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m2 —A lo mejor va por la nevera —Ie su- surré a Dani. Ninguna nevera salt6 por la ventana. Se abri6 la puerta de la casa y aparecié la mujer, los brazos abiertos, realmente afligi- da. Cuchilla fue a ella, 0 cayé en ella, y los vimos trastabillar, sin dejar de abrazarse. —Amot —decfa ella—. Amor. —Amor—replicaba Cuchilla—. Amor. Ambos eran esa tinica palabra, amor, un millén de veces repetida, hasta que la mujer cerré la puerta. Dani se eché en su cama, furioso. Y pas6 el tiempo. Y Ileg6 el suefio. —Debiste mandarlo al infierno —de- cia Dani, en el instante mismo que nos dormiamos. Sexto asalto Es jueves y a Dani se le ocurrié la idea de un dolor de muelas. Me tomé por sorpresa. Vino mama a indicarme que de- berfa ir solo al colegio porque se llevarfa a Dani con el dentista. Y no habfa manera de que también yo tuviera otro dolor de muelas para lograr esa felicidad: no ir al colegio. “iPor qué —pensé— no quiere it Dani al colegio”, y conclut: “Por miedo. Hay clase de historia. Teme que el Cuchi- Ila se haga cargo de él, como conmigo”. —Dani —le dije, a solas—: Cuchilla no te hard dafio. Anoche quedamos de 14 amigos. Me pidi6 perdén, imaginate. Me dijo: “No cuentes a nadie nada, y amigos”. Vamos al colegio, qué dolor de muelas de mentiras, yo sé que no es cierto. Mama no nos ofa. —Cuchilla es traicionero —dijo Da ni—. Te dijo una cosa, borracho, y otra te dird en sus cabales. Yo no confio en él. Las palabras de Dani, serias, como las de un adulto, me hicieron pensar. Podia tener razén, Dios. Mejor la cautela, Segut oyéndolo: —Mi dolor de muelas es cierto. Des- de hace un afio las muelas se me caen a traicién. —Claro, por eso comes tan répido — le dije—, y destapas las gaseosas con los dientes. Yo te he visto, dentadura de caba- Ilo, no mientas. Acompéfiame sin miedo. —No voy —dijo—. No quiero al Cu- chilla, hoy. No lo resisto. Tal vez la sema- na préxima, cuando le cuente a papé lo que sucede. Quiero que papé le casque. —Pap4 no nos cree. Le da la raz6n al profe, —Le voy a contar al mundo que ese Cuchilla es un borracho, que su mujer lo jala de la natiz. —Quédate. Allé vi. Salf esa mafiana solo, con mis cuader- nos y libros, padeciendo la més grande envidia por Dani, mi hermano feliz: sin colegio, jueves de vacacién, para él, uf, iqué tal un jueves para mi? Acabarfa con el Montecristo, me darfa un paseo por el parque, la cancha para mf, los érboles sin nifios, los drboles solos, como yo. Iba a la autopista y me detuve. Di me- dia vuelta. Fui al parque y me senté en el columpio, solo. Por las orillas vi pasar a varios borregos, de distintos colegios, apresurados. A muchos los recogta el bus; otros buscaban con afén su bus particu- Jar; algunos viajaban con su chofer; en fin, me distraje: cualquiera de ellos podia ser yo, la cara al viento, aterido, responsable. Volé el tiempo. Ahora me distrafan las se- fioras de casa, con sus bebés y sus charlas interminables, en direccién al mercado. Alrededor del parque, en todas las casas, los jardineros felices, los jardineros en los jardines, rostros tranquilos, camisas abier- tas al sol. Qué maravilla ser jardinero. Claro, ninguno de ellos debfa ir al colegio, pensé. Serfan las diez de la mafiana cuando 6 me agoté del mundo y decidf volver a casa yrresignarme al castigo de mamé: qué dia- blos: a fin de cuentas también yo necesi- taba que revisaran mis muelas. Nada se perderfa Iba por la mitad de mi cuadra cuando vi que Dani salia de casa, sin mama. Aca- so lo enviaban a la tienda. No. Dani atra- vesaba la calle, despacio, como arrepen- tido de caminar, la cara puesta en la casa de enfrente. Me remecf de estupor. Dani avanzaba a casa del Cuchilla. Y levaba algo en las manos. Su perfil me caus6 risa: como si rezara, Era tanto su arrobamiento que no reparé en mi presencia, a seis pa- sos, a cinco. A cuatro. A tres. A dos. No me descubria el muy bestia. No di crédito. Pobre Dani. Seguia enamorado. iCudnto dura eso? Llevaba en sus manos su pato Donald, 0 la cabeza de mujer que él crefa una ca- beza de mujer, la cabeza de la vecina, y, ademés, una naranja. La mismisima naranja que yo recomen- dé que regalara a la vecina, para presen- tarse. Haba seguido mi consejo al pie de la letra. Pobre Dani. Un paso cerca de ély no me determiné. Levitaba. Estuve a punto de estirar mi bra- 20 y tocarlo, pero lo dejé hacer, épor qué no? Lo segut hasta la puerta de la vecina, ©, mejor, lo seguf nada menos que hasta la casa del mismo Cuchilla. Fui un gato, sin tuido a sus espaldas. Cudnto amor en tus ojos, Dani, para que no me determinaras. Ah, bandido: fingiste el dolor de muelas, no por temor a Cuchilla, sino por llevarle a su mujer una naranja y una cabeza de pato Donald. Quién iba a pensarlo, Dani, el primer enamorado. Golpe6 a la puerta, tan débil que ni él mismo escuch. Estuve a punto de golpear por él, hacerle ese favor. Golpes mAs fuer- te, of perfectamente cémo tragé saliva, y luego aire, y vi cémo sus manos cubrieron con toda su fuerza la cabeza de madera y la naranja ombligona. La puerta se abrié, por fin. La mujer en piyama, un perfume de nardos nos rodeé al instante. Nos reconocié con una sonrisa. —Gemelitos —dijo. Dani se volvié a mf, enrojecido como un tomate. Pensé que iba a pegarme, pero 1 no, al contrario: parecié agradecer a Dios que me encontrara a su lado, en semejan- te trance. —Le traemos esto, de regalo —dijo Dani. —Pero qué encantos Su dulce vor nos conforté los énimos. No podré olvidar su voz, la gran alegria de su voz. Eta imposi- ble que la duefia de esa voz lanzara una guitarra por la ventana. Con toda razén no la tird. —Muchas gracias —dijo, observando con asombrada atencién la cabeza talla- da—. Qué mufeco tan lindo —afiadi6. Estuve a punto de reir. Ella no suponia que se encontraba acariciando su propia cabeza en madera, segtin Dani. En reali- dad, sus manos blanquisimas acariciaban el pato Donald, le daban vuelta a uno y otro lado, con suavidad. Era como si no entendiera dénde quedaba la cara y donde las orejas. Por fin desistié de su examen—: ¢Quieren pasar a tomar un refresco? iLes gusta la torta de vainilla? Guillermino, su profesor, no pudo ir hoy al colegio, y nos acompafara. Dani y yo nos miramos. Incresble: Cu- chilla estaba en la casa. Pero si Cuchilla 120 nunca falt6 a clase —pensamos en un se- gundo—, Cuchilla jamas se ausents. ‘Se morfa acaso? Dani y yo segufamos mirén- donos, sin atrevernos a nada, de nuevo mis palidos que la hoja que yo escribf con mi propia letra. Dios, estabamos muertos. Y ofmos la voz del Cuchilla, desde adentro: “Sigan, gemelos, itampoco pu- dieron ir al colegio?” y entonces soltamos al tiempo la carrera mas veloz de nuestras vidas, sin direccién fija, como si nos es- pantara el diablo. Nos detuvimos en, la porra, cuando los corazones ya no podian, pum, pum. Asalto final Ds de Santo Tomés. El colegio uniformado. Los peludos de tltimo aio arrojaban al hielo sus voces en coro; era un céntico esperanzado; la iglesia se estre- mecfa. Incienso en el aire. La comunién nos santificaba. El padre Acufia alumbra- ba debajo de su dorada sotana. Los profe- sores en primera fila, arrodillados. En mi- tad de sus cabezas, la descarnada figura de Cuchilla, rezando. Todos iguales, sefiores, ellos y nosotros, a los ojos de Dios. Después de la misa el tropel. Carrera de patinadores. Fatbol (el gran Dani jug6

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