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Un recorrido por las reliquias Freak budismo y el hinduismo se hallan aqui expli- cados a partir de una lengua, de un diente, de un pelo. Historias fascinantes de venera- cion y fraude, de compromisos personales y conflictos politicos, de realidades y simbolos nos muestran hasta qué punto la vida de un muerto puede cambiar la de los vivos. Peter Manseau es profesor de escritura en la Uni- versidad de Georgetown, donde también estudia religién. Colaborador de The Washington Post y The New York Times Magazine, es autor de va- rios libros relacionados con la religién: Vows (2005), donde reconstruye la historia de sus padres, un sacerdote y una monja que dejaron los habitos para casarse; Killing the Buddah, un libro de viajes por Estados Unidos documentan- do su cultura religiosa, coescrito con Jeff Sharlett; y la novela La biblioteca de los suefios rotos (Song for the Butcher’s Daughter, 2008). Con Jeff Sharlett fundo la pagina web Killing the Buddah, religiosa pueda pensar y hablar de lo que es, no es o podria ser la religién». También es editor de la revista Search. Science+Religion+Culture. «Huesos sagrados es una amena, cordial in- vestigacién sobre el anhelo humano de tras- cendencia espiritual» (New York Times Book Review); «Huesos sagrados se lee como una no- vela, entretiene como un docudrama televisivo, y educa como el mejor profesor de universi- dad. Es a un tiempo informativo, impredecible y divertido. Cree la gente realmente que la lengua correosa de un santo del siglo XII puede bendecirla y darle suerte? Pues si. ;Por qué cree la gente en cosas tan raras como las santas reli- quias de la religion? Lea este libro y lo descu- brira. CUIDADO: puede descubrir que también usted cree en las santas reliquias y ni siquiera se habia dado cuenta» (Michael Shermer). Otros titulos en FR&AK COMO SOBREVIVIR A UNA PELICULA DE TERROR Seth Grahame-Smith GUIA DE ARQUITECTURA INSOLITA Natalia Tubau EL LABERINTO Historia y mito Marcos Méndez Filesi LA VERDADERA HISTORIA DE LAS SOCIEDADES SECRETAS Daniel Tubau SEX MACHINE La ciencia explora la sexualidad Edouard Launet UNA CENA CON CALIGULA El libro de la cocina depravada Medlar Lucan y Durian Gray EL MEDICO PERPLEJO Casos que la medicina (atin) no se explica Robert S. Bobrow GUIA DE TUMBAS Y CEMENTERIOS de casi todo el mundo Teresa Artigas y Lucia Solavagione FICHADOS Una historia del siglo XX en 366 fotos policiales Giacomo Papi EL LIBRO DE LOS FRACASOS HEROICOS Stephen Pile llustraci6n de cubierta: Relicario g6tico italiano © Elio Ciol / CORBIS www.albaeditorial.es Huesos sagrados PETER MANSEAU Huesos sagrados Un recorrido por las reliquias de las religiones del mundo ALBA An FRK © Peter Manseau, 2009 Titulo original: Rag and Bone. A Journey Among the World’s Holy Dead © de la traduci Sn: Ignacio Villar © de esta edicidn: Alba Editorial, su. Baixada de Sant Miquel, 1 08002 Barcelona www albaeditorial.es © Disefio: Moll & Cotliarenco Primera edicién: octubre de 2010 ISBN: 978-84-8428-583-0 Depésito legal: B-32.925-10 Edicion: Luis Magrinya Maquetacién: Daniel Tebé Correcci6n de primeras: Lola Delgado Miller Correccién de segundas: Ana Carrién Nos Impresién: Liberdaplex, s.l.u. Ctra, BV 2241, Km 74 Poligono Torrentfondo 08791 Sant Lloreng d'Hortons (Barcelona) Impreso en Espafia Cualquier forma de reproduccién, distribucién, comunicaci6n piblica o transformacion de esta obra solo puede ser realizada con la autorizaci6n de sus titulares, salvo excepeién prevista por la ley. Dirfjase a CEDRO. (Centro Espaiol de Derechos Reprogrificos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algin fragmento de esta obra, (Queda rigurosmente pprohibida, sn la autorizacién ‘teria de fos tinalares del Copyright, bajo las sanciones eaablecida por las eyes, la reproduecin parcial o total de exta obra por ‘cualquier medio o procedimiento, comprendidos 1a reprografiay el tratamiento informatio, _y 93 diaribucién mediante alquler © préatamo piblicos. Indice Prélogo: En el principio era la Lengua . Un santo para chuparle los dedos. . Adorar a Buda por la peana . Prepucios, listos, ya . No me busques las costillas . Una mano que se alarga . El pelo mas peligroso del mundo. . Con ufias y dientes — ON AKHAYWN EE . Por un quitame allé esos pelos____._. Epflogo: Restos finales cco Notas 31 69 91 129 159 177 203 231 265 271 Si algo hay sagrado, es el cuerpo humano. Watt WHITMAN 4 Prdélogo En el principio era la Lengua Este libro trata de dedos desmembrados, de astillas de tibia, de mechones de pelo robados, de restos carboniza- dos de cajas tordcicas y, en fin, de un cadtico enjambre de despojos humanos, pero no trata de la muerte, En torno a cada uno de los macabros objetos que, por uno u otro motivo, han llegado a ser venerados como reliquias reli- giosas, describen su 6rbita interminable creyentes y escépticos, burécratas y clérigos, padres, madres e hijos, peregrinos, pordioseros, timadores y simples espiritus curiosos. Este libro trata de la vida. Para ver mi primera reliquia, haré unos diez afios, hice cola, rodeado de turistas durante lo que me parecieron horas ante el altar de una basilica italiana, bajo un retablo de las estaciones del via crucis tallado en madera. Cada una de las catorce escenas de la Pasién estaba representa- da en un cuadro tan grande y amenazador como el cartel de una pelicula de terror, pero nadie les prestaba mucha atenci6n. Estaba todo el mundo muy ocupado mirando la hora, pasando las paginas de sus guias de Umbria, rién- dose, refunfufiando o haciendo planes en una docena de idiomas. Justo delante de mi, una joven madre con el pelo tefi- do de negro y una cazadora de cuero a juego observaba a su hijo, muy pequefio, dar palmadas en el suelo lustroso, y le iba advirtiendo en aleman: Nicht anfassen! (iNo toques eso!), cada vez que ponja las manos en algo con 12 Huesos sagrados pinta de fragil o sucio. El niiio tenia el pelo rubio y los dedos Ilenos de babas, y se fue a fijar en una bolita de chi- cle seco pegada en una de las columnas de marmol de la basilica. Tanto la columna como el chicle parecian llevar alli una eternidad, pero cuando el chico fue a coger el pegote gris, su madre grité: Horst! Nein!, como si el tem- plo entero fuera a venirse abajo si lo despegaba. La cola avanz6 unos pasos perezosamente y el peque- fio Horst se incorporé, y hundié la cara tras las rodillas de su padre. Agarrado con una mano a un pliegue de tela vaquera verde y con la otra metida en la boca para sentir- se mAs seguro, arrastraba los pies por el suelo expresando lo mucho que le aburria todo aquello. Parecia tener unos tres afios, y me pregunté si sus padres habrfan tratado de explicarle por qué le habfan Ilevado a una iglesia tenebro- sa en un precioso dia de otofio. De haber comprendido qué estaba esperando, tal vez habria mostrado més entu- siasmo. Al final de la fila, que se perdia en la puerta, cincuen- ta pasos atrds, y se dirigfa a un punto por delante de noso- tros que no alcanz4bamos a ver, se decia que habia una lengua muy especial. La lengua humana de una cabeza humana. Una lengua que segiin la creencia popular tenia el poder de dar habla al mudo y elocuencia al pobre de palabra. Una lengua tan poderosa -proclaman la leyenda y_Jas guias turisticas— que se encontré integra, rosacea y saludable cuando del cuerpo en el que alguna vez hablé habian dado ya cuenta los gusanos. No era una lengua cualquiera, sino la lingua del Santo. En la antigua ciudad de Padua, a unos trescientos kilé- Prélogo 13 metros al norte de Roma, «el santo» no puede hacer refe- rencia a otro que a san Antonio, a quien estaba consagra- da esta basilica. Nacido en Portugal a finales del siglo xi pero venerado sobre todo por los catélicos italianos, san Antonio es el santo patrén de los objetos perdidos. Todos nosotros, un millar de turistas al dia, habiamos ido a contemplar lo que quedaba de él. Estaba yo de puntillas, estirando el cuello por encima de la multitud para atisbar el final de la cola, cuando alguien me chisté y otras personas murmuraron en sefial de asentimiento, alzando la barbilla para indicarme que avanzara. Volvi la cabeza y vi que la fila se habia movido. Habja ya tres metros de suelo despejado entre la familia alemana y yo. Levanté el brazo para disculparme ante la paciente muchedumbre y me apresuré, casi a paso ligero, a cerrar la brecha. Ahora, Horst estaba despatarrado en el suelo. Su ma- dre se volvié y le levanté por el cinturén, disculpandose con la mirada. La fila hacia una ese para doblar una esquina, y yo segui a los alemanes hacia un angosto pasillo detras del altar. Cinco metros mas all, los peregrinos habjan deja- do de guardar un relativo orden para convertirse en una pequefia turba. Algunos se paraban y se volvian para mirar largamente a su izquierda, mientras que otros sé abrian paso entre el trafico de cuerpos, impacientes por avanzar ahora que la espera tocaba a su fin. Yo no veia atin lo que causaba aquella conmocién, pero era imposi- ble no reparar en la pirotecnia de los flashes, pese a las rei- teradas advertencias que habiamos recibido todos de no 14 Huesos sagrados convertir el lugar sagrado en un campo de tiro fotogré- fico. Nuestras hordas, en cualquier caso, s6lo querian una foto. En el apogeo del culto a las reliquias en la cristian- dad —que vendria a localizarse entre el siglo x1 y el XVI, en que la Reforma protestante puso fin a su veneracién uni- versal-, las autoridades religiosas debian ejercer sobre los restos sagrados una vigilancia constante. Se cuenta la his- toria de un obispo inglés que, hallandose de peregrina- cién en Francia, visit6 un monasterio con un santuario donde se custodiaba el esqueleto completo de Marfa Magdalena. Impresionando a los monjes con su piedad, el obispo se agaché para posar sus labios sobre la mano de la santa sefiora. Nadie reparé en que, beso mediante, habia arrancado de un mordisco un trozo de uno de sus dedos. Lo conservé en la boca mientras seguia visitando el monasterio, y luego volvié a Inglaterra para erigirle su propio santuario. No es de extrafiar, pues, que los guardias de la basili- ca toleraran sin protestar el aluvidn de fotos a la lengua. Tampoco habrian podido hacer gran cosa para evitarlo, El ntimero y la velocidad de los flashes en el pasillo indicaba que la multitud de australianos, alemanes, coreanos y per- sonas de al menos media docena de nacionalidades mas habian decidido pasar su estancia en Padua como papa- razzt de los santos restos. En mitad de aquel barullo, una familia se habia pos- trado de rodillas frente a la entrada de una pequefia capi- lla. Segiin podia ver ahora, tenja la culpa del atasco. Prélogo 15 -La capella delle reliquie ~susurré un italiano a mi espalda. A otros de los que hacian cola les of identificarla en francés y en espafiol como /a chapelle des reliques y «la capilla de las reliquias», aunque un cartel en inglés la lla- maba, de modo menos poético, The Treasury, «el Erario». Custodiaba la lengua y la mandfbula de san Antonio, y un trozo de cartilago, supuestamente parte de su laringe. La familia arrodillada habia guardado silencio practi- camente durante los cuarenta minutos que llevaba yo en la cola, por lo que no pude deducir su nacionalidad, pero su forma de vestir y comportarse sugeria que eran euro- peos, Cuando se pusieron en pie, se santiguaron con la naturalidad inconsciente de unos parientes lejanos de los cruzados. Fueran de donde fueran —dentro de lo que queda de la cristiandad., arrodillarse ante los restos de un santo formaba parte de su naturaleza, y asi habia sido durante incontables generaciones: una tradici6n inaltera- da a lo largo de un milenio. Los alemanes se abrieron paso entre el gentio, y yo les segui a corta distancia, moviéndome cémodamente en la estela abierta por el cochecito que empujaba el padre. Cuando la madre Ilegé al relicario, se qued6 boquiabierta de pronto. Le grité a su hijo: Horst! Guck mal! Eine Zunge! (iMira, Horst! iUna lengua!). Pero Horst no parecia oirla. Se dio la vuelta, corrié hacia la multitud y desaparecié entre las piernas de los turistas que disparaban sus cdmaras como luces estrobos- cépicas. Cuando su madre eché a correr tras él, lleg6 por fin mi turno de acercarme a la lengua. Al llegar al pedestal en que se alzaba, me sorprendié 16 Huesos sagrados observar que el relicario era lo mAs parecido a la maqueta de un faro: una columna alta y estrecha que sostenia un cilindro de cristal; sdlo que, en este caso, el cilindro no contenja un foco, sino un trozo conico de carne humana, un pedacito de cuerpo detrds de un vidrio. Segiin se cuenta, cuando hace ochocientos afios fue descubierta en la tumba del santo, la lengua estaba tan htmeda y carnosa como si de un momento a otro fuera a pronunciar un sermén. Ahora, la ornamentacién de oro que la envolvia se dirfa mds indicada para el diamante Hope que para el trozo masticado de regaliz que la len- gua habia acabado por parecer. El pedestal estaba salpicado de huellas dactilares, y no pocos peregrinos se animaban a ponerse de puntillas y plantar un beso directamente en el marmol que rodeaba la base del relicario. Siglos de roces asi habjan afiadido una pizca de color aceitoso a la piedra gris, una suave mezcla rosa de lapiz de labios, sebo de dedos y saliva: cada mancha era la marca de alguien que se habia alzado en aquel lugar en un intento de tocar il Santo y, a través de él, a Dios. Me llevé los dedos a la boca y a continuacién los acer- qué cuanto pude a la reliquia. La piedra estaba fria al tacto, pero ligeramente resbaladiza, como una botella de cerveza hiimeda en un dia de verano. Mientras iba saliendo, vi por el rabillo del ojo al pequeno Horst. Se habia aventurado solo hasta una esquina de la capilla y miraba todo aquel revuelo pregun- tandose a cuento de qué venfa. Con una mano hundida en un bolsillo y un dedo de la otra en la nariz, observaba el remolino de adultos que se formaba en torno a la sagra- Prélogo 17 da lengua como si él fuera el tinico que supiera cudles eran sus auténticas prioridades. Aunque han pasado ya diez afios de mi visita a la lengua de san Antonio, nunca me ha abandonado la extrafia sen- sacién que tuve, haciendo cola, al lado de ciudadanos de todo el mundo, para contemplar la extravagante exhibi- cién de un trozo de carne humana. Fui educado en la reli- gidn catélica, y el concepto de reliquia no me era extra- fio, pero, como nunca habia viajado a Europa hasta en- tonces, ésa fue la primera vez que vefa una que no pare- ciera un insecto atrapado tras un cristal. En Estados Unidos, fuera de los circulos catélicos, es un hecho muy poco conocido que todo templo catélico-romano guarda al menos una reliquia. Alli, suelen ocultarlas discreta- mente en algiin rincén del altar mayor. Esas reliquias rara vez son expuestas al publico, sin embargo, y cuando lo son, en grandes fiestas, y en relicarios construidos espe- cificamente para ese fin, su aspecto recuerda més a un insecto, un hilo o una piedrecilla que a un objeto sagrado. A la mayorfa de Jas reliquias americanas, la santidad les viene s6lo por asociacién: a menudo no son, de hecho, mas que hilos o piedrecillas, pequefios jirones de ropa u objetos que se cree que alguna vez tuvieron contacto fisi- co con un santo. A lo largo de mi catdlica juventud, me fue facil no pensar en las reliquias. Fue ante san Antonio cuando por primera vez, contemplando un objeto de culto, com- prendj que lo que estaba mirando no era sélo un qué, sino un quién. Comprenderlo me produjo una combinacién 18 Huesos sagrados de horror y fascinacién a partes iguales, que volveria luego a experimentar con todas las reliquias que iria vien- do en los afios que siguieron: la cabeza de santa Catalina, un dedo de san Juan Bautista, una lasca de esmalte des- prendida de un diente de Buda. He pasado la mayor parte de la altima década pensando y escribiendo sobre aspec- tos periféricos de la religién, pero, asi como uno acaba por familiarizarse con otras rarezas de la practica religio- sa, esta extravagancia en concreto sigue fascinandome. Lo que me conmueve no es sélo el poder milagroso que se les atribuye, o la cuestién de su autenticidad, sino el mero hecho de su existencia, su realidad carnal. Su realidad, por supuesto, consiste en despojos de santos, profetas y sabios: recuerdos y desechos de hom- bres y mujeres consagrados, y sobre todo de sus cuerpos. La misma palabra, en su raiz -el latin reliquus-, indica «algo que sobra o se deja atras». Desde este punto de vista, las reliquias son también una de las pocas cosas que verdaderamente tienen en comin las religiones del mundo. Toda religion es un banquete de vidas santas; las reliquias son sus sobras. Otra posible traduccién de reli- quus condensa de modo sucinto el significado y el poder del objeto: una reliquia es sencillamente «lo que queda». Las reliquias han sido objeto de veneraci6n por parte de creyentes de todo el mundo porque, en todo el mundo, las personas en las que los creyentes creen mue- ren. Esto puede parecer una tautologia, pero no deja de ser verdad: en cualquier sistema de creencias en que los seres humanos desempefan un papel (es decir, en todos ellos), la muerte de quienes hablan de la vida més allé de Prélogo 19 la muerte plantea una situacién problematica. Algunos mueren tranquilamente (como Buda, que pronuncié tal profusién de tltimas palabras que tal vez sus seguidores se preguntaran si de verdad iba a dejarles), otros de enfer- medad (con Mahoma, curtido en mil batallas, se cree que acabé finalmente la malaria), otros son victimas de la vio- lencia (todos los martires de los primeros tiempos del cristianismo), y de otros se cree que ascendieron sin mas al cielo (la Virgen Maria, por ejemplo, asf como diversos sabios hindues). Lo que todas esas religiones distintas tie- nen en comtn es la focalizacién del culto de sus hombres y mujeres santos en sus restos mortales, que ocasional- mente son también el centro de sus disputas. El esternén de Buda, la leche de los pechos de la Virgen, el diente del Profeta, las largas grefias de los ascetas hindies que pasa- ron a otra dimensi6n: todo ello ha sido objeto de convic- ciones y conflictos religiosos. Las reliquias han estado presentes desde un principio, poco més o menos. Aunque para muchos creyentes pro- gresistas se han convertido en recordatorios embarazo- sos de las edades oscuras de la fe, el hecho es que no hay religién, por muy adelantados que se consideren hoy sus miembros, que haya sido inmune en el pasado a una u otra forma de culto a las reliquias, Toda tradici6n religio- sa que haya sobrevivido al paso de los siglos lo ha conse- guido mediante su expansion casi constante por nuevos territorios en que reclutar nuevos adeptos. Para triunfar en este empefio, una fe de nuevo cufio necesitaba algin tipo de tarjeta de visita, una forma portatil de santidad en torno a la cual sus enviados a las regiones mas remotas 20 Huesos sagrados pudieran suscitar adhesiones. En el caso, sobre todo, del cristianismo, el islamismo y el budismo, esas tarjetas de visita eran las reliquias: si no simiente de comunidad, si al menos un buen fertilizante. Incluso tradiciones como el judaismo y el hinduismo, que condenan la manipulacién prolongada de los cadaveres, han tenido reliquias de algun tipo: inestimables recuerdos de los primeros tiem- pos de la fe, o de los mds arduos, testimonios de que hasta las tradiciones que parecen haber existido desde siempre fueron, en su dia, tan torpes y fragiles como un recién nacido. Mirar una reliquia es ver un producto de esa creacién. Aun en el caso de que un objeto no sea en verdad lo que los creyentes profesan que es —como la pluma del angel Gabriel del cuento de Boccaccio-, se convierte en sede de la creencia durante siglos, y sobre esa creencia se edifica la fe. Para los creyentes, rezarle a una reliquia expuesta en su relicario incluso a una lengua amojamada y renegri- da— es como recibir la radiante luz del sol a través de una lupa. Una reliquia concentra las creencias que la rodean hasta que se hacen visibles; es una fe tan intensa que algu- nas veces ha incendiado el mundo. Esto no es sélo Historia Antigua. Cuando, en la prima- vera de 2005, el cardenal Joseph Ratzinger se convirtié en sl papa Benedicto XVI, uno de sus primeros actos de devocién intima como pontifice fue encerrarse en sus habitaciones del Vaticano con el corazén del santo patrén de los sacerdotes, san Juan Bautista Maria Vianney, «el cura de Ars», que fue famoso en vida por su Prélogo 21 habilidad de «leer el corazén» de quienes acudian a con- fesarle sus pecados. Se dice que, en los tltimos afios de su vida, el cura de Ars dedicaba dieciocho horas al dia a escu- char confesiones. Su coraz6n, que se conservaba en un santuario francés, habja sido llevado a Roma en honor del moribundo papa Juan Pablo II, y como simbolo de que el nuevo papa debia esforzarse igualmente en leer el cora- zon de los fieles. Algunos ajios antes, el corazén de un lama tibetano recién fallecido eligid, segiin se dice, a su propio sucesor. Mientras un grupo de monjes preparaba el cadaver para su incineraci6n ritual, el corazén salt6 del altar. Aterriz6 en el suelo, fue rebotando entre los monjes que intenta- ban atraparlo para proseguir con la ceremonia, y final- mente consiguié de algun modo salir por la puerta y colarse entre la multitud que aguardaba la cremacién. Cuando por fin se detuvo, lo hizo a los pies de un nifio de diez afios. Tras deliberar sobre qué podia significar aquello, los monjes declararon que habia sefialado la reencarnacién del difunto lama. El muchacho, que cuen- ta ahora veintipocos afios, es un joven maestro budista muy respetado, De verdad se puso a saltar el corazén? Me inclino a pensar que no. Pero también me gustaria saber hasta qué punto es importante que una historia asi sea cierta 0 no, o mas bien en qué sentido es importante. Aunque me fas- cina la cuestién de la procedencia de las reliquias, con- templar un dedo que se tiene por el de san Juan Bautista es ver un objeto ante el que las gentes se arrodillan y rezan desde hace siglos. Me interesan tanto las historias 22 Huesos sagrados que ha inspirado como la historia del objeto mismo. Pues, si no es en realidad el dedo del Bautista, resulta en potencia més interesante atin. Conservo fresca en mi memoria la imagen de esa reliquia en concreto: descolo- rida y doblada, pero con la ufia bien cuidada; marchita por el transcurso de los afios, tiene casi el tamafio del de un nifio —pienso en el dedito que Horst se metia en la nariz-, pero, aun asi, es a todas luces un dedo humano. Lo que plantea un interrogante: si no es el de Juan el pro- feta, éde quién es entonces? Las historias que se cuentan sobre las reliquias —ya sea sobre sus origenes o sobre sus efectos— se convierten al instante en materia de leyenda, y, sin embargo, al estar plenamente basadas en el cuerpo, pertenecen igualmente a la vida real. Sirven a un tiempo de narrador, observador, objeto, historia y mito; y, por supuesto, no dejan de ser los Gnicos restos de una persona a la que un dia, tal vez erréneamente, creyeron santa. Las historias de reliquias no nos cuentan sdlo c6mo las distintas tradiciones beben de su pasado; nos cuentan también cémo se definen a si mismas en el resto del mundo, y a menudo contra él. En el siglo xvi, Juan Calvino y sus cohortes de la segunda generacién de la Reforma protestante, en sus ataques mds venenosos al papado, descargaron unos _cuantos golpes concisos e incisivos que muchos catdli- cos romanos consideraron golpes bajos— sobre las reli- quias. De la leche de la Virgen Marfa, Calvino escribié: «No es preciso enumerar todos los lugares en los que se muestra. Y la tarea seria interminable, pues no hay pue- Prélogo 23 blo, por pequefio que sea, ni monasterio ni convento, por muy insignificante, que no la posea, unos més y otros menos». Comentaba asimismo que, dejando al margen la cuestién de cémo habia podido preservarse durante mil quinientos afios, era fisicamente imposible que llegara a existir jams tal volumen de leche: «Tanto daria que la santisima Virgen hubiera sido una vaca a la que ordefia- ran toda su vida —conclufa-: dificilmente habria podido producir tal cantidad», En las convulsas décadas que siguieron, las reliquias fueron una brecha que agrandé la division de la Iglesia. Opisculos anticatélicos como El almacén del Papa, o el inventario de la puta de Roma (publicado y muy difundido en Londres en 1679) siguieron el ejemplo de Calvino y abundaron en lo que éste apuntaba: que, a su entender, la ia de Roma era tan desmedida que no vacilaba en ate- co sorar hasta los cadaveres de sus hijos m4s amados. No es que los calvinistas estuvieran libres de pecado. En 1572, capturaron a diecinueve sacerdotes catdlicos en la pobla- cién costera de Gorkum, en Holanda. Al negarse éstos a renunciar a practicas como la veneracién de las reliquias, les colgaron de las vigas de un granero. Hay cierta justicia poética, aunque sea un pobre consuelo para los ejecutados, en el hecho de que la escena del crimen se convirtiera con el tiempo en lugar de peregrinacién para los catélicos y los cuerpos de los «mértires de Gorkum» fueran rescatados y trasladados al santuario de una iglesia de Bruselas. Asi dominaba y dictaba el drama de las reliquias el signo de los tiempos. La Reforma constituy6 en muchos sentidos un fendmeno decisivo para la civilizacién occi- 24 Huesos sagrados dental; desencadeno una sucesién de cismas dentro de cismas que acabaria dividiendo a Europa y empujando a grupos escindidos a buscar nuevos territorios, como los que colonizarian los puritanos en Nueva Inglaterra. Si rascamos bajo la superficie de los conflictos que surgie- ron de la Reforma, hallaremos reliquias enterradas en lo més profundo, como trozos de metralla alojados en la carne mucho después de que se hayan curado las heridas. Lo mismo puede decirse de un enfrentamiento entre facciones religiosas que esté dando forma al mundo actual. Todas las noches, los noticiarios se hacen eco de las dificultades para alcanzar la paz en Oriente Préximo y en Asia Central, regiones ambas en guerra con potencias exteriores y acerbamente divididas entre musulmanes chifes y sunfes. Hablando a grandes rasgos, los chifes veneran las reliquias, y los sunies las desprecian. En Arabia Saudita, el gobierno wahabita de fundamentalistas sunies ha demolido mezquitas y santuarios que alberga- ban reliquias, por considerarlos ejemplo de idolatria. En otro enclave del mundo islamico, la primera vez que los talibanes intentaron tomar el control de Afganistan, en 1996, tuvieron claro por dénde empezar. El mulé Omar, su lider, exigié que le dejaran entrar en un santuario que guardaba reliquias del profeta Mahoma: pelos de su barba y un manto que supuestamente vistié. El mul cogié el =manto, subié al tejado del santuario e introdujo los bra- zos en las mangas, sosteniendo la prenda a la vista de todo el mundo. Para la multitud que le observaba, pare- cia que tras entrar en la cmara de las reliquias salia trans- formado en el mismisimo Profeta. Prélogo 28 Al igual que sucedia en el orbe cristiano hace cinco siglos, el poder de las reliquias, desatado por su destruc- cién o por su glorificacién, se utiliza hoy en el islam para anunciar un mensaje sobre el dominio terrenal y ultra- terreno. Visto asi, en el «choque de civilizaciones» en que, segiin algunas voces, estan enzarzadas nuestras cul- turas chocan entre sf huesos muy viejos. Considerar las diferencias religiosas del mundo a tra- vés del prisma de las reliquias ilustra por qué esas dife- rencias resultan a menudo tan dificiles de entender. Las reliquias son tan complejas y diversas como los seres humanos que fueron en su dia. Ya se trate de un diente, de un corazén, de un pelo de la barba o de una ldgrima calcificada, han ejercido una influencia de lo mds notable, teniendo en cuenta que son cosas pequefias y a menudo francamente repugnantes. No es de extrafiar que a veces reconozcamos en las historias que se cuentan de ellas algo muy relacionado con la vida o con la muerte: de una y Otra tratan siempre. No hace mucho, recordé mi visita a san Antonio mientras contemplaba otro cuerpo a través de un cristal. No estaba en una iglesia, sino en una consulta médica. Y aguardaba el momento de verlo sin necesidad de luchar con una multi- tud: estabamos solos el médico, mi mujer y yo. Lo tnico que vimos fue una mancha blancuzca y borrosa. El doctor tocé el teclado debajo del monitor y aparecié la flecha de un cursor cerca del centro de la man- cha. Movié un dedo por un pequefio raton tactil y dirigid el cursor a un extremo redondeado de la mancha. 26 Huesos sagrados ~La cabeza -dijo. El cursor se desliz6 por el perimetro de la mancha-. Los brazos... las piernas... Entrecerré los ojos y los acerqué a la imagen. Yo creia que en esta primera vision de nuestro primer hijo me sobrecogeria la integridad del feto, una individualidad primordial visible en la pantalla. Pero lo que me abrumé fue un ciimulo de partes, presentes y pendientes, en diversas fases de desarrollo. Al cabo de unas semanas, me acostumbraria a hablar de ese cimulo en el femenino de la tercera persona: ella, una hija. El médico movié ligeramente el sensor, y vimos cémo el bebé se daba la vuelta, como si se volviera a mirarnos, aunque ella, por supuesto, no vefa nada de nada. Al cam- biar la perspectiva, parecié cambiar igualmente su sustan- cia; desde nuestro nuevo Angulo, se hicieron visibles los palitos mintsculos que Ilegarian a ser sus huesos: la columna, las costillas, el craneo. Més adelante, al evocar aquella primera imagen de mi hija a través de un cristal oscuro, me sorprendia enormemente pensar que me habja recordado a san Antonio y a los demés fragmentos de santo que habia visto. Quiza fuera un interés renovado por todo lo que implica la palabra «milagro», o, quizé, la experiencia de ver las partes de que se compone un ser humano en un estado intermedio de la existencia, ni ple- namente en el mundo ni totalmente fuera de él. Por una u otra raz6n, pensé en las reliquias y en todas las almas que en vida habjan hecho cola para estar en su presencia. La gente se siente atraida por las reliquias, comprendi, porque ponen de manifiesto lo que a todos nos dice nuestro coraz6n: que los cuerpos cuentan historias; que la transformaci6én que Prélogo 27 ofrece la fe no es slo, como expresa el Evangelio, «el verbo hecho carne», sino la carne hecha verbo. Tras el cristal de un relicario, esté la historia de una vida contada en un fotogra- ma congelado. Eso fue también lo que vi en la ecografia de la pantalla. Lo que fuimos y aquello en lo que nos converti- remos, condensado tras un cristal. Volvi a fijarme en las fragiles lineas que representaban los huesos de mi hija, el armazén de todo cuanto llegaria a ser y a saber. «En estos huesos -pensé-, en estos hue- sos es donde nace la fe.» Lo que mi mujer y yo ensefiaremos a nuestros hijos sobre la fe es una serie de cuestiones abiertas. No obs- tante, mientras examinaba a mi primera hija por primera vez, ya sabfa que querria que conociera la gran diversidad de creencias del mundo al que pronto naceria. Queria que supiera lo afortunada que serfa de nacer en una época con un inmenso vocabulario espiritual. Queria ensefiarle que la fe es extrafia y hermosa y que a veces da miedo. Claro que, para poder ensefiar, uno ha de aprender primero. Y por eso, justo cuando me preparaba para ser padre -un momento en que a uno le preocupa especial- mente la vida-, planeé embarcarme en un viaje que a mi familia y amigos debié de parecerles reflejo de una extra- fia obsesién por la muerte. Una semana aqui, dos alla, parti a explorar el universo de las reliquias, asegurandome de que pasaba mas tiempo en casa que fuera, pensando siempre en las intersecciones de la fe y el cuerpo con nuestra vida y el mundo. En la medida en que uno puede alcanzar a comprender el sentido de las propias obsesio- nes, supongo que encontré en aquel perfodo en que estu- 28 Huesos sagrados ve esperando la Ilegada de mi hija algo parecido a lo que me inspiraban los despojos de los santos, la sensacién de que vida y muerte no son necesariamente blanco y negro. La obstinada vitalidad de las reliquias, como la tremenda fragilidad de los primeros momentos de la vida, sugiere que entre todo lo que sabemos del vivir y todo lo que tememos del morir hay un enorme espacio gris en el que s6lo nos cabe la esperanza de verle un sentido a todo ello. Ser santificado o sacralizado es, en casi cualquier religién, en parte una bendicién, y en parte también una maldi- cién: es garantia de que el cuerpo de uno —o un cuerpo que pase por ser el de uno- ser troceado, investigado, disputado y dispersado por el mundo. Es cierto que, en todos los casos, esas partes —dedos del pie, manos, costi- las, pelo— son importantes en raz6n de la persona entera que fueron. Para comprender el fenémeno de las reliquias religiosas, quise deshacer lo que la historia ha hecho con ellas. Quise recomponerlas, elaborar un retrato robot del abanico de la veneracién de reliquias construyendo una imagen integra del cuerpo, desde los dedos del pie a la barba, con un revoltijo de huesos por en medio. A lo largo de mis viajes, me atrajeron particularmente aquellos restos humanos que han conservado su impor- tancia, a menudo de maneras inesperadas. Importancia a puede significar, desgraciadamente, que la gente, con fre- cuencia, haya reftido y muerto por muchas de las reliquias de las que habla este libro. Lidiar con las reliquias es conocer lo peor, y quizd también lo mejor, que la religién ofrece al mundo. Prélogo 29 Si yo fuera dado a rezar, puede que rogara a san Antonio, santo patron tanto de las cosas perdidas como de quienes buscan la elocuencia, que me ayudara a dar con las palabras para lograr mi propésito. Pero soy inconstante en el recurso a la oracién. Cuando de buscar inspiraci6n se trata, acudo mis bien a relatos. Uno que me contaron mientras esperaba a ver la santa lengua, hace ya tantos afios, no lo he olvidado nunca. Parece ser que estaba san Antonio un dia oyendo confesiones cuando lleg6 un hombre y le dijo que habia discutido con su madre y le habia dado una patada antes de salir de casa hecho una furia. San Antonio le dijo: «iUn pie que patea a la madre que le dio el ser merece ser amputado!». Tan grande era el poder de la lengua que articulé esas palabras que el hombre volvié a casa, agarré el hacha e hizo exac- tamente lo que habia oido. Cuando Antonio se enteré, se dio cuenta de que tenia que medir mis sus palabras. La lengua que Dios le habia dado —la reliquia que yo veria un dia tras un cristal en su basilica- era capaz de hacer tanto mal como bien. Fue a ver a aquel hombre de inmediato y convencié al pie para que se uniera de nuevo a la pierna, reparando con la fe el mal que la fe habia causado. I. Un santo para chuparle los dedos A través de nuestro cuerpo, conocemos el mundo: su olor, su gusto, su peso y sus espinas. Hoy lo conozco de entrada a través de mis oidos. Es Navidad y, atin medio dormido, ya me bulle la cabe- za de cAnticos familiares y extrafios a un tiempo. Himnos en sordina, remotos villancicos. Conozco la letra de algu- nos, pero no su cadencia. Ciertas melodias las tarareaba antes de saber por qué se cantaban, y, sin embargo, las sila- bas que puntuan las notas me llegan ahora como en un len- guaje onirico, y de su significado no capto sino retazos. Otras partes de mi cuerpo siguen a los ofdos en su des- pertar a la vida: mis ojos se abren a las vigas pintadas de blanco de un techo construido doscientos afios antes de que mi pais naciera. Mi espalda se tensa contra la cama de metal, apenas mullida por el colchén de tres centimetros que mis anfitriones consideran sin duda un lujo reserva- do a los huéspedes. Finalmente, mis pies se posan en las frias baldosas del suelo y me dirijo a la ventana abierta, donde mi nariz se abre a los aromas de la buganvilla y el ganado, la orina y el incienso, y un asomo de salvia. Siento en mi piel el soplo del viento ya ardiente, pese a que el sol apenas ilumina el cielo todavia. Los tejidos blandos del interior de mi craneo se las componen para ensamblarlo todo, y de pronto me acuerdo. Estoy en la India. Estoy en Goa, en una regi6n costera del subcontinen- te donde, en esta época del afio, las calles sinuosas estén 34 Huesos sagrados abarrotadas de turistas europeos e israelfes que, zumban- do en motos de alquiler, transitan entre playas y raves, donde mendigos de cuarenta kilos rondan templos hin- dies e iglesias por igual pidiendo unas monedas, donde las botellas de plastico y los envoltorios de comida basu- ra de un gigante econdmico en ciernes cubren las ruinas de una colonia fallida. He venido a ver a un hombre para hablar de un dedo. Varios dedos, de hecho: uno que ya no est4 y unos cuantos que atin siguen en su sitio. Juntos, esos dedos cuentan una historia de obsesin religiosa y de transfor- macién reciproca de los vivos y los muertos. No fueron las primeras reliquias religiosas -ni mucho menos- pero puede que fueran las primeras en alcanzar una repercu- sién mundial. Son dedos que nacieron en Europa, murie- ron en Asia y fueron a parar a un sepulcro aqui en el mar de Arabia, a cien metros de donde yo he dormido, donde el hombre al que pertenecieron es recordado cada majfia- na con una liturgia en un idioma que él nunca entendié y que yo tampoco conozco. Al salir de la habitacién, me espera en la puerta mi guia accidental. ~Acaba de terminar la misa —dice el hermano Shan- non-. Ahora llegaran los turistas. Que unos dedos del pie puedan convertirse en atraccién turistica no deberia sorprender a nadie. El atractivo de las reliquias -el macabro magnetismo que nos lleva a mirar desoyendo lo que aconseja la buena educacién- es tal vez la forma més peculiar en que la religién puede trascender el Un santo para chuparle los dedos. 35 tiempo y las culturas. Nadie puede afirmar cuando se origi- né la practica de guardar y venerar los restos de los deno- minados «santos difuntos», pero probablemente sea més antigua que ninguna otra de las prdcticas religiosas que han sobrevivido hasta nuestros dias. No se sabe si fueron los ritos funerarios los que precedieron a la veneracién de reli- quias viceversa pero, dado que la existencia de una cosa condujo de forma natural a la otra, la cuestién de si el duelo ritualizado llev6 a la creacién de reliquias 0 la creacién de reliquias llevé al duelo ritualizado es la pregunta prehistéri- ca del huevo y la gallina, y jams tendr4 respuesta. Lo que se conoce de la historia de la preservacién de partes de los muertos por motivos espirituales puede resumirse asi: los griegos adoptaron la costumbre como parte de su devocién religiosa a los soldados muertos en combate. El pueblo jfbaro del Amazonas buscaba hacer- se con el poder de sus enemigos. Los egipcios conserva- ban a reyes a quienes consideraban dioses, mientras que los pobladores del Jap6n prebudista desarrollaron un método de automomificacién que creaba estatuas, vivien- tes en su dia, adoradas como imagenes de la eternidad. Y, en el mundo palmariamente secular, en Mosci, el Kremlin decidié exhibir el cadaver de Lenin y puso a equipos enteros de embalsamadores a trabajar con el fin de conservar péstumamente su estampa de icono propa- gandistico. En Pekin, el presidente Mao merecié el mis- mo trato. En un museo de Georgia, en Estados Unidos, puede verse en un relicario la «posible ufia de un dedo del pie de Elvis», encontrada en la espesura de la enmarafiada alfombra de la Jungle Room de Graceland. 36 Huesos sagrados Se encuentran reliquias en cualquier rincén de la Tierra, y en diversos estadios del desarrollo cultural del hombre. Lo que todas esas practicas tienen en comin es la transforma- ci6n de la vida en objeto, de algo que en su dia fue atil tan sélo a un individuo en algo atil para toda una comunidad. La utilidad de estos objetos es la clave para entender -o mas bien imaginar- sus origenes. Los antropdlogos sugie- ren que la veneracion de reliquias puede remontarse inclu- so a antes del nacimiento de la religion, a los enclaves mas antiguos de enterramientos humanos. Las pruebas arque- olégicas sugieren que fueron los neandertales los primeros en inhumar a los muertos, hace unos 70.000 afios. En prin- cipio, parece una decisi6n muy extrafia, una mala decisién incluso dentro de los cdnones neandertales. Al fin y al cabo, los muertos son un peligro. Apestan, transmiten enfermedades y atraen a los grandes predadores: es mucho mejor quemarlos o tirarlos por un barranco, o abandonar- los en un bosque para que se pudran o se los coman, Sin embargo, en los albores de la prehistoria de nuestra espe- cie, decidimos que era buena idea tener acceso a ellos. ¢Tal vez los neandertales empezaran a enterrar los cadaveres en lugares bien delimitados por si acaso necesitaban los hue- sos més adelante?* * Sepiin las investigaciones de algunos primatélogos, el interés por las reliquias podria remontarse de hecho a antes del nacimiento de la especie. Barbara J. King, autora de Evolving God: A Provocative View on the Origin of Religion, me dijo hace poco que se han observado pricticas de duelo en simios en cautividad. Cuando un miembro de una comunidad de si- mios muere, los supervivientes necesitan ver y tocar el cadaver antes de poder seguir adelante con su vida. Sin llegar al extremo de arrancarle un miembro como recuerdo. Un santo para chuparle los dedos 37 La respuesta a la pregunta que légicamente se plantearia a continuacién empieza a explicar por qué los vivos podian sentirse atraidos por unos trozos de carne muerta. Las reli- quias llegaron a considerarse titiles no s6lo como recuerdo de quienes se fueron sino como objetos singularmente poderosos en sf mismos. En la época en que nuestros ante- pasados aprendieron a utilizar una piedra atada a un palo a modo de maza, empezaron también a conservar reliquias porque las vefan como herramientas. Como los enterramientos, los rumores sobre el poder de los muertos surgen muy pronto en la historia religio- sa de la humanidad. A pesar de que el judafsmo es una de las pocas religiones que oficialmente no venera reliquias, hasta las Escrituras hebreas hablan del poder sobrenatu- ral de los huesos. En el segundo Libro de los Reyes, se cuenta la historia de los restos del profeta Eliseo. Mucho después de su muerte, un cadaver cayé por accidente en la tumba del profeta. «Cuando lleg6 a tocar el muerto los huesos de Eliseo, revivid, y levantose sobre sus pies.» En otro pasaje de los primeros escritos hebraicos, se dice: «En vida, hizo grandes prodigios, y tras su muerte obré milagros» (Eclesidstico, 48:14). Se comprende facilmente que a algunos se les fuera un poco la mano ante la oportunidad de hacerse con un peda- cito de santidad, aunque fuera en forma de un dedo del pie. San Francisco Javier, el propietario original de los dedos que he venido a ver a Goa, fue uno de los fracasados mas triunfadores que han pisado la Tierra. Fue enviado desde lo que era entonces el coraz6n de la cristiandad a conver- 38 Huesos sagrados tir al catolicismo a la India, Jap6n y China, y sus con- quistas a largo plazo pueden verse en las reducidas pobla- ciones cristianas de hoy en cada uno de esos paises. Mas pobres atin fueron sus conquistas a corto plazo. Francisco se crié entre algodones en un castillo de Navarra que lleva el nombre de su familia, y en 1525 partié hacia Paris para recibir una educacién. Una vez alli, se apar- t6 del camino habitual trazado para los nobles de la época al abandonar la escolarizacién secular para seguir a un caris- miatico predicador llamado Ignacio, que més tarde fundaria la orden jesuita de sacerdotes catdlicos. Francisco fue uno de sus primeros acélitos, y el mds entusiasta. Hoy los jesuitas estén considerados |a elite intelectual de la Iglesia catdlica romana. Cuando se fundé la orden, se veian a si mismos més bien como su fuerza de combate. Ignacio de Loyola resumié su fe, y la de los hombres que le seguian, con una célebre muestra de pensamiento orwellia- no, cuatrocientos afios antes de que naciera Orwell: «Lo que ante mis ojos aparece como blanco, debo considerarlo negro, sila jerarquia de la Iglesia lo considera asi», Francisco Javier abraz6 este enfoque de la fe sin reservas. No era un lider como Ignacio, ni un genio espiritual como el otro y més famoso san Francisco -el mistico de Asis amante de los animales que fund6 la orden de los franciscanos-, y si por algo destacé fue por su disposicién a ir allé donde le ordenaran, sin hacer preguntas. La cristiandad vivia entonces un perfodo de esplendor. Cuando Francisco nacié, habia quedado atrds la edad de las tinieblas; sdlo los mas viejos recordaban la peste negra. La era de los descubrimientos no habia hecho més que Un santo para chuparle los dedos 39 empezar: no habian pasado sino catorce afios desde que Col6n divisara tierra, en las islas que mas adelante se denominarian las Bahamas. El papa Alejandro VI reac- cioné proclamando que el mundo debia dividirse entre las dos superpotencias catélicas de la época. Trazada una linea de norte a sur en medio del Atlantico, 480 kilémetros al oeste de las islas de Cabo Verde, todo lo que pronto se conoceria como el Nuevo Mundo fue declarado propiedad de Espafia; todas las tierras no habitadas por cristianos al este de esa linea pertenecerian a Portugal. Dado que era el papa el que realizaba la particién, lo que esto significaba en realidad era que el mundo entero pertenecia a Roma. Ajena a la Reforma que acechaba a la vuelta de la esquina y al hecho de que estaba a punto de sufrir una escisién, la Iglesia catélica ponia la vista més all de sus fronteras, con la esperanza de extender la fe a los rincones mds remotos del globo. Habiendo nacido en Espafia, Francisco bien podria haber sido destinado al oeste. A sugerencia de Ignacio, sin embargo, su pupilo més entusiasta fue enviado a la India como representante a un tiempo de la Iglesia y de la coro- na portuguesa. La suya fue la primera misién prolongada de penetracién en el mundo que los europeos conocian tan sdlo como «el Oriente». Informes posteriores afirmarian que logré miles de conversiones, pero los historiadores modernos lo ponen en duda. Lo cierto es que, en vida, abrié poca brecha en los nuevos territorios. El porqué se explica facilmente: no es que se desviviera precisamente por congraciarse con los nativos. Segin todos los testimonios (el suyo propio y los de otros), 40 Huesos sagrados Francisco Javier, futuro santo patrén de las Indias, no les tenia mucho aprecio a los indios. Mas adelante, al escribir a casa pidiendo nuevos reclutas, subrayarfa que no nece- sitaba intelectos fuertes, sino Gnicamente fuertes espaldas, «para poder llevar los continuos trabajos de bautizar, ensefiar, andar de lugar en lugar bautizando a los nifios que nacen, y protegiendo a los cristianos de sus persecuciones y los insultos de los infieles». Francisco queria hombres capaces de aguantar los rigores de internarse en tierras agrestes y convertir a pue- blos reticentes, una labor tanto ms dificil cuanto que los misioneros no viajaban ligeros de equipaje. Cargaban con comida y otros regalos para ofrecer a quienes les acepta- ban los sacramentos cristianos, pero debian defender esas provisiones cuando los nativos declinaban la salvacién. Jamés permiti6 que ni un solo indigena ingresara en la orden jesuita, convencido de que carecian, a diferencia de otros grupos que intentaria convertir més adelante, de la capacidad de razonar. Parece que al poco de llegar al subcon- tinente, tuvo la impresién de que se enfrentaba a una causa perdida. Se propuso redimirse dirigiéndose més al este. Mientras estuvo en Goa, no dejé de renegar de la inclinacién al robo de la gente que vivia alli. «Porque lo de ac4 est4 tan en costumbre de hacer lo que no se debe, que no veo cura nin- guna, porque todos van para el camino de robo, robas» -se lamentaba-. «Y estoy espantado de cémo los que de alld vie- nen hallan tantos modos, tiempos y participios a este verbo cuitado de robo, robas». Tal vez no le habria sorprendido la suerte que correrian sus huesos més adelante. El hermano Shannon, un hombre de treinta afios de rostro Un santo para chuparle los dedos 41 anifiado, delgado como un suspiro, es el miembro mas joven de una comunidad religiosa muy reducida. La resi- dencia de los jesuitas en Goa, construida para albergar hasta cien sacerdotes, no acoge hoy mas que a cinco. Sus amplias y sinuosas escaleras encaladas, de tres metros de ancho, se elevan cuatro alturas sobre la explanada inferior hasta el dormitorio vacio del ultimo piso. En sus pasillos parece resonar atin el eco del ir y venir de los clérigos por- tugueses que un dia dominaron la ciudad. Al edificio lo lla- man todavia la «Casa Professa», es decir, la de quienes hicieron profesién de fe en la orden, reunidos alli para des- cubrir lo que habia de suponer semejante compromiso. Aquellos tiempos tocaron a su fin. Hoy la ciudad esta sembrada de ruinas de un pasado colonial cristiano, que en los siglos xvi y XVII convirtié lo que era una ldnguida poblacién pesquera en un nudo fugazmente bullicioso del comercio internacional. Hoy las iglesias de piedra se des- moronan entre montones de basura y jaurias de perros callejeros. En el interior de la basilica hay mds indicios de que esa era acab6. Durante mi estancia con los jesuitas de Goa, la otrora vibrante vida comunitaria se reducia a las comidas, silenciosas y apresuradas, en las que cuatro sacer- dotes, un novicio y los huéspedes ocasionales se rednen en el refectorio bajo un reloj que cada mediodia repica con la melodia de /t’s a Small World After All." Como catélico de Goa, el hermano Shannon se crié * «Qué pequefio es el mundo.» Se trata de la melodia caracteristica de una atraccién de Disneylandia, que al parecer esta entre las més cantadas y versionadas del planeta. [N. del T.] 42 Huesos sagrados escuchando historias de san Francisco Javier, y supo a edad muy temprana que queria ser sacerdote. Sin embargo, no tiene un pelo de santurrén. Sdlo su aire vagamente célibe podria indicar que ha abrazado los votos clericales. Su come- tido principal dentro de la comunidad consiste en ejercer su ministerio entre los jévenes, lo que le lleva a tocar la guitarra y cantar himnos de corte folk para grupos de estudiantes de escuelas catélicas de toda la provincia. También es fruto de su educacién que jugara al baloncesto con el equipo de un instituto jesuita cercano y llegara a saber todo lo que sabe de Estados Unidos leyendo las cronicas de la NBA en el arbi- trario surtido de publicaciones norteamericanas de la escue- la. A la luz de lo cual, y dada su edad, no sorprende descu- brir que el hermano Shannon parece considerar Chicago —sede de los Bulls de Michael Jordan, imbatibles en los afios de su juventud- la capital cultural de Norteamérica. La ciu- dad en la que resido actualmente, Washington D.C,, le resulta mucho menos interesante. Me alegra poder decir, en cambio, que Boston, mi ciudad natal, despierta en él una sonrisa de reconocimiento. -Ah, si-dice-. Larry Bird. E] hogar del hermano Shannon, la Basilica do Bom Jesus, de la que forma parte la Casa Professa, es la atrac- cién turistica mds popular de la capital turistica de la India. No es que atraiga més visitantes que el Taj Mahal, pero sf un ntmero mucho mayor de lo que cabria esperar = para una iglesia no especialmente espectacular y alejada de cualquier nticleo de poblacién cristiana considerable. Goa, pese a ser el estado mas pequefio de la India, recibe al veinte por ciento de los turistas que la visitan a lo largo Un santo para chuparle los dedos. 43 de todo el afio. La mayoria acuden al reclamo de sus pla- yas, pero nada menos que 200.000 Ilegan anualmente para ver lo que queda de su santo patron. Mi habitaci6n de la basilica da a un patio de vegetaci6n exuberante por el que veo ir y venir a los visitantes. Los hay que han venido de muy lejos -europeos y norteame- ricanos en pantalén corto y camiseta-, pero son mayoria los locales; muchos han estado aqui cientos de veces. Se quitan el calzado para entrar en la iglesia y sostienen devotamente sus chancletas, mocasines y zapatos de tac6n junto a su pecho con una mano mientras con la otra hacen fotos con el mévil. ~E! noventa por ciento de los turistas que nos visitan son hindties —me explica el hermano Shannon-. Se quitan los zapatos porque es lo que se hace en sus templos. Estos indios que acuden en peregrinacién a una iglesia portuguesa lo hacen porque creen que el hombre en torno al cual se construy6 era un hombre santo, por mas que sus creencias pretendieran desbancar las de ellos. Al entrar en la iglesia, los peregrinos hindies se congre- gan alrededor de un belén estridentemente iluminado, sucinta expresién de estas contradicciones aparentes. Las mismas luces rojas, verdes, azules y naranjas que a menudo se ven en los templos hindtes locales brillan sobre esta representacién de una escena que se desarrolla en Belén, pero decorada con bolas de algodon: da la impresién de que una tormenta invernal de Nueva Inglaterra ha sorprendido a los camellos de plastico. En sus margenes, montoncitos de comida y abalorios forman un conato de muro: son pre- sentes para Jestis, ofrecidos en la més pura tradicién hindu, 44 Huesos sagrados Entretanto, ahora que ha acabado la misa, los himnos que me habjan despertado han sido reemplazados por miisica navidefia occidental —de hecho, por una desconcer- tante mezcolanza de la idea que se hacen los indios de la misica navidefia occidental-, que emana de los altavoces dispuestos en todo el recinto de la iglesia con motivo de las fiestas. A diferencia de la liturgia anterior, que me resultaba familiar pese a estar cantada en el idioma konkani local, estos villancicos no se parecen a ninguno que haya ofdo jams. Oleadas de referencias culturales van bafiando una escena abigarrada de por si: hay ritmos tecno superpuestos ala voz melodiosa de Bing Crosby; una remezcla disco de los acordes pastosos de Burl Ives; y una sorprendente misi- ca mariachi sobre la que la profunda voz de Jim Reeves, cantante country de la década de 1950, entona una cancién en la que pide un peso al «sefior Santa Claus» para com- prarle algo a su «sefiorita».* ~Misica navidefia, éeh? -dice el hermano Shannon-. éA que le hace sentirse como en casa? -No del todo -le contesto. Este vivido mestizaje de culturas debe de parecerle de lo més natural a Shannon, cuyo mismo nombre procede de una encrucijada cultural similar entre Oriente y Occidente. Sus padres trabajaban en el sector turistico, me dice, y en la época en que aguar- daban su nacimiento, su padre solfa consultar un mapa de Irlanda, y le Ilamé la atencién el nombre de la ciudad en ~ cuyas cercanjas se halla su principal aeropuerto. Para la gente del lugar, la musica forma parte del * Los dos entrecomillados estan en castellano en el original. [N. del T:] Un santo para chuparle los dedos 45 encanto de la iglesia. Igual que el padre de Shannon le puso el nombre de un aeropuerto europeo que nunca habja visto, a los turistas hindues les atrae tanto san Fran- cisco Javier como ese Occidente que él sigue represen- tando: distante y sin embargo presente, algo que despier- ta a un tiempo su asombro, su envidia, su emulaci6n, su reflexion y su resentimiento. La gente se agolpa a través de los tres pares de puertas de la basilica y empieza de inmediato a fotografiar cuanto hay a la vista: los ventana- les desportillados, los vetustos ventiladores eléctricos, las vitrinas de reliquias sin etiquetar a derecha e izquierda del altar y, por supuesto, el atatid de plata y cristal de Francisco Javier, expuesto al fondo de la iglesia sobre un pedestal de més de cuatro metros. Un sacerdote de sotana blanca cruza entre el gentio a paso vivo, las manos a la espalda. Lleva gafas de aviador de cristales sin tintar, y, con una expresién amigable pero que no invita a andarse con bromas, amonesta a un padre que esté sacando una foto de sus hijos; le sefala un cartel que, en tres idiomas, avisa de que esta prohibido. -éVe eso? Lo dice el cartel: «Prohibido fotografiar personas». S6lo puede hacer fotos de la iglesia, éde acuer- do? EI sacerdote —el padre Savio- es el rector de la basili- ca. Aparte de decir como minimo un misa diaria, su res- ponsabilidad principal es asegurarse de que se cumplen las normas y de que la funcién de la iglesia no se vea muy distorsionada por su patrocinio interconfesional. Su- pervisa a un pequefio equipo de sacristanes que parecen no tener otro cometido que evitar que los visitantes 46 Huesos sagrados anden fotografiéndose unos a otros. La unica persona a la que se les permite fotografiar ya no es siquiera una per- sona, sdlo un ciimulo de tejidos secos y huesos decrépi- tos, situado a cierta altura sobre el hormigueo de la mul- titud. Desde abajo, sélo alcanza a verse la sierra mellada de sus castigados pies. Una industria notable se dedica a conducir a los turis- tas a tiro de foto de los restos de Francisco Javier. Los guias son jévenes que van sefialando en todas direccio- nes, seguidos de grupos de entre tres y cinco visitantes. Cada grupo maniobra para adelantar a los demés, trazan- do un circuito en torno a la basilica que alcanza su momento culminante con la visi6n fugaz del santo. EI padre Savio dedica buena parte de su jornada a diri- gir los movimientos de la multitud, evitando que formen embotellamientos cuando se paran y se ponen de punti- llas para ver un poco mejor. El padre Savio entorna los ojos tras los cristales de sus gafas y se dirige resuelta- mente hacia el gentio, barriendo el suelo con la sotana. Los turistas le ven llegar y no esperan siquiera a ofr una palabra de reproche; disparan la camara de sus méviles por Ultima vez y se apresuran a seguir adelante. —Los gujas turisticos son un trastorno terrible -me comenta él-. Entran durante la misa, diciendo tonterfas. iLa mayor parte de las cosas que cuentan de san Francisco Javier se las inventan sobre la marcha! A uno le of contar a un grupo de hindites que los restos del santo se estén encogiendo, y que los catélicos creen que, cuan- do desaparezcan, llegard el fin del mundo. Es mis tarde, bajo el reloj del refectorio que toca Un santo para chuparle los dedos 47 Small World, cuando el padre Savio nos confia sus quejas a mi, al hermano Shannon y al padre Franklin, el superior de la comunidad. Franklin, el de mds edad, se toma su té a pequefios sorbos, con el aire de un hombre que ha visto lo suficiente para no preocuparse por nimiedades. Ni una arruga perturba sus crecientes entradas al ofr la mencién a los visitantes de la iglesia y sus heterodoxas practicas. -Y no queda ahi la cosa —dice el hermano Shannon-. En la iglesia tenemos otras reliquias, huesos en urnas de cristal a cada lado del altar mayor. No se sabe a quién per- tenecieron, pero ipreginteles a los guias, que ellos segu- ro que se lo dicen! Cuentan que son huesos de «santos Jesuitas», pero no tengo ni idea de a quién se refieren. Ahi hay més huesos que jesuitas haya habido nunca, y no todos han sido santos. El padre Franklin se limita a sonreir ante la irritaci6n de sus hermanos més jévenes. —Supongo que es buena cosa que no digan que son huesos de dinosaurio —dice. Mas tarde, cuando pregunto si de verdad ignoran de quién son los huesos que se exhiben flanqueando el altar mayor, el hermano Shannon y el padre Savio no pueden sino encogerse de hombros. El recuerdo y el mito de Francisco Javier son aqui tan poderosos que el aura de sus restos arrum- ba cualquier otro pormenor —ya sea acreditado o inventado-. Los sacerdotes de la Basilica do Bom Jesus no suelen hablar del hombre cuyos huesos son objeto de permanente aten- cién. Discutir sobre Francisco Javier es igual que discutir sobre el aire que respiran. Sin embargo, la iglesia est alli por- que alli est el santo, y lo mismo puede decirse de ellos. 48 Huesos sagrados Cuando Francisco abandoné Goa, se dirigié en primer lugar a Jap6n, porque crefa que, a diferencia de los indios, que de modo tan grosero habfan eludido sus esfuerzos evangelizadores, los japoneses eran «gente muy avisada y discreta, allegada a razén y deseosa de saber». Durante algén tiempo creyé también que le acompafia~ ba la fortuna. Con ayuda de un antiguo samurai que habia conocido y convertido al comienzo de sus viajes por Japén, Francisco tradujo y memorizé pasajes del Evan- gelio para poder explicarse ante los nativos. Los samurdis se regian por un cédigo que en si mismo era casi una reli- gidn, pero es probable, dado el rumbo que tomarian los acontecimientos, que el traductor de Francisco no hubiera sido ajeno a la influencia del budismo. Gracias a esta com- pafifa, muchos conversos potenciales, y en especial los mas apegados a su propia religién, se interesaban por lo que Francisco tenia que decirles. A todo el que conocia le decfa que habia ido a dar a conocer a Dainichi, que era la palabra que su traductor le habia sefialado como aproximacién mis ajustada a «Dios». Como es de esperar, Francisco Javier hablaba bien de Dainichi. Tan bien que un grupo de monjes budistas le acogi6, sorprendidos e intrigados por lo que explicaba. Durante su estancia con los monjes, se enteré de que Dainichi era, en realidad, uno de los muchos nombres de Buda; habia estado atribuyendo todos los milagros del Evangelio al maestro que los japoneses ya reverenciaban. A partir de entonces, Francisco probé con otros nom- bres, pero tuvo menos éxito. Después de que el empera- dor rechazara sus repetidos intentos de concertar un Un santo para chuparle los dedos 49 encuentro, Francisco puso sus miras en China, un mer- cado tan tentador entonces como ahora para las corpora- ciones internacionales. Esta vez ni siquiera logr6 entrar en el reino. Llegé ape- nas a una isla costera, donde un mercader le habia pro- metido, tras recibir una suma considerable de dinero como adelanto por sus servicios, que se reuniria con él para desde ahi introducirle clandestinamente en el terri- torio continental. Fue alli, en una choza de paja, esperando un transpor- te que nunca llegaria, donde murié Francisco Javier tras una corta enfermedad. Habia sido un universitario frus- trado, un pésimo misionero y un racista declarado con los indios. Algunas personas que conoci en Goa le califi- caban de protocolonialista, supremacista catélico y titere del imperialismo. El 3 de diciembre de 1552 era un cadé- ver a més de dieciséis mil kilémetros de su hogar, en una época en que se tardaba un afio o mas en hacer semejan- te viaje. Este habria podido ser el final de un clérigo més bien discreto, con tres misiones fracasadas en su historial; pero entonces sucedié algo. Por respeto a su posicién en una orden religiosa que iba creciendo en popularidad y poder, el capitan de un barco que pasaba por alli dispuso que los restos de Francisco fueran devueltos a sus her- manos jesuitas. Sin embargo, las condiciones a bordo de los navios que surcaban los océanos ya eran lo bastante malas sin necesidad de cargar con un cadaver en vias de putrefaccién. Por ello, como era costumbre en circuns- tancias semejantes, el cadaver de Francisco fue enterrado 50 Huesos sagrados en un hoyo cavado en la arena de la isla y cubierto de cal viva, una sustancia que acelera la descomposicién y que reduce un cuerpo a los huesos en cuestién de semanas. En unos meses, si alguien tenia todavia algiin interés en devolver a Francisco a casa, lo encontraria sin duda en condiciones mas adecuadas para el viaje. Unos meses después, la Orden acudié a desenterrar los restos del santo. Pero cuando los compafieros jesuitas excavaron la tumba se encontraron con algo sorprenden- te: no con los huesos de Francisco, sino con su cuerpo intacto, como un ufano padre que deja que sus hijos le entierren en la arena y luego levanta la vista sonriente cuando le destapan. Francisco llevaba meses a casi dos metros bajo tierra y seguia igual de muerto, pero tan fres- co como al exhalar su ultimo suspiro. Su cuerpo estaba, como los catélicos empezaban a decir, incorrupto. Eran noticias muy emocionantes, al menos para los que estaban ante el pozo de cal viva; es decir, para los que miraban hacia abajo y no hacia arriba. Para Francisco, en cambio, era la cantilena de siempre. Ni siquiera muerto habia logrado hacer lo que se esperaba de él. Naturalmente, el fracaso de Francisco Javier en vida no era algo excepcional entre los santos. La historia de los hombres y mujeres elevados a los altares de la cristiandad esta repleta de fracasos. Podria decirse incluso que duran- te un tiempo se requiri6é un cierto grado de fracaso como sefial de santidad. Los santos habjan de ser vilipendiados, despreciados, y a veces inmolados, con la misma certeza con que la Biblia habia exigido de los profetas que no fue- Un santo para chuparle los dedos 51 ran reconocidos en su tierra. En sus inicios, el cristianis- mo, en su lucha por implantarse, habia defendido con tanto empefio que los triunfos mundanos no eran impor- tantes, que hizo un fetiche de lo contrario. El fracaso vol- via humilde, a fin de cuentas, y la humildad era el camino ala gloria. Tomemos, por ejemplo, el primer caso documentado de veneracién cristiana de reliquias: san Policarpo, que- mado en la hoguera en el afio 155, En el apogeo de la «edad de los martires», Policarpo, el combativo obispo de jana de Esmirna, en la costa occidental de Turquia, fue, a sus ochenta y seis afios, conducido ante una turba vociferante y conminado a renegar de su fe. El estadio exhibfa atin las huellas de rondas previas de este la comunidad cri: sangriento deporte romano. Poco antes, segtin un relato coetdneo, otros cristianos habjan hallado su fin mediante «fieras salvajes... conchas afiladas [...] y otras multiples formas de tortura». Por su negacién de la existencia de todos los dioses romanos, a los seguidores de Jesus se les conocia enton- ces como ateos, y asi, cuando Policarpo se vio conmina- do a abjurar del cristianismo, las palabras que su interro- gador queria ofr eran «muerte a los ateos». Policarpo elevé los ojos al cielo, extendié el brazo sefalando a la muchedumbre pagana e invocé la ira divina: «iMuerte a los ateos!». No a nosotros, les estaba diciendo: a voso- tros. Los romanos tal vez se estremecieran al ofr cémo el santo var6n exigia que la furia del cielo cayera sobre sus cabezas, pero se recuperaron de inmediato. A las palabras 52 Huesos sagrados del anciano obispo no las siguieron rayos ni plagas. No hubo otro fuego justiciero que el que prendié la pira a los pies de Policarpo. Los romanos contemplaron un rato cémo las Ilamas se elevaban en torno al santo, pero al parecer la cosa se alargaba demasiado. No tardaron en mandar un verdugo para que le hundiera un pufial en el pecho. Al cabo de unos minutos, habia muerto. Pero eso fue sélo el principio de la historia. Cuando la noticia de la muerte del obispo Ilegé a ofdos de los cris- tianos de Esmirna, no fue su martirio en si lo que mas exalt6 sus 4nimos, sino la forma en que se produjo y la supuesta transformacién fisica que acarred. Los correli- gionarios de Policarpo se apresuraron a dejar constancia de los detalles del suceso: «El fuego, como una béveda, como las velas de un navio henchidas por el viento, formé una muralla en torno a él. Su cuerpo quedé en medio, no como carne que se abrasa, sino como una hogaza de pan que se cuece en el horno 0 como el oro y la plata que se acendran en un crisol. Pues olimos un per- fume tan fragante como si se alzasen bocanadas de incienso o de alguna otra esencia preciosa». Seguin el relato de los cristianos, fue sélo al presenciar este espectdculo cuando los romanos se apresuraron a apufialar al santo. E incluso entonces, segtin una leyenda, de la herida de Policarpo broté tal torrente de sangre que se apagaron las llamas. Otra versién afirma que, junto con el surtidor de sangre, se elevé en el aire una paloma. El fuego no sélo no habia quemado la carne de Policarpo, sino que la habia perfeccionado. En vida, el ee Un santo para chuparle los dedos 53 anciano obispo habia sido simplemente un maestro, no un obrador de milagros. De alguna forma, el acto de morir le habia convertido en otra cosa. Entonces, los cristianos de Esmirna se unieron en el empefio de recuperar el santo cuerpo de su obispo. Por aquella época el concepto del martirio ya habia cobrado carta de naturaleza en la joven religién. Hasta la ejecuci6n de Policarpo, la muerte de un mértir recordaba sobre todo su valor en la vida que la habia precedido. Ahora parecia que el mismo hecho de morir podia volver a un hombre santo més santo atin. Con Policarpo surgié un fenédmeno novedoso. Sus seguidores no se conformaban ya con su memoria; querian sus huesos. Los reunieron en la creencia de que eran «més preciosos que las perlas, mas acreditados que el oro». Después de Policarpo —de que su carne en vez de carbonizarse adquiriera un lustre dorado «como una hogaza de pan que se cuece en el horno»-, el cuerpo de un santo paso a ser parte esencial de su histo- ria. A veces, la parte mds importante: los restos, como su propio nombre indica, son lo que resta, lo que permane- ce. Dan fe de un modo al que ninguna vida humana -o memoria incluso- puede aspirar. El culto a las reliquias se extendié rapidamente. De entrada, sin duda, como tendencia marginal de una fe marginal, pero hacia el siglo 11 se habian atesorado reli- quias suficientes para que un buen namero de ellas, pro- cedentes de ese periodo, hayan sobrevivido hasta nues- tros dias. En el siglo rv, la veneracién de reliquias habia alcanzado tal aceptacién que san Gregorio de Nisa pudo decir sobre los llamados Cuarenta Martires, soldados 54 Huesos sagrados cristianos muertos en combate en la ciudad armenia de Sebaste pocos afios antes: «Sus cenizas y todo cuanto res- peto el fuego se han distribuido en tal medida por todo el mundo que casi no hay provincia que no cuente con su parte de tal bendicién. Yo mismo tengo una parte de este santo don, y he hecho que los cuerpos de mis padres reposen junto a las cenizas de estos guerreros, para que en la hora de la resurreccién puedan despertarse en com- pafiia de tan privilegiados camaradas». Est4 por ver cémo se resolverd la resurreccién para quien se ha visto desperdigado por tantas provincias, pero una cosa queda clara: recién cumplido su tercer siglo de existencia, la cristiandad habia convertido huesos y cenizas en bienes comparables a piedras y metales preciosos, s6lo que mis preciosos atin. Y, lo que es mds importante en la historia de Francisco Javier, los restos mortales de los san- tos se habfan transformado en emisarios por derecho pro- pio, que se enviaban como recordatorios de la fe a plazas avanzadas en las tierras més lejanas. Tal vez era inevitable que, a medida que aumentaba el nuimero de reliquias y se extendian por el mundo, surgie- ra la necesidad de catalogarlas y clasificarlas, En el ambi- to del catolicismo, llegaron a distinguirse tres categorias: de primera, segunda y tercera clase, con gradaciones de valor adicionales, evidentes pero no tan definidas desde el punto de vista formal, dentro de cada categoria. Las reli- quias de primera clase comprenden cualquier objeto que pueda haber tenido contacto con Jesucristo durante su vida terrenal, su muerte o su resurreccién: madera del establo donde dice la leyenda que naci6; fragmentos de la Un santo para chuparle los dedos 55 cruz o de los clavos empleados en su crucifixién; la saba- na de Turin, en la que los fieles creen que se envolvié su cuerpo antes de introducirlo en el sepulcro. También son reliquias de primera los cuerpos integros de los santos y sus partes. Si se trata de partes del cuerpo que se consi- deran «importantes» en la vida o las obras del santo,* se tienen por ms valiosas. Por ejemplo, el dedo con el que Juan el Bautista sefialé a Jestis cuando dijo «He aqui el Cordero de Dios» se exhibe en un relicario en una iglesia de Florencia, y est4 considerado una de las reliquias mas importantes de Italia (lo que es decir mucho, teniendo en cuenta la cantidad de reliquias de primera clase que hay s6lo en Roma). Como carne de santo que ademds desem- pefié un papel en la vida de Cristo, es, en cierto sentido una reliquia de primera al cuadrado. Las reliquias de segunda estan casi igual de valoradas. Pertenece a esta clase todo aquello que estuviera relacionado con la vida de un santo sin ser de su carne y hueso. Si Juan el Bautista hubiera Ilevado reloj, por ejemplo, éste seria una reliquia de segunda. (Si se lo hubiera regalado Jestis, lo seria de primera.) Es una reliquia de tercera clase todo aquello cualquier cosa— que haya tocado una reliquia de prime- ra. Esta variedad de categorias aseguraba que no hubiera realmente lfmite en el ntimero de reliquias, ni en el de * Una distinci6n interesante, ya que cuesta imaginar que ni el mds santo pudiera salir adelante sin bazo, y, sin embargo, a éste no le seria de aplicacién el calificativo de «importante». En el caso de las reliquias, una parte del cuerpo se considera mis valiosa si desempefia un papel en las historias o leyendas relativas al santo. De aquf que la lengua del gran ora- dor san Antonio sea una reliquia de mayor rango que, por ejemplo, el I6bulo de una oreja. 56 Huesos sagrados lugares a los que la fe pudiera extenderse con ellas, o de iglesias que pudieran erigirse en torno a ellas. Desde un punto de vista caritativo, podriamos decir que todo el mundo podia aspirar a poseer una. Desde un punto de vista cinico ~y no menos histérico-, la institucién de las tres categorias facilité la falsificacion de las de segunda y tercera clase, y que el valor de los bienes originales —los cuerpos mismos- se multiplicara exponencialmente. Una materia prima de tanto valor no dejaba de repor- tar beneficios contradictorios. A veces, por ejemplo, se celebraria la muerte de los més santos por una razén bien profana: los santos habjan pasado a valer mAs muertos que vivos. Lo Gnico que Francisco Javier tenia en comin con Policarpo era la fe. La muerte le sobrevino sin el drama de los estadios y la persecucién. El fue agente, y no victima, del Imperio. Pero, cuando empezé a difundirse la noticia de su negativa a descomponerse, sus restos fueron obje- to del mismo fervor. Lo que habia ocurrido en los 1.500 afios que separan la muerte de uno y otro constitufa esen- cialmente una transformacién del significado de la cris- tiandad, Como seguidores de una religion rebelde, a los cris- tianos de la época de Policarpo los consideraban ateos las autoridades paganas. En los tiempos en que Francisco se pateaba las selvas de Goa, habian cambiado las tornas. Cristiandad y poder terrenal se habian convertido en sinénimos. Ya no era necesario que los cuerpos de los santos desafiaran los mandatos de las autoridades secula- Un santo para chuparle los dedos_ 57 res. Ahora, para servir a un propésito simbédlico, tenian que desafiar a algo mucho més poderoso. A saber, la muerte misma. En la época en que murié Francisco, la incorruptibilidad era el tiltimo grito. A lo largo de los siglos xv y xvi, se des- cubrieron més santos sin descomponer que en cualquier tiempo anterior o posterior. En Italia, el cuerpo de santa Catalina de Bolonia fue declarado incorrupto y expuesto luego en posicién sedente con un libro de oraciones en el regazo, como puede vérsela atin hoy. Le pusieron tantas velas alrededor que su piel acabé por adquirir un tono pardo, como si la hubieran asado a fuego lento en su sepul- cro abierto. Por la misma época, se «descubrié» que perma- necian incorruptas santa Rita de Cascia, la beata Margarita de Castello, santa Cecilia y otras santas mujeres que habian muerto mucho tiempo antes. La Iglesia primitiva no habia visto la utilidad de tales circunstancias. Puede que conservaran huesos de santos, pero la idea de que la fe podfa detener por completo el proceso de la muerte y la corrupcién no surgiria hasta mucho mis adelante. Sélo después de haber acumulado un poder terrenal significativo empez6 la Iglesia a pedir- les a sus santos que no se descompusieran. Aun en aquella época, habia personas a quienes les costaba admitir la incorruptibilidad. Cuando el cuerpo de Francisco, integro y lozano, zarpé de aquella isla desola- da de las costas de China, tuvo la mala suerte, segun algu- nas fuentes, de ir a parar a bordo del barco de un merca- der portugués que no sentia el menor aprecio por los jesuitas. Mucho antes de alcanzar su destino previsto, 58 Huesos sagrados Francisco fue desembarcado. Por indicacién del capitan, los nativos lo sacaron del atatid y lo depositaron en un hoyo poco profundo. Luego lo molieron a palos. Segin explica un informe de la época: «Como es costumbre en Malacca, golpearon el cuerpo con largos mazos, por lo que causaron grandes lesiones en algunas partes y rom- pieron las claviculas, las rodillas y otras partes del cuerpo. Asf estuvo enterrado algunos meses». Una vez mas, aquél tenfa que ser el fin de Francisco Javier. Se daba la circunstancia, no obstante, de que Malacca era a la saz6n presa de una plaga. Al poco de que hubieran remetido a palos a Francisco en la tierra, los malaquenses empezaron a advertir que habia disminuido el ntimero de casos de la enfermedad. Atribuyeron el hecho al misionero que tan recientemente habjan pulve- rizado y enterrado en la playa. Es de suponer que les habria gustado que un vecino tan milagrero siguiera entre ellos, o mas bien debajo, pero el milagro no tardé en lle- gar también a ofdos de los jesuitas, que acudieron en busca de su hombre. El 11 de diciembre de 1553 Francisco era desenterra- do una vez mas y cargado a bordo de un barco, esta vez con destino a la India. Antes incluso de que atracara en el puerto, la voz de la Ilegada de su cadaver incorrupto —aunque quebrantado- se corrié por la ciudad que él tanto se habia alegrado de abandonar. En los muelles se congregaron multitudes con la esperanza de entrever el cuerpo de aquel a quien algunos llamaban ya no sélo santo, sino Goencho Saib: «el sefior de Goa». Un santo para chuparle los dedos_ 59 En mi tercer dia en la basilica, el hermano Shannon me informa de que compartiran conmigo las habitaciones de invitados de la Casa Professa un grupo de cincuenta y cinco preadolescentes: chicos y chicas venidos de una de las varias docenas de escuelas de la India que llevan el nombre de Francisco Javier. —Venga —me dice-. Querran conocerle. Son de una ciudad del norte donde la cultura catélica esta mucho menos implantada que en Goa. En ella, los catélicos son una exigua minoria, me dice uno de los pro- fesores, y por eso, aunque la suya es una escuela catdlica, sdlo diez de los cincuenta y cinco alumnos son cristianos. Los demas son hindies, musulmanes, jains... el cajén de sastre espiritual acostumbrado en una nacién con la que s6lo Estados Unidos rivaliza en diversidad religiosa. In- dependientemente de su fe, dice el profesor, todos los alumnos estén ansiosos por ver el cuerpo del hombre que da nombre a su escuela. —Cuando los conozca, vera que muchos de los alum- nos no catélicos preguntan: «éDénde esta la momia?» -me dice el hermano Shannon-. No son sélo los nifios los que lo dicen. Los hindies que visitan la iglesia no paran de decir: «iQuiero ver !a momia!». Entonces tene- mos que explicarles que no es una momia. Que son las reliquias sagradas de un santo. Al ofr a los estudiantes subir las escaleras de la Casa Professa, sospecho que les emocionaria igualmente ver cualquier cosa, ya sea momia, santo o simplemente la estatua de san Francisco Javier que les saluda al llegar arri- ba. Tienen entre once y catorce afios, y en grupos de dos 60 Huesos sagrados y tres empiezan, atropelladamente, a posar con la estatua, levantando el pulgar, sacando la lengua o bizqueando mientras sus profesores y compafieros les sacan fotos. Para muchos ésta es la primera vez que salen de casa, y les da igual que vayan a alojarse en una iglesia; estén viendo mundo, a punto de reventar de emoci6n. —Os presento al sefior Peter, que esta aqui por su inte- rés por las reliquias de san Francisco Javier —anuncia el hermano Shannon, y de pronto tengo cincuenta y cinco pares de ojos clavados en mi. Me estudian como si la pre- sentacién hubiera pasado por alto algiin detalle funda- mental-. El sefior Peter ha venido nada menos que desde Estados Unidos ~afiade el hermano Shannon-, asi que démosle una célida bienvenida. ~iAh! -exclaman los cincuenta y cinco colegiales-. iAmérica! Mientras nos montamos en su autobis turistico y emprendemos la ruta por las atracciones de Goa, me observan con una mezcla de asombro y desconfianza. Los mis lanzados tardan cuarenta y cinco minutos en acercarseme y decir: «iHola, sefior Peter! ¢Qué tal est4?». Es el pistoletazo de salida para los demas: «iHola! iHola!», gritan, y se escabullen répidamente, todos pen- sando qué més decir. Finalmente, un chaval con una camiseta de Spiderman da un paso al frente. Lleva unas enormes gafas de sol que le dan también a él un aspecto de superhéroe en miniatura. —tEs usted Peter Parker? -me pregunta Spiderman. El autobtis retumba con risas y gritos, y todos con- vienen rapidamente en que sin duda debo de serlo. De Un santo para chuparle los dedos. 61 este modo, queda establecida la t6nica de mi convivencia con ellos. -Haced el favor de guardarle respeto al sefior Peter —dice uno de los profesores—. éNo os ha dicho el herma- no Shannon que est4 aqui para saber més de las reliquias de san Francisco Javier, igual que vosotros? —iSpiderman ha venido a ver la momia! —grita otro nifio. —Recordad lo que aprendimos en la escuela —dice el profesor-. En la basilica no se conserva una momia, sino las reliquias incorruptas de un santo. —(Qué quiere decir «incorruptas»? —Quiere decir que esta entero, de la cabeza a los pies. No ha sido incinerado al morir, como la mayor parte de la gente. —iQuiere decir que es una momia! ~iUna momia no! -¢Ti qué crees, Peter Parker? ¢Es una momia o un santo? -tNo puede ser las dos cosas? —pregunto. Al margen de que se trate o no de una momia, los nifios estn a todas luces sobrecogidos cuando sus profe- sores les conducen al interior de la basilica para ver los restos del santo. Ante el ornamentado féretro de cristal y plata, medio oculto tras una cortina de finas cadenas de oro, se quedan boquiabiertos, con los ojos como platos y la cabeza tan echada hacia atrés como si estuvieran miran- do las estrellas. Al cabo de unos minutos, empiezan a mirarse unos a otros y a sefialar con el dedo sonriendo de oreja a oreja, 62 Huesos sagrados sin saber qué hacer a continuacion. Por fin, uno de los profesores saca su c4mara y hace una foto al féretro. Los nifios, como si hasta entonces hubieran crefdo que aque- Ilo no estaba permitido, se postran al instante de rodillas; no para rezar, sino para hurgar en sus mochilas hasta dar con las cdmaras, que inmediatamente se pegan a la cara como un tercer ojo. Sigue un alud de flashes que se refle- jan en el cristal del atatid creando el efecto de una sibita tormenta eléctrica. La iglesia centellea atin cuando busco con la mirada a un estudiante para preguntarle qué le parece el santo. Antes de que pueda abrir la boca, viene hacia mi una de las nifias del grupo, que tiene a su vez una pregunta que hacerme: ~¢Hablas hindi? Se llama Jackpreth, y es la chica mas alta de su clase, mis alta incluso que la mayoria de los chicos. La resolu- cién con que se me ha acercado sugiere que es también la més segura de sf misma. —No —le digo-. La verdad es que no. -Sus ojos se ensan- chan, como si creyera que le estoy tomando el pelo. —éNi una palabra? -Ni una. Por un momento, parece que est4 a punto de echar- me en cara mi ignorancia, pero entonces viene corriendo el chico con la camiseta de Spiderman. Es hind, asf que esta especialmente emocionado con las otras paradas que hemos hecho en nuestro recorrido por Goa, algunas para visitar al menos media docena de templos muy conoci- dos. Un santo para chuparle los dedos 63 ~tTG también te alegras de ver el cuerpo del sefior que da nombre a vuestra escuela? —le pregunto. -iAh, si! —tQué te ha parecido, eso de ver su cuerpo? —Fuert... empieza a decir, pero se interrumpe, como si de pronto no estuviera muy seguro de la palabra. —¢Fuerte? —pregunto. -Fuerza ~dice Spiderman-. La fuerza de Dios. Alzamos la vista hacia el féretro: su brillo de luz eléc- trica nos devuelve un destello cada vez que alguien pre- tende lIlevarse un recuerdo de él. El pulso del efecto es- troboscépico ilumina su interior, aunque desde donde estamos solo alcanzamos a ver el perfil de sierra mellada de lo que un dia fue el pie del santo. -EI profesor ha dicho que estaba entero —dice Jack- preth-, pero édénde estan los dedos? Puede que Francisco Javier estuviera realmente incorrup- to a su llegada a Goa, pero no siguié estandolo mucho tiempo. Tan pronto se hubo posado en tierra firme, dio comienzo su ultimo y ms perdurable servicio: el de bien de consumo religioso. Y, como corresponde a ese carac- ter, fue sucesivamente atesorado, consumido y robado. En la primera exposicién del cuerpo, en el caluroso mes de marzo de Goa de 1554, segiin dan cuenta créni- cas de la época, «una piadosa mujer portuguesa» que vivia en la ciudad se sintié tan arrebatada en presencia de un cadaver incorrupto que no pudo refrenar el impulso de corromperlo. Al inclinarse para besar los pies del santo, abridé la boca, roded con los dientes la punta del pie 64 Huesos sagrados izquierdo y mordié con suficiente fuerza para desgajar un trozo de hueso y piel. Segitin la leyenda, se llevé consigo el dedo pequefio, pero cuando hoy mira uno atentamen- te el pie —al que le faltan al menos tres dedos- no puede dejar de preguntarse si no se hizo con un bocado atin mayor. Por grande que fuera el trofeo, no fue un comporta- miento razonable. Y, sin embargo, équé podria expresar més concisamente el poder de las reliquias? La fe de la mujer se vio frente a frente con la fe de Francisco, y, en esa comuni6n, un acto tan alejado del orden socialmente aceptable le parecié una idea particularmente buena. Yo pensaba cada mafiana en aquella «piadosa mujer portu- guesa», mientras desayunaba con los jesuitas. En Goa, una ciudad costera, con una economia pesquera hasta que empezaron a llegar los turistas, se come pescado y maris- co tres veces al dia. Todas las mafianas, al desayunar en la Casa Professa, me encontraba al lado de mi taza de café un platito con cinco pescaditos secos, enteros, con su piel, su carne y sus ojos. Morder la piel crujiente y las ras- pas diminutas mientras escuchaba los relatos del des- membramiento de Francisco: asi disfrutaba yo de una comida delicada y deliciosa y consideraba los extremos de la fe, las razones que nos impulsan a hacer las cosas des- cabelladas que hacemos. Si, es probable que la piadosa mujer portuguesa tuviera tanto de loca como de devota. Pero, por otra parte, yo habia recorrido medio mundo para ver lo que quedaba de los dedos que ella habia cata- do. ¢Quién era menos razonable de los dos? En cualquier caso, la pérdida de sus dedos fue sdlo el Un santo para chuparle los dedos 65 principio de la larga particién de Francisco Javier, que atin no ha terminado. En 1614 le cortaron el brazo dere- cho a la altura del codo, y el antebrazo se dividié en dos partes: una se envi6 a Italia, a beneficio de los jesuitas de la Iglesia de Jess de Roma, y la otra a Bélgica. Cinco afios mas tarde, lo que le quedaba de brazo lo recibieron los jesuitas de Japon. Lo siguiente fue un omoplato, que fue igualmente troceado para provecho de miltiples beneficiarios. Dos de los tres trozos del brazo se han per- dido desde entonces, pero uno se exhibe todavia en el Seminario de San José de Macao. En 1636 se recogié tal vez la mayor cosecha: se vacié el cuerpo de todas las visceras, que fueron divididas en doce- nas de trozos para su distribucién por todo el mundo. Desde entonces, creyentes de regiones muy alejadas de donde el santo nacié, viaj6 o murié, han podido ver con sus propios ojos un pedacito de incorruptibilidad. Y aun en la segunda mitad del siglo xx se le despojaba de tanto en tanto de algiin trozo de piel ~ya no tan integra ni tan fres- ca- para colocarlo en su propio relicario. Cuatro veces enterrado, molido a palos, cubierto de cal: los afios inmediatos a la muerte de Francisco Javier no tuvieron nada que ver con los primeros de su vida, que pas6 entre algodones. Pero no todo fue oprobio para el sefior de Goa. También le erigieron una fastuosa basilica para que fuera su ultima morada. Sus restos mortales han hecho de la iglesia uno de los mausoleos mis visitados del mundo. Para Goa es algo mas que un santo. Es una industria. En las tiendas de baratijas de enfrente de la basilica, adem4s de la parafernalia catélica habitual, se venden recuerdos 66 Huesos sagrados exclusivos del lugar, como pequefios féretros de plastico transparente con un hombrecito rosa dentro. Y entre las postales a la venta est4 —no podia faltar— la foto en color de un pie que parece roido por un hamster. Delante de las puertas de la basilica los vendedores ambulantes ofrecen velas, postales y juegos de ajedrez de viaje, hechos de plastico pero «tallados a mano» y pinta- dos de color madera. También venden figurillas de cera que representan un nifio, o una mujer, una cabeza, un brazo, una mano, una pierna, etcétera. Los pies, con todos sus dedos, son la mas vendida. Es prdctica comin entre los fieles de Goa comprar una de estas figuras por unas rupias y dejarla en un altar de la iglesia, o ~si tienen la suerte de pillar a los sacristanes en un descuido— depo- sitarla sobre el pedestal de marmol que sostiene los res- tos del santo. Pese a que la politica de la iglesia es retirar las estatuillas al final de cada jornada, es habitual ver un pufiado de ellas a cualquier hora que se visite la basilica. El sufrimiento no tiene fin, por lo que tampoco lo tiene la practica de buscar su alivio. Le pregunto al padre Savio si la iglesia hace algo por persuadir a los fieles de que abandonen esta costumbre. -Es la fe del pueblo, épor qué desanimarles? —respon- de-. De todos modos, la mayoria de los que dejan figuri- tas de cera son hindies, no catélicos. Si fueran los catéli- cos, tal vez la iglesia dijera algo. Pero siendo hindues los que entran en el templo, équé le vas a hacer? Podria decirse que Francisco Javier, al que enviaron a convertir a los paganos, se ha convertido en un santo mas hindi que catélico. «Momia» o «incorrupto», a los fieles Un santo para chuparle los dedos 67 no parece molestarles que quede de él poca cosa. Desde donde lo contemplan, al pie del relicario, atin alcanzan a ver un dedo o dos, y eso les basta. Para cuando los nifios salen de la iglesia el sol ya se ha pues- to. Se han hartado de la momia, y ahora les han dicho que esperen en el patio mientras los profesores acaban de plani- ficar la cena. Mientras esperan, se encienden varios focos que dan al espacio que se abre frente a la iglesia un aspecto dramitico, de escenario. Los mas extrovertidos del grupo se muestran encantados de inmediato. No tardan en corre- tear cogidos de la mano de dos en dos o de tres en tres, y con la luz de los focos adquieren un aire titdnico. Jackpreth y Spiderman vuelven corriendo a mi lado. —iSefior Peter Parker, estamos jugando a la cadeneta! éJuegas? —éCadeneta? —Primero no sabes hindi, ¢y ahora tampoco sabes qué es la cadeneta? -se burla la nifia~. Es un juego nuestro. Mira, ffjate. Dos van corriendo de la mano, pillan a un tercero y hacen una cadeneta. Luego tienen que pillar a otro nifio y hacer un circulo alrededor de él. Y entonces el nifio se une a la cadeneta. En vida Francisco Javier uni6 su suerte a la de un pue- blo y un lugar en los que nunca quiso quedarse. Estos nifios, nacidos en el pais que él despreciaba, educados en una escuela que lleva su nombre, han vivido a su sombra, pero ahora corren delante de su iglesia; la sombra que ahora proyectan es la suya propia. 2. Adorar a Buda por la peana A pocas manzanas del Paseo de la Fama de Hollywood, encajonada en una bocacalle entre un Kentucky Fried Chicken y un McDonald’s, hay una enorme nave oculta tras una discreta puerta de cristal. Hasta la década de 1990 —ayer, como quien dice— era un estudio de sonido en el que se probaban los ultimos avances tecnolégicos; antes, segiin la leyenda local, habia sido el lugar donde Elvis guardaba sus coches californianos, aparcados bajo gigantescas vigas de madera de secuoya, al tenue resplan- dor de una docena de claraboyas. Hoy la nave es un centro de yoga llamado Golden Bridge. No llevo ahi mds que un minuto o dos y una empleada ya me esta explicando que es, en su género, el local mds grande del pais. —Aunque -admite- puede que la gente lo diga del mismo modo que se dice que el bebé de fulanita es el mas mono del mundo. Quizé sea verdad, quiz4 no, pero équé més da? Buena pregunta. He ido al Golden Bridge a ver una exposicién itinerante de reliquias budistas -restos de Buda y de una veintena més de sabios y lamas-, que los creyentes tienen por manifestaciones materiales de la ilu- minaci6n. En los ultimos cinco afios, estas reliquias han recorrido templos y monasterios de todo el mundo, con visitas ocasionales a una miscelénea de comunidades no budistas: una iglesia de la Unidad de Texas, dos prisiones de Florida, una serie de escuelas primarias de los estados 72 Huesos sagrados del sudeste y ahora este instituto Kundalini a la sombra de un cine y de un garaje. Las reliquias han venido a parar al Golden Bridge por- que van, poco mas o menos, allé donde se las invite, siem- pre que la organizacin anfitriona, o algan patrocinador, pueda garantizar que una minima donacién habré caido en el cepillo antes de clausurar la exposici6n. EI objetivo declarado de la Heart Shrine Relic Tour [gira de las reliquias del santuario del corazén], segiin su folleto promocional, es difundir un mensaje de amor, paz y bondad entre cuantos asistan a la exposicién o tengan noticia de ella. Pero también tiene un propésito de orden més practico. Las reliquias han salido de gira para reunir fondos para la construccién de la estatua de Buda mas grande de la historia: una escultura chapada en lat6n, con una altura equivalente a cincuenta pisos, que se elevar4 como una pirdmide sobre Uttar Pradesh, una regién sub- desarrollada de la India. La figura de Maitreya Buda doblard la altura de la Estatua de la Libertad y casi tripli- card la de los budas de piedra gigantes que los talibanes volaron por los aires en el valle afgano de Bamiydn en la primavera de 2001. Difundir el amor y la paz es igual- mente el objetivo declarado de la estatua, que, segtin los responsables del proyecto, se ha «disefiado para que dure por lo menos mil afios». Parece ser que la bondad y el amor eternos no salen baratos a semejante escala. El coste estimado del Proyecto Maitreya, como se ha dado en llamar al esfuerzo global de construcci6n, es de unos 140 millones de euros. Las reliquias, en definitiva, tienen una misi6n asignada. Adorar a Buda por la peana 73 Desde que arrancé, la gira ha hecho cientos de paradas. Alla donde va, una multitud hace cola, a menudo durante horas, para estar cerca de los restos de uno de los indiscutidos colosos espirituales de la historia. La gente sale de la expo- sicién con ojos llorosos y sonrisas embobadas; hay quien vuelve a ponerse al final de la cola para ver las reliquias de nuevo. Acuden por las razones més diversas —por un dolor de espalda, porque se han quedado sin trabajo, por una mas- cota enferma o para agradecer un nuevo amor- y se mar- chan comentando las vibraciones que han sentido o las visiones que han tenido. Muchos recitan el mantra «soy incapaz de explicar lo que las reliquias me han hecho sen- tir». Pero, en general, estén todos de acuerdo en una cosa: verlas les ha puesto en contacto con algo poderoso y —por utilizar el término que, con mucho, parecen preferir tanto los creyentes como los simplemente curiosos— muy «real». Es lo que vienen buscando, algo «real»; y, tras dejar unos billetes en el cepillo, la mayoria parecen irse muy convencidos de que no han tirado el dinero. Hay motivos de sobra para poner en duda que los objetos expuestos temporalmente en un centro para la practica del yoga situado en pleno corazén de Los Ange- les sean restos genuinos de un maestro que murié en la India hace 2.500 afios. Y, sin embargo, sean 0 no las reli- quias auténticas —partes verdaderas del cuerpo del verda- dero fundador de una religién que cuenta hoy con el res- paldo de 500 millones de seguidores-, sirven para recaudar dinero de verdad. El candado que llevan los cepillos no es para que no se escape el buen karma. 74 Huesos sagrados Segiin sople el viento, corre una brisa que huele a pollo frito. Dulces vaharadas de carne caliente y sebo que ema- nan de la puerta abierta de la cocina del KFC, cien me- tros més all4, nublan la entrada del Golden Bridge. Dentro, en cambio, el ambiente es estrictamente vegeta- riano. Elasticas mujeres con pantalones de lino y camise- tas sin mangas unen los dedos de las manos y hacen una reverencia a la menor provocacién, susurrando un namaste recriminatorio a cualquiera que solace la vista més de la cuenta en sus hombros tatuados. Una mujer con parras dibujadas con henna en los tobillos explica que la formula significa «el dios que hay en mi saluda al dios que hay en ti», y cada vez que pronuncia la palabra «dios», la subraya encogiendo los dedos de los pies. Aqui nadie lleva zapatos. Ni mucha cosa mas, de hecho. Por més pretensiones misticas que tenga el Golden Bridge (técnicamente hablando, no es un local para la practica del yoga, sino una «aldea espiritual»),” en esencia es un lugar donde ponerse y mantenerse en forma, al que vienen cientos de estudiantes mds a sudar que a rezar. Lo hacen en media docena de salas cavernosas, cada una identificada con el nombre de una ciudad de la India. Al fondo de la nave, tras unas puertas correderas de madera que ocupan toda la pared, esté Amritsar. Bodh Gaya queda a la izquierda. La sala de ejercicio del piso de arriba se llama como el * Esto me lo explicé una de las fundadoras del centro, Gurmukh, que es muy conocida en el mundo del yoga por sus videos y DVD formati- vos. Estaba sentada a mi lado mientras yo tomaba notas y le pregunté: «¢Asi que éste es vuestro local?», «Nosotros preferimos decir que perte- nece al universo», respondié. Adorar a Buda por la peana 75 Jugar que Spalding Gray” calificié de «la ciudad con el nombre més sexy de la India»: Pune. No hay sala con el nombre de Kushinigar, pero el pasi- Ilo central est4 hoy dedicado a esa remota aldea, cercana a la frontera con Nepal, en que se ha de erigir el buda de 150 metros. La zona se ha visto excluida del boom econémico del subcontinente. En Kushinigar no hay locutorios telef6- nicos ni avanzadillas tecnolégicas. Pero pronto acoger4 una gran atraccién turistica, que segiin los responsables del pro- yecto sera la salvacion de la regién. Cuando esté acabada, todas las reliquias de la exposicién itinerante se guardaran en relicarios en el seno de la estatua. Hacia el final del pasillo central, un buda de plastico con el pelo azul, del tamafio de un nifio crecido, descan- sa en un trono sobre una plataforma hecha de tapices ornamentados y cuatro amplias mesas plegables. Con su metro y medio de altura, la pieza que preside la exposi- ci6n de reliquias es una reproduccién a escala 1:100 de la estatua proyectada para Kushinigar. Varios empleados se afanan en colocar cuencos de cristal por el perimetro de la plataforma y en llenarlos de agua tefida con azafran. Se paran a menudo a consultar a una mujer que esta en cuclillas detras del trono. La acri- billan a preguntas -¢qué cuenco, dénde va, cudnta agua?-, pero ella est concentrada en la labor de pegar con celo una tela dorada a la base de la sombrilla con bor- las que cuelga sobre la cabeza del buda de plastico. Cuando por fin levanta la vista, brinda una sonrisa * Actor, humorista y escritor estadounidense. /N. del T.] 76 Huesos sagrados forzada a los yoguis y les asegura que est4 todo bien, estupendo. Se llama Carmen Straight. Es alta, de aspecto regio; se parece un poco a Glenn Close: lleva el pelo rubio ceni- ciento suelto hasta los hombros sobre una tunica de color burdeos. Es la que manda aqui, la custodia de las reliquias. Desde hace diez meses, es responsabilidad suya escoltar la maleta que contiene los objetos devotos a todas las expo- siciones y disponerlos para su exhibicién publica. —Estaba buscando trabajo —me cuenta, explicdndome cémo llegé a ser la guardiana de los restos de Buda-. Un dia, recibi un e-mail sobre la gira de las reliquias de alguien que no conocia. Estuve a punto de borrarlo. Pero lo abrié, y aqui est4 ahora. Todos los fines de semana, Carmen y una ayudante voluntaria, I Fung, una asistente social de San Francisco nacida en China, llegan a una nueva ciudad con las reliquias a cuestas. Viajan las dos en una furgoneta granate con bendiciones inscritas en amarillo en escritura tibetana, y decorada con pegatinas budistas, Varias son calcomanias multicolores de bodhi- sattvas; otra reproduce la cita més conocida del Dalai Lama: «La religién verdadera es la bondad». Mi favorita, por su sutil ingenio de iluminado, reza: «Mi otro vehiculo es el mahayana»; para entender el chiste, hay que tener unos minimos conocimientos de historia del budismo y de las desavenencias seculares entre sus escuelas.* Por dentro, la furgoneta esté repleta hasta el techo de La versién abreviada seria més o menos asi: hay dos escuelas prin- cipales de préctica del budismo, el mahayana y el theravada. El mahayana Adorar a Buda por la peana 7 todo lo necesario para transformar temporalmente el aula de una prisién, el sétano de una iglesia o una escuela de yoga en un santuario budista: manteles dorados, luces navidefias, un surtido de cuencos de cristal, ocho expo- sitores de plastico y la estatua de Buda de metro y medio. También Ilevan las reliquias mismas, dentro de una maleta semirrigida cubierta con un acolchado de telas tibetanas amarillas y azules. Cuando estan de viaje, las reliquias van atadas a uno de los asientos de la parte de atras de la furgoneta; el buda de plastico ocupa el otro, como un nifio de ocho afios que no llega a tocar el suelo con los pies. Entre unas cosas y otras, a lo que mas me recuerda la furgoneta del Heart Shrine Relic Tour es a la Maquina del Misterio en que viajaba la pandilla de Scooby-Doo, con sus tipografias psicodélicas y sus tonos pastel metaliza- dos que reflejan el sol de Hollywood. Pero, si algo mani- fiesta a las claras su propésito, es la pegatina que decora la caja de la rueda de repuesto: «Quien vea, toque 0 recuerde este coche, hable de él 0 suefie con él, que alcan- ce la felicidad eterna y tenga compasién de todos los seres vivos», Cuando la furgoneta sale de viaje, siempre es Carmen engloba las ramas tibetanas y chinas del budismo, mientras que el thera- vada se localiza en los paises del Sudeste Asidtico. Para referirse al thera- vada, los adeptos del mahayana suelen hablar de «la tradicién hinayana»; «mahayana» significa «el vehiculo supremo», en tanto que «hinayana» quiere decir «el vehiculo inferior». De modo que el chiste de la pegatina es que parafrasea el «mi otro coche es un Porsche» de la cultura nortea- mericana de la autopista, al tiempo que lanza una pulla implicita a un rival ancestral. Pero, como dijo alguien, si se tarda mas en explicar un chiste que en contarlo, a lo mejor es que no tiene gracia. 78 Huesos sagrados la que va al volante. Segin me contaria mds adelante, siempre fue un poco trotamundos y algo buscavidas, y en su juventud habia viajado en coche desde la Columbia Britanica hasta el México profundo, y de vuelta a casa. Hasta hace poco se ganaba la vida recolectando y empa- quetando fruta, recluida durante tres afios en una granja perdida en su Canada natal. Un exilio autoimpuesto. —Fue una época en que me sentia incapaz de estar con gente —dice~. Su sufrimiento se me hacia demasiado patente, no podia soportarlo. Ahora, como custodia de las reliquias, se pasa todo el dia rodeada de gente. Una vez que se ha instalado la exposici6n, se sienta en una silla y bendice a los creyen- tes, de uno en uno, durante horas. Los hay que al llegar al final de la cola se postran de rodillas en silencio. Otros hacen una reverencia y le susurran todas sus penas, como si fuera Buda en persona. A Buda no le sorprenderian las cosas que llega a ofr. La vida, al fin y al cabo, es sufri- miento, segtin sus famosas —y tristes— palabras. En el Golden Bridge, Carmen alza un pequefio relica- rio dorado como quien hace un brindis, y luego lo posa sobre una cabeza trémula. Bajo sus manos, una mujer que lleva un traje con un tefiido anudado se echa a temblar y acaba prorrumpiendo en lagrimas. A diferencia de las reliquias cristianas, que tienden a pare- cer macabras, las budistas son bastante gratas a la vista. Se presentan, en su mayoria, en forma de piedrecillas pareci- das a gemas, que se forman, segtin dicen, al incinerar a una persona santa. Recuerdan un poco a los Peta Zetas, o al Adorar a Buda por la peana 79 caramelo deforme que sale de tanto en tanto de un dis- pensador, y aunque, segun la creencia, son la esencia de un alma iluminada, el proceso para obtenerlas es muy fisico: hay que pasar por un tamiz las cenizas de los recién falleci- dos, en busca de una sefial de que la vida perdida se ha pro- longado mis all4 de la muerte. Para la mayoria de las tradiciones religiosas que vene- ran los recordatorios fisicos de los justos, es la vida lo que confiere valor tanto espiritual como material—a sus des- pojos materiales. Es esta transferencia de valor, del todo a las partes, lo que nos ha dado la comprensién de lo que es una reliquia. En el cristianismo, siempre ha sido el santo el que hace a la reliquia, una operacién que fomen- t6 la idea de una santidad portatil y duradera, la cual con- tribuyd como pocas a la expansién de la fe por todo el mundo romano y ms all de sus fronteras. En el budismo, en cambio, puede ser la aparicién de una reliquia lo que convierta a alguien en santo. En el folclore tibetano abundan los relatos de sabios anénimos que pasan sus dias sin que nadie reconozca su eminencia y a los que a su muerte se llora como a reyes, tras descubrirse entre sus cenizas joyas que revelan su condicién de iluminados. Segtin Carmen Straight, el fendmeno se sigue produ- ciendo hoy en dia. Me habla de un hombre que fue a ver el Heart Shrine Relic Tour en Hong Kong. Su mujer habia muerto hacia poco, y la habia incinerado. Luego, contaba, llevé sus cenizas a la costa para lanzarlas al agua. Cuando las sacé de la urna y las esparcié al viento, vio que estaban cuajadas de gemas de todos los colores, y las oy6 caer al agua con la sonoridad de piedras mientras las ceni- 80 Huesos sagrados zas que también contenja la urna se elevaban en el aire. Al principio le entristecié haber perdido la prueba de que su mujer fue una gran santa. -Pero entonces le pregunté —dice Carmen-: «éSabe qué ocurrié? Que su iluminacién se esparcié por el mar, y ahora cubre el mundo entero». Esas reliquias hacen mds bien alli donde estén que si el hombre hubiera podido conservarlas, Esto no quiere decir que los cadaveres de quienes ya eran reconocidos en vida como santos no merecieran atenciones especiales. Desde sus comienzos, el budismo, como el cristianismo, confié en las reliquias de los vene- rados como fuente transportable de santidad, como car- tas de presentacién que los misioneros llevaban consigo a tierras remotas. Segtin el Mahaparinibbana-sutta, el texto sagrado budista que da testimonio de los ultimos dias de Buda, el iluminado en persona aprobé la veneracién de sus restos mortales. Dice la tradicion que entre varios de sus discipulos se distribuyeron pelos, dientes y fragmen- tos de hueso para repartirlos por estupas erigidas a todo lo largo y ancho de la tierra. Al cabo de nada habia en circulacién cientos, si no miles, de pelos supuestamente pertenecientes a Buda. Pero, si estos restos sirvieron rpidamente de guia para la expansi6n de la nueva fe, del mismo modo fueron causa de conflictos. El inconveniente era que, en la cultura de la que nacié el budismo, el pelo y las ufias se consideraban sub- productos del proceso digestivo. Eran, en otras palabras, material de desecho. En los albores del budismo, las reli- quias no dejaban de verse como excrementos. Adorar a Buda por la peana 81 Para evitar la idea de que los santuarios que se erigian a la emergente religién estaban, literalmente, llenos de heces, los autores de los sutras orquestaron una campafia propa- gandistica: Buda estaba tan por encima de la existencia humana comin que hasta sus deyecciones eran sagradas. En otras palabras, que la mierda de Buda no apestaba. Sdlo sobre la base de este planteamiento pudo desarrollarse la veneracién de las reliquias budistas. Y sin reliquias de Buda y sin discipulos que hicieran de embajadores, es posible que no hubiera llegado a propagarse la fe. Asf pues, desde un punto de vista histdrico, la presen- cia de los restos de Buda en un centro de yoga de Hollywood no resulta tan insélita. En el budismo, la idea misma de la veneracién surgié dando por hecho que las reliquias viajarian. En cambio, el concepto global de la gira si es una novedad, al destinar objetos de devocién ances- trales al servicio de una moderna campaiia de financiacién de un proyecto. Tal vez la utilizacién de reliquias para recaudar fondos sea una tradicién que se remonta a los dias de la primera catedral de la cristiandad, pero el Heart Shrine Relic Tour presenta la particularidad, entre las empresas religiosas de estas dimensiones, de valerse de la mistica de las reliquias para atraer a los ajenos a la fe. La paternidad de la idea de construir el buda mas gran- de de todos los tiempos se atribuye al difunto lama Thubten Yeshe. Nacido en el Tibet en 1935, estudié en monasterios de ese pais hasta 1959, fecha en que, como dijo él en cierta ocasién, «China nos indicé amablemente que era hora de que abandon4ramos el Tibet y saliéramos a conocer mundo», 82 Huesos sagrados Tras ser testigo del fin de dos mil afios de budismo en su patria, el lama Yeshe llegé a la conviccién de que se avecinaba el momento de la venida de Maitreya Buda, también llamado el quinto, o el futuro, Buda, que no se esperaba que apareciera hasta que el mundo empezara a olvidar las ensefianzas del anterior. Antes de morir en 1984, el lama concibié un correlato concreto del regreso mistico de Maitreya, pero no llegé a dejar instrucciones ni un plan para materializar su visién.* Actualmente esté al frente de la tarea el lama Zopa Rinpoche, un monje nepali. Bajo su liderazgo espiritual, el proyecto ha establecido alianzas de orden muy practico con firmas internacionales de arquitectura e ingenieria. Las declaraciones oficiales con que éstas manifestaban su compromiso con el proyecto son indicio de las tensiones que pueden surgir facilmente cuando las exigencias teo- ldgicas tienen que explicarse en el lenguaje de los nego- cios. Los arquitectos responsables, del estudio londinense Aros Ltd., expresan este desajuste con jerga completa- mente criptica: «En raz6n de la complejidad que entrafia * Un afio después de la muerte del lama Yeshe, se descubrié en Espafia su reencarnacién, de quien se espera que, cuando haya completa~ do sus estudios, retome la labor del difunto donde él la dejé. El descubri- miento no resulté dificil: el bebé reconocido como la reencarnacién del lama Yeshe era hijo de dos de sus alumnos. Los documentos promocio- nales del Proyecto Maitreya dan cuenta de las credenciales del pasado y futuro lider de la organizacion explicando que «su alumbramiento habia sido llamativamente r4pido e indoloro, y era tan apacible que no lloraba nunca, ni aunque tuviera hambre». /N. del T.: Esta informacion debe ser actualizada: el joven Osel Hita se fugé del monasterio a los dieciocho afios, se declara agnéstico y estudia cine. Véase www.elmundo.es/elmun- do/2009/05/30/espana/1243716606.html.] Adorar a Buda por la peana 83 el disefio del Proyecto Maitreya, el estudio Aros est4 desarrollando una experiencia enorme en el campo de la comunicaci6n extranet y la interoperabilidad». La empre- sa de disefio Mott MacDonald, por su parte, ante las implicaciones estructurales de un reinado milenario del Maitreya Buda, promete «estudios especiales» sobre cémo podrian afectar a la corrosi6n de las estructuras de acero y a la durabilidad del hormigén en el transcurso de los préximos mil afios el cambio climéatico, los vientos extremos y los terremotos. La empresa de ingenierfa eco- logica Fulcrum Consulting barre descaradamente para casa en sus consideraciones sobre lo que supone cons- truir un buda del tamafio de un rascacielos en mitad de la nada: «La ausencia de infraestructuras preexistentes nos brinda la oportunidad de desarrollar la sostenibilidad del proyecto sobre una tdbula rasa. Es decir, que podemos partir de cero, sin la necesidad de condicionar los disefios a la incorporacién de sistemas existentes». Ademis de conducir el proyecto de la fase visionaria a la practica, el lama Zopa lo doté con las estrellas de su espectaculo ambulante. Cedié el grueso de las reliquias para su exhibicién publica en 2001. Para entonces, la coleccién incluia ya, ademas del surtido multicolor de piedras crematorias parecidas a gemas que constituyen la forma mds comin de reliquia budista, un hueso con todas las de la ley: un trozo de espinilla que en su dia per- tenecié —en el sentido més personal del término— al padre del Proyecto Maitreya en persona, el lama Yeshe. La esquirla pardo-amarillenta, que fue hallada entre sus ceni- zas después de haber sido incinerado, en 1984, tiene 84 Huesos sagrados aproximadamente las dimensiones y la forma de un cabo de lapiz al que se ha sacado punta. Como tantas reliquias, ha recorrido més kilémetros muerto que vivo. Mientras formaba parte del lama Yeshe en vida, la espinilla perma- necié enclaustrada tras los muros de un monasterio durante casi cincuenta afios. Como parte del Proyecto Maitreya, ha visitado cuarenta paises de los cinco conti- nentes, cumpliendo con una agenda de viajes inagotable que arrancé en 2001. Por més que la pierna del lama Yeshe y las otras reli- quias consigan dar publicidad al proyecto y Ilenar el cepi- Ilo, la documentacién promocional explica que una esta- tua colosal de Buda requiere, como no podia ser de otra manera, algunos donantes importantes. En la tradicién de las vidrieras de las iglesias y las arcas de la tora de las sinagogas, cada fragmento de la estatua de Maitreya Buda se promueve como un regalo que puede llevar el nombre del donante. Por veinticinco millones de délares, uno puede patrocinar la cabeza. Las manos se van a seis millo- nes y medio cada una, y los pies a cinco y medio. También podemos patrocinar alguna de las figurillas de tres centimetros de altura que custodiaran la sala llamada Santuario del Millén de Budas, con una donacién reco- mendada de cien délares por cada una. Quizé sea demasiado cinico preguntarse si no se trata de una elaborada estafa espiritual. Al fin y al cabo, el budismo es una fe més prdctica que tedrica. Invita a sus devotos, metaféricamente, a renunciar a sus riquezas. Es una apuesta. Uno no sabe hasta que se muere si ha lleva- do la vida virtuosa que convierte en relucientes reliquias Adorar a Buda por la peana 85 los restos humanos, de modo que entretanto mis vale que el karma respalde sus palabras. Si no se puede res- ponder a un envite de cien délares, siempre se puede ir con una médica apuesta minima: cada fragmento de unos tres centimetros cuadrados de las planchas chapadas en bronce que cubriran la estatua de los pies a la coronilla sale a sdlo diez pavos. Esa parece ser la aportacién més popular entre los donantes de la escala en el Golden Bridge de la gira de las reliquias. Cuando pregunto a los yoguis y otros entusiastas que hacen cola, son pocos los que conocen o se interesan por la estatua que se estd erigiendo en la otra punta del mundo. Lo que realmente hacen los aficionados al yoga es comprar las reliquias para si mismos durante unas horas. La finalidad de toda esta empresa les importa mucho menos que lo que las reliquias les comunican. Aunque hayan veni- do buscando algo «real», se van satisfechos con sentirse, como me dice mas de uno, «realmente bien». Esa noche, en el Golden Bridge, cuando la visita del Heart Shrine Relic Tour toca a su fin, me uno a la custodia de las reliquias y a un pufiado de voluntariosos estudiantes de yoga para cargar sus tesoros en la furgoneta. Carmen Straight y yo cogemos la réplica a escala del buda mas grande del mundo por sus piernas de nifio, la subimos al asiento del pasajero y le abrochamos el cintu- rén cruzado sobre el pecho. -En avién también va asi—me dice Carmen. «¢Y las reliquias?», me pregunto. ¢Se confiaban los preciados trozos del lama Yeshe y demas sabios budistas 86 Huesos sagrados alos mozos de carga y el personal de los aeropuertos, con la posibilidad de pérdida del equipaje? ~Ah, no. Las Ilevo en una bolsa de mano —dice Car- men-. Asi van mas cémodas. Estoy a punto de despedirme de Carmen e I Fung cuando me dicen que antes de dejar la ciudad tienen que hacer una tiltima parada. Entre los que se sintieron «real- mente bien», al menos en la medida en que puede dedu- cirse de unos jadeos, aullidos y meneo de rabos, estaban los destinatarios no humanos de la bendicién de las reli- quias. Las mascotas eran bienvenidas en el Golden Bridge, y Carmen Straight no vacilaba si le tocaba impo- ner el relicario de Buda sobre cabezas peludas y hocicos himedos. A los perros no parecfa que les molestara, pero al menos un gato reaccioné a la bendicién como si de un bafio se tratara, cosa que, en un sentido espiritual, quiz4 no estuviera tan lejos de la realidad. E] amante de los animales mas entregado que visité en Hollywood la exposicién era una especie de duendecillo barbudo llamado Allan Mootnick. Le emocionaron tanto la visita a las reliquias y el poder que percibié entre ellas que volvié para invitar a Carmen a que las llevara a cono- cer y bendijera con ellas a unos amigos suyos. —Estaremos aqui todo el fin de semana -le habia dicho Carmen-. ¢No podrian venir ellos? —Les encantaria —dijo Mootnick-, pero no puedo dejarlos salir de la jaula. Mootnick tenia una reserva de gibones en el limite de la ciudad con el desierto. A lo largo de sus viajes como primatélogo, explic6, habfa visitado muchos paises bu- Adorar a Buda por la peana 87 distas. Cada vez que iba a uno, intentaba llevarse a casa dos cosas: un ejemplar de la especie local de gibones y una figura de Buda; més de una vez habia vuelto en avion de Asia con budas en el equipaje y gibones en cajas de transporte de animales. Ahora que tenia a todos sus gibones y budas reunidos en un lugar no lejos del Golden Bridge, le encantaba la idea de que las reliquias fueran a visitarlos. Carmen decia que la gira tenfa que ponerse en marcha otra vez, pero tuvo la impresién de que las reliquias querian ir. —Lo que tienes ahi viene de tierras budistas, sera como un reencuentro —dijo. El dia siguiente amanecié claro, y de buena mafiana me hallaba con Carmen e I Fung en la furgoneta salien- do de Los Angeles para adentrarnos en el desierto. Aparcamos junto a una combinacién de tela de alambre, lonas y cemento que parece un decorado de Mad Max, no muy seguros de haber acertado con el sitio hasta que baja- mos las ventanillas. Los gibones chillan y aéillan como nifios en el recreo que se han atiborrado de chocolate y se ven per- seguidos de pronto por una jauria de perros. Los gibones agitan las jaulas, golpean cazos y cuencos y sueltan largas sartas de gritos: iWup, wup, wuup, wup! Mootnick nos recibe en la puerta y quita el candado a una serie de cadenas que tienen el doble propésito de que los gibones no salgan y la gente no entre. Cuando entra- mos en el recinto, el griterfo pasa de sonoro a cataclismi- co —iwuuup! iwup! iwuup! iwuuup!-, como una escan- dalera en un aparcamiento repleto de coches tocando la bocina a todo meter. 88 Huesos sagrados —tAsi que ha traido las reliquias? -pregunta Mootnick. Carmen asiente mientras despliega un maletin de viaje especialmente disefiado con tela acolchada de seis 0 siete colores vibrantes: un cubrerrelicarios. Explica que el maletin contiene una seleccién elegida para la ocasi6n y que va a hacer una «bendicién al paso» a fin de que «todos los animales puedan disfrutar de sus efectos benéficos», Mientras andamos, Mootnick no deja de comentar la reacci6n de los gibones a la bendicién y a la presencia de las reliquias en general. Practicamente cada dos palabras, le interrumpen los alaridos psicéticos de las criaturas enjauladas. —Si te paras a pensarlo... dice Mootnick. —iWuup, wup, wuup! -replican los gibones. -... tanto los primates como las reliquias proceden de paises... —iAyayayayayaya! budistas. Asf que tiene que haber alguna... —iBaa-waa-waa-waa-WUUUP! —... afinidad entre ellos. -Es posible —dice Carmen. ~iAchiachiachiachi! —Bueno, decididamente, ya no gritan igual —dice Mootnick-. Escuchen eso. Los que nunca hemos escuchado la locura de la con- versacion de los gibones no tenemos mas remedio que dar por buena su palabra. ~¢Normalmente no arman tanto escandalo? -pregun- ta Carmen. Adorar a Buda por la peana 89 —Ah, normalmente el escdndalo que arman es mucho mayor. Se nota que las reliquias les calman. Se suben a las paredes, se columpian en cuerdas y se lanzan de un lado a otro dentro de Ja jaula. Al final, llega- mos a un cercado donde reina el silencio. ~Este parece saber que estén aqui las reliquias —dice Carmen. -En realidad -dice Mootnick-, éste lo que esta es dis- gustado porque hay un macho nuevo cerca. —Me acusa con la mirada—. Son muy territoriales. Le ve a usted y sdlo ve mds competencia por las hembras. Eso no le gusta un pelo. Si nos acercamos mis, tenga cuidado. —éNo cree que le calmen las reliquias? -pregunto. -Yo no me fiarfa —dice él. 3. Prepucios, listos, ya No siempre que va uno en busca de reliquias las encuentra yo me he encontrado santuarios cerrados por obras, otros perdidos en la historia y algunos con guardias bloqueando la entrada-, pero en general estamos més cerca de lo que nos creemos de gente que las tiene en la cabeza. Ese parece ser el caso ahora. Voy en el asiento trasero de un Lincoln de camino a un nuevo aeropuerto, el de Nueva York esta vez, cuando el chofer se vuelve hacia mf; es el intento de charla intrascendente més extrafio que recuerdo. ~Y équé piensa usted de los huesos de Jestis? Lleva en la oreja el auricular de un dispositivo de manos libres y grita mirando a la ventanilla, por lo que al principio no estoy seguro de si estd hablando conmigo. Podria estar igualmente hablando de arqueologia del si- glo I con su supervisor 0 con su mujer. Entonces su mira- da se cruza con la mia en el retrovisor. —Los han encontrado —dice-. éNo se ha enterado? El periédico que tiene al lado lo cuenta todo. Esta hablando del reciente anuncio de que el arquedlogo is- raeli Simcha Jacobovici aseguraba haber encontrado una tumba singularmente polémica. El cineasta James Ca- meron habia hecho un documental sobre el asunto, de modo que la noticia habfa atraido, si, una atencién titdni- ca. A 110 por hora, sorteando el tr4fico en una curva cerrada en plena autopista, me cuestiono si merece la pena precisar que el arquedlogo, de hecho, no ha encon- 94 Huesos sagrados trado propiamente huesos, sino sélo osarios, «cajas de huesos», o que estudiosos del mundo entero han mani- festado de forma abrumadora su escepticismo ante la posibilidad de que en esas cajas se hayan guardado alguna vez los restos de Jestis y de su familia. El chéfer, sin embargo, parece creer a pies juntillas toda la historia y no quiero contrariarle. Cuando nos metemos, por un pelo, entre un camién con remolque y una divisoria de hormigén de la autopista, me preocupa que vocear mis dudas sobre la tumba de Jestis aumente la probabilidad de que mi propia «caja de huesos» acabe siendo un coche gris antracita con asientos de cuero. No necesito decir nada. Pronto se hace evidente que, para el chéfer, tanto da que entre el polvo de la Ciudad Santa se haya encontrado una cosa u otra. Mientras él acelera y yo me pongo el cinturén, justifica su interés por los huesos de Jestis contandome una histo- ria de abandono de la practica como creyente y de la per- sistencia de una fe inamovible. Me dice que su mujer y él deciden cuanto gastarse en Navidad y luego dan la mitad a comedores de beneficencia. («Asi la comida nos sabe mejor», explica.) Luego me entero de que conoce a un tipo que antes tenia una pierna més corta que otra, pero que una milagrera le tocéd y le devolvié la integridad. -No es broma, amigo. Lo vi —dice-. Le crecié la pier- na cuatro centimetros. Parados en un seméforo delante de un hospital con el nombre de Misericordia —una coincidencia tan perfecta que me produce una sensaci6n surrealista de desorienta- cién-, se vuelve y me explica: Prepucios, listos, ya 95 —Luego, la milagrera me tocé a mi una rodilla mala. —Me mira fijamente a través de los cristales coloreados de sus gafas—. Y yo también me curé. Al ponerse el semaforo en verde, vuelve a la conduc- cién, ya con algo menos de intensidad. Parece transpor- tado por sus recuerdos. Hasta repite su argumento, como si hablara solo: —Se lo juro: tenia la rodilla mal y me curé. Entonces lo comprendo, de golpe. No estamos hablan- do ya de los huesos de Jestis. Hablamos de sus huesos. No hablamos de las pruebas forenses que pretende aportar un documental. Hablamos de un hombre y de la gente a la que quiere, del tipo de vida que intenta vivir. éPor eso andaba yo recorriendo el mundo en busca de reliquias? En parte si, desde luego. Como quienes ocuparon hace siglos los osarios excavados en Jerusalén, y como cual- quier santo del que sdlo quede un cachito, la vida espiritual de los demas s6lo podemos conocerla a través de indicios y suposiciones. La fe convierte a las personas en un misterio, y las historias acerca de la fe pueden recordarnos a veces lo poco que sabemos los unos de los otros. Después de circular unos minutos por el carril lento, mi chofer regresa de su ensofiacion espiritual. En lo que queda de trayecto, su manera de conducir es de nuevo veloz y temeraria. Agarrado al reposabrazos del asiento trasero, vuelvo a interesarme por su relato, ¢De verdad le curé una milagrera? —Si, aunque, ésabe?, tenia mal las dos rodillas, y slo me arregl6 una —dice-. Pero eso es otra historia. 96 Huesos sagrados Ciudad de historia, de fe y de muerte, Jerusalén tiene sin embargo menos reliquias de lo que cabria suponer. La habi- tan profundas ausencias: casi todo lo que una vez la hizo santa ha desaparecido o ha sido derribado; ahora es tinica- mente la sombra reconstruida de lo que en otro tiempo fue. Hoy, las atracciones espirituales mas populares de la ciudad se visitan precisamente por lo que ya no son: el Muro de las Lamentaciones conmemora el templo del judaismo, dos veces destruido; la mezquita de la Ciipula de la Roca sefiala el lugar de la ascensi6n a los cielos de Mahoma: la «Roca» alude a aquella a la que se subié el profeta para montar su caballo alado; y la iglesia del Santo Sepulcro es singularmente famosa por ser una tumba que lleva vacfa aproximadamente 715.819 dias y sdlo estuvo ocupada tres. Jerusalén, que fue en su dia la capital mun- dial de las reliquias, esté hoy muy por detras de Roma, e incluso de Pittsburgh.” De esto tienen parte de culpa las cruzadas. Cada vez que a los europeos se les metia entre ceja y ceja que debian rei- vindicar Tierra Santa, lo que mayormente tenian en mente era reclamar las riquezas que creian que atesoraba. Después de sitiar las tierras de infieles donde podian encontrarse los origenes de su fe, los ejércitos de devotos cazatesoros deja- ban tras sf nifios drabes de ojos azules y volvian con el mayor numero de recuerdos que podjan cargar. Entre los siglos X y * En justicia, cualquier ciudad excepto Roma esté actualmente por detras de Pittsburgh en numero de reliquias. La capilla de San Antonio, en el barrio de Troy Hill, proclama que sélo el Vaticano alberga una coleccién superior a la suya. Fundada en el siglo x1x por un sacerdote que recorrié Europa comprando restos de santos en casas de empefio, presu- me de tener mas de 5.000 reliquias. Prepucios, listos, ya 97 XI, desaparecieron de las iglesias de Jerusalén la Vera Cruz (que ciertamente no lo era), la Lanza del Destino (destina- daa aparecer, andando el tiempo, en al menos una docena de lugares) y algunas de las muchas cabezas de Juan el Bautista. Estas reliquias de Tierra Santa estaban especialmente coti- zadas porque el episodio en que cada una de ellas se convirtié en objeto de trascendencia religiosa est claramente registra- do en las Escrituras. La Vera (o Verdadera) Cruz en que Jestis fue crucificado es, naturalmente, crucial en los cuatro evangelios; la Lanza del Destino, con la que un soldado romano le hirié mientras moria, se menciona en el Evangelio de san Juan; y el momento en que la cabeza de Juan el Bautista fue separada de su cuerpo -convirtiéndose asi en reliquia— se narra en Mateo, Marcos y Lucas. Seguin el relato de los evangelios, Salomé, hija del rey Herodes de Galilea, bailé una noche para su padre ebrio, quien qued6 tan com- placido que le prometid cumplir cualquier deseo suyo. Ella le pidié la cabeza del Bautista y le record6é que habia dado su palabra, por lo que Herodes no tuvo mis remedio que acce- der. Es fAcil imaginar la fascinaci6n que semejante historia —que mezcla lo sensual, lo sangriento y el respeto a la palabra dada- ejerceria sobre el comiin de los cruzados. El deseo de hallar en Jerusalén la cabeza del Bautista era tan ferviente que no menos de cuatro hicieron el camino de regreso a Europa. Tal vez el paralelismo que algunos analistas y politicos sefialan entre las cruzadas de antafio y las guerras de hoy nos conduzca a creer que las incursiones europeas en las tierras que hoy conocemos como el Oriente Préximo se libraron en nombre de la difusién de un determinado siste- ma de creencias o estilo de vida. El hecho es, no obstante, 98 Huesos sagrados que la intencién de los reyes y papas responsables no era entrar en guerra con el islam, ni con los infieles en general. Esa conexién moderna no explica hasta qué punto las cru- zadas se emprendieron por las reliquias. Cualquier historia- dor contaria las cruzadas entre los acontecimientos deter- minantes del milenio pasado; pero éstas habrian sido incon- cebibles de no haber sido por el valor que el imaginario colectivo de la cristiandad otorgaba a las reliquias. La propia Jerusalén estaba considerada como un inmenso relicario. Se gané esa reputaci6n con ayuda de la madre del primer soberano cristiano del Imperio roma- no. Elena, madre de Constantino, viajé a Tierra Santa por la misma raz6n por la que, seiscientos afios mas tarde, seguirian sus pasos los cruzados: para llenarse los bolsi- llos de botin sagrado. Entre sus primeros y mas impor- tantes hallazgos estuvo supuestamente el de una cueva que albergaba tres cruces, segtin la tradicién local, los ins- trumentos de la muerte de Jestis y de los dos ladrones que fueron crucificados con él. El triple hallazgo no podia sino plantear una adivinanza. Tres objetos idénticos, de los que, sin embargo, sdlo uno podria considerarse sagra- do. éCuél de ellos no era como los demas? Para resolver el dilema, Elena indic6é a una mujer enferma que viajaba en su comitiva que se tumbara suce- sivamente sobre las tres cruces, como Ricitos de Oro sobre las camas de los tres osos. Tras pasar por las dos primeras, seguia enferma, pero parece ser que a la tercera soné la flauta. Se curé de su enfermedad, y asi supo Elena cual de las cruces era la de la crucifixién del Sejior, la Ginica que interesaba. Prepucios, listos, ya 99 Huelga decir que esa cruz no se quedé en su Jerusalén. Fue de los primeros objetos sagrados en exportarse a los rin- cones més remotos del Imperio. La poblacién local no tard6 en comprender cuén escasas eran sus esperanzas de retener en la ciudad las reliquias mas buscadas, y pronto empez6 a seguir el juego. Cuando el rey Luis IX de Francia se sum6 a la caza de reliquias, el rey Balduino II, superior de la Orden del Temple que goberné Jerusalén entre 1118 y 1131, hizo gustosamente de intermediario en la compra por parte del soberano francés de la Corona de Espinas y de la enésima cabeza de Juan el Bautista. Y no eran slo los reyes quienes confiaban en adquirir reliquias con las Cruzadas. La inmensa mayoria de los que se alistaron en aquellas peregrinaciones armadas eran pobres y no hallaban sino més abusos y penurias en el curso de tan arduo viaje. Ellos no persegufan tnicamente beneficios espi- rituales —las indulgencias que prometian a los pecadores una reduccién de tiempo de purgatorio-, sino también recom- pensas materiales. Ya fuera con intencién de donarlas a la Iglesia al volver a su tierra 0 como mercancfas que vender a la primera ocasi6n, las reliquias eran a un tiempo motivacion para incorporarse a los ejércitos de los justos que se dirigian al sur y, para los que tuvieran la suerte de hacerse con algu- na, prueba de que habian emprendido la peregrinacién. Fue un dicho comin en la Edad Media que Jerusalén habia hecho ricos a muchos pobres. Habjia tanto que ganar que la oferta del mercado ori- ginal no alcanzaba a satisfacer la demanda. Tras conquis- tar dos veces Jerusalén y desvalijarla de sus tesoros reli- giosos, los cruzados dieron por agotado el pozo de reli- 100 Huesos sagrados quias de la Ciudad Santa. No les fue dificil encontrar nue- vas fuentes. Por aquella época, Constantinopla —gracias en buena medida a la madre de Constantino- tenja la colec- cién de reliquias y tumbas de santos mds importante del mundo. Era en aquel momento sede de la Iglesia bizanti- na, que més tarde se Ilamaria ortodoxa, y habia sido la Roma de Oriente durante dos siglos, desde que el cisma entre las ramas occidental y oriental de la fe partiera en dos la cristiandad. Los cazatesoros del Occidente cristiano saquearon la més santa de las ciudades del Oriente cristia- no en 1204; entre los restos que se Ilevaron se contaban otro pedazo de Juan el Bautista (su antebrazo izquierdo), el pie de san Cosme, gran parte de la Vera Cruz, pelos de la barba de Jesis, el craneo de san Esteban (el primer mar- tir cristiano) y el dedo que santo Tomas (el famoso escép- tico) metié en la herida de Jestis resucitado para asegurar- se de que era real. Para muchos, la pérdida més dolorosa fue la del cuerpo decapitado de san Juan Criséstomo. Este, un obispo del siglo IV a quien su talento para la predicacién le gané el sobrenombre de «boca de oro» (en griego, cri- sostomos), era al parecer tan terco muerto como elocuente habia sido en vida. Su cuerpo, se decia, no podia moverse del sitio sin permiso del propio difunto. Ni siquiera cuan- do el emperador Teodosio intenté trasladarlo en el afio 438, el sarc6fago en que descansaba el santo se dejé mover. El emperador se senté y escribié una carta al difunto: Santo Padre, sdlo porque crefmos que vuestro cuerpo esta muerto como estén muertos los cuerpos de otros intenta- mos moveros. Sdlo queriamos trasladaros més cerca de Prepucios, listos, ya 101 nos. Vos que nos ensefiasteis que el arrepentimiento es para todos, perdonadnos. Remitfos a nos como un presen- te, como un padre a sus amantes hijos, y dadnos el gozo de vuestra presencia. Sdlo cuando esta carta se hubo depositado sobre el atatid permitié el cadaver de Criséstomo que se le reubicara. Que los cruzados de Occidente se lo llevaran sin pedirle siquiera permiso parecié refutar siglos de tradicién religiosa oriental. En afios recientes, el Vaticano ha devuelto a la Iglesia ortodoxa reliquias emblemdticas en un esfuerzo por sanar una herida de mds de ochocientos afios. En uno de sus tiltimos actos importantes como papa, Juan Pablo II restituy6 al patriarcado ortodoxo el cuerpo de san Juan Criséstomo. «En el traslado de tan santas reliquias -escribié al patriarca de Constantinopla~ hallamos feliz ocasiOn de purificar nuestros amargos recuerdos a fin de afianzar nuestro camino a la reconciliaci6n.» Teniendo en cuenta que cientos de santos fueron lle- vados de Constantinopla a Roma, nadie habria podido reprochar a los ortodoxos que le hubieran respondido que la reparaci6n era escasa y tardia. El gesto, sin embar- go, les convenci6. En la carta del papa se leia entre lineas un eco de la escrita al propio santo siglos antes. «Perd6n ~parecia estar diciendo el pontifice-, nunca tendriamos que haber trasladado tus huesos.» No est4 previsto devolver ninguna reliquia a Jerusalén, de modo que, al menos en materia de objetos de veneracién cris- tiana, la ciudad sigue siendo algo similar a una tumba vacia. 102 Huesos sagrados A pesar de todo, uno va a Jerusalén con la esperanza de ver algo singularmente santo, sobre todo si llega en un momento en que se suceden declaraciones relativas a los huesos de Jesas. No se trataba sélo de que James Ca- meron y Simcha Jacobovici reivindicaran un descubri- miento. Al hilo del anuncio sobre el osario, una breve noticia habia asomado fugazmente en los distintos medios de comunicacién como nota al pie de la historia més ampliamente divulgada. «Investigadores cristianos —decia la informacién- llevan a cabo una excavacién en el cementerio del Monte de los Olivos, fuera de las murallas de Jerusalén, que podria arrojar luz sobre los enterra- mientos de algunos discipulos de Jess.» Seguin el periodista Mitch Ugana, residente en Israel, que redacté la nota, los hallazgos de los investigadores se habjan publicado en una revista llamada Judaistic Review. «Cuando, con mucho cuidado, movieron el olivo —decia-, encontraron una pequefia cruz blanca con la inscripcién en griego “Al Dios Iesus Christos”.» También sugeria que existia «la remotisima posibilidad de que la excavacién deparara el descubrimiento del “Santo Prepucio”, en alu- sin a la creencia histérica de que Maria, seguin la costum- bre judaica, enterré el prepucio (los “restos” retirados tras una circuncisién) de Jestis». La noticia de la aparicién de una reliquia en la Jeru- salén moderna era ciertamente intrigante, sobre todo tra- tandose de una con largo historial de desapariciones. El Santo Prepucio, el prepucio de Jesucristo, tal vez sea la reliquia desaparecida mas famosa del mundo. Se dice que fue vista por Ultima vez en 1983, en la pequefia aldea ita- Prepucios, listos, ya 103 liana de Calcata, construida en la cima de una colina; unos ladrones habrian entrado en una iglesia y huido con el relicario engastado de joyas. Una gran pérdida para la poblacién local, sin duda, pero que no fue muy llorada por la Iglesia catélica romana en su conjunto. Y, en todo caso, no habia demasiados motivos para agobiarse: antes de esta reciente desaparicién, la reliquia se habia perdido tantas veces como habia reaparecido. El robo forma parte de la tradici6n de las reliquias tanto como su veneracién. Como sefiala Patrick Geary en Furta Sacra: Thefts of Relics in the Central Middle Ages, el robo de reliquias desempefié en su dia una funcién social que iba mucho mis allé del hecho de que un caco se Ile- nara los bolsillos con ganancias ilicitas. Geary sabe de lo que habla: catedrético de Historia en la Universidad de California-Los Angeles, ha escrito ademas Living with the Dead in the Middle Ages y articulos académicos de referencia en el estudio de las reliquias, como The Humiliation of the Saints." Como objetos de valor incalculable, las reliquias cons- titufan una forma de valor de cambio extraordinaria. * La chumillacién de los santos» venia a ser lo que la misma expresin sugiere. En los monasterios medievales, cuando las cosas marchaban bien, los monjes, naturalmente, alababan y daban gracias a los santos de los que poseian reliquias por su buena fortuna. Cuando las cosas no iban tan bien, Jos monjes no seguian ese corolario de la regla 4urea que reza: «Si no puedes decir nada bueno, no digas nada. Geary expone cémo los frailes cristia- nos del siglo x1 participaban regularmente en rituales en los que insulta- ban y maldecfan a las reliquias que tenfan a su cargo; las sacaban de sus relicarios, las tiraban por el suelo y se dedicaban como buenamente po- dfan, mediante sutiles alteraciones del tono en su recitado de las oracio- nes del dia, a insultar y «castigar» a los santos. 104 Huesos sagrados Ademas de ser botin de guerra durante las cruzadas, ser- vian como regalo, se ofrecian como dote y se intercam- biaban por prestigio, influencia y acceso a determinadas instancias. Durante siglos -mucho més tiempo de lo que lleva el délar valiendo el papel en que se imprime-, las reliquias fueron la verdadera divisa del reino. En un principio, eran sélo los ricos y quienes tenfan buenos contactos eclesidsticos los que recurrian a «tra- tantes» de reliquias, como preferian denominarse los ladrones. Posteriormente, a medida que la demanda se extendié a la versién medieval de las clases medias, com- prar una reliquia o dos fue poniéndose al alcance de todos. A cualquier nivel, era un negocio. Habjia, por supuesto, aficionados, como la ferviente dama portugue- sa que se llevé de un mordisco los dedos de los pies de san Francisco Javier, pero también personas mucho mas pragmiticas: «profesionales», como los llama Geary. «Los ladrones de reliquias operaban de modo muy parecido a otros comerciantes», escribe. Algunos «organizaban periédicamente caravanas que cruzaban los Alpes en pri- mavera y hacian la ronda de las ferias mondsticas». La mayoria de los tratantes «comerciaban con una gran variedad de mercancias, y, si surgia la oportunidad, afia~ dian las reliquias a sus existencias». En un lapso de tres afios de la década de 830, el mas intrépido de los tratantes de reliquias, Deusdona -nom- bre que en latin significa, muy apropiadamente, «dador de Dios»- robé y consiguié vender trozos de santos tanto famosos como ignorados, entre los que se conta- ban Alejandro, Castulo, Concordia, Emerenciana, Prepucios, listos, ya 105 Fabidn, Felicisimo, Felicidad, Mauro, Panfilo, Papia, Sebasti4n, Urbano y Victoria. Buena parte de la Ciudad Eterna se habia levantado sobre una gran necr6polis. Deusdona, que tenia un conocimiento enciclopédico de las tumbas de Roma, la coseché como si de su huerto particular se tratara. Luego se dedicé a vender su cose- cha, como quien va a una feria agricola en un dia de ve- rano. «Desde un punto de vista mercantil, las reliquias eran una magnifica mercancia para el comercio -prosigue Geary-. Eran pequefias y de facil transporte, ya que cuer- pos enteros de santos que habjan muerto hacia siglos eran poco més que polvo y un pufiado de huesos que podian lle- varse en una bolsita. Como codiciados articulos de lujo, reportaban pingiies beneficios con una modesta inversi6n de capital.» Naturalmente, a veces ni siquiera exigifan inver- sién alguna. Alla donde viajaran los tratantes de reliquias a vender su mercancia hallaban una provisién abundante de cuerpos nuevos, santos algunos, otros no. Como podria confirmar cualquier tratante de reliquias o vendedor de coches de segunda mano, no era sélo el comerciante el que sacaba un beneficio. Una reliquia robada otorgaba un cierto caché a la comunidad, ya fuera un monasterio, un convento o la poblacién que rodeaba una iglesia. Era tan ventajoso dar la impresién de que en una comunidad la fe era poderosa que se recurria a los medios que fueran necesarios para hacerse con reliquias. Un monasterio francés llegé al extremo de cambiarse el nombre para anunciar al mundo que habia ampliado su tesoro, Con su nuevo apodo, Charroux —que significa 106 Huesos sagrados «carne roja»-, llegarfa a convertirse en uno de los ceno- bios mds renombrados de Europa. Surgié incluso una literatura sobre cémo y cuando habia sido robada una reliquia. El término formal para el traslado de una reliquia de una iglesia a otra era «traslacién» (en latin, translatio). Las translationes constituian un género de cartas medie- vales en que se daba cuenta de la retirada de reliquias de un lugar y su entrega en otro. Incluso cuando una reliquia habia sido adquirida por medios completamente legiti- mos, a veces se pergefaba una historia para imprimir a los huesos en cuestién una patina no de muerte, que ya te- nian, sino de devocién tan grande que fuera capaz de desafiar cualquier peligro. Y, naturalmente, se considera- ba que el lugar donde la reliquia aparecia era el que Dios habia sefialado. La historia tiende a juzgar desfavorablemente el robo. Ni siquiera Geary, que en general manifiesta su simpatia por los ladrones de reliquias, puede evitar un veredicto severo: «En el mejor de los casos, los ladrones eran peris- tas de clase alta; en el peor, saqueadores de tumbas». Pero también eran como corredores de bolsa o tratantes de materias primas. Prestaban un servicio valioso pasando activos de una mano a otra; a veces en contra de los deseos de la primera mano, pero ya se sabe que hacer negocios no es facil. En cualquier caso, el premio compensaba sobrada- mente los riesgos, y no era la menor de las razones que las mercancias en cuesti6n pudieran obtenerse con poco mas que una pala y un mapa de los cementerios de Roma. «Lo més jugoso de todo —observa Geary- era que, a raiz de las dificultades de comunicacién entre las comunidades impli- eR rience nie Sa 5 aeeepn neediness: Prepucios, listos, ya 107 cadas, el cuerpo de un santo popular que ya habia sido ven- dido podia volverse a vender a otro cliente.» Tal vez el aspecto més intrigante de la economia de las reliquias que durante tanto tiempo prosperé en la Edad Media sea que, oficialmente, su trdfico esta estrictamente prohibido en la tradicién cristiana. La infraccién tiene incluso nombre propio: simonija, es decir, compraventa de objetos y oficios sagrados. El término procede de un pasaje de los Hechos de los Apéstoles, en el que un falso hacedor de milagros llamado Simon el Mago ve a los dis- cipulos de Jess comunicar el poder del Espiritu Santo mediante la imposicién de manos. Sim6n el Mago ofrece dinero al apdstol Pedro y le ruega: «Dame también a mi este poder, para que puedan recibirlo aquellos a quienes yo imponga las manos». La réplica de Pedro —«Perezca contigo tu dinero, pues has pensado que puede comprar- se el don de Dios»— establecié la posicién oficial de la Iglesia sobre el mercadeo de bienes espirituales. En un principio, la simonia no comprendia el trafico de reliquias, sino sélo la venta de los sacramentos, es decir, de las siete bendiciones de la Iglesia catélica san- cionadas oficialmente y controladas eclesialmente. En los tiempos en que ser miembro del clero se consideraba garantia de una vida regalada, la ordenacion sacerdotal era el sacramento que més cominmente se ponja en venta. Tan generalizada estaba la practica que se prohibié tres veces: la primera, en el afio 451, en el Concilio de Cal- cedonia; luego, en 1179, en el tercer Concilio de Letran; y una vez mas en 1545, en el Concilio de Trento. A medi- da que la posesién de reliquias iba volviéndose tan codi- 108 Huesos sagrados ciada como el sacerdocio, empez6 a imputarse el cargo de simonja también a los traficantes de huesos. La ley canénica establece simple y llanamente que est4 estrictamente prohibido vender reliquias sagradas, pero, por suerte para los mercaderes, hay una laguna juridica. Aunque las reliquias no pueden comprarse ni venderse, sf se pueden donar, y pueden recibirse donaciones a cam- bio. De esta forma, las restricciones a la simonia tuvieron un efecto inesperado sobre el mercado. Como cualquier dependiente de una tienda de modas puede atestiguar, los articulos que no llevan etiqueta con el precio son los mas caros de todos. La cuestién de cuanto valen realmente las reliquias me ronda la cabeza mientras aterrizo en Jerusalén y trato de orientarme. Sélo cuento con una copia impresa del apun- te informativo de Mitch Ugana para guiarme en mi inten- to de localizar algin rastro del divino prepucio en Tierra Santa. El dnico lugar mencionado en la historia, el Monte de los Olivos, tenia que ser facil de encontrar. La tradi- ci6n sostiene que se encuentra junto al huerto de Getsemani, donde oré Cristo la noche anterior a su cru- cifixion. Esté del lado més alejado de la Ciudad Vieja, par- tiendo de la casa del amigo con quien me alojo, por lo que mi primera caminata me conduce a través del corazén de los noventa kilémetros cuadrados mAs santos y sangrien- tos del mundo. Es normal que uno se pierda en Jerusalén intentando seguir el camino mis recto de un punto A a un punto B. No lo es tanto que alguien que se haya perdido por sus 3 Prepucios, listos, ya 109 calles sinuosas vaya a parar directamente a la iglesia del Santo Sepulcro. Tal vez se deba a mi tendencia a seguir a las multitudes de peregrinos cantores siempre que se cru- zan en mi camino. Si va uno buscando reliquias, parece razonable que una multitud de peregrinos sea la estrella que le marque el rumbo. De hecho, el Santo Sepulcro guarda una gran relacién con la tradicién cristiana del robo de reliquias. Conforme a la leyenda, la iglesia se fund6 en el curso del viaje que hizo en el siglo 1v Elena, la madre de Constantino. La mayor parte de los tesoros que reunié los mandé a Constantinopla. Los demas los guard6 aqui, en su alma- cén de reliquias particular. La iglesia abunda atin en frutos del expolio, pero nin- guno de ellos es de la variedad corporal. Lo que no impi- de que entre estos muros se llegue a veces al cuerpo a cuerpo. Como la propia Jerusalén, el Santo Sepulcro esta precariamente dividido y permanentemente en disputa. Su misma estructura sugiere una colaboracién entre arquitectos enemigos: en una secci6n, una puerta de cris- tal conduce a una moderna capilla, decorada con escultu- ras de metal del siglo xx e iluminada con luz eléctrica; en otra, oscura madera y piedra macizas se ven veteadas de negro tras dieciséis siglos de lumbre de velas. La iglesia, que comparten equitativamente monjes de confesién catélica, ortodoxa y armenia, ha sido escenario en tiem- pos recientes de frecuentes refriegas y peleas a pufietazos, cuando no de auténticas batallas campales: todos dispu- tan por qué pertenece a cada cual dentro del recinto con- sagrado. 110 Huesos sagrados Estas tensiones resultan comprensibles si considera- mos que el lugar es todo él una inmensa reliquia: hasta su Ultimo recoveco fue presuntamente tocado por Jesus, ya fuera en sus tltimos momentos o cuando fue depositado en la tumba. El emplazamiento de la crucifixién, el Gélgota —«el lugar de la calavera»-, se halla a la derecha segiin se entra, subiendo por unas escaleras de piedra que se atiborran de fieles poco antes del mediodia; al parecer, a todos los guias de la ciudad les gusta coronar con un cli- max su recorrido matinal antes de dar licencia a los turis- tas para que vayan a comer. La tumba misma —el Santo Sepulcro— est4 unos veinte pasos més alla. La proximidad del lugar de la crucifixién y el del en- terramiento esta en manifiesta contradiccién con los textos biblicos y carece de toda verosimilitud histérica, pero a nadie parece preocuparle. Deambulo por las cavernosas capillas y galerias de la iglesia hasta haberme cerciorado de que no hay, en efecto, ninguna reliquia corporal. Luego doy con un sitio en el que sentarme a releer la resefia de Mitch Ugana sobre el prepucio, y la estudio como si fuera el mapa de un tesoro enterrado. Parece que me he ido a sentar demasiado cerca del sec- tor ortodoxo de la iglesia, porque un monje de aspecto adusto, envuelto en varas y varas de pafio negro, no me quita los ojos de encima. Quiz4 no le parezca lo bastan- te ortodoxo, y que haya elegido un asiento en su cua- drante le caliente la sangre. Da igual. Vuelvo a concentrarme en las palabras de Mitch Ugana. Me pregunto si estaria él presente cuando los arquedlogos «con mucho cuidado, movieron el olivo». Prepucios, listos, ya ut €Qué habria visto? ¢Qué le habia llevado a mencionar la tradicién judia de enterrar el despojo de la circuncisién? Pasa rozdndome una nube de paiio oscuro, y me pre- paro para recibir un rapapolvo. Cuando alzo la vista, sin embargo, veo que no se trata de un hosco monje dis- puesto a echarme de la seccién ortodoxa, sino de tres mujeres musulmanas que pasan con prisas. Las tres visten abayas hasta los pies, que sdlo puntualmente dejan entre- ver unas zapatillas mientras cruzan répidamente la nave. Resulta imposible adivinar qué edad tienen las dos que llevan la cara totalmente cubierta, pero el velo de la ter- cera esta suelto y le enmarca el rostro alrededor de las mejillas. Aparenta unos veinte afios, pero por la forma en que corren las tres, cogidas del brazo, bien podrian ser adolescentes atin. Las observo fascinado mientras posan haciéndose fotos. Se van turnando con la cémara: cada tres fotos, la que lleva la cara descubierta retrata a las dos que la ocultan. De pronto me sorprende observandolas. Viendo que no aparta la mirada, levanto las manos y hago ademén de apretar un botén con el indice de la derecha, en un gesto, espero que universal, que significa: «¢Queréis que os saque yo una foto?». Las chicas se miran unas a otras, luego me miran a mi y luego unas a otras de nuevo. La del velo apartado asiente animada- mente con la cabeza al tiempo que me tiende la cdmara. Les hago una foto al pie de las escaleras que conducen al Gélgota. Las dos que van tapadas del todo suben las esca- leras primero, dejando a la otra sola por primera vez desde que han entrado en la iglesia. Quiz4 porque sus recatadas amigas se han alejado por un instante, tiene un 112 Huesos sagrados arranque de descaro y decide, al parecer, que encontrarse con un completo desconocido al pie de la colina en que crucificaron a Cristo es una oportunidad excelente de practicar su inglés. —tQué le trae por Jerusalén? -pregunta con voz entre- cortada. —He venido a ver una cosa —digo. Ella mira a un lado y a otro: no hay moros en la costa. -Yo también estoy viendo. Seguramente ha entendido que estoy viendo monu- mentos sin més, igual que ella; pero creo detectar un tono conspirativo en su voz, como si fuéramos cémplices. En todo caso, estoy bastante seguro de que no buscamos la misma cosa. Pero, antes de que pueda preguntarle, sale corriendo. No deja de tener su gracia que nadie sepa qué pasé con el prepucio de Jestis, porque en tiempos llegaron a circular mas de doce. Iglesias y monasterios de toda Europa —de Francia, Italia, Alemania, Bélgica y Espafia— aseguraron en un momento u otro estar en posesién de uno de ellos, pese a que cada institucién estaba perfectamente al tanto de las pretensiones de las demés. Algunos comentaristas medievales llegaron a sugerir que el pedacito de piel se multiplicaba, por gemacién, tal vez, o quiza por algin otro tipo de reproduccién celular mds acorde con su aspecto sonrosado y como de gusano. Otros aventuraban que no se requeria replicacion alguna: era facil que hubie- ra miltiples reliquias auténticas del prepucio si éste se habia dividido en trozos pequefiitos. : Prepucios, listos, ya 113 Tanto los defensores de la hipétesis de la multiplica- cién como los de la divisién se sentirfan respaldados por la circunstancia de que desde los primeros dias de la tra- dici6n cristiana parece que hubo al menos dos prepucios en danza. De uno se hacia eco santa Brigida de Suecia en sus populares Revelaciones, donde contaba que la Virgen Maria lo lucié a modo de joya todos los dias de su vida. La propia Virgen se lo dijo a Brigida en una vision. Antes de su asuncién a los cielos, le explicé, se quité del cuello el prepucio de su hijo asesinado y se lo dio a san Juan Evangelista, quien a su vez se lo transmitié a su comuni- dad de discipulos. Suponiendo que el mohel* de Jestis no hiciera mas cor- tes de los prescritos, el otro relato sobre los origenes del prepucio contradice abiertamente la historia de Brigida. Este proviene de una fuente més antigua, el apécrifo Evangelio de santo Tomés, que trata sobre todo de la infancia de Cristo: Y cuando fue llegado el tiempo de su circuncisién, que es al octavo dia, en que la Ley dictaba que el nifio fuera cir- cuncidado, lo circuncidaron en una cueva. Y laanciana hebrea cogié el prepucio [otros dicen que cogié el cordén del ombligo] y lo preservé en una caja de alabastro con aceite de espicanardo. Y tenfa la mujer un hijo que era boticario, y le dijo: «Cujidate mucho de vender esta caja de alabastro con “Término hebreo con que se designa a la persona que practica la cir- cuncision o brit milab. [N. del T.] 114 Huesos sagrados ungiiento de espicanardo, aunque te ofrecieren por ella trescientos denarios». EI boticario, siendo un buen chico judfo, tendria que haber hecho caso a su madre. Sin embargo, segiin narra mis tarde el Evangelio, la caja de ungiiento y el prepucio que contenfa se vendieron posteriormente nada menos que a Maria Magdalena. Habra quienes pongan en duda esta historia, no ya por la asombrosa coincidencia circu- lar, sino también por su procedencia. El Evangelio de Tomas es uno de los muchos textos escritos por los pri- | meros seguidores de Jestis que por diversas razones —entre ellas su dudosa fiabilidad- no se incorporaron al acervo establecido de la literatura cristiana. Sin embargo, el ungiiento mencionado aparece también en otros escri- tos. Segtin los textos canénicos (es decir, las narraciones_, del Nuevo Testamento), unos treinta y tres afios después | de la circuncisién, Maria Magdalena compré aceite para ungir a Jess. Si podemos creer a las fuentes apécrifas, | hizo esa adquisicién en la tienda del mismo hombre al; que tantos afios antes se le habia confiado un pedacito del Salvador. Si advirtid o no que algo flotaba en el aceite | cuando lo compré, ni el Evangelio apécrifo ni los cané- | nicos nos lo dicen. ! En cualquier caso, por una u otra de estas proceden- cias, se crefa que se habfan preservado para la posteridad | los diversos sagrados prepucios. Luego, sin embargo, se | las arreglaron divinamente para pasar desapercibidos. A pesar de que la obsesién por las reliquias se extendid desde la Esmirna de Policarpo hasta el ultimo rinc6n de Prepucios, listos, ya 115 la cristiandad, no volvié a mentarse el Santo Prepucio en siete siglos y medio, mds o menos. La primera mencién hist6rica de la reliquia se remonta al afio 800, en que el santo emperador romano Carlomagno obsequié con él al papa Leén II. En este punto, la historia vuelve a diversificarse, ya que tres leyendas rivalizan por explicar c6mo, de entrada, llegé la reliquia a manos de Carlomagno. La historia que le gustaba contar al propio emperador era que, en el curso de una visita a Jerusalén, un coro de Angeles le recibié en el Santo Sepulcro y le confié a él personalmente la onza de piel humana mis preciada del mundo. Es de presumir que favoreciera esta versién porque la otra explicacién, menos milagrosa, planteaba interrogantes que preferia evitar. Lo més probable es que el prepucio se lo regalara, con motivo de su coronaci6n, Irene de Atenas, empera- triz de Bizancio. No se trataba de un simple gesto amis- toso. Como mujer gobernante en un mundo pronun- ciadamente masculino, confiaba en apuntalar su poder mediante un matrimonio con Carlomagno. Puede que un trozo cercenado de piel del pene tuviera una significacién distinta en el afio 800, pero a la luz de la sensibilidad con- tempordnea parece un extrafio regalo de compromiso. Carlomagno decliné la propuesta, pero se quedé con el regalo. Dadas las significativas diferencias entre el cardcter milagroso de una explicacion y el prosaico, sérdido inclu- so, de la otra, no es de extrafiar que alguien buscara un término medio. (Cémo adquirié Carlomagno el prepu- cio? Un hombre misterioso entré un dia en la catedral 116 Huesos sagrados que el emperador habia erigido y se lo dio, ni mas ni menos, en una bolsita de cuero. Segtin los eruditos estu- dios que la historia del prepucio generé, esa bolsa de cuero no sélo guardaba un Ilamativo parecido con un escroto, sino que inspiré la moda de la época. Puede que hoy Jas bulbosas mangas fruncidas de la aristocracia fran- cesa nos parezcan afeminadas, pero en su dia tenian jus- tamente el significado contrario. Eran un indicio muy obvio de virilidad. De un modo u otro, los prepucios de Jestis entraron en el territorio y el imaginario europeos y se convirtieron de inmediato en una de las reliquias mds populares y comentadas. Eran, al fin y al cabo, el tinico vestigio fisi- co, corporal, de Jestis. Poseerlos era como tener linea directa con un poder y una autoridad incontestables. Cuando Carlomagno obsequié al papa con ese prepucio estaba, en realidad, haciéndole saber quién mandaba. Si era suya la potestad de regalar una reliquia tal, también era suyo el poder. Como principal arquitecto de lo que llegaria a ser Europa occidental y, por tanto, potencia Gnica en el medievo, Carlomagno tenia reliquias de sobra. La cate- dral de Aquisgran (en lo que ahora es Alemania), donde, segtn las crénicas, recibid el prepucio, ya albergaba algu- nas de las mds importantes de la época: los pafiales de Jestis, el lienzo que Ilevé en la cruz y el vestido de Maria, su madre, se conservaban todos en el tesoro de Aquisgran. Mas adelante, el propio Carlomagno se suma- ria a la coleccién. Murié en el 814 y fue sepultado en la iglesia que habia ordenado construir. Ciento ochenta y Prepucios, listos, ya 117 seis afios después de su sepultura, su sucesor Ot6n III abrié la cripta y lo encontré sentado muy derecho, con una Biblia abierta en el regazo. El cuerpo, aseguraria Otén mis tarde, estaba totalmente intacto, a excepcién de la nariz, que al parecer se le habia desprendido. Dice la leyenda que Ot6n metié la mano en la boca del muerto, le sac6 un diente y salié de la tumba. Luego, como acu- ciado por la necesidad de un trato justo, ordené pegar una nariz forjada en oro al rostro, por lo demés in- corrupto, de Carlomagno. Es dificil imaginar, para un hombre que reivindicaba la propiedad del prepucio, un final mds plagado de simbolismo freudiano. Otros reivindicaban un tipo distinto de propiedad. Santa Brigida es sdlo una de las muchas misticas medievales -todas monjas— que refirieron que el prepucio se les habia aparecido en visiones. Algunas, como la célebre santa Catalina de Siena, se imaginaban llevandolo en el dedo a modo de alianza; otras, como la mistica austriaca Agnes Blannbekin, se lo comian. Pero no eran més que visiones. Dadas las codiciadas cualidades milagrosas del prepucio, no es de extrafiar que las autoridades eclesidsticas decidieran custodiar la reliquia fuera del alcance de las monjas. El pre- pucio que se conservaba en la abadia benedictina de Coulombs, en Francia, fue enviado a Inglaterra en 1421 para ponerlo junto al lecho nupcial de Enrique V. En raz6n, segtin parece, de las circunstancias de la concepcién del propio Cristo, se pensaba que la presencia del prepucio garantizaba un embarazo. Del dulce olor que desprendia se decia que propiciaba un parto facil al cabo de nueve meses. Fueron muchas las reinas que recurrieron a sus poderes. 118 Huesos sagrados EI destino de los prepucios de Jestis se complicé al declinar la Edad Media. Primero, el prepucio del que pre- sumia la abadia de Charroux (que era la «carne roja» que le daba nombre) fue destruido por los hugonotes en las guerras de religidn que ensangrentaron Francia. Luego desaparecié el prepucio romano, cuando Carlos V saqued la ciudad en 1527. Y eso no fue nada en comparacién con los ataques teoldgicos de que fue objeto. Aunque el valor de semejante reliquia era evidente para el comin de los creyentes medievales, la idea de que un trozo de la carne «plenamente humana, divina plenamente» de Jesus siguiera presente en algun rincén de la Tierra planteaba un enigmaa los profesionales. A Cristo se le suponia resi- diendo en el Cielo en la plenitud de su perfeccién. Si asf era, écémo podia faltarle alguna de las partes con las que naci6? A los cristianos que crefan que la alianza que se ponia de manifiesto con el ritual judfo de la circuncisi6n habia sido reemplazada por la alianza del bautismo, se les planteaba un problema mayor: éestaba Jestis en el Cielo con un pene judio? La respuesta que implicaba la pervivencia del prepucio era intolerable para muchos. El prepucio incomodaba tanto a algunos cristianos que se le consideré la mas judia de las reliquias, poco adecuada por tanto para ser objeto de adoracién cristiana. El hecho de que el judaismo, por norma general, no venere reliquias, no era muy relevante. Entre el espectro de las cristianas, esa tirilla de piel era un recordatorio de la tradicién de la que el Salvador, y en con- secuencia la fe que inspiraba, procedfan. Naturalmente, esta interpretaci6n no hizo sino intensi- __ ES eee = a Prepucios, listos, ya 119 ficar la polémica en torno a su sustancia y significacion. Habia quien alegaba que el prepucio no debia entenderse en absoluto como piel, sino més bien como algo parecido al pelo o las uiias que Jestis se habia cortado a lo largo de su vida, 0 a sus excrementos. Era natural que un cuerpo plenamente humano se desprendiera de tales cosas, aunque fuera también plenamente divino, de modo que en realidad el prepucio no merecia discusién alguna. Alto ahi, decian otros. Cuando Cristo ascendié al Cielo, tuvo que ascender con él cualquier cosa que hubiera dejado en la Tierra, y su prepucio elevarse hasta las nubes aleteando como una mariposa. Esta conviccién recibié una patina cientifica en el siglo xvul, cuando Leo Allatius, erudito y custodio de la Biblioteca Vaticana, propugné que el prepucio habia tras- pasado las nubes y Ilegado al espacio exterior, y no se detu- vo (al parecer expandiéndose) hasta Saturno, donde se convirtié en el anillo, recién descubierto por entonces, del remoto planeta. Ningin otro prepucio podia haber armado tanto albo- roto. En raz6n de los presupuestos teolégicos relativos al cuerpo de Jestis, cualquier parte de él suscitaba cuestiones que no planteaban otras reliquias. Y, por la posicién cen- tral de Jestis en la fe, cualquier parte de él estaba cuajada de significacién y potencial para la polémica. Esto lo conver- tfa en un blanco facil para las burlas cuando la considera- cién de las reliquias cambié de signo, La mayor parte de los prepucios fueron victimas de la historia y las revoluciones, tanto religiosas como politicas: un triste final para una reli- quia tan ubicua en su dia que habia llevado al gran azote de Roma, Juan Calvino, a preguntarse cudn grande era el 120 Huesos sagrados miembro del Sefior para que se pudiera recortar doce veces sin que se agotara la fuente. Llegado el siglo xx, los doce -mds 0 menos- trozos del prepucio habian quedado reducidos a cuatro, tres de ellos en la basilica romana de San Juan de Letran, la aba- dia benedictina de Charroux (el suyo reaparecié mediado el siglo xx) y la Colegiata de Amberes. Una cuarta igle- sia -en el municipio italiano de Calcata— presumia de cus- todiar la reliquia aunque llevase sin exponerla desde el siglo xvi. Cuando por fin abrié su sanctasanctérum y la ofrecié a la veneracién publica, lo hizo con tanta ostenta- cién que Calcata pas6 a ser conocida como la sede del verdadero prepucio. Esta moderna prominencia de la ciu- dad como hogar del prepucio la hizo también blanco de todas las burlas. Fue fuente de irénicas reflexiones reli- giosas para James Joyce, que dedica varios parrafos del Ulises a despellejar el significado del prepucio. Hallan- dose en un urinario junto a Leopold Bloom, Stephen Dedalus se fija en el miembro de su amigo circuncidado y no puede evitar pensar en el problema de la integridad sacerdotal de Jesas circuncidado... y la cuesti6n de si el divino prepucio, la alianza carnal de la Santa Iglesia Catélica Apostdlica y Romana, que se conserva en Calcata, era merecedor de simple hiperdulia o del cuarto grado de latria que se dispensa a la ablacién de excrecencias divinas tales como el pelo o las ufias de los pies. Prepucios, listos, ya 121 Joyce hace aqui un pequefio ejercicio de desvario verbal eclesidstico, parodiando el lenguaje doctrinal y sus distin- ciones bizantinas. Se llama latria a la adoracién debida especificamente a Dios 0 a Cristo; se denomina culto de hiperdulia al que se tributa a la Virgen Maria. Tal vez esté Joyce haciendo una disquisicién teoldégica: si el dogma catélico trata a la mujer como algo desgajado del hombre -del mismo modo en que Eva fue creada a partir de una costilla de Adan-, quiza habria que considerar el prepu- cio parte del aspecto femenino de Dios (Maria) mas que del masculino (Jestis). Aunque es igualmente posible que, como en buena parte del Ulises, escriba como si cobrara por palabra. Segtin sus estudiosos, Joyce habia hecho los deberes, y se habria basado particularmente en Die «hochheilige Vorhaut Christi» im Kult und in der Theologie der Papstkirche, obra del tedlogo aleman Alphons Victor Miiller. Una de las cues- tiones que més interesan a éste, y que al parecer cautivé la imaginacién de Joyce, es si el prepucio esta presente de algin modo en el momento de la transubstanciaci6n, cuan- do, segiin la doctrina catélica, la hostia consagrada se con- vierte en verdadera carne de Cristo. No sabemos si por haber atrafdo la malévola atencién de apéstatas tan infames como Joyce, el caso es que la Iglesia empez6 a restar protagonismo al prepucio, e incluso puso en duda que fuera oportuno mencionarlo siquiera. En la década de 1960 se abrié un periodo de modernizacién de la Iglesia catélica con el Concilio Vaticano II: después de él muchas de las antiguas practi- cas mas queridas por los fieles fueron declaradas «leyen- 122 Huesos sagrados das piadosas». Y el prepucio fue sefialado y desestimado como una «curiosidad irreverente». Pese a que la mencidn del prepucio se convirtié en ofensa punible en los cfrculos eclesidsticos, Calcata no renunci6 a su celebracién. Gracias a su tozudez y a su situaci6n relativamente remota, la ciudad vino a hacerse depositaria de todas las leyendas y el interés acumulados en torno a la reliquia. Cuando ésta desaparecié en 1983, los tedricos de la conspiracién sugirieron que la propia Iglesia catélica se habia hartado de verse avergonzada, como si la fe fundada en el nacimiento y la muerte de Jestis no pudiera lidiar con un vestigio de piel cortada, siendo él nifio atin, de la parte més delicada de su virili- dad. Una explicacién mucho mis sencilla serfa que, como en los primeros tiempos del robo de reliquias, el valor pecuniario pesaba ms que la fe. Se sospecha que el enjo- yado relicario del prepucio de Calcata lo robaron vulga- res ladrones y no agentes de Vaticano, y que podria haber ido a parar a una coleccién privada o haber sido despoja- do de sus riquezas y desechado, como quiz lo fue hace dos mil afios. Mi siguiente intento de plantarme en el Monte de los Olivos fracasa igual que el primero. El amigo con quien me alojo sugiere que la mejor manera de llegar al otro lado de la Ciudad Vieja no es atajar por mitad del mile- nario laberinto, sino coger un autobis. Me informa de que la linea mds cercana a su piso atraviesa un barrio conocido hasta hace poco como el Valle de la Muerte, a raiz del gran numero de atentados suicidas que en él se Prepucios, listos, ya 123 han cometido. «Pero no te preocupes —me dice-, hoy en dia la cosa esta tranquila.» Impasible, salgo del apartamento y me subo al primer autobts que para. Una vez mas, me sumerjo en la resefia de prensa sobre el posible descubrimiento del prepucio, que ahora he complementado con un pequefio archivo sobre otros intentos recientes de recuperarlo, Diez afios después del robo de Calcata, Miles Kington, humorista y personalidad televisiva britanica, viajé a Italia con idea de localizar el prepucio para la BBC. No lo encon- tr6. Mas recientemente, el autor estadounidense de libros de viajes David Farley se embarcé en un periplo similar, con idéntico resultado. La propia Calcata se ha convertido en una especie de refugio de hippies, que atrae a multitud de artistas y excéntricos, de los que no pocos llegan con una misma idea entre ceja y ceja: encontrar el prepucio podria ser una forma de pasar a la historia y chinchar de paso a una religién vieja y fastidiosa. Mientras atravesaba en el autobiis el Valle de la Muerte en un sofocante dia de verano, no podia dejar de pensar en esas intentonas frustradas, llevadas a cabo sin otra base que la «remotisima posibilidad» apuntada por Mitch Ugana. Quiz4 los cazadores de curiosidades de Calcata se hubieran equivocado. Es més, quiz4 no sdlo ellos, sino la cristiandad entera se hubiera equivocado de sitio a la hora de buscar. Por més atencién que suscitara el prepucio italiano, épodia ser que la reliquia robada hace veinticinco afios no fuera el prepucio auténtico? Te- niendo en cuenta las artes de los tratantes de reliquias en la época medieval, es ciertamente verosimil. La naturale- 124 Huesos sagrados za de las reliquias hace posible que, aunque uno piense que tiene una —aunque piense que la tiene por decuplica- do-, nunca la haya tenido en realidad. Cuando me doy cuenta de que me he equivocado de autobiis, estoy ya a varios kilémetros de la Ciudad Vieja. El conductor me informa de que, de hecho, estoy casi lle- gando al monte Herzl, lo més lejos posible de la ciudad amurallada sin llegar a salir de Jerusalén. ¢Habré algo digno de verse por aqui?, me pregunto. El me sefiala una placa escrita en hebreo e inglés: «Yad Vashem». El judaismo no tiene reliquias, pero tal vez santifique la memoria més que cualquier otra religion, y cuenta con objetos que alcanzan una intensidad espiritual que rivali- za con el contenido de cualquier relicario. Es mediodia cuando el autobtis me deja lo mas cerca que pasa de la entrada del Museo Nacional de la Memoria del Holocausto. Me alejo un kilémetro y medio de la carretera andando al lado de media docena de soldados israelies de aspecto anifiado que llevan sus rifles automé- ticos apoyados desganadamente en los hombros, como bates de béisbol. Cuando Ilego a mi destino, hace rato que tengo la camisa empapada en sudor. Mas 0 menos como el dia anterior en el Santo Sepulcro, deambulo mirando y reflexionando sobre un lugar que no tenja intenci6n de visitar hasta que ni mi coraz6n ni mi cabeza aguantan mds. Veo montajias de zapatos, paredes hechas de fotos, de rostros. De pronto, mi interés por el prepucio, en principio la mas judia de todas las reliquias, se me hace profunda y vergonzosamente estupido, si no per- verso. Estoy, de hecho, rodeado de las més judias de las Prepucios, listos, ya 125 reliquias modernas. No hay cuerpos, evidentemente; to- dos los cuerpos se han perdido. Entonces me detengo en una vitrina y veo dos trenzas rubias y perfectas. Leo la placa y me entero de que perte- necian a una nifia llamada Lili Hirsch. Su madre se las corté poco antes de que las enviaran a las dos al campo de concentracién, y las metié en una bolsa de terciopelo que habitualmente sirve para guardar el tallith, un chal de ora- cién. «Obligadas a abandonar su hogar, Rivka, la madre de Lili, sabia que no podria cuidar el pelo de su hija dice el texto informativo de la vitrina-. Le corté a Lili las dos largas coletas y prometié que se las daria a unos vecinos para que se las guardaran. Al cabo de seis semanas, Lili y su madre fueron asesinadas en Auschwitz.» Me doy cuenta de que toda reliquia es una reliquia robada. No es sélo que con toda probabilidad haya sido robada al menos una vez a lo largo de su historia, también le ha sido sustraida, de entrada, a la vida de la que formé parte. El dltimo dia de mi estancia en Jerusalén, doy por fin con él. Asentado en una pendiente cercana a la base de la coli- na que da a la amurallada Ciudad Vieja su vista privilegia- da del paisaje que la circunda, el cementerio del Monte de los Olivos es un lugar de enterramiento para los judios desde tiempos biblicos. Acoge més de cien mil tumbas; la mayor parte de su relieve natural ha sido reemplazado por lapidas y suelo rocoso. El recinto entero tiene el aire polvoriento de una excavacién arqueoldgica, como la cicatriz de una herida infligida a la tierra, pero, aun asf, 126 Huesos sagrados busco indicios de alguna excavacidn reciente. Mientras paseo entre las tumbas, los detalles de la historia que me han acompajfiado durante dias por Jerusalén comienzan a apilarse en mi cabeza. «Cuando, con mucho cuidado, movieron el olivo», habia escrito Mitch Ugana. Al ins- peccionar el irregular terreno que me rodea, se diria que hace mucho que desaparecié cualquier rastro de los oli- vos que dieron su nombre al monte. «Encontraron una pequefia cruz blanca.» ¢Una cruz? ¢Por qué demonios iban a enterrar una reliquia de Jestis cercenada al poco de nacer é! bajo el signo de su crucifixi6n? Y édénde era que se habia publicado la primera noticia de ese descubri- miento? En Judaistic Review? ¢Existe siquiera la palabra Judaistic? El suelo parece quemar mis a cada paso que doy, y el aire volverse mds espeso, hasta que se me hace casi impo- sible respirar. «éDénde est4, Mitch Ugana? -pregunto al bochorno y a las piedras-. {Dénde est4, Mitch Ugana?» Dos hombres con los que me cruzo me miran con rece- lo. Oigo que hablan entre ellos y creo por un momento que est4n diciendo lo mismo que yo: «Mitch Ugana». A punto estoy de preguntar si alguno de ellos no sera él, por casualidad. Pero observo que se esfuerzan en mirar hacia otro lado. ~Meshugenah —dice uno de ellos. Una palabra yiddish asimilada en hebreo: «loco». Me pregunto si no habré hecho el primo y, acto segui- do, si no estaré, efectivamente, loco. Mas tarde, cuando vuelva a verificar la informacién, descubriré que la pagina web que lanz6 la noticia sobre el prepucio es de una Prepucios, listos, ya 127 nueva agencia de noticias on-line que paga a los redacto- res en funcién del namero de visitas. Sus otros articulos estén sazonados con detalles extrafios —inventados tal vez— con el probable objetivo de atraer el trafico digital. éMitch Ugana? Ahora, cuando pienso en ese nombre, me imagino un antro de explotacién periodistica lleno de redactores con seud6nimo —y al menos uno con sentido del humor- produciendo articulos como churros al hilo de cualquier tema que esté en el candelero mediatico en ese momento. Al echar otro vistazo al Monte de los Olivos, com- prendo que allf no hay reliquias, sdlo un grupito de hom- bres vestidos de negro en la lejania, que se mecen como arboles jévenes azotados por el viento, presentando sus respetos a un muerto que si esta presente. ¢Y yo? Yo estoy en tierra sagrada, buscando un sou- venir. 4. No me busques las costillas Sefioras y caballeros, Juana de Arco acaba de abandonar el edificio. Un surtido de restos que tal vez pertenecieran un dia a la Doncella de Orleans, la santa mds popular eje- cutada por la Iglesia, han sido depositados en tres frascos de cristal, envueltos en fundas de tela y dispuestos en un estuche de madera clara del tamafio de una caja de herra- mientas. En una nueva etapa de lo que ya es un afio de frenético viaje, dejan las brillantes luces de un laboratorio hospitalario de la ciudad francesa de Garche para dirigir- se al atardecer de los suburbios del norte de Paris. Aunque la ciudad no traté bien a la santa en vida, hoy su efigie puede verse en las sefiales viales, en las puertas de las iglesias 0, en forma de resplandeciente estatua, bafia- da en oro y de proporciones sobrehumanas, en la plaza de las Piramides; tal vez finalmente se sienta como en casa. Primero en un tren de cercanias, y luego en el metro, surge de las tinieblas como un cadaver exhumado, pese al desafortunado hecho de que, para empezar, nunca tuvo una tumba. El doctor Philippe Charlier, que es quien acompafia a Juana, sortea la multitud que asciende del subsuelo soste- niéndola firmemente en todo momento. Es un francés joven y atractivo, con la barba rala de un hombre que intenta parecer mayor, que tiene por los muertos, por més tiempo que lleven en ese estado, el respeto propio de un médico: por eso la lleva bien encajada bajo el brazo, protegiéndola. Una vez en su elegante piso, después de 132 Huesos sagrados subir en ascensor, la deja en una mesa a la sombra de esta- tuas de Buda, ruedas de oracién tibetanas y otros recuer- dos de una vida muy viajada, todos iluminados por rieles de focos meticulosamente dispuestos. Lo que custodia el relicario de madera seria un buen afiadido a una coleccién que ya es de por si impresionante, pero Juana no tendra aqui su residencia permanente. A sus veintinueve aiios, el doctor Charlier se ha labra- do la reputacién de ser el paleopatélogo mds eminente de Francia, y tal vez del mundo. Aunque a la patologia, en general, le interesa el estudio de las enfermedades, el prefi- jo «paleo» de la profesion de su eleccién indica que a él le interesa fundamentalmente la muerte —su cémo, su cuan- do, su porqué- y lo que pueda decirnos sobre la vida, ya sea alo largo de la historia o en la actualidad. Charlier, princi- pal organizador del Coloquio Internacional de Paleopatologia y autor de Médecin des Morts [Médico de los muertos], ha abierto ademés un laboratorio consagra- do al estudio de restos humanos histéricos. —Una vez al mes, celebramos una jornada de puertas abiertas —me dice-. Porque los antropdlogos, los cientifi- cos forenses y cualquier persona que tenga restos huma- nos que desea entender pone sus huesos sobre la mesa y nosotros le decimos todo lo que podamos. Atin no hay versién francesa de Antiques Roadshow,” pero el doctor Charlier seria el hombre indicado para * Programa de la televisién britdnica, posteriormente adaptado en Estados Unidos, en el que un tasador de antigitedades acude a distintas ciudades y valora los objetos, tal vez encontrados en el desvan de casa, que los residentes quieran traerle. /N. del T.]

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