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loqueleg 22000, Stevia SCHUIER © De esta edicien: 7020, EDIcronus SANTILLANA S.A. Ao, Leandro N, Alem 720 (ClO0LAAP) Ciudad Autdénoma de Buenos Aires, Argentina ISBN: 978-950-46-5916-1 Hecho el depisito que marca la Ley 11.723 Impreso en Argentina. Printed in Argentina, Primera edichin: febrero de 2020) Direccidn editorial: Maria FERNANDA Maquina Edicién: Lucia Actimns - Lata Junowicz Thugtraciones: OKIE Direccidn de Aste: Josi Craspo v Rosa Marin Proyecta grifice: MARISOL Due Birnge, Ruin CHUMILLAS ¥ JULIA ORTEGA Schujer, Silvia El arbol deboa ruldos y Las nueces # Silvia Schujer ; itustrado por O' Kis. ~laed .- Ciudad Auténoma de Buenos Aires : Santillana, 2020, 104 po: il; 20x 14cm. ISBN 978-950-46-5918-1 4, Literatura Argentina. 2. Historia Argentina para Mittos, 3. Narrative Infantil y Juvendl Argentina. f, O'Kif, illus. IL. Titulo, CDD AB63.S982 Todos los derechos reservados. Exta publicacidn no puede ser reproducida, nien todo ni en parte, ni registradaen, o transmitida por, un sistema de recuperacién de informactén, en ninguna forma ni por aingdn medio, sea mecanico, fotoquimico, electnénico, magnérico, electrodptico, por fotocopia, o cualquier otro, sin el permiso previo por escrito de la editorial. ESTA PRIMERA EDICION Df 10.000 BJEMPLARES SE TERMING DE IMPRIMER BM El. MES DE FEDRERO DE 2070 BN GALT, AYOLAS 494, CIUDAD AUTOHOMA DE BUNOS AIRES, REPOBLICA ARGENTINA. El arbol de los ruidos y las nueces Silvia Schujer Ihustraciones de O'Kif loqueleo La punta del ovillo (donde todo empieza) —yLo ayudo? —jA qué, m'hija? —A empacar, a qué va a ser. —Y para qué, si yo de acd no me pienso mover. — Ah, gnio? —No. —Sabe lo que es usté? Un cabeza de tronco. —Tronco de pino o de lapacho? jDe que- bracho o de nogal? ,De ceibo, de sauce, de laurel o chafiar...? —No haga el gracioso :quiere? — Gracioso? Estoy hablando en serio, Escofina. —Si, muy en serio. jAsi que se va a quedar aca para que lo achuren? —Nadie se las va a agarrar conmigo. — Por qué? :Tiene coronita? —jCruz diablo! Coronita tienen los reyes. ¥ los reyes son de los realistas. —Bueno, como le digo entonces. Preparese que esta noche nos vamos. Todos nos vamos, gentiende? El ejército realista esta acd nomas. Y ya escuché la orden del Belgrano ese, Hay que dejar la ciudad pelada: sin animales, sin plan- tas, sin personas. Si es posible, sin nubes. Seca. Refrita. Chamuscada. Con nada de nada para que los malditos godos no tengan qué tomar ni qué comer ni dénde descansar las patas. —Ya sé, m'hija. Ya lo escuché, y estA muy bien. Lo andan repitiendo por la calle cada media hora, pero yo no me voy. —Entonces lo van a achurar, lo van a hacer picadillo, —No, m'hija. Estese tranquila. Conmigo no se van a meter. —Con usté solo, no. Van a prender fuego todo lo que quede. —Y bueno, sera... — Qué es lo que sera? —Que usté se va ir con la caravana (ya esta bastante grandecita para cuidarse sola) y yo me voy a quedar. —Pero jgpor qué?! Expliqueme por que. —Porque no puedo hacer otra cosa. ,;Quién soy yo sin mis drboles, sin el valle, sin la madera de donde salen mis criaturas? —Su tinica criatura soy yo, padre. —Usté y mis figuras talladas... — Ah si, viejo loco? g;Me compara con mufiecos de madera? —Lo de loco puede ser, pero viejo... —Viejo, si. Y de tan viejo, cabeza dura. —Basta, Escofina. Esta muy insolente. Yo no la he criado asi. —Y usté esta muy tuerco. —Terco. —Tuerco. —tTerco, se dice. —Terco, tuerco, torcido, tosco y malo, qué mas da. —Al final, para lo impertinente que ha resultado, mejor ni hubiera... —Ni hubiera ;qué? —Nada, nada. — Mejor ni hubiera qué, padre? Digald, de una vez. Mejor no hubiera abierto la puerta ese dia de hace doce ayios? Mejor no me hubie- ra encontrado abandonada ahi, en la canasta? éMejor me hubiera Ilevado al convento para que me criaran las monjas? ;Mejor me hubiera tirado al rio en vez de cuidarme como a su...? —iNo dije eso, Escofina! No sea escanda- losa, muchacha, que asi se pone Esco-fea. —FPero iba a decirlo, reconézcalo. —jQué tengo que reconocer? Si estoy mas que agradecido de haberla encontrado y criado como a una hija. Y por eso, porque soy su padre, le ordeno: usté se va con don Belgrano igual que el resto de la poblacién. Se lleva la mula y todo lo que queda del rancho. —jNO y no! —jSi y si! Las gallinas ya las entregué al ejército y lo que dio la huerta también. Ni una papa quedé. Ni una lechuga. Ni un mi- sero ajo. Lo unico que se queda soy yo y ni una palabra mas. —j¢Pero por qué?! —Porque a mi me crecieron raices deba- jo de los pies. Como a los arboles. Porque yo aqui naci y aqui me pienso morir... —Si usté se queda, yo también me quedo. —Usté se va, como le ordeno. Y no se retobe mas que para eso sobran las mulas. 10 Eso fue lo ultimo que dijo Hermésimo Cayo antes de sacar de un cajén su talla fa- vorita y apoyarla sobre la mesa de trabajo. Era una lechuza del tamavio de una mano, nacida en la madera de un nogal. El artista agarré un hacha mediana y de un golpe seco y certero partié a la lechuza por el medio, Una de las mitades se la dio a Escofina, la otra se la guardo para él. —Cerca 0 lejos, m'hijita, siempre vamos a ser uno. Y nos iremos buscando hasta que nuestras mitades se encuentren. —Si usté no se va, yo tampoco —dijo ella. Devolvié su mitad de lechuza y sali corriendo del rancho. Buena madera Hermésimo Cayo era el mejor artesano del mundo y sus alrededores. También de San Salvador de Jujuy. Su arte consistia en apro- vechar las formas naturales de los troncos, las ramas y las cortezas descartadas por los arboles y, a fuerza de cavar, carcomer y pulir, crear esculturas de madera originales. Répli- cas en miniatura de muebles, instrumentos musicales, bichos, personas y hasta escenas completas de la pulperia, De esto vivia Hermésimo Cayo. De tallar la madera y de cambiar sus obras por dinero o por mercaderias. Casi un zooldgico comple- to con piezas de pino y de roble habia pagado 13 por un buen poncho para Escofina. Y aunque para asegurarse el alimento cultivaba al- gunas verduras en el terreno que rodeaba su vivienda, lo que él] mds disfrutaba de la vida y por lo que mas lo valoraban en el pue- blo era por su arte de tallar madera. Y por su extrafio cardcter (a veces muy solitario), a pesar del cual habia criado a esa cachorra humana que alguien le habia dejado hacia ya doce afios en la puerta de su rancho. En una canasta y sin siquiera una palabra con la cual nombrarla. Muchos en el pueblo recordaban a Hermésimo en aquellos primeros dias de la crianza. Tan poco tiempo le dejaba ese bicho llorador (como é] Ilamaba a la bebé que le habian regalado) que ni para quejarse le que- daban fuerzas. Le daba y le daba a la madera, pero en- tonces como carpintero: hizo una cuna, una mesa, un corralito, banquetas y hasta muriecas para esa criatura a la que, de puro apuro, llamé “Gubia", el nombre de una herramien- ta. Porque asi fue como Hermdsimo bautiz6é a lanena por primera vez: Gubia, Que no es otra cosa que una especie de cuchara para socavar la madera. Fue Alcira, una curandera con la que el artesano cada tanto estaba de novio, la que lo convencié de que le pusiera otro nombre, uno mas verdadero. Y Hermésimo, que no sabia mucho de mujeres (y tampoco de nombres), volviéd a pensar en sus herramientas: “Escofina -dijo entonces- que es un cepillito pulidor, pero suena como Josefina”. Y asi qued6 para siempre: Escofina. La Escofina de Hermésimo Cayo. Ahora, mientras todo el vecindario se preparaba para abandonar la ciudad y de- jar tierra muerta a los realistas, Hermésimo 15 16 Cayo cargaba el mate con la poca yerba que le quedaba y ponia una pavita al fuego. Era la mafiana del 22 de agosto de 1812 y hacia un frio de los mil demonios. Escofina Mientras Hermésimo preparaba el mate en silencio, Escofina lloraba a moco suelto arrebujada sobre una rama alta del viejisimo nogal. El que estaba justo a la entrada del rancho. Sabia por qué era necesario abandonar la ciudad, lo tenia clarisimo, Comprendia por qué Belgrano ordenaba la retirada de los jujefios. Entendia perfectamente la razon por la cual, una vez que se iniciara la mar- cha, se procederia a incendiar todo lo que hubiera quedado en las casas y en las calles. Incluso a las personas. Lo que no podia era soportarlo. 17 18 “Pero es légico —hablaba en voz alta-. Si el ejército enemigo tiene tantos mas soldados y armas que el nuestro, no hay otra manera de enfrentarlo. Lo mejor -se repetia hasta con- vencerse— es que los godos al pisar esta tierra se mueran de hambre y de sed”. Si, Escofina lo entendia todo. ¥ le parecia mas que justo sacarse de encima a los espa- fioles. Hermésimo se lo habia explicado con lujo de detalles. Que no estaba bien, le decia siempre, que del otro lado del océano alguien decidiera c6mo habia que vivir de este lado. Y encima —repetia— que se llevaran las rique- Zas para su rey y aqui solo dejaran migajas. La cuestién es que igual —esto pensaba ahora Escofina, sobre la rama del 4rbol- el cabeza de alcornoque de su padre habia de- cidido desobedecer la orden de Belgrano y ella -su hija- lo haria también: si Hermdésimo no abandonaba Jujuy con el resto de los pobladores, tampoco ella se iria. Asi que si habia que morirse achurada, se moria achu- rada con él. ig Las lavanderas En eso estaba Escofina cuando las tres her- manas Moreno pasaron por el frente de su rancho y la vieron escondida entre las ramas del arbol. Llevaban sobre sus cabezas canas- tos con ropa limpia que cargaban desde el rio Xibi Xibi, adonde —como siempre- habian ido a lavar. Pero esta vez -y apuradas— sus pro- pios vestidos, los que habrian de llevarse en la mudanza. Las tres hermanas eran lavan- deras y adoraban a Escofina que, desde muy chica, se habia hecho la costumbre de acom- pafiarlas a la orilla del rio, cebarles unos mates y ayudarlas a escurrir y a extender al- gunas prendas sobre las piedras que tenian 21 22 asignadas. Asignadas para ellas, si, las Moreno. Porque las lavanderas del Xibi Xibi eran mu- chas. Todas mujeres fuertes —de brazos y de caracter— que dia tras dia se acomodaban en una ronda amplia a la orilla del rio. Cada una con su porcién de agua para lavar y sus propias piedras donde poner ropa a secar. Aun asi, discutian por cualquier pavada. Y a veces hasta con cierta violencia. Enojadas, las lavanderas eran muy capaces de echarse unas a otras el agua enjabonada ala cara. Fuera de eso se |levaban bien: compartian los chimentos de la hora, se contaban Jas noticias, se daban consejos y, sobre todas las cosas, se mataban de risa inventando cantitos picantes cada vez que entre la ropa de sus patrones aparecian calzones, camisetas y otras prendas intimas. y Ay qué patitas peludas —se divertian can- tando— las de la dona y el don que descansa, ensucia, come y jamds se lava un calzén. Ay qué patitas peludas -seguian cantando-. 3 jQué camisén apestoso! Tan sucio y deshilachado que parece ropa de oso. Ay qué prenda mofletuda, Qué calzén de barrigén: para tamafio trasero no alcanza con un jabén. — Qué te anda pasando, Escofina? —arran- c6 Suluna, la mayor de las Moreno. —Que van a matarme —susurré Escofina desde la rama del arbol. 24 —,Quién va a matarte? :Por qué? —hablé ahora Aurora, la Moreno del medio. — A padre y a mi va a matarnos el ejército. — De qué estds hablandol, si cuando lle- guen los godos ya ni vamos a estar —intervino Azulin, la Moreno mas joven y mas intima amiga de Escofina. —Por eso —dijo Escofina—. Porque Hermésimo piensa quedarse. —Quedarse? Pero... jgpor qué?! —Porque dice que tiene raices. —[2Raices?!! —Si, en los pies, como las plantas. Y que sin sus hermanos, los drboles, él ni sabe quién es. —Siempre fue medio loco don Cayo, no le sigas la corriente. —Pero es que habla muy en serio. Y es mi Unico papa. Se hizo silencio. Un silencio encapotado que nublo el paisaje. ’ i —No voy a dejarte, Escofina —se planté Azulin—. Si no vas, yo no voy y aqui me quedo también. —Apoyé su carga de ropa fresca sobre la tierra y se trepé al viejo nogal para sentarse junto a su compariera de juegos. —jLo que faltaba! —se quejé ahora Aurora. —jVamos! ;Bajen! —ordené Suluna. —Yo no —contesté Escofina. —Yo tampoco —la imité Azulun. —j(Bajen ya mismo, gurisas! —insistié la mayor de las Moreno—. jTengo una idea que no va a fallar! —probé convencerlas. Lo que Suluna tenia, en verdad, no era una idea, sino una urgencia. Necesitaba que las chicas bajaran del arbol para volver pronto a su rancho y terminar de empacar los bartulos. Hacia rato vivia sola con sus hermanas menores y se ocupaba de ellas. La salida de Jujuy era una pesadilla, sin duda. 2 26 Pero no habia otra soluci6n. Y ademas era inminente. Arrancarian esa madrugada, no habia tiempo que despilfarrar. — Rapido! jApuren! —repitid con impe- tu misterioso y jovial—. jQue la idea tiene alas y se me va a ir volando! Y sin mirar atrds empezé a caminar rum- bo a su casa completamente segura de que no bien iniciara la marcha, las chicas —por curiosidad-— correrian tras ella. Error. A los pocos metros se dio cuenta de que la unica que la escoltaba era Aurora y que, detras de Aurora, pero desde bastante mas lejos, el que le hacia sefias y se acercaba era Tertulio, su novio. De pura casualidad el muchacho habia tenido que entregar un recado en esa zona y ahora andaba por ahi acarreando una mula. Suluna dio media vuelta -Aurora con ella-, volvid sobre sus pasos enojada, apoyé su canasto sobre la tierra y, bajo la copa del Arbol (del nogal del rancho de don Hermésimo Cayo), se quité el rebozo y se arremangé la blusa. —jYa van a ver, mocosas del demonio! Eso dijo y empezé a trepar. O, mejor dicho, a intentarlo: su cuerpo era mucho mas pesa- do que el de Azulin y el de Escofina juntas asi que cada vez que pisaba los accidentes del tronco que a las chicas les habian servido de escalones, a ella se le resbalaba el pie. O el escalén se rompia y la depositaba en el suelo. De cola, como un payaso en el circo. El espectaculo era tan desopilante que lo tmico que consiguié Suluna con su amenaza fue que todos se rieran de ella a pata suelta, incluido Tertulio, que ya habia Ilegado hasta el nogal del rancho y de la risa no podia decir ni buenos dias. 27 28 —Neo te rias, Tertulio —lo reté Suluna—, que la situac i6n és muy grave. Y es que, apenas aflojé el alboroto, mientras anunciaba una y otra vez que si su hermana se quedaba, ella tampoco se iba de Jujuy, Aurora —la Moreno del medio— anudé la ropa limpia de su canasto hasta convertirla en una cuerda, arrojé una de las puntas a donde es- taban las chicas, les pidié que la ataran fuerte a una rama y trepé a la copa del arbol como una acrébata profesional, Suluna y Tertulio (como en una comedia musical) —{¥ yo qué voy a hacer? —Se abrazo Suluna = 31 a Tertulio. Y empezaron una de esas conver- saciones en las que hablaban en verso. —jNo te entiendo, mujer! —contesto su novio—. Hay solo una cosa que se puede hacer. —j¥ qué es? —Abandonar la ciudad. —Vaya novedad. —Quemar lo que ya no hace falta. —Y rumbear a Cordoba por Salta. —Y que los godos se mueran de hambre. Y que los godos se mueran de sed. —Lo sé, mi Tertulio, lo sé. 32 — Entonces, burbujita de jabén? — Que si mis hermanas no vienen, tampoco de aqui me yoy yo. Se hizo un nuevo silencio. Uno que duré el tiempo justo para que Tertulio lo entendiera todo. O casi todo, que es bastante parecido, AAsf que de pronto, envalentonado, hizo de su cuerpo una escalera humana. Como en la escena mas romantica de una opereta, el ca- ballero puso una rodilla en el piso y la otra pierna la volvié escalén. Al pisarlo, Suluna logré elevarse del suelo, abrazarse al tronco del arbol y rapido, antes de resbalarse, apo- yar los pies sobre los hombros de su amado. De este modo, la mayor de las Moreno lleg6 a la primera rama fornida del nogal y, ayudada ahora por Aurora, acomodé su corpulencia. Fue en esa rama donde supo que se jugaria su destino. Fue en esa rama donde pens que, si no las convencia de que se bajaran, morirfa achurada junto a sus hermanas. Fue en esa rama desde donde vio como Tertulio se alejaba de la escena a gran velocidad, tirando fuerte de la mula para que apurara el paso. 33 La Tacita de Plata Tertulio era el segundo y ultimo hijo de los Delvalle, los duefios de la pulperia. El primero era su hermano Segundo, cosa que a veces confundia un poco. Tertulio y Segundo vi- vian con sus padres en un rancho pegado al negocio. La pulperia de los Delvalle era lamas concurrida y famosa de la zona. La Tacita de Plata se llamaba. A la mafiana, la atendia Felisa despachando mayormente productos de almacén o de ferreteria. Ala tarde y has- ta el cierre, Frondoso servia bebidas fuertes para los parroquianos. Tertulio y Segundo ayudaban si no habia mas remedio y el resto del tiempo reparaban mulas: las ponian en 35 36 condiciones para los viajeros. Como en un taller mecanico, pero veterinario. Mas de una vez los hermanes habian in- tentado alistarse en el ejército de don Manuel (como le decian a Belgrano), pero por un de- fecto en la vista con el que ambos habian nacido, nunca fueron reclutados. No para la batalla. Tertulio y Segundo veian todo en blanco y negro, y eso, en combate, podia ser decisivo. Fuera de ese trastorno, la vida de los Delvalle transcurria en paz. Hasta aquel 22 de agosto de 1812 en que, a primera hora de la majiana, Ilegé la orden rotunda: vaciar y cerrar definitivamente la pulperia para arran- car con la caravana la madrugada del 23. Habia que dejar San Salvador sin un palo de donde agarrarse, y urgente. La noticia no fue una sorpresa, no. Pero si la aceleracién de los plazos. Se decia que el ejército espafiol ya pisaba los talones de Jujuy: Fue a partir de ese momento, y a toda marcha, que Felisa y Frondoso terminaron de liquidar la mercaderia que por exceso de carga no podrian llevar,’ menos un par de botellas. Acto seguido, y también a toda marcha, se pusieron a barrer bien el local para recibir luego a los vecinos y brindar en La Tacita por ultima vez. Una gran despedida patridtica, habian pensado. Y que la reunién fuera breve y para todos los que aan no hu- bieran partido. —Grandes, chicos y medianos —decia la esquela colgada en la entrada de la pulperia desde el dia anterior. * Lasbebidasy los alimentos que cada farilia no padiers acarreas conaligo, pero que faeran dtiles, debian entregarse ai

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