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Editorial Andrés Bello Poli Délano _Ninguna parte de esta publicacion, incluido el disefo de la cubierta, puede ser -reproducida, almacenada o transmitida en manera alguna ni por ningtin medio, ya sea eléctrico, quimico, mec4nico, 6ptico, de grabacién o de fotocopia, sin permiso previo del editor. Primera edicién, 1997 Segunda edici6n, 1999 © POLI DELANO Derechos exclusivos © EDITORIAL ANDRES BELLO Ay. Ricardo Lyon 946, Santiago de Chile Registro de Propiedad Intelectual Inscripcién N° 98.885, afio 1996 Se terminé de imprimir esta segunda edicién de 2.000 ejemplares en el mes de octubre de 1999 IMPRESORES: Salesianos S. A. IMPRESO EN CHILE / PRINTED IN CHILE ISBN 956-13-1461-4 POLI DELANO HUMO DE TRENES ILUSTRACIONES DE CARLOS ROJAS MAFFIOLETTI EDITORIAL ANDRES BELLO _ Barcelona ¢ Buenos Aires * México D.F. © Santiago de Chile UNO Después de acomodar la pequefia valija, el estuche con su clarinete y el chaquetén de lana sobre la reji- lla, bajaron nuevamente al andén, —Cuidate mucho —repitié la mama. Gabriel asintié sin decir nada. ~ —No olvides que hay gente mala por e ahi; abundan los picaros y los em- baucadores. El viaje es largo, Gabriel trago saliva. La verdad es que sentia poco miedo, aunque se trataba de su primer gran viaje solo. Pero si tenia que reconocer cierto cosquilleo nervio- so que le daba vueltas por la sangre. Tante6 los billetes en el bolsillo derecho de su casaca, asegura- dos por un grueso alfiler de gancho que mama le habia prendido a manera de cierre. Ningtin ladron podria meter ahi la mano, se dijo. Mir6 el reloj: fal- taban unos minutos para la partida. Luego mir6 hacia 6 POLI DELANO las grandes puertas de la estaci6n y vio que a paso muy rapido venia ganando terreno su pad: —Toma, hijo —balbuceo jadeante al juntarse- les—. Un salame para el viaje, y un pan negro. —Le entreg6 el paquete, sacando del bolsillo una cajita larga y angosta que también le paso—. Y esto, para que puedas rebanarlo cuando tengas hambre. A Gabriel se le iluminaron los ojos al abrirla: era el cortaplumas mas fenomenal que alguien pudiera imaginarse. La cacha de color burdeos y distintas hojas por ambos lados. —Fantastica —dijo sin quitarle los ojos. Sonaron los pitazos anunciando el momento de subir al tren. Un par de fuertes abrazos y el Ultimo adiés lo grit6 agitando la mano desde la ventanilla, mientras sus padres iban quedando atras y hacién- dose mas y mas pequefios. Fuera ya de los suburbios, Gabriel abrié la novela que estaba leyendo y se encontré con la lista de reco- mendaciones que le habia entregado su madre al salir de casa. Algo asi como los Diez Mandamientos, nu- merados y todo. No exponerse mucho tiempo al sol. Estudiar clarinete una hora al dia. No pelear con las primas. Qué lata: mejor volver a zambullirse en el ma- gico mundo de Jim Hawkins buscando la isla del tesoro. >= HUMO DE TRENES e El tiempo pasa de otra manera arriba de un tren, se dijo Gabriel. Comenzaba a caer la tarde, ya no le quedaba novela y su vecina de asiento, una sefiora parecida a la tia Sonia, de mofio y muy tiesa, era bastante aburrida; sdlo una vez le dirigio la palabra con una sonrisa mas o menos agradable para pre- guntarle si acaso creia en fantasmas. Record6 al viejo del escafio. Tenia una barba larga y blanca, un pe- rro bastante feo, y era bueno para meter conversa. Un Subaru estacioné y Gabriel salto del esca- fio, listo y preciso para decirle al conductor: “;Se lo cuido?” El tipo le hizo una venia y le dirigid una sonrisa aprobatoria. Pero la otra sonrisa que regis- traron sus ojos, le parecié mas bien de amenaza, algo asi como “largate, es la Ultima que te aguanto”. El Negro Anibal, hijo de la Benita. Segin habia escuchado a Benita conversar con su madre cuando iba los jueves a planchar, Anibal tuvo que dejar la escuela y conseguirse un trabajo por las mafianas, como “junior” de una firma. En las tardes ideaba diferentes tareas para ayudar a levan- tar la olla en casa. En el supermercado esperaba a alguna sefora sin auto para cargarle las bolsas; en caso de lluvia, podia hacer lo mismo con su para- guas y escoltar a la dama hasta su guarida. A la hora ' POLI DELANO del cine eran los autos de la plaza. Cualquier cosa para ganarse una propina. Gabriel ignor6 la sonrisita de Anibal y dio me- dia vuelta. Tenia un buen auto a su cargo y desde el escafio podia controlarlo perfectamente. El viejo barbudo y harapiento que se habia aco- modado en un extremo del banco, comia pan y le daba miguitas a un perro que movia incesantemen- te la cola, recibiéndolas con deleite. — Cémo se llama? —pregunté él, chasquedn- dole los dedos. —Sultan —dijo el viejo—. Tiene diez afios. Mas © menos como tu. —Yo cumpli doce. —Bueno, cualquiera puede equivocarse. ¢Y qué piensas hacer con el dinero? — ,Cual dinero? —E] que te den por los autos. —Estoy juntando para comprarme un Atari. Va- len treinta mil. —iUn qué? —Atari. Un juego para la tele. —Ah, ya. Yo pensé que ayudabas a tu familia. —Claro que les ayudaria, pero mi papa es mt- sico y por ahora tiene un buen trabajo. El viejo se atraganto con el pan. Luego masticé en silencio, risuefio ante las palomas que rondaban i POLI DELANO. espiando a Sultan por si se le escapaba alguna miga. Gabriel record6 los buitres de una pelicula. Era en un campo de batalla donde habian caido muchos soldados de un escuadr6n. Primero se vio a un ejér- cito de hormigas avanzando muy disciplinadas hacia la sangre derramada, y luego a tres 0 cuatro buitres que sobrevolaban ese espacio de la selva. Al pare- cer, para un solo trozo de comida, siempre habia mas de una boca. —jUn Atari! —volvio a decir el viejo. Gabriel hubiera querido tener en sus brazos la metralleta de Rambo para acribillar a ese vago que se burlaba de sus deseos. Tatata. Hormigas, buitres. Sultan, palomas. Anibal caminaba lento al borde de la acera, y en un momento se detuvo frente al Subaru, sentan- dose luego sobre la capota. Gabriel se levant6 de un salto y partia como decidido a defender su pre- sa cuando lo detuvo la voz tranquila del viejo. —No vale la pena. —E] auto me lo encargaron a mi. {Por qué me molesta ese idiota? —No sera por molestarte. Quiza4s es su manera de defenderse. Si yo no le hice nada. —jNunca viste a un perro con un hueso en el hocico? Cuando veas uno, haz la prueba y acérca- _ HUMO DE TRENES u te a él. Si quieres, podemos hacer la prueba con Sultan. El perro movi6 la cola y pard las orejas al es- cuchar su nombre. Gabriel lo miro, como dandole yueltas a las palabras del viejo. —Desde cuando vienes a cuidar autos? —Desde que terminaron las clases. — Asi que vas al colegio? —Pasé a cuarto. —Bueno, ese chico viene desde antes que tu. Lo han visto muchas veces estos ojos. Rondo mu- cho por esta plaza. —iY eso qué tiene? —Que a lo mejor él se siente como un perro con hueso, y entonces defiende lo suyo. —Y no puede haber lugar para dos? —Quién sabe. —Yo también tengo que defender “mi hueso’. Ese auto me lo encargaron a mi. Desde la capota del Subaru, Anibal miraba a Gabriel y al viejo como midiendo distancias y espe- rando el momento del ataque. —Bueno, nifio, tengo que ir andando. Trae un hueso un dia de éstos, y te ensefiaré algo. Gabriel permaneci6 pensativo y al cabo de un rato se levanté del escafio y caminé con lentitud ha- cia el auto, las manos en los bolsillos, tenso. Cuando — 12 POLI DELANO. lleg6 frente a Anibal, lo salud6. El contendor, sin sal- tar a tierra, lo mir6 con la expresién de alguien que no tiene intenci6n alguna de moverse del lugar don- de esta. —Oye —dijo Gabriel después del saludo no res- pondido—. Tengo que ir andando: gpodrias hacerte cargo del Subaru? Lastima que el viejo ya hubiera partido, pens6. Dos asientos mas adelante, al otro lado del pa- sillo, cuatro muchachos un poco mas grandes que él habian acomodado una valija a manera de mesa y, a pesar del traqueteo del vagon, se las arregla- ban para jugar a las cartas. Se divertian de lo lindo. Dos de ellos Ilevaban gorras de tela con visera lar- ga y fumaban descaradamente. Bastante monotono el paisaje. Poca vegetacion, mucho monte pelado. Han transcurrido varias ho- ras y no hay nada en qué pasar el tiempo. Ya no queda lectura, nada que hacer; engullirse de rato en rato unas rebanadas de salame, tomar algtin refres- co cuando pasa el vendedor con su canasta, bajarse en las estaciones a estirar las piernas, violando uno de los “mandamientos”, y recordar de cuando en cuando a Sibila, con un nudo en la garganta y cier- ta dosis de rabia. HUMO DE TRENES B Gerré los ojos, pero no llegaba el suefio. Lo que Ilegaba, en cambio, era el recuerdo. Las cosas empezaron aquel dia en que el curso fue al estadio para practicar atletismo. Ahi se dio cuenta por primera vez de que Sibila tenia muy lin- das piernas. No sdlo era chispeante y activa en clases, luminosa de ojos y sonrisa, gracil de movi- mientos: también tenia lindas piernas. Después de ese dia, empez6 a pensar en ella mucho mas que antes y a veces, por las noches, le resultaba dificil quedarse dormido, imaginando las cosas que le iba a decir a la mafiana siguiente en el recreo y que después nunca le decia. Una vez has- ta le llev6 un chocolate envuelto en papel plateado y a la hora de los “quiubos”, un nudo en la gargan- ta le impidio darselo, por lo cual se derritio en pleno bolsillo. Pero una tarde la decision de abordarla vencio todas las timideces y el milagro se produjo. Sibila cruzaba el patio hacia las rejas y Gabriel la siguid apurando el paso hasta alcanzarla. —Sibila —dijo, un poco jadeante. —Hola, Gabriel. —Ella lo desarm6 con su son- risa y esa mirada verde, potente y himeda que disparaban sus ojos. 4 POLI DELANO —Sibila, mafana es sébado. ;Quieres ir a pati- nar conmigo? —Qué rico, me encantaria, pero no sé si me den permiso. {Me puedes llamar esta noche? Su felicidad crecié como las volutas de humo y mas, como los anillos que forma una piedra al caer en agua mansa. Porque ahora, aunque ella no pu- diera ir a patinar, al menos tenia su teléfono. Y para qué decir hasta donde se elev6 esa felicidad, igual que un helic6ptero al despegar, cuando por la no- che ella le respondi6 que si le habian dado permiso. Fueron a la cancha del Parque Mayor y casi todo el tiempo patinaron tomados de la mano. Mas tar- de, antes de acompafiarla hasta su casa, Gabriel la invito a un refresco y en la cafeteria pudieron con- versar un poco mas sobre los compafieros, los profesores, las matemAticas, la geografia. Después de esa tarde, cuando terminaban las clases salian caminando juntos y él le llevaba los li- bros. Por suerte eran hartas cuadras hasta su casa. Un sabado él le pregunt6 timidamente si que- tia ir a un concierto, tocaba su papa, clarinetista. Lo de “timidamente”, porque sabia que no a toda la gente le gustan los conciertos. Pero result6 que Sibila era aficionada a la mtsica y hasta conocia bastante debido a que estudiaba piano. La felici- dad siempre dando saltos mas arriba. Y esa misma iz HUMO DE TRENES 5 noche, al dejarla en su puerta, se atrevid por pri- mera vez a darle un beso. Ella lo recibi6 con cautelosa calidez y algo de ternura. Gabriel sintio que ya no cabia en su pellejo y partio de Tegreso} casi como si volara, a pesar de que venia el maldi- to domingo. Las cosas cambiaron de color y se pusieron feas de la noche a la mafiana, cuando aparecio el Billy. Una tarde a la salida de clases, Sibila le presen- to al Billy. La habia venido a buscar y se iba a ir con él. El Billy tenia unos quince afios y hablaba como si viniera de otro pais. Gabriel quedo desconcertado y triste, pero pre- firi6 no darle mucha importancia al asunto y, juntando coraje se oblig6 a no llamar a Sibila esa noche. A la tarde siguiente, sin que hubieran hablado en los recreos, se reanudo la rutina y partieron ca- minando juntos. —Y quién es el Billy? —pregunto él. —Un amigo del barrio —dijo Sibila—. A veces me va a ver a la casa. Sus padres conocen a los mios. —Y te gusta? Ella no contesto. — Te gusta? —insistio. Ella le solt6 la mano y le dijo: —wNo me molestes. ;Qué te importa si me gus- ta o no? POLI DELANO. —jLo dices porque te gusta! —jBueno, ya, me gusta, y qué! Siguieron caminando callados, y al llegar a la puerta él quiso darle un beso. —No, no —dijo Sibila rechazandolo con las manos. — Por qué? —Mi mama dice que no hay que besarse en la boca, es antihigiénico. Asi se pusieron las cosas por causa del famoso Billy. Sin beso, sin hablar casi en los recreos y sin te- léfono porque rara vez ella queria contestarle. Como si su aparicion hubiera levantado entre los dos una montafia que sdlo él estaba dispuesto a escalar. Pero venian las vacaciones y era preciso tomar una decision, hacer algo y no quedarse de brazos cruzados. Por qué dejar que le quitaran lo suyo, que lo hicieran a un lado? A la mafiana siguiente, entonces, después de una mala noche de mucho pensar y darse vueltas, Gabriel, secandose la transpiracion y levantandose de su cama, fue derecho al teléfono. Por suerte con- testo ella misma. —Sibila? —Hola, Gabriel. —Quieres ir a patinar conmigo? —No sé... —Es que quiero que conversemos. HUMO DE TRENES — Cuando? —Mafiana. —No puedo, tengo mucho que estudiar. ;Olvi- das que el lunes hay examen? —Es solo por eso? —No. —Ya sé. Seguro que te comprometiste con Billy. —Si... —Pero a mi no me importa. De todas maneras tengo que hablar contigo. Por favor. —Bueno, ya... Lo voy a arreglar. Pasas por mi? —A las tres, como siempre. Oye... Te quiero. —jCortala, Gabriel! —Hasta mafiana. “Y mafiana sera otro dia”, habia pensado, des- patramando su cuerpo en el sofa de la sala. Otro dia de todas maneras, terminara como ter- minara. Si ella lo aceptaba, seria el comienzo de un buen verano, con mucho patin y mucha piscina, ca- minata por los parques, toda la felicidad. Si no, el verano vendria malo y solitario. Y asi es como aho- ta iba en ese tren mirando al norte: las cosas con Sibila terminaron mal y habia que seguir viviendo. Dos dias y dos noches de viaje, debiera haberse trai- do la biblioteca entera. —Asi que no crees en los fantasmas —dijo la vecina. 18 POLI DELANO. Tacataca tacataca tacataca... El sol esta cayendo a la izquierda, al final de ese campo arido y pedre- goso que con los minutos va cambiando de colores. Uno de los gorrudos lo llama con una sefial. — Quieres jugar? —dice. Gabriel se levanta y se acerca al asiento de los muchachos. —Hola —dice uno—. Me llamo Felipe. —Soy Gabriel. —Jaime. —Hola, hola. —(No quieres jugar? —Es que no sé. —Yo te ensefio, es refacil. Estamos jugando a la Veintiuna Real. El juego le pareci6 bastante entretenido y lo aprendié rapido, pero lo mejor de todo era que en- tre las cartas, los chistes y algunas historias que se contaban, las horas pasarian mas rapidas. —Pago a veinte. —Gabriel pierde. —Pago a dieciocho. —Gabriel gana. —Veintiuna real. —Gabriel pierde. —Me pasé. —Gabriel gana. Es ya de noche y la iluminaci6n del carro ha ba- jado. Algunos pasajeros se preparan para dormir. Otros HUMO DE TRENES 19 conversan y rien, pasandose de uno a otro la botella. Felipe se sube al asiento, empina los pies y baja des- de la rejilla una mochila. Saca emparedados y ofrece. Gabriel no sabe si aceptar. —Tengo salame y pan negro —dice. —Esta bien. Guardalo para mafiana. Toma uno de €stos. De un termo, Jaime sirve café con leche. Ga- briel se siente comodo entre esos amigos. con —Van a Las Animas? —pregunta. —Un poco mas al norte —dice Jaime. —Vamos a jugar futbol. — Son de un equipo? —Si. La juvenil de los “Ratones”. —Yo también he jugado futbol —dice Gabriel cierta timidez—. Pero ahora me gusta mucho el basquet. Qué tipos formidables, piensa. Y piensa que es curioso cémo se hacen los amigos, y también como a veces se pierden para siempre, por ejemplo, a cau- sa de una apuesta, o de una pequefia traicion. Después de frotarse las manos con saliva, Car- los volvid a hacer lo mismo: dio vueltas en el aire con el lazo y lo lanz6 hacia el otro extremo de su Pieza de juegos. Esta vez acert6 por fin; ya era hora. 0 POLI DELANO Blacky, su perrito lanudo, grufid dos o tres veces y trat6 de zafarse de esa Aspera soga que le apretaba el cuello. —jHurra, bravo! —gritaba Carlos con entusias- mo. Era su séptimo tiro, pero habia acertado y seguro que ganaria la apuesta. Apoyando una rodi- lla en el suelo, como en las peliculas de vaqueros, jalo y jal6, sacando pecho, hasta tener al animal a su lado. Entonces, con aire de triunfo, le quité el lazo y Blacky se alej6 con la cola entre las piernas y expresion de disgusto. Ahora le tocaba a Gabriel. A Carlos le gustaba jugar con él, porque preferia a los nifios un poco mas chicos. El sombrero de Gabriel, de color verde y copa alta, se parecia a los de Roy Rogers, pero ni remota- mente era como el de Carlos, buen fieltro, auténtico, de copa baja y hormada, las alas un tanto dobladas hacia arriba, igual a los que usa el Llanero Solitario. Tampoco en las botas habia competencia. Las de Ga- briel eran de goma, para la Iluvia, y no de cuero de dos colores y taco medio, como las que presumia Carlos. Los yines si eran:muy parecidos, de mezclilla gastada por el uso y los lavados. Pero realmente en la camisa es donde mas se notaba la diferencia. La que llevaba Gabriel era de franela a cuadros rojos y negros. La de Carlos tenia una pechera de gabardina beige, con unos agregados verdes que formaban bol- Be POLI DELANO sillos en semicirculo, adornados por una corrida de botoncitos rojos. Tenia también un cuello de punta larga bordeado por un fino cordén de plata. —Papa me la encarg6 a una tienda de ropa para vaqueros —dijo Carlos. Gabriel se preparaba para su lanzamiento. Pa- recia estudiar con seriedad la distancia. Tird el lazo en su propio estilo y acerté a la primera. Blacky lan- ZO otro grufido. —jGané, gané! Me debes quinientos pesos —gri- to Gabriel. Era verdad. Lacear al perro con menos tiros era la apuesta. Desde la ventana, Carlos miré los arbo- les del parque, apretando los dientes y empufiando las manos con fuerza. Al cabo de unos minutos sacé de su bolsillo un billete de a mil. —Toma —dijo pasandole el billete—, ;tienes cambio? Gabriel lo mir6é con ojos tristes, con esos ojos que sentfa poner cuando a veces en la calle el frio de julio le calaba hasta los huesos. A veces el clari- nete andaba de malas, decia el papa, y no habia trabajo. También solia poner esos ojos cuando ser- vian la comida de los domingos. No fue preciso responder que no tenia cambio, no tenia nada, esos quinientos pesos que habia ganado eran lo primero que iba a tener en la semana. HUMO DE TRENES 23 —Mala suerte, te los pago después —dijo Car- los, pensando que en la esquina podia comprarse un par de revistas de historietas para tener suelto y darle a Gabriel sus quinientos. Los ojos tristes de Gabriel se habian vuelto ojos mas bien de rabia. —Soy mejor vaquero que ti —le dijo. Y dijo también que la camisa ésa que le habian encargado a la tienda de vaqueros era de las que ha- cen para jugar, como disfraz, que nunca un vaquero de verdad se habia puesto una camisa asi, mientras que la suya era auténtica, de las que a diario usan los vaqueros para lacear, arrear el ganado y hasta en los duelos de pistola. Asi le habia dicho su mama. Carlos estaba de buen humor ese dia y habia tolerado que Gabriel le ganara la competencia; pero no podia rebajarse a tolerar estos insultos. Camino hasta quedar frente a Gabriel y le pego un bofeton y luego otro y otro mas. —jMandate a cambiar, mocoso! —grit6 con la cara congestionada—. jQué te has creido! j;Cuando los vaqueros van a usar botas de goma y mugres como ésa! Gabriel partid con la cabeza gacha y el labio sangrandole. Al llegar a la puerta se detuvo y con una voz que apenas se ofa y los ojos llorosos, dijo: —iY mis quinientos? 24 POLI DELANO Carlos le tiré un latigazo en la cara con el lazo y Blacky corri6 ladrando hasta la puerta. Gabriel al- canz6 a salir antes de que la fierecita le mordiera los tobillos. Una vez fuera, se alej6 por el corredor hacia los ascensores, pensando que no se iba a que- dar asi, sin los quinientos pesos que habia ganado en buena ley, y pensando también que no se podia ser amigo de nifios como Carlos. Pero ahora piensa que estos tipos si que son for- midables, siente orgullo y decide volver a su asiento, porque sabe que ya lo va derrotando el suefio. Viene el suefio, viene y se va. Viene y se va. Gabriel cierra los ojos y se deja llevar por el traque- teo ritmico del tren. Como muchas noches, recuerda las que tuvo que pasar para cumplir aquel compro- miso de honor sin fallarles a sus amigos. Esa mafiana despert6 con las primeras horas del dia, cuando empieza el sol a levantarse, y decidio permanecer dentro de su cama. Mas bien, no es que lo decidiera, sino que la tos y los estornudos toda- via estaban ahi, molestandolo, impidiéndole cumplir ese mismo dia con un compromiso que considera- ba muy importante. HUMO DE TRENES 25 Abri6 su libro —Las aventuras de Tom Sawyer— y no pudo concentrarse en la lectura, aunque le pa- recia que Tom era un tipo formidable: ingenioso, audaz y valiente. Quiso entonces escuchar miisica y... de pronto se fij6 en el canto de varios pajaros que adivin6 revoloteando por las ramas del ciruelo, al otro lado de su ventana. “Qué bonito cantan”, pen- s6, y luego se pregunté si acaso realmente seria canto. Después de todo, uno no conocia demasia- do bien a los pajaros. A lo mejor esas melodias que sonaban tan gratas al oido no eran otra cosa que gritos de disgusto, de tristeza, o de guerra. ¢Quién podia decirlo? En todo esto pensaba cuando su mama entr6 a la habitacién. Venia con la bata rosada y una gran sonrisa, agitando el termémetro. —A ver, abre la boca, pequefio rufian —le dijo después de pasarlo por un algod6n humedecido. Gabriel apreté los labios en torno a ese miste- rioso tubito de vidrio que anunciaba enfermedades y lo mantenia en cama. También cruz6 los dedos de ambas manos como en un ruego para que la fie- bre se hubiera mudado de su cuerpo. Lo de “pequefio rufién” no era porque fuese en realidad un pequefio rufién. Su madre se lo decia con carifio, estaba seguro, aunque también con cierto teproche por eso de haberse bafiado en el rio cuan- Ae POLI DELANO do ya las tardes estaban refrescando mucho con el otofo. Pero él no habia podido evitarlo. De haber- se negado a ir con los muchachos, lo mds probable es que lo estuvieran considerando como un gallina y que se quedara fuera del grupo, y que esta mis- ma tarde ni siquiera lo dejaran participar en la pelea, a pesar de su buena punteria. Por eso, como todos ellos —Paul, Tomas o Gilberto—, se quit6 las ropas detras del roquerio y “al agua patos”, nadar un poco aunque fuese otofo y demostrar que el miedo no tenfa cabida en su alma ni en su cuerpo. Lo de la pelea iba a ser precisamente esta tar- de y él, con gripe o sin gripe, con fiebre o sin fiebre, no podia faltar. Los muchachos de la calle Granada habian llegado al terreno baldio donde todos los dias su grupo —los de la calle Valencia— jugaba fut- bol, y habian empezado a tirarles bolas de lodo y pequenos guijarros con sus hondas. Como los ene- migos eran mas y estaban armados, ellos habian tenido que escapar a todo lo que les daban las pier- nas, humillados por las risotadas y los burlones hurras de los “granadinos”. Se habian apoderado por la fuerza del terreno y ahora, tarde a tarde, patea- ban la pelota en un lugar que no les pertenecia. Cuando Tomas pas6 por la calle que da al baldio, camino a su casa, recibi6 dos pedradas que lo hi- cieron apurar el paso. Cuando Paul fue a comprar HUMO DE TRENES leche para la merienda, dos o tres de los matonci- tos salieron persiguiéndolo y vociferando amenazas. De manera que los de la calle Valencia —junto con cuatro mas de la manzana— decidieron organizarse y planificar muy seriamente los combates que reali- zarian para recuperar el terreno perdido. La primera batalla iba a ser justo esta tarde y él no podia faltar. No podia faltar porque en los entrenamientos se ha- bia mostrado como el mejor artillero, el de mas fina punteria con la honda, y su papel consistia precisa- mente en encender la chispa tirando la primera piedra al cuerpo del capitan de la pandilla de ma- tones. Tenia que ir. Tom Sawyer lo habria hecho. La mama le retir6 el termémetro de la boca y estuvo mirandolo contra la luz de la ventana. —Treinta y siete con dos rayitas —dijo—. Te ha bajado bastante. Pero sera mejor que te quedes hoy en cama. Las recaidas son lo peor. —En la tarde tengo que ir a estudiar a casa de Paul —dijo Gabriel. No le gustaba mentir, pero a veces era mas que necesario. —Pues ni lo pienses. —Es que vamos a tener una prueba... —No importa, prefiero que te saques mala nota antes que se empeore la gripe. Ni hablar. Gabriel se dio cuenta de que el camino legal estaba cerrado, su mama no le iba a dar permiso ni 28 POLI DELANO aunque se lo rogara de rodillas. Ademds, pens6, si insistia mucho, hasta podia hacerse sospechoso. Nunca nadie insiste tanto para encerrarse toda una tarde a estudiar. Bueno, nada que hacer. Habria que buscar otro camino. La cita era a las tres y media. Tenian que jun- tarse en la glorieta de la plaza para afinar los ultimos detalles. Por ese motivo, a las tres, cuando su mama entr6 a buscar los platos del almuerzo encontré a Gabriel bastante “decaido” con un brazo cayendo la- cio por el borde de la cama, la boca semiabierta, los ojos cerrados. —iTe sientes mal? —Un poco —dijo Gabriel, con la voz arrastra- da, como si le costara mucho trabajo hablar—, Tengo suefio. Y me duele la cabeza. la mama le puso la mano en la frente y lue- go, con los dedos, le peiné un poco el cabello grefiudo. —Te voy a cerrar la cortina —dijo—. Trata de dormir. Eso te hara bien. —Le dio un beso en la mejilla y salié de la habitaci6n, levandose la ban- deja y cerrando con suavidad la puerta. Gabriel se levant6 de un salto y pegé la oreja a la puerta. Los pasos de su madre se detuvieron en el extremo del pasillo y comenzaron a descender las escaleras. Entonces, se puso en accion. HUMO DE TRENES 29 Lo primero fue sacar del closet algunas ropas y colocarlas dentro de la cama de modo que parecie- ran un nifo durmiendo, completamente tapado. Lo segundo fue vestirse. Prefirié las botas y no las za- patillas, por si era necesario dar patadas. No le gustaba lo de las patadas, pero si los “granadinos” empezaban, no quedaria mas remedio. Calcetines gruesos, para que los golpes no fueran tan duros. Los yines, dos camisetas de franela, un suéter de cue- Ilo alto y la casaca. Por suerte a esa hora su mama veia como tres telenovelas y eso seria una gran ayuda para que ni su hermana ni Sara, la empleada, lo escucharan al cruzar el patio y abrir el portén. Lo Ultimo que se puso fue la gorra de lana. Des- pués metid en un bolsillo la honda, y en otro, la bolsa llena de bolitas de vidrio. No eran tan baratas como una simple piedra, pero la redondez ayudaba a la punteria, y no deseaba errar ni un solo tiro. Ya perfectamente listo, entreabri6 la cortina, sacé el pasador de la ventana y empuj6. Perfecto. Para colgarse de la rama gruesa del ciruelo bastaba con sentarse en el borde de la ventana y estirar los bra- zos. Lo demas era facil también, hasta llegar a tierra. Pens6 que quizas le resultaria mas dificil entrar que salir. Pero eso no importaba mucho porque si no podia trepar, simplemente tocaba el timbre. Ven- 30 POLI DELANO drian las retadas y los castigos, pero todo eso no era importante si ya la tarea estaba cumplida. Total, su conciencia la tenia limpia, pues ahora no se tra- taba de hacer una maldad, sino de cumplir un compromiso, y cualquier castigo que se aplicara a alguien por haber-cumplido un compromiso, tendria que ser injusto. El descenso fue facil; la marcha hasta el por- ton, rapida y segura. Gabriel estaba por fin afuera, libre, respirando a pleno pulmoén. Echo a caminar hacia la plaza. En el momento en que se escuché un chiflido largo y agudo, el muchachén que las hacia de ar- quero recibi6 una pedrada que lo hizo recoger una pierna y lanzar un grito quejumbroso. También en ese momento, desde los cuatro costados del baldio, grupos de dos y tres muchachos corrieron hacia el centro del improvisado campo de futbol, iniciando una batahola de gritos, carreras y trompadas. Des- de tras un kiosquito abandonado, el artillero hacia disparos bastante precisos, siempre a las piernas, dis- paros que eran seguidos de lamentaciones y que iban poniendo al enemigo fuera de combate. Antes de diez minutos se veian por el terreno caras en- sangrentadas, luchadores debatiéndose en el suelo, HUMO DE TRENES a1 y enemigos que se sobaban las piernas por la parte del hueso. Gabriel vio venir a dos “granadinos” ha- cia el kiosco, a toda carrera. Hizo un disparo que no dio en su blanco y en lo que tarda un suspiro estaba ya defendiéndose del aguacero de golpes y patadas con que los dos enemigos castigaban su bue- na punteria. Sinti6 un golpe en el vientre y cay6 al suelo sin respiracién, con la boca babeante y espu- mosa. En el centro del campo de batalla ya no se combatia. Parecia haber llegado el momento del dia- logo y mientras los muchachones Ilevaban a Gabriel a la rastra hacia donde estaban los otros, se escu- chaban voces exaltadas y se veian gesticulaciones nerviosas. Cuando llegaron, Paul dialogaba con el arquero del otro bando. —Fste era nuestro campo —decia—, y ustedes nos corrieron. —Porque no teniamos donde jugar. —Pues ahora tampoco tienen, porque todas las tardes va a pasar esto mismo, hasta que se larguen. No los vamos a dejar ni respirar. —Traeremos cortaplumas, y a ver si jugamos © no. —También nosotros podemos traer cuchillos —dijo Tomas. —Y ademas —siguié Gabriel, con la voz entre- cortada—, yo soy el de la honda: tengo buena HUMO DE TRENES 33 Gabriel estaba nuevamente dentro de su cama, con las manos bajo la nuca, pensando en todo esto, recordando los golpes, el dolor, la sangre. Y pen- sando en el terreno que habian perdido y que no lograron recuperar del todo. Y pensando en las posibles soluciones. Quizds él votaria por eso de compartir el baldio, un dia los granadinos, un dia los valencianos. Se disminuia el juego a la mitad, pero al menos se evitaba la guerra y eso ya era ga- nancia. Los magullones dolian, no era cosa de broma. Entr6 su mam, puso el vaso de leche sobre el velador y agitd el termémetro. —Te vine a ver hace una hora —le dijo con cier- ta risita mientras le introducia el termémetro entre los labios—. Parece que estabas muy dormido. Gabriel sintid que se ponia rojo, que se le in- cendiaban las mejillas. Por suerte tenia esa porqueria en la boca y no podia hablar. —Te est4 subiendo la fiebre? Pareces un poco mas agitado que en la mafiana. —Se acerc6—. ¢Qué tienes en la frente?... Un chichén. —Le sacé el ter- mémetro y lo examin6 contra el foco de una lampara. Treinta y siete nueve —dijo—. Estas peor. No podras levantarte mafiana. Gabriel la mir6 a los ojos y noté esa sonrisita burlona. — os POLI DELANO —Antes de comer, subiré con tu padre, para que conversemos algunas cosas. Gabriel asintid. Ahi estaba, pues, la sonrisita. Al quedar otra vez solo, se not6 muy cansado, y también muy feliz. Tuvo ganas de lanzar una gran carcajada que trepara las paredes y se metiera por todas partes; pero no tuvo las fuerzas. De seguro lo iban a reprender, pensd. Pero habia cumplido bien su compromiso y la certera punteria de su honda ayud6 bastante a poner las cosas en el buen lugar donde ahora estaban. Recordando nuevamente a Tom Sawyer, abrid los ojos sonriendo, miré a sus nuevos amigos fut- bolistas y volvi6 a cerrarlos, ahora si derrotado por el suefio. DOS Gabriel se froté los ojos, sonrié recor- dando la figura de Sibila, y boste: Qué flojera, qué frio. Subié la cortina de la ventanilla para notar que atin no amanecia, aunque ya cierta luz del alba se anunciaba lejana. El tren estaba de- “; tenido y algunos pasajeros bajaban a é caminar por un andén largo y sin pa- yimento, descubierto. —Vamos, Gabriel —lo llamo Felipe en sordina, como para no despertar a los pasajeros que atin dor- Oo. Bajaron a tierra, sumandose al ntimero de ca- imantes que desentumecian brazos y piernas. ieblo Hundido, anunciaba un letrero de madera y ntura destefida. —Dormi como tronco —dijo Gabriel, restregan- se los ojos—. Toda la noche. KS —— 36 POLI DELANO —Suerte. A mi me cuesta, en trenes y auto- buses. Al llegar al final del andén, vieron al perro. Era grande, de raza desconocida, pelaje mini- mo y sucio, cafesoso, parecido a Sultan. Se hallaba de pie, inmdvil, lanzando unos lastimeros y débiles gemidos. Su pata derecha, recogida, colgaba sujeta tan sdlo de dos tiras de su propia piel, y bajo ella se iba empozando sangre de la herida. —Pobrecito —dijo Gabriel, atontado. —WNo te acerques. —Lo habra pescado el tren... Seguro. —Debe estar sufriendo mucho. El perro seguia inmévil, gimiendo y derraman- do sangre. Sus ojos aullaban dolor. —No sera mejor que lo maten? —Quizas. Quizads eso seria lo mejor. Perro vago, sin duefo, gc6mo podra luchar por la vida asi, cojo? Volvieron caminando por el andén entre otros pasajeros que también iban y venian. Se comentaba que el tren estaria detenido bastante rato. —Tenemos que hablar con el Jefe de Estacién, Felipe. Es inhumano dejar asi a ese perro. El jefe los recibid en su minima oficina de ma- dera y entre Felipe y Gabriel le informaron acerca de la situaci6n. il HUMO DE TRENES 37 —Queremos pedirle que lo mate —termin6é Ga- priel—. Esta sufriendo mucho. El hombre los mir6é con seriedad y simpatia, meditando. Al cabo de unos instantes, dijo: —Hm... Ustedes tienen mucha razén, pero yo estoy impedido. Tengo revélver con carga comple- ta, para casos extremos, para defensa, y debo dar cuenta de cada tiro que se dispare. —iY qué podemos hacer? —Es inhumano. Ademis, el tren lo atropello. —Bueno, gpor qué no van al Cuartel de Poli- cia? Esta a dos cuadras, por esta misma calle. —iY si nos deja el tren? —Descuiden. La locomotora tiene un desperfec- to y pasar4 un tiempo largo antes de que pueda seguir viaje. Vayan tranquilos. Diganle al sargento Orellana que yo los mando. Al cuartel llegaron también con Jaime y los otros dos futbolistas. Era de tablas oscuras, igual que todo el pueblo, y estaba construido como en un hoyo de la tierra. Amanecia y la temperatura era baja. Envuelto en una dspera bufanda, el Comisario, de grueso bigote y un poco rechoncho, los mir6 pi- diendo explicaciones. —En qué puedo servirles, jovencitos? — oe POLI DELANO Le relataron la situaci6n y, tras algunos balbu- ceos, lo que solicitaban fue bien acogido. En pocos minutos salian de ahi con un policia armado y una carretilla de mano, de esas que usan los albafiiles. Llegaron a la estacién y nuevamente hasta el extremo del andén. Ahi seguia el perro, como una estatua, tal vez mds aturdido por el dolor. —Hay que subirlo en la carretilla —dijo el po- licia. —,Cuando esté muerto? —pregunt6 Jaime. —No. Ahora mismo. No lo podemos matar aqui. Hay que sacarlo de la estacién. A ver, ti ten la ca- rretilla y tG, nifio, ayidame con el animal. Gabriel tragé saliva y sintid como si se le para- lizara la sangre cuando el policia y Felipe levantaron al asombrado perro y lo depositaron sobre la carre- tilla, de pie, igual que como estaba en tierra, con su pata colgando. Salieron de nuevo a las calles polvorientas, que atin no lograban despertar de la htimeda noche. —;Vamos al cuartel? —pregunt6 Felipe. —No —dijo el policia—. Por aqui hay un bal- dio. Eso sera mejor. Llegaron a una especie de peladero Ileno de basuras y el cabo desenfund6 su revélver y enfren- t6 al perro. Apunté el cafién justo entremedio de los ojos. El animal, acaso presintiendo que algo an- HUMO DE TRENES 39 daba mal, movi la cabeza de lado a lado, como queriendo quizas saber si eran amigos quienes lo acompafiaban en este paseo. Sond el disparo. Ga- priel cerré los ojos. Al abrirlos nuevamente, el perro habia saltado de la carretilla. Aleanz6 a cojear dos © tres metros y luego cay6 al polvo temblando y derramando sangre, ahora por el hocico, al mismo ‘tiempo que daba sus Ultimos estertores. El tren permaneci6 varias horas en la estacién _ de Pueblo Hundido mientras reparaban su averia. ando por fin, lentamente se fue internando en pampa, el sol ya golpeaba muy duro. Era nota- la diferencia entre el dia y la noche en esas jones. —Comamos algo antes de jugar —dijo Felipe. Gabriel bajé el paquete de salame con pan ne- abri6 una hoja de su flamante cortaplumas y 26 todo a los compaifieros de viaje. — iY tt? —No puedo —dijo—. Se me quit6 el apetito. izas mas tarde. Perro con hueso, record6. Después de todo, qué Jueno haberse hecho amigos con el Anibal. Tres dias anduvo buscando al viejo por la plaza, para contar- ®. Hasta que una tarde lo vio sentado en su escaho — 40 POLI DELANO. preferido comiéndose una marraqueta mientras Sul- tan, a sus pies, agitaba la cola. Gabriel llevaba en su mano el libro que los padres le regalaron la no- che de Pascua y que ya esté leyendo por segunda vez: Las aventuras de Huckleberry Finn. Si Tom Sawyer es inteligente, audaz, corajudo, Huck es todo eso y hasta mas, porque descubre solito las cosas y pone en practica sin rodeos lo que la vida le va en- sefiando durante su viaje en balsa a lo largo de ese formidable rio. Tal vez si él fuera como Huck, Sibi- la lo habria preferido a Billy y ahora no estaria tan solo. —Hola, cabrito —dijo el viejo—. {Te acordaste de traer un hueso? Sentado ya en la esquina del banco, Gabriel de- cide que tiene algo que contar, aunque se trate de algo que no le ocurrid precisamente a él. —No —responde—. Ya no es necesario, por- que entendi bien todo lo del hueso. — Seguro? —Claro. Lo entendi ese mismo dia del auto. Y ahora somos amigos, Anibal y yo. Me cuenta cosas. Yo también le cuento. —jAmigos, con ese “negro”? —iNo me cree? Escuche la historia que le voy a contar. El viejo dibuj6 una sonrisa y le arroj6 una miga 42 POLI DELANO a Sultan, que la caz6 en el aire de un sonoro hoci- cazo. —Esté bien, cabrito. Tenemos tiempo y una bo- nita tarde. —Bueno, lo primero es que con eso de cuidar autos, al Anibal le iba harto mal. Mucha espera y poco molido; asi que tuvo que buscar otros cami- nos, ya que en su familia las cosas estaban feas. Su papa no habia podido encontrar trabajo, y con el lavado de ropa que hacia la mama, no se alcanzaba a parar la olla. Les habian cortado la luz, y velas iban quedando pocas. Por eso, una noche dijo que tomaba el toro por las astas y decidié hacer lo que habia visto hacer a otros nifios y también a muchos grandes. Se subi6é a la micro por la puerta trasera, con mucha gente a esa hora. Le castafieteaban los dien- tes, temblaba entero y le vinieron unas insoportables ganas de ir al bafio, pero decidié que ni por nada del mundo se iba a echar atras. —jBajate, nifio, o paga! —grit6 el chofer, que por el espejo retrovisor controlaba que no viajaran pasajeros sin pagar su boleto. Era el momento de dar el salto mortal al abis- mo de lo desconocido. Anibal empez6 a cantar: HUMO DE TRENES 43 El dia que a mi me maten, que sea de cinco balazos... La voz era muy ronca y se le escap6 un gallo. Sintid que los pasajeros lo miraban con burla. —iBajate, cabro! —volvi6 a gritar el chofer—. No sirves ni para vender cebollas. Hasta ahi lleg6 su canto. La micro se habia con- vertido en una sola carcajada. Un tipo le apretd el brazo, diciéndole que ya estaba “guailén”, que fue- ra a buscar trabajo como se debe y no les quitara el lugar a sus hermanos chicos. Anibal se baj6é y ech6é a caminar con mucho ar- dor en las orejas. Sin necesidad de volverse, supo que desde las ventanillas lo miraban riendo. Qué dia- blos, bueno, seguir buscando entonces. —A veces la vida puede ponerse muy perra —dijo el viejo. —Lo que no entiendo es por qué algunos tie- hen tanto y otros tan poco. —Es un problema dificil, pero es la realidad. —Lo que sigue es lo que mas me gusta, no se Pierda el préximo capitulo. - adquiria nuevas dimensiones, se agrandaba, se infla- 44 POLI DELANO HUMO DE TRENES 45 Al bajarse de la micro, Anibal se dijo “seguir bus- cando” y caminé sin rumbo fijo, pero si en busca de mejor suerte. 2 Aunque no era muy tarde, la calle estaba des- poblada. Al menos las veredas, ya que los automdviles pasaban pegados uno a otro como en un desfile de hormigas. Metros mas adelante, iba una mujer sola, évieja, joven? Un poco gorda. De su brazo derecho colgaba una buena cartera. Anibal fij6 sus ojos en ella. En las carteras podia haber mucho, cuatro, cinco mil pesos y hasta mds. Mir6 hacia atras, hacia adelante, hacia la acera de enfrente. Ni un carabinero, ni una sola persona. Apur6é el paso. De mas cerca el bolso desesperado, a todo lo que daban sus piernas, hasta llegar a la esquina y perderse. Pero corria sin el bolso, sin los cuatro 0 cinco billetes de a mil. Sdlo llevaba un gran susto. Ella lo habia mirado muda, como llena de un terror frio, de un gran espanto que sdlo podia expresarse a tra- yés del silencio de los ojos. —uUna gran suerte, no crees? —dijo el viejo—. Que le haya salido mal. Aunque la verdad es que le sali6 bien. Y que tampoco fue una suerte, sino una decisién. —En qué lios pudo haberse metido. Pero no ech6 pie atras. En su casa la situaci6én andaba mal y siguid buscando. ba, reventando en miles de billetes que volaban por: el aire y caian como una lenta-Iluvia de hojas. Anibal danzaba recogiéndolos. Ese bolso se habia converti- do en el fruto del pecado y era casi imposible resistirlo. Sigui6 apurando el paso y ya eran pocos los metros. Mir6 de nuevo hacia todos lados: nada, nadie. Ella y él, solos en la noche. Era cosa de colo- carse a su lado, empujarla contra la pared, quitarle el bolso y echar a correr. Se aproximaban a la esqui- na, podia doblar y desaparecer por otra calle. Una vez mas se aseguré de que no hubiera testigos. En= tonces dio un trotecito, atracé a la mujer contra la) muralla de una casa y luego eché a correr como un Gabriel miraba fijo las arenas tan aridas del de- Sierto, preguntandose cémo podia el tren avanzar tan despacio. Seguro que si se bajaba, podria esti- Tar las piernas trotando junto a su propia ventanilla. Los amigos comian pan con salame. La vecina dor- Mitaba. Sibila estaba tan lejos y todavia quedaba bastante viaje. TRES —Mira, chico —dijo la vecina—, queda mucho viaje, muchas horas, mucho calor todavia queda hoy, y en la noche tendremos otra vez mucho frio. Por qué no acortamos el tiem- po? Yo te cuento algo, ti me cuentas algo. Puedo empezar, si quieres, y mi historia (tan cierta como que ta _ y yo vamos viajando en un vagon de tren rumbo al norte) quiero que la conozcas por dos razones. Pri- mero, porque también, de algin modo, es una historia de trenes. Segundo, porque ti eres un mu- chachito necio que no cree en fantasmas. Y no vayas a pensar que invento, Dios me libre. Lo que vas a escuchar le ocurri6 a un joven dibujante que es mi _ propio sobrino, el hijo menor de mi hermano Nico. i Para que te convenzas, te mostraré unas fotos. POLI DELANO Aquella tarde, el oscuro vagon ‘del expre- so a Valparaiso llevaba pocos pasajeros, tal vez debido a que el nuevo tinel de carretera que perforaba la montafia favorecia el viaje en au- tobtis. Decidido a captar ese campo en todos sus colores, luces y sombras, Renato, con la frente apoyada en la ventanilla, luchaba duro contra el sueno; pero pasando ya la estacién de Calera, su resistencia cedi6 y se le cerraron solos los ojos, al tiempo que sus sentidos se perdian en un espeso bosque de vaivenes y ca- beceos. Al partir el tren con sus bufidos de la esta- cién de Quillota, el joven pintor volvid de sus suefios para deslumbrarse de pronto al enfocar frente a su asiento a una muchacha que lo ob- servaba atenta, con una mezcla de curiosidad y simpatia. —Disculpa —dijo, enderezandose y pasan- do los dedos por la cabellera desgrefiada—. Me anduve quedando dormido. —No te preocupes —dijo ella—. Te mira- ba porque tengo la sensacién de que nos conocimos antes. —A mi también me parece conocerte —dijo Renato, quizds por gentileza—. ;De donde eres? —Valparaiso... Playa Ancha. Lf HUMO DE TRENES —Justo donde yo voy. Vengo desde Puer- to Montt, gconoces? —Estuve una vez. Un amigo me llevé a comer ostras a Angelmo —se le llenaron los ojos de dul- zura—. {Nos habremos conocido durante ese viaje? —Puede ser. Yo me dedico al dibujo. Y a la pintura, pero mas al dibujo. —Qué envidia. Como me gustaria saber di- bujar. —Y por eso voy a Valparaiso. Me pidieron que ilustre un libro de cuentos con bocetos del puerto. Los cerros, la gente, los bares, las... chi- cas de la noche. Renato la miré a los ojos. Grandes y de lu- minoso verde, movedizos. Tenia también una nariz casi perfecta y labios himedos, ligeramen- te teftidos, llenos de vivacidad y gracia. El cuello era terso y delicado, con un discreto lunar a la derecha. No habia detalle que a dl se le pudie- ra escapar. Cuando un lugar o una persona le atraian, ponerle la vista encima era igual a es- tarlo ya dibujando, como si en lugar de ver con los ojos, viera con el lapiz 0 con el carboncillo. De cuerpo, la muchacha parecia mds bien del- gada. Unos yins curiosamente pasados de moda impidieron a Renato completar la imagen de su figura apreciando la forma de las piernas. 50 POLI DELANO: —,Me harias un retrato? —pregunt6 ella. —Te lo estoy haciendo ya... Claro que si, te lo haria volando. —Y crees que podrias dibujarme de me- moria? Fl la recorri6 entera de otra mirada, tratando de medir, determinar si esa encarnacién del en- canto no seria demasiado desafio para su pulso. —Si! —respondié después del examen, que ella soport6 risuefia y segura de si misma—. Podria. Definitivamente si podria. Pero por su- puesto prefiero hacer el dibujo con la modelo al frente. Luego conversaron como viejos amigos, del mar, los mariscos, las caletas, los funiculares, el viento, los barcos, cada una de las cosas que hacian de Valparaiso, segtin ella, uno de los mejores puertos del planeta. El tren cruz6 més rapido que nunca las re- giones nubladas y el joven pintor se atoré con la idea de que ya estaban llegando. Al despedirse en el andén, entre risuefia y misteriosa, ella le dijo: —No pasaré mucho tiempo sin que nos vol- vamos a encontrar. —Ojala —dijo Renato, mientras la chica se esfumaba ya a paso rapido rumbo a la salida. HUMO DE TRENES 54 Don Gaspar y la sefiora Isolina le ensefia- ron a Renato su habitacidén en el segundo piso de la antigua casona de Playa Ancha. Una me- sita de noche, una cama y una ventana mirando al mar, ahora agitado por un ventarr6n que les sacaba gemidos a las ramas de los Arboles de un pequefio cementerio enfrente. Le ensefiaron su bafio y le sugirieron que descansara un rato. Dentro de poco lo llamarian para la cena y de seguro tendrian muchas preguntas que hacerle acerca de Nico y Sofia, a quienes llevaban por lo menos diez afios sin ver. Cuando la pareja salid del cuarto, Renato se tendié sobre la cama y nuevamente lo an- duvo derrotando el suefio, hasta que entre sibilantes lamentos de las arboledas y la furia de las olas, un grito desde abajo se abri6 paso. “SA comer, a comer!”, decia la sefiora Isolina. Frente al espejo, mientras la peineta orde- naba sus cabellos, el joven pintor tuvo la sensacién de que todo iba muy bien y sonrid. Bajando él y subiendo ella las crujientes es- caleras de tabla, se detuvieron al cruzarse, mirandose a los ojos, él sin poder mas de asom- bro, ella con su mohin de burla. —{No te dije que nos veriamos pronto? ;Por qué te asombras tanto? 52 POLI DELANO. —wNunca pensé que pudiera ser tan... tan pronto. Ni tampoco se me ocurrié que pudiera ser aqui. Lo bueno es que ya no tendré que di- bujarte de memoria. Ella sonri6 y siguié su camino escaleras arriba. Renato se sorprendié al ver sdlo tres pues- tos en la mesa, pero por prudencia prefirid no hacer preguntas. Con apetito y placer fue sa- boreando las delicias de un “caldo marinero”, y respondiendo las preguntas acerca de sus pa- dres, relatando sus planes y mirando con mucha frecuencia hacia la puerta del comedor. —Pareces preocupado —dijo la sefiora Iso- lina. —Sé6lo me preguntaba si la seforita que esta arriba no bajaria a comer. —La sefiorita? —dijo la sefora Isolina. —La que esta arriba. —jLa que esta arriba? —dijo don Gaspar—. Oiga, Renato, usted bromea. Arriba no hay nin- guna sefiorita. A menos que la haya traido usted mismo en la maleta. —Rid de su propio chiste y repitic—: jA menos que usted mismo la haya traido en la maleta! —Pero si nos acabamos de cruzar en la es- calera —dijo Renato—. Tal vez ustedes no la sintieron llegar. POLI DELANO la sefiora Isolina mir6é a don Gaspar con una sospechosa expresién de complicidad y ambos observaron luego al joven pintor mas o menos como si su cabeza anduviera fallando. —Nos encontramos en el tren —dijo él—, y conversamos durante buena parte del viaje. Solo que en la estacién nos separamos, ya que los dos ignoraébamos que venfamos al mismo lugar. Ahora esta en el piso de arriba. Los ojos de la sefiora Isolina parecieron po- blarse de sombras. Don Gaspar y ella se miraron con la respiracién entrecortada y él le tomo de- licadamente la mano. Los arboles del cementerio seguian aullando al paso del vendaval marino. —Aqui no vive nadie mas, Renato —dijo don Gaspar—. La vieja y yo, nadie mas. —Oiga, don Gaspar, no estoy loco. Voy a subir a buscarla. —Espera —dijo la sefiora Isolina—. ;Como qué edad tendria esa joven? —Unos veinte anos. —(Podrias dibujar su rostro? Sin pensarlo por segunda vez, Renato res- pondi6 que si, categérico y sonriente. Sacé del bolsillo su lapiz y la inseparable libreta de bos- quejos, sonri6 con mucha felicidad, cerré los Ojos, apretandolos con fuerza, y cuando volvid HUMO DE TRENES 55 a abrirlos empez6 a rayar sin retrocesos, a tra- zo firme, hasta que fueron emergiendo nitidas y en su lugar las facciones de esa misteriosa compafiera de viaje, sus ojos risuefios, la expre- sin ligeramente irénica de su boca, su menton oval partido al medio, la delicadeza de su cue- Ilo y hasta el pequefio lunar. —jiDios mio, es Shenda! —grit6 la sefiora Isolina, desmoronandose sobre la alfombra. —Si —dijo don Gaspar, después de acomo- dar a su esposa en el sofa—. Es Shenda. —Se habia puesto muy serio, pdlido, y el temor es- capaba a raudales de sus pupilas—. La hija menor que se nos fue hace justamente cinco afios, de un ataque, cuando regresaba de San- tiago en el expreso. Habia viajado a ver a su novio. El joven pintor miré con tristeza el dibujo que sus manos y su amor acababan de crear y dijo en voz muy baja, como sélo para si: —Hola, Shenda. Los ojos y los labios de ella se unian en una sola burla incrustada de ternura. Gabriel tenia una sonrisa encantada y se vio obli- ado a admitir ante su vecina que de ahi en adelante 56 POLI DELANO creeria en fantasmas a pie juntillas, Pero se nego ter- minantemente a pagar la historia con otra historia. —Es tu turno —le habia dicho la seflora—. Nada de trampas. —No puedo. Nunca seria capaz de contarle algo tan bonito. Pens6 por un momento en narrarle la historia de Sibila, pero no se animo. 2Y la de la tarde en que se hizo valiente? —Fue un acuerdo, nifio, tienes que cumplir. —Hagamos un trato: le cambio la historia por un solo de clarinete. —Quiero una historia —dijo ella. —Bueno le voy a contar como me hice valiente. —Asi me gusta. Y después, si quieres, el clari- nete. —Oye, mariquita —escucha Gabriel que le di- cen cuando va a pasar por donde se encuentra el grupo de nifios que se reine siempre frente a los juegos electrénicos. No es primera vez que se lo di- cen y él sabe que tarde o temprano tendra que pelear, porque ya lleva dos afios en la ciudad, y sabe también que ésta es una ciudad de duelos. Piensa que tal vez ahora sea el momento, pero otra cosa que aprendié, porque su papa a diario se la ense- i 2 . a i I HUMO DE TRENES 57 fia, es que todo hay que planearlo, que si se pelea es para ganar y no para perder. Varias veces se ha tenido que tragar la humillaci6n y una tarde su pa- dre hasta le dijo que no fuera tan “gallina”, que se defendiera, que nunca se dejara insultar. —Mira, Pepe, qué divertido camina —dice otro del grupo—. {No te parece que camina divertido? —Si —dice Pepe— y qué bien luce su flaman- te chaqueta de cuero, ;verdad? —Si, de veras luce muy bien. ;Para dénde vas, “rubiecita”?, gno me quieres dar un beso? Los nifios se rien y ahora si Gabriel decide que es el momento preciso y da un salto hacia el lado, cayendo sobre el pequefio cabecilla del grupo. Se golpean duro, los golpes Ilueven a lado y lado, se trenzan en una lucha sin cuartel, mientras los de- mas hacen ronda y lanzan rugidos entusiastas diciendo: “Matalo, Pepe, mandalo de una vez al in- fierno, partesela, Pepe, sacale la mugre”. Pero Gabriel a pesar de la espuma en la boca y del su- dor que lo quema, va poco a poco sintiéndose lleno de jubilo triunfante, porque en verdad es él quien se la esta sacando a Pepe. Con Gabriel no se jue- ga, chicos. A Gabriel nadie le va a andar diciendo “mariquita”. Por algo tiene un padre que se las sabe de to- das todas y que cada domingo le ensefia a pelear, a 58 POLI DELANO defenderse, a dar golpes como se debe y a esqui- varlos cuando vienen. Gabriel, que ya sabe pelear y que va con cha~ queta de cuero, tiene al “campeon” Pepe arrinconado™ contra el tronco 4spero de un Arbol y esta retirando su brazo dispuesto a descargar con toda su alma el, golpe definitivo para que termine ya la pelea. Los” otros chicos siguen gritando “jdale, dale!” cuando se produce la descarga, pero Pepe retira oportunamente la cabeza, y los nudillos de Gabriel se hacen trizas en la corteza, salpicandola de sangre. Vuelven a tren= zarse en un choque seco y pesado que los hace caer al suelo y rodar hasta el medio de la calle, donde un automovil alcanza a frenar antes de arrollarlos. — —jChiquillos de mierda! —grita el conductos cuando arranca de nuevo. Gabriel esta montado sobre Pepe y en ese mo- mento se levanta, y se levanta también Pepe y los dos alcanzan la acera, jadeando. j —jSe la diste buena, Pepe! —exclaman los de mas nifios. —No —dice Pepe—, eso no es justo. La ver dad es que él me la dio buena a mi. ; Le estira la mano a Gabriel para indicarle que ya es uno de ellos, que puede entrar al grupo, qué es el mejor, que no le diran mas “mariquita” ni esas cosas. Gabriel le pasa la mano izquierda y se daa HUMO DE TRENES 59 un apreton. La derecha la tiene envuelta en un pa- fuelo empapado de rojo. Después se despide de los otros y sigue su camino. Va adolorido, sudoroso, agotado. Pero va también contento, triunfante. Po- dra decirle al papa que ahora si la supo hacer y se hizo hombre, que vea ese pufio pelado hasta el hue- so, que escuche la historia de una pelea. Y el viejo tendra que sentirse orgulloso esta vez. —Muy bien —dice la sefiora—. Cumpliste y tu historia me gust6. CUATRO El viejo de la barba blanca parecié alegrarse cuando vio llegar a Gabriel al mismo escafio donde otras tardes se habian encontrado. —Vamos, vamos, cabrito, bienveni- do a esta plaza Ilena de hojas secas = y caca de palomas; estaba ya por creer que te habias perdido para siempre en alguna trampa de este mundo. —Es que fui al norte, de vacaciones... En tren. —Y cémo lo pasaste? Hay cosas lindas alla en el norte: los colores del desierto, las formas de las Playas. Y los trenes, para qué decir, un universo ro- dante. Tuviste suerte de viajar en tren. —Lo pasé muy bien. Claro que en los viajes Siempre ocurren cosas. Usted debe saberlo. Primero le cont6 en una buena hora de con- Versa todos los pormenores de su jornada, sus primas

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