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DE LA CORRIDA DE TOROS Y COSAS PEORES

Por Agustín Zerón

Con eso de que existe una dualidad o diversidad en las formas de pensar, es muy lógico opinar respecto a
quienes no les gustan ver una corrida de toros. Ciertamente creo lógico que existan personas que no disfrutan
de la fiesta brava, de igual manera existen quienes no gustan del futbol, la equitación o las telenovelas. Todo
en su justa razón es cultural, pero es muy diferente el fanatismo mundano a la afición sacramental que se
profesa en una población como BIC (bien de interés cultural). El humano es depredador de unos y presa de
otros en la misma pirámide ecológica, por naturaleza el hombre no mata solo por diversión aunque algunos lo
hacen por perversión.

¿Pero habrá quien nunca haya probado más de una vez un bistec, una chuleta o una milanesa, o haber
disfrutado una pancita o callos, una barbacoa, unas carnitas o un albondigón? Ni hablar de un modesto pollito
rostizado, un guajolote con mole, un lechón o un clásico pavo ahumado relleno para el tanksgiving o un
cordero para la cena de navidad. Ahora viene otra pregunta ¿De dónde vienen todos esos plumíferos, bovinos
ovinos y porcinos?

Pueden ser pocos los que coman frecuentemente un buen bife, un churrasco o una arrachera, pero habrá
quien crea que un steak, un porter house, un T bone, un sirloin, un ribeye, o hasta un jugoso prime ribe sean
traídos de la fábrica de juguetes de Santa Claus o de las memorables recetas de ultratumba de François-
René de Chateaubriand. ¿En el Parlament piensan que la carne se fabrica como los Froot Loop?

¡Prou prou! (Basta, basta en catalán).

Puedo afirmar sin temor a equivocarme que no todos los carnícos que se consume en nuestro planeta pueda
provenir de una exigencia o sistema de revisión kósher. Pero si es lógico suponer que la carne de consumo
en las pequeñas y grandes poblaciones proviene de los rastros.

La primera vez que fui a tempranas horas de la mañana al rastro de Ferrería, ahí conocí la realidad de cómo
son transportados, conducidos, sacrificados y canalados los pollos, borregos, cerdos y los famosos toritos. Si
alguien detesta la ancestral tauromaquia (originaria desde la era de bronce), y viera lo que yo he visto en los
rastros (en pleno siglo XXI), empezaría a disfrutar la fiesta brava, donde un hombre se expone y está
dispuesto a lidiar a tan solo unos centímetros del astado provisto de sus instintos atávicos de defensa y
atributos físicos con más de 500 Kg. Donde ciertamente morirá, pero en una monumental plaza y no a
martillazos, amarrado en un apestoso cuarto de un rastro.

Y aquí está la conexión para quienes son “torofóbicos” o al menos “correbous” y han comido carne una vez a
la semana. Etimológicamente el RASTRO debe su nombre a que en antaño se ubicaban varias curtidurías en
torno a la calle de la Ribera de Curtidores a proximidad del matadero que se encontraba en la ribera del Río
Manzanares, por lo que al transportar arrastrando las reses ya muertas con sus pieles desde el matadero
hasta las curtidurías, se dejaba un rastro de sangre. Este término también significaba “las afueras” donde
alcanzaba la jurisdicción de los alcaldes de la corte. También se extiende una leyenda por la cual el nombre
de "el rastro" no sólo procede del rastro de sangre que dejaban las reses ya muertas, si no que los madrileños
otorgaban a "el rastro" un doble sentido, más oscuro, este no era otro que el rastro que dejaba la sangre de
los condenados al garrote vil y que eran ejecutados a la vista de todos en este lugar.

Cosa curiosa, el rastro y la fiesta brava aún sucede en México y en la madre patria donde la cultura (BIC) y
las costumbres son tradición que obliga, tal como salir de la Plaza México a comer unos ricos tacos del
villamelón y no una hamburguesa de chunga acompañada con papás a la francesa, es cuestión de gustos.

zeron@periodontologia.com

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