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Philip K. Dick
Mientras rodaba una barrica de agua de doscientos litros desde el canal hasta su
huerto de patatas, Bob Turk oyó el rugido, dirigió una ojeada a la colina del cielo marciano
de media tarde, y vio la gran nave interplanetaria azul.
Agitó la mano en excitado saludo, luego leyó las palabras pintadas en el costado de la
nave, y su alegría se mezcló con inquietud. Porque aquel gran casco cóncavo, que
descendía ahora para aterrizar, era una astronave de carnaval, una nave venida hasta
aquella región, hasta el cuarto planeta, para hacer negocio.
La inscripción que llevaba rezaba así:
Mientras andaban a través de su pasto sur, entre las ovejas de cara negra que
rumiaban la hierba dura y seca, Tony Costner dijo a su hijo:
—¿Crees que podrás apañártelas con ellos? Si no, dilo. No tienes por qué hacerlo.
Esforzándose, Fred Costner podía vislumbrar la feria a lo lejos, instalándose ante la
astronave de afilada proa. Barracas resplandecientes de banderolas y gallardetes que
bailaban al viento... y la música registrada. ¿O era un auténtico órgano de vapor?
—Seguro —murmuró el chico—. Puedo manejarlos; he estado practicando cada día
desde que el señor Rae me lo dijo—. Y para demostrarlo, paso rasando una roca que
estaba enfrente de ellos, fue a gran velocidad en su dirección y luego se dejó caer
bruscamente en la hierba parda y seca. Una oveja miró con aire estúpido y Fred rió.
Un pequeño grupo de la colonia, incluyendo a los niños, había aparecido ya entre las
casetas que se estaban montando; Fred vio en pleno funcionamiento la máquina de los
confites, olió el aroma de las rosetas de maíz friéndose, y contempló con deleite un gran
racimo de globos llenados con helio, que portaba un enano grotescamente pintarrajeado y
con ropa de vagabundo.
Su padre dijo quedamente:
—Lo que debes buscar, Fred, es el juego que ofrece premios valiosos.
—Lo sé —respondió el muchacho, comenzando a escudriñar las casetas—. No
tenemos necesidad de muñecas hula-hula —se dijo a sí mismo—, ni de botes de melaza.
En alguna parte del carnaval se hallaban los verdaderos tesoros. Podía ser en el
aparato tragamonedas o en la rueda giratoria o en la mesa de la lotería. Husmeaba e
indagaba.
Con voz débil y forzada, su padre dijo:
—Hum, acaso tendré que dejarte, Freddy...
Tony había visto una de las plataformas de las muchachas y se había vuelto hacia
ellas, incapaz de despegar sus ojos de la escena. Una de las chicas se hallaba ya en
ella... Pero entonces el ronroneo de un camión lo hizo volverse, y olvido a la muchacha
ligera de ropa y de prominente pecho de la plataforma. El camión estaba trayendo los
productos de la colonia, para ser trocados por entradas.
Fred se dirigió hacia el camión, preguntándose cuánto habría decidido ofrecer esta vez
Hoagland Rae, después de la espantosa paliza que habían recibido la vez anterior. Tenía
el aspecto de ser un gran trato y Fred sintió orgullo; la colonia tenía plena confianza en
sus habilidades.
Más tarde se encontraba con Hoagland Rae en el taller de éste; Rae había abierto con
cuidado el arnés inspeccionando su interior.
—Un transmisor —dijo, respirando ruidosamente, como si le hubiera vuelto el asma de
su niñez—. De corto alcance, acaso media milla. La ardilla estaba dirigida por él, y quizás
retransmitía una señal indicando dónde estaba y lo que estaba haciendo. Los electrodos
del cerebro probablemente conectan con zonas del gusto y dolor... de este modo podía
ser controlada. —Lanzó una ojeada a Tony Costner—. ¿Te gustaría llevar un arnés como
este contigo?
—En absoluto —respondió Tony, estremeciéndose.
Lo que deseaba era volver al instante a la Tierra, por muy superpoblada que estuviera;
anhelaba la presión de la muchedumbre, los olores y sonidos de los grandes grupos de
hombres y mujeres moviéndose a lo largo de las duras aceras, entre las luces. En un
destello le asaltó el pensamiento de que nunca había disfrutado realmente allí en Marte.
Demasiado solitario. Cometí un error, se dijo. Mi mujer fue la que me hizo venir aquí.
Pero era ya demasiado tarde para pensar ahora en ello.
—Creo —dijo secamente Hoagland— que será mejor notificarlo a la policía militar de la
ONU—. Fue con pasos arrastrados al teléfono de pared, lo descolgó y marcó el número
de urgencia, mientras decía a Tony, a medias excusándose y a medias con enojo:
—No puedo tomar la responsabilidad de manejar esto, Costner; es demasiado difícil.
—Es mi culpa también —dijo Tony—. Cuando vi aquella muchacha, se estaba quitando
la parte superior de su ropa y...
—Despacho de seguridad regional de la ONU —se oyó a través del teléfono, lo
bastante alto para que Tony Costner también lo escuchara.
—Estamos en un apuro —dijo Hoagland, explicando a continuación lo de la nave de
diversiones de la empresa de las Estrellas Fugaces, y lo que había sucedido. Mientras
hablaba se secaba la sudorosa frente con su pañuelo; tenía un aspecto envejecido y
cansado, como si tuviera muchísima necesidad de descanso.
Una hora después, la policía militar aterrizó en medio de la única calle de la colonia. Un
oficial uniformado de la ONU, de mediana edad, y con una cartera de mano, salió del
aparato, miró en derredor a la amarilla luz del atardecer y reparó en el grupo, a cuyo
frente se hallaba situado preferentemente Hoagland Rae.
—¿Es usted el general Mozart? —dijo Rae, tanteando y tendiéndole la mano.
—En efecto —dijo el corpulento oficial, al par que estrechaba brevemente la mano
tendida—. ¿Puedo ver de qué se trata? —añadió, pareciendo un tanto desdeñoso por la
mugrienta población de la colonia. Hoaglando lo sintió agudamente, y retoñaron su
sensación de fracaso y depresión.
—Desde luego, general —respondió, abriendo el camino a su almacén y al taller de la
trastienda.
Tras haber examinado a la ardilla marciana muerta, con sus electrodos y arnés, el
general Mozart dijo:
—Puede usted haber obtenido artefactos que ellos no desearan ceder, señor Rae. Su
destino final no era probablemente esta colonia. —De nuevo se hacía patente su disgusto
mal disimulado; ¿quién habría de preocuparse por aquella zona?—. Sino eventualmente
—añadió—, y ésta es una suposición, a la Tierra y a las regiones más pobladas. Sin
embargo, por su empleo de una polarización negativa en el juego de tiro de la pelota... —
se detuvo y lanzó una ojeada a su reloj de pulsera—. Someteremos a estos terrenos de la
vecindad al gas tóxico; así, usted y su gente habrán de evacuar toda esta región, de
hecho esta misma noche; nosotros proveeremos el trasporte. ¿Puedo utilizar su teléfono?
Yo ordenaré el traslado... y usted reúna a toda su gente—. Sonrió reflexivamente a
Hoagland y fue luego al teléfono para llamar a su despacho de la ciudad principal.
—¿El ganado también? —preguntó Rae—. No podemos sacrificarlo.
Se preguntaba cómo habrían de llevarse ovejas, perros y vacas en el trasporte de la
ONU en medio de la noche. ¡Vaya jaleo!, pensó con desánimo.
—Desde luego que el ganado también —respondió con tono antipático el general
Mozart, como si Rae fuese alguna especie de idiota.
El tercer buey llevado a bordo del trasporte de la ONU llevaba un arnés al cuello; los
policías militares de la compuerta de entrada lo observaron, mataron al instante al buey, y
llamaron a Hoagland para que dispusiera de la res.
Agachado junto a ella, Hoagland Rae examinó el arnés y su alambrado. Al igual que la
ardilla, había una conexión de delicados hilos, del cerebro del animal al órgano sensorial
—cualquiera que fuese— que había instalado el aparato, situado, suponía él, a no más de
una milla de la colonia. ¿Cuál era la misión asignada a esta bestia?, se preguntó al
desconectar el arnés. ¿Atacar a alguno de nosotros? O bien observar... Más
probablemente esto; el transmisor en perpetuo funcionamiento, recogiendo todos los
ruidos de la vecindad. Así, pues, ya saben que hemos recurrido a los militares, pensó
Hoagland. Y que hemos detectado dos de sus artilugios también.
Tuvo la profunda intuición de que aquello significaba la abolición de la colonia. La zona
no tardaría en convertirse en un campo de batalla entre el departamento militar de la ONU
y las empresas de diversiones de las Estrellas Fugaces, representaran lo que
representasen. Se preguntaba de dónde procederían. Evidentemente, del exterior del
Sistema Solar.
Arrodillándose momentáneamente junto a él, un policía secreto de la ONU, vestido de
negro, dijo:
—Ánimo. Se atraparon los dedos; nunca antes pudimos probar que estas ferias eran
hostiles. Gracias a ustedes, ellos no las celebrarán ya en la Tierra. Serán reforzados; no
cedan. —Le hizo a Hoagland un gesto entre sonrisa y mueca y luego se apresuró a
desaparecer en la oscuridad, donde se hallaba estacionado un tanque de la ONU.
Sí, pensó Hoagland. Tenemos a favor a las autoridades. Y nos premian trasladándonos
masivamente de esta zona.
Albergaba la sensación de que la colonia ya nunca sería del todo la misma hicieran lo
que hiciesen las autoridades. Debido a que, si no otra cosa, la colonia había fracasado en
solucionar sus propios problemas; se había visto obligada a solicitar ayuda del exterior.
Tony Costner le echó una mano con la res muerta; juntos la arrastraron a un lado,
jadeando al esforzarse con el cuerpo aún cálido.
—Me siento responsable —dijo Tony, cuando terminaron su tarea.
—Pues no lo debes —dijo Hoagland, moviendo la cabeza—. Y dile a tu hijo que no lo
lamente tampoco.
—No he visto a Fred desde que apareció la cosa —dijo Tony con tristeza—. Se marchó
terriblemente desazonado. Supongo que la policía militar de la ONU lo encontrará; están
por los alrededores revisándolo todo—. Su voz era apagada, como si aún no pudiera
convencerse de lo que estaba sucediendo—. Un policía militar me dijo que por la mañana
podremos volver. El gas arsénico habrá dado cuenta de todo. ¿Crees que lo han
experimentado antes? No lo dicen, pero parecen tan eficaces... tan seguros de los que
están haciendo...
—Solo Dios lo sabe —respondió Hoagland. Encendió un auténtico puro terrestre
Optimo y fumó en hosco silencio, contemplando cómo conducían al transporte a un hato
de ovejas negras. ¿Quién hubiera pensado que la legendaria y clásica invasión de la
Tierra tomaría esta forma?, nuestra pobre colonia, a causa de unas figurillas llenas de
alambres, poco más de una docena en total, que logramos ganar en la feria de las
Estrellas Fugaces... Como el general Mozart dijo, los invasores ni siquiera deseaban
renunciar. Cosa irónica.
Bob Turk, dirigiéndose a su lado, dijo quedamente:
—Te darás cuenta de que vamos a ser sacrificados. Eso es evidente. El gas tóxico
matará a todas las ardillas y ratas, pero no a los artilugios microscópicos, pues no
respiran. La ONU tendrá a sus escuadras de policía operando en esta región durante
semanas, acaso durante meses. Este ataque de gas es sólo el comienzo—. Se volvió
acusadoramente a Tony Costner—. Si tu chico...
—Está bien... —cortó Hoagland con voz dura—. Ya basta. De no haber apartado yo
uno y conectado el circuito... puedes censurarme, Turk; de hecho, estoy dispuesto a
renunciar y contento de hacerlo. Puedes dirigir la colonia sin mi.
A través de un altavoz accionado por baterías, la voz de un miembro de la ONU
restalló:
—¡Prepárense a embarcar todas las personas al alcance de mi voz! ¡Esta zona va a
ser inundada con gas tóxico a las catorce horas! Repito...
Lo fue repitiendo en una y otra dirección, con resonante eco en la oscuridad de la
noche.
Fred Costner fue dando traspiés por el áspero y desconocido terreno, jadeando de
inquietud y decaimiento; no prestaba atención alguna a dónde estaba ni se esforzaba por
saber a dónde se dirigía. Todo lo que deseaba era marcharse. Él había destruido la
colonia, y todo el mundo, desde Hoagland Rae hasta los de abajo, lo sabía. A causa de
él...
Lejos, tras él, una voz amplificada anunció:
«¡Prepárense a embarcar todas las personas al alcance de mi voz! ¡Esta zona va a ser
inundada con gas tóxico a las catorce horas! Repito que todas las personas al alcance de
mi voz...» Y así prosiguió reiteradamente el vozarrón, y Fred continuó dando traspiés,
escapando de todo.
La noche olía a arañas y a maleza seca; sintió la desolación en torno suyo. Estaba ya
más allá del perímetro final de cultivos; había dejado los campos de la colonia e iba ahora
por terreno no desbrozado, sin cercas ni mojones. Pero, probablemente, inundarían
también aquella zona; los aparatos de la ONU irían desparramando por doquier el gas
tóxico, y tras ellos penetrarían tropas especiales portadoras de caretas anti-gas y de
lanzallamas, con detectores sensibles a la espalda, para achicharrar a los micro-
rapiñadores que se hubieran refugiado en las madrigueras subterráneas de ratas,
sabandijas y gusanos. ¿A dónde pertenecerían? ¡Y pensar que yo los deseaba para la
colonia!... Pensaba que si la feria los tenía, debían de ser valiosos.
Se preguntaba, difusamente, si habría algún medio para deshacer lo que había hecho.
¿Hallar los quince micro-rapiñadores, más el que casi había matado a Hoagland Rae? Y...
era para reírse, pues resultaba absurdo. Aún si encontraba su cobijo —suponiendo que
todos ellos se hubieran refugiado en el mismo lugar—, ¿cómo podría destruirlos? Y ellos
estaban armados. Hoagland Rae había logrado escapar a duras penas, y eso era lo que
habría logrado solo uno de ellos.
Una luz resplandeció delante de él.
En la oscuridad no pudo distinguir las formas que se movían al borde de la luz. Se
detuvo y esperó tratando de orientarse. Iban y venían personas y oía sus voces, sordas,
de hombres y mujeres. Y el sonido de motores en movimiento. La ONU no estaría
enviando mujeres, pensó. No se trataba, pues, de las autoridades.
Se despejó una parte del cielo, asomaron las estrellas y entre la tenue calma nocturno
se percató al instante de que estaba viendo el perfil de un objeto estacionado.
Podía ser una nave de popa, esperando el despegue; por la forma lo parecía.
FIN