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DANIEL ROPS HISTORIA DE LA IGLESIA DE CRISTO VI m Esta edicién esté reservada a LOS AMIGOS DE LA HISTORIA HISTORIA DE LA IGLESIA Vol. VI Nihil Obstat: Vicente Serrano, Madrid 29-8-70. Imprimase: Ricardo, Obispo Auxiliar y Vicario General Arzobispado de Madrid - Alcala © Luis de Caralt-Librairie Artheme Fayard INTRODUCCION INTRODUCCION 1 Un buen libro de historia es siempre un libro apasionante. Y cuando ese libro de historia cuenta unos hechos arraigados en lo més pro- fundo de la naturaleza humana, en el subsuelo donde la conciencia esconde sus mas intimas relaciones con Dios, entonces la pasién que sus- cita la lectura de un libro de historia sube de punto: se hace tensa, agobiante, casi angustio- sa, porque en aquel libro hay siempre algo in- acabado, un misterio que apenas se enciende como una luz lejanisima e inalcanzable... La razén de esta intranquilidad, de esta que Ilamariamos sabrosa desazén, que nos deja la lectura de una historia religiosa, es porque en ella intervienen factores y fuerzas que esca- pan a la agudeza y a la experiencia del histo- riador y del lector. Uno y otro saben, desde el comienzo, que nada de aquello es «a tltima palabra»: porque esa tltima palabra que espe- ramos siempre en esta clase de libros, al tratarse de una Historia de le Iglesia, queda truncada, incompleta, ya que el historiador no puede pe- netrar en los juicios divinos, donde realmente hallarfa la satisfactoria explicacién de tantos hechos que asi permanecen en una penumbra apenas iluminada provisionalniente por los da- tos documentales aportados por la investi- gacion. Diriamos, parafraseando una frase referi- da al poema del Dante, que el cielo y el infierno ponen sus manos en esta historia; y que hay que contar con ellos, con Ja accién de fuerzas supe- riores antagénicas, para explicar en cierta me- dida lo que resulta inexplicable si se atiende sdlo al acostumbrado punto de vista meramente hu- mano, aunque esté bien fundado en razones y motivos psicolégicos, La psicologia no lo es todo en esta historia. Llega un momento en que el escritor, el narra- dor de estos hechos, tiene que contar con la teo- logia. No puede pasar por alto, ni falsear, el ma- tiz teolégico que va unido al desarrollo de unos acontecimientos que, brotando del interior de las almas, repercuten crudamente en la vida politica, social y artistica de los hombres. Verdad es que llega un instante, sobre todo en el campo Iuterano, en que las motivaciones politicas parecen rebasar todos los limites y Ile- gan a imponerse a las consideraciones mera- mente religiosas y confesionales: pero esto no ocurre sino cuando la trayectoria de la Reforma protestante, ascensional en los primeros dece- nios, llega a Ja curva inicial del descenso, cuan- do aun en vida de Lutero se plantea con rudeza el problema social, al que no puede responder, por si solo, el reformador de Wittemberg. Calvino da la solucién opuesta: al estado absorbente, representado por los principes ale- manes, opone su Iglesia-ciudad, en la que la ra- z6n religiosa representa todavia el supremo mo- tivo. Entre ambas situaciones extremas, la in- glesa —la de Enrique VIII, Eduardo VI e Isa- bel— apenas ofrece otra novedad que su misma ambigiiedad confusa y vacilante hasta el adve- nimiento del puritanismo. ‘Tres posiciones en cuya base est la razén religiosa: pospuesta por motives politicos-socia- Jes, en la Alemania post-luterana; triunfante y despética, en la Ginebra calvinista; indecisa, mezclada y amalgamada con elementos de in- dole evidentemente no religiosa, en la Inglate- rra del Cisma. En el campo catélico, antes de Trento, la confusién producida por el estallido protestante de Wittemberg, en medio de una Europa que acababa de salir de una crisis tan peligrosa como la de finales de la Edad Media, a duras penas era superada por esfuerzos tan gencrosos como parciales. A un perfodo en el que en el mismo Vaticano entran en juego razones politi- cas, individuales y nacionalistas, sucede un compas de espera, unas décadas sinuosas de desorientacién estudiados con tanto matiz y con luz tan so: prendente. Simulténeamente, las grandes figuras ¢ la santidad y los primeros esbozos de una san Reforma: aun en los casos de previsible desca rrfo, como ocurre con el grupo de Meaux. ‘ mezclandose a todo ello, envolviéndolo, la sut politica de los primeros grandes reyes de Eurc pa: los ultimos Trastamara de Espaiia, los Tu dor, los Valois... El volumen primero de esta Historia tie ne cierta forma sinfénica, yo no sé si preter dida por el autor. Todo es como una detallad preparacién, morosa, cuidada, hermosisima, pz ra la aparicién del hecho culminante de la ép¢ ca: la rebelién de Lutero. Aqui, Rops afina mé su tacto singular, para indagar, en lo posibl Jas razones que se escapan a una mirada vu gar y répida. Encuentra Ia clave acertada en 1 INTRODUCCION it frase de San Pablo con que cierra el yolumen: «Oportet et haereses esse...» Esta frase revela- dora que seré el lazo de unién con la segunda parte de esta narracién: porque esta desoladora eclosién de rebeldia, esta hidra de muchos nom- bres, prepara providencialmente, como de modo negativo, el resurgir de Trento. Rops estudia con sagacidad el «caso» Lutero. Pero a Calvino lo mira con cierta sim- patia en la que no es dificil descubrir un resto de «chauvinismo». Verdad es que Calvino es el genio de la rebelién anticatélica. Hombre de un talento excepcional y de una capacidad de trabajo sobrehumana: su obra deja una huella perenne en la futura Europa y en el mundo entero que bebe su cultura en Occidente. Pero Calvino no es simpatico. Entre todos los caudi- llos de la herejia, el reformador de Ginebra es el que menos elementos presta para hacer de él un héroe, un ser iluminado por una gracia humana o por cualquier caso de atractivo. Sin- ceramente, creo que en esto se ha excedido el ilustre historiador. Frente a Calvino, frio, cal- culador, cruel y duro, Lutero ofrece un especta- culo de cierta espontaneidad: y a uno se le hace més explicable que el profeta de Wittemberg haya suscitado entre compatriotas y correligio- narios una corriente de admiracién como la que se tributa a determinados personajes legenda- rios. Con ser su personalidad mds tempestuosa y hasta si se quiere més brutal, presenta en com- paracién de Calvino calidades humanas que el ginebrino oculta en su proverbial mascara de hombre fuerte. Al lado de los dos grandes caudillos de la revuelta protestante, las demas figuras —Zwin- glio, Bucero, Ecolampadio, Melanchton...— forman el cuadro en el que resaltan los prota- gonistas de la tragedia. Pinceladas atinadisi- mas y répidas nos dejan sus retratos en el ins- tante oportuno: pero pasan, en esas paginas tu- multuosas en las que los grandes sucesos de la segunda mitad del siglo XVI adquieren una pre- sencia obsesionante. Rops juega habilmente con Jos elementos humanos, anecdéticos, para lle- varnos a lo profundo del verdadero problema: el teolégico. Y entonces, en un alarde de conci- sién y de exactitud que revelan sus dotes para la sintesis, el historiador enumera los puntos fundamentales de las doctrinas heréticas, co- menta, desenmascara, contrapone, completa vi- siones imperfectas, analiza y retine las piezas del gran mosaico: cada uno de los pasos trascenden- tales de este derribadero, cada una de las obras maestras de los hierofantes de la heterodoxia, lena las paginas de este libro ejemplar por tan- tos motivos. Es, a mi ver, en materia tan com- pleja y tan ingrata para un autor profano, don- de Daniel Rops juega su mejor carta, propor- ciondndonos, con su estilo peculiar de rapidez en el comentario, en la ironia y en el simple re- lato, un resumen acabado de lo que hay de fun- damental en esas obras que fueron la médula doctrinaria de la confesién protestante: con sus divergencias de la teologia catélica y —tam- bién— sus mutuas diferencias. Sobre esta trama bien tejida, sobre el he- cho fundamental —el religioso— de su historia, Rops se cuida de poner ese otro intrincado pa~ norama de la politica, la sociedad y los progresos culturales de cada momento. No es menos maes- tro en mostrar que cada uno de estos resortes parciales de la humanidad estén movidos por la gran fuerza subterrdnea que conmueve al mundo a los comienzos de la Edad Moderna. Todo est4 preparado para entrar en la segunda parte del estudio, Las cosas cambian repenti- namente: es como si un chorro de luz poderosa entrara de pronto en una caverna. Comienza la obertura, el despertar del alma catélica, que culminard en el gran himno que entona el his- toriador a la época de Trento. Ignacio de Lo- yola y Paulo III, Teresa de Jestis y Carlos Bo- tromeo; Juan de la Cruz y Francisco de Borja; Paulo IV y Javier...: almas ardientes, desaso- segadas por una misma idea que se traduce en acciones aparentemente diversas, pero dispara- das todas contra idéntico objetivo: la Reforma, el despertar de la conciencia catdlica. De nuevo el estudio doctrinario —ahora bien entramado, sobre las decisiones tridentinas y el espiritu de los grandes reformadores—, de nuevo el andlisis concienzudo de los panoramas del tiempo: las corrientes artisticas, el pensamiento filosdfico, las reacciones politicas y sociales; y en el fondo, siempre presente, la accién misteriosa de Dios LA REFORMA PROTESTANTE que va levando a su Iglesia —Ia gran Protago- nista de este libro— por caminos que parecen torcidos, pero que siempre desembocan en una luz consoladora. Este es el libro —excelente, humano y de calidad— que ha escrito Rops. Repito que no es un libro de erudicién forzada. Es una obra que viene a Ilenar un vacfo: una Historia de la Iglesia para el lector comin y corriente: el lee- tor de novelas y de periddicos; el que va al cine los sébados por la noche; el que no tenfa al al- cance, ordenados, didfanos y profundos, una serie de conocimientos que enriquecerdn su espi- ritu. No es obra de estudios bachilleriles, ni cen- tén erudito de citas, ni resumen esquematico: es un libro de divulgacién. Pero no es un libro vulgar: al que lo lea despacio no se le escapard el fino matiz del relato, la solidez de conoci- mientos de las fuentes, la serenidad casi siem- pre inalterada del buen juicio. Todo ello sinte- tizado en una labor que hace agradable, inte- resante, a este relato de un periodo excepcional. Con todo ello el autor no hace mas que atizar la pasion y el interés que despierta siempre en ol lector un buen libro de historia. 2 Una Introduccién a la «/glesia del Rena- cimiento y de la Reforma», de Daniel Rops, tra- ducida al castellano, no seria completa sin una nota espafiola que, alejada de todo afan polémi- co y sin prejuzgar posiciones que el autor es muy libre de mantener, aclare a su vez un pro- blema que evidentemente ha de salir al paso de ese lector ordinario a quien va dirigido este libro: ese problema —que en realidad es do- ble— es el de la casi total ausencia de Espafia en buena parte de esta Historia, y el de la presen- cia desfigurada de algunos de sus personajes sa- cados de nuestra propia Historia. Entiéndase bien: cuando hablo de desfigu- raciones, no juzgo intencién alguna. Por desgra- cia, no somos los espafioles los que, llegado el caso, podamos tirar la primera piedra en lo re- ferente a nuestra propia Historia. De fuera nos ha venido buena parte —por no decir la mayor— de la vindicacién de la Historia nacional y de sus personajes més discutidos, que hasta hace tan pocos afios estaba por hacer. Si han sido manos extrafias las que en tantas ocasiones han. removido archivos y han aportado nueva luz —casi diriamos definitiva— a hechos oscuros, no puede extrafiarnos el que esta luz falte en un momento determinado a un historiador, aun- que esto, asi en seco, parezca y sea dificil de explicar. Desde la primera Edad Media, Espafia esta presente en la historia universal del mundo cris- tiano. No es este momento de detenernos en si- glos alejados, de los que ya ha tratado el autor en otros volimenes: si buscdramos una fecha clave, mas cercana a nosotros, la de 1212 —dia de las Navas de Tolosa—, nos pareceria como Ja jornada de la consagracién definitiva de la universalidad de nuestra «cruzada» de recon- quista. En el otro extremo de Europa, mientras Oriente se debate en una lucha secular que acabara en la ruina de Bizancio, la Peninsula Ibérica es testigo doloroso de otra guerra en la que, a través de avatares diversos, se lucha por el mismo objetivo y con la misma pasion: la salvacién de la Cristiandad y de todo lo que ella significa para Europa. Castilla, Aragén y Navarra se unen en esa jornada: de Francia, Italia y Alemania acuden caballeros, como han acudido en otro Namamiento a las tierras de Palestina; Inocencio III patrocina y bendice a la que ya puede Ilamarse legitimamente cruza- da espafiola. Los hombres de Aquitania, el Ar- zobispo de Narbona con el de Toledo, y los sol- dados peninsulares, dan testimonio de una uni- dad de fe en la que Europa acude a Espafia y Espafia se asoma a Occidente con el mismo acento con que habia hablado en los Concilios de Toledo 0 en las Etimologias de San Isidoro. Es después la corriente de Cluny y el ca~ mino de Santiago, o Ja magnificencia de las arquitecturas romanica y gética —Petrus Petri y los artistas borgofiones, Tolosa y el Poitou, aires de la Isla de Francia— los nuevos jirones de este didlogo mantenido por los pueblos de una misma tradicién a un lado y otro del Piri- neo. La montafia de la universalidad la escala INTRODUCCION Alfonso X, no sélo con sus libros llenos de sabi- durfa, sino con su personalidad, que se ganaba la adhesién de los pisanos en su candidatura al Imperio, porque «es el mas excelso de todos los reyes que hay, ha habido y habré en todos los tiempos». Y, por caminar a grandes pasos y acercarnos al objeto de estas lineas, es de nue- vo Espafia la que da su gran voz en réplica a la primera herejia peligrosa que surge en estos siglos, escribiendo la més acabada crénica so- bre los Albigenses con el grito de alarma de Lu- cas de Tuy y predicando con la palabra y la caridad de Santo Domingo de Guzman. Euro- eos son, en contextura y ambicién, los reyes aragoneses de esta época, a contar sobre todo de Pedro IT y de don Jaime el Conquistador —y para mi tengo que no se podria silenciar mds a Espafia en estas coyunturas si se tuviese en cuenta con mas frecuencia los hechos de la Co- rona de Aragén—. Mientras en Castilla fermen- ta, atin bastante cruda, la idea de ]a Unidad, Aragon, de cara al Mediterraneo, acomete em- presas que llevan a nuestra gente a todos los confines del mar interior. Con Pedro II, y sobre todo en el reinado de Jaime I (1213-1276) «el Conquistador» y de Pedro Ill, la presencia aragonesa en el Me- diterréneo cobra trascendencia de gran empre- sa politica y militar. La disputa con Carlos de Anjou, hermano de San Luis, rey de Francia, surgida del atentado de que el principe fran- cés hace victima a la reina Margarita en sus derechos a Provenza, da ocasién a los aragone- ses para una extensa’y afinada maniobra en las disputadas tierras de Italia. Abundando en el tradicional espiritu de eruzada que los castella- nos volcaban en la Reconquista, Jaime I orga- niza, llamado por los tartaros y por Miguel Pa- ledlogo, una expedicién a Palestina, al frente de la cual se pone el mismo rey, que fracasa por causa de un furioso temporal que obliga al so- berano a desembarcar, pero no sin que don Pe- dro Hernandez y Fernan Sdnchez prosiguieran en el intento y Iegaran hasta San Juan de Acre y ayudaran a la plaza cristiana. De dis- tinta indole, pero no menos interesante y de rasgos mas pronunciados y ambiciosos, fue la célebre expedicién de catalanes y aragoneses a 43 Oriente. Acaudillados por Roger de Flor, los ve- teranos de Sicilia y cuatro mil almogdvares, unidos a no pocas tropas castellanas, llegaron en 1503 a las costas de Asia Menor, en ayuda del emperador Andrénico II. En sucesivas campa- fias obligan a los turcos a abandonar el asedio de Filadelfia y ocupan las ciudades de Magne- sia, Thira y Efeso. Ayudado por los refuerzos de Bernardo de Rocafort, Roger de Flor avanza hacia Cilicia. Mas adelante, Berenguer de En- tenza se les une en Gallipoli. La traicién bizan- tina y la réplica de los expedicionarios, conocida en Ia historia con el nombre de « ? De distinta indole es el suceso del «saco de Roma» (6 de mayo de 1527). Sus circunstan- cias histéricas son conocidas del lector y am- pliamente expuestas en esta Historia. Lamenta- ble fue el desarrollo de los acontecimientos, y el primero en lamentarlo fue el mismo Empera- dor: «Carlos, en contra de la audaz opinién de Graetz, segtin el cual, el saqueo fue ordenado por él, quedé sinceramente dolorido y contris- tado al llegar las terribles noticias. Casi todos los historiadores le han absuelto, al menos, de que en el desastre hubiera una deliberada inten- cién suyay2 Carlos, escandalizado como toda la Cristiandad, envia a un emisario suyo al Papa —al General de los Franciscanos— con car- tas que expresan su dolor. Pesaba sobre él, en aquel instante, no sélo la responsabilidad de no poder pagar a sus tropas (cosa harto fre- cuente entonces) sino la angustia de toda la gente cristiana; y aunque no cambiara de acti- tud, ni pareciera afectarle politicamente la si- tuacién planteada en Roma, y aunque Cle- mente VII hubiera merecido lo que ocurria, por 1. Wyndham Lewis, Carlos de Europa, c. VII. 2. Pero Mexia, Historia del Emperador Car- los V1. V, 0. V. 5. Walsh, Felipe IT, c. I. haberse empefiado en el juego de la intriga politica, Carlos no era naturalmente responsa- ble del terrible crimen.! No se trata de lograr un penagirico del Emperador: fue 6] mismo quien reconocié sus defectos y los fallos de su actuacién en la his- toria. Pocos han dado, como él, un ejemplo tan intenso de verdadera conciencia y de examen personal: «El drama de Carlos V —dice Des- cola— es haber confundido, inconscientemente a veces, la voz de Dios con Ja de su propia ambi- cién humana. Su grandeza esté en haber renun- ciado, al fin de una carrera fastuosa, al domi- nio del mundo. Su gloria es esa inimaginable penitencia que quiso cumplir en Espafia, no le- jos de las grandes Manadas castellanas, donde soplan los vientos misticos».® Si la figura —simpatica y universal— del Emperador ha sugerido tantas contradicciones y polémicas, nada de extrafiar tiene que siga lle- nando de apologias y de invectivas (a veces igualmente apasionadas) el enigma de su hijo Felipe If. El lector de esta Historia comprenderé —salvo muy raros momentos— de qué lado pa- rece inclinarse el historiador. No es nuestro Ani- mo entrar con espfritu de polémica en este capi- tulo del libro de Rops. La somera lectura de su bibliografia referente al Rey Prudente daria bas- tante luz sobre su visin parcial, incompleta y a veces apasionada, de la dificil figura del Mo- narca de El Escorial. No creo de urgente necesi dad proporcionar al lector espaiiol una visién completa y detallada, una imagen perfecta del soberano y de sus actuaciones; ni el momento és oportuno, ni el espacio de esta «Introduccién> —que ya se va estirando bastante— lo permite. Por otra parte, libros hay tan acabados y con- cienzudos como los de Pfandl, Bratli, Walsh y el Antonio Pérez de Marafidn, que nos dan, desde diversos puntos de vista, un retrato del hombre, del rey y de su época, sin paliar sus evidentes defectos, pero también sin olvidar sus virtudes y —sobre todo— las distintas circuns- tancias histéricas que hacen posible una lumi- 1, Gir. Descola, 0. c,, o. V, 3; Wyndham Lewis, 0. ¢., ¢. IV, 2; Trevor Davies, 0. c., c. IV, 1. 2. Jean Descola, 0. ¢., p. 224. INTRODUCCION 25 nosa explicacién del significado de la figura de Felipe IT en la historia de Espafia y de la Euro- pa de su tiempo. Ni el santo intachable que sus apologistas han dibujado, ni el déspota cruel y arbitrario que han tiznado sus multiples detrac- tores. Tampoco es licito fulminar el Jatigo de la critica con vagos «parece que...» mientras se recorta, con atisbos de admiracién apasionada, la imagen de otros personajes que, desde luego, no cederian en nada a la peor pintura de un Fe~ lipe II tirdnico, intransigente y calculador. No fueron los tiempos de Felipe II tiempos de blan- dura y de contemporizacién. Ni en la Inglaterra de los iltimos Tudor, ni en la Alemania lutera- na, ni en Ja Francia de las guerras de religion se desarrollaron las cosas de distinta manera; el saldo de la historia, en este aspecto ha sido —en definitiva— favorable al Rey Prudente. Los es: paiioles de su siglo sentian acentuarse el instin- to de autoproteccién, como sociedad, con el re- cuerdo del calvario sufrido a lo largo de una larga historia de reconquista: en Espaiia se ha- bia luchado y llorado a causa de una convulsién religiosa prolongada durante siglos, y para los descendientes de los cruzados medievales, la nueva luterana no trafa consigo novedad algu- na, ni aparecia con el aspecto de «eforma» y renovacién que pudo atraer prosélitos en los pai~ ses nérdicos. ‘De la personalidad privada del hijo de Car- Jos V nos deja una visién menos tétrica, mucho més humana, su propia correspondencia domés- tica. De su presencia histérica, la misma histo~ ria se ha encargado de ajustar las cosas y devol- verlas a un cauce. Cuando con inequivoca male- volencia se juzgan intenciones ocultas y se cae en la contradiccién, no es posible Iegar a una posicién de equilibrio. Asi, quienes acusan de in- transigente al rey en su politica de represién del protestantismo peninsular, rechazan igualmente su prudente moderacién en los asuntos de Ingla- terra. gEn qué quedamos? Si Felipe hubiera se- guido en Inglaterra una politica de represién, si hubiera atizado las pasiones ya soliviantadas en la Isla, ¢no hubiera merecido un veredicto de intrusionismo, de intransigencia? Felipe com prendié que ni sus intereses ni los de la Iglesia saldrian favorecidos con la justificada animosi~ dad del pueblo y del Parlamento inglés. Y creo que es posible hallar, en los actos en que expres6 su politica, otros méviles que no sean la sed de dominio y la pura intriga. «Proyectos demasia- do vastos —comenta Descola— a muy largo pla- zo, le impedian darse cuenta de que estaba arruinando a Espafia, a fuerza de quererla po- derosa, y que la empobrecia y empefiaba, que- riendo enriquecerla. Y, sin embargo, Felipe IE no era codicioso de poder, como no lo era de los goces de la tierra» He aqui un criterio que, guardadas las debidas proporciones, puede apli- carse a cuestiones tan complejas como las de la Armada o las guerras de Flandes. Mas ligada con el asunto de una Historia de la Iglesia esté la actuacién de Felipe II al comienzo de su reinado con respecto al Papa Paulo IV. Heredero de una guerra con Francia, a la que se habia aliado el Papa, tenaz enemigo de su padre y suyo, Felipe II no procedié a la ligera «sin vacilaciones» como se ha dicho, sino tras largas consultas e interminables vacilacio- nes, hasta lanzar sus ejércitos contra quien me- recia sus respetos como principe espiritual por més que «temporalmente» se erigiera en su ene- migo. Odiaba por entonces Paulo IV a los espa- fioles y al Emperador y su hijo, como a sus peo- res enemigos. Cardcter complicado, duro e indé- mito, el Pontffice no vacilaba en las mas bruta- les expresiones contra los reyes de Espaiia, como no hubiera vacilado en fulminar la excomunién, que tenia hace tiempo preparada. Todo esto, sin embargo, no bastaria @ provocar una guerra. Paulo IV intriga contra Espafia e interviene en las conversaciones de Vaucelles con un doble juego, favorable a Francia. Hace saber en secre- to a Enrique II que las tropas pontificias apoya- rian una invasidn de Napoles por parte de los franceses. En Ja alianza secreta entre ambos, interviene también el Sultan; animados por sus nuevos amigos, los turcos saquean a Sorrento y destruyen el fuerte de Tripoli, llevandose a 800 cautivos de Reggio y Salerno. Mientras los espa- fioles permanecen ‘a la espectativa, Paulo IV, obrando ya descaradamente, excomulga a Co- Jonna, fiel a Espafia, prohibe el culto en Napo- les y prepara la excomunién de Carlos y Felipe, con la subsiguiente pérdida de sus dignidades y LA REFORMA PROTESTANTE prerrogativas. Felipe, «ante aquellos insensatos delirios» conserva su mesura. Rene una junta de tedlogos, entre los que figura Melchor Cano y les pide consejo y dictamen; segin éste, el rey, fallados sus esfuerzos para llegar a una avenen- cia, puede declarar la guerra. El Duque de Alba se pone en marcha; envia al Papa una carta dura, pero correcta, que no surte otro efecto que una borrascosa recepcién del mensajero; cuan- do el Duque avanza, el Papa pide una tregua de cuatro dias, que Alba concede generosamente y Paulo IV aprovecha para pedir fuerzas a Fran- cia. Enrique II envia al Duque de Guisa con 20.000 hombres; Alba espera, de acuerdo con su principio de no gastar hombres ni energias en balde. En esto ocurre la batalla de San Quintin y los franceses vuelven precipitadamente a su patria; entonces actia Alba y entra en Roma, no «entregandola a los lansquenetes», como dice Rops, sino portdndose con una templanza y ca- ballerosidad, que «parecia que el rey era el ven- cido y el Papa el vencedor». Felipe y Alba, de comtin acuerdo, ceden en Jo referente a la cere- monia de sumision; Paulo TV acoge calurosa- mente a Alba, le aloja en el Vaticano, celebra una Misa en accién de gracias y al dia siguiente invita al Duque a una comida y da a la duquesa Ja Rosa de Oro, despidiendo después, «afabilisi- mamente» al ilustre militar. A esto se reduce la célebre campaiia contra Roma, que ha servido de base a tantas calumnias e interpretaciones torcidas. Ms adelante, Paulo IV mostrara sin- ceramente haber cambiado en su primera acti- tud hacia el rey de Espaiia, Es poco menos que imposible deslindar en los acontecimientos de la época el terreno mera- mente politico del religioso. La cuestién de Flan- des, en la que intervinieron causas y motivacio- nes confesionales en proporcién semejante al an- sia natural de independencia; la intervencién espafiola en las guerras religiosas de Francia 0 el intento supremo que representé el fallido asalto de la Armada (apodada «Invencible» por los enemigos del rey) a la fortaleza herética de Inglaterra, son otros tantos hechos en los que no se puede juzgar honestamente una actua- cién sin dar cabida a los mil resortes religiosos implicados en la aparente intriga politica. Sobre los acontecimientos que desembocaron en Ja tré- gica y penosa Noche de San Bartolomé, no se puede pasar por alto la actividad politica calvi- nista, Coligny traté ~hasta conseguirlo— de apoderarse del misero espiritu de Carlos TX, obligdndole a prometer en matrimonio a su h mana Margarita a Enrique de Navarra, matri- monio en el que no queria pensar la princesa, y al que se opusieron vivamente Pio V y Grego- tio XITL, negando las necesarias dispensas. La vasta conspiracién de Coligny para aduefiarse de toda Francia y emprender una ofensiva neral contra Espaiia, abarca dos periodos prin- cipales: en el primero, hace enviar a Genlis al frente de 5.000 hugonotes para luchar contra Espafia en Flandes. Prepara una alianza con el tureo, Inglaterra y los protestantes alemanes; consigue que el joven rey pierda confianza en su madre. Y tal vez sea esto lo que preparé y ocasioné el estallido de unos sucesos que tienen mucho mds de politicos que de religiosos. Cata- lina de Médicis, aterrada por la preponderancia de Coligny, precipité los acontecimientos, ayu- dada por Enrique de Guisa, cuyo primordial objeto era vengar la muerte de su padre, el duque Francisco, asesinado en Pultrot en 1562. Los catélicos franceses hab{an tenido frecuentes ocasiones de comprobar la crueldad implacable de sus enemigos y la insinceridad de sus motivos religiosos para la lucha. «Pero fueron los calvi- nistas, y no los catdlicos, los que levaron a la guerra civil la préctica sangrienta de no dar cuartel y no hacer prisioneros vivos: habia un mundo de diferencia entre la condena juridica de un hereje por la Inquisicién y la matanza a sangre fria de sacerdotes y monjas.» Se ha dicho —y se repite en este libro— que.Felipe IT expre- sé una gran alegria al recibir la noticia de la matanza de San Bartolomé. Los cronistas de la época no ocultan que el principe espafial se mostré complacido del hecho, pero «su reaccién fue probablemente la misma de cualquier caba- lero inglés respetable si, en los dias sombrios de la guerra, hubiera sabido que algunos hombres de Douglas Haig habian entrado disfrazados en Berlin y habjan degollado, mientras dormian, al Kaiser, al Kronprinz, a todo el Estado Mayor y a los responsables de la guerra submarina: no sea- INTRODUCCION mos fariscos y no pensemos que esa ferocidad es exclusiva de una determinada nacionalidad o re- ligién» 1, Méviles politicos mezclados con oca- siones religiosas, saldrian al paso, a lo largo de su reinado, al rey inquisitorial. Es inevitable, al tratar de Felipe II, una re- ferencia ala Inguisicién. He aqui otro capitulo sobre el que se ha discutido y se discutir4, por més que también la Historia haya dicho, en nuestros dias, palabras valiosas y aun algunas definitivas. Daniel Rops no soslaya la cuestién: la ataca de frente en diversas ocasiones, pero, por desgracia, con la miopia acostumbrada ya por tantos historiadores que no han reparado en el conjunto del problema. Parcialismo, negli- gencia en revisar opiniones caducadas, desaten- cién a Jos ultimos avances de una historia critica que ya ha puesto hace aiios las cosas en su pun- to. Para el lector de hoy ya no es la Inquisicié el acostumbrado fantasma o la vulgar ocasién de erizarnos la piel con descripciones terrorificas de torturas y de iniquidades. En primer lugar, esto ocurre porque el hombre modemo ha sido testigo de acontecimientos que dejan muy chi- quitas aun a las més escalofriantes pesadillas inquisitoriales de los autores romanticos. Nues- tra época no puede arrojar piedra alguna con- tra la pretendida «, presidio, azotes, galera y, en ultimo término, en los casos extremos de contumacia, la «relaja- cién», es decir, la entrega del penado al brazo 0 autoridad civil, ya que la Iglesia no podia en ningtin tribunal aplicar la diltima pena. A los penados que a tiltima hora daban muestra de arrepentimiento, se les libraba del horror de ser quemados vivos «por eso es sorprendente el pequefio niimero de personas quemadas vivas en Espafia, mucho més pequeiio, sin ningiin gé- nero de dudas, que el de paises tales como In- glaterra, donde se castigaban con la hoguera ofensas de cardcter no religioso».! La ultima pena se ejecutaba en un lugar apartado de la ciudad, después de realizado el acto solemne o «Auto de Fe» en que se lefa las penas, se exhor- taba al arrepentimiento final 0 se reconciliaba al que ya habia abjurado sus errores Con respecto a la accién inquisitorial sobre el pensamiento espafiol, la censura de libros y la represién intelectual, tampoco es licito colocarse en un extrema, bien sea clamorosamente apolo- gético, bien sea absolutamente negativo. «A ve- ces la censura colocaba a un autor a merced de los caprichos de un pedante o los prejuicios de un oficial maniatico» 2 cosa no exclusiva, ni mu- cho menos, de la censura inquisitorial, ademés de que, en general, el uso pedantesco de la cen- sura fue raro. En Castilla, mientras Ja Inquisi- cidn ejercia su censura, tuvo lugar el Siglo de Oro... Lo que dice en favor de la Inquisicién, no son tanto los libros prohibidos, como los que se permitieron: las obras de Pomponazzi... el Leviathan, de Hobbes (libro quemado por el verdugo publico en Inglaterra), las obras del panteista Giordano Bruno; todas estas obras, el censor las dejé pasar sin tachaduras. Ni Galileo ni Copérnico, condenados tanto por los protes- 1. O.c,c. XIII, p. 264. 2. Ibid. 1, Trevor Davies, 0. ¢., ¢. I, 3. 2. Id., VI, 2. LA REFORMA PROTESTANTE tantes como por los papistas, figuraron en el Indice inquisitorial... Obras de extremado ca- rdcter dudoso, pasaron por su calidad literaria, como La Celestina.’ Verdad es que se come tieron errores, y que personas de alcurnia inte- lectual sufrieron injustamente, Ievados ante el Tribunal por denuncias falsas 0 venganzas per- sonales. Pero, gen qué parte del mundo no ocu- rre otro tanto, sobre todo si se tiene en cuenta el momento psicoldgico de turbacién y de temor, de sospechas y de suspicacias por el que pasaba entonces un pueblo empefiado en mantener a cualquier precio la unidad nacional y religiosa a tan clevado precio alcanzada? No creo que Jo dicho sea hacer un panegi- rico de la Inquisicién. Con sus defectos y erro- res, incluso con sus brutalidades e injusticias, la Inquisicién juzgada en el marco adecuado de su época y —en segundo término— en comparacién con otros tribunales y sistemas juridicos de su tiempo no sale malparada en cl conjunto de aquella sociedad para la que la intransigencia confesional era una condicién de subsistencia. Por lo que respecta a la Iglesia, «toleraba a la Inquisicion, como tolera todavia las penas capi- tales, no como buenas en si mismas, sino como mal menor entre dos males».? Si hablar de Felipe II es acercarse al tema insondable de la Inquisicién, éste nos devuelve al soberano espaiiol, porque la opinién secular de historiadores y estudiosos han mantenido in- separablemente unidos ambos nombres. Vitupe- radores y apologistas hablan indiferentemente de ambas cosas, mezclandolas en una misma imagen, atribuyendo grandezas y defectos de uno a los de la otra. No digamos ya del desdi- chado asunto del principe don Carlos, al que hace alusién Rops en su Historia. Un misterio que ya no lo es tanto— se ha abatido sobre este episodio de la historia de don Felipe. Tam- 1, Pécil seria acumular datos, nombres y titu- los y tejer con ellos una brillante apologia de aque- Ua «censura» inquisitorial. Menéndez. y Pelayo lo ha hecho en cl célebre Epilogo al libro V de sus Hete- rodozos, con tanta abundancia de erudicién como nobleza de forma. 2. Walsh, o. c., cap. XIII. poco aqui es licito aceptar absolutamente nin- guna de las posiciones extremas: ni la del melo- drama romintico, a lo Schiller, ni la del aplau- so incondicional. Sobre la célebre frase atribui- da al rey como réplica a un hereje ajusticiado después de un auto de fe, se han construido teo- rias mas o menos higubres. La verdad es que ni chay rastros ni pruebas de que el rey presencia~ ra una sola ejecucién ! ni han podido probarse y fundamentarse las leyendas recibidos en tor- no a la muerte del misero don Carlos. Felipe fue inexorable en no permitir que el principe moribundo recibiera consuelo de sus parientes; él mismo estuvo ausente, y tampoco es probable que le bendijera entre lagrimas escondido en una cortina; de lo tiltimo no hay certeza; lo pri- mero, arbitrariamente juzgado como crueldad, fue resultado de una insistente peticién de su consejero «por el temor de que la iiltima despe- dida de Jos suyos pudiera excitar y apenar sobre- manera al moribundo, si no hubiese dado lugar a terribles escenas».? Hechos todos éstos sobre los que el concienzudo estudio de historiadores ha arrojado suficiente luz en los tiltimos aiios. Volvamos a nuestra pregunta inicial: cabe decir de este hombre que ha suscitado tan- tas pasiones en pro y en contra? ¢Un cruel ver- dugo o un santo? ¢Rey Prudente 0 Demonio del Mediodia? Jean Descola ha titulado el capitulo dedicado a Felipe «a Tentacion de Ja Santi dad»: lejos de carecer de un profundo sentido, ese epigrafe de un capitulo es todo un comenta- rio. Hombre de grandes virtudes: tenacidad en el trabajo, austeridad de vida, entregado a lo que él crefa bien de su pueblo; y de evidentes defectos: timidez y orgullo, reserva excesiva y desconfianza. Acercarse a la personalidad de Felipe II es siempre penetrar en un misterio, més 0 menos iluminado, pero siempre enigmé- tico y atrayente. Juzgar sus actos no puede su- poner nunca un juicio en sus intenciones; se ha reconocido en él «la notoria voluntad de evitar toda violencia innecesaria>.® y, sin embargo, se 1. Ibid., p. 261. 2. Descola, 0. ¢., cap. VI, p. 254-235, 3. Walsh, 0. y I. INTRODUCCION 34 han acumulado sobre su memoria arbitrarieda- des y violencias sin fin. La pregunta permane- cera siempre s6lo parcialmente contestada. Lo. que ya no es honesto ni licito es prescindir de to- das Jas aportaciones valiosisimas que explican, en Jo posible, el misterio de este hombre a quien Jos espatioles de su tiempo respetaron y estima- ron como representante de un ideal y una gran- deza a la que no dudé en sacrificar aun el bien- estar de su patria. No es posible ya sostener esa parcial vision de crueldad, de célculo y de ma- licia que ha ennegrecido durante siglos el retra- to del soberano. «Estudiado sin pasién aparece, no como un santo ni como un demonio, sino, cual todos los hombres, como una mezcla, en un vaso frdgil de barro, de buenas y de malas cualidades. Lo bueno de Felipe fue, como tantas veces se ha dicho, la profundidad de su concien- cia y de su responsabilidad de rey y de repre- sentante de la lucha contra la Reforma. Acaso fuera un tanto pecaminosa la soberbia con que Jo crefa; pero ello es cuestién de teologia y no de politica, En su haber ha de apuntarse también su sincera piedad; su espiritu democratico; su amor a la justicia, sin reparar en clases sociales; su entusiasmo por las ciencias y las artes; su ter- nura de padre y esposo y la resolucién con que, cuando era preciso para el bien comin, la sacri- ficaba; su buen gusto y elegancia... Los actos seguramente reprobables que cometié, que fue- ron bastantes y algunos atroces, tienen la discul- pa de que, sin duda, los inspiraba un deseo de ser titil a los espafioles y a los ciudadanos de sus demas dominios. Para él la felicidad de sus siib- ditos consistia en preservarlos de la contamina- cién herética y a esto sacrificé deliberadamente el interés nacional.» Un retrato como el que tra~ za con magistrales lineas don Gregorio Mara- fién? en el parrafo citado y en Jos que siguen en su obra, era necesario en el preambulo de una obra en que abundan los retratos de perso- najes que vivieron al mismo tiempo que nuestro discutido rey, en diversas latitudes y con distin- tos ideales, pero, a buen seguro, no con un por- venir tan anubarrado por las interminables po- lémicas de exaltacién y de calumnia. 1. Antonio Pérez, t. I, c. II, p. 43 y ss. 4 No queremos ni podemos terminar estas li- neas sin rescatar de esas simples y rapidas men- ciones en que los arrincona inexplicablemente el historiador, a una serie de nombres que, por ha- ber significado tanto en nuestra cultura de la Reforma Catélica, ya sea en el magico edificio del arte, ya en la jerarquia eclesidstica, ya en las letras, creemos que merecen, por lo menos, la misma justa consideracién a que obedecen en este libro las brillantes y extensas paginas dedi. cadas a las figuras equivalentes de otras Jati- tudes. En efecto, nuestro gran Siglo, se abre con uno de los acontecimientos mds sobresalientes en el campo religioso-cultural: la edicién de la Biblia Poliglota Complutense inspirada, diri da y costeada por el Cardenal Cisneros. Iniciése cl imponente proyecto en 1517 y constituyé, ser- vida por Ja imprenta, no sélo una joya sin par de los obradores de Alcala, sino una de Jas mas importantes obras de la filologia. Consta de seis tomos en folio —cuatro dedicados al Antiguo Testamento, uno al Nuevo y el ultimo concebido en forma de apéndice—, La variedad de tipos empleados y Ja diferencia de sus caracteres, de- bida a la diversidad de lenguas, es notabilisima; tipos limpios y hermosos (sélo de letra gética hay cuatro diferentes), en esmeradisima estam- pacién, Pero si de su materialidad cabe toda ponderacién, lo verdaderamente admirable es la sabiduria con que Cisneros reunié a quienes po- dian evar a cabo la obra: el «Comendador Griego», Hernan Niujiez; Demetrio Ducas Cre- tense; Nebrija —cuya breve aportacién a la Bi- blia resulté importantisima—; y los hebraistas Alfonso de Alcala y los dos Alfonso de Zamora, judios conversos. Cisneros no se limité a su me- cenazgo, sino que dirigié Ja obra e intervino en su ejecucién; la muerte del Cardenal y el retraso en llegar el permiso de Roma para su publica- cién, hicieron que la Poliglota complutense no tuviera la suerte merecida; cuando vio la luz, en 1522, ya Erasmo habia publicado tres ediciones del Nuevo Testamento. Es Cisneros, en los comienzos de esta Edad, como el compendio y cifra de le admirable Je- LA REFORMA PROTESTANTE rarquia espaiiola que le sigue. Su figura politica y eclesidstica se levanta como un verdadero bas- tién de prudencia, rectitud y fe. Se anticipé en medio siglo a la gran Reforma Catlica, trazan- do senderos que mas tarde habjan de seguir los Pontifices y los Padres de Trento; y si ésta es su mayor gloria, no es la tinica. Hombre de in- sobornable lealtad, virtud ascética y cardcter de hierro, supo, en un momento dificil de transicién. asegurar el sello de la unidad echado por Isabel y Fernando y dar paso, con un gesto elegante de politica, a una nueva época que comenzaba entonces. De su tiempo a los aiios de Trento, Espaiia no hizo més que seguir Ja marcha por un ca- mino trazado por sus manos y con un impulso dado por su espiritu. Los futuros reformadores pondrén la cima a su reforma; los politicos de mafiana atenderan a sus normas prudentes y sagaces; la cultura le deberd un esfuerzo ini- cial y, en su visién mediterranea, fijard un esla~ bén definitivo entre la politica tradicional ara- gonesa y el nuevo rumbo tomado por nuestras naves bajo el pulso de la Casa de Austria. De- trds de él, con nombre de legién, estén Alonso Manrique, el amigo de Erasmo y Fernando Val- dés, fundador de la Universidad de Oviedo; los dos Quiroga, eminentes figuras espaiiolas de la Iglesia americana, Bernardo de Sandoval, a quien tanto debié Cervantes, y Siliceo y Espino- sa y, gloria de nuestro episcopado, Santo Tomds de Villanueva y el Bienaventurado Juan de Ri- bera. Como un sendero luminoso lleva esta este- la de nombres memorables desde aquellos afios iniciales a los dias de Trento. En Trento, «el concilio, indefinidamente aplazado por la mala voluntad de los protestan- tes y las segundas intenciones de los Papas, rea- nuda al fin su trabajo bajo el fuerte impulso de Felipe U1 y Pfo TV. Los espaiioles —asisten mas de doscientos— dirigen los debates. Alli se en- cuentran todas Jas figuras importantes de la Espafia catélica. Martin Pérez de Ayala, obispo de Segorbe, defiende las tradiciones eclesidsti= cas. Antonio Agustin, fildlogo, numismatico y arquedlogo; Pedro Gonzilez de Mendoza, obis- po de Salamanca y memorialista del concilio; los tres célebres jesuitas: Diego Lainez, Alonso Salmerén y Francisco de Torres, hacen causa connin con el dominica Melchor Cano, el aris- totélico Cardillo de Villalpando y Pedro de Fontidueiias, predicador prestigioso. Como ocho siglos antes en Nicea, la Espaiia cristiana dirige una vez mds la batalla contra la herejfa».t En aquel concilio «que fue tan espaiiol como ecuménico», Esparia fundamenté una glo- ria «que no hay ignorancia ni olvido que baste a oscurecer» * y dio el més alto ejemplo de cato- licidad y de fecundo humahismo. Si es cierto que la jomada del discurso de Lainez sobre la Justificacién marca —en opinién de Maeztu~ la cota mas alta de nuestra grandeza, no lo es menos que la figura de Diego Lainez, en si mis- ma es una de las ms gloriosas con que cuenta el catolicismo espafiol y europeo. Castellano, se- guidor, en Paris, de San Ignacio. uno de sus primeros compafieros en Montmartre, le sucede en el generalato de la Compaiiia de Jesus. Su presencia en los coloquios de Poisy es decisiva, y su vibrante y sdlida elocuencia rebate defini- tivamente el césaropapismo de la Regente de Francia. Hombre de tan alta virtud como sabi- duria y dotes de gobierno, realizé en sus inter- venciones en el concilio y desde el gobiemo de su Orden una labor universal de verdadero sa- bor hispanico. Los iltimos capitulos de esta Historia son como un bello panorama de la accién misione- ra de la Iglesia. También alli las figuras egre- gias que envié Espaiia a todos los puntos del mundo infiel ocupan su puesto de honor. Sélo nos queda por decir algunas palabras sobre la obra de América. Daniel Rops, que no pasa por alto la accién civilizadora de Espafia en el Nue- vo Continente, acoge sin reservas, al llegar a ciertos puntos, el testimonio de Las Casas, de tan grande pasién como buena voluntad. La metrépoli sintié siempre una gran preocupacién por la suerte de los habitantes de aquellas tie- tras y sdlo la necesidad mantuvo el régimen de encomiendas, suprimido por Ordenanzas reales de 1542. Las encomiendas y los repartimientos 1. Deseola, 0. c., p. TI, e. VI. 2 M. y Pelayo, Heterodozos, I. V, Epilogo. INTRODUCCION para el trabajo en las minas dieron lugar a gra- ves abusos y atropellos, todos contrarios a la sa- bia y humana legislacién espaiiola sobre los in- dios. Las Casas logré unas Leyes Nuevas y, nombrado Obispo de Chiapa, en Méjico, pro- mulgé las Ordenanzas que prohibian la escla- vitud, pero, legado a la prdctica fracas6. Es in- dudable que no todos los hombres que iban a América eran, individualmente, personas reco- mendables y ajenas a egoismos y ambiciones. Obra humana, dificil y heroica, la conquista y colonizacién, Ilevé consigo un lastre de intere- ses, muchas veces encontrados, dificultades que no hay por qué disimular. Pero, paralela a esta actuacién de gentes sin conciencia, aventureros y logreros, la obra de los grandes caudillos (no siempre libres de manchas y aun a veces carga- dos con graves culpas) y sobre todo la accién de la Iglesia espaiiola y de los adelantados de nues- tra cultura proporciond a la empresa de Espa- fia, tras el forzoso periodo de conquista y de aventura —més propicio al desorden—, un ver- dadero periodo de progreso y de grandeza. Las Universidades, el humanismo (existié una pro- funda corriente erasmista en los més avanzados virreinatos), las drdenes religiosas, la imprenta, los cultivos e industrias importados de la metré- poli, la ensefianza, las ciencias y las letras, el arte en suma, son esa otra cara que no se puede olvidar ni dejar de resaltar si se quiere dar una visién completa y objetiva de aquella empresa de siglos. Daniel Rops hace un cilido relato de este perfodo: en el conjunto de Ia gran accién misio- nal de la Iglesia, la obra espaiiola de América y la heroica peregrinacin de San Francisco Ja- Vier por Oriente, son dos jalones que sitiian a nuestro catolicismo en la vanguardia de esta Historia que no se puede escribir sin contar con Espafia, También el ropaje brillante del arte aporté sus galas al cuadro de nuestra historia, Eminen- temente adicta al espiritu de Trento, Espaiia fue en este perfodo la fragua de unas formas perfectas que a duras penas contenia el ancho espiritu y el pensamiento de sus mejores. Las letras espafiolas, Hegadas a la mayoria de edad con la aparicién de La Celestina, en los um- 33 brales de Ja gran época, asistieron a un ince- sante fluir de personalidades que, como si les urgiera levantar el edificio, aportaban una sobre otra las obras del alma creadoras de nuestro in- genio. Ellos levantaron una de las mds dgiles liricas universales, a la que se asoman los nom- bres de Garcilaso, Fray Luis de Leén, Herrera y Géngora, levantado sobre el cruce de perio- dos y el paso del clasicismo nacional al barroco de la siguiente centuria; con la obra de Cervan- tes, la mas aguda y serena de las mentes espa- fiolas, nuestra novela se alzaba a regiones a las que dificilmente llegarian sus seguidores; el autor de Los Nombres de Cristo hacia hablar al divino Platén en cristiano idioma de Castilla, mientras Fray Luis de Granada trasladaba a nuestras grandes catedrales toda la majestuosa elocuencia del viejo Foro. Los problemas eter- nos de la politica hallaban eco en nuestros gran- des tratadistas, tedlogos, filésofos y aun en las letras nacionales se encarnaban en las obras de Ribadeneira, Gracian, Saavedra Fajardo o el més universal de nuestros ingenios, el que me- jor encarna, en toda su grandeza, el enigmiatico contraste del alma espaiiola, don Francisco de Quevedo y Villegas (1580-1645) humanista ha- gidgrafo, poeta lirico, satirico mordaz, novelista, pensador eminente, autor de una brillante lite- ratura ascética y conocedor profundo de la teo- logfa. Junto a esta prosa acabada y perfecta, surge también el teatro nacional, sélo compa~ rable en trascendencia al shakespeariano y al ciclo de la tragedia griega; superior a ambos en el niimero y alejado por encima de la tierra cuando en sus tablas se une al ingenio humano la alteza de la inspiracién teoldgica. Lope de Vega, Calderén de la Barca, Tirso de Molina, son como las tres grandes luminarias de esta an- chisima constelacién: junto a ellos, Ruiz de Alarcén, Rojas, Zorrilla, Moreto, Guillén de Cas- tro y tantos otros, instituyen este drama espafiol que es, junto con nuestra novelistica cervantina y con nuestra literatura ascético-mistica, la mas grande aportacién de las letras espatiolas al acervo de la cultura humana. Al lado de esta floracién de las letras, el mundo de las artes plasticas evoluciona en Es- paiia hacia el perfodo de su mayor esplendor. LA REFORMA PROTESTANTE A la escultura gotica, importada de las escuelas francesas, sucede una imaginerfa original que, arrancando de una inspiracién italiana y mi- guelangelesca, cobra formas propias y expresa, con exactitud emocionante, todo el fondo del alma espaiiola, llena de fe en los misterios de nuestra religion, defendidos briosamente por la Reforma tridentina. Berruguete, Juan de Jua~ nes, Montaiiés y Gregorio Hernandez funda- mentan una brillante tradicién imaginera, tmi- ca en su género. El patetismo de esa gran es- cuela espaiiola, la gracia que desciende sobre cada una de sus concepciones, hacen de este grupo de artistas una de las glorias de nuestra patria, carente, por otra parte, de verdadera tra- dicidén en la escultura. No asi en el campo de la pintura. Si la época anterior constituye el gran siglo de Italia, los aitos del segundo renacimien- to hispdnico y del barroco, legan a Espaiia el cetro de la creacién pictorica. Después de las genialidades de E] Greco, iniciador de unas ma- neras originales que trascienden hasta nuestros dias, afloran, en muchedumbre, los nombres de Murillo, Zurbaran, Cano, Valdés Leal, Ribera, Morales, Coello, y, por encima de todos, la gran figura de Diego Veldzquez (1599-1660), creador de una verdadera «teologia de la pinturay con sus maravillosos mundos de «Las Meninas», «La rendicién de Breda», «Las Hilanderas» y su asombrosa coleccién de retratos. Ningun otro genio, hasta llegar al también espaiiol Goya, su- pondré en Europa una obra tan universal, tan profundamente humana, como la del gran pin- tor de Felipe IV. ‘A la supervivencia del gético en la arqui- tectura, Espafia sobrepone su propia evolucién hacia formas de eminente cardcter nacional. Ultimos ejemplares de las aspiraciones medie~ yales, iluminadas ya por una linea nueva, son las catedrales de Segovia y nueva de Salaman- ca. Coexisten estas formas con la irrupcién del plateresco, que senala la aparicién del primer Renacimiento espafiol. La gran Catedral de Granada, obra del genio de Diego de Siloé, es la espafiolizacién de un renacimiento italiano que penetra sin violencia, sin romper siquiera las viejas formas géticas; el palacio de Carlos V, en la Alhambra, la Catedral de Jaén, la Cartuja de Jerez, comenzada en Ja época anterior, las universidades de Alcala y Salamanca o la Lonja de Zaragoza (1541-1551) son otros tantos hitos entre la innumerable geografia que se extiende en la arquitectura de la época por toda Espaiia. Ya en la segunda mitad del siglo, montado sobre el clasicismo nacional, y en visperas de la conmocién barroca, El Escorial de Juan de He- rrera, , el Papa le respondié simplemente: «Pronto es- taré en Roma» Las intrigas de los reyes, de las ciudades, de los cardenales, habian podido re- tardar su decisién, pero nunca impedir que se levara a cabo. La voz de una santa hizo el resto. La escena de su retorno ha sido recordada como la mejor de su vida, tanto en el bajorrelie- 1. Este punto esté sometido a discusiés todo caso, fue hecho cardenal muy joven. en LA REFORMA PROTESTANTE ve de su sarcéfago, en Santa Francisca Romana, tallada en el marmol por Paolo Olivieri, como en el célebre cuadro de Matteo de Giovanni, en el hospital de Siena. Aun en pleno siglo XVI, en tiempos en que la Iglesia de Cristo afrontaba peores suertes, la imaginacién de Jos artistas se conmpvia al solo recuerdo de aquél que habia terminado con otro cisma y puesto fin al exilio de Avifién. El cortejo se puso en marcha. El Vicario de Cristo iba a caballo, bajo un palio Ilevado por cuatro prelados a pie. Hacia él avanzaron, con el sombrero rojo a la cabeza o a la espalda, sobre la capa, los Principes de la Iglesia. Por doquier no habja sino estandartes enhiestos, ca- ballos enjaezados y tintineo de cascabeles; los tenderos romanos corrian como locos, los capo- rioni, bateleros y danzantes se entregaban desa- foradamente al jabilo. Mujeres y nitios arroja- ban flores. colmaban de caricias a los caballos de la escolta. La nobleza de la ciudad se mez~ claba con las jévenes tropas de Raymond de Tu- Tene y sus cadetes de Provenza; aparecia alli el viejo Juan de Heredia d’Emposte, que llevaba dignamente, con gravedad, el pendén pontifi- cio; y el furriel Bertrand Raffin, arcediano de Lérida, afanado en el alojamiento de las tropas. El milagro mismo, decfase, habla tomado su partido. Los angeles tenian cuidado de devol- ver a San Pedro la desterrada catedra del Apés- tol, y para que la responsable sobrenatural de este triunfo, Catalina de Siena, pudiera asistir a él con sus compaiieras de clausura, los muros del convento se habian abierto por una vez. jJubilo! j Alegria! Todo se olvidaba: se que- ria olvidar en esta hora. Las profundas amar- guras que estos franceses habian sentido al abandonar «a ciudad bella como la flor, bri- Nante como el marfil», los negros presentimien- tos con que, como graves presagios de astrolo- gia, muchos de ellos habian dejado la querida colina de Doms. Las dificultades pavorosas de este viaje, que habia durado cuatro meses com- pletos, a Jo largo de los cuales parecia que todo se coaligaba contra el deseo del Pontifice, los vientos desencadenados, el mar, las intrigas de los hombres, las rivalidades entre los partidos Y, para terminar, las sospechosas maniobras de ciertos romanos. Mas atin: se queria olvidar el asombroso precio puesto a esta brillante victo- ria, conseguida mds por la fuerza que por los medios amorosos aconsejados por Santa Cata- lina de Siena; olvidar los horrores cometidos por las compaiitias mercenarias de bretones ¢ in- gleses que habia sido necesario arrojar sobre Italia para restablecer el orden; olvidar que Flo- rencia, guiada por sus Ocho Santos, aunque en entredicho y medio arruinada, amenazaba ain con una guerra temible; olvidar que en la misma Iglesia, en el seno del Sacro Colegio, los odios y las envidias no guardaban més que un silen- cio provisional. Y olvidar, sobre todo, que esta situacién, en tantos sentidos angustiosa, estaba en las manos de este gastado viejo de casi cin- cuenta aiios, que parecia tener un pie en el se- pulcro y a quien ignoraba Italia. No era preciso pensar en todo esto. Mejor era entregarse en alma y cuerpo al jitbilo explo- sivo de las campanas y trompeterias. «jBien- venido! ;Ya llega el que todos esperamos! ; Viva el Papa! ; Viva Gregorio! ;Jabilo! jJabilol». In- terminablemente, a lo largo de las pequefias y tortuosas calles de la ciudad, el cortejo ser- pentes todo el dia, en mas 0 menos desorden. Un heraldo blandia ante el Pontifice las llaves de la Urbe Eterna. Por todas partes, en las ventanas, en los balcones, sobre los dinteles de Jas puertas, no habfa mds que magnificencia de brocados y brillo de oro. La noche habia descen- dido ya, cuando atin se desfilaba —«y estaba- mos atin en ayunas», nota, con precisién, el buen obispo Ameilh en la relacién rimada que hizo de toda_esta aventura. Por fin llegaron a San Pedro. El heredero avanz6 hasta la tumba del Apéstol y se abstrajo largamente en la medita~ cién y la siplica. ¢Qué probaba esa conciencia habitada por el Espiritu? Qué vefa? {En un fu- turo cercano, el furor renaciente, la abomina- ble carniceria de Cesene que iban a cometer las tropas pontificias menos de cinco semanas des- pués; el préximo destierro a Anagni seis meses més tarde, y el regreso a Roma, donde la muer- te le esperaba impaciente? Entregado a los sombrios presentimientos que se mezclaban a sus acciones de gracias, el Papa olvidé la hora. Pero los suyos, fatigados de haber cantado du- UNA CRISIS DE AUTORIDAD: EL CISMA Y LOS CONCILIOS 39 rante tanto tiempo las alabanzas de Dios, se preocupaban ya de empresas menos sobrena- turales. Se habian instalado en el Palacio Vati- cano y, a la luz de los hachones, se restable- cian concienzudamente. Se dice que el servi- cio result6 magnifico y los manjares, sabrosos y selectos. Los ultimos Papas de Avifién De este modo coneluia una larga y peno- sa prueba, sobrellevada por la Iglesia hacia se- tenta afios. Recordemos:+ en 1305, el arzo- bispo de Burdeos, Bertrand de Got, dificilmen- te convertido en Clemente V, creyé deber suyo encauzar las diferencias que enfrentaban al pa- pado con el rey de Francia, antes de instalarse en Roma, a la que no reparaba en declarar «su sede propia»; Ja diplomacia Capeta, el miedo al caos italiano, la necesidad de ocuparse del Con- cilio de Viena, retuvieron.al Pontifice al otro lado de los Alpes, y tras largos viajes, a pesar de un prolongado descanso en Aviiién, adonde habia Iegado en 1309, murié en 1314, al co- mienzo de un nuevo viaje, sin haber puesto el pie en Italia, pero también sin cesar de mani- festar que su tinico deseo era volver. Su sucesor, Juan XXIT (1316-1354), ende- ble septuagenario, juzgaba imposible la vuelta, en tanto la peninsula se mantuviera en el es- tado en que la vela, y se limité a enviar algin legado para que peleara larga y costosamente, sin grandes resultados: una inesperada repeti- cién de la antigua querella entre el Sacerdocio y el Imperio, que le enfrenté con Luis de Ba- viera, acabé de persuadirle que la Providencia queria verle més sobre las riberas del Rédano que en las del Tiber y, magnifico organizador, fijé la Curia en Ja ciudad provenzal, esmeran- dose en dotar al gobierno central de la Iglesia de eficaces medios de accién. Benedicto XII (1334-1342) y Clemente VI (1342-1352) conti- 1. Cfr. «La Catedral y la Cruzada», tiltimo ca- nitulo, de la 2* parte en el parrafo «El Papado de virion», nuaron su obra. Sobre Ja roca de Doms, el im- ponente castillo edificado por ellos, de unos seis mil metros cuadrados y con un conjunto erizado de torres y almenas, manifests a los ojos del mundo la gloria de Avifién, capital pro- visional de la Iglesia —una capital, desde hue- go, poco cémoda, donde las calles hormiguea- ban, las casas rebosaban de cardenales y mer- caderes, funcionarios y solicitantes, diplomati- cos y cortesanos, sin citar otras faunas menos re- comendables—. Y los italianos, furiosos por ver a su Roma viuda del Pontifice, se burlaban cor- dialmente de la que Petrarca habia llamado «cloaca de vicios, albafial de la tierra, la mas sucia de las ciudades», lo que resulta desde lue- go exagerado. Pero ninguno de los Papas franceses que habjan ocupado la sede de Avifidn renuncié a la idea del retorno. Por medio de Jas armas, del dinero y la intriga, todos trabajaron en pre- parar las condiciones aparentemente indispen- sables para volverse a instalar en Roma. Y aun cuando en 1348 Avifién fue comprada a la reina Juana de Népoles, cosa que parecia confirmar el cardcter definitivo de su estancia, Cle te VI, al conceder el Jubileo de 1350, especifies que las gracias concedidas en aquel aiio de per- dén se adquirfan en el’ sepulcro del Apéstol. La nueva «cautividad de Babilonia», como se decia entonces por casi toda la Cristiandad, no iba a ser eterna, a despecho de los polemistas apasionados. Cuando en 1352 acabé el pontificado de Clemente VI, con el recuerdo de las mas fastuo- sas horas conocidas por la corte avifionense, y de los dias de més terrible angustia, mientras la Peste negra se abatia sobre la Cristiandad como un signo de la célera de Dios, la situacién pa- recia confusa y nada propicia a tomar una de- cisién. Sdlo una cosa estaba clara: las relaciones entre el Papado y el Imperio. Carlos de Moravia, Carlos IV desde 1346 —hijo del heroico Juan de Luxemburgo, el rey ciego, que el mismo afio se defenderia hasta la muerte entre las fuerzas francesas de Crecy—, mantuvo, una vez en el poder, los compromisos adquiridos con el Ponti- fice, renunciando a Jas alborotadas pretensiones en Italia y mostrandose incesante mantencdor LA _REFORMA PROTESTANTE de los intereses de Sa Santa Sede. A Petrarca, que le enaltecia como «salvador» de Italia, res pondié no sin humor con las palabras de Tibe- rio: «No sabéis qué monstruo es el Imperio...» E] mismo demostraba ser mas ambicioso de di- nero contante y sonante que de grandes suefios de poder. En 1555, fue recibido en Roma como peregrino, y si bien se hizo coronar alli, fue para abandonar la ciudad la misma tarde, para dar a entender claramente que no deseaba ser el dueiio. Asimismo, cuando volvié en 1368, es- tando presente Urbano V, pudo vérsele sujetan- do las bridas del caballo del Pontifice y ofician- do como didcono en la fiesta de Todos los San- tos. Todo parecia, por esta parte, deslizarse por los mejores senderos. iPero no daban lugar a idéntico optimismo los restantes aspectos de la politica de Occiden- te! Al oeste de los Alpes, la situacién era inquie- tante. La guerra que habia estallado en 1337 en- tre los reyes de Francia e Inglaterra amenaza- ba con prolongarse —durarla cien afios...—, y habian fracasado de} todo las tentativas de me- diacién de los Papas. Aplastada en Crecy, y diez afios mas tarde en Poitiers, muerto su rey Juan IT en el destierro, la Francia de Carlos V y Du- guesclin volvia a rehacerse, pero la guerra se- guia diezmando todos los rincones de su terri- torio. ¢Podia el Papado considerarse seguro en territorio francés? Pero gqué ventaja iba a encontrar en Ita- lia? La Peninsula se hallaba en plena anarquia: el fraccionamiento politico se agudizaba; los partidos peleaban en las ciudades y éstas pare- cian entregadas a guerras feroces. Ningtin prin- cipio de autoridad ni de unidad subsistia. El rei- no angevino de Napoles se ensombrecia en la impotencia; los Visconti, de Milan, eran detes- tados. En los Estados de la Iglesia, los sefiores se repartian el dominio. En Roma, la aventura de Cola di Rienzo, en 1347, acababa de probar hasta qué punto la poblacién estaba presta a escuchar a cualquier agitador. El tinico punto en el que los italianos parecian estar de acuer- do era el impedir que un extrafio dominara la Peninsula: la constitucién de la liga de Ferrara era una sefial evidente. Ahora bien los Papas de Avifién eran franceses... IY no sélo Jos Papas, sino casi todo el Sack Colegio! En el conclave ina, de Ie maugurado el 16 diciembre de 1352, de veinticinco cardenales s6lo tres no Ievaban la flor de lig; dos italianioS 9 un espafiol. Entre los franceses el clan de J limosinos, compacto, resuelta, se mostraba deci dido a no perder el control de Ja tiara. Durant’ un tiempo pensaron clegir al’ general de 10 cartujos, el limosin Juan Bire], pero habfan re" nunciado a ello, por temor a que el santo var? se revelara en el trono pontificio como un nuevo Celestino V," y que, al nombrarlo, las ranas 5¢ diesen un rey. Pero en seguida habia surgid¢ un acuerdo sobre el cardenal —Jimosin, desdé luego— Etienne Aubert, Inocencio VI (1332 1362), sabio jurisconsulto, bien yisto en la cor'® francesa, pero gotoso y precozmente envejecid0: a quien se creja versatil ¢ impresionable: exc lente instrumento, pensaban logs cardenales ax” biciosos. En el conclave siguiente, nuevas maniobra de los limosinos y nuevo éxito. Después de yaci” lar sobre la cabeza del propio hermano de Cle- mente VI, el Espiritu Santo se habia _posad® sobre el respetable Abad de San Victor de Mat~ sella, Guillermo de Grimoard, hijo de limos(? atin, pero todo lo contratio de un_intrigante- En la persona de Urbano V (1362-1370) el Pa- pado avifionense desmentia a los calamniadores que veian en él una Sodoma y Gomorra; este monje santo, que nunca abandgnd el habit? benedictino y se confesaba siempre que decf# Misa, que jamAs dejé de rezar e] oficio con sus familiares y cuya caridad era insuperable, que encontraba su dicha en ocuparse en Jos trabajoS del Derecho canénico, de la admirable biblio- teca que él habia enriquecido y ordenado y et los mil cuatrocientos estudiantes que manteni@ en Aviiién, Montpellier y Manosque, habia me- recido el homenaje undnime de todos los espi- ritus rectos, ese homenaje que, cinco siglos des- pués de su muerte, en 1870, le ha rendido la Iglesia colocandole entre sus Santos. Muestra bien a Jas claras hasta qué punto ae 1. Gfr. sobre Ja extrafia aventura de este ermai- taiio convertido en Papa, el primer parrafo del uilti- mo capitulo de «La Catedral y la Cruzaday, 2. parte- UNA CRISIS DE AUTORIDAD: EL CISMA Y LOS CONCILIOS AL son calumniosas las opiniones que presentan a estos viltimos papas de Aviiién como juguetes de Francia, el hecho de que precisamente en el alma verdaderamente cristiana de Inocencio VI y Urbano V, varones de dulce cardcter y preca- ria salud, germinara y se afirmara la idea de que el regreso a Roma era indispensable y que, a despecho de los mismos votos de sus electo- res, era su obligacién preparar la vuelta. Para esta ardua tarea el Papado hallé un eficaz cola~ borador en el cardenal Gil de Albornoz, antiguo ‘Arzobispo de Toledo, veterano de las guerras contra los moros, al que se habia visto arrojarse entre los combatientes de Tarifa, batirse en los asedios de Algeciras y Gibraltar, poderosa figu- ra, mezcla de eclesistico, diplomatic y gue- rrero. Enviado como legado a Italia, se dedicé inmediatamente a conseguir la restauracién de los derechos pontificios, comenzando por la mds indispensable reconquista de los Estados ponti- ficios. Por turno, el Patrimonio de San Pedro, el ducado de Espoleto, la Marca de Ancona y la Romaiia volvieron bajo el cayado del temi- ble cardenal. Fueron reprimidos férreamente los mercenarios que aterrorizaban en los cam- pos; se levantaron fortalezas en lugares estraté- gicos; asi, la rocca que atin se ve junto a Espo- Ieto; y legislando con idéntica autoridad, el gran legado dicté para los Estados pontificios las «Constituciones Egidianas», que, casi sin reformas, prevalecieron hasta 1816, Parecia no quedar mds que un obstaculo serio al triunfo del Papado en Italia: la ambicién del Visconti, Ber- nabo; Albornoz se apresté a abatirlo; pero la diplomacia del milanés, ayudada sin duda por algunos toneles de vino oportunamente regala- dos y tarito mas eficaces cuanto que las finan- zas pontificias andaban bastante descalabradas, consiguié coaligar las envidias que suscitaba el éxito del espaiiol y hacer que el Papa le alejara de si; confinado en sus funciones de legado en Napoles, en 1363, Albornoz no pudo concluir su trabajo. No quedaban sino los resultados consegui- dos que podian confirmar a los Papas en su in- tencién de regresar a Roma. Al mismo tiempo, graves sucesos les demostraban que Avifién dis- taba de presentar las garantias de seguridad capaces de justificar la prolongacién de su es- tancia en aquel lugar. La guerra anglo-francesa trajo consigo una consecuencia bien previsible, pero igualmente alarmante: la aparicién de nu- merosos bandidos en toda Francia. Las «grandes compafiias» de soldadotes mercenarios, de quie- nes no se crefan suficientemente pagados por uno u otro adversario, recurrian al pillaje para vivir. En muchas ocasiones Inocencio VI los habfa visto aparecer por su reducido dominio avifionés; en una ocasién, tuvo que huir ante ellos; otras dos veces debié arrojarles sus bue- nos florines contantes para que se retiraran —de modo muy provisional— y sélo para proteger a la ciudad contra sus asaltos, hizo construir una sélida muralla de cuatro kilémetros de longitud, Lo mismo habia ocurrido bajo Urbano V y para evitar finalmente tan terrible peligro, fue pre- ciso pagar grucsas sumas a Messire Dugucs- clin a fin de que condujera contra los Infieles alos terribles vagabundos. Pero no habia garan- tia de que no aparecieran otros, y las gentes se preguntaban si el recinto murado de Avifién —auin en torno de Ia villa— no encerraba al Pa- pado, en 1365, como en una prisién. En tales condiciones, Urbano V anuncié al Sacro Colegio, a los romanos y a los principes de la Cristiandad, su intencién de volver a la Ciudad Eterna. Y, sin esperar respuesta, hizo reparar su palacio. En seguida, se puso en ca- mino, casi inesperadamente. Entre los carde- nales, eso fue una locura. Pero el santo varon no quiso escuchar nada y respondié a su grite- ria concediendo la purpura al joven francisca- no Guillermo d’Aigrefeuille. Lo que hizo decir al pueblo que «de los pelos de ese capuchén po- drian salir muchos otros cardenales». Calmado de pronto, el Sacro Colegio se resigné y dejé al Papa Iegar a Roma el 16 de octubre de 1367. Pero esta primera tentativa de regreso re- sulté un fracaso. Recién llegado a Italia, Urba- no V se sintié inquieto y malhumorado. Al pa- sar por Viterbo, un motin le bloqueé con su pequefio acompafiamiento. Llegado a Roma, encontré inquietante el aspecto de todas aque- Ilas_gentes que le escoltaban, armados hasta los dientes y dispuestos a degollarse unos a otros, Las autoridades de la Ciudad no habian envia- LA _REFORMA PROTESTANTE do a nadie que le ayudara a instalarse. A los primeros calores, se refugié en uno de aquellos sdlidos castillos de los que Albornoz habia do- tado a los Estados pontificios en Montefiascone, cerca del ago de Bolsena, cosa que no habia placido a los romanos. Después de esto, cuando en una promocién de ocho cardenales, Urbano V eligié a seis franceses, toda Ttalia dio muestras de célera. Estallaron revueltas, especialmente en Perusa, con la ayuda de uno de los mas farnosos caudillos de entonces, John Hawkwood, mien- tras Bernabo Visconti invadia la Toscana. Pre- textando un eventual arbitraje entre Francia e Inglaterra, Urbano V embarc6; pero, ges que esto era un pretexto? El santo varén se habia declarado convencido de que el Espiritu Santo queria su regreso a Francia, cuando dos afios antes el mismo Espiritu Santo habia exigido su vuelta a Italia. Ninguna advertencia pudo rete- nerle, ninguna protesta, ni los clamores del Pe- trarca, ni las stiplicas del Infante Pedro de Ara- gén, que se habia hecho franciscano, ni siquie- ra la gran voz de Santa Brigida de Suecia. De- caido, inquieto, pero resuelto, el Papa entraba de nuevo en Avifién. ‘Ahora legaba a su paroxismo la intensa controversia sobre la estancia del Papado a las orillas del Rédano. Las pasiones nacionales se desencadenaron. Para retener al Pontifice bajo su tutela, los franceses ponderaron la fuerza de su reino, la sabiduria de su rey Carlos V, la reputacién (tan débil) de la universidad pari- sina y hasta la suculencia de sus comidas y sus vinos. «Donde esté el Papa, esté Roma!>, grita- ron con fuerza. Pero los italianos invocaban el testimonio de la historia, la tradicién, mil re- cuerdos de gloria y de fidelidad, y el Dante los abastecia de sublimes versos para clamar hasta el cielo la decadencia de la patria del Cris- tianismo occidental. Es necesario comprender en este clima de duelo las requisitorias de un Petrarca contra Avifién, tal y como se leen en Ja Apologia publicada en 1375: ;Roma la santa, Roma consagrada por la sangre de los mértires, Roma capital del mundo espera a su huésped! De este modo clamaba el poeta. Pero, en una conversacién con Urbano V, el enviado del rey de Francia, Ancel Choquard hab{a co- menzado su discurso por este sorprendente did- logo: «Quo vadis, domine? —Vuelvo a Roma. —jPara ser de nuevo crucificado!» Y este argu- mento parecié también digno de considera- cidn.. Pero aquel gran alboroto de razonamien- tos, citas biblicas y ultrajantes expresiones no habia trascendido atin més que a ciertos circu- los intelectuales bastante cerrados. El pueblo, por su parte, se hacfa eco de otra clase de propa- ganda, a esa ancha corriente de sentimientos esparcidos por casi todo el mundo por los fran- ciscanos «espirituales» y cuya fuente estaba en Joaquin de Fiore.‘ {El tiempo del Espiritu Santo se acercaba! La Iglesia contemporanea, pisotea- da por abusos y escdndalos, parecia hundirse en el abismo. Pero llegaria una comunidad de santos, los elegidos del fin del mundo, ya préxi- mo, cuyas sefiales, descritas en la Biblia, podian ya observarse. En tal clima de Apocalipsis, la «cautividad de Babilonia» no podia significar otra cosa que una prueba de la célera de Dios. De un enorme caudal de tratados, libelos, profecias, en las que el detalle importa muy poco, pero cuya sola existencia y abundancia tienen valor de sintoma, se destaca una obra, sélo una, que pueda atin leerse: las Revelacio- nes de Santa Brigida de Succia (1302-1578). Hija del gobernador de Uppland, se habia ca- sado a los diecisiete afios con Ulf Gudmarson, que bien pronto la dejé viuda con ocho hijos. Retirada del mundo, funds la Orden de San Sal- vador y fue a Roma para hacer aprobar su fun- dacién, cosa que obtuvo tras veinte afios de es- fuerzos, sdlo tres antes de su muerte. Tuvo en Ja soledad, durante cerca de un cuarto de siglo, repetidas visiones de indudable cardcter apoca- Uptico. El signo de la sangre —el mismo que mas tarde sentiria Catalina de Siena sobre si misma y sobre el mundo con fuerza alucinante— surgié para la monja sueca grabado encima de la frente dolorosa de la Cristiandad. También para ella Avifién fue la abominacién, la sefial satdnica en el cuerpo de la Iglesia. Aseguraba 1. Cfr, «La Catedral y la Cruzada» 2+ parte, el parrafo dedicado a este extrafio personaje en el Ultimo capitulo. UNA CRISIS DE AUTORIDAD: EL CISMA Y LOS CONCILIOS 43 haber ofdo al mismo Cristo condenar la corte de los Papas franceses, sus concupiscencias, su orgullo, sus corrupciones y acusarles de poblar cl infierno. De Inocencio VI, habia dicho en sus terribles vaticinios que era «mds abominable que los usureros judios, més traidor que Judas, més cruel que Pilatos» y que lo habia visto rodar on el abismo «como una pesada piedra>. En- contréndose en Roma al mismo tiempo que Urbano V, le suplicd que se quedara, a pesar de todo y de todos; y cuando, poco después de su vuelta a Avitién, murié el Papa, la profetisa grité, con voz mas poderosa atin, que aquélla era, con toda evidencia, la prucba de la célera divina. Este era el clima, en 1370, en el instante en que Urbano V habja entregado su alma a Dios, santa y dulce. Los espiritus celosos del bien de la Iglesia meditaban en la eventualidad de um retorno de Avifién. Un cardenal habia asistido a las entrevistas de la sueca con el Papa: Pierre Roger de Beaufort; él era preci- samente a quien un conclave excepcionalmente breve elegiria Papa. gEstaba Gregorio XI im- presionado por cuanto oyera de labios de Bri- gida? En todo caso, apenas coronado, reempren- dié el estudio del proyecto de regreso. Los obs- taculos eran numerosos. El Visconti se hallaba de nuevo en accién contra las tierras de la Igle- sia; faltaba dinero para combatirle; Roma se agitaba otra vez. Al menos, gracias al Pontifice, se habia legado a una paz entre Inglaterra y Francia, por la tregua de Brujas. Empefiando sus joyas, tasando al episcopado, llamando a mercenarios, Gregorio XI habia preparado en unos meses la gran aventura, no sin confesar sus temores y hacer patentes sus dudas. Todo parecia casi a punto y a pesar de las presiones del rey de Francia, de los avifionenses y no pocos cardenales, Gregorio XI anunciaba como inminente su partida, cuando un nuevo incidente lo eché todo por tierra. Florencia se habia entregado al tumulto, acusando a las fuerzas pontificias de intentar la invasién de Toscana, reprochdndoles el haber dejado morir de hambre a su poblacién cuando los graneros estaban Henos de viveres, y los emisarios de la «lis roja» se habian extendido por todos los Es- tados de la Iglesia para persuadir a las gentes contra los gobernadores franceses, cosa no muy dificil: en tres meses, la obra de Albornoz se vino abajo. El consejo de ocho burgueses, «los Ocho Santos», que dirigia a Florencia con mano dura, parecia retar impunemente a todo el po- der pontificio. Pero Gregorio XI no era hombre que se dejara engafiar facilmente. Florencia fue some- tida a la amonestacién de la Cristiandad y cas- tigada con entredicho; los reyes, invitados a arrojar de sus tierras a los mercaderes floren- tinos, lo hacian con mucho gusto. Un hombre de hierro, el cardenal Roberto de Ginebra, se ofre- cié para imponer el orden en Italia, y el Papa Jo acepté. Una guerra atroz se ensaiié con la Peninsula; los mercenarios arrendados por el Papado, los bretones de Malestroit, los ingle- ses de Hawkwood, arrasaron la Toscana, aca- bando con todos los que, de cerca 0 de lejos, eran sospechosos de simpatias florentinas; con- quistaron las fortalezas rebeldes de los Estados de la Iglesia y cometieron abundantes robos y abominables violencias. Florencia, arruinada, cribada, jadeaba presta a negociar —y el Vis- conti ofrecia sus servicios para una mediacién—, cuando Gregorio XI, arriesgandolo todo, decidié abandonar a Aviiién y regresar a Roma. Asi se cerraba este capitulo de la historia de Ja Iglesia, en medio de una emocionante controversia. Nos imaginamos bien a este hom- bre, verdadero creyente, que tenia un altisimo concepto de lo que sus deberes de estado le im- ponfan, sentado, en Avifién, junto al alféizar de alguna de las profundas ventanas goticas, po- sando su mirada sobre la ciudad de tejados de ocre y los campos malva, meditando en lo que Dios esperaba de él. ;Qué dividido estaba en el fondo de su corazén! Todavia venia en nombre del rey de Francia el duque de Anjou para re- cordarle que iba 2 exponer la tiara a las peores injurias; pero en nombre de los italianos —y puede ser que de la Iglesia—, Jacobo Orsini habia respondido: «;Has visto alguna vez un reino bien gobernado en ausencia de su sefior?> Y él mismo se sentia responsable ante Dios de algo més que un reino. De mes en mes retra~ sando la hora del fin, vacilaba todavia, impo- LA REFORMA PROTESTANTE niendo un «silencio perpetuo» a quienquiera que le recordara las dificultades que se oponian al viaje, pero sin poder silenciar sus propios temo- res, ¢Tendria este hombre de buena voluntad, tanta voluntad como para romper con todas sus dudas y salir, a pesar de todo, hacia la esposa mistica que le esperaba en la tumba del Apds- tol, si una voz inspirada no sonara en sus oidos como un heraldo del Espiritu? La misi6n de Santa Catalina de Siena Cuando, al finalizar la primavera de 1376, en Avifién, en aquel pequefio mundo eferves- cente que constituia la corte pontificia, apare- cid aquella a quien los italianos Hamaban la mantellata, vestida de blanco y negro, podla asegurarse que todo estaba decidido. Esta mujer Hegaba precedida de una leyenda. De aquella oscura religiosa que se habia atrevido a dirigir al Papa una carta con trazas de amonestacién, se contaba —y sélo esto podia justificar su auda- cia— que los milagros florecian como gavillas en sus manos, que la mas insignificante de sus palabras era una profecia y que habia venido para traer a Gregorio XI un mensaje del mis- mo Cristo, No se necesitaba mas para que los cardenales hastiados y desconfiados pusieran su atencién en la joven visitante. Pero nunca se habia visto que una monja insignificante, sin encanto ni prestancia para impresionar a nadie, que no hablaba francés ni latin, sino sélo el tos- cano de las clases bajas y que decia tantas co- sas desagradables, hubiera curatlo a un enfermo ni resucitado a un muerto. En nada ayudaba a Catalina Ja sienense su apariencia. Sélo para los que la conocian bien era Iuminosa, capaz de exaltar a los demas, bella con esa belleza que escapa a los cdnones de la tierra, pero que aureola con brillo sobrenatural a aquellos sobre quienes se posa el Espiritu. Habia en ella una inefable ternura, una genero- sidad ilimitada, que la llevaban a amar a los hombres, quienesquiera que fuesen, hasta en sus abyecciones y miserias y a causa de ellas. Pero también debia ser rigida, severa y hasta despia- dada en razén de esta abyeccién y miseria; exis- ten casos en los que la winica manera de amar a los hombres es abofetedndoles en la cara, y en los que el alma mas dulce debe revestirse de acero. La religiosa de Siena no vivia mds que de Ja caridad de Cristo, pero sabia que esa Cari- dad es terrible. No habia en esta mujer ni el gracejo, ni la jovialidad, ni la comunicabilidad que hardn tan amable a una Teresa de Jesis, mas, retrasando la hora decisiva, vacilaba toda- via, imponiendo un combatiente. «Quiero!» : esta palabra aflorara sin cesar a sus labios. ¢CO- mo hubiera podido ser distinta, si Dios la Hama- ba a tan duras batallas y ponia sobre sus es- paldas todo el peso de aquella época? Habia escuchado el Hamamiento de Dios desde su infancia mds tiema, a una edad en que de ordinario no se suefia més que en Jos juegos mas simples. A los seis afios,! ante sus ojos pre- destinados, habia visto abrirse el cielo y presen- tarsele, en una visién, la Parusia;® a los siete, realizaba su mistico matrimonio con el Nifio Jestis. Desde entonces se habia dedicado al Se- ior, con una energia que nada podia vencer, entregada a la severa empresa de convertir al mundo pecador. En toda Siena, la rosa, abierta como una flor de tres pétalos sobre las colinas, no solamente en las barriadas populares, sino hasta en los salones noblemente sombrios de las ricas villas burguesas, de pinas torres de guardia lanzadas al cielo, por todas partes corrié la voz de que la pequefia Catalina, la vigésimoquinta de los Benincasa habia recibido el beneficio de visiones sobrenaturales, y vivia en la mAs retira- da estancia de la casa paterna en la barriada de la Oca. No habia demasiada propensién a la {stica en la agradable ciudad de Toscana; pero existia bastante fe para no extrafiarse de que el Hijo del Carpintero hubiese escogido para trans- miltir su mensaje a la oscura hija de un artesano en tintes, 1. Es discutida la fecha de su nacimiento; mu- chos autores admiten la de 1547. (E. Jourdan, «La date de naissance de Ste. C.», en Analecta Bol. 1922, p. 315, confirma esa fecha, contra Fawtier), 2, Venida del Sofior al fin de los tiempos. (Nota del Traductor.) UNA CRISIS DE AUTORIDAD: EL CISMA_Y LOS CONCILIOS 45 Entretanto, Catalina seguia con sus visio- nes; a decir verdad, vivia en una familiaridad asombrosa con los grandes misterios. Una noche, Santo Domingo aparecié en su celda, mostran- dole una tunica que reconocié en seguida: era la que llevaban las Hermanas hospitalarias de la penitencia, especie de tercera orden regular re- clutada entre las mujeres y jévenes de la ciudad, consagradas a obras piadosas y a la oracién. Desde entonces, la pequeiia Catalina no albergé més que una idea: vestir el habito blanco y cu- brirse con la negra toca de las mantellata. Pero se le hizo esperar esa dicha, dado lo extraiio que parecfa su destino, Cuando por fin fue admiti- da en Ja congregacién, sintié que se le confir- maba su particular vocacion: «Fui elegida —di- ré— y enviada sobre la tierra para remediar un gran escdndalo»; como el fundador, su padre espiritual, tendria que gritar al mundo la ver- dad de Dios y su justicia. Emplearia toda su vi- daenello. De este modo, la dura joven, que en 1376 subia la cuesta de acceso a los Doms, realizaba en si misma este misterio, la coexistencia en un ser de la mas pura experiencia mistica, la mas irreductible a las normas de Ja razén y de una actividad préctica, incesante, eficaz, propia de un politico, de un diplomatico o de un tribuno. Nunca, a lo largo de su breve existencia, se quebré el contacto con Aquél que la habia la- mado por su nombre. Esta mujer que lefa en los corazones de los hombres, que era capaz. durante cincuenta y cinco dfas de no tomar mas alimen- to que la Hostia, que dialogaba con Cristo en términos tan claros que podia, en pocos instan- tes, repetir sus palabras y escribir uno de los mis preciosos tratados sobre el alma, esta mu- jer cuyo cuerpo debfa recibir, como otrora el del Pobre de Asis, la gracia terrible de los estig- mas, era Ja misma que iba por las plazas de las ciudades y a los palacios de las municipalidades, y aun a la misma Curia, para gritar en nombre de Dios sus terribles admoniciones. Porque aun en sus éxtasis vefa la angustia de Aquél a quien su Iglesia traicionaba y la proximidad de su célera. Su mistica, tan concreta y realista, del todo orientada hacia la ensefianza y el ejem- plo, constituia un solo cuerpo con su accién. Ella no habia deseado esa accién: Otro la queria en su lugar. Le hubiera bastado con sa- lir de su retiro, mezclarse con sus conciudadanos, consagrarse con tan heroica simplicidad a ayu- dar a los enfermos, los cancerosos, los pestife- ros, para que brillara a los ojos de todos esta «naturaleza de fuego» que confesaba tener. No tenia dicciocho afios cuando se constituyé en su derredor su «bella compaiiiay, un grupo de hombres y mujeres de todas las edades y con- diciones, que la consideraban como guia para conducitlos al Padre y que la Hamaban, por ex- trafio que pueda parecer, la dolcissima donna la madre dulcisima—. En este grupo de ver- daderos cristianos se leia la Divina Comedia, se meditaba a los misticos, se escrutaban los articu- los de la Summa de Santo Tomés, para inten- tar comprender lo que Dios esperaba de los hom- bres de aquella época tan dura y peligrosa. Catalina sintié asf sobre ella el peso de la Cristiandad entera. Su fama habia salido rapi- damente de los limites de Toscana; Italia entera la conocia. En Francia y en el Imperio, lo mis- mo que en Avifidn, se sabfa que posiblemente una virgen de Siena habia sido enviada por Dios a una misién misteriosa, y ciertos cardena- les se inquietaban, prestos a sospechar de su or- todoxia. Pero ella, a medida que descubria el mundo y a los hombres, probaba mas cruda- mente la angustia de todos. Todo cuanto vefa le producta horror y desesperacién. Italia estaba més entregada que nunca a sangrientas discor- dias; ciudades contra ciudades, partidos con- tra partidos, Giielfos contra Gibelinos. En cual- quier ocasién se revelaba una atroz crueldad que dejaba al descubierto los peores bajos fondos del alma humana; se hablaba de sacerdotes deso- Ilados vivos, de prisioneros echados a los pe- rros, de condenados enterrados en vida, con la cabeza hacia abajo; y por todas partes se afia- dia a ello las enormes matanzas llevadas a cabo por los barbaros de las compafiias mercenarias. Nada ganaba la moral con tan afrentosos des- érdenes, y la torpeza se extendia con tan poca vergiienza que gustaba de brindarse en espec- taculo. Peor atin —y de esta desolacién habia hablado Cristo a Catalina—, la misma Iglesia, la Esposa mistica, mostraba idénticos sintomas, LA REFORMA PROTESTANTE Llevados de un lado a otro por estos italianos poco benévolos, pero fundados en gran parte, Tos ecos procedentes del Palacio pontificio de Avifidn justificaban todas las severidades y to- dos los temores. Pensando en esta universal abyeccién, la valerosa virgen habia lanzado es- ta terrible frase: «

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