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Lucien AUGER VENCER test seess Por el Autor de «AyUCARSE A Si MISMO» Sal Terrae Coleccién «PROYECTO» ; Lucien Auger 35 VENCER LOS MIEDOS Editorial SAL TERRAE Santander Titulo del original en francés: Vaincre ses peurs . © 1977 by | Les Editions de 1’Homme / Les Editions du CIM Montréal (Canada) Traduccién: Armando Ramos Garcia © 1993 by Editorial Sal Terrae Poligono de Raos, Parcela 14-1 39600 Maliafio (Cantabria) Con las debidas licencias Impreso en Espaha. Printed in Spain ISBN: 84-293-1114-9 Dep. Legal: BI-32-94 Fotocomposicién: Didot, S.A. - Bilbao Impresién y encuadernacién: Grafo, S.A. - Bilbao COrIAUNURWNE . Fernanda, o el miedo a amar ....... . Gerardo, o el miedo a la intimidad . Hortensia, o el miedo al placer ... . Iv4n, 0 el miedo a ser impotente . . Juan y Juana, o el miedo a ser homosexual - Karl, 0 el miedo a la Soledad ......... . Lorena, o el miedo a una vida vulgar . Manuel, o el miedo a fallar a los compromisos . . Noelia, o el miedo a la autoridad . Oscar, o el miedo a ser un mal padre . Patricia, o el miedo a perder la raz6n . Quidam (Fulano) . Raquel, o el miedo a lo: . Sergio, o el miedo a afligir a los demas - . Teresa, o el miedo a perder a los seres queridos ... 158 . Urbano, o el miedo a cambiar . Verénica, 0 el miedo a equivocarse . Wenceslao, o el miedo a perder el control . . Xaviera, o el miedo al sufrimiento ffsico ... . Yago, o el miedo a Dios ... . Zulema, o el miedo a morir . Indice Introduccion... 0.06. 6c cece eee c cece ene e eee eee eeenes 9 . Las fuentes de la ansiedad ........ 15 . Cémo combatir la ansiedad y liberarse de ella - 30 . Antonio, 0 el miedo a tener miedo . 45 . Beatriz, o el miedo a no ser amada 50 . Carlos, o el miedo a fracasar 62 . Diana, o el miedo a triunfar . 68 . Enrique, o el miedo a la opinién de los demas . 73 133 139 143 148 153 scensores 163 174 179 189 —5— Anexo 1: Carta a un(a) futuro(a) «cliente» Anexo 2: Cémo me ayudo a mi mismo. Directrices Anexo 3: Cémo me ayudo a mi mismo. Ficha de trabajo . Bibliografia .. Agradecimientos Quiero manifestar mi agradecimiento a cuantos me han ayudado a escribir este libro. Y en primer lugar, a quienes han acudido a mi consulta y que, en su angustia y su sufrimiento, me han hecho el favor de no ver en mi a un terapeuta, sino a un ser humano como ellos, y cuyas con- fidencias me han permitido comprenderles mejor a ellos y a mi mismo. También estoy muy agradecido a los parti- cipantes en los diversos seminarios que he tenido la fortuna de poder animar en los dltimos afos en relacién con el tema de este libro. Los debates, a veces sumamente vivos, en los que hemos tratado de delimitar mas estrictamente la realidad, han sido para mi otras tantas ocasiones de afinar mis reflexiones y hacer avanzar mis investigaciones. Mis colegas del Centro Interdisciplinar de Montréal siguen ofreciéndome el apoyo y el estimulo que, a lo largo del tiempo, me han permitido precisar y afirmar mi pen- samiento. Frangoise Breault y Monique Robidas han colaborado en la encuesta a la que me refiero en el capitulo 22. Fran- cine Ouimet y Giséle Clément han tenido la bondad de verificar la exactitud de una serie de citas y referencias. Como ya hizo en mis libros anteriores, Jean-Marie Aubry ha tenido la paciencia de leer el manuscrito y formular una serie de observaciones sinceras y directas. Liette Bourassa me ha prestado su inestimable ayuda en la correccién de las pruebas. Y, finalmente, mi secretaria, Micheline Ran- kin, ha sabido, como de costumbre, prestarme una ayuda de la que yo no habria podido prescindir. —7— Me he esforzado por no reirme de las acciones de los hombres, ni deplorarlas, ni despreciarlas, sino comprenderlas. Spinoza Introduccion Hace unos afios, publiqué un libro titulado Ayudarse a si mismo. Una psicoterapia mediante la razén, en el que presentaba el llamado método emotivo-racional tal como habia sido elaborado por el psicdlogo norteamericano Al- bert Ellis, el cual, a su vez, se habia inspirado en deter- minados pensadores de la antigiiedad. El método emotivo-racional se basa en la constatacién de que, en la mayoria de los casos, el origen de las emo- ciones humanas se encuentra en el pensamiento y las creen- cias de cada cual. Esta constatacién permite a Ellis —como ya se lo habia permitido a Epicuro, Epicteto, Séneca y Marco Aurelio— deducir los principios de una terapia de las emociones basada en un saneamiento de los contenidos cognitivos —las creencias— del individuo. En pocas palabras, lo que esta teorfa afirma es que, si se quieren modificar las emociones, hay que apelar al pen- samiento y a la creencia, que es donde se origina la emo- cién. El asunto no carece de interés practico, porque no pa- rece exagerado afirmar que son nuestros estados emotivos los que constituyen para cada uno de nosotros lo que lla- mamos «felicidad» o «infelicidad». ;Acaso no consiste la felicidad en sentirse y estar alegre, tranquilo, creativo, amable..., mientras que, por el contrario, identificamos la infelicidad con la ansiedad, la ira y la falta de estima por uno mismo y por los demés? —9— Ayudarse a si mismo ofrecia una reflexién general sobre las emociones y proponia un método sencillo y directo de administrar la intensidad y frecuencia de las emociones desagradables e incrementar la intensidad y frecuencia de las emociones agradables. El objetivo de esta obra es mas especifico. Pretendo estudiar un tipo concreto de emocién: la ansiedad. Intentaré desmontar sus mecanismos, comprender qué es lo que la provoca, estudiar como se desarrolla, considerar sus con- secuencias en nuestras vidas y proponer unos medios prac- ticos para reducir los estragos que ocasiona. No hay que ser psicoterapeuta para constatar hasta qué punto es la ansiedad un fenémeno universal que nos afecta a todos. Sin embargo, mi trabajo me permite, por una parte, establecer unos contactos bastante intimos con quienes acu- den a mi y, por otra, constatar con mucha claridad cudn presente esté Ja ansiedad en nuestras vidas y cuantos per- juicios nos ocasiona. Puedo afirmar, sin temor a equivo- carme, que jamas, ni en mi actividad terapéutica ni fuera de ella, me he encontrado con un ser humano que no haya experimentado algin grado de ansiedad y que no se haya visto asaltado por algtin miedo més o menos preciso. La amplitud del fenémeno ha Ilevado a algunos a afirmar que la ansiedad forma parte de la «naturaleza» humana y es indisociable del hecho de existir. No quisiera adentrarme aqui en las arriesgadas vias de una discusién filoséfica: me basta con constatar que hay seres humanos menos ansiosos que otros, para emitir al menos la hipdtesis de que, si se consigue identificar su origen, quiz4 sea posible modificar esta reaccién emotiva y reducir los dafios que origina. El plan de esta obra sera, pues, el siguiente: en un primer momento, pretendo examinar los rasgos generales de la ansiedad y del miedo para, a continuacién, considerar las relaciones que se establecen entre estas y otras emo- ciones, como la hostilidad y la culpabilidad. En un segundo momento, intentaré presentar las lineas generales de una terapéutica de los temores, asi como los — 10 — elementos basicos de un metodo destinado a permitir li- berarse de los mismos, al menos parcialmente. En una tercera parte, bastante mas detallada, presen- taré, a lo largo de una serie de breves capitulos, unas cuantas reflexiones sobre un determinado ntimero de mie- dos especificos. Para permitir captar mas facilmente los elementos constitutivos de cada uno de esos miedos, re- curriré a presentarlos de una manera concreta y persona- lizada: cada capitulo Ilevara como titulo el nombre de una persona y se cefiird a estudiar los rasgos de un miedo especifico tal como ha sido vivido por una persona con- creta. Ni que decir tiene que se tratara de personas reales, aunque tendré buen cuidado en modificar la historia lo suficiente como para que nadie pueda identificarlas. Al emplear nombres que comienzan, sucesivamente, por cada una de las letras del alfabeto, pretendo simbolizar la uni- versalidad del fenémeno de la ansiedad, mds que ofrecer una lista definitiva y exhaustiva de los miedos de la hu- manidad, que, de hecho, son tan numerosos y se refieren a tan variados objetos que harian falta muchos voltimenes para describirlos. Unas palabras mas personales para quien vaya a leer este libro. Hay muchas razones que pueden llevar a leer un libro: se puede hacer para distraerse, para informarse, para cultivarse, para contentar a quien nos lo ha regalado © incluso para poder decir que se ha leido, si con ello espera uno ganarse la aprobacién de los demas. Sea cual sea tu motivacién, querido lector, desearia que la lectura de esta obra te permitiera, no s6lo comprender por qué te invade la ansiedad, la turbacién 0 el miedo, sino, ademas, pasar a la ofensiva y combatir tus miedos por medio del pensamiento y de la accién. No tengo inconveniente en que alguien pueda comparar este libro con un recetario de cocina. Todo el mundo sabe que no basta con leer, aunque se haga con suma atencién, la receta del estofado para que, como por ensalmo, el plato se haga solo. Ademas de com- prender cémo se hace el estofado, hay que reunir los —li— ingredientes de la receta y combinarlos de tal manera que Jo que salga sea realmente un estofado. Seria fantastico si bastara con comprender cémo nace y se desarrolla la an- siedad para librarse de ella. Pero no es asf: tanto en el terreno culinario como en el de las emociones, es indis- pensable poner manos a la obra y dar los pasos fisicos 0 mentales necesarios para que se verifique una transfor- maci6n de la materia o del espiritu. Si quieres librarte de tus miedos 0, al menos, reducirlos, no puedes quedarte en Ja mera comprensi6n intelectual, aunque ésta sea de gran utilidad para orientar tu accién y permitirte economizar esfuerzos. Es justamente la accién, tanto mental como fisica, la que te permitira alcanzar mas facilmente tu ob- jetivo. Me impresiona enormemente constatar, en mi trato con la gente, el reducidisimo nimero de personas verdadera- mente interesadas en ser felices. Por supuesto que todas ellas manifiestan su deseo de ser mejores, de librarse de su ansiedad y de llevar una vida més agradable, feliz y distendida; pero, cuando llega el momento de dejar de hablar de ser felices, de dejar de sofar con la felicidad, y poner manos a la obra para conseguirla, entonces todo son resistencias, declaraciones de impotencia, maniobras dilatorias y excusas de todo tipo. Es como si muchos de nosotros concibiéramos la felicidad como una especie de producto del azar cuya consecuci6n no dependiera de nos- otros en absoluto. Esperamos la felicidad mientras echa- mos pestes contra la mala suerte u otras fuerzas ocultas que, segtin nosotros, se oponen a nuestro bienestar. Nos hacemos victimas inocentes de nuestra educaci6n, de nues- tros padres, de la sociedad, de la coyuntura econémica, de la malevolencia de los dioses (0 de Dios)..., cuando no de la malhadada conjuncién de los astros que presidié nuestro nacimiento. Desgraciadamente, estas ridiculas creencias, carentes de todo fundamento, se ven reforzadas, en primer lugar, por el hecho de que nos las proponen obstinadamente los medios de informacién, que bombar- —2— dean sin cesar nuestras mentes; y, en segundo lugar, por el hecho de que los acontecimientos externos desempefian un papel real, aunque no determinante, en la presencia en nuestras vidas de la infelicidad o la felicidad. Ademas, la pasividad de muchas personas frente a los actos mentales y fisicos que podrian permitirles obtener una mayor dosis de felicidad encuentra apoyo también en un cierto «snobismo» relacionado con la ansiedad. Para algunas personas es casi un distintivo de nobleza el estar desesperadas 0 ansiosas, y quien afirma estarlo no suele ser tenido por una persona superficial, por un «bendito» que no es capaz de comprender la tragedia de existir, por un estipido que no capta los verdaderos problemas y que se complace beatificamente en su dichosa ignorancia. Aun- que asi fuera —cosa que no creo y que me apresuro a desenmascarar como un prejuicio indemostrable—, afirmo sin Ja menor vacilacién que prefiero vivir con la felicidad del estépido antes que deleitarme noblemente en la ansie- dad y el miedo de una mente ilustrada. Afortunadamente, como espero poder demostrar, es perfectamente posible conciliar la lucidez y la ausencia de ansiedad, y creo que quien se complace en esta Ultima no hace sino captar im- perfectamente la realidad o deformarla. A este respecto, son sumamente interesantes las reflexiones de Louis Pau- wels (Lettre ouverte aux gens heureux), que recomiendo vivamente. —13— 1 Las fuentes de la ansiedad El origen de las emociones Antes de abordar la biisqueda de las fuentes especificas de la ansiedad, detengémonos un momento a describir el origen de nuestras emociones en general. Lo que a con- tinuacién voy a exponer ya lo expuse con mas detalle en Ayudarse a si mismo. Me limitaré, pues, a recordarlo su- mariamente. Esta fuera de toda duda que la mayor parte de nuestras emociones, si no todas, tienen su origen en los pensa- mientos que alimentamos en nuestra mente, en las inter- pretaciones que hacemos de los acontecimientos y las per- sonas que jalonan nuestra existencia. Yo suelo utilizar el ejemplo del «metro» con quienes acuden a mi consulta, para permitirles captar este punto verdaderamente capital. Supongamos que tienes que tomar el «metro» en una hora punta. Arrastrado por la muchedumbre, consigues al fin introducirte en un vagén en el que, naturalmente, todos los asientos ya estan ocupados; de modo que te agarras a la barra y te dispones a soportar pacientemente el viaje. Cuando el tren arranca, tienes que aferrarte enérgicamente a la barra para no darte de narices con el sombrero de la sefiora que esta sentada delante de ti. En ese preciso mo- mento, sientes un violento empujén en tu espalda que, si no estuvieras habituado desde hace afios a restablecer tu —15— equilibrio, te habria hecho caer y aplastar el mencionado sombrero de la citada dama. ,En qué estado animico crees que te habrfas sentido inmediatamente después de haber sufrido tal empujén? La mayoria de las personas a las que hago esta pregunta responden que se habrian sentido fu- riosas, agresivas y hostiles hacia el causante de dicho em- pujén. Entonces les pregunto, como te lo pregunto a ti, lector: «{Cudl es la causa de tu estado animico de célera, furor y hostilidad?» Tal vez respondas, como ellas, que la causa de tu furor es el empujén que has recibido. Pero prosigamos con nuestra historia. Rojo de indig- nacién, te vuelves airadamente para decirle cuatro cosas a ese imbécil, a ese patén, a ese estipido... Pero, para tu sorpresa, constatas que la persona que te ha empujado lleva unas gafas con los cristales opacos y se apoya en un bastén blanco: es un ciego. {Qué ocurre entonces con tu cédlera y tu indignacién? «Desaparece y se transforma en compa- sién, en ldstima por ese pobre hombre, obligado a vivir en un mundo oscuro y cuyo movimiento se debid, evi- dentemente, a una torpeza perfectamente comprensible», responde la mayoria de mis interlocutores. Entonces, {a qué se debe el que esa c6lera, que hace un instante afirmabas que habia sido causada por el em- pujon, desaparezca por completo, a pesar de que el em- puj6n ya no hay quien te lo quite? ;Cémo puede perma- necer el efecto habiendo desaparecido la causa? ,No es verdad que, cuando aprietas el interruptor y la bombilla no se apaga, deduces que ésta esta conectada a un circuito distinto del del interruptor? Hay que concluir, por tanto, que no es el empujén la causa de tu célera, sino que tiene que ser otra cosa que haya ocurrido con ocasién de dicho empuj6n. «En efecto», contestaris probablemente; «pero entonces, si no es el empujén, cual es la causa de mi célera?». Para responder a esta pregunta, examina lo que ha sucedido en tu mente nada mas recibir el empujén. {Qué —16 — pensamiento te ha asaltado? ; Qué has dicho para tus aden- tros? ¢Acaso no has dicho algo asi como «;Sera bestia, el muy hijo de p...!»? Seguro que tu reaccién ha sido ésta, u otra muy parecida (cada cual tiene su propio repertorio de expresiones personales para verbalizar sus valoraciones e interpretaciones de las cosas y las personas). Pero, cuan- do has constatado que se trataba de un ciego, qué es lo que te has dicho? «Bueno..., algo asi como ‘‘pobre hom- bre..., no lo ha hecho adrede..., bastante desgracia tie- ne... ». {Te das cuenta de cémo ha cambiado tu interpretacion de un momento a otro? ;Te das cuenta, ademas, de que también han cambiado tus emociones, en consonancia con ese cambio de interpretacién? ;No seria razonable concluir que no ha sido el empujén lo que te ha encolerizado, sino més bien esas frases que, con la rapidez del pensamiento, has introducido en tu mente a raiz del empujén? Tal vez me digas: «De acuerdo; pero lo cierto es que, si la causa de mi enojo reside en los pensamientos que me han asaltado a raiz del empujon, entonces éste tiene ne- cesariamente que haber desempefiado un papel importante en la produccién de mis emociones, porque, si yo no hu- biera sido empujado, probablemente no habria experimen- tado tal emocién». Y yo te respondo: «Exacto. El empujén es la ocasién que desencadena tu emocién». Es vital no confundir la ocasion con la causa, aun cuando suele ser bastante dificil establecer la diferencia entre ambas. Puede que otro ejem- plo te ayude a captar esta distincién. Imagina que te encuentras a la orilla de un lago y que observas a un hombre de pie en una embarcacién en el centro de dicho lago. De pronto, ese hombre cae al agua y se ahoga. ;Cual es la causa de que se ahogue? Te equi- vocas si respondes que la cafda en el agua 0 el agua misma. Si asi fuera, habria que concluir que toda persona que cae al agua se ahoga necesariamente, cuando eso, en realidad, —17— s6lo es cierto —en igualdad de condiciones— en el caso de las personas que no saben nadar. Por consiguiente, la verdadera causa de que ese hombre se ahogue es que no sabe nadar, y el agua no es mas que la ocasion. Naturalmente, el efecto (el ahogamiento) sdlo puede producirse cuando la causa y la ocasién confluyen. El que no sabe nadar s6lo es vulnerable en el agua; en tierra firme, es imposible que se ahogue. Lo cual no obsta para que podamos afirmar que, si ese hombre no hubiera caido al agua, no se habria ahogado, de la misma manera que es legitimo afirmar que, si no hubieras recibido el empujén enel «metro», no te habrias encolerizado. Pero no es menos cierto que tanto el agua como el empuj6n no son mas que sendas ocasiones, y que las verdaderas causas del aho- gamiento y del encolerizamiento residen, respectivamente, en la incapacidad de nadar del hombre de la embarcacién y en las ideas que han asaltado tu mente. Tal vez se te ocurra que, si las ideas causan las emo- ciones, entonces podria afirmarse que los acontecimientos causan las ideas, segin el esquema siguiente: causa ‘causan Acontecimiento a NN wee NN emociones Si té tienes razon, habria que concluir que los mismos acontecimientos producen las mismas ideas en la misma persona o en personas diferentes; lo cual no es cierto. Piensa en las diferentes reacciones emotivas que se pro- ducen en personas que son testigos de un mismo aconte- cimiento. Tu mujer, tu hijo y ti mismo estdis viendo una misma pelicula en la television. En el momento en que la herofna est4 a punto de ser descuartizada con una sierra circular en el laboratorio del horrible doctor Mabuse, tu mujer emite grititos de espanto, ti te enfadas con ese sa- — 18 — dico, y a tu hijo de diez afios no parece interesarle mds que saber el didmetro de la sierra. Un mismo aconteci- miento y, sin embargo, tres reacciones emotivas distintas y, légicamente, tres diferentes percepciones de un nico hecho. Debo concluir, por consiguiente, que cada uno de los que participan en esa experiencia produce sus propias percepciones y sus propias ideas a partir de lo que él mismo es, de sus intereses, de sus prejuicios, de sus habitos y de sus percepciones anteriores, y que la escena de la pelicula no sirve mas que de desencadenante. Si aplicamos esta teoria general de la fuente de las emociones a una emoci6n especifica, como puede ser la ansiedad o el miedo, podremos concluir ya que no son las cosas o las personas la causa de nuestra ansiedad, sino mds bien las interpretaciones que nos formulamos a no- sotros mismos de esas cosas y personas, las frases que interiormente nos decimos a nosotros mismos con ocasion de los diversos acontecimientos de nuestra vida. La fuente de la ansiedad Si es asi, {qué puede decirse a sf mismo alguien que tiene miedo? ,Y alguien que experimenta la ansiedad? Pues pue- den decirse cosas en parte semejantes y en parte diferentes; lo cual explica que ambos efectos emotivos sean distin- guibles, por mas que muchas veces se emplee indistinta- mente un término u otro para designar ambas emociones. Pongamos un ejemplo concreto que nos permita dis- tinguirlas. La sefiora Lopez tiene miedo, mientras que la sefiora Pérez experimenta ansiedad, siendo asf que la oca- sién de su emocion es la misma para ambas: el conducir un automévil. Cuando piensa que tiene que conducir, la sefiora Lépez se dice a si misma cosas como éstas: «Conducir conlleva riesgos: puedo sufrir un accidente y perder la vida o quedar gravemente herida; también puedo causar dafios a otras — 19— personas... Mas vale, por tanto, que conduzca con pru- dencia, que me abroche el cinturén de seguridad, que no pise demasiado el acelerador, que respete el cédigo de circulacién y que vaya con mil ojos para protegerme de Jos ‘‘domingueros’’. Ahora bien, yo soy capaz de hacer todo eso; no hay ninguna raz6n objetiva por la que yo no pueda conducir un automédvil como es debido». Se habr4 observado que la reaccién emotiva de la se- fiora Lopez es una reaccién de miedo frente a la percepcién correcta de unos peligros reales. Pues bien, ese miedo no es en modo alguno nocivo; al contrario: hace que la sefora L6pez actie de una manera apropiada y conduzca correc- tamente. Si la sefiora Lépez no sintiera miedo alguno, podria esperarse que cometiera mil imprudencias suscep- tibles de causarle infinidad de inconvenientes. El] miedo es, pues, una reaccién emotiva sumamente Util para todos y explica en buena medida el que sobrevivamos (yo no tengo la menor duda de que, si en toda tu vida no hubieras sentido miedo, ahora no estarias leyendo este libro). Del mismo modo que el dolor fisico constituye un indicio de que algo no funciona debidamente en nuestro organismo y de que ha llegado el momento de ir al médico, asf también el miedo nos mueve a realizar gestos saludables; quien no siente miedo antes de lanzarse a unas aguas desconocidas desde lo alto de una roca corre serio peligro de partirse la cabeza. El miedo le obligar4 a comprobar prudentemente, antes de lanzarse, si bajo la superficie de las aguas se esconde o no alguna roca. El miedo obliga también al alpinista a equiparse con cuerdas y clavos, del mismo modo que el miedo a carecer de lo necesario obliga al trabajador a ahorrar y a procurarse un buen seguro. La ansiedad se diferencia del miedo en que la persona que la experimenta afiade a cuanto acabamos de decir una visién de si misma que le hace considerarse una persona incompetente e incapaz de hacer frente de manera cons- tructiva a un peligro real. Es el caso de la sefiora Pérez, que, ante el mismo hecho de tener que conducir su auto- — 20 — mévil, no sdlo se dice a sf misma que ello conlleva un peligro real y que conviene ser prudente, sino que, ademas, afiade estas o parecidas consideraciones: «Con lo estipida y despistada que yo soy, seguro que voy a tener un terrible accidente. Soy totalmente incapaz de hacer las cosas bien al volante, y jamds seré capaz de conducir como es debido. Como soy una persona fundamentalmente inepta e incom- petente, es inevitable que, si me empefio en conducir el automOvil, antes o después se produzca una catdstrofe». Evidentemente, la sefiora Pérez afade un nuevo ele- mento a lo que se decfa para sf la sefiora Lépez: su visién de sf misma, no s6lo como actualmente incompetente (cosa que puede ser cierta), sino, ademd4s, como fundamental- mente incompetente, como naturalmente incapaz de apren- der y perfeccionarse, como irremediablemente destinada a ser una pésima conductora. Lo cual es a todas luces in- verificable y constituye un prejuicio imposible de demos- trar. Aunque parezca increible, en un grupo de terapia he oido a una mujer afirmar con una conviccién inquebran- table que, si volviera a tener un accidente de trafico (ya habfa tenido tres en poco tiempo), tendrfa la prueba irre- futable de que no estaba hecha para conducir. Una minima reflexién basta para darse cuenta de que sus tres accidentes tal vez demostraran que en ese momento quiza no estuviera capacitada para conducir, pero en modo alguno demuestran que jamds pudiera llegar a dominar esa técnica. Es éste un ejemplo tipico de esas famosas «profecias» que basta con anunciarlas para que se conviertan ineluctablemente en realidad. Las profecias ineluctables Es éste un fenédmeno que merece una cierta atenci6n, por- que nos permitira comenzar a explorar los efectos de la ansiedad. Como acabamos de ver, la persona ansiosa suele de- cirse a si misma, no s6lo que es incapaz de hacer frente —21— al peligro (real o ficticio), sino que, ademés, jamds podra hacerlo debidamente. Este pensamiento acarrea una ansie- dad més o menos pronunciada, segtin sea, por una parte, la magnitud y la inminencia del peligro previsto y, por otra, la firmeza y claridad con que la persona hace la prediccion. La ansiedad, a su vez, provoca, como todas las emo- ciones, una serie de reacciones perfectamente conocidas, tanto fisicas (palpitaciones cardiacas, oleadas de calor, su- dores, alteracién del ritmo respiratorio...) como mentales (confusién mental, ideas obsesivas, disminucién general de la capacidad de reflexionar licidamente y de modo realista...). Ese conjunto de fenédmenos fisicos y mentales influye, a su vez, en el comportamiento externo concreto de la persona que padece la ansiedad. Los reflejos fisicos se ven afectados; los gestos pueden hacerse bruscos 0, por el contrario, ralentizarse hasta la exasperacion... Es evidente que la realizacién de la accién se hace entonces ms dificil, que los riesgos de equivocarse aumentan y que, por con- siguiente, los peligros que teme la persona y que le pro- vocan la ansiedad tienen mds probabilidades de hacerse realidad concreta. Asi, si la sefiora Pérez, por ejemplo, se habla a si misma como hemos visto més arriba, su ansiedad puede perfectamente hacerle incurrir en verdaderas tor- pezas al volante de su automévil y provocar los accidentes que tanto teme. Es muy posible que, entonces, la sefiora Lépez, con ocasién de un nuevo accidente, se sirva de tal circunstancia para afirmarse con mayor conviccién atin que siempre ser4 incapaz de conducir; y asi sucesivamente. Nos hallariamos entonces en presencia de un verdadero circulo vicioso: las ideas causan la ansiedad - la ansiedad acarrea comportamientos inapropiados - estos comporta- mientos causan accidentes - los accidentes son ocasién de nuevos pensamientos del mismo tipo que los primeros... Y vuelta a empezar... —2— a an i Accidente Ansiedad “ ‘Comportamientos inadecuados —_ No es dificil ver que la ansiedad, lejos de producir los efectos preventivos y profilacticos del miedo, ocasiona, por el contrario, reacciones en cadena cuyo efecto global es nocivo para la persona. EI etiquetaje («labelling») Como puede constatarse, el procedimiento mental de la sefiora Pérez consiste en otorgarse a si misma un «diploma» de incompetencia congénita como conductora. De este modo, comete un error Idgico que puede tener graves con- secuencias y que consiste en deducir la existencia de una caracteristica estable a partir de un determinado nimero de acontecimientos. Un procedimiento, por cierto, al que la mayor parte de la gente se entrega con sorprendente entusiasmo: piense el lector en el némero de veces, pro- bablemente incalculable, que ha proferido frases como «jHéctor es un inepto!», «jJavier es inutil para las mate- maticas!», «jErnesto es un homosexual!» «jE] marido de Alicia es un animal!», «; Yo soy imbécil!», «jArturo es un criminal!»... El nimero de estas frases es infinito, y apos- taria algo a que todos nosotros nos entregamos a este juego decenas de veces al dia, tanto con respecto a nosotros mismos como con respecto a los demas. Cada una de estas frases, como puede constatarse facilmente, afirma la exis- tencia, en la persona de que se trate, de una caracteristica estable, de un «rasgo de personalidad» relativamente in- mutable; y es que todas estas frases incurren en un deter- minado uso del verbo ser, decretando que tal persona no sdélo actia de tal o cual manera, no s6lo realiza tal o — 23 — cual gesto, sino que, ademés, estd constituida de tal forma que sus actos se derivan de determinadas caracteristicas de su ser. Evidentemente, este empleo del verbo «ser» parece abusivo. Estrictamente hablando, todo lo que ti sabes de esas personas y de ti mismo es que acttian de tal o cual manera. Sabes, por ejemplo, que Héctor no ha conseguido atin jugar al golf sin enviar diez veces la pelota a los Arboles, no que sea incapaz de hacerlo mejor algin dia. Puedes saber que Javier falla uno de cada dos problemas de algebra, pero no puedes imaginar que no sea apto para las matematicas. Puedes constatar que Ernesto se acuesta con hombres, en vez de con mujeres, y que afirma preferir ese modo de sexualidad a cualquier otro; pero, si tt afirmas que, consiguientemente, es homosexual, sdlo puedes ha- cerlo por definicién, y, como todo el mundo sabe, una definicién no prueba nada. Tal vez el marido de Alicia pegue a su mujer con la regularidad de un metrénomo; pero afirmar que es un animal presupone que jamds podra hacer otra cosa que pegar a la pobre Alicia, del mismo modo que la vaca s6lo puede dar leche y no whisky. Si tt sueles calificarte de imbécil, no s6lo conseguirds depri- mirte, sino que cada vez que lo digas estaras incurriendo en una generalizacién abusiva que un somero examen de los hechos no hard sino contradecir. Dado que un estapido no puede hacer mas que estupideces, un criminal cometer crimenes, una mujer necia hacer necedades, bastaria con que esas personas a las que hemos etiquetado de ese modo realizaran una sola vez en su vida un acto que no fuera estipido, criminal o necio, para que se revelara lo inapro- piado de tales descripciones. Si s6lo se tratara de una cuestién terminol6gica, como suelen pretender mis pacientes, probablemente la cosa no tendria mayor importancia. Pero no es asi. Las «etiquetas» que solemos endosarnos —sobre todo si son negativas, pero incluso aunque sean positivas— constituyen una im- portante fuente de ansiedad. Imagina la ansiedad que ex- — 24 — perimentarias si, después de haber sido definido como es- tipido, 0 como homosexual, 0 como incapaz de educar debidamente a un nifio o de conducir un automévil, te vieras frente a la posibilidad real de pasar un examen, de acostarte con una mujer, de procrear o de ponerte al volante de un vehiculo. Siguiendo a Jean-Paul Sartre (El existen- cialismo es un humanismo), el sociélogo Edward Sagarin ha desarrollado brillantemente este punto en su obra Psi- chology Today. Ansiedad y hostilidad éNo ha constatado el lector cudén frecuentemente las per- sonas que experimentan una fuerte ansiedad se muestran igualmente hostiles hacia quienes las rodean? Esto es fa- cilmente comprensible si se reflexiona en la manera de pensar que tienen esas personas, que en su mayor parte ni siquiera se dan cuenta de que ellas mismas est4 creando su propia ansiedad con su manera de pensar y, mds con- cretamente, con las descripciones y «etiquetas» que se endosan a si mismas y a los demds con ocasi6n de tal o cual circunstancia. Al contrario: tienden a atribuir la causa de su ansiedad a los comportamientos, ideas y opiniones de otras personas. Para ellas, los responsables de su an- siedad son los demas. Y, como Ia ansiedad es un senti- miento muy duro de soportar, la consecuencia es que estas personas se vuelven hostiles hacia quienes ellas, equivo- cadamente, identifican como causantes de su mal. Yo estoy harto de oir repetir a mis pacientes: «Mi mujer me provoca ansiedad...»; «Mi marido me pone los nervios de punta cuando tarda en volver a casa...»; «Si estoy ansioso, es porque mi hijo no hace més que tonterfas...»; «No consigo dormir, porque mi suegra no deja de criticar nuestra manera de vivir...»; etc. Quienes formulan tales frases (para sus adentros 0 para quienes quieran ofrlas) suelen experimentar también hos- tilidad hacia las personas a las que atribuyen su trastorno —25 — emotivo. Vas andando por la calle y, de pronto, recibes un bastonazo en la cabeza; te vuelves y compruebas que, de las tres personas que caminan detrds de ti, sdlo una lleva un bast6én en la mano. Légicamente, es hacia esa persona hacia la que sentirds hostilidad, porque la identi- ficarés como la responsable del bastonazo. — Pero entonces —me dirés—, si es asi, no sera inevitable que sienta hostilidad hacia mi mismo cuando constate que yo mismo soy el responsable de mi propia ansiedad? ,Qué gano entonces con el cambio? {Qué mas da sentir hostilidad hacia los demas que sentirla hacia uno mismo? — Elcaso es que no es inevitable que sientas hostilidad hacia ti mismo o hacia los demas, aun cuando verifiques que son tus ideas las que causan tu ansiedad, con tal de que sepas distinguir entre tus ideas y ti mismo. — Estd usted jugando con las palabras... Mis ideas y yo son una misma cosa... — De ningtin modo. Estas afirmando que, por el hecho de tener una o varias ideas esttipidas en tu cabeza, eres un estipido; lo cual sélo seria rigurosamente cierto si nunca hubieras tenido ni fueras a tener mds que ideas estipidas en la cabeza. — Pero no se puede Ilamar «estiipido» al que suele tener en la cabeza mds pensamientos esttipidos que de otro tipo? — S6lo por definicién y de una manera arbitraria. {Cuando deberds decidir que eres estépido? {Cuando la proporcidn de tus ideas esttpidas sea de un 40%, de un 60%, de un 80%...? {No te das cuenta de que tal decision no puede dejar de ser arbitraria, carente de todo funda- mento demostrable, y que constituirfa una afirmaci6n gra- tuita y sin una base constatable en la realidad? Te estas atribuyendo a ti mismo la etiqueta de «estipido» porque constatas la presencia en ti de un cierto nimero de ideas — 26 — estipidas. Ahora bien, no es absolutamente necesario ser estupido para producir ideas estipidas: basta con ser hu- mano, con estar dotado de la capacidad de pensar. jNo se requiere un diploma de estupidez para pensar y hacer es- tupideces! Nunca serds mas que un ser humano imperfecto, es decir, dotado de una capacidad relativa de realizar los actos apropiados y producir pensamientos acordes con la realidad, pero dotado también de una capacidad relativa de actuar y pensar de manera esttpida. Ansiedad y culpabilidad Como es facil constatar, la ansiedad y la culpabilidad per- tenecen a la misma familia. {Qué es la culpabilidad, a fin de cuentas, sino una forma especifica de hostilidad hacia uno mismo? El que es hostil para con los demas define a éstos, de manera abusiva, como seres malvados y perversos que no deberian haber hecho tal o cual cosa, mientras que el que siente culpabilidad vuelve contra si mismo ese re- proche. Lo cual, tanto en un caso como en el otro, es una arbitrariedad. De hecho, nada demuestra que Fulano sea un malvado porque no hace lo que a mi me gustaria que hiciera, ni que sea para él una obligacién, por el hecho de que yo lo desee, actuar de otra manera para que yo quede satisfecho. Es igualmente abusivo pensar que, aunque ha- bria sido mejor que yo pensara o actuara de distinta manera de como lo he hecho, deberia haberlo hecho. Ni yo ni los demés tenemos la obligacidn de actuar de manera apro- piada, aunque, evidentemente, es preferible hacerlo asi. Si yo acttio en contra de mis propios intereses, seria de- seable que sintiera pesar por haberlo hecho y que tomara las medidas oportunas para modificar mi comportamiento en el futuro. Pero el pesar y la culpabilidad son dos sen- timientos muy diferentes, y, bien mirado, yo prefiero sentir el primero antes que el segundo, sobre todo cuando cons- tato que toda culpabilidad es superflua y se deriva de pen- samientos que nada tienen que ver con la realidad. —27— «Pero ,ad6nde irfamos a parar si toda culpabilidad fuera superflua? Eso equivaldria a admitir que todo esta per- mitido y que nada estd prohibido. ~Qué mundo seria ése...?»: asf objetan muchos de mis interlocutores, a los que poco les falta para considerarme un ser amoral, dis- puesto a justificar los asesinatos, las violaciones y toda clase de horrores que el ser humano ha sido capaz de inventar para amargar la existencia de sus congéneres. Yo no sé en qué mundo viviriamos si se aboliera toda prohibicién y toda permisi6n. Por otra parte, tampoco es- pero vivir lo suficiente como para conocerlo. Sé perfec- tamente, sin embargo, que el sistema permisivo-prohibi- tivo ha sido experimentado por la humanidad desde hace milenios, y todos estamos en condiciones de constatar que los resultados no son precisamente halagiiefios. Desde los albores de la civilizacién, moralistas y legisladores han invertido energias sin cuento en prohibir el mal y reco- mendar el bien, sin obtener mayores resultados a otro nivel que no sea el de las técnicas empleadas. Actualmente, somos técnicamente capaces de destruir masivamente seres a distancia, lo cual constituye un notable progreso con respecto a las técnicas primitivas de la maza, la lanza, el arco y las flechas o el arcabuz. En cualquier caso, me parece que no hay gran dife- rencia entre el permitir y el prohibir las cosas. En mi opinion, mas valdria sustituir estos conceptos metafisicos (es decir, indemostrables) por la constatacién mas ele- mental de que determinados actos son ttiles y oportunos, mientras que otros son estipidos, destructivos y perjudi- ciales para el verdadero interés de quien los comete. Yo puedo con toda verdad decirme a mi mismo que estoy perfectamente autorizado para pegar un puntapié en el trasero al policfa de la esquina, pero que seria una torpeza por mi parte el hacerlo, a menos que tenga una especial predileccién por visitar las instituciones penitenciarias. Tengo perfecto derecho a decirle barbaridades a mi mujer — 28 — y ahostigarla sin cesar; pero, si deseo vivir feliz y tranquilo con ella, es poco probable que lo consiga con tal proceder. Un padre tiene también perfecto derecho a reprender y golpear constantemente a sus hijos; pero, si lo hiciera, no deberfa esperar recibir de ellos un afecto ilimitado. Creo, pues, preferible sustituir nuestra concepcién per- misivo-prohibitiva por otra més realista de lo que es y lo que no es oportuno y conveniente. Y creo también, por haberlo constatado en mi propia vida y en la de muchas otras personas, que estas ideas, que me parecen perfec- tamente verificables y realistas, podrian hacer que desa- pareciera la mayor parte de la hostilidad y la culpabilidad que nos aquejan. — 29 — 2 Cémo combatir la ansiedad y librarse de ella Ahora que ya hemos explorado las fuentes de la ansiedad y, a mi modo de ver, he logrado demostrar que radican en un tipo determinado de pensamiento y de creencia, invito al lector a examinar una serie de medios practicos y eficaces para combatirla y hacerla desaparecer, al menos en parte. Dado que hemos localizado la fuente de la ansiedad en el pensamiento, supongo que el lector espera que la terapéu- tica que voy a proponer se sittie en el mismo plano. Comencemos por emitir algunos comentarios sobre ciertos medios bastante populares de combatir la ansiedad; medios que, sin embargo, s6lo son, en mi opinién, tran- sitoriamente eficaces, sobre todo porque lo que combaten son los efectos de la ansiedad, mas que su causa. La huida es, probablemente, el medio mas utilizado. Ante el peligro, real o imaginario, el individuo huye o trata de evitar de alguna manera a la persona o cosa que le sirve de ocasiOn para crearse ella misma la ansiedad. No es un medio enteramente rechazable; incluso es el mas eficaz para ciertos tipos de peligro, sobre todo de cardeter fisico. Sin embargo, empleado en exceso, resulta perjudicial a la larga, sobre todo si el «peligro» se presenta con cierta frecuencia. Si en un viaje ocasional a la Tierra de Baffin, en el Polo Norte, me encuentro con un oso polar — 30 — agresivo, mas vale que me decida a huir y no intente filosofar. Pero la situacién es diferente si yo vivo en aquella regién, donde el encuentro con tales osos puede ser fre- cuente. A cualquiera se le ocurre que no es practico emplear la huida como medio de eliminar la ansiedad cuando el hecho que la origina se presenta con relativa frecuencia. Si experimento ansiedad ante mi jefe, ante mi mujer o ante mis hijos, la huida tiene el peligro de ocasionarme serios problemas y de hacerme realizar actos que mas tarde habré de lamentar. Por otra parte, la huida resulta a veces im- posible: ;cémo eludir la opinién de los demés, cémo evitar todo contacto interpersonal, cémo huir constantemente de la muerte...? Hay que afiadir, ademds, que la huida sirve en ocasio- nes para hacer crecer el miedo, porque no permite al que huye constatar que el objeto de su temor es inofensivo 0 menos peligroso de lo que él se imagina. Si huyo frente al perro que me ladra fieramente al doblar una esquina, es muy posible que en mi huida imagine que me viene pisando los talones, dispuesto a soltarme un bocado en la panto- rrilla, cuando en realidad hace un buen rato que ha centrado su atencién en los cubos de basura que precisamente estaba explorando cuando topé con él. Es el tipico panico, que suele ocasionar comportamientos sumamente peligrosos para aquel de quien se apodera. Otras personas, vagamente conscientes de que son sus pensamientos los que provocan su ansiedad, tratan de dis- traerse, de pensar en otra cosa, empleando la tactica de la di-versién. También este medio puede utilizarse prove- chosamente en diversas circunstancias, sobre todo cuando se trata de una ansiedad relativamente poco intensa, de una ligera aprensién. En esta estrategia, un pensamiento sirve para encubrir otro, pero no para eliminarlo. Si experimento una cierta inquietud cuando el dentista pone en funcionamiento el torno y se dispone a hurgarme en una muela, es posible que, para tranquilizarme, me baste —31— con ocupar mi mente pensando en las préximas vacaciones en una soleada playa, o en cualquier otra cosa placentera. Cuando el acontecimiento «peligroso» es de breve duracién y puramente ocasional, la técnica de la di-version puede ser eficaz; pero, cuando la situacién se repite con fre- cuencia, demuestra ser un medio insuficiente y agotador, aparte de que tiene el peligro de ponerle a uno en situa- ciones verdaderamente ridiculas. Es dificil concebir, por ejemplo, cémo puede uno, cuando su jefe le esta echando una bronca, centrar su mente, presa de una viva ansiedad, en su proximo orgasmo 0 en los Juegos Olimpicos. También son muchas las personas que, con la com- plicidad de profesionales de la salud (jmenuda salud...!), utilizan las drogas, frecuentemente bautizadas con el nom- bre de «medicamentos». Los inconvenientes de recurrir a este medio son incontables, no slo por el problema de la dependencia, de la habituacién y del gasto que supone, sino también por los efectos secundarios que ocasionan tales productos: postraci6n, decaimiento, trastornos hor- monales y todo lo demas... No se trata de condenar en bloque todo uso de tranquilizantes y otras drogas. Utlizados con prudencia y en dosis moderadas, pueden a veces pro- porcionar un alivio temporal y facilitar un proceso mas resueltamente curativo. Y cuanto acabamos de decir puede aplicarse igualmente a otras drogas que es posible procu- rarse sin la complicidad del personal sanitario, la principal de las cuales es el alcohol. Muchas veces, el remedio (poco eficaz, por lo demas) produce efectos bastante peores que el] mal que se intenta curar. Otras personas, finalmente, creen que la panacea de la ansiedad consiste en dar cauce a su expresién, y son mu- chos los profesionales de la llamada «salud mental» que recomiendan con entusiasmo tal proceder. Se trata de emitir el «grito primal», de confiar las angustias a una persona digna de crédito, de «vomitar las tripas» sobre un divan, de gritar el miedo a pleno pulmén..., todo ello pagando. En mi opinién, estos medios, més o menos dramaticos y —32— magicos, poseeen, sobre todo, virtudes paliativas. Pode- mos sentirnos mejor tras referir nuestras miserias a otra persona; podemos experimentar alivio tras habernos des- gafitado gritando y haber maldecido encarnecidamente al padre, a la madre, a Dios y al universo entero... Pero, si los pensamientos que dieron origen a la ansiedad no han sido mds que encubiertos temporalmente o simplemente aireados, aunque sea de una manera enérgica, es de temer que la ansiedad vuelva a presentarse en cuanto esos pen- samientos asalten de nuevo a la conciencia. Yo prefiero recomendar un método menos dramatico, menos costoso y, tal vez, mas arduo, pero del que estoy seguro que sus efectos son més profundos y, sobre todo, més duraderos. Es el método de la confrontacién de las propias ideas con la realidad. No quiero extenderme de- masiado en este tema, que ya traté ampliamente en mi libro Ayudarse a si mismo. Baste con recordar que la confron- tacién consiste, esencialmente, en comparar las ideas que pueblan tu mente, las creencias que —sin que te des cuenta de ello— abrigas tal vez desde hace afios, con el modo en que realmente esta construido el mundo, con lo que existe. Si constatas que tus ideas y creencias no responden a la realidad, lo que tienes que hacer es librarte de ellas, sus- tituyéndolas por ideas y creencias més realistas. Ya sé que esto es facil de decir y de describir, y que suele ser mas dificil de practicar. A partir del proximo capitulo, sin em- bargo, empezaré a ofrecer numerosos ejemplos de este modo de proceder; de momento, me limitaré a sefialar algunas de las trampas con las que puedes topar en tu camino si decides adoptar este método. Las trampas de la confrontacién Muchas de las personas que se dan a la confrontacién por primera vez se ven llevadas insensiblemente a caer en la trampa del pensamiento positivo. Es verdad que consiguen identificar correctamente sus pensamientos, pero tratan de sustituirlos, no por pensamientos VERDADEROS, sino por pensamientos BELLOS, por exhortaciones, por mini-ser- mones, por la autosugestién... Ademas de ser muchas ve- ces fatigosos y poco convincentes, estos pensamientos son, ami modo de ver, claramente menos eficaces que la ver- dadera confrontacién, que consiste en decirse cosas ver- daderas, sean 0 no sean agradables y bellas. Pongamos algunos ejemplos. Al volver a su casa, el sefior Fernéndez tropieza en la escalera con los juguetes de su hijo. Su pensamiento es, mas o menos, el siguiente: «jMaldito crio! jCuidado que le tengo dicho que no deje sus cosas tiradas por ahi...! jDeberia obedecerme!». Tras de lo cual, experimenta una viva irritaci6n. Para confrontarse, el sefior Fernandez haria bien en decirse algo asi como: «No me gusta nada que el nifio deje sus juguetes en la escalera, porque es peligroso y resulta un incordio. De hecho, le he pedido varias veces que no lo haga. Sin embargo, nada le obliga a obedecerme, pues tiene perfecto derecho a hacer lo que le plazca (del mismo modo que yo tengo derecho a hacerle ver mi de- saprobacién de la manera que me parezca conveniente)». Si el sefior Fernandez se dijera esto a si mismo con conviccién, es probable que su enojo se redujera consi- derablemente e incluso que desapareciera por completo. Desde luego, es preferible que no se consuma diciendo cosas como éstas: «No tengo ningin derecho a enfadarme con mi hijo» (falso); «Un buen padre no se irrita de este modo» (mini-sermén culpabilizante y falso); «En el fondo, es un buen crio, sélo que un poco distrafdo; pero tiene otras cualidades...» (pensamiento positivo; aunque fuera un genio, resulta al menos un incordio para los demas el que deje sus juguetes en la escalera); «Después de todo, no tiene importancia...; no es ninguna tragedia...» (auto- sugestién); «jCalma, Fernandez! ;Un poco de paciencia y de control...!» (exhortacién). * — 34 — Pienso que todas estas maniobras dan peor resultado que la confrontacién, que consiste en decirse inicamente la realidad, sin glosa alguna de cardcter consolador y sin deformar la verdad. Una segunda trampa que hay que evitar, cuando se empieza a efectuar la confrontacién, es la de esperar con- seguir resultados rdpidos y estables en poco tiempo. Tal expectativa lleva a muchas personas a intentar la confron- tacién durante algin tiempo, para acabar abandondndola al constatar que los efectos iniciales son insignificantes 0 incluso inexistentes. Conviene darse cuenta de que la confrontacién es un proceso cuyo objetivo es cambiar las ideas que suelen poblar la mente de una persona. Pero algunas de dichas ideas tienen su origen en los primeros afios y hasta en las primeras semanas de la vida, y se han visto continuamente reforzadas, a lo largo de los afios, por la repeticién in- consciente de unas mismas frases interiores. Asf, por ejemplo, una mujer que comenzé a aprender en brazos de su madre que hay que hacerlo todo a la perfeccion y que el error es condenable, y que luego se ha repetido a si misma esta creencia decenas de veces al dia durante cuarenta afios, probablemente no podrd librarse de dicha creencia en dos o tres confrontaciones, por muy perfecta y rigurosamente que las realice. Es todo un habito de pensamiento y de accién lo que se trata de cambiar, y los habitos, desgraciadamente, son muy dificiles de des- arraigar. Un habito tan arraigado es como un viejo roble, que no puede derribarse con unos cuantos hachazos, porque posee unas profundas y tenaces raices que sdlo cederan después de un largo y arduo trabajo. Ellis (A New Guide to Rational Living) compara la confrontacién con un pro- ceso de contra-propaganda. Cuanto mas abrumada de «pro- paganda» se haya visto la persona por parte de sus padres, de sus educadores, de la sociedad que la rodea y, sobre todo, por parte de si misma, tanto més indispensable le — 35 — sera, si desea liberarse de las ideas erréneas que ocasionan su ansiedad y sus restantes emociones negativas, proceder a un vigoroso y prolongado esfuerzo de desmitificacion y contra-propaganda. Debera ser una labor incansablemente repetida —y a menudo mondétona—, consistente en iden- tificar una y otra vez la idea no razonable, criticarla y, finalmente, contradecirla con el mayor vigor posible por medio del pensamiento. Obviamente, se trata de una labor de re-condiciona- miento mental, al cual se oponen algunos de mis pacientes, por considerarlo como una especie de amaestramiento o de lavado de cerebro. Pero yo les respondo que ellos ya estan padeciendo desde hace ajios, sin darse cuenta si- quiera, un eficaz y constante condicionamiento, y que, de hecho, ya han sufrido un potente lavado de cerebro, aunque gradual e imperceptible. No venimos al mundo con ideas esttipidas en la cabeza; pero nuestro entorno no tarda en remediar esa carencia ofreciéndonos una considerable va- riedad de ideas erréneas que, en nuestra ingenuidad de nifios y con nuestra inevitable falta de experiencia, acep- tamos con entusiasmo. Y, por si fuera poco, nosotros mis- mos producimos nuestras propias conclusiones erréneas, interpretando sesgadamente a las personas y los aconte- cimientos de nuestra infancia. Hacemos una catdstrofe de un simple caramelo denegado, y concluimos con dema- siada facilidad que nadie nos ama y que somos unos mons- truos, porque nuestra madre se olvidé una noche de darnos un beso antes de irse a la cama. Algunas de esas ideas desaparecen a medida que vamos adquiriendo la habilidad de distinguir lo verdadero de lo falso: pocos nifios creen en los Reyes Magos y en Papa Noel después de haber cumplido los seis anos. Desgraciadamente, otras creencias erroneas persisten y no dejan de arraigarse cada vez mds profundamente con los afios, y sdlo después de un pro- longado y riguroso régimen de confrontaciones acabaran dejando paso a la verdad. — 36 — Una tercera trampa para el nedfito de la confrontacién consiste en asumir con excesiva precipitacién que ha adqui- rido el hdabito de confrontar mentalmente sus ideas erré- neas, abandonando prematuramente un procedimiento que yo recomiendo a la mayorfa de mis pacientes: la confron- tacién escrita, que consiste, simplemente, en anotar bre- vemente por escrito un cierto nimero de confrontaciones cada dia, segtin un esquema muy concreto que figura, acompafiado de las oportunas instrucciones, al final de este libro. A muchas personas les resulta chocante y hasta re- pugnante, inicialmente al menos, la idea de sentarse en un lugar tranquilo y entregarse al trabajo especifico de cambiar las ideas que les ocasionan algin tipo de problema. Es como si dieran por sentado que eso deberia producirse de un modo natural, sin esfuerzo alguno por su parte. Tal vez se deba al hecho de que el pensar, como tal, es una acti- vidad que raras veces realizamos conscientemente. La ma- yoria de las veces, viene acompafiada de otras acciones exteriores, del mismo modo que la mayor parte de los fumadores fuman mientras hacen otra cosa: mientras tra- bajan, pasean, ven la televisidn 0 conversan con un ami- go... Muy pocos tienen la costumbre de pensar en lo que piensan: nos contentamos con pensar sin mas. Pues bien, precisamente la confrontacién exige un es- fuerzo para pensar en lo que se piensa en tal o cual cir- cunstancia. Por eso constituye para la mayoria de la gente una novedad. Y por eso es muy util, al principio, hacerlo por escrito, aunque sdlo sea para ayudar a fijar la atencion en un objeto que, por esencia, es fugaz y cambiante. La mayoria de las personas con las que yo trabajo aceptan, después de ofrecer una mayor o menor resistencia, poner manos a la obra y redactar por escrito sus confrontaciones, lo cual me permite, por otra parte, prestarles una mayor ayuda, reflexionando con ellas sobre las posibles mejoras de dichas confrontaciones. Sin embargo, ante el necesario esfuerzo que se requiere para realizar esta labor y el tiempo —bastante reducido, por lo demas— que exige, algunos —37— se rinden enseguida y afirman con excesiva precipitacién que ya se han acostumbrado a confrontarse mentalmente. El «test» sobre la exactitud de esta afirmacién lo consti- tuye, evidentemente, el examen de su estado animico. Una persona que ha aprendido verdaderamente a confrontar efi- cazmente sus ideas erréneas no atraviesa intensos 0 pro- longados periodos de ansiedad o de hostilidad, y nadie conseguira convencerme de que una relativa intensidad o frecuencia de esas emociones desagradables es compatible con una rigurosa, enérgica y bien realizada practica de la confrontacién. «Contratos» y «refuerzos» Para ayudar a mis pacientes a ayudarse a sf mismos por medio de la confrontacion y la accién, suelo sugerirles que establezcan consigo mismos un «contrato» por el que se comprometan a realizar tal o cual gesto, a redactar tal o cual numero de confrontaciones al dia o a la semana, a hablar con tal o cual persona, etc. Por su precisién y por la toma de decisién que conlleva, el «contrato» facilita la realizacién de los gestos apropiados y constructivos. Asi, por ejemplo, la sefiora Rodriguez podra comprometerse consigo misma a redactar una media de tres confrontaciones diarias 0 a dedicar quince minutos al dfa a relajarse y confrontar sus ideas ilégicas. El sefior Sanchez se pro- meterd a si mismo, después de haber confrontado sus pen- samientos «catastrofistas», hacer frente a su jefe y pedirle las explicaciones que Ileva meses deseando pedirle, sin atreverse. La sefiorita Hernandez se decidira a tener con su amante una conversacién lo menos borrascosa posible, antes de la cual efectuard dos 0 tres buenas confrontaciones de las ideas que le originan su ansiedad al respecto. Tales «contratos» deberan ir frecuentemente acompa- fiados de una especie de «valvulas de escape» que impidan que la persona introduzca o mantenga un perfeccionismo utdpico. Asi, por ejemplo, la sefiora Diez, que suele es- — 38 — tallar en célera contra cualquiera de los miembros de su familia, podra decidir confrontarse sobre este asunto una vez al dia, por término medio, y no dejarse llevar de la célera mds de cinco veces por semana. El sefior Domin- guez, por su parte, decidira reducir su consumo de alcohol a tres botellas de cerveza por dia, en lugar de fijarse el objetivo inaccesible de la abstencién total e inmedia- ta, sobre todo si esté acostumbrado a beber doce botellas diarias. Pero, ademas, resulta sumamente Util que los contra- tos cuenten con el apoyo de lo que podemos denominar refuerzos. Es importante caer en la cuenta de que el ser humano es débil y que sus intenciones suelen ser mejores que su determinacién de actuar. A la mayoria de nosotros nos resulta mucho mas facil decidir que vamos a realizar 0 abstenernos de tal o cual accion, que realizarla de hecho © abstenernos de realizarla. Todos sabemos que es mds facil decir: «voy a pedir a mi jefe un aumento de sueldo» que pedirselo realmente; es mas facil decir: «voy a dejar de beber cerveza» que dejar de beberla de hecho. El uso de los refuerzos se basa, pues, en esta consta- tacién de la fragilidad de la voluntad humana. En un proceso de cambio, conviene que la persona renuncie a maneras de obrar que le resultan perjudiciales, aunque se sienta muy a gusto con ellas, y emprenda otras acciones que pueden beneficiarle en diversos aspectos, aunque le resulten poco familiares o le inspiren algtn te- mor. En dicho proceso toparé con las dificultades que hemos descrito anteriormente, y es justamente entonces cuando el «refuerzo» demuestra su utilidad. EI sefior Gutiérrez, al constatar que su habito de beber resulta notablemente perjudicial para su vida familiar y profesional, decide no volver a ingerir alcohol. Y decide también que, cada vez — 39 — que falle en su propésito, entregara 1.000 pesetas a una institucién benéfica (jexcelente para esas instituciones!). La sefiora Ramfrez decide ponerse al volante de su automévil dos veces por semana, a fin de adquirir més seguridad. Si no lo hace, decide quedarse sin cenar cada vez que falle (;excelente para su linea!). La sefiorita Garcia decide hablar con tres des- conocidos por semana para combatir su timidez. Si no lo hace, decide que cada vez que deje de hacerlo se acostara a las nueve de la noche (jex- celente para su salud!). La sefiorita Ruiz decide consignar por escrito una media de tres confrontaciones diarias. Si no lo hace, decide darle al guardacoches, cada dia que no lo haga, una propina de 200 pesetas (jexcelente para la economia de éste!). Hasta aqui, cuatro ejemplos de «refuerzos» negativos. Vea- mos ahora otros de caracter positivo. El sefior Gonzélez decide decirle a un empleado, a pesar del temor que le inspira, que no esta satisfecho con su trabajo. Si lo hace, decide in- vitar a su mujer a cenar (jexcelente para su re- lacién!). La sefiora Martinez decide hacer la limpieza ge- neral de su casa, a pesar de su pereza y pasividad. Si lo hace, decide comprarse un vestido del que esta encaprichada hace tiempo (jexcelente para su aspecto!). La sefiorita Menéndez decide preparar su examen de quimica durante dos horas al dia. Si lo hace, decide permitirse ver su programa de television favorito (jexcelente para su descanso!). —40— Las investigaciones realizadas en este terreno, sobre todo por parte de los psicdlogos de la escuela conductista, pa- recen indicar que los refuerzos positivos resultan mas efi- caces que los negativos, y que una mezcla de ambos tam- bién parece dar buenos resultados. Si alguien me dice que todo esto es condicionamiento, le responderé que tiene raz6n. Pero, si alguien pretende relacionarlo con la esclavitud 0 con un campo de concen- tracién, le diré que se equivoca de lleno, porque a un esclavo se le fuerza a hacer lo que no quiere, mientras que el refuerzo no obliga, sino que ayuda a la persona a hacer lo que quiere hacer. Cuando se habla de «refuerzos», algunas personas reac- cionan muy negativamente y afirman con énfasis que ellas son perfectamente capaces de hacer lo que decidan sin necesidad de recurrir a medios tan drasticos. A lo cual respondo que hay dos posibilidades: 0 esas personas se equivocan con respecto a si mismas 0 no se equivocan. Si se equivocan y, de hecho, estén menos de- cididas a actuar de lo que ellas creen, es sumamente pro- bable que no hagan realidad lo que tienen proyectado y que, ademas, se desanimen ante el fracaso. Un fracaso y un desdénimo que hay que evitar en lo posible, porque lo Unico que hacen es producir un efecto desmoralizador y reducir la eficacia del proceso de cambio. Por el contrario, si no se equivocan y, de hecho, rea- lizan su proyecto sin ayuda de ningtn tipo de refuerzo, ello no significa que un posible refuerzo les hubiera re- sultado perjudicial. Aunque uno no se haya caido nunca bajando una escalera, y aunque crea firmemente que es perfectamente capaz de descender todas las escaleras del mundo sin caerse, {seria razonable que pretendiera que se suprimieran las barandillas? {Se atreveria un alpinista ex- perimentado, tras haber escalado sin problemas numerosas montafias escarpadas, emprender una nueva ascensi6n sin proveerse de cuerdas, clavos y «piolet»? {Qué pensaria- —41 — mos, entonces, de un alpinista bisofio que decidiera escalar una montafia desconocida y llena de peligros en zapatos de calle y sin cuerdas ni clavos? Personalmente, no salgo de mi asombro cuando, tras escuchar a alguien (y lo he escuchado muchas veces) que lo que quiere hacer es dificil, arduo y complicado, y que sus posibilidades de éxito son escasas, le oigo a esa misma persona negarse enérgica- mente a emplear un medio que le permitiria aumentar di- chas posibilidades y alcanzar mas facilmente su objetivo. Confieso que esta aparente contradiccién me hace muchas veces dudar de que tales personas deseen verdaderamente realizar lo que se proponen. Como dijo alguien muy co- nocido, «el espiritu esta pronto, pero la carne es débil». La variedad de los refuerzos es casi infinita, y cada cual deberd descubrir cual de ellos le resulta mas eficaz. Conviene tener en cuenta, sin embargo, que el refuerzo debera ser lo bastante sélido como para impedir eficaz- mente una eventual caida. De Jo contrario, la persona en cuesti6n saldra perdiendo por partida doble: por una parte, no conseguira lo que pretendia y, por otra, tendra que soportar una desagradable consecuencia. Lo cual ocurre cuando el refuerzo empleado es demasiado débil. Si el sefor Gutiérrez, por ejemplo, leva cinco afios bebiendo tres martinis diarios antes del almuerzo, y decide utilizar como refuerzo, para su propésito de dejar de beber, el multarse a sf mismo con cincuenta pesetas a partir del segundo martini, es muy probable que el efecto de dicho refuerzo consista simplemente en que los martinis le salgan a doscientas cincuenta pesetas, en lugar de doscientas. Las cosas tal vez serian diferentes si la sancién fuera de 2.000 pesetas. Es mediante la experimentacién como se consigue des- cubrir los refuerzos verdaderamente eficaces. Y, cuando se consigue, resulta verdaderamente gratificante constatar que ello Gnicamente acarrea consecuencias positivas: el sefor Gutiérrez, ademas de dejar de beber en exceso, que es lo que pretendfa, se procura unos sustanciosos ahorros —42— que podra utilizar para otros fines mds agradables y cons- tructivos. Parece evidente, en suma, que hay que recomendar el uso del refuerzo, sobre todo cuando se trata de adquirir un comportamiento nuevo 0 librarse de un habito nocivo. El empleo del refuerzo permite, efectivamente, un aprendi- zaje mas rapido y hace posible, por consiguiente, abreviar el penoso perfodo de cambio. Es un buen medio para sufrir durante menos tiempo y no dejar que dicho periodo se alargue innecesariamente. Una iltima nota sobre la confrontacién, antes de pasar a examinar los diversos miedos especfficos: Suele ser util emplear habitualmente lo que yo llamo «confrontacioncitas», que no son sino un breve resumen de una confrontacién mas elaborada que ya ha sido redac- tada y se ha practicado varias veces. Asi, por ejemplo, si el sehor Gomez constata que suele encontrarse en estado de ansiedad y diciéndose a si mismo lo catastréfico que seria para él el que su mujer le engafiara, que tiene ne- cesidad imperiosa de su amor para sobrevivir, que la vida no valdria la pena si ella le abandonara, y otras afirma- ciones infundadas de este tipo, entonces puede elaborar una confrontacién bien detallada en la que restablezca la verdad aproximadamente como sigue: «No me gustaria nada que mi mujer me engafiara o me abandonara; pero reconozco que tiene derecho a vivir su vida como prefiera, aunque ello sea frustrante para mf. Es un error afirmar que seria una catdstrofe el que me engajfiara, porque esa accién no seria irremediable en si misma, y todavia tendriamos bastantes posibilidades de restablecer nuestras relaciones de una forma mas armoniosa. Es también un error afirmar que tengo necesidad imperiosa de su amor para vivir y ser feliz, porque he vivido feliz durante afios antes de cono- cerla, y nada impediria que volviera a ser tan feliz como antes si ella me negara su amor o me abandonara». Esta confrontacién tan elaborada podria, ademds, re- sumirse en unas pocas palabras: «No seria el fin del — 43 — mundo»; «Seria fastidioso, pero no horrible»; «No tengo necesidad de ser amado por mi mujer para ser feliz»... Estas «confrontacioncitas» estén destinadas a ser uti- lizadas a lo largo del dia, cuando se haga sentir la presencia de ideas angustiosas y comience a crecer la ansiedad. Uno de mis pacientes solfa repetirse a si mismo: «Soy un ser humano»; y aunque la frase en si pueda parecer banal, constitufa para él el resumen de un gran numero de con- frontaciones elaboradas que le habjan hecho llegar a esa conclusién, la cual, por muy banal que parezca, constituye una verdad incontrovertible. En los capitulos que restan hasta el final de este libro, vamos a examinar una serie de miedos mas especificos. No tengo ninguna pretensién de exhaustividad, y seguro que habria otras muchas cosas que decir perfectamente validas. Pero este libro es fruto del trabajo de un ser hu- mano imperfecto, y por eso tiene forzosamente que com- partir con su autor dicha imperfeccién. De todos modos, espero que, al menos, los referidos capitulos proporcionen al lector una idea de los efectos que puede producir la confrontaci6n aplicada al problema de la ansiedad. 3 Antonio, o el miedo a tener miedo Conoci a Antonio hace algtin tiempo, cuando él tenia cua- renta afios. El mayor de cuatro hermanos, era ademas el Unico varén. Su padre, militar de carrera, no toleraba en su hijo el menor signo de debilidad, para lo cual lo habia adiestrado en una vida realmente espartana, prohibiéndole llorar en absoluto y exigiéndole dar constantes muestras de estoicismo. Presumia incluso de haberse encargado per- sonalmente de hacer de su hijo un verdadero hombre, de- jando en manos de su esposa, una mujer sin relieve y sin brillo alguno, la educacién de esos seres de segunda clase que eran para él sus hijas. El pequefio Antonio crecié, pues, con la idea y la creencia de que los hombres debian dar pruebas continuas de una ejemplar firmeza de cardcter, y de que sentir miedo era sintoma inequivoco de un cardcter deficiente, indigno de hallar gracia a los despiadados ojos de su padre. Con- siguientemente, habia llevado una existencia de una rigidez extraordinaria. Cuando yo le conocf, su padre ya habia muerto hacia tiempo, pero las ideas que habia sembrado concienzudamente en la mente de su hijo permanecian inconmovibles, enriquecidas y reafirmadas, ademds, por afios de autopropaganda de las mismas por parte del propio Antonio. Este, a su vez, se habia casado con una mujer que era una copia exacta de su madre, y él educaba a sus — 45 — dos hijos en el espiritu de las mejores tradiciones recibidas de su padre. Pero, lo que es la vida, las cosas no iban como podria esperarse. Antonio empezaba a mostrar sintomas de an- siedad en forma de insomnios y dolores abdominales, pero los médicos a los que acudié no detectaban nada que per- mitiera concluir la existencia de trastornos organicos. An- tonio disfrutaba de una excelente salud, ;pero dormia mal y le dolia el vientre! Como tltimo recurso —y aunque despreciaba abiertamente a todo tipo de psiquiatras, psi- cdlogos y demas «psi», que, segtin él, sdlo servian para enjugar las lagrimas de modistillas afligidas o para calmar las angustias de amas de casa menopdusicas—, Antonio acab6 acudiendo a mi consulta. Al cabo de poco tiempo, y tras una serie de conver- saciones, se me hizo evidente que Antonio tenia miedo a tener miedo y que, en el fondo, temia que, si se permitia sentir algtin tipo de temor, echarfa a perder la absurda imagen que se habia forjado de si mismo con la colabo- raciOn activa de su padre. El profundo desprecio que sentia hacia los demas seres humanos encubria, de hecho, un enorme desprecio de si mismo. Su lenguaje y, consiguien- temente, su pensamiento estaban plagados de obligaciones y absolutos (es preciso...; debemos...; es esencial que...) cuya falta de légica le cost6 mucho llegar a constatar. Frases como «los hombres no Ioran», «sélo los débiles tienen miedo», «temblar es cosa de mujeres», etc., aflo- raban una y otra vez a sus labios en una u otra forma. De hecho, no hacia sino recitar d6cilmente la propaganda pa- terna, enriquecida por la infinidad de nociones estipidas al respecto que el bombardeo publicitario es capaz de ve- hicular, desde el viril «cowboy» que todo lo arrasa, hasta el atleta olimpico que enarbola con una sola mano la ban- dera de su pais ante los aplausos de la boquiabierta multitud de obesos, fofos y palidos mequetrefes que Ilenan los gra- derios. — 46 — iPobre Antonio...! Tuvimos que librar una serie de épicos combates antes de que cayera en la cuenta del miedo que le atenazaba y que él no consegufa identificar. ;Admitir él que estaba hecho de carne y hueso como todos los demas, que no tenja un alma de pedernal y que tenfa todo el derecho del mundo a mostrarse tierno y dulce? |Jamés! j Antes morir mil veces que reconocer su fragilidad! Lo peor es que se obstinaba en sus absurdas ideas, porque habja aprendido a considerarlas nobles y hermosas, propias de una mente superior y muy por encima del vulgar populacho... En consecuencia, abandonarlas se le antojaba una degrada- cién. E] queria dormir tranquilo y con las tripas en reposo, pero se empefiaba obstinadamente en conservar las ideas que causaban su ansiedad. Que tales ideas eran ildgicas, estaba dispuesto a reconocerlo en abstracto; pero se negaba a abandonarlas, con la testarudez de quien siente la muerte cercana. Y es que de muerte se trataba precisamente. Para él, renunciar a sus queridas ideas equivalia a cambiar una filosofia de la vida que estaba acostumbrado a considerar como la fuente misma del valor de dicha vida. Por eso yo era para él un ser desengafiado y cinico cuando trataba de hacerle ver que ese famoso valor de su vida, si es que existia, era absolutamente indemostrable, y que de nada Je serviria esforzarse en aportar ningtn tipo de prueba al respecto. Es triste constatar cémo esa noci6én de valor est4 en la base de innumerables ansiedades. El problema comienza cuando, sin darse cuenta de su error, el individuo confunde sus actos con su persona. Emitir un juicio de valor sobre los propios actos no conlleva inconveniente alguno, sino que, por el contrario, constituye un procedimiento realmente sano que puede dar lugar a un mejoramiento de las propias cualidades y actos. Pero concluir de manera arbitraria que los actos se con- funden con la persona y emitir sobre esta ultima el mismo — 47 — juicio de valor que se ha emitido sobre los actos, constituye un proceder injustificable. Esto explica por qué la creacién de una imagen de si, por muy positiva que sea, es un empefio a la vez insensato y peligroso. Para proceder a la evaluacién global de una persona, nos faltan elementos que estén mucho mis alld de nuestro conocimiento. Y para lograrlo con alguna exactitud seria preciso, de hecho, poder elaborar una lista de todas las caracteristicas y actos de la persona, ponderar los elementos de dicha lista de acuerdo con unos criterios objetivos (que raramente existen) y, finalmente, efectuar la suma de tales ponderaciones. Pero cubrir cada una de estas etapas, tanto si la valoracién se tefiere a otras personas como si se refiere a uno mismo, excede las posibilidades de la mente humana. «Entonces —-dicen muchos de los que acuden a mi consulta—, si es imposible forjarse una imagen de si mi- nimamente exacta, si es arbitrario emitir sobre si un juicio de valor, {c6mo vamos a representarnos 0 imaginarnos a nosotros mismos?». A lo cual respondo que yo no consigo ver la utilidad, y atin menos la necesidad, de hacerlo, y que a mf me parece suficiente describirme a mi mismo como un ser humano. Siempre podré afiadir que practico la psicologia, que soy capaz de preparar un asado bastante aceptable, que escribo libros y que puedo nadar los cien metros. Pero yo no soy globalmente psicdlogo, ni cocinero, ni escritor, ni nadador... Esa mania de hacer una evaluacién global, un «ba- lance» de uno mismo, no suele ser sino el preludio de infinidad de comparaciones con los demas, unas mas alen- tadoras («Soy més fuerte que Pepe, mAs inteligente que Pablo, més habil que Manolo...»), otras mds deprimentes («Soy mas feo que Luis, mas vago que Paco, més ingenuo que Juan...»), pero todas ellas indemostrables. En mi opi- ni6n, todo esto constituye esa clase de juego en el que es preferible no entrar, no s6lo por su inutilidad, sino también — 43 — por los nocivos efectos que tales pensamientos pueden tener en la vida emotiva. Pero volvamos con nuestro personaje. Sdlo cuando se dio cuenta de que luchaba en vano por asegurarse una estima personal que nadie pudiera poner legitimamente en duda, y que desde su infancia no hacia mds que tratar de satisfacer las infundadas exigencias de un padre poco ilus- trado, consiguié Antonio ir bajando gradualmente sus de- fensas y admitir que no se le exigia nada como ser humano, que tenia derecho a tener miedo y que nadie le obligaba a parecer un superhombre. Aprendié ademas a reconocer que, de hecho, sentia miedo muchas veces, pero que su miedo a tener miedo le hacia rechazar ese sentimiento, con los efectos que ya hemos visto que ocasionaba todo ello en su organismo. La barra de hierro fue doblegandose gradualmente, y, al cabo de muchas confrontaciones, con- siguié cambiar, poco a poco, sus ideas. Fue como si hu- biera nacido por segunda vez. Aprendié a mirar con mas simpatia al mundo y a la gente, y ya no se creia obligado a superar a todo el mundo con la «fuerza» de su cardcter. Dej6 de enfocar su vida como si fuera un maestro de armas, sus hijos pudieron respirar aliviados, y su mujer recuperd el gusto de vivir con él. La felicidad, que é] buscaba como todo el mundo, empezé a parecerle mas accesible, una vez que se hubo liberado del ingente peso de sus absurdas creencias. — 49 — 4 Beatriz, 0 el miedo a no ser amada En este capitulo quisiera explorar uno de los miedos més frecuentes y agudos que he tenido ocasién de detectar. El miedo a no ser amadas ha empujado y sigue empujando diariamente a millones de personas a emprender acciones realmente penosas, a vivir en el peligro y la incomodidad, a entregarse a actividades que detestan, a caer en el ridiculo y a inspirar verdadera ldstima; y todo ello por pretender conquistar un amor y un afecto del que aseveran no poder prescindir en absoluto y del que afirman tener una impe- tiosa necesidad. Cuando yo la conoci, Beatriz tenia veintiocho aiios, estaba soltera y, en los tiltimos diez afios, habia vivido con una serie de hombres, todos los cuales la habian abando- nado tras una serie de meses o de afios de convivencia. Su Ultimo amor, después de tres afios de vivir juntos, acababa de decidir romper sus relaciones con ella, y Beatriz se encontraba, una vez mas, completamente desamparada, sin lograr comprender por qué no conseguia establecer una relacién estable con nadie y por qué, desde hacia afios, su vida era una continua serie de rupturas. Desde los primeros momentos de nuestra primera en- trevista, me resulté absolutamente claro que Beatriz tenia en su mente una idea muy arraigada (y muy frecuente, por —50 — 0 demas, entre los seres humanos): estaba convencida, nds all4 de toda duda, de que tenfa una necesidad irre- srimible e irremplazable de ser amada, de que esa nece- sidad era perfectamente natural y humana, y de que nada 2n el mundo le haria cambiar de opinién en este punto. Ha llegado el momento, pues, de que abordemos una ‘eflexién sobre las necesidades en general, y sobre la ne- residad de ser amado en particular. Mi experiencia de los tltimos afios, adquirida tanto al iivel de la consulta individual como al de mis contactos :on grupos, me ha demostrado con absoluta claridad que a mayor parte de las personas se resisten a admitir que no ienen necesidad de ser amadas para ser felices. Por lo zeneral, basta con pronunciar una frase («el amor no es 1ecesario para el ser humano») para que inmediatamente ‘e manifieste una viva oposici6n por parte de quienes la sscuchan, a la mayoria de los cuales les parece una frase ibsurda, y su autor un imbécil, un ignorante, un enfermo, ) las tres cosas a la vez. Quisiera, ante todo, formular las srincipales objeciones de mis interlocutores y tratar de larles una respuesta que respete, a la vez, el sentido comin ‘la realidad. Primera objecién Un ser humano no puede ser feliz si nunca se siente amado por nadie, porque el amor es una necesidad fundamental de la persona. Por otra parte, muchos fildsofos, psicoa- nalistas y psicdlogos han insistido enérgicamente en ello y han afirmado que el amor es indispensable para el des- arrollo armGnico de la persona y que, como es facilmente constatable, las personas que en su juventud se han sentido poco amadas, o no amadas en absoluto, arrastran toda su vida las huellas de esta carencia afectiva. Algo parecido a lo que ocurre con el nifio infraalimentado, que se convierte en un adulto raquitico, débil y sumamente sensible a todo tipo de enfermedades. —s51— Segunda objecién El amor no es tan sdlo una necesidad psicolégica, sino incluso una necesidad fisica. Segin algunos de mis inter- locutores, Spitz ha constatado que la tasa de mortalidad es mas elevada entre los nifios privados de amor que entre los que han recibido el amor y el afecto de sus padres. Asi, por ejemplo, Saint-Amaud afirma: «Spitz ha constatado que, si no hay un vinculo estable entre el nifio y otra persona —que puede ser la madre o alguien que la supla—, el nifio desarrolla una serie de sintomas inexplicables en el plano médico. La gravedad de esos sintomas es tal que el nifio se debilita y acaba muriendo. En el contexto actual, no serfa err6éneo afirmar que esos nifios mueren por falta de satisfaccién de su necesidad fundamental de amar y ser ama- dos» (La personne humaine, p. 45). Como puede constatarse, las objeciones fundamentales se refieren fundamentalmente a dos puntos: 1) el amor es necesario para la felicidad; y 2) el amor es necesario para la supervivencia del nifio. Sin amor, el nifio muere; sin amor, el adulto sélo puede ser desgraciado. Para responder a estas dos objeciones, comencemos por intentar comprender antes lo que es una necesidad. Parece que con este concepto podemos designar aquellos elementos de la realidad cuya presencia es indispensable 0 util para la realizacién de una determinada condicién 0 estado. Por eso, inmediatamente nos vemos llevados a distinguir entre necesidades absolutas y necesidades re- lativas. Notemos, ademas, que una necesidad nunca es un «en si», sino que estd siempre relacionada con la reali- zacion de una condicién o de un estado. No existe nece- sidad en sf. Por eso, no puede decirse que alguien tiene necesidad de una cerilla sin afiadir que esa cerilla le es util —52— para encender fuego. Incluso necesidades como las de co- mer, beber o dormir estan relacionadas con la realizacién de un estado: la supervivencia fisica del individuo. Por lo que se refiere a la distincién entre necesidades absolutas y necesidades relativas, puede decirse que las necesidades absolutas son aquellas cuya presencia es im- prescindible para la realizaci6n de una condicién o un estado concreto, mientras que las necesidades relativas son aquellas que son susceptibles de admitir sustitutivos mas © menos adecuados y que permitan, cuando menos, realizar la condicién deseada. Por ejemplo, no es realista afirmar que alguien tiene necesidad absoluta de un martillo para clavar un clavo, porque el clavo puede clavarse con un martillo, pero también con la cabeza de un hacha, con una maza o incluso con una piedra. En relacién con mi deseo de clavar el clavo, no tengo més que una necesidad relativa de un martillo. No ocurre lo mismo con respecto, por ejemplo, a mi supervivencia fisica. Aqui sf que puedo decir con toda propiedad y sin exageracién que tengo necesidad absoluta de beber, si quiero sobrevivir. Algtn tipo de liquido es absolutamente necesario para mi supervivencia, en el sentido de que ese liquido es verdaderamente insus- tituible para la realizacién en mi de la condicién de su- pervivencia. En suma, pues, las necesidades en si no existen en la realidad. Todas las necesidades existen en funcién de un objetivo que alcanzar, de una condicién o estado que rea- lizar. Entre esas necesidades, pueden distinguirse las que son irremplazables para la consecucién del objetivo: las llamaremos necesidades absolutas. Todas las demés son necesidades relativas. Basdndonos en estas consideraciones, volvamos ahora a las objeciones formuladas al comienzo de estas reflexio- nes, comenzando por la segunda, la que hacia del amor una necesidad cuya privaci6n acarrea la muerte del niiio. Segtin la terminologia que hemos adoptado, ya se ve que — 53 — aqui se designa el amor como una necesidad absoluta en orden a la supervivencia del bebé. Pero veamos lo que sucede en realidad, segtin los estudios del propio Spitz. Dichos estudios se remontan al perfodo comprendido entre los afios 1945 y 1950 y refieren las observaciones del autor sobre un determinado nimero de nifios educados en orfelinatos y otras instituciones parecidas. Spitz constata una notable diferencia entre el compor- tamiento de esos nifios y el de aquellos otros que han sido educados en un medio familiar normal: los primeros pa- recian experimentar un retraso en su desarrollo fisico y mental con respecto a los segundos. Parece claro que determinados medios institucionales no favorecen el desarrollo arménico del nifio. Los medios observados por Spitz se caracterizaban por la escasa aten- cién prestada a cada nifio, por la reducida tasa de esti- mulacion sensorial, por la falta de medios puestos al al- cance del nifio para explorar su entorno, manipular objetos y entrar en contacto con otros nifos. Sin embargo, concluir que aquellos nifios padecian todo aquello por el hecho de no haber sido amados constituye, a mi modo de ver, una deduccién imprudente. Pareceria més acertado concluir que lo que ha producido el retraso en el desarrollo de dichos niiios es, justamente, la falta de estimulacién y la pobreza del entorno, y no se ve por qué habria de ser imposible imaginar un medio en el que el nifio recibiera esa estimulacién por parte de personas que no sintieran por él un particular afecto. Se me argiiira que precisamente esa estimulacién y esos cuidados suponen amor por parte de la persona que se los dispensa al nifio, y que es inconcebible que una persona que no ame al nifio le procure esos elementos esenciales para su desarrollo fisico y mental. Y yo respondo que, probablemente, asi es en la mayoria de los casos. El nifio que viene al mundo tiene necesidad, evidentemente, de — 54 — que se ocupen de él, porque él es rigurosamente incapaz de alimentarse, vestirse y protegerse por si solo, y morira en muy poco tiempo si alguien no satisface sus necesidades fisicas. En la mayoria de los casos, es probable que la persona que se ocupe de él experimente hacia él al menos un minimo grado de afecto. Pero, en cuanto al ulterior desarrollo fisico y animico del nifio, parece mas prudente concluir que no es el amor el que lo permite 0 favorece, sino mas bien los gestos y comportamientos que, en la mayor parte de los adultos, son expresidn del amor, y que no es absurdo concebir un laboratorio en el que los niiios fueran educados por un personal especializado que mani- festara para con ellos los gestos apropiados, pero sin ne- cesidad de que éstos fueran motivados por el amor, sino por el espiritu cientifico, por ejemplo. Las investigaciones de Brackbill (Research and Clinical Work with Children) en este terreno permiten pensar que, lejos de ser utdpica, tal condicién es perfectamente realizable. Y el propio Brackbill refiere unas observaciones efectuadas en una guarderia residencial en la Unidn Soviética creada por el Estado en orden, fundamentalmente, a dichas investiga- ciones. Dicha guarderia, donde los nifios residian desde su nacimiento hasta la edad de tres afios, contaba con un perfecto equipamiento y estaba dotada incluso de un mo- biliario especial destinado a facilitar al nifio el aprendizaje de la movilidad. Segtin Brackbill, «...el programa de la guarderia para la estimu- lacién verbomotriz del nifio esté muy elaborado. El personal considera ese programa sumamente importante y merecedor de todos los esfuerzos. Y, dentro del programa general, cada puericultora tiene encomendadas unas tareas especificas que realiza cada dia con cada uno de los nifios indi- vidualmente. Asi, por ejemplo, una puericultora tiene la funcién de preguntar a cada nifio, uno por uno: ‘*,Dénde est4 el gato?’’, ‘‘;Dénde esta el visitante?’’, ‘‘Enséfiame tu oreja’’, ‘‘Enséfia- — 55 — me tu mano’’, y asi sucesivamente. Y cada res- puesta correcta del nifio recibe el apropiado re- fuerzo». Los nifios educados en aquella institucién no presentaban signo alguno de retraso fisico, social, emotivo o intelectual. Si se pretende afirmar que las puericultoras que se ocu- paban de ellos los amaban, y que esto era lo decisivo, se esté avanzando una conclusién que, a mi modo de ver, y estrictamente hablando, los hechos experimentales no per- miten apoyar. Pasemos ahora al adulto. Ante todo, es obvio que, para sobrevivir fisicamente, un adulto tiene atin menos nece- sidad de afecto que un nifio. Le basta con recibir la acep- taci6n minima del carnicero que le vende la carne, del sastre que le hace la ropa o del propietario que le alquila | piso, para poder satisfacer sobradamente sus necesidades isicas. — jPero ese tipo de afecto a mi me trae sin cuidado!, exclamaba Beatriz. jDe lo que yo tengo necesidad es del amor verdadero y constante de un ser de carne y hueso que me acepte como soy...! Yo no puedo ser feliz sin ese amor. Y la prueba es que, cuando uno de mis amantes me abandona, me siento siempre desdichada y deprimida, has- ta que encuentro a otro. — jPero ésa es precisamente la demostracién palmaria de que no es el afecto de ninguno de ellos en particular el que necesitas para ser feliz, porque te consuelas de su marcha en cuanto aparece el siguiente! ,No esta claro que no tienes necesidad de ser amada por nadie en particular para ser feliz? — No va usted a conseguir convencerme de ello. Yo tengo necesidad de mis amantes, y no pienso dar mi brazo a torcer. — Estd bien..., reflexionemos... {No fuiste feliz, Bea- triz, cuando eras mds joven y no tenfas ningin amante? — 56 — Cuando tenfas ocho, diez o doce afios, ,eras desdichada por no tener un amante? — No; incluso tengo buenos recuerdos de mi juventud. Pero mis necesidades a los diez afios no eran las mismas que las que tengo ahora. — Ahi lo tienes: se trata de una necesidad bastante curiosa, que aparece después de haber sido inexistente durante afios. gSeguro que se trata de una verdadera ne- cesidad? Después de todo, no podrias decir lo mismo de la comida y la bebida, porque en ningtin momento de tu vida has podido prescindir de ellas para sobrevivir. Parece evidente que tu «necesidad» de amantes es, de hecho, reemplazable, que no es una necesidad absoluta, del mismo modo que la cerilla no es absolutamente necesaria para encender el fuego, porque puedes hacerlo con un encen- dedor, con una lupa y un rayo de sol e incluso frotando dos trozos de madera (aunque esto tltimo requiere bastante tiempo, hay que reconocerlo). Estuviste sin amantes du- rante afios y, sin embargo, fuiste feliz, segtin reconoces tt misma. Podrias concluir, por tanto, que los amantes no son esenciales para tu felicidad pasada, presente o futura. — Pero no ira usted a decirme que la vida merece ser vivida sin nadie que te ame... — ~Y por qué no? ;Acaso es el amor recibido lo sinico que da sentido y atractivo a la vida? ,No hay infinidad de personas que han encontrado el mayor gozo de su vida, no en el amor que recibian, sino en el que ellas eran capaces de sentir por los demas, 0 en su trabajo, o en la investi- gacién cientifica, o en destacar en un deporte o en una profesion, o en la exploracién del planeta o del espacio...? Estoy casi seguro de que ti misma conoces a personas asi y que llevan una vida feliz, equilibrada, tranquila y per- fectamente titil, sin preocuparse mayormente de si reciben 0 no de su entorno toneladas de afecto y de amor. —57— — ;Pues no! Se equivoca usted. Yo no conozco a nadie que no le dé ninguna importancia al hecho de recibir o dejar de recibir afecto. — Ni yo tampoco, Beatriz. Pero ello no constituye realmente una prueba concluyente, porque mi experiencia, como la tuya, es forzosamente limitada. Pero tampoco es necesario imaginarse a un ser que no conceda ninguna importancia al hecho de ser amado. Se trata, mds bien, de descubrir a quienes sdlo dan a ese amor una importancia relativa, no absoluta. — Bien mirado, no es lo mismo... ,Y cree usted de veras que seria posible ser realmente feliz sin recibir afecto de los demas...? ;Todo mi ser me indica lo contrario! — Ello se debe, sin duda, al hecho de que, a lo largo de los afios de tu vida, te has ido convenciendo poco a poco de que el amor se define como una necesidad irreem- plazable para ser feliz. Y hay que reconocer que a ello te ha ayudado todo ese montén de t6picos que se repiten sin parar: las telenovelas, en las que la protagonista que ama y no es correspondida se hunde en la desesperacién; los cuentos de hadas, en los que la Ilegada del Principe Azul ocasiona la felicidad sin limites de la pobre Cenicienta; las canciones, que machacan tus ofdos y los mios con el men- saje mil veces repetido de que el amor es indispensable para la felicidad... Todo ello produce un lavado de cerebro al que no se resiste ni el mas pintado, y no es extrafio que td hayas Ilegado a tal grado de conviccién a este respecto. Enel transcurso de nuestras siguientes entrevistas, Bea- triz lleg6 a comprender por qué todos sus amantes la aban- donaban antes o después. Como ella estaba convencida de tener necesidad del amor de todos y cada uno de ellos, vivia en permanente estado de ansiedad y reaccionaba con panico ante el mds minimo signo de frialdad o de aleja- miento. Piense el lector en la manera en que reaccionarfa emotivamente él si le amenazaran con cortarle la respira- ci6n aunque no fuera mas que durante unos minutos. Pro- — 58 — bablemente sentirfa una enorme angustia, tanto mayor cuanto mas intenso fuera su deseo de vivir, porque en esas circunstancias su vida estaria verdaderamente amenazada. Lo mismo ocurria con Beatriz, como seguramente le ocurre a cualquiera de nosotros cada vez que vemos amenazado un elemento de nuestra vida que hemos definido como necesidad. Este miedo llevaba a Beatriz a aferrarse desesperada- mente a sus amantes, a telefonearles diez veces al dia, a pedirles constantes muestras de afecto y pruebas de su amor. Ademas, como se comprenderé facilmente, le asal- taban los celos con enorme facilidad, porque cualquier mujer con la que entrara en contacto su amante de turno se le antojaba una posible rival que podria arrebatarle el amor del que ella no crefa poder prescindir. Por supuesto que todo ello no permitia una relacién distendida y agradable. Cuanto més trataba Beatriz de atra- par a sus amantes en la red de sus exigencias y atenciones, tanto mds tendfan éstos a tratar de sacudirse el yugo y a buscar un mds amplio espacio vital. Al cabo de algin tiempo, ya no podfan resistir mds y la abandonaban, oca- sionando a Beatriz lo que ésta mds temia y mas frenéti- camente trataba de evitar. De este modo, en lugar de al- canzar su objetivo de una relacién estable y dichosa, se alejaba de é1 por culpa de su torpeza, debida en gran parte a sus irracionales exigencias, basadas a su vez en la idea ilogica que ella tenfa de su necesidad de amor. Es verdaderamente tragico constatar hasta qué punto esta definicidn arbitraria del-amor como necesidad, en au- sencia de].cual la felicidad es imposible, ha hecho desdi- chadas a millones de personas, a pesar de que éstas tenfan en su poder los elementos esenciales para la realizacién de esa felicidad. Si ti, querido lector, estuvieras convencido de que, para vivir y ser feliz, necesitas absolutamente tener siempre en tu poder un billete de diez ddlares, ,cémo te sentirias — 59 — si, al abrir tu cartera, comprobaras que ésta se encontraba vacia? Es muy probable que experimentaras una enorme angustia y te sintieras extremadamente amenazado. Y si cada vez que abrieras tu cartera constataras que contenia realmente los diez délares, no es evidente que seguirias sintiéndote angustiado, aprensivo, dominado por el miedo a perderlos? ;Y no es verdad que entonces actuarias con muchisima prudencia y circunspeccién, que gastarfas una gran parte de tus energias y de tu tiempo en preservar cuidadosamente esos dichosos diez délares y que acabarias convirtiéndote en un ser desconfiado, porque considerarias a todos los dem4s como posibles ladrones? De ese modo te privarias de experimentar infinidad de placeres, porque Ginicamente estarfas interesado en ese objeto que habrias definido como esencial. Y si perdieras ese dinero y te sintieras enormemente desdichado, angustiado y hostil, no seria por haberlo perdido, sino por haber crefdo, equivo- cada y absurdamente, que no podrias ser feliz sin él. Lo que acabo de decir acerca del dinero es aplicable a todo lo demas: al amor, al éxito, a la fama, a la salud o a cualquier otro bien. Todas esas cosas son, evidentemente, deseables, satisfactorias y agradables; pero, si las definie- ras como «necesidades», el placer que pueden proporcio- narte se transformaria en ansiedad, en miedo y en desdicha. Y cuando te sintieras desdichado, seria por un error de légica, por una estupida creencia de la que mas te valdria liberarte contradiciéndola vigorosamente con el pensa- miento y con la accién. Eso es justamente lo que Beatriz consigui6 hacer, aun- que no sin esfuerzo. Una vez liberada, al menos en parte, de su creencia en el amor como necesidad indispensable, comenzé a recobrar la serenidad. Al reducirse su ansiedad, dej6 de considerar una catdstrofe las pequefias faltas de atencién, las frialdades pasajeras, los olvidos y las dis- tracciones de sus amantes. Roberto, a quien conocié poco después, también la abandoné al cabo de algunos meses; pero, al parecer, lo hizo porque estaba convencido de que — 60 — amar a otra persona es peligroso y arriesgado, y le producia pavor toda forma de intimidad fisica o psicolégica. Ha- blaremos de esta forma de miedo en el capitulo 6. Para su sorpresa, Beatriz reacciond con pesar (pues amaba realmente a Roberto), pero sin caer en la extremada depresion y el profundo abatimiento que habian seguido a sus anteriores rupturas. Pasado algin tiempo, conocié a Guillermo, y, por lo que yo sé, no es que disfruten del amor perfecto (que no existe mas que en las novelas rosa), pero sf mantienen una relacién en la que cada uno de ellos se aprecia, ante todo, a sf mismo y en la que ninguno de los dos define al otro como esencial para su felicidad. No estén mutuamente «intoxicados» el uno del otro; se aman, que es muy diferente. Beatriz no siente la necesidad de recibir constantemente de Guillermo signos que le garan- ticen la perennidad de su amor, porque, paraddjicamente, ha acabado admitiendo que ella es muy feliz con é1, pero que podria serlo igualmente sin él, sola o con otro. De este modo, se esta dando a si misma la mejor oportunidad de alcanzar esa felicidad que con tanta ansiedad y pasion ha estado buscando. —61— 5 Carlos, o el miedo a fracasar Si el miedo a no ser amado, que hemos visto en el capitulo anterior, es, en mi opinién, el m4s extendido y generali- zado de todos los miedos, creo que el segundo lugar de la lista lo ocuparia el miedo a fracasar. Deben de ser muy pocos los que nunca han experimentado este miedo, y sé que muchas personas lo padecen durante casi toda su vida. La mayoria de nosotros aprendemos muy temprana- mente que no sdlo es agradable y hasta beneficioso Nevar a buen término aquello que emprendemos (lo cual es una creencia razonable y poco susceptible de originar depre- siones en el caso de no conseguirlo), sino que ademds es una verdadera catdstrofe el sufrir un fracaso, y que el fracaso demuestra nuestra ineptitud y nuestra falta de valfa ode voluntad, cuando no el cardcter profundamente viciado de nuestra naturaleza. Obviamente, cuando se tienen estas ideas, el fracaso, o la simple posibilidad del mismo, tiene que provocar necesariamente una profunda ansiedad. Como es facil constatar, el miedo al fracaso va muy frecuentemente unido a ese miedo fundamental de la per- sona a perder su valor, a devaluarse como ser humano, que vefamos en el capitulo 3. Ya traté de demostrar alli que este miedo tenfa que ver con la confusién entre los actos y la persona que los realiza y con la abusiva con- — 62 — clusién de que un mal acto permite afirmar que su autor es igualmente malo. Esta era la clase de ideas que poblaban la mente de Carlos. Carlos tenia miedo a fracasar en un montén de cosas: en su préximo examen de capacitacién como maes- tro soldador, en sus pr6ximas vacaciones con la familia, en su préximo contacto sexual con su mujer...; ademas, temia que ésta le abandonase si alguna vez se daba cuenta de lo miserable y, sobre todo, lo cobarde que era. Vivia en un miedo casi continuo y, para hacerse la vida mas soportable, habia recurrido a uno de los medios mas ha- bituales e ineficaces que existen y que describiamos en el capitulo 1: bebia como una esponja, porque hallaba un cierto alivio en los vapores del alcohol y en la compaiifa de sus colegas de borrachera. Como el tal examen —inminente en el momento en que nos encontramos por primera vez— era lo que parecia ocasionarle mayor ansiedad, sobre él centramos en prin- cipio nuestros esfuerzos. Lo cual, por otra parte, responde a mi manera habitual de trabajar: en una situacién de ur- gencia, me resulta poco Util demorarme en explorar los antecedentes de los problemas que afectan a la persona en cuestién. Antecedentes que, salvo algunos detalles, me resultan ya conocidos. Y no es que pretenda poseer dotes de adivino; pero es que todo adulto ha sido antes nifio, y en nueve casos de cada diez ha sido durante la infancia cuando las ideas que causan sus problemas actuales co- menzaron a inscribirse en su mente. Sin embargo, el hecho de que las haya adquirido a los dos, a los tres, a los siete 0 a los diez afios, 0 el que le hayan sido ensefiadas por su padre, su madre, su hermano, su abuela o el cura de la aldea, por medio de la palabra o del ejemplo, no encierra sino un valor puramente circunstancial. Lo que conviene delimitar muy claramente son las ideas que en ese momento pueblan la mente de la persona y son la causa de sus problemas actuales. — 63 — Aun cuando la persona declare expresamente querer ponerme al corriente de sus antecedentes familiares y so- ciales, en principio yo no soy partidario de que lo haga, e incluso a veces me opongo abiertamente a ello, sobre todo cuando creo captar que lo que pretende la persona es efectuar una maniobra dilatoria destinada a diferir indefi- nidamente su paso a la confrontacién de sus ideas y a su compromiso en la accién. Otras personas, sin pretender conscientemente retrasar su propia mejoria, estan persua- didas (por culpa de psiquiatras, psicoanalistas y psicdlogos, naturalmente) de que el descubrir la raiz histérica de su mal hard que éste desaparezca por las buenas. Creen que, si consiguen descubrir cudl es el hecho que de tal modo les «traumatiz6» en su infancia, se veran libres de su an- siedad. En encuentros terapéuticos, he conocido a psic6- logos que estaban plenamente convencidos de lo bien fun- dado de tan irrealista teorfa, e incluso uno de ellos tardé no menos de seis meses en decidirse a dejar de lado esa estéril exploracién y ponerse en serio a depurar sus ideas no realistas y pasar a la acci6n. Aunque llegéramos a descubrir, al cabo de meses de biisqueda, que todo empez6 cuando (y no porque) la per- sona se sintié rechazada a la edad de tres afios, con ocasién del nacimiento de un hermanito que polariz6 durante un tiempo la atencién de sus padres, o cuando su padre le propin6 injustamente una azotaina por una falta que él] no habia cometido, es muy dudoso que tal descubrimiento, por sf mismo, haga desaparecer los sentimientos de ansie- dad y hostilidad que la atormentan. Todavia quedara por hacer toda la labor de confrontacién, con el fin de arrojar de sf las ideas que se originaron con ocasién de tales hechos y cuyo profundo arraigo en su mente explica la presencia actual de emociones desagradables. Al final del libro in- cluyo un apéndice que suelo entregar a quienes acuden por primera vez a mi consulta y en el que expongo las grandes lineas del proceso que van a seguir si deciden realizar la terapia conmigo. — 64 — Pero volvamos a Carlos, el cual preparaba con enorme esfuerzo y contrariedad su dichoso examen; una prepara- cién que se veia tremendamente dificultada, ademds, por el hecho de que cada vez que se enfrentaba a sus libros y se ponia a estudiar, su mente, en lugar de centrarse en la materia que debia asimilar, derivaba frecuentemente hacia pensamientos como éstos: «Si suspendo este examen, sera terrible... Sera la prueba de que no valgo para nada... Lo mas probable es que me pregunten cosas que ignoro, y pareceré un idiota ante el tribunal... Seguro que me fallara la memoria..., que se me pondra la mente en blanco. Seré un fracasado... No creo que Lola quiera seguir com- partiendo su vida con un tipo tan torpe como yo... Y, encima, se acercan las vacaciones...: si suspendo el exa- men, serdn horribles... Los nifios se me van a subir a las barbas, y con raz6n... ;Menuda imagen, la de su padre!... Soy un verdadero desastre... Tal vez serfa mejor que no me presentara al examen: asi evitarfa al menos la humi- llaci6n del fracaso, que es seguro... Pero, entonces, {cdmo voy a poder mirarme en el espejo, si no tengo ni siquiera el valor de lanzarme por una vez en mi vida?. .. ;Qué mierda de vida!... Preferiria estar muerto o no haber nacido...». Por supuesto que, durante todo ese tiempo, Carlos no estudiaba. Después de esforzarse durante horas en tratar de concentrarse, perdia el 4nimo y se iba a pasar el resto del dia en el bar. Allf al menos, con suficiente alcohol en las venas, conseguia olvidar las ideas que le torturaban. Pero, cuando volvia a estar sobrio, le asaltaban de nuevo todas ellas, junto con otra serie de pensamientos igualmente deprimentes que le hacian reprocharse amargamente el no ser mds que un pobre soldador, un pobre padre, un pobre marido... y un maldito borracho, incapaz de hacer frente a sus responsabilidades. No me cost6 mucho hacer comprender a Carlos que la verdadera causa de sus dificultades radicaba en las ideas que tenia acerca de si mismo, especialmente en su creencia de que un fracaso constitufa una catdstrofe, y de que debia — 65 — a toda costa aprobar su examen. Es una caracteristica en- vidiable de la terapia emotivo-racional su facil compren- si6n aun para personas de escasa cultura libresca e inte- lectual. Podria incluso decirse que es mas facilmente comprensible para dichas personas, que suelen tener la mente menos atiborrada de teorias mas 0 menos extrava- gantes y frecuentemente alejadas de la realidad. En cuanto me parecié que Carlos habia captado los elementos esenciales de] método, empecé a ensefiarle c6mo debia hacer la confrontacién. No disponiamos de mucho tiempo, porque el examen se celebraria tres semanas des- pués de nuestro primer encuentro. Pues bien, en el poco tiempo de que dispusimos traté de hacerle ver que era absurdo atribuir tanta importancia al éxito en dicho exa- men, que no tenfa necesidad de aprobarlo, que ademas siempre podria volver a presentarse si suspendia, y que, aun cuando jamas lo aprobara, ello no supondria necesa- riamente para él y los suyos un futuro miserable y des- graciado, porque habfa otras formas de ser feliz, sin ne- cesidad de ser maestro soldador, y un fracaso no demostraria que él era un estipido ni que carecia de una valia fundamental. Dejé para mds tarde la confrontacién de su necesidad de ser amado y aprobado por su mujer y sus hijos, pues preferi abordar primero lo mas urgente. Carlos emprendi6 la tarea de confrontar un cierto ni- mero de sus ideas ilégicas. Al principio, los resultados fueron bastante desiguales y vacilantes; pero, a base de realizar por escrito diez o quince confrontaciones diarias, consiguié adquirir la suficiente calma como para ponerse a estudiar mds en serio. El tiempo que anteriormente pasaba en el bar pudo utilizarlo ahora para combatir las ideas causantes de su ansiedad y estudiar en condiciones. Al fin, lleg6 el gran dia, y Carlos se present al examen, que constaba de una prueba escrita y otra oral. Tras realizar ambas con bastante dificultad, de nuevo le asaltaron sus viejas ideas, y, por primera vez en tres semanas, ingirié — 66 — tal cantidad de alcohol que pasé6 varias horas inconsciente. Finalmente, se presenté temblando de miedo y de aprensién en la oficina donde tenfan que darle los resultados del examen. Es dificil imaginar la inmensa alegria que sintié cuando la secretaria le dijo con una ancha sonrisa que habia aprobado y que en unos cuantos dfas le enviarian a su casa el correspondiente diploma. Como es facil adivinar, el trabajo de Carlos no habia concluido todavia. Sus ideas negativas atin no habian dado paso al sentido comin y a la razén. Pero al menos habia constatado experimentalmente que el haber podido libe- rarse de ellas, aunque solo fuera temporalmente, le habia permitido alcanzar su objetivo. Ya no tenfa que creerme cuando yo le decia que la confrontacién es un método de lo més saludable: ahora lo sabia, porque lo habia experi- mentado. Creo que de la historia de Carlos podemos sacar la conclusién de que el miedo a fracasar tiene que ver casi siempre con la absurda manja de exagerar las consecuen- cias del posible fracaso; con el lamentable empeiio de trans- formar mentalmente el fracaso en un hecho no sdlo de- sagradable y nocivo, sino, ademas, horrible, espantoso e intolerable. No hace falta mucho més para que cualquiera se deje dominar por el miedo; pero hay muchas personas que —como Carlos y, quiz4, como ti, querido lector— afiaden ademas a esa absurda idea la idea no menos absurda de que el fracaso demostrar4, sin la menor sombra de duda, su falta fundamental de valia. En mi opinion, son estas dos ideas las que conviene principalmente atacar si quiere uno liberarse del miedo a fracasar. Tu valia fundamental como ser humano, si es algo mas que una nocién puramente . abstracta, jamds se vera reducida por ninguna clase de fracaso, como tampoco se incrementard por el hecho de obtener los mas resonantes éxitos. Ni ti ni yo seremos nunca més que seres humanos, y es una verdadera ldstima que empleemos tanto tiempo y tantos esfuerzos en de- mostrar lo que es evidente y en tratar de huir de lo que es imposible. — 67 — 6 Diana, o el miedo a triunfar Tal vez no se imaginara el lector que un ser humano puede sentir esta clase de miedo, y probablemente le haya sor- prendido verlo aqui enunciado. Sin embargo, ese miedo existe ¢, indudablemente, esté mucho mas extendido de lo que podria creerse. En mi opinién, el miedo a triunfar no suele presentarse bajo esta denominacién, y s6lo rascando bastante por debajo de la superficie podemos llegar a iden- tificarlo y, gracias a él, explicar numerosos comporta- mientos que a primera vista parecen inexplicables. Diana habia acudido a mi consulta por causa de unos vagos e imprecisos dolores de espalda, asociados a un estado general de malestar y cansancio; una especie de vacio melancélico. Trabajaba desde hacia diez afos en una agencia de publicidad, y afirmaba cumplir sus obligaciones con exactitud y no sentir ninguna insatisfaccién al respecto. Segiin ella, amaba su trabajo y se encontraba a gusto en él. A primera vista, parecia, pues, que el problema no estaba ahi. Por lo demés, el resto de su vida parecia per- fectamente normal, y tuve que devanarme los sesos para averiguar d6nde tenia su origen la ansiedad que, eviden- temente, padecia Diana. Una cosa, sin embargo, me in- trigaba: ,cémo era posible que, después de diez afios tra- bajando en el mismo lugar, y con las cualidades que poseia y que ella misma era la primera en reconocer, Diana si- — 68 — guiera ocupando un puesto subalterno en la agencia? Tra- tando de responder a mi propia pregunta, cref al principio que se trataba de uno de tantos casos de discriminacién de la mujer en el trabajo que impedia a Diana, a pesar de su competencia, acceder a un puesto directivo. Mi hipdtesis se vino abajo cuando ella me hizo saber que, de hecho, otras mujeres ocupaban puestos directivos en la agencia, incluido el mas alto de todos: la direccién general. Pensé entonces que tal vez pudiera tratarse de un problema de rivalidad y de celos profesionales, pero la propia Diana me revelé que varias veces le habian ofrecido ascender, pero que ella siempre se habia negado, basandose —segin me confié sonriendo— en el Principio de Peter. Como todos saben, el autor de este libro, que conocié una enorme popularidad hace algunos afios, afirma con humor que, en una organizacién, todo el mundo asciende hasta alcanzar el nivel de su incompetencia, y que por eso los grandes organismos funcionan mal; y explica a sus lectores una serie de estrategias que les permitan evitar ser ascendidos y, de ese modo, quedarse a un nivel de responsabilidad en el que tengan més posibilidades de mostrar su verdadera competencia. Comencé entonces a sospechar que lo que podria ocu- trirle a Diana es que tuviera miedo a triunfar. Pero jpor qué ha de tener miedo un ser humano a lo que con tanto ahinco, como veiamos en el caso de Carlos, buscan tantos otros que lo que mas temen es el fracaso? Podemos llegar a comprender esta reaccién si recor- damos que el éxito conlleva frecuentemente una serie de inconvenientes. Por citar algunos: el éxito suele ir acom- pafiado de un aumento de responsabilidades; el que tiene éxito se convierte facilmente en blanco de las criticas y la envidia de los demas; le resulta menos facil criticar a la organizaci6n; y esta casi obligado a declararse solidario de otras personas a las que quiza ha criticado abiertamente con anterioridad. — 69 — Ademas, en el caso de Diana podfa intervenir otro factor: su condicién de mujer. No es imposible que en una sociedad como la nuestra —donde es e] hombre quien suele ocupar los puestos directivos, mientras que la mujer sigue siendo relegada, por lo general, a tareas subalternas— mu- chas mujeres teman dejar su condicién de meras colabo- radoras, no sélo porque se definen a sf mismas como in- competentes, compartiendo asi los prejuicios de nuestra sociedad con respecto a las mujeres, sino también porque temen quiza que, al acceder a puestos de autoridad, pierdan una parte de su femineidad. Para muchas mujeres, parece que el ideal de la femineidad sigue consistiendo en casarse y tener hijos y en desempefiar el papel de asistente del marido. A mi modo de ver, todavia son muy pocos los hogares donde las tareas y responsabilidades domésticas no s6lo son compartidas, sino asumidas conjuntamente por ambos miembros de la pareja. Muchas familias siguen atin respondiendo al modelo «empresarial» en el que hay un patrono y una empleada de confianza. Y es muy posible que en el plano laboral ocurra otro tanto. Conocemos de sobra los prejuicios de los hombres con respecto a la mujer que ocupa un cargo directivo: suelen tacharla de «marimacho» o de «mujer de carrera», mientras que nunca hablan del «hombre de carrera»; se burlan de sus pretensiones, repitiendo siempre los mismos t6picos: «El puesto de la mujer esta en el hogar, con sus hijos»; «Las mujeres no tienen la mente que hace falta para dirigir y tomar decisiones administrativas»; «E] papel de la mujer consiste en apoyar y asistir al hombre en su noble tarea de conquistar el universo»...; ademds, tienen buen cuidado de silenciar a las mujeres que han ocupado, con mucho talento, puestos elevados en la historia: si se habla de la atolondrada Marfa Antonieta o de la oscura sefiora Nixon, hay que hablar también de la gran Catalina de Rusia y de Isabel I de Inglaterra, a las que dificilmente puede calificarse de timoratas 0 de indecisas. —70— Estos esttipidos prejuicios, repetidos incansablemente por generaciones de machos celosos de su masculinidad y furiosos defensores de sus privilegios, son compartidos, desgraciadamente, por mas de una mujer, y yo me siento predispuesto a suscribir el diagnéstico que muchas escri- toras —desde Simone de Beauvoir hasta Germaine Greer o Benoite Groux— han emitido sobre la mujer, a la que acusan de ser muchas veces el peor enemigo de las demas mujeres. Diana negaba insistentemente adherirse a tan aberrantes creencias, pero sus negativas no eran demasiado convin- centes; y, cuanto mds hablabamos, mds me persuadia yo de que ella las compartia inconscientemente. Algunas creencias muy antiguas en la vida de la persona poseen este cardcter inconsciente y son especialmente dificiles de confrontar, porque no es facil identificarlas, como tampoco es facil abatir un pato de un disparo sin antes haberlo enfocado con el punto de mira. Dichas creencias se ase- mejan a esos ruidos monétonos y persistentes que uno acaba por no percibir, debido a su constante y discreta presencia. Es el caso, por ejemplo, del tic-tac de un reloj o del zumbido de un ventilador. Y, muchas veces, sélo caemos en la cuenta de esos ruidos cuando se interrumpen. Esto era lo que ocurria con Diana. Sin ella saberlo, crefa que tener éxito en su carrera habria significado para ella una especie de despersonalizacién, una abdicacién de sus rasgos especificamente femeninos y el acceso a un mundo en el que se encontraria aislada y cargada de res- ponsabilidades que se crefa incapaz de poder asumir. Y la ansiedad producida por tales creencias se manifestaba en su malestar fisico y en su melancolia. Ella se defend{a afirmando que nada la obligaba a acep- tar las responsabilidades que le habrian supuesto los di- versos ascensos que se le habjan ofrecido, que tenia per- fecto derecho a vivir su vida como ella preferiera y que no tenia por qué dedicarse a combatir los mitos culturales —1— de su civilizacién. Y en todo ello tenja raz6én, evidente- mente; pero una cosa es rechazar un puesto porque no nos agrada, y otra muy distinta echarnos atras porque no somos capaces de resistir al miedo. En el primer caso, la ansiedad brilla por su ausencia y no viene a amargarnos la vida. Prescindo de relatar las numerosas entrevistas durante las cuales Diana se obstiné en mantener sus posiciones, a pesar de que la ansiedad no dejaba de crecer. Sdlo cuando aprendié a confrontarse en relacién a otros aspectos de menor importancia, consiguiéd abordar gradualmente sus pensamientos ilégicos basicos, relacionados con su propia identidad y con su miedo a triunfar. Es ésta una estrategia que suele resultar muy ttil, porque permite a la persona hacerse con una serie de instrumentos indispensables para atacar las raices del mal, del mismo modo que el esquiador perfecciona primero su técnica en pendientes de dificultad media, antes de afrontar las mas dificiles. Después de varios meses empleando esta tactica, Diana se decidié al fin a aceptar un puesto ligeramente superior al que venia ocupando en la agencia de publicidad. Y la experiencia fue concluyente: no sdlo fueron desaparecién- dole poco a poco sus dolores de espalda, sino que ademas recobr6 unas ganas de vivir y una creatividad que no habia sentido desde los primeros afios de su trabajo en la agencia. Actualmente, Diana ya no piensa que el dirigir una seccién de la agencia le haga perder su femineidad. Ha aprendido a no considerar como catastr6ficas las inevita- bles criticas que se le hacen. Y ha constatado, ademas, que puede perfectamente asumir responsabilidades sin ve- nirse abajo ni deprimirse, a condicién de que siga consi- derando sus fracasos como algo lamentable, pero no irre- mediable, y sus errores como algo fastidioso y molesto, pero no como algo terrible y descalificador. Y es que por debajo de su miedo a triunfar se ocultaba el miedo al fracaso, pues ambos no son sino facetas de un mismo miedo fundamental: el miedo a no ser amado y aprobado por todo el mundo en todo cuanto uno haga. —72 — 7 Enrique, o el miedo a la opinion de los demas {Te reconoces aqui, querido lector? Seguro que sf. ; Verdad que este miedo también lo padeces ti? {Cudntas veces, a lo largo de la Ultima semana, te has abstenido de hacer algo que te habria gustado hacer, o te has visto obligado a hacer algo que detestabas, sdlo porque te preocupaba lo que los demas pudieran pensar de ti? Nos hallamos ante una variante del miedo a no ser amado, del que hablabamos a propésito de Beatriz. Tratemos de distinguir lo que es razonable y lo que puede haber de exagerado en este miedo. No se trata de que haya que «pasar» olimpicamente de la opinidén de todo el mundo, a menos que pueda hacerse sin mayores inconvenientes. Asi, por ejemplo, si eres un empleado, puede ser importante que tu jefe tenga una opi- nién favorable de ti como trabajador; de lo contrario, tal vez perdieras tu empleo. Si eres médico, abogado o pro- pietario de un taller, y apenas haces caso de Ja opinién de tus clientes, es muy posible que tu clientela disminuya de manera alarmante. Son casos, como se ve, en los que es prudente no chocar indtilmente con los demas y en los que, sin perjuicio de conservar tu libertad de pensamiento y de accién, parece inoportuno, cuando menos, alardear es- truendosamente de independencia. A veces, cuando expongo esto a los que acuden a mi consulta, algunos de ellos me acusan de recomendar una —B— diplomacia bastante sinuosa y reivindican su derecho a decir y hacer en todo momento cuanto piensan y desean. Y yo les respondo que no pongo en tela de juicio ese derecho, que indudablemente les asiste, porque todo ser humano, en general y en particular, est4 autorizado para pensar y hacer lo que quiera. Pero, aunque todo esté per- mitido, no todo es oportuno, como ya les decfa Pablo a los cristianos de Corinto. Una enfermera que trabajaba en un hospital me referfa los frecuentes abusos que el personal sanitario cometia con los enfermos. Ella se sentia obligada a denunciar tales abusos y a criticar a sus colegas a propésito de su conducta profesional, con lo cual habia logrado granjearse un buen nimero de enemigos —sigue siendo cierto que nadie es profeta en su tierra— y ser despedida de cuatro hospitales. Estaba persuadida de que lo que hacia era sumamente no- ble, y no le faltaba mucho para considerarse una martir de la rectitud y de la conciencia profesional en un medio corrupto. Yo le repliqué que su actitud, por el contrario, me parecfa tremendamente ingenua, y que seria preferible que tuviera muy en cuenta delante de quién denunciaba tales abusos. Sin embargo, aparte de esos casos en los que puede ser importante para alguien cultivar en los demds una opi- nién favorable con respecto a él, hay otras muchisimas circunstancias en que la opinién de los demés, ya sea favorable o desfavorable, no tiene incidencia en el desa- rrollo de nuestras vidas. Muchas veces nos preocupamos del juicio favorable de perfectos desconocidos a los que probablemente no volveremos a ver jamds y cuya posible influencia en nuestra vida es nula. Este era el caso de Enrique. Enrique habia venido al mundo con una caracterfstica sexual que, en su opinién, revestia una importancia increible: estaba dotado de un pene algo mas pequefio que el del promedio de los hom- bres. {Lo que yo habia ofdo hablar acerca de este tema no —774— era nada en comparacién con lo que el bueno de Enrique venia diciéndose a si mismo desde hacia afios! Seamos concretos: su pene, en estado de reposo, media siete cen- timetros de longitud, lo cual viene a ser unos tres centi- metros y medio inferior al promedio del pene humano. Enrique estaba convencido de que, si se ponia un bafiador y se paseaba por la playa, todo el mundo se daria cuenta de las reducidas dimensiones de su 6rgano y sacaria de ello conclusiones bastante desfavorables acerca del con- junto de su personalidad. Le parecia escuchar ya los mur- mullos que su presencia en la playa suscitaria: «jFijate!... iNo es posible!... ;Se le habra congelado?... ;Pobre dia- blo!... j{Qué cosa tan ridicula!...» Con sdlo pensarlo, le entraban sudores; de manera que se abstenia prudentemente de ir a bafiarse, para lo cual inventaba toda clase de razones con el fin de excusarse cuando le invitaban a ir a una piscina o a tomar el sol. Sofiaba con pasar unas vacaciones de invierno en las Bermudas..., pero 4a quién se le podia ocurrir ir a las Bermubas y no bafarse? Y eso no era todo; tenfa ademas la sensacién de ser demasiado alto y demasiado escualido, y de tener una nariz demasiado larga y unos dientes demasiado prominentes, del mismo modo que algunas mujeres se preocupan en- fermizamente por el reducido 0 excesivo tamafo de sus senos, por la delgadez o la gordura de sus muslos, piernas y brazos, o por el aspecto de sus ojos y hasta de los dedos de sus pies. Empecé inmediatamente a confrontar las ideas de En- rique sobre este tema, tratando de demostrarle, en primer lugar, que la opinién de los demas acerca de su pequefio miembro no tenia ninguna importancia, a no ser que quizé se dispusiera a tener contacto sexual con ellos; en segundo lugar, que, de todos modos, no habia nada que hacer al respecto, porque la ciencia no habia descubierto atin la manera de hacer crecer ese 6rgano a voluntad; y, final- mente, que su ansiedad no se debja realmente a las re- ducidas dimensiones de su pene, sino mds bien a la im- — 75 — portancia absurda que él otorgaba a la opinidn de los demas sobre el asunto, con lo cual estaba privandose de deter- minadas actividades (bafiarse, tomar el sol...) que podrfan resultarle sumamente satisfactorias. Enrique, sin embargo, no aceptaba esta terapia. Se negaba a confrontar sus ideas, aduciendo que se trataba de un método demasiado simplista y superficial y que la ver- dadera y mds profunda raiz de su mal tenfa que ver con su infancia y con los traumatismos primitivos que entonces debié de padecer. Sofaba con tener un buen complejo de Edipo y no dejaba de machacarme con todo tipo de teorfas psicoanaliticas. Pero yo no queria en modo alguno apartarme de la realidad y me ensafié sin piedad en echar abajo, uno por uno, todos sus errores de légica y en demostrarle incon- testablemente que, fueran cuales fueran las rafces hist6ricas de los sentimientos que entonces experimentaba, era pre- cisamente a las ideas que los sustentaban a las que debfa hacer frente si queria liberarse de tales sentimientos. Como suelo hacer con los pacientes mds «correosos», le propuse que intentara realizar un plan de confrontaciones durante unas cuantas semanas y comprobara por si mismo los re- sultados. «Si eso no funciona —le dije—, siempre podras volver a tu antiguo sistema. Después de todo, no tienes nada que perder con intentar la confrontacién. Lo peor que puede ocurrir es que durante unas semanas hagas un esfuerzo que no te sirva para nada...». Mis repetidas apelaciones al sentido comin y a la ob- jetividad acabaron dando resultado, y Enrique decidid abordar la tarea de identificar y tratar de liberarse de sus ideas no realistas, centrandose especialmente en la impor- tancia que él atribuia a la opinion de los demés acerca de su apariencia fisica, pero sin olvidar otros aspectos de su propia persona. Los progresos fueron bastante lentos al principio, y Enrique intenté mds de una vez volver a su sistema de buscar en el pasado las rafces de sus dificultades —16 — presentes. Yo le sugerf que se impusiera algin tipo de «refuerzos», cosa que acepté con bastantes reticencias. Le propuse ademés que grabara magnetofénicamente todas nuestras entrevistas y que luego, tranquilamente, las es- cuchara a solas. Es ésta una técnica que empleo con bas- tante frecuencia. En mi despacho tengo siempre una gra- badora preparada, y sugiero al paciente que se traiga una «cassette» para grabar el contenido verbal de nuestras en- trevistas. Y es muy frecuente que, al escucharlas en su casa, el paciente constate una serie de cosas. Enrique, por ejemplo, cay6 en la cuenta del tiempo que pasaba durante las entrevistas tratando de justificarse y defenderse de mi. Lo cual nos condujo facilmente a hablar de la importancia que é1 daba a mi opini6n acerca de él. Era la situacién ideal: aquello de lo que Enrique me hablaba lo vivia con- migo en el momento mismo en que hablabamos de ello, y ya no era necesario examinar con él situaciones ajenas a la consulta y, probablemente, deformadas por sus re- cuerdos, porque nuestra relacion nos ofrecia todos los ele- mentos necesarios para captar verdaderamente sus ideas ilégicas. . Mientras tanto, las confrontaciones de Enrique, des- pués de los inevitables tanteos y disfunciones del comien- zo, empezaban a dar resultados. Se dio cuenta de que, diciéndose la verdad, podia calmar su ansiedad. Se aven- tur6 a salir a su jardin en bafiador para cortar el césped a la vista de sus vecinos y de cuantos pasaran por delante de su casa, y se sorprendié al comprobar que no experi- mentaba mds que una pequefia aprensién. Le invitaron a una fiesta al aire libre, y acept6 darse un chapuzén en la piscina delante de todos los invitados. De este modo, cons- tat6 que la confrontacién de sus ideas absurdas le producia unos resultados tangibles, lo cual le animé a intensificar su trabajo en esta linea. No puedo decir mds por el momento. La labor de En- rique no ha terminado atin, y todavia le quedan, sin duda, numerosas ideas por identificar y desarraigar. Pero nada —7— hace creer que no vaya a lograr, a base de esfuerzos co- rrectamente orientados y sin gastar sus energias en estériles btisquedas de arqueologia psicolégica, vivir una vida de la que estén practicamente ausentes la ansiedad y su prima hermana, la hostilidad. Para ello se ha elaborado un pro- grama muy concreto de confrontaciones y de accién, y en el momento en que escribo estas lineas no me resulta dificil imaginarmelo contradiciendo enérgicamente sus ideas ab- surdas y emprendiendo progresivamente acciones en las que, sin chocar inttilmente con los demas, se esfuerce cada vez mas por hacer lo que le plazca. — 78 — 8 Fernanda, o el miedo a amar Lo que voy a contar de Fernanda podria perfectamente contarlo también de Fernando, porque el miedo a amar —como los restantes miedos, por lo demas— no es ex- clusivo de ninguno de los dos sexos. Dice una cancién que «todo el mundo quiere ir al cielo, pero nadie desea morir»; y a mi me parece a veces que todo el mundo quiere ser amado, pero que son muchos los que tienen miedo a amar a otros y, consiguientemente, se abstienen de hacerlo, con el lamentable resultado de que la demanda de amor es muy superior a la oferta del mismo. No me refiero aqui al miedo a «hacer el amor, una expresi6n que se presta a graves confusiones y que seria preferible remplazar por otra como «tener relaciones se- xuales». Este miedo también esté muy extendido, pero me referiré a él en el capitulo 11. De momento, conviene recordar que es perfectamente posible tener relaciones se- xuales placenteras con una persona a la que no se ama, y que, por otra parte, es igualmente posible amar profun- damente a una persona y no tener con ella ningtin contacto sexual. El socidlogo canadiense John Allan Lee, de la Uni- versidad de Toronto, ha propuesto, en su obra Colours of Love, una ingeniosa clasificacién del amor en seis tipos —779— predominantes que rara vez se dan en estado puro, sino que suelen aparecer combinados entre sf en casi todo el mundo. Sin embargo, lo normal es que, dentro de esa combinacién, haya una serie de constantes que permitan concluir que en tal o cual persona predomina fundamen- talmente tal o cual tipo de amor. El amor erético El sintoma mas tipico de esta forma de amor es la poderosa e inmediata atraccién fisica que una persona siente por otra. Se trata del tipico «flechazo». La actividad sexual es intensa, rapida y variada. El amante busca ardientemente un ideal de belleza fisica; le interesa todo lo del otro, y exige cada vez mayor intimidad psicoldégica. La intensidad de esta bisqueda y de esta exigencia hace fragil la relacién y favorece las decepciones. Parece dificil basar en un amor primordialmente erético una relacién estable y mutua. El amor lidico Etimoldgicamente derivado de una palabra latina que sig- nifica juego, el amor lidico,es concebido primordialmente como eso, como un juego, sin el compromiso y la pasién que comporta el amor erdtico. Los amantes ltidicos suelen amar a varias personas a la vez y utilizan diversas técnicas para mantener con cada una de ellas una relacién no com- prometedora. Es el amor tipico del «don Juan», que pasa constantemente de una pareja a otra; un amor rara vez posesivo 0 celoso, siempre dispuesto a divertirse y a amar. El amor de amistad Es el amor sin fiebre ni locura; un afecto pacifico y so- segado, en el que las relaciones sexuales desempefian un papel secundario y en el que los sentimientos intensos brillan por su ausencia. Es el amor perfectamente «natu- ral», que nace, sin hacer ruido, del trato frecuente, y del — 80 — que forman parte el matrimonio y los hijos. Es, sin lugar a dudas, el tipo de amor mas estable: la pareja posee unos recursos de estabilidad que le permiten superar pruebas que nunca podrian resistir las parejas erdticas o lidicas. En este tipo de amor no se da precisamente el éxtasis, pero tampoco la desesperacién. Para Lee, estas tres primeras formas constituyen los tipos fundamentales de amor. Y, al igual que ocurre con los colores, pueden mezclarse entre si y producir otros tres tipos: El amor maniatico (combinacién de amor erético y amor lidico) La agitacién, la pérdida de suefio y de apetito y la fiebre son caracteristicas del amor maniatico. E] enamorado ma- niatico esta obsesionado por su amor, en el que no puede dejar de pensar. Insaciablemente sediento de sefiales de afecto, la mas pequefia falta de atencién o el més minimo signo de frialdad le provocan una enorme ansiedad y un profundo dolor. Es furiosamente celoso y propenso al éx- tasis 0, alternativamente, a la desesperacién. La mayor parte de los amantes maniaticos estan con- vencidos de no valer absolutamente nada si no son amados. Creen tener tal necesidad de ser amados que no dejan que la relacién siga su curso y precipitan los acontecimientos. Estos amores rara vez acaban bien; en ocasiones, los po- seidos por un amor maniatico llegan a emplear la violencia y hasta recurren al suicidio, pero para la mayor parte de ellos los efectos de la ruptura se prolongan durante meses e incluso durante afios. No es imposible que un amor de este tipo desemboque en una relacién estable, pero para ello el enamorado maniatico necesita una pareja excepcio- nal, capaz de sobrevivir a las tempestades emocionales, de transmitir la misma intensidad amorosa y, finalmente, de convencer al maniaco de que es digno de amor. —s8i— El amor pragmatico (combinaci6én de amor de amistad y amor lidico) Es la forma racional de enfocar el amor. Lo que se busca es la compatibilidad de humor y de cardcter, la similitud de intereses y de educacién, la coincidencia en los prin- cipios religiosos y morales. Este tipo de amor, no obstante, no es tan frio como puede parecer. Una vez que se ha elegido a un compaifiero/a estable, pueden desarrollarse sentimientos més intensos. Mientras que el amor erético se asemeja a un puchero hirviendo que va enfridndose poco a poco, el amor pragmatico, inicialmente frio, va cal- deandose lentamente. El amor altruista (combinacién de amor erético y amor de amistad) Se trata de un amor universal y centrado en el otro; un amor paciente, nunca celoso, y que no exige reciprocidad. Los sentimientos son tan intensos como en el amor erético, pero van acompaifiados de los elementos de tranquilidad y estabilidad propios del amor de amistad. Es el amor que los griegos llamaban agapé, término que adopté la tradi- cin cristiana, a partir de san Pablo, para caracterizar las relaciones que deben existir entre los creyentes. Se trata, en realidad, del don de si, generoso y carente de egofsmo, a otra persona. Volviendo a Fernanda, parecia realmente que tenia mie- do a amar, a la vez que deseaba ardientemente ser amada. De hecho, respondia perfectamente a las caracterfsticas de lo que Lee considera como «amor maniatico». Convencida de su absoluta falta de valfa, se encontraba encerrada en una situacién insostenible. Deseaba ser amada, pero temia que la proximidad y la intimidad que supone el amor per- mitiera a sus amantes descubrir lo estipida, despreciable y abyecta que ella era, al menos en su opinién. Por eso frenaba en seco a quien trataba de cortejarla, afirmando — 82 — no ser digna de amor alguno, pero reconociendo, acto seguido, que no podia vivir sin ser amada. ;Dificilmente puede uno amargarse mejor la existencia...! Habria sido sumamente tentador para un terapeuta ha- cerse el siguiente razonamiento: «Puesto que Fernanda no se ama a sf misma y desea ardientemente ser amada, voy a amarla yo, y asi descubrird que es amable y empezaré a amarse a si misma.». Pero esto era sumamente peligroso, porque sélo habria llevado a Fernanda a creer con mayor convencimiento atin que no podria ser feliz sin ser amada, al menos por su terapeuta; lo cual constituye un error ver- daderamente nefasto, como veiamos en el capitulo 4 a propésito de Beatriz. Decidf, pues, abordar el asunto de Fernanda de un modo totalmente distinto, centrando mis esfuerzos en tratar de demostrarle, no que ella era perfectamente digna de ser amada, sino que no tenia ninguna necesidad de ser amada para ser feliz y que, aun cuando yo la amara apasiona- damente, ello no solucionarfa el problema, al menos mien- tras conservara en su mente sus absurdas ideas. E] miedo a ser rechazada, que se ocultaba bajo su miedo a amar, se manifestaba de mil maneras. Reprochaba a los hombres, por ejemplo, que sélo les interesaba la piel de las mujeres y que no pensaban mas que en acostarse con ellas. Como ella, segtin los cdnones de nuestra sociedad, era muy guapa, yo me empefié en hacerle ver que ello no significaba ninguna tragedia, porque, evidentemente, era su belleza lo primero que impresionaba de ella. A fin de cuentas, no se puede reprochar a nadie que se fije primero en el continente, antes de interesarse por el contenido, y parece un tanto injusto calificar de vulgar a un hombre por sentirse eréticamente estimulado por la visién de las formas armoniosas de una mujer joven. Fernanda habfa llegado incluso a tratar de afearse de- liberadamente, poniéndose unos vestidos horrorosos y su- — 83 —

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