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EL ASEDIO Y EXILIO DE

MADINAT-BASTA
Dramatización Histórica
Importante
La presente obra es una dramatización histórica que, aunque respeta los
hechos acontecidos durante la Toma de Baza de 1489 y los meses siguientes,
con el fin de la divulgación mediante el texto dramático, se han hecho
concesiones. Por tanto, se han tomado prestadas algunas personalidades
relevantes, se han creado otras nuevas, y finalmente, se han simplificado y
exagerado algunos sucesos para la construcción del texto.
Es relevante señalar que, tanto los hechos como las personalidades funcionan
aquí como meras inspiraciones que atienden a la construcción del texto, sin
dejar de respetar los sucesos. Ya que, pese a todo, la intención última es
trasmitir los valores que han trascendido a la historia y que, en última
instancia, inspiran la obra.
Esto quiere decir que, como una licencia divulgativa y dramática, no se
exponen con rigurosa exactitud las palabras textuales de los protagonistas
que fueron personalidades reales, con la excepción de Abd al Karim al-Qaysi
al-Basti, quien cierra el texto dramático con su romance sobre la conquista
de Baza.

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PERSONAJES Y ESCENOGRAFÍA

ACTO PRIMERO
Personajes
Yahya al-Nayyar
Caudillo Hasan
Muza Tererí
Gonzalo de Quirós
Hernando del Pulgar
Abd Karim al-Qaysi al-Basti
Radwa Abdilar
Hubec Abdilar
Raduam Zafargial
Bastetano 1
Bastetano 2
Capitán cristiano
Soldado cristiano 1
Soldado cristiano 2
Soldado cristiano 3
Pueblo de Baza (de dos a tres figurantes)

Escenografía
Plaza principal de la Medina, en que se observa la Alcazaba de fondo. Hay
bancos de piedra y trancos en los que están sentados los bastetanos.

ACTO SEGUNDO

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Personajes
Radwa Abdilar
Hubec Abdilar
Raduam Zafargial
Capitán cristiano
Soldado cristiano 1
Soldado cristiano 2

Escenografía
Calles de los arrabales exteriores, con claros síntomas de abandono. Un
tranco o banco de piedra, en la mitad derecha del escenario.


ACTO TERCERO
Personajes
Abd Karim al-Qaysi al-Basti
Capitán cristiano

Escenografía
Escribanía de al-Qaysi, derruida y quemada. En la parte derecha del
escenario, la biblioteca, repleta de documentos destrozados, salpicando el
suelo.

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ACTO PRIMERO
LA TOMA

La escena trascurre en la principal plaza de la Medina. El lugar está


relativamente tranquilo. Sólo se aprecia un bullicio ligero, fruto
del intercambio de susurros entre la decena de musulmanes que
salpican el espacio, sentados en los trancos de la plaza. Es un
comportamiento típico de un día sagrado de meditación y calma
como la Ashura. Al fondo, la Alcazaba se contempla majestuosa,
un alarde brillante de ingenio nazarí.

La calma se agita por la entrada abrupta, en primer término, de un grupo de


cristianos armados hasta los dientes. La comitiva irrumpe en la
plaza, con el estoicismo y la voluntad férrea propios de la marcha
militar, haciendo que los sorprendidos musulmanes se aparten de
su paso con un más que evidente pavor. Se puede leer en sus
rostros y escuchar de sus labios “¿Cómo han penetrado en la
plaza?” “¿Qué va a ser de nosotros?”. Dichas preguntas, quedan
más que respondidas al ver cómo sus adalides, el sidi Yahya al-
Nayyar, el caudillo Hasan y su siervo Muza Tererí, aparecen
tras los primeros guerrilleros de la cruz, apaciguando al vulgo a la
par que dando explicaciones a los conquistadores. Junto a ellos un
engalanado cristiano, Gonzalo de Quirós -que se entiende como
un embajador de los reyes-; seguido por un cronista, Hernando
del Pulgar, que toma nota descaradamente de todo lo que
acontece. Surge entonces un murmullo furioso entre la multitud,
que compaña la erección de una imponente cruz sobre los muros
de la alcazaba, al fondo de la escena. Entre el tumulto, el poeta y
alfaquí Abd Karim al-Qaysi al-Basti mira a los que entran y
agacha la mirada, entristecido. Una joven, Radwa Abdilar de
unos 17 años, cuida de su padre, Hubec Abdilar, un anciano
barbudo, malherido en una pierna, que se lleva las manos a la

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cabeza. Junto a ellos, el vasallo del anciano, Raduam Zafargial,
que calma al anciano.

Yahya al-Nayyar — (Complaciente) Como puede ver, señor mío, las gentes
de esta plaza nuestra, son apacibles y honrosas. Tome nota, tome
nota, de que la entrega es pacífica.
Muza Tererí — (Adulador) ¿Acaso ha penetrado su merced en otro lugar
de una forma más sosegada y segura?
Gonzalo de Quirós — (Chulo, seguro) No esperaba menos, señores míos.
Después de seis meses de asedio, es normal que el hambre, el
miedo y el cansancio tranquilicen al más bravo de los gandules...

Hasan, que no se encuentra conforme con la respuesta hiriente de Quirós, se


encrespa; pero Yahya y Tererí lo tranquilizan con un par de gestos
y palmadas en la espalda. Quirós, consciente y satisfecho, sonríe
con una mueca sutil y lanza una mirada chulesca a Hernando.

Avanzan los cinco en dirección a Al-Qaysi, al extremo de la plaza, liderados


por Tererí; quien muestra con gestos la plaza, como un guía. Un
bastetano de la plaza les interrumpe el paso. El poeta comienza a
cercarse por detrás del tumulto.

Bastetano 1 — (Atemorizado) Cuénteme, mi señor, ¿qué está ocurriendo?


¿Hemos perdido la plaza?

Otro entra en acción, con un enérgico arrebato.


Bastetano 2 — (Furioso) ¿No lo ves? Aquí nuestros señores, por los que
hemos tenido que dar la sangre, la comida y el dinero... ¡Se han
vendido a estos abusadores!

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Tererí — Bastetano amigo... (Se acerca a él con actitud melosa y zalamera).
Hermano. La plaza, nuestra Madinat Basta, lugar donde nacimos
y tierra a la que debemos lealtad, nuestra vida... Es y será nuestra.
(El embajador se aclara la voz, recalcando que hay matices; a lo
que reacciona Tererí con un gesto de apuro muy sutil: vacila un
poco, se remoja los labios y prosigue su discurso). Será nuestra,
como hemos hablado con nuestros nuevos... señores... siempre y
cuando abandonemos la Alcazaba y la Medina...

El murmullo de los bastetanos se acentúa, antojándose enfurecido y confuso.

Bastetano 2 — ¡Traidores de vuestros hijos y vuestros padres! ¡Aquellos


que se esconden de la guerra que no habéis podido librar! (El vulgo
lo vitorea, conforme con su discurso populista) ¿Qué dice de esto
“El Zagal”? ¿Hemos vuelto, otra vez, a rendir cuentas al “Rey
Chico”? ¿Somos ahora siervos de los cristianos? ¡Antes la vida!

El bastetano 2 saca una navaja, y la zarandea al aire antes de ponérsela al


cuello. El tumulto enmudece, y permanece quieto. Los cristianos
se erizan y se ponen en posición. Quirós y Hernando, pese a
parecer divertidos, se esconden tras los adalides mudéjares. Al-
Qaysi se abre paso a la par que Hasan da un paso hacia el bastetano
2.

Hasan — (Tranquilo, dolido) Hijo mío, más que a nadie le duele la entrega
de esta tierra que a mi linaje... ¡a mi sangre, vosotros mis hermanos
y hermanas, padres, madres e hijos! Es lo mismo que vengan de
Almería, de Guadix o las Alpujarras. Igual, si vienen de nuestra
querida África, como lo hicieron los hermanos afines a la causa...
Ha sido un tiempo áspero, lo sé. Pero esto que hacemos, el entregar
las armas... aunque no es por lo que hemos luchado con fiereza, es
lo que os mantendrá con vida, seguros y privilegiados.

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(Emocionado, sobrepasado) ¡Oh hermano! ¡Os darán amán! Con
sangre y lágrimas hemos pagado por ello. ¡No vengas ahora a
cuestionar mis decisiones! Porque antes que tú, yo he pensado por
ti, y tu familia. ¡Por todos nosotros!

El bastetano 2, confuso y derrotado, le entrega el cuchillo a Hasan, quien por


reflejo, lo acaba abrazando.

Al-Qaysi se acerca a Yahya al-Nayyar. Le quiere interrogar, preocupado,


entre susurros, y por ello ambos se despegan del tumulto, más en
primer término, como si hablaran para el público. Los demás
suenan como un ambiente ligero, casi indistinguible.

Al-Qaysi — (Sereno pero grave) ¿Han accedido a nuestras necesidades?


¿Respetarán nuestras costumbres? Dime, por Dios, que todo
nuestro esfuerzo en las noches de verano... todas aquellas
reuniones, toda esta guerra de mentiras y hambruna, nos concede
al fin, seguir con nuestras sencillas vidas...
Yahya — Los Reyes Católicos lo juran, acceden a nuestras peticiones, y con
ello, las paces con “El Zagal”, cuyo dominio mudéjar será más
extenso que nunca. (Al-Qaysi permanece pensativo y escéptico,
por lo que Yahya hace énfasis en su argumentación) Escucha,
confío en su palabra, hermano mío. Ya había hecho tratos con ellos
el año pasado... pero “El Zagal”, viendo mi rendición, me mandó
aquí. Y pese a ese amargo capítulo… aquí están haciendo tratos,
¡ofreciéndonos lo que pedimos!
Al-Qaysi se despega de él y anda un poco, en vaivén, pensado lo que le ha
dicho. Yahya deja que ande un par de pasos antes de ir a por él.

Yahya — Ellos tienen el mismo ánimo y necesidad de acabar con esta


trifulca: les cuesta el dinero y la reputación. Dicen que ya no hacen
cuentas con el “Rey Chico”... que esto será ahora más nuestro que

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antes, siempre y cuando les debamos servidumbre. (Yahya le mira
y le coge de los brazos, con intensidad). ¡Escucha! Granada está a
punto de caer, pero nuestra guerra ya ha acabado. ¡Somos libres!
Al-Qaysi — (Pensativo): Se lo diré al pueblo. Han de tomar la decisión de
vivir como vasallos, o emigrar a África.

Al-Qaysi se vuelve hacia el tumulto, que al verle enmudece.

Al-Qaysi — (Al tumulto, concentrado) Pueblo de Madinat Basta. Como


alfaquí, os hablo desde el fiqh, las enseñanzas de Dios. Como
poeta e hijo de esta tierra, os hablo desde el corazón. (Se vuelve al
público). Pueblo de Baza, no nos hemos rendido. Hemos
sobrevivido. Hemos vencido al hambre, la miseria, las
enfermedades, la desconfianza a nuestros propios hermanos e
hijos... y ahora se presenta ante nosotros una nueva etapa, fruto de
todo nuestro esfuerzo. (Se vuelve al tumulto). Si no fuera por
nuestra valía, no podríamos mantener nuestras costumbres, (con
retintín) como nuestros nuevos hermanos nos prometen. Si no
fuera por nuestro sacrificio, (con retintín) no nos dejarían vivir de
nuevo en nuestra hermosa ciudad, aunque eso sí, fuera de la
alcazaba y nuestra preciosa medina. Sólo nos queda África, para
aquellos que quieran dejar esta tierra yerma, corroída por nuestros
nuevos señores y su guerra de las mentes; para aquellos que no
puedan soportar ver el trabajo de una vida reducido a cenizas, o
convertido en pontón, albarrada o casucha de enemigos de la fe.
No hay deshonra en quedarse y vivir de acurdo a nuestra religión,
siempre y cuando estos, nuestros nuevos señores, cumplan su
palabra.

Fin del acto.

***

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ACTO SEGUNDO
LA EXPULSIÓN DE LOS ARRABALES

El escenario corresponde a una minúscula plaza en uno de los arrabales


exteriores, en los que se ven las casas más humildes: un barrio de
casamuros, con callejuelas estrechas entre éstas. El espacio
transmite una sensación de vacío, de abandono, de exilio y diezma:
como si se hubiera llevado a cabo una expulsión precipitada de los
habitantes.

Por el lado derecho del escenario, surge una pequeña comitiva, avanzando
con tranquilidad. Radwa, ayuda a su padre, Hubec, un señor
entrado en años de barba cana. Éste, muestra evidentes problemas
de salud: anda con dificultad y gracias a la ayuda de un simple
palo, que le sirve de bastón. Podemos ver que una de sus piernas –
vendada-, está gravemente herida. Junto a ellos, avanza un
cristiano convertido, Raduam, sólo notable por la pálida tez que
contrasta con la tostada piel de sus compañeros.

Raduam Zafargial — (Apurado) Bendito sea Dios, que por fortuna hemos
podido encontrar quien lleve nuestras pertenencias. No imagino
tener que salir precipitadamente de Baza con todo a nuestras
espaldas... (Atendiendo al viejo, acercándose para ayudar) Más
como está su padre.
Radwa Abdilar — (Sosegada, solemne) Quién iba a decirlo, hermano mío,
que aquellos a quienes antes jurabas lealtad con la espada en alto,
(mientras señala las casas derruidas del burgo exterior) nos hayan
expulsado de aquellos oscuros y húmedos rincones en los que nos
obligaron a vivir, fruto de las justas capitulaciones... Sin más
explicación, ni argumento, que meras habladurías de rebelión...
Raduam ayuda al viejo, pero al mismo tiempo baja el gesto, avergonzado de
su pasado.

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Radwa — (Cansada) Es una suerte, como dices, que quedara algún
mercader con recuas sanas… y más, ¡de confianza! Tras ocho
meses, en esta mancillada plaza.

Avanzan despacio, un par de metros hacia la izquierda, callados; entonces el


Hubec rompe el silencio con un quejido punzante que les obliga a
detenerse.

Radwa — (Preocupada) Padre, ¿está bien?


Hubec Abdilar — (Quejumbroso pero tranquilo) Sí, hija, no es nada.
Descansemos. (Se sienta sobre un tranco con la ayuda de su hija
y la de Raduam. Acaricia la pierna con gesto de dolor). Esta
pierna, como este viejo al que pertenece, no para de incordiar.
(Radwa quiere interrumpirle pero el viejo la acalla, haciendo
gesto de silencio sobre los labios de su hija. Se ríe, con un gesto
simpático, una mueca). Tendría que haberla sanado mejor cuando
la pelota aquella la golpeó.
Raduam — El ingenio militar de los cristianos, mi señor, pagado por el más
inocente. ¡Malditas las espingardas y sus pelotas! ¡Malditos los
Reyes Católicos! ¡Traicioneros, tramposos!

Radwa se sienta junto a su padre.

Radwa — ¿Pero qué médicos u hombres de ciencia quedaban ya en la plaza,


padre? ... (Le coge la mano que le queda libre y le mira
directamente a los ojos) A Dios gracias que usted es leído, y actuó
con sabiduría; y a Dios gracias que pueda andar.

Permanecen un momento en silencio, atendiendo a Hubec.

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Hubec — Ya sé hija, pero fue simple suerte. Y del tipo de suerte que es
escasa para nosotros, los que volvemos como apestados,
malqueridos. Echados por quienes se han hecho con el poder.
Raduam — No diga eso mi señor. De seguro que pasaremos inadvertidos
entre el revuelo incesante de los nuestros, con la toma de Granada
en ciernes...
Radwa — Pero recuerda, Raduam... ¿acaso tus antiguos hermanos, los
cristianos, han mostrado ser de fiar? (Enfurruñada, molesta,
encendida de rabia y frustración) ¡Con las mismas encarcelaron a
nuestro querido Al-Qaysi al-Basti! ¿No le darían amán y papeles
de buena calidad a una personalidad tan relevante? (Más
tranquila) Y en Úbeda lo tienen, trabajando para pagar su libertad,
mientras su querida ciudad se desmorona; con cristianos
practicando el tiro con las piedras de la alcazaba a los pocos que
quedamos...

Al otro lado de la escena, por las calles de la izquierda, aparecen tres


soldados cristianos, armados hasta los dientes. El capitán que
lidera el grupúsculo es quien ayudó a erigir la cruz en la alcazaba
ocho meses atrás, en la Toma. Al ver a los tres musulmanes al otro
lado del escenario -Radwa, Hubec y Raduam-, se llaman la
atención los unos a los otros. Se acercan con las manos sobre las
armas, dispuestos para la gresca. Raduam, previendo el conflicto,
comenta algo a Radwa y los deja atrás para interceptar a los
cristianos, con calma. Cerca, a un par de pasos descansan Hubec y
Radwa.

Raduam — Gentiles caballeros, estamos de paso, saliendo de...

El capitán le interrumpe, impaciente.

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Capitán — Ya lo veo, moro. (Los observa por encima. Detrás, los otros dos
soldados) ¿Se dirigen a los nuevos barrios? ¿O bien desprecian la
gentileza de nuestros Reyes Católicos y se vuelven a África?
Hubec — No queremos problemas, mi señor capitán. Sólo queremos volver
a nuestro antiguo hogar. (A Radwa) Radwa, hija, enséñale los
papeles para el peaje.

Radwa, mira a su padre y esboza en el rostro un gesto orgulloso y


malhumorado. Sin embargo, su padre responde asintiendo
levemente, calmándola. Ésta accede y se rebusca entre sus ropas.

Soldado 1 — (Al Capitán, en voz baja) Mira, ¿esa mora no estaba en la corte
en concepto de... de...? ¿Cómo era?
Soldado 2 — (Interrumpe, igual, con poco volumen) De garantía. Estaba
junto a los otros catorce jóvenes, los hijos de caudillos
importantes. Ese viejo tiene que ser uno de esos moros con
caudales...

El capitán se impacienta, de nuevo.

Capitán: No hace falta, os creo. Es habitual veros salir de la ciudad... huir


de vuestra querida Baza, vuestro hogar.
Soldado 2: Ya uno no sabe qué esperar de vosotros los moros, qué os pasa
por la cabeza...
Raduam — Es difícil saber qué pensar, queridos cristianos. (Con
diplomacia) Cómo saber qué va a ser de nosotros, si una vez que
sus Reyes Católicos firman un papel que nos asegura la paz, al
devenir de su apetencia éste no sirve, y nos expulsan de nuestras
casas, una y otra otra vez. ¿Cómo saberlo, hermanos?

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Los soldados desenfundan sus espadas y Raduam da un paso al frente para
resguardar a Hubec y a Radwa, pero el Capitán los reprende.

Capitán — (Fiero, a sus soldados) ¡Alto! ¿No veis que os están


provocando? Que eso se les da bien a estos gandules.

Los soldados envainan.

Hubec se levanta e intenta dar un paso. Desfallece sobre el bastón,


apoyándose con la ayuda de su hija.

Radwa — Padre, siéntese.

Hubec se sienta y Radwa se pone por delante de Raduam, enfrentándose


directamente a los soldados cristianos.

Radwa — Sí, somos nosotros los que venimos a provocar, con nuestra
insolencia en el destierro. Con nuestra huida tras las promesas
rotas. Nosotros, a los que no nos queda nada más que perder, salvo
la vida. Aquellos que casi morimos de hambre durante meses,
aterrados por lo que, por la gracia de vuestro misericorde Dios,
hicisteis en Málaga. Nosotros queremos más suplicio, que no nos
es suficiente cuando nos echasteis de nuestras tierras y tuvimos
que venir a la Madinat Basta en busca de refugio y esperanzas.
¿Llamas provocar al no dejarte matar o esclavizar? Entonces sí,
somos los provocadores. Y vosotros, salvadores, ingenuos
maltratados por los gandules de África, los que tras la toma, por la
que nos expulsasteis de nuestra Alcazaba y la Medina, nuestras
casas, a los arrabales exteriores… ahora con vuestra candidez y
gracia divina, nos echáis a pedradas a los que quedan, por el tímido
rumor de que algunos apoyan al Rey Chico.

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El capitán aparta a sus soldados a un lado.

Capitán — (Serio) Váyanse, moros. Nadie les quiere aquí.

Hubec se pone de pie, con la ayuda de Raduam. Radwa, se mantiene erguida,


imponente ante el Capitán, unos pasos más adelante. Al poco,
Hubec y Raduam pasan por su lado y Hubec, entonces, le coge la
mano a su hija para que le acompañe. Ella, accede y le ayuda a
caminar.

Hubec — Vamos, hija mía. Vámonos a casa.

Dan un par de pasos. Cuando pasan por delante del Capitán y sus soldados,
el Soldado 2 señala a Raduam.

Soldado 2 — Ya sé quién eres, aunque no responderás al nombre que


recuerdo. Demasiado cristiano, supongo. ¿Cómo te han bautizado
tus nuevos dueños? ¿Raduam? ¿Raduam Zafargial? (Raduam le
mira, y pasa de él al instante, centrándose en ayudar al viejo. El
Soldado 2 echa a andar a su lado, pavoneándose) ¿No te acuerdas
de mí? Bueno, luchamos juntos en la toma de Málaga, por si te
interesa. Fue cuando forzamos a los moros a firmar la paz, ya
sabes, dejándolos sin viandas y podridos de enfermedades. ¿Te
redimes ahora ayudando a un moro viejo al que le debes tu
supuesto honor? ¿O más bien vas en busca de su herencia?
(Mirando a Radwa de forma lasciva) ¡Ah, cielos! Ahora
comprendo por qué te has hecho moro...

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El capitán se interpone: le coge del brazo y le hace parar, mientras los otros
tres siguen hacia la izquierda.

Capitán — Ya basta, déjalos ir. Tenemos que seguir patrullando los barrios
exteriores.
Soldado 2 — Sí, capitán.

Echan a andar los tres cristianos hacia la derecha.

Soldado 2 — De todas formas a nadie le importan ya estos harapientos


traicioneros.

Raduam se despega del viejo y Radwa, para retroceder hacia los cristianos.

Raduam — Claro que me acuerdo, compañero. Y por amor a Dios he


abrazado esta fe más sincera con mi corazón. Llámame cobarde
por arrepentirme de todo el mal que he hecho bajo el amparo de la
cruz. Llámame traidor por ayudar a quienes en otro tiempo juré
asesinar. Pero yo no soy el que alza la espada contra los que piden
pasar en paz. ¡Dime qué Dios permite eso!
Capitán — No es cosa de Dios, traidor. Es cosa de ley. Es simple verdad.
Que con ánimo de salvar el pellejo, hasta quienes has decidido
llamar tus fieles hermanos, nos han mentido y traicionado. ¡Nos
han traído también congoja, muertes y maldiciones! No hagas a
tus nuevos dueños ingenuos y sufridores.
Soldado 1 — Maldito sea el nombre de Muza Tererí, moro traicionero,
sibilino, ¡adulador de los Reyes! Por su culpa murió mi hermano a
manos de un gandul moreno.
Soldado 2 — (Al Soldado 1) En la toma de Zújar, no olvides... (Al capitán
ahora) No olvides, Capitán, cuando quemaron el pueblo con

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nosotros dentro, por orden del caudillo Tube Corazagan. ¡Seguro
que celebraron desde Baza nuestra desdicha, a la vista de la
humareda!

El soldado 2 escupe al suelo, de desprecio.

Hubec — Habláis sólo de hombres, hombres honrados que por mantener a


su familia a salvo dijeron lo que tenían que decir, con las palabras
que se querían oír. E hicieron lo que tuvieron que hacer, en orden
de mantener sus costumbres, porque unos guerrilleros les acosaban
con las brillantes espadas. (Se apoya sobre el bastón, haciendo
gestos de dolor) Y no es cosa de estos hombres el porqué de
nuestra guerra. Es cosa de hombres que actúan en nombre de Dios.
Da igual la fe, porque lo que importa son los intereses, las meras
apariencias.
Radwa — Padre...

Hubec va en busca de Raduam. Radwa se ve obligada a ayudarle.

Hubec — He vivido más de lo que puedo recordar, pobre de mí. Y he


aconsejado más de lo que me queda por hablar... Antes fui muftí,
estudioso de la ley sagrada, consejero de caudillos y señores. Y
jamás pude estar de acuerdo con estos conflictos, en los que se usa
a Dios como pretexto. (Coge la mano de Raduam. Se encuentran
en el centro de la escena) Porque da igual a quien reces, siempre
hay un interés humano por encima de lo divino. (Se despega de
Raduam y Radwa, en busca del Capitán) He visto caer familias,
matanzas entre hermanos, sólo por un pedazo de tierra o unas
efímeras alhajas de oro.

El viejo se planta ante el Capitán

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Hubec — Mi hija y yo vinimos aquí por obligación. Porque nuestra tierra
fue diezmada y nuestras huertas quemadas. Nuestros árboles
frutales, ahora forman parte, hechos astillas, de vuestras albarradas
y casuchas en el campamento tras estos terraplenes. Y aunque nos
sumió en la tristeza ver tal desolación, partimos hacia aquí para
aconsejar a nuestros caudillos, (señala a Raduam) para mostrarles
cómo podemos ser hermanos. Que se puede establecer un diálogo
entre nosotros, los musulmanes y los cristianos porque, ¿qué
queremos? ¿Seguir rezando? ¡Recemos! Cada uno por su lado:
porque sólo queremos la paz para nuestros respectivos pueblos.
¿Queremos seguir labrando? ¿Tratando telas o viandas? Podemos
hacerlo juntos...
Capitán — Todo eso suena muy bien, viejo. Y como ha dicho, ha visto
mucho. Pero jamás verá cristianos y moros juntos. Jamás los Reyes
Católicos podrán sentarse a la misma altura que vuestros caudillos.
Porque, ustedes señores de la media luna, se matan entre
hermanos, como me ha reconocido. ¿Acaso El Rey Chico y el
Zagal no son familia? ¿Acaso Yahya Al-Nayyar no fue desterrado
por su cuñado, el propio Zagal? Yo sólo veo traiciones entre
familias, ¿cómo vamos a confiar en los moros, si no confiáis entre
vosotros?

Radwa no soporta la insolencia del capitán y decide interceder, apoyando a


su padre.

Radwa — Y aun así, se entregó Baza, y después Almería. Y después Guadix.


¿Qué hubierais querido? ¿Más derramamiento de sangre? ¿Más
hambre, esfuerzo, frío y muerte? (Al viejo) Padre, no comprenden.
No les interesa ver que a ojos de Dios todos somos iguales. Pero a
ojos de los mortales, los que nos han envenenado con el pretexto
de la fe, les siguen manejando. (A ellos, los cristianos) ¿Cuándo
os vais a dar cuenta de que tanto vosotros como nosotros somos

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gente del pueblo? ¿Cuándo vais a entender que tanto mi pueblo
como el vuestro pasó hambre porque aquellos que nacieron con
privilegios, no quisieron perder un trozo de tierra? Os es difícil de
entender, hombres esforzados de las armas, que es una guerra de
orgullos a expensas de la sangre más noble y más honesta: la del
pueblo.

Los cristianos enmudecen, a la par que Radwa coge la mano de su padre, que
echa a andar junto a ella. Raduam también les acompaña.

Dejan solos, y en silencio, a los cristianos.

***

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ACTO TERCERO
ÚLTIMO ADIÓS A BAZA

El escenario representa el interior de una casa, desolada, desbalijada y


quemada. Parece que fue lujosa, de uno de los barrios de la antigua
Medina. Al extremo derecho, una especie de biblioteca con
montones de libros y pergaminos esparcidos por el suelo.

A la izquierda, aparecen el Capitán cristiano y Al-Qaysi Al-Basti. Éste


último, al ver la casa, mantienen una pose de sufrimiento, aunque
con postura erguida y estoica: es un hombre recio; dolido pero
firme.

Capitán — Mi señor Al-Qaysi, no pudimos hacer nada por preservar su


vivienda. Ya sabe que, con la precipitada Toma...
Al-Qaysi — (Con pausa) Lo sé.

El capitán se despega de él para otear la parte central de la casucha, husmear


un poco. Al ver los libros, destrozados, se agacha para coger uno,
que aún sigue medio intacto. Lo lleva consigo hasta Al-Qaysi, a
quien se lo entrega.

Capitán — (Con apuro) Espero que pueda encontrar algo que salvar.

El capitán echa a andar hacia fuera de la casa.

Al-Qaysi — Es de agradecer, señor, que haya velado por mi seguridad desde


mi entrada a la plaza hasta ahora. No pensé que quedara nobleza o
vergüenza en la sangre de un cristiano.

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El capitán se detiene, casi en la puerta y antes de salir.

Capitán — Más he de agradecer, querido hermano, que por gracia de Dios


haya podido ser noble al fin. Pero no por herencia de la sangre, ni
por robarle a quienes bajo la cruz, decíamos evangelizar... no. Sino
por haber conocido a una hermana tuya, a su padre y su vasallo,
que bien me abrieron los ojos a una nueva verdad. Que es que
somos todos hijos de la tierra, aunque con diferentes creencias,
pero iguales ante la muerte, la desdicha y el hambre.

El capitán se va por la izquierda, dejando a Al-Qaysi sólo en el centro de la


casa. Echa a andar, observando el destrozo, mientras lamenta en
voz baja.

Al-Qaysi — Qué habremos hecho... Qué habremos hecho para sufrir este
asedio... este acoso.

Se acerca a la biblioteca.

Al-Qaysi — ¡Somos hombres de paz! Sólo queríamos vivir en un lugar


tranquilo, como hicieron generaciones pasadas en esta misma
tierra, con nuestras huertas, nuestras costumbres... ¿Qué hemos
hecho nosotros, oh Dios, para merecer esta persecución?

Se agacha y comienza a rebuscar entre sus notas, libros y pergaminos: todo


está quemado o destrozado. Al fin, coge un par de hojas sueltas y
las mete dentro del libro que le había dado el Capitán. Se pone de
pie.

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Al-Qaysi — (Emocionado) Mi Baza, mi vida… (al público) mi corazón está
desolado; y de esta plaza nos han echado, con hambre, miedo y
desconcierto.

Cierra los ojos, con profundo dolor, para comenzar a recitar el romance de
la Toma de Baza.

Al Qaysi — Por ello abandonamos los hogares


y nuestros párpados se embriagaron de
desvelo.
No quedará, en este lugar, ningún ser humano
al que no vieras que el exilio le sobreviniera
por estos enemigos que nos dañaron,
quemando
las cosechas que ardieron de nuestra tierra.

Fin.

***

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