Quinto asalto
—iVecinos! —gritd, de pié en el cen-
tro de la tarima.
Todos los borregos se contemplaron
admirados: ivecinos?, iqué era eso de ve-
cinos?, {estaba loco el Cuchilla?
—iVecinos! —volvié a gritar—. iAl
tablero!
De nuevo los borregos se deshicieron
en murmullos intetrogadores.
iNo vuelvo a repetirlo! —grité Cu-
chilla.
Tenfa las piernas separadas, y estaba
vestido de negro, mas delgado y afiladoque nunca. Su boca ancha sonreia, bri-
Tante. Los segundos palpitaban, lentisi-
‘mos.
Creo que Dani y yo nos incorporamos
al tiempo.
Pasamos al cadalso, en el silencio del
firfo. Los ojos del Pataecumbia me despi-
dieron acongojados, como si ya jam4s vol-
viéramos a vernos.
—Gemelos —dijo Cuchilla, con otra
yor, més suave, pero no por eso menos
pérfida—. Vecinos —afiadié—, gemelos,
gemelitos, mis querubines, quién lo iba a
creer. por fin los descubro. Qué par de an-
gelitos.
El curso pendfa de un hilo. Bueno, de
manera que los gemelos eran vecinos de
Cuchilla. 2Y qué?
Cuchilla descendié de su estatura, casi
que se arrodill6 ante nosotros. Su aliento
de enjuague bucal nos paraliz6 por entero,
como el aliento de las serpientes poco an-
tes de adormecerte y triturarte. Confieso
que yo estaba a punto de Horar. Dani era
un quejido, fo no, Dani? {Sto no?
St, sf.
Cuchilla no habl6: nos susurré a los
dos, para que nadie oyera, abrazado a no-
sotros, como cémplices, como si dispusié- *
ramos un plan de juego, nos susurré:
—iQuién de los dos escribe estas no-
tas?
Tenfa, en una de sus manos de alam-
bre, prensada, mi tiltima nota, de mi pufio
yletra.
Of, de inmediato, la timida voz de
Dani, su voz hecha agua, la voz de mi her-
‘mano, mi gemelo:
—EI, profesor.
Y su dedo tembloroso me indicaba.
Amt.
@&fo no, Dani? {Si fue asi?
Si, si.
—Siéntate, sapo —le susurr6 Cuchilla
a Daniel. «
Y quedamos solos Cuchilla y yo.
—iCémo dices que te llamas? —me
pregunt6, ahora gritando. No recuerdo
qué respondi. Supongo, claro, que debi
decir mi nombre. Pero todavia no sé si fui
capaz de decir mi propio nombre. El he-
cho era que no lograba escuchar bien a
Cuchilla, ni/escucharme yo. Un estruendo
de risotadas en todo el salon me sacudi6
un instante. Cuchilla acababa de poner-‘un apodo, y luego otro, y més apodos,
seguidilla, apodos que tenfan que ver
mis grandes orejas, mi mirada ador-
ecida, mi modo de levantar la cabeza
‘0 bajarla, mi modo de respirar, hablar y
‘eallar y vivir y morir. Toda la hora de cla-
se fui victima del Cuchilla, y no dije una
labra. No sonref, como otros borregos
cuando Cuchilla los hacfa victimas, pero
tampoco Horé. Simplemente lo miraba
ante mf, gesticulando apodos como cario-
nazos. Finalmente, me puso tantos apodos
que no me quedé con. ninguno. Veia su
boca moverse, sin oftlo, Creo que hasta
me olvidé de él, por un instante. Me sen-
tia fatigado, y hoy me parece que también
Cuchilla se desmoronaba ante mi, exhaus-
to de estigmatizarme. Creo que se asom-
braba progresivamente de mi silencio, de
no mostrar en la cara nada de lo que me
ocurrfa por dentro. Aquella fue una sefio-
ra experiencia, sefiores. Cuando Cuchilla
me ordené que regresara a mi pupitre, yo
no ofa nada. Sélo vefa rostros riéndose sin
sonido. Alguien me dio una palmada en
los hombros, y no repliqué. Me dejé caer
en mi silla como si me derrumbara. Ese
miércoles, recuerdo, la clase de Cuchilla
era la dltima de la mafiana, antes del re-
creo. Debié sonar el timbre, porque todos
los borregos trotaron lejos del salén.
Qued6 conmigo en la clase, tinicamen-
te, Pataecumbia, 0 sus ojos inmensos in-
dagandome.
No entendf qué me decia. Pero agrade-
c{su presencia, Solo después de escuchar-
lo repetir muchas veces la misma frase,
pude entenderlo. Me convidaba a comer
rosc6n y gaseosa.
—Yo pago —dijo.
Parecfa a punto de llorar.
—Tranquilo, Patita Ie dije.
Para mi propia sorpresa, mi voz no tem-
blaba. Me sentia duro, durisimo, de pie-
dra. Y le dije:
—Sélo tienes que cantar este viernes.
Me dejé solo, para no verme llorar, o
para que yo no lo viera.
Y por primera vez, ese miércoles, Dani
y yo regresamos a casa por diferentes ca-
minos.
—Perdéname Sergio.
—Por qué, Dani.
—Por sapo.
—Cusl sapo. El tinico sapo es Cuchilla.
408—Perdéname.
—Listo. Perdonado.
Le hice la sefial de la cruz en la cabe-
2a, como un curita, como si lo confesara,
Y Nos reimos, Eran las nueve o diez de la
noche. Hasta ese momento ninguno de
los dos nos habfamos dirigido la palabra:
pero entonces Dani se llegé al cuarto de
un empuj6n, intempestivo. Yo me en-
contraba leyendo en la cama. Dani abrié
la puerta de sopetén, me miré y me dij
“Perdéname”, y ocutrié lo que ocurrié,
hasta que reimos.
Fue el destino:
Lleg6 mamé al cuarto y me dijo, me lo
dijo a mf, que estaba leyendo en la cama,
no se lo dijo a Dani, me lo dijo a mf:
—Corre a la tienda. No hay huevos ni
pan ni chocolate. Estoy en las nubes.
Me extendié unos billetes y la lave de
la casa,
—Corre a la tienda, que cierran.
Ni modo. Cerré el Montecristo y salf
al frio, la noche. La tienda, como todas
las tiendas del mundo, quedaba en la es-
quina. La divisé todavia abierta, gracias a
Dios. Me eché una carrera. Compré el de-
sayuno del jueves y salf, ya sin prisa. Miré
en derredor: en plena esquina de la tienda
de la esquina, sentado en un muro blanco,
habfa un hombre completamente doblado
sobre si: de un momento a otro podia caer
de cabeza, seguro. Tenia una botella en
la mano temblorosa. Pero antes de caet
i, dejo caer la botella, que no se rompié.
Se oy6 el Kquido regéndose a borbotones.
Me detuve a su lado. Claro. Era Cuchilla.
Vi que abrfa un ojo, mixindome con es-
fuerzo.
—Joven —dijo sin reconocerme—, in-
diqueme el camino, yo busco... iqué bus-
co? Una casa... una mujer...
No pude entender més. Hablaba en je-
rigonza, otro idioma, Una especie de bar-
boteo inverostmil. Comprendf que inten-
taba dar la direccién de su casa. Hablaba
de un taxista negligente que lo arrojé en
esa esquina.
Yo segui mi camino.
Sin embargo, no pude entrar en mi
casa.
No.
Wor qué no?
Vi que en casa del Cuchilla, asomada
a la ventana, la mujer esperaba. Era un108
rostro quieto, pasmado. La luz eléctrica
de los postes la iluminaba. No parecfa re-
parar en mi presencia. Me ignoraba. Dejé
el desayuno del jueves ante mi puerta, y
regresé con el profe Cuchilla. Ahora lo
encontré bocabajo completamente estira-
doenel andén, como si durmiera. Pero no
dormta, se arrastraba.
—Profesor —Ie dije.
A la sola mencién de esa palabra, el
Cuchilla se sacudis, eléctrico. Sus ojos se
abrieron, desmesurados. Con gran esfuler-
20 pudo sentarse. Era como si una gran
vergiienza lo enrojeciera.
—Gemelo —dijo—. Mi gemelito ven-
gador.
Y levanté el dedo indice. Iba a decir
algo importante, pero no dijo nada. El
dedo volvi6 a caer, abatido.
—Su casa queda hacia alla —le dije,
indicandole el camino.
Volvié a elevar el mismo dedo. Cruzé
las piernas.
—Joven —repitis.
Y luego, la voz mas triste que he oido
nunca:
—Perdéneme.0
Bueno, es la noche de los perdones,
pensé.
Segui oyéndolo:
—No cuentes a nadie nada, y amigos,
ist?
Levanté el brazo. Ayudé a que se incor-
porara. Increfble, no pesaba. Parecfa una
pluma. Creo que pude Hevarlo cargado,
pero no fue asf. Dos casas antes de llegar a
su casa se sacudié. “Debo llegar yo solo”,
me dijo. “Tengo que llegar solo. Gracias”.
Parecfa un milagro: empez6 a caminar
derecho, erguida la cabeza, firmes los pa-
sos uno detrés de otro.
Dios, su mujer lo aguardaba.
Entré en mi propia casa, como un
tayo. Dejé el desayuno en la mesa y sub{
corriendo las escaleras. Mama ya estaba
acostada,
—iTodo bien?—me pregunté desde el
lecho.
—Todo —y seguf derecho a mi habi-
tacién. Dani se empiyamaba. Se lo conté
todo, a susurros.
—Debiste mandarlo al infierno —me
dijo—. tPor qué lo llevaste a su casa?
—No sé, Dani. Te juro que no sé.
De un salto Dani apagé la luz. Abrimos
cuidadosamente la ventana y nos asoma-
mos. Sentado en su antejardin, Cuchilla
otra vez como un garfio doblandose deba-~
poreeueneren
—Amor —lo ofmos—. Déjame entrar,
vida mfa. Golondrinita herida, perdon.
—Espérate —dijo la mujer—. Voy a
pasarte algo.
Y desaparecié de la ventana.
“Lo va a lavar otra vez”, pensé admira-
do. Dani lo mismo:
—Uy, lo van a duchar.
Pero la mujer asomé sin ningtin cénta-
10 en las manos. Sf sefiores: en lugar de la
olla tenfa la guitarra del Cuchilla, y pare-
cfa que iba a arrojérsela.
—No —se lamenté el Cuchilla—. Con
la guitarra no.
Y se puso de pie, y se balanceaba. Su
voz se aclard, parecta despertar de la bo-
rrachera a pasos gigantescos.
—La guitarra no, amor —dijo—, la
guitarra no tiene la culpa. Si quieres tira-
me la nevera.
La mujer se qued6 estupefacta un se-
gundo. Después me parecié que sonreia.
Y desaparecié con todo y guitarra de la
ventana.m2
—A lo mejor va por la nevera —Ie su-
surré a Dani.
Ninguna nevera salt6 por la ventana.
Se abri6 la puerta de la casa y aparecié la
mujer, los brazos abiertos, realmente afligi-
da. Cuchilla fue a ella, 0 cayé en ella, y los
vimos trastabillar, sin dejar de abrazarse.
—Amot —decfa ella—. Amor.
—Amor—replicaba Cuchilla—. Amor.
Ambos eran esa tinica palabra, amor,
un millén de veces repetida, hasta que la
mujer cerré la puerta.
Dani se eché en su cama, furioso. Y
pas6 el tiempo. Y Ileg6 el suefio.
—Debiste mandarlo al infierno —de-
cia Dani, en el instante mismo que nos
dormiamos.
Sexto asalto
Es jueves y a Dani se le ocurrié la
idea de un dolor de muelas. Me tomé por
sorpresa. Vino mama a indicarme que de-
berfa ir solo al colegio porque se llevarfa a
Dani con el dentista. Y no habfa manera
de que también yo tuviera otro dolor de
muelas para lograr esa felicidad: no ir al
colegio. “iPor qué —pensé— no quiere it
Dani al colegio”, y conclut: “Por miedo.
Hay clase de historia. Teme que el Cuchi-
Ila se haga cargo de él, como conmigo”.
—Dani —le dije, a solas—: Cuchilla
no te hard dafio. Anoche quedamos de