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Johann Heinrich Pestalozzi

Cartas sobre la educación


de los niños

CARTA DUODÉCIMA
8 de diciembre de 1818.

Mi querido Greaves:

Hemos visto que el instinto animal tiene siempre la intención de una


gratificación instantánea, sin preocuparse nunca de la comodidad ni del interés
de los otros.

Mientras no ha despertado ninguna otra facultad, este instinto y su dominio


exclusivo sobre el niño no puede ser considerado propiamente como una falta;
no hay, en realidad, ninguna conciencia en ello; si es egoísta en apariencia, no
lo es voluntariamente; y el Creador mismo parece haber ordenado que sea tan
enérgica y exclusivamente prevalente, mientras la conciencia y otras facultades
no pudieran contribuir a asegurar ni siquiera la primera condición de la vida
animal, la propia conservación.

Pero, si después de la primera indicación de un principio más elevado, se


permite todavía a este instinto, que actúe de un modo ilimitado y sin control,
como antes, entonces comenzará a estar en pugna con la conciencia y cada
paso en que persista hará progresar el egoísmo del niño a expensas de su
mejor y más amable naturaleza.

Deseo que esto sea claramente comprendido; y quizá lo consiga mejor


explicando las reglas que concibo desprenderse de ello, para el uso de la
madre, que permaneciendo en la posición abstracta. En primer lugar, que la
madre se adhiera firmemente a la buena y antigua norma, de prestar atención
regular a su hijo; proseguir en lo posible el mismo curso; no olvidar nunca las
necesidades de su hijo cuando son reales y no ser indulgente con ellas cuando
son imaginarias o cuando sean expresadas con inoportunidad. Mientras más
temprana y más constante sea su adhesión a esta práctica, mayor y más
duradero será el beneficio real que resulte para su hijo.
La facilidad y las ventajas de semejante plan, si es constantemente practicado,
serán pronto percibidas.

La primera ventaja será por parte de su madre. Se verá ella menos sujeta a
interrupciones; será menos inclinada a momentos de mal humor; aunque se
tiente su paciencia, no se quebrantará su temperamento; en todas las
ocasiones obtendrá una satisfacción real de su contacto con el niño, y sus
deberes no le recordarán con más frecuencia que sus goces, que es una
madre.

Pero la ventaja será mayor por parte del niño.

Toda madre podrá hablar por experiencia propia de los beneficios que
proporcionará a sus hijos un determinado trato o de las consecuencias
desfavorables de un proceder contrario. En el primer caso sus necesidades
serán escasas y fácilmente satisfechas; y no hay un criterio más infalible de
una salud perfecta. Pero si, por el contrario aquella regla ha sido olvidada; si
por el deseo de evitar algo semejante a la severidad, la madre se ha visto
tentada a una ilimitada indulgencia, pronto se verá que este tratamiento por
bien intencionado que fuera, no deja de ser perjudicial. Será una fuente de
continua incomodidad para ella, sin ninguna satisfacción para su hijo; habrá
sacrificado su propia felicidad sin asegurar la de él.

Que las madres que han tenido la desgracia de incurrir en esta falta nos digan
si no han tenido ocasión suficiente para arrepentirse de su indulgencia
enfermiza, a menos de caer en el gran infortunio de sustituirla por el otro
extremo -el hábito de la indolencia y del frío olvido-. Y que el niño que se
desenvolvió durante su primera juventud en un exceso de indulgencia nos diga
si no ha sufrido las consecuencias; si precipitándose de una en otra excitación,
ha sentido nunca aquella salud y tranquilidad, aquella igualdad de espíritu que
es el primer requisito para el goce racional y para la felicidad duradera.

Que nos diga si tal sistema es apto para dar sabor a los deportes inocentes y a
los rasgos inolvidables de la infancia; si proporciona energía para resistir la
tentación o para compartir el noble entusiasmo de la juventud, y si, por último,
asegura firmeza y éxito en los ejercicios de la virilidad.

No todos hemos nacido para filósofos; pero todos aspiramos a una sólida
situación, lo mismo de cuerpo que de espíritu, y el rasgo esencial de ella es
desear poco y satisfacerse aún con menos.

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