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Fuera tal vez acertado o erróneo comenzar así, es un intento por ilustrar eso
que es común a todos los sueños: el objeto de ser, en la idea, en la búsqueda y
en la permanencia, donde éstos nos llevan fuera del tiempo y el espacio, quizá
máxima expresión de la libertad, o la ilusión de que no estamos únicamente
condenados a nuestra realidad, ésa que nos anestesia de la muerte y nos
prolonga en la vida. Concatenación de ironías que se suman a nuestro juego,
nuestra revolución y el eterno deseo de ser, objeto y medio del ser humano.
¿Por qué es que nos dejamos seducir por los sueños? Nuestra vida está
marcada por un discurso que encuentra —o trata de encontrar, total libertad en
la acción de soñar; cuando se juzga, se estudia o se busca lo que se estudia.
Para nosotros como occidentales el sueño siempre es fin posible, meta
romántica de trascendernos en nuestra circunstancia, de conseguir al mismo
tiempo estar dentro y fuera de nosotros mismos, de hacer lo que somos y
viceversa. El sueño de ser feliz, dejar huella, ser una montaña, volar, ser un
árbol, no envejecer, tener superpoderes, trabajar menos y ganar más, no estar
crudo ni desvelado, ser soltero, ser Dios, ser un dios soltero, bajar la panza,
acabar con la pobreza, ser rico y no tener panza, tener superpoderes y no estar
crudo, árbol y millonario… nos visita desde que concebimos nuestra capacidad
de jugar, de imaginar, de pensar que jugamos e imaginar que entendemos.
Cuando somos niños jugamos a que somos héroes, villanos o piratas, cuando
crecemos imaginamos que somos adultos.
Pareciera ser que de los sueños sabemos cada vez menos, y no es que
soñemos menos, por el contrario, lo hacemos con más frecuencia, individuos
ansiosos de no ser lo que hacen, de hacer lo que son y por lo tanto, no ser ni
hacer en ese momento. Ni tampoco se trata de decir que soñamos menos
porque vivimos más, inmersos en el ajetreo cotidiano; los precios de la
gasolina, las colegiaturas, los exámenes, trabajo, el fútbol, las uñas, periódico y
noticias, este artículo, lo que pienso de este artículo, el póker, lo que tengo que
hacer mañana, lo que quiero hacer antes de morir, con quien me voy a acostar
el fin, los mariscos o el pastor, whisky o tequila, los precios del póker y el
whisky que me tomaré mañana entre el periódico y las colegiaturas con unos
tacos de bistec, qué hago leyendo, por qué me puse esta playera, a qué hora
me voy a dormir... Y podría extender esta lista indefinidamente, hasta llegar a
ningún lado y volver a quién sabe dónde, y todo para decir que soñamos más y
entendemos menos, nos cansamos más y caminamos menos, poco
entendemos de economía y mucho de Britney Spears, la teoría es para los
intelectuales y los artistas están locos, la religión es monoteísta y los santos no
son dioses, y así conforme vamos creciendo nos acostumbramos a caminar
con agua en los zapatos bajo la lluvia y bajo el sol, a negar que estamos tristes
o avergonzados, a la ironía de cumplir exitosamente con lo que odiamos y
posponer lo que nos apasiona, y todo por un mejor mañana. Aprendemos
entonces, a domesticar nuestros sueños y volar con destinos agendados. A
dejar de fumar porque causa cáncer o rezar por lo niños con cáncer, a criticar a
los musulmanes y dar la paz en domingo, al redondeo y la democracia, a estar
siempre fuera de nosotros, con los ojos puestos en el exterior y sus defectos;
soñar parece entonces ser una carga, no es práctico ni redituable, desnuda en
público, no es concreto ni metódico, no obstante es real y siempre presente, y
no podemos entender cómo demonios entró si durante el camino nos
esmeramos en esquivar todos los charcos.