WILLIAM BURNS
William Burns, de Ventura, California del Sur, le conté esta historia a mi amigo
Pancho Monge, policia de Santa Teresa, Sonora, que a su vez me la refirié a mi.
Segtin Monge, el norteamericano era un tipo tranquilo, que jamas perdia los nervios,
afirmacién que parece contradecirse con el desarrollo del siguiente relato. Habla
Burns:
Era una época triste de mi vida. El trabajo pasaba por una mala racha. Me aburria
soberanamente, yo, que antes nunca me aburria. Salia con dos mujeres. Eso si que lo
recuerdo con claridad. Una era mas bien veterana, de mi edad, y la otra casi una nifia.
Aunque a veces parecian dos viejas enfermas y Ilenas de rencor, y a veces parecian
dos nifias a las que sélo les gustaba jugar. La diferencia de edades no era tan grande
como para que se las confundiera con madre e hija, pero casi. En fin, ésas son cosas
que un hombre sélo puede suponer, nunca se sabe. El caso es que estas mujeres
tenfan dos perros, uno grande y otro pequefio. Y yo nunca supe cual perro era de cual
mujer. Por aquellos dias compartian una casa en las afueras de un pueblo de montafia,
un lugar de veraneantes. Cuando comenté con alguien, un amigo o un conocido, que
me iba a ir a pasar una temporada alli, éste me recomendé que levara mi cafia de
pescar. Pero yo no tengo cafia de pescar. Otro me hablé de almacenes y de cabaias,
una vida regalada, un descanso para la mente, Sin embargo yo no fui con ellas de
vacaciones, estaba alli para cuidarlas. ¢Por qué me pidieron que las cuidara? Segdn
dijeron, habia un tipo que queria hacerles dafio. Ellas lo llamaban el asesino. Cuando
les pregunté el motivo, no supieron qué decir 0 acaso prefirieron que sobre eso yo no
supiera nada. Asi que me hice una idea del asunto. Ellas tenian miedo, ellas crefan
que estaban en peligro, todo posiblemente era una falsa alarma. Pero yo no soy quién
para desmentir a nadie, menos cuando se trata de mi trabajo, y pensé que al cabo de
una semana ellas solas llegarian a esa conclusién. Asi que me fui con ellas y con sus
perros a la montafia y nos instalamos en una casita de madera y de piedra llena de
ventanas, posiblemente la casa con més ventanas que he visto en mi vida, todas de
distinto tamafio, distribuidas de forma arbitraria. Vista desde fuera, a juzgar por las
ventanas, la casa parecia tener tres plantas cuando en realidad eran sélo dos. Desde
dentro, sobre todo desde la sala y algunas habitaciones del primer piso, la sensacién
que producia era de mareo, de exaltacién, de locura. En la habitacién que me
asignaron sélo habia dos, y no muy grandes, pero una encima de la otra, la superior
hasta casi tocar el cielorraso, Ja inferior a menos de cuarenta centimetros del suelo.
La vida, sin embargo, era agradable. La mujer mas vieja escribia todas las mafianas,
pero no encerrada como dicen que es habitual en los escritores sino en la mesa de la
ebookelo.com - Pagina 69sala, sobre la que armaba su computadora portatil. La mujer més joven se dedicaba a
la jardineria y a jugar con los perros y a conversar conmigo. Generalmente era yo el
que preparaba la comida y aunque no soy un cocinero excelente ellas alababan los
platos que les ponia. Hubiera podido vivir asi el resto de mi vida. Un dia, sin
embargo, los perros se perdieron y sali a buscarlos. Recuerdo que recorri, armado
sélo con una linterna, un bosque que quedaba cerca, y que me asomé a los jardines de
casas deshabitadas. No los encontré en ningiin sitio. Cuando volvi a la casa las
mujeres me miraron como si yo fuera el responsable de la desaparicién de los perros.
Entonces dijeron un nombre, el nombre del asesino. Fueron ellas quienes lo llamaron
asi desde el principio. No les cref, pero escuché todo lo que tenian que decirme. Las
mujeres hablaron de amores escolares, problemas econémicos, rencor acumulado. No
me cabfa en la cabeza cémo ambas pudieron tener relaciones en la escuela con un
mismo hombre dada la diferencia de edades que existia entre elas. Pero més no
quisieron decirme. Esa noche, pese a las recriminaciones, una de ellas vino a mi
habitacién. No encendié la luz, yo estaba medio dormido, al final no supe quign era.
Cuando desperté, con las primeras luces de la mafana, estaba solo. Aquel dia decidi
ir al pueblo y visitar al hombre que ellas temian. Les pedi la direccién, les dije que se
encerraran en la casa y que no se movieran de alli hasta mi regreso. Bajé en la
fargoneta de la més vieja. Justo antes de entrar en el pueblo, en los terrenos baldios
de una antigua fabrica de conservas, vi a los perros y los Ilamé. Estos se acercaron
con expresién humilde y moviendo la cola. Los meti en el interior de la furgoneta y
rigndome de los temores que habia experimentado la noche anterior me dediqué a dar
una vuelta por el pueblo. Inevitablemente, me acerqué a la direccién que las mujeres
me proporcionaron. Digamos que el tipo se llamaba Bedloe. Tenfa un almacén en el
centro, un almacén para turistas en donde vendfa desde cafias de pescar hasta camisas
a cuadros y chocolatinas. Durante un rato me dediqué a curiosear entre las estanterfas.
EI hombre parecfa un actor de cine, no debfa de tener ms de treintaicinco afios,
fuerte, de pelo negro, y lefa el periédico sobre el mostrador. Iba vestido con
pantalones de lona y camiseta. El almacén sin duda era un buen negocio, est en una
calle céntrica transitada indistintamente por coches y tranvias. Los precios de los
articulos son elevados. Durante un rato me dediqué a examinar precios y mercaderfas.
Al marcharme, no sé por qué, senti que el pobre tipo estaba perdido. No habfa
recorrido mas de diez metros cuando me percaté de que su perro me seguia. Hasta ese
momento no me di cuenta de su presencia en el almacén, era un perro grande, negro,
posiblemente una mezcla de pastor aleman y otra raza. Nunca he tenido perro, no sé
qué demonios los mueve a hacer una cosa u otra, pero lo cierto es que el perro de
Bedloe me siguié. Por supuesto, intenté que el perro volviera al almacén, pero no me
hizo caso. Asi que me puse a caminar de vuelta a la furgoneta, con el perro a mi lado,
y entonces sentf el silbido. A mis espaldas, el almacenero silbaba llamando a su perro.
ebookelo.com - Pagina 70No volvi la vista atrés, pero sé que salié y que nos buscé. Mi reaccién fue automatica,
irreflexiva: intenté que no me viera, que no nos viera. Recuerdo que me oculté, el
perro pegado a mis piernas, tras un tranvia de color rojo oscuro, como sangre seca.
Cuando més protegido me sentia el tranvia se puso en movimiento y desde la otra
acera el almacenero me vio o vio al perro y me hizo sefias con las manos, algo que
podia significar que cogiera al perro o que ahorcara al perro o que no me moviera de
alli hasta que él cruzara la calle. Que fue exactamente lo que no hice, le di la espalda
y me perdi entre la multitud, mientras él gritaba algo asi como deténgase, mi perro,
amigo, mi perro. Por qué me comporté de esa manera? No lo sé. Lo cierto es que el
perro del almacenero me siguié décilmente hasta donde tenia aparcada la furgoneta y
apenas abri la puerta, sin darme tiempo a reaccionar, se metié dentro y no hubo
manera de sacarlo. Cuando me vieron llegar con tres perros las mujeres no dijeron
nada y se dedicaron a jugar con los animales. El perro del almacenero parecfa
conocerlas desde siempre. Esa tarde hablamos de muchas cosas. Empecé por
contarles todo lo que me habia sucedido en el pueblo, luego ellas hablaron de su
pasado, de sus trabajos, una fue maestra, la otra peluquera, ambas renunciaron a esas
ocupaciones aunque de vez en cuando, dijeron, cuidaban nifios con problemas. En un
momento indeterminado me descubri diciendo algo sobre la necesidad de vigilar
permanentemente la casa. Las mujeres me miraron y asintieron con una sonrisa.
Lamenté haber hablado de esa manera. Después comimos. Aquella noche yo no
preparé la comida. La conversacién languidecié hasta legar a un silencio sélo
interrumpido por nuestras mandibulas, por nuestros dientes, por las carreras de los
perros afuera, alrededor de la casa. Ms tarde nos pusimos a beber. Una de las
mujeres, no recuerdo cual, hablé sobre la redondez de la Tierra, sobre preservacién,
sobre voces de médicos. Yo pensaba en otras cosas y no le presté atencién. Supongo
que se referfa a los indios que antafto habitaron en las laderas de estas montafias. No
pude soportarlo mas y me levanté, recogf la mesa y me encerré en la cocina a lavar
los platos, pero incluso desde alli seguia escuchéndolas. Cuando volvi a la sala, la
mis joven estaba tirada en el sof, a medias cubierta con una manta, y la otra hablaba
ahora de una gran ciudad, como si alabara la vida de una gran ciudad, pero en
realidad burlindose de ella, eso lo supe porque de tanto en tanto ambas se refan.
Nunca comprendf el humor de aquellas mujeres. Me gustaban, las apreciaba, pero su
sentido del humor me sonaba a falso, a impostado. La botella de whisky que yo
mismo abri después de la cena estaba medio vacia. Eso me preocupé, no tenia
intencién de emborracharme, no queria que ellas se emborracharan y me dejaran solo.
Asf que me senté junto a ellas y les dije que debfamos solucionar algunas cosas. Qué
cosas?, dijeron fingiendo una sorpresa que no sentfan o tal vez un poco sorprendidas
de verdad. La casa tiene demasiados puntos débiles, les dije. Eso hay que
solucionarlo. Enuméralos, dijo una de ellas. De acuerdo, dije, y comencé por sefialar
ebookelo.com - Pagina 71su lejania del pueblo, su desamparo, pero pronto me di cuenta de que no me
escuchaban. Hacian como que me escuchaban, pero no me escuchaban. Si yo fuera
un perro, pensé con rencor, estas mujeres me tendrian un poco més de consideracién.
Ms tarde, cuando comprendi que los tres estabamos desvelados, hablaron de nifios y
sus voces hicieron que se me encogiera el coraz6n. Yo he visto horrores, maldades
que harian retroceder a tipos duros, pero aquella noche, al escucharlas, el corazén se
me encogié hasta casi desaparecer. Quise meter baza, quise saber si rememoraban su
infancia o hablaban de nifios reales, nifios que atin son nifios, pero no pude. Tenia la
garganta como Ilena de vendas y algodones esterilizados. De pronto, en medio de la
conversacién 0 del mondlogo a dos voces, tuve un presentimiento y me acerqué
sigilosamente a una de las ventanas de la sala, una ventana pequefia y absurda como
ojo de buey, en una esquina, demasiado cerca del ventanal principal como para tener
ninguna funcién. Sé que en el tiltimo segundo las mujeres me miraron, se dieron
cuenta que ocurria algo, yo sélo alcancé a hacerles la sefial de silencio, el indice sobre
los labios antes de descorrer Ja cortina y ver al otro lado Ja cabeza de Bedloe, la
cabeza del asesino. Lo que ocurrié a continuacién es confuso. Y es confuso porque el
panico es contagioso. El asesino, lo supe en el acto, se puso a corer alrededor de la
casa. Las mujeres y yo nos pusimos a correr por el interior. Dos circulos: él buscando
la entrada, evidentemente una ventana que se nos hubiera quedado abierta; las
mujeres y yo comprobando las puertas, cerrando las ventanas. Sé que no hice lo que
debi hacer: ir a mi habitacién, coger mi arma y luego salir al patio y reducir a aquel
hombre. En vez de eso me puse a pensar que los perros no estaban en casa, a desear
que no les ocurriera nada malo, la perra estaba prefiada, eso creo recordar, no estoy
seguro, alguien me habia dicho algo al respecto. En cualquier caso en ese momento,
sin dejar de correr, of que una de las mujeres decia: Jestis, la perra, la perra, y pensé
en la telepatfa, pensé en la felicidad, temi que la que habia hablado, fuera la que
fuera, saliera a buscar a la perra. Por suerte, ninguna de las dos hizo ademén de salir
de la casa, Menos mal. Menos mal, pensé. Justo en ese momento (nunca lo podré
olvidar) entré en una habitacién del primer piso que no conocia. Era alargada y
estrecha, oscura, sélo iluminada por la luna y por un resplandor apagado proveniente
de las luces del porche. Y en ese momento supe, con una certeza parecida al terror,
que era el destino (o el infortunio, para el caso lo mismo) el que me habia conducido
hasta alli, Al fondo, al otro lado de Ja ventana, vi la silueta del almacenero. Me
agaché dominando a duras penas mis temblores (todo el cuerpo me temblaba, estaba
sudando a mares) y esperé. El asesino abrié la ventana con una facilidad que no dejé
de sorprenderme y se introdujo silenciosamente en la habitacién. Esta tenia tres
camas de madera, estrechas, y sus respectivas mesitas de noche. A pocos centimetros
de las cabeceras vi tres estampas enmarcadas. El asesino se detuvo un instante, Lo
senti respirar, el aire entré con un ruido saludable en sus pulmones, Luego caminé a
ebookelo.com - Pagina 72tientas, entre la pared y los pies de las camas, directamente hacia donde yo lo
aguardaba. Supe que no me habia visto, me parecié imposible, agradect interiormente
mi buena suerte, cuando llegé junto a mi lo cogi de los pies y lo hice caer. Ya en el
suelo lo pateé con Ja intencién de hacerle el mayor dafio posible. Esta aqui, esta aqui,
grité, pero las mujeres no me oyeron (en ese momento yo tampoco las ofa correr) y la
habitacién desconocida me parecié como una prefiguracién de mi cerebro, la Gnica
casa, el nico techo. No sé cuanto tiempo permaneci alli, golpeando el cuerpo caido,
sélo recuerdo que alguien abrié la puerta tras de mi, palabras cuyo significado no
entendi, una mano sobre mi hombro. Después volvi a quedarme solo y dejé de
golpear, Durante unos instantes no supe qué hacer, me sentia aturdido y cansado. Por
fin, reaccioné y arrastré el cuerpo hacia la sala. Alli, sentadas muy juntas en el sofa,
casi abrazadas (pero no estaban abrazadas), encontré a las mujeres. No sé por qué,
algo en la escena evocé en mi una fiesta de cumpleafios. En sus miradas descubri
inquietud, un rescoldo de miedo, pero no por lo que acababa de ocurrir sino por el
estado en que mis golpes dejaron a Bedloe. Y son sus miradas, precisamente, las que
hacen que deje caer el cuerpo sobre la alfombra, las que hacen que el cuerpo se me
deslice de las manos. El rostro de Bedloe era una mascara ensangrentada que Ja luz
de la sala resaltaba con crudeza. En donde estaba la nariz sélo habia una masa
sanguinolenta. Le busqué los latidos del corazén. Las mujeres me miraban sin hacer
el menor movimiento. Este tipo est muerto, dije. Antes de salir al porche, of que una
de ellas suspiraba. Me fumé un cigarrillo contemplando las estrellas, pensando en la
explicacién que daria posteriormente a las autoridades del pueblo. Cuando volvi a
entrar, ellas estaban a cuatro patas desnudando el cadaver y no pude reprimir un grito.
Ni siquiera me miraron. Creo que bebi un vaso de whisky y luego volvi a salir, creo
que me llevé la botella. No sé cuénto tiempo permaneci alli, fumando y bebiendo,
dandoles tiempo a las mujeres a terminar su faena. Poco a poco comencé a rebobinar
los hechos. Recordé al hombre que miraba tras la ventana, recordé su mirada y ahora
reconocf el miedo, recordé cuando perdié a su perro, lo recordé finalmente leyendo el
periédico en el fondo del almacén. Recordé, también, la luz del dia anterior, y la luz
del interior del almacén y la luz del porche vista desde el interior de la habitacién en
donde yo lo habia matado. Después me dediqué a observar a los perros, que tampoco
dormian y que corrfan de un extremo a otro del patio. La verja de madera estaba rota
en algunas partes y alguien, algin dia, deberia arreglarla, pensé, pero ese alguien no
iba a ser yo. Comenz6 a amanecer al otro lado de las montaiias. Los perros subieron
al porche buscando una caricia, tal vez cansados de tanto juego nocturno. Sélo
estaban los dos de siempre. Silbé, Ilamando al otro, pero no aparecié. Con el primer
temblor de fro me llegé la revelacidn. El hombre muerto no era ningiin asesino. El
verdadero, oculto en algiin lugar lejano, 0 mas probablemente la fatalidad, nos habia
engafiado, Bedloe no queria matar a nadie, s6lo buscaba a su perro. Pobre
ebookelo.com - Pagina 73desgraciado, pensé. Los perros volvieron a perseguirse a lo largo del patio. Abri la
puerta y miré a las mujeres, sin fuerzas para entrar en la sala. El cuerpo de Bedloe
otra vez. estaba vestido. Incluso mejor vestido que antes. Iba a decirles algo, pero me
parecié imitil y volvi al porche. Una de las mujeres salié detrés de mi. Ahora tenemos
que deshacernos del cadaver, dijo a mis espaldas. Si, dije yo. Mas tarde ayudé a meter
a Bedloe en la parte de atras de la furgoneta. Partimos hacia las montafas. La vida no
tiene sentido, dijo la mujer mas vieja. Yo no le contesté, yo cavé una fosa. Al volver,
mientras ellas se duchaban, limpié la furgoneta y después preparé mis cosas. Qué
vas a hacer ahora?, me preguntaron mientras desayundbamos en el porche
contemplando las nubes. Voy a volver a la ciudad, les dije, voy a retomar la
investigacién exactamente en el punto en donde me perdi.
Seis meses después, termina su historia Pancho Monge, William Burns fue
asesinado por desconocidos.
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