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DEBERES PARA CON LA SAGRADA EUCARISTÍA.

EL AMOR (4)
¿Cómo puede el amor eucarístico de Jesús llegar a ser el principio de la
vida del adorador y su virtud dominante?
San Pedro Julián Eymard, Apóstol de la Eucaristía

HORA SANTA
Iglesia del Salvador de Toledo (ESPAÑA)
Forma Extraordinaria del Rito Romano

 Se expone el Santísimo Sacramento como habitualmente.


 Se canta 3 de veces la oración del ángel de Fátima.
Mi Dios, yo creo, adoro, espero y os amo.
Os pido perdón por los que no creen, no adoran,
No esperan y no os aman.

Lectura del Santo Evangelio según san Juan 13, 115

Antes de la fiesta de la Pascua, sabiendo Jesús que había llegado la hora de pasar de
este mundo al Padre, habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó
hasta el extremo.
Estaban cenando, ya el diablo le había metido en la cabeza a Judas Iscariote, el de
Simón, que lo entregara, y Jesús, sabiendo que el Padre había puesto todo en sus
manos, que venía de Dios y a Dios volvía, se levanta de la cena, se quita el manto y,
tomando una toalla, se la ciñe; luego echa agua en la jofaina y se pone a lavarles los
pies a los discípulos, secándoselos con la toalla que se había ceñido.
Llegó a Simón Pedro, y éste le dijo: - «Señor, ¿lavarme los pies tú a mí?»
Jesús le replicó: - «Lo que yo hago tú no lo entiendes ahora, pero lo comprenderás
más tarde.»
Pedro le dijo: - «No me lavarás los pies jamás.»
Jesús le contestó: - «Si no te lavo, no tienes nada que ver conmigo.»
Simón Pedro le dijo: - «Señor, no sólo los pies, sino también las manos y la cabeza.»
Jesús le dijo: - «Uno que se ha bañado no necesita lavarse más que los pies, porque
todo él está limpio. También vosotros estáis limpios, aunque no todos.»
Porque sabía quién lo iba a entregar, por eso dijo: «No todos estáis limpios.»
Cuando acabó de lavarles los pies, tomó el manto, se lo puso otra vez y les dijo: -
«¿Comprendéis lo que he hecho con vosotros? Vosotros me llamáis "el Maestro" y "el
Señor", y decís bien, porque lo soy. Pues si yo, el Maestro y el Señor, os he lavado los
pies, también vosotros debéis lavaros los pies unos a otros; os he dado ejemplo para
que lo que yo he hecho con vosotros, vosotros también lo hagáis.»
¿CÓMO PUEDE EL AMOR EUCARÍSTICO DE JESÚS LLEGAR A SER
EL PRINCIPIO DE LA VIDA DEL ADORADOR Y SU VIRTUD
DOMINANTE?1
Para lograr este felicísimo resultado nos es de todo punto necesario, en primer
lugar, convencernos íntimamente de que la sagrada Eucaristía es el acto supremo
de amor de Jesucristo para con sus hombres; y en segundo lugar, persuadirnos
íntimamente de que el fin que se propuso el Salvador al instituirla fue conquistar
a todo trance el amor de los hombres.

1.º Para comprender el amor supremo de Jesucristo, al legarnos la Eucaristía


basta considerar la definición misma de este admirable Sacramento. La Eucaristía
es el sacramento del cuerpo, de la sangre, del alma y de la divinidad de nuestro
Señor Jesucristo bajo las especies o apariencias de pan y de vino. Es la posesión
verdadera, real y sustancial de la adorable persona del redentor. Es la Comunión
sustancial de su cuerpo, sangre, alma y divinidad; en suma, de todo Jesucristo; es
el sacrificio del calvario perpetuado y representado en todos los altares en
continua inmolación mística de Jesucristo.
Dice santo Tomás que la Eucaristía es la maravilla de las maravillas del
Salvador. “La Eucaristía –dice el mismo doctor, en otra parte– es el don supremo
de su amor, porque en ella da todo lo que es y todo lo que tiene”.
En la Eucaristía, dice el concilio de Trento, agotó Jesucristo todas las riquezas de
su amor para con los hombres (Sess. XIII, c. 2).
La Eucaristía es el límite supremo de su poder y de su bondad, añade el doctor
angélico.
Finalmente, los santos Padres llaman a la Eucaristía la extensión de la
encarnación. Mediante ella, dice san Agustín, se encarna Jesucristo en manos del
sacerdote, como en otro tiempo se encarnara en el seno sin mancilla de la virgen
María.
Y asimismo, por medio de la Comunión, Jesucristo se encarna en el alma y en el
cuerpo de cada fiel, pues tiene dicho: “Quien come mi carne y bebe mi sangre
mora en mí y yo en él” (Jn 6, 57).
¿Puede obrar mayores maravillas el amor? No, no; Jesucristo no puede darnos
nada más preciado que su misma persona.
Por ello, cuando se estudia y se comprende el amor eucarístico de Jesucristo
queda uno asombrado. Esto le hacía decir a san Agustín: Insanis, Domine; Señor,
vuestro amor al hombre os ha vuelto loco.
El cristiano que medita continuamente el misterio de la sagrada Eucaristía siente
un apremiante sentimiento semejante al de san Pablo ante la cruz: Charitas

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Deberes para con la sagrada Eucaristía. El adorador debe amar, servir, honrar y glorificar con todo celo la santísima Eucaristía.
CAPÍTULO PRIMERO. Del amor a la Eucaristía. (Continuación)
Chistri urget nos –Porque el amor de Cristo nos apremia (2Co 5, 14). Para lo cual
basta considerar los sacrificios que le ha costado la Eucaristía.
Sacrificios en su cuerpo, que, apenas resucitado, glorioso y triunfante, comienza
su esclavitud bajo los velos del Sacramento, viéndosele privado de su libertad, de
la vida de sus sentidos e inseparablemente unido a la inmovilidad de las especies
eucarísticas.
Jesucristo se ha constituido en su Eucaristía el prisionero perpetuo del hombre
hasta el fin de los siglos.
Sacrificio de la gloria de su cuerpo; un milagro permanente; Jesús oculta
perpetuamente su cuerpo glorioso, el cual se ve en la Eucaristía más humillado y
anonadado que lo fue en la encarnación y en la pasión. Al menos entonces
aparecían a los ojos de todos la dignidad del hombre, el poder de la palabra y los
encantos del amor, en tanto que aquí todo está oculto y velado, sin que podamos
ver otra cosa que la nube sacramental que nos encubre tantas maravillas.
Sacrificios en su alma. –Por la Eucaristía Jesús se expone indefenso a los insultos
y agravios de los hombres; el número de los nuevos verdugos sería inmenso.
Su bondad será desconocida y aun menospreciada por muchísimos malos
cristianos.
Su santidad será vilipendiada por innumerables profanaciones y sacrilegios
llevados a cabo muchas veces por sus mejores hijos y amigos. La indiferencia de
los cristianos le dejará desamparado en la soledad del sagrario, rehusará sus
gracias y abandonará y despreciará la misma Comunión y el santo sacrificio de
los altares.
La maldad del hombre llegará hasta negar su adorable presencia en la Hostia,
hasta pisotearlo y arrojarlo a animales inmundos y entregarlo a los artificios del
demonio.
A la vista de esta monstruosa ingratitud del hombre, Jesús debió sentirse turbado
y perplejo por unos momentos antes de proceder a la institución de la Eucaristía.
¡Cuántas razones le disuadían de la obra que proyectaba! Pero la que más fuerza
le hacía era, sin duda ninguna, esta nuestra ingratitud. ¡Qué vergüenza para su
gloria tener que vivir entre los suyos como un extraño y un desconocido y verse
obligado a huir y buscar hospitalidad entre paganos y salvajes! ¡Cuán triste es la
historia de esta ingratitud, que destierra cruelmente a la divina Eucaristía! El
mahometismo ha arrojado a Jesucristo de Asia y de África e invade parte de
Europa. El protestantismo ha profanado los templos de Jesucristo, ha derribado
sus altares, destruido sus tabernáculos, despreciado su sacerdocio y renegado de
él.
El deísmo, consecuencia necesaria del protestantismo, ha hecho al hombre
indiferente frente a Dios y a Jesucristo. Ya no tiene el hombre más vida que la de
los sentidos: es un hombre animal, terrestre, sensual. Tal es la última forma de la
herejía y de la impiedad.
Ahora bien, ante cuadro tan triste y desolador, ¿qué hará el corazón de Jesús? ¿Se
dejará vencer su amor por no poder triunfar del corazón humano? ¿Dejará de
instituir la Eucaristía, ya que ha de resultar inútil?
No; antes al contrario, su amor triunfará por encima de todos los sacrificios. “No
–exclama Jesús–; nunca podrá decirse que el hombre puede ofenderme más de lo
que yo puedo amarle. Lo amaré mal que le pese; lo amaré a pesar de su ingratitud
y de sus crímenes; Yo, que soy su rey, esperaré su visita; Yo, que soy su dueño,
le ofreceré primero mi Corazón; Yo, que soy su Salvador, me pondré a su
disposición; Yo, su Dios, me daré entero a él para que él se me dé también
entero; y, por mi parte, puedo darle junto con mi amor todos los tesoros de mi
bondad y toda la magnificencia de mi gloria, a fin de que Yo reine en él y él reine
en mí”.
“Aun cuando no hubiera más que unos cuantos corazones fieles, aun cuando no
hubiera más que un alma agradecida y generosa, tendría por compensados todos
los sacrificios. Por esa sola alma instituiré la Eucaristía y reinaré como Dueño
siquiera en un corazón humano”.
Y entonces instituye Jesucristo el Sacramento adorable de excesivamente
generosa caridad. Su amor triunfa de su mismo amor, ya que este Sacramento no
es tan sólo el acto supremo de su amor, sino también el compendio de todos sus
actos de amor y el fin de todos los demás misterios de su vida; para llegar a la
Eucaristía murió en la cruz con el objeto de proporcionarnos, como dice san
Ligorio, a los sacerdotes una víctima de sacrificio, y para los fieles la carne de
esta víctima divina; y como dice Bossuet, hacerlos participar de la virtud y del
mérito de su oblación.
Más todavía. La Eucaristía no es únicamente el fin de la encarnación y de la
pasión, sino también su continuación. Bajo la forma de Sacramento, Jesús
continúa la pobreza de su nacimiento, la obediencia de Nazaret, la humildad de
su vida, las humillaciones de su pasión y su estado de víctima en la cruz.
Asimismo perpetúa su sepultura en el estado sacramental, pues las sagradas
especies son como el sudario que envuelve su cuerpo, el copón es su tumba y el
sagrario su sepulcro. Tan sólo la gloria de la resurrección y el triunfo de la
ascensión no aparecen sobre el altar del amor.
La Eucaristía es, por tanto, el don regio, el acto supremo de Jesucristo en favor
del hombre. Entre los dones de Jesucristo, la Eucaristía es lo que el sol entre los
astros y en la naturaleza. Por medio de ella sobrevino y se perpetúa Jesús para ser
entre los hombres como un sol de amor.

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