, donde un pueblo empobrecido viajaba en tercera clase de los trenes con maletas amarra- das con cuerdas. En una Viena donde la fachada del Hof- burg era ocultada por grandes mantas con las efigies de Lenin y Stalin y de donde no se podifa viajar sin un pase de una de las cuatro potencias de ocupacién. De un Paris, en fin, donde el espiritu francés convalecfa gracias a la in- teligencia de Sartre y Camus, popularizada por el existen- cialismo personificado, a su vez, por la cantante Juliette Greco en el café Le Tabou: melena negra, mirada desencan- tada, voz inolvidable: Je hais les dimanches. En un aparta- mento vasto y congelado de la avenida de Victor Hugo vi- via la pareja literaria de Octavio Paz y Elena Gatto, siempre acompafiados de otra pareja, esta argentina, formada por Adolfo Bioy Casares y Silvina Ocampo: fuego graneado de citas poéticas, juegos surrealistas del cadaver exquisito y correrfas nocturnas por Saint-Germain-des-Prés. Octavio me condujo a una galerfa de la Place Vendé- me donde se exhibia un solo cuadkro, titulado Exropa des- pués de la Iluvia, cuyo autor, Max Ernst, alli presente co- mo vigfa de su propia obra, habia pintado un paisaje lacerante, alucinado, de excrecencias pétreas. Miré los ojos intensamente azules bajo la corona blanca de Ernst y PARA DARLE NOMBRE A AMERICA XXI al ver la pintura, me pregunté si el verdadero surrealis- mo europeo solo se dio en Alemania y en Espafia, paises de imaginacién magica popular, como lo demostraba ese mismo afio de 1950 Luis Bufiuel con Los olvidados, en Cannes, y no en la Francia cartesiana, donde André Bre- ton escribfa con la correccién del duque de Saint-Simon en la Corte de Luis XVI. Con raz6n, hacia 1930, tres jovenes escritores latinoa- mericanos —Miguel Angel Asturias, Arturo Uslar Pietri y Alejo Carpentier— se detuvieron un rato en el Pont des Arts sobre el Sena y decidieron echar al rfo el surrealismo francés, innecesario —proclamaron— en una Iberoamé- rica donde abundaba «lo real maravilloso». Digo esto porque a Francia llegé en 1957 Gabriel Garcia Marquez, encerrado en un hotel de la Rue Cujas cuyo tinico adorno era un retrato de Mercedes y el tinico lujo tres paquetes azules de cigarrillos Gauloises. En el Boulevard Saint-Germain se cruz6 Gabo con Ernest He- mingway y le grité de acera a acera: «Adids, maestro» —como hoy le gritan, adonde quiera que va, a Gabriel Garcfa Marquez. Y aunque Hemingway dijo que los bue- nos norteamericanos van a Paris a morit, Garcia Marquez hubiese dicho que los buenos latinoamericanos van a Pa- ris a escribir. Yo regtesé a Europa en 1966 y me instalé en un palazzo veneciano para ver qué se sentfa al ser Henry James, aun- que sin esperanzas de emularlo. Fue una temporada de intenso intercambio epistolar con los amigos, en aquella €poca anterior —muy anterior— al fax, al e-mail. Gracias a ello, conservo un maravilloso correo con Ga- bo en los momentos de la redaccién de Cien aitos de sole- dad. Yo sabia que él dejé sus empleos, le pidié a Merce- des que llenara el refrigerador, eché candado a su casa y se XX CARLOS FUENTES senté a escribir un proyecto —me dijo— que le tomd madurar diecisiete afios y redactar catorce meses. Angus- tias y alegrfas: «jamds he trabajado en soledad comparable —me dice—, no siento mds punto de referencia que, quizds, Rabelais, sufro como un condenado poniendo a raya la ret6rica, buscando tanto las leyes como los limites de lo atbitrario, sorprendiendo a la poesfa cuando la poe- sia se distrae, peleandome con las palabras. A veces —me escribe Gabriel— me asalta el panico de no haber dicho nada a lo largo de quinientas paginas; a veces, quisiera seguir escribiendo el libro el resto de mi vi- da, en cien voltimenes, para no tener més vida que esta...». «Para no tener mds vida que esta». Gabo me envié a Italia el manuscrito de Cien aftos de soledad. Entusiasmado, lo busqué desde Venecia para fe- licitarlo. No lo encontré. Entonces le escribf a nuestro grande y comtin amigo Julio Cortazar, quien pasaba el verano en su ranchito de Saignon, una aldea al sur de Francia sin teléfonos ni telégrafos, un cartero en bicicleta tan incierto como el cémico Jacques Tati y un extrafio servicio francés llamado «el pequefio azul» al cual acudé para decirle lo siguiente al gran cronopio, al argentino que se hizo querer de todos. «Querido Julio: Te escribo impulsado por la necesidad imperiosa de compartir un entusiasmo. Acabo de leer Cien aitos de sole- dad: wna crénica exaltante y triste, una prosa sin desma- yo, una imaginaci6n liberadora. Me siento nuevo después de leer este libro, como si les hubiese dado la mano a to- dos mis amigos. He lefdo el Quijote americano, un Quijo- te capturado entre las montafias y la selva, privado de la- nuras, un Quijote enclaustrado que por eso debe inventar al mundo a partir de cuatro paredes derrumbadas. jQué PARA DARLE NOMBRE A AMERICA XXII maravillosa recreaci6n del universo inventado y re-inven- tado! {Qué prodigiosa imagen cervantina de la existencia convertida en discurso literario, en pa perceptible de lo real a lo divino y a lo imaginario!». Y afiado: «Pero en algtin rincén debe haber un Aure- liano con su cruz de cenizas en la frente que venga a pro- testar contra la crénica del biznieto del coronel Gerinel- do Marquez, corrija los inevitables errores y proponga una nueva lectura, radical e inédita, de los pergaminos de Melquiades. Un dia, querido Julio, me hablaste de la no- vela como mutacién. Eso es Cien affos de soledad: una ge- neracién y una re-generacién infinita de las figuras que nos propone el autor, mago inicidtico de un exorcismo sin fin. Y qué sentimiento de que cada gran novela Jatinoameri- cana nos libera un poco, nos permite delimitar en la exal- tacién nuestro propio territorio, profundizar la creacién de la lengua con la conciencia fraternal de que otros escritores en castellano estén completando tu propia vision, dialogando contigo». Dialogando con nosotros. je continuo e im-

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