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Philip K. Dick
—Tengo que irme de Los Ángeles —le dijo a Ray Meritan—. Realmente no puedo
continuar viviendo como lo estábamos haciendo aquí. —Se acercó a la ventana de su
apartamento y observó el centelleo del lejano monorraíl. El vehículo plateado avanzaba a
enorme velocidad y Joan apartó la vista rápidamente.
Si tan sólo pudiésemos sufrir, pensó. Eso es lo que echo de menos, alguna experiencia
real de sufrimiento, porque podemos evadirnos de todo. Incluso de eso.
—Pero te vas —dijo Ray—. Vas a ir a Cuba a convertir a ricos comerciantes y
banqueros en ascetas. Y eso es una genuina paradoja zen; te pagarán por ello. —Se rió
por lo bajo—. Introdúcelo en el ordenador, una idea como esa causará estragos. Sea
como sea, no tendrás que sentarte en el Vestíbulo de Cristal cada noche a escucharme
tocar, si es eso de lo que estás tan ansiosa de escapar.
—No —dijo Joan—. Espero continuar escuchándote por la televisión. Incluso podré
utilizar tu música en mis enseñanzas. —Sacó un revolver del calibre 32 de un arcón de
palisandro de una de las esquinas de la habitación. Había pertenecido a la segunda
esposa de Ray Meritan, Edna, quien la había usado para suicidarse, el pasado mes de
febrero, a última hora de una lluviosa tarde—. ¿Debería llevarla conmigo? —preguntó.
—¿Cómo recuerdo sentimental? —dijo Ray—. ¿O por lo que hizo en tu beneficio?
—No hizo nada en mi beneficio. Yo le caía bien a Edna. No me siento responsable por
el suicidio de tu esposa, incluso aunque ella nos encontrase... mirándonos el uno al otro,
por así decirlo.
—Y tú eres la chica que siempre le dice a la gente que acepte su culpa y que no la
proyecte al resto del mundo —dijo Ray meditativamente—. ¿Qué dicen tus principios,
querida? Ah —sonrió burlonamente—. El Principio Anti-paranoia. La cura de la Doctora
Joan Hiashi para las enfermedades mentales; absorber toda la culpa, asumirla por
completo sobre tus hombros —alzó la vista hacia ella y dijo muy seriamente—. Me
sorprende que no seas una adepta de Wilbur Mercer.
—Menudo payaso —dijo Joan.
—Pero es parte de su encanto. Mira, te lo mostraré —Ray encendió la televisión
situada frente a ellos en el otro lado del cuarto, negra, sin patas y de estilo Oriental,
decorada con dragones de la dinastía Sung.
—La de cosas extrañas que descubrirás cuando Mercer está encendido —dijo Joan.
Ray, encogiéndose de hombros, murmuró:
—Me interesa. Una nueva religión que reemplaza al budismo zen, avanzando de forma
aplastante desde el Medio Oeste hasta abarcar California. Deberías prestarle atención,
sobre todo desde que pretendes que la religión sea tu profesión. Vas a conseguir un
trabajo gracias a eso. La religión va a pagar tus facturas, mi querida chica, así que no la
dejes de lado.
La televisión se había encendido y allí estaba Wilbur Mercer.
—¿Por qué no dice nada? —dijo Joan.
—Porque Mercer ha hecho una promesa esta semana. Silencio Absoluto —Ray
encendió un cigarrillo—. El estado debería enviarme a mí, no a ti. Tú eres un timo.
—Al menos no soy un payaso —dijo Joan—, o una adepta de un payaso.
—Hay un dicho zen —le recordó Ray delicadamente—: «Buda es un pedazo de papel
higiénico». Y también este otro: «Buda a menudo...»
—Bueno, para un poco —dijo ella secamente—. Quiero ver a Mercer.
—Quieres ver —la voz de Ray estaba cargada de ironía—. ¿Es eso lo que quieres, por
al amor de Dios? Nadie ve a Mercer, ahí está el meollo. —Arrojó su cigarrillo a la
chimenea y se acercó al mueble de la televisión; allí, delante del mueble, Joan vio una
caja metálica con dos asas, unidas a la televisión por un cable doble. Ray aferró las dos
asas e inmediatamente una mueca de dolor atravesó su rostro.
—¿Qué pasa? —preguntó ella, asustada.
—N-nada. —Ray continuó aferrando las asas. En la pantalla, Wilbur Mercer caminaba
lentamente por la desértica y olvidada superficie de la desolada ladera de un monte, con
la cara alzada y una expresión de serenidad, o vacuidad, en sus descarnados rasgos de
mediana edad. Jadeando, Ray soltó las asas—. Sólo pude sujetarlas durante cuarenta y
cinco segundos esta vez. —Le explicó a Joan—. Esta es la caja de empatía, querida. No
puedo contarte cómo la conseguí, para ser sincero no lo sé a ciencia cierta. Ellos la
trajeron, la organización que la distribuye, Wilber Incorporated. Pero puedo contarte que
cuando sujetas esas asas, ya no sigues viendo a Wilbur Mercer. Pasas a participar de su
apoteosis. Porque pasas a sentir lo que él siente.
—Suena doloroso —dijo Joan.
—Sí —dijo Ray Meritan en voz baja—. Porque Wilbur Mercer está siendo asesinado.
Camina hacia el lugar donde va a morir.
Horrorizada, Joan se apartó de la caja.
—Decías que era lo que necesitábamos —dijo Ray—. Recuerda, soy un telépata
bastante bueno; no tengo que concentrarme mucho para leer tus pensamientos. «Si tan
sólo pudiésemos sufrir». Eso fue lo que estabas pensando hace sólo un rato. Bien, aquí
tienes tu oportunidad, Joan.
—Es... morboso.
—¿Era morboso tu pensamiento?
—¡Sí! —dijo ella.
—Veinte millones de personas son seguidores de Wilbur Mercer en estos momentos.
—dijo Ray Meritan—. Por todo el mundo. Y ellos sufren con él, mientras camina hacia
Pueblo, Colorado. Al menos ahí es a donde dicen que se dirige. Personalmente tengo mis
dudas. De cualquier forma, el Mercerismo es ahora lo que el budismo zen fue en su
momento; tú vas a ir a Cuba a enseñar a los acaudalados banqueros chinos una forma de
ascetismo que ya está obsoleta, a la que ya la he llegado su día.
Sin decir nada, Joan se apartó de él y observó caminar a Mercer.
—Sabes que tengo razón —dijo Ray—. Puedo detectar tus emociones. Puedes no
darte cuenta de ellas, pero están ahí.
En la pantalla una roca fue arrojada hacia Mercer. Le golpeó en el hombro.
Todo el que estuviese aferrando su caja de empatía, entendió de pronto Joan, sentiría
aquello igual que Mercer.
Ray asintió.
—En efecto —dijo él.
—Y... ¿qué sucederá cuando esté finalmente muerto? —se estremeció ella.
—Veremos lo que sucede entonces —dijo Ray tranquilamente—. No lo sabemos.
II
—Creo que te equivocas, Boge —le dijo el Secretario de Estado Douglas Herrick a
Bogart Crofts—. La chica puede ser la amante de Meritan, pero eso no significa que lo
sepa.
—Esperaremos al señor Lee para que nos lo diga —dijo Crofts irritado—. Cuando ella
llegue a la Habana él la estará esperando para reunirse con ella..
—¿El señor Lee no puede explorar a Meritan directamente?
—¿Un telépata explorando la mente de otro? —Bogart Crofts sonrío ante la idea. Se
imaginó la absurda situación: el señor Lee leyendo la mente de Meritan y Meritan, que
también era un telépata, podría leer la mente del señor Lee y descubrir que éste le estaba
leyendo su mente, y Lee, leyendo la mente de Meritan, descubriría que Meritan lo sabía, y
así una y otra vez. Una regresión sin fin, que terminaría en una fusión de mentes en la
cual Meritan vigilaría sus pensamientos para no pensar sobre Wilbur Mercer.
—Es el parecido de los nombres lo que me persuade —dijo Herrick—. Meritan, Mercer.
¿Las tres primeras letras...?
—Ray Meritan no es Wilbur Mercer. Te contaré cómo lo sabemos. En colaboración con
la CIA realizamos una grabación Ampex de las emisiones de Mercer, las amplificados y
las analizamos. Mercer se muestra en el habitualmente deprimente entorno de plantas de
cactus, arena y rocas... ya sabes.
—Sí —dijo Herrick asintiendo—. Le llaman el Desierto.
—Al amplificarlo apareció algo en el cielo. Fue estudiado. No es la Luna. Es una luna,
pero demasiado pequeña para ser la Luna. Mercer no está en la Tierra. Me pregunto si no
será terrestre en absoluto.
Doblándose hacia adelante, Crofts cogió una pequeña caja metálica, evitando
cuidadosamente las dos asas.
—Y estas cosas no han sido diseñadas ni fabricadas en la Tierra. Todo el Movimiento
Mercer es no perteneciente a la Tierra de principio a fin, y esa es la situación a la que nos
tenemos que enfrentar.
—Si Mercer no es de la Tierra —dijo Herrick—, entonces debe haber sufrido y e incluso
muerto antes, en otros planetas.
—Oh, sí —dijo Crofts—. Mercer, o cualquier que sea su nombre real, debe tener una
amplia experiencia en eso. Pero aún no sabemos que queremos saber; ¿qué le sucede a
la gente que aferra las asas de sus cajas de empatía?.
Crofts se sentó en su escritorio y escudriñó la caja que yacía justo delante de él, con
sus dos asas tentadoras. Nunca las había tocado y nunca lo había siquiera pretendido.
Pero...
—¿Cuánto tardará Mercer en morir? —preguntó Herrick—. Esperan que suceda en
algún momento a finales de la próxima semana. Y el señor Lee habrá sacado algo de la
mente de la chica para entonces, ¿es lo que crees? ¿Alguna pista de dónde está Mercer
realmente?
—Eso espero —dijo Crofts, aún sentado frente a la caja de empatía pero sin tocarla
todavía. Debe ser una extraña experiencia, pensó, el poner las manos en las dos asas
metálicas de apariencia corriente y descubrir, de forma instantánea, que ya no eres tú;
que eres completamente otro hombre, en otro lugar, subiendo trabajosamente por un
terreno inclinado, lúgubre e interminable, rumbo a una muerte segura. Al menos eso es lo
que dicen. Pero oír hablar de ello... ¿a dónde trasportará realmente? Supongamos que lo
pruebo por mí mismo.
Sentir un dolor absoluto... eso era lo que le espantaba, lo que le impedía hacerlo.
Era increíble que la gente pudiese buscarlo deliberadamente en lugar de evitarlo.
Aferrar las asas de la caja de empatía no era ciertamente el acto de una persona que
buscase evadirse. No era evitar algo sino la búsqueda de algo. Y no del dolor como tal;
Crofts sabía lo suficiente como para no conjeturar que los Merceristas fuesen simples
masoquistas que deseaban el dolor. Era, lo sabía, el significado del dolor lo que atraía a
los seguidores de Mercer.
Los seguidores sufrían por algo.
—Desean el sufrimiento —dijo en voz alta a su jefe— como un instrumento para negar
sus existencias individuales e íntimas. Es una comunión en la cual todos ellos sufren y
experimentan el vía crucis de Mercer juntos. —Como la Última Cena, pensó. Esa es la
auténtica clave: la comunión, la participación que está detrás de todas las religiones. O
que debería estar. La religión mantiene unidos a los hombres en un organismo
compartido, común, y deja a todos los demás fuera.
—Pero ante todo —dijo Herrick— es un movimiento político, o al menos debe ser
tratado como tal.
—Desde nuestro punto de vista —aceptó Crofts—. Pero no desde el suyo.
El intercomunicador del escritorio zumbó y se escuchó la voz de su secretaria.
—Señor, el señor John Lee está aquí.
—Dígale que entre.
El joven chino, delgado y alto, entró sonriendo y teniendo su mano. Llevaba un traje
pasado de moda de chaqueta recta y zapatos negros puntiagudos. Después de darse la
mano el señor Lee dijo:
—Ella aún no ha salido para la Habana, ¿verdad?
—No —dijo Crofts.
—¿Es guapa? —dijo el señor Lee.
—Sí —dijo Crofts sonriendo hacia Herrick—. Pero difícil. Una mujer con carácter.
Emancipada, si me entiende.
—Oh, del tipo sufragista —dijo el señor Lee sonriendo—. Detesto ese tipo de mujeres.
Será más difícil de lo que pensaba, señor Crofts.
—Recuerde —dijo Crofts—, su trabajo es simplemente dejarse convertir. Todo lo que
tiene que hacer es escuchar su propaganda sobre el budismo zen, aprender a responder
unas cuantas preguntas del estilo de «¿Es este palo Buda?» y estar a la expectativa de
unos cuantos pensamientos inexplicables en la cabeza de una practicante del zen, ya me
entiende, referentes a sentimientos implantados.
—O tonterías implantadas —dijo el señor Lee con una gran sonrisa—. De acuerdo,
estoy preparado. Sentimientos, tonterías; en zen son lo mismo. —Se puso serio—. Por
supuesto, yo soy un comunista —dijo—. La única razón por la que hago esto es porque el
Partido de La Habana ha adoptado la postura oficial de que el Mercerismo es peligroso y
debe ser erradicado. —Sombríamente, continuó—. Debo decir que esos Merceristas son
unos fanáticos.
—Cierto —se mostró de acuerdo Crofts—. Y debemos trabajar para que desaparezcan.
—Señaló la caja de empatía—. ¿Alguna vez ha...?
—Sí —dijo el señor Lee—. Es una forma de castigo. Autoimpuesto, sin duda por
razones de culpa. La ociosidad provoca ese tipo de emociones en la gente si se utiliza
adecuadamente; de otra forma no surgen.
Crofts pensó: Este hombre no ha entendido el asunto en absoluto. Es un simple
materialista. Típico de una persona que ha nacido en una familia comunista, que ha
crecido en una sociedad comunista. Todo es blanco o negro.
—Se equivoca —dijo el señor Lee; había estado leyendo los pensamientos de Crofts.
—Lo siento, lo olvidé —dijo Crofts sonrojándose—. No pretendía ofenderle.
—He visto en su mente —dijo el señor Lee— que usted cree que Wilbur Mercer, como
él se llama a sí mismo, puede no ser de la Tierra. ¿Conoce la posición del Partido a ese
respecto? Se debatió hace tan sólo unos días. El Partido ha adoptado la posición de que
no existen razas no terrestres en el sistema solar, que creer en vestigios de que razas
superiores del pasado existen todavía es una forma de misticismo morboso.
Crofts suspiró.
—Resolver un asunto empírico a través de una votación... determinarlo con una base
estrictamente política... No puedo entender eso.
Llegados a ese punto el Secretario de Estado Herrick intervino, apaciguando a ambos
hombres.
—Por favor, no nos dejemos llevar a un punto muerto por cuestiones teóricas en las
que nunca nos pondremos de acuerdo. Centrémonos en lo fundamental... el Partido
Mercerista y su rápido crecimiento por todo el planeta.
—Totalmente de acuerdo, por supuesto —dijo el señor Lee.
III
Una invasión de alguna parte del exterior, pensó Meritan mientras tocaba. De eso es de
lo que están asustados. Temen lo desconocido, como los niños pequeños. Eso son los
círculos de poder: niños pequeños que huyen asustados jugando a juegos rituales con
juguetes super-poderosos.
Le llegó un pensamiento de uno de los operarios de la cabina de control. Mercer había
sido herido.
Ray Meritan desvió su atención hacia allí inmediatamente, leyendo la mente tan
intensamente como podía. Sus dedos rasgueaban el arpa de manera refleja.
El Gobierno había declarado ilegales las llamadas cajas de empatía.
Pensó inmediatamente en su propia caja de empatía, delante de su aparato de
televisión en la sala de estar de su apartamento.
La organización que distribuía y vendía las cajas de empatía había sido declarada
ilegal, y el FBI había realizado arrestos en varias de las ciudades más importantes. Se
esperaba que otros países siguiesen la iniciativa.
¿Cuán malherido? Se preguntó ¿Agoniza?
Y, ¿qué habría pasado con los Merceristas que estaban aferrando las asas de sus
cajas de empatía en ese momento? ¿Cómo estaban ahora? ¿Recibiendo atención
médica?
¿Deberíamos emitir la noticia ya mismo? estaba pensando el operario de la cabina de
control. ¿O esperar hasta los anuncios?
Ray Meritan dejó de tocar su arpa y dijo claramente por el micrófono:
—Wilbur Mercer ha sido herido. Es lo que habíamos estado esperando, pero es aún
una tragedia mayor. Mercer es un Santo.
Con los ojos desorbitados, Glen Goldstream se le quedó mirando anonadado.
—Creo en Mercer —dijo Ray Meritan, y toda la audiencia de su canal en los Estados
Unidos escuchó su confesión de fe—. Creo en que sus sufrimientos, heridas y muerte
tienen un propósito para cada uno de nosotros.
Estaba hecho; había cruzado la línea. Y no había requerido demasiado coraje.
—Rezad por Wilbur Mercer —dijo, y continuó tocando el arpa con su estilo gris
verdoso.
Tonto, estaba pensando Glen Goldstream. ¡Huye! Estarás encarcelado en menos de
una semana. ¡Tu carrera está arruinada!
Plunk, plunk, Ray siguió tocando su arpa y le dedicó una sonrisa forzada a Glen.
IV
—¿Conoce la historia del monje zen que estaba jugando al escondite con los niños? —
dijo el señor Lee—. ¿Fue Basho quien la contó? El monje se escondió en un retrete del
patio y los niños no pensaron en mirar allí, de forma que le dejaron olvidado allí. Era un
hombre muy sencillo. Al día siguiente...
—Reconozco que el zen es una forma de estupidez —dijo Joan Hiashi—. Ensalza las
virtudes de ser sencillo e inocente. Y recuerde, el significado original de «inocente» es
alguien al que se le engaña fácilmente, se le tima con facilidad. —sorbió un poco de su té
y lo encontró frío.
—Entonces usted es una auténtica practicante zen —dijo el señor Lee—. Porque ha
sido engañada. —Metió la mano en su abrigo y sacó una pistola que apuntó hacia Joan—.
Queda usted arrestada.
—¿Por el Gobierno cubano? —consiguió decir ella.
—Por el Gobierno de los Estados Unidos —dijo el señor Lee—. He leído su mente y he
averiguado que sabe que Ray Meritan es un destacado Mercerista y a usted misma le
atrae el Mercerismo.
—¡Pero no lo soy!
—Inconscientemente se siente atraída. Está a punto de cambiar de bando. Puedo
detectar esas ideas, incluso aunque usted se las niegue a sí misma. Vamos a volver a los
Estados Unidos, usted y yo, y allí nos reuniremos con el señor Ray Meritan y él nos
llevará hasta Wilbur Mercer; es tan simple como eso.
—¿Y por eso he sido enviada a Cuba?
—Yo soy miembro del Comité Central del Partido Comunista Cubano —dijo el señor
Lee—. Y el único telépata en ese comité. Acordamos trabajar en cooperación con el
Departamento de Estado de los Estados Unidos durante la actual crisis de Mercer.
Nuestro avión, señorita Hiashi, sale para Washington D.C. dentro de media hora;
regresemos al aeropuerto inmediatamente.
Joan Hiashi recorrió con la vista impotente el restaurante. El resto de la gente que
estaba comiendo, los camareros... nadie prestaba atención. Se levantó cuando un
camarero pasó junto a ella con una bandeja cargada.
—Este hombre —dijo señalando al señor Lee— quiere secuestrarme. Ayúdeme, por
favor.
El camarero miró al señor Lee, vio quién era, le sonrió a Joan y se encogió de
hombros.
—El señor Lee es un hombre importante —dijo el camarero y continuó camino con su
bandeja.
—Lo que ha dicho es cierto —le dijo el señor Lee.
Joan salió corriendo del reservado y atravesó el restaurante.
—Ayúdeme —le dijo al anciano Mercerista cubano que estaba sentado frente a su caja
de empatía—. Soy Mercerista. Quieren arrestarme.
El hombre levantó la cara vieja y arrugada; la estaba examinando.
—Ayúdeme —dijo ella.
—Rece a Mercer —dijo el anciano.
No puede ayudarme, comprendió ella. Se giró hacia el señor Lee, que la había seguido
y continuaba apuntándola con la pistola.
—Este anciano no va a hacer nada —dijo el señor Lee—. Ni siquiera va a levantarse.
Ella se rindió.
—De acuerdo. Me rindo.
La televisión situada en una esquina cesó de repente de emitir su basura de todos los
días; la imagen de la cara de una mujer y de un bote de detergente desapareció
abruptamente y la pantalla mostró solo oscuridad. Entonces, en español, un locutor
comenzó a hablar.
—Herido —dijo el señor Lee, escuchando—. Pero Mercer no ha muerto. ¿Le asusta
como Mercerista, señorita Hiashi? ¿No se siente afectada? Oh, pero es normal. Antes
tiene que estar aferrando las asas para que le afecte. Debe ser un acto voluntario.
Joan tocó la caja de empatía del anciano cubano durante un momento y entonces
aferró las asas. El señor Lee la miró sorprendido; avanzó hacia ella, intentando alcanzar
la caja...
No fue dolor lo que sintió. ¿Es así? se preguntó mientras veía como a su alrededor el
restaurante palidecía y desaparecía. Quizás Wilbur Mercer está inconsciente; eso debe
ser. Estoy huyendo de usted, pensó para el señor Lee. Usted no puede, o al menos no
quiere, seguirme a donde he ido: al mundo tumba de Wilbur Mercer, que está agonizando
en alguna parte de una árida colina, rodeado de enemigos. Ahora estoy con él. Y supone
escapar de algo aún peor. De usted. Y no será capaz de hacerme regresar nunca.
Vio a su alrededor una superficie desolada. El aire olía a cactus; era el desierto, y no
llovía nunca.
Un hombre estaba de pie ante ella, una dolorosa luz hirió sus ojos grises y henchidos
de dolor.
—Soy tu amigo —dijo— pero debes continuar como si yo no existiese. ¿Puedes
entenderlo? —mostró sus manos vacías.
—No —dijo ella—. No puedo entenderlo.
—¿Cómo puedo salvarte —dijo el hombre— si no puedo salvarme a mí mismo? —
sonrió—. ¿No lo ves? No hay salvación.
—¿Entonces que sentido tiene todo? —preguntó ella.
—Mostrarte —dijo Wilbur Mercer— que no estás sola. Yo estoy aquí contigo y siempre
lo estaré. Regresa y enfréntate a ellos. Y diles esto.
Soltó las asas.
El señor Lee, apoyando la pistola contra ella, dijo:
—¿Y bien?
—Adelante —dijo—. Regresemos a los Estados Unidos. Entrégueme al FBI. No
importa.
—¿Qué vio? —dijo el señor Lee con curiosidad.
—No se lo voy a decir.
—Pero puedo enterarme de todas formas. De su mente —la estaba explorando en
aquel instante, escuchando con su cabeza inclinada hacia un lado. Las comisuras de sus
labios se torcieron como si estuviese contrariado.
—No diría que sea nada importante —dijo—. Mercer la miró a la cara y le dijo que no
podía hacer nada por usted... ¿ese es el hombre por el que daría la vida, usted y todo los
demás? Están enfermos.
—En el mundo de los locos —dijo Joan—, los enfermos están sanos.
—¡Qué tontería! —dijo el señor Lee.
—Fue interesante —le dijo el señor Lee a Bogart Crofts—. Ella se convirtió en una
Mercerista justo delante de mí. El impulso latente la transformó en lo que ahora es... eso
prueba que estaba en lo cierto cuando leí su mente.
—Ahora podremos capturar a Meritan —le dijo Crofts a su superior, el Secretario
Herrick—. Se marchó del estudio de televisión en Los Angeles, donde se enteró de la
noticia de la grave herida de Mercer. Después de eso nadie parece saber qué hizo. No
regresó a su apartamento. La policía confiscó su caja de empatía y no tiene ni idea de
dónde puede estar.
—¿Dónde está Joan Hiashi? —preguntó Crofts.
—Está retenida en Nueva York —dijo el señor Lee.
—¿Con qué cargos?
—Agitación política hostil contra la seguridad de los Estados Unidos —dijo el señor Lee
sonriendo—. Y arrestada por un alto cargo comunista en Cuba. Es una paradoja zen que
sin duda será del agrado de la señorita Hiashi.
Mientras tanto, meditó Bogart Crofts, las cajas de empatía estaban siendo confiscadas
en grandes cantidades. Pronto empezarían a destruirlas. En cuarenta y ocho horas la
mayor parte de las cajas de empatía de los Estados Unidos dejarían de existir, incluyendo
la que estaba en su oficina.
Aún descansaba sobre su escritorio, sin haber sido usada. Había sido él el que había
pedido originalmente que fuese comprada y durante todo aquel tiempo había mantenido
sus manos apartadas de ella, ni siquiera había pretendido usarla. Ahora quería usarla
desesperadamente.
—¿Qué sucedería —le preguntó al señor Lee— si aferrase esas dos asas? No hay
equipo de televisión aquí. No tengo ni idea de lo que está haciendo ahora mismo Wilbur
Mercer; de hecho por lo que sé debe estar finalmente muerto.
—Si aferra las asas, señor —dijo el señor Lee—, entrará en... no sé si usar la palabra,
pero parece ser adecuada. Una comunión mística. Con el señor Wilbur Mercer,
dondequiera que esté; compatirá su sufrimiento, como sabe, pero eso no es todo.
También participará en su... —el señor Lee reflexionó— «forma de ver el mundo» no es la
expresión adecuada. ¿Ideología? No.
—¿Estado de trance? —sugirió el Secretario Herrick.
—Quizás sea eso —dijo el señor Lee frunciendo el ceño—. No, eso tampoco es. No
hay una palabra que lo exprese, y ese es el quid. No puede ser descrito... debe ser
experimentado.
—Lo probaré —decidió Crofts.
—No —dijo el señor Lee—. No, si sigue mi consejo. Le aconsejo que se mantenga
alejado. Vi como la señorita Hiashi lo hacía y vi el cambio que se produjo en ella.
¿Hubiese probado la paracodeina cuando era popular entre la masa cosmopolita y
desarraigada? —dijo disgustado.
—He probado la paracodeina —dijo Crofts—. No me hizo absolutamente nada.
—¿Qué has hecho qué, Boge? —le preguntó el Secretario Herrick.
—Quiero decir —dijo Bogart Crofts encogiéndose de hombros— que no veo razón
alguna para que a alguien le guste y quiera convertirse en un adicto a ello.
Y por fin aferró las dos asas de la caja de empatía.
V
Caminando lentamente bajo la lluvia, Ray Meritan se dijo a sí mismo: Tienen mi caja de
empatía y si regreso al apartamento me atraparán.
Su talento telepático le había salvado. Cuando entraba al edificio había captado los
pensamientos de la brigada de policía local.
Ahora era pasada la medianoche. El problema es que soy demasiado conocido, se dio
cuenta, debido a mi condenado programa de televisión. No importada a donde vaya, me
reconocerán.
Al menos en cualquier lugar de la Tierra.
¿Dónde está Wilbur Mercer? se preguntó. ¿En este sistema solar o en alguna parte
más allá de él, bajo un sol totalmente diferente? Quizás nunca lo sepamos. O al menos yo
nunca lo sabré.
Pero, ¿importa? Wilbur Mercer está en alguna parte; eso es todo lo que importa. Y
siempre habrá un camino que conduzca hasta él. La caja de empatía siempre llegaba
hasta allí, o al menos lo hacía hasta que la policía se las llevó. Y Meritan presentía que la
compañía distribuidora que había proporcionado las cajas de empatía, y que llevó una
existencia en las sombras desde siempre, encontraría una forma de evitar a la policía. Si
él estaba en lo cierto...
En medio de la lluviosa oscuridad distinguió las luces rojas de un bar. Fue hasta allí y
entró.
—Oiga —le dijo al dueño del bar— ¿tiene una caja de empatía? Le pagaré cien dólares
si me deja usarla.
El dueño del bar, un corpulento y enorme hombre de brazos peludos, dijo:
—Na, no tengo na de eso. Fuera.
La gente del bar les miró.
—Ahora eso es ilegal —dijo uno de ellos.
—Hey, es Ray Meritan —dijo otro—. El músico de jazz.
—Toque algo de jazz gris verdoso para nosotros, músico —dijo otro hombre
perezosamente. Le dio un sorbo a su jarra de cerveza.
Meritan se dirigió a la salida del bar.
—Espera —dijo el dueño del bar—. Para ahí, amigo. Ve a esta dirección —escribió
algo en una caja de cerillas y se la tendió a Meritan.
—¿Cuánto le debo? —dijo Meritan.
—Oh, cinco dólares deberían ser suficientes.
Meritan le pagó y se fue del bar con la caja de cerillas en su bolsillo. Probablemente
sea la dirección de la comisaría de policía local, se dijo a sí mismo. Pero le daré una
oportunidad de cualquier forma.
Si pudiese usar una caja de empatía una vez más...
La dirección que le había dado el dueño del bar era un viejo y decrépito edificio de
madera en los barrios bajos de Los Angeles. Llamó a la puerta y esperó.
La puerta se abrió. Una gruesa mujer de mediana edad vestida con una bata y
zapatillas de lana le miró de arriba abajo.
—No soy de la policía —dijo Meritan—. Soy un Mercerista. ¿Puedo usar su caja de
empatía?
La puerta se abrió lentamente; la mujer le examinó a fondo y evidentemente le creyó,
aunque no dijo nada.
—Siento molestarla tan tarde —se disculpó él.
—¿Qué le ha pasado, señor? —dijo la mujer—. Tiene un aspecto horrible.
—Es por Wilbur Mercer —dijo Ray—. Está herido.
—Úsela —dijo la mujer mientras le llevaba, arrastrando los pies, hasta un salón oscuro
y frío donde un loro dormía en una jaula de alambre enorme y retorcida. Allí, en aquel
cuarto de radio decorado a la antigua, vio la caja de empatía. Sintió cómo le invadía una
sensación de alivio al verla.
—No sea tímido —dijo la mujer.
—Gracias —dijo él, y aferró las asas.
—Usaremos a la chica —dijo una voz en su oído—. Ella nos llevará hasta Meritan.
Estoy autorizado a hacerle una oferta para empezar.
Ray Meritan no reconoció la voz. No era la de Wilbur Mercer.
Pero aun así, desconcertado, siguió aferrando firmemente las asas, escuchando; se
quedó congelado, con los brazos extendidos y empuñando con firmeza las asas.
—Lo de la fuerza invasora no terrestre ha convencido al segmento más crédulo de
nuestra comunidad, pero creo firmemente que este segmento está siendo manipulado por
una minoría cínica de oportunistas bien situados, como Meritan. Se están embolsando
una buena cantidad de dinero con esta locura de Wilbur Mercer —recitó la voz, llena de
seguridad.
Ray Meritan sintió miedo cuando lo escuchó. Esta vez había alguien en el otro lado,
comprendió. De alguna forma había entrado en contacto empático con él, y no con Wilbur
Mercer.
¿O lo había hecho Wilbur Mercer deliberadamente, lo había preparado así? Siguió
escuchando.
—...tienen que sacar a la chica, Hiashi, de Nueva York y traerla de vuelta aquí, donde
podamos examinarla más en profundidad —añadió la voz—. Como le dije a Herrick...
Herrick, el Secretario de Estado. Meritan se percató de que eran los pensamientos de
alguien del Departamento de Estado, referidos a Joan. Quizás era el funcionario del
Estado que la había contratado.
Entonces ella no estaba en Cuba. Estaba en Nueva York. ¿Qué había ido mal? Todo
aquello hacia pensar que el Estado simplemente había utilizado a Joan para atraparle a
él.
Soltó las asas y la voz se desvaneció.
—¿Le encontró? —preguntó la mujer de mediana edad.
—S-sí —dijo Meritan, desconcertado, intentando orientarse en el cuarto desconocido.
—¿Cómo está él? ¿Está bien?
—Yo... no lo sé exactamente —respondió Meritan, con sinceridad. Pensó: Debo ir a
Nueva York. E intentar ayudar a Joan. Ella está metida en esto por mi culpa; no tengo
elección. Aunque me atrapen por hacerlo... ¿cómo podría abandonarla?
VI
FIN