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METROPOLIS: LA FLOR URBANA El primer forograma muestra una ciudad de espejos, triangular y em- Pinada, como un castillo pero, enseguida, la cimara se interna en otro clima. Un ritmo, dirfase, de planos subterrineos por donde avanzan ‘morosos, apesadumbrades, hacia cl émbolo que los conduciré a un re- ducto de vapor y tiniebla, los obreros. Nadie que haya visto Metrdpolis de Fritz Lang (filmada con guién de Théa von Harbou, 1926) olvida- 1 jamés la imagen de esos hombres acompasados, avanzando con algo de ballet mecdiico hacia la catéstrofe que los espera en el reino mons- truoso de la Maquina, Ms tarde sabremos que la ciudad de los trabajadores, formada ella misma por varios subsuclos la Fabrica, el patio comunitario, las cata- cumbas-, yace “amurada’ bajo la ciudad visible. Alli, en viviendas po- pulares que parecen palomares constructivistas, se refugian un instante los obreros, exhaustos, después de interminables jornadas de trabajo, antes de volver a parti, descender més ain, esta vera esa estructura, hui- ‘meda y porosa como el interior de un cuerpo, que son las catacumbas. Los espera Maria, una Madonna virginal y rubia, sacerdotisa en el tem- plo de la pureza, para celebrar una misa extrafia, hablarles de su dolor, cr 50 explicar a través de la historia de la Torre de Babel (como en un film dentzo de un film) las consecuencias nefastas de toda disociacién “entre las manos y la mente, cuando no media el corazén”. Sila tristeza es el ritmo del espacio fabril, arriba, en cambio, predo- ian el fast la indiferencia y el cristal. También hay niveles en la ci dad visible, solo que superpuestos, si se quiere, de un modo més caéti- co, como en una escritura de lo onirico, Digamos que entre el despacho de Frederson (Lord de Metrépolis) los rascacielos, la catedral, la zona de prostibulos y el jardin-edén ciertamente imbuido de sensualidad donde juegan a ciegas los “nifios" ricos (entre ellos Freder, el hijo del Amo) el montaje deslumbra. Porque, a decir verdad, la ciudad visible no solo es la obra de un Arquitecto Execrable donde se explayan la frfa distancia, Ia codicia y la Razén Pura de Frederson. También es ese maravilloso mecanismo, ese ser vivo que late (al mejor estilo de las moradas perso nificadas de Poe) al ritmo del corazén gético que lleva encerrado aden tro. Entre paréntesis: Lang, arquitecto él mismo, acababa de visitar Nueva York y era contemporineo de Walter Ruttman que filmaba por centonces Berlin, sinfonta de una ciudad. En su totalidad, Metrépolis es, sin duda, una nueva Babilonia. Una imaginacién desatada, una puesta en escena de lo fantistico urbano y tun catélogo de sombras. Saturada de torres, nineles aéreos, vehiculos vo- ladores, puentes y extrafisimas cipulas, nada Ie falta. Ni siquiera lo mas novedoso (algo que retomarsin mis tarde algunas series de ciencia fic~ cin, como Max Headroom 0 Brazil): lo hipertecnolégico cenido a lo arcaico. En ella ~se recordar4- las criptas conviven con los paneles bur- sitiles, los teléfonos visor con las clepsidras, la virgen Maria con el robot, los siete pecados alegéricos con los autos futuristicos, la hoguera con el porno-show, los zeppelins ut6picos con las persecuciones entre gargolas. Pero quiz lo mas anacrénico de todo sea la morada medieval de Rotwang (mago, cabalista y nuevo Dr. Frankenstein) erguida como una grieta en el centro mismo de la urbe. Mezcla de gabinete alquimico, la oratorio, prisién, casa embrujada y resabio de un ghetto perdido en el tiempo, es también una de las vias para acceder a la ciudad subterrinea (la biblioteca de Rotwang conecta con las catacumbas). Por eo Frederson, enterado de las reuniones subversvas de los obreros y de la infatuacién de su propio hijo con su angelical dirigente, recurre a él. ;Quién mejor para construir una mufieca, un Golem que ususpe el cuerpo de la mucha- ‘cha y lo reemplace por el de una autémata maligna que, exudando sextia- lidad (como la terrorifica Alien), subyugue y destruya a sus enemigos? De pronto, todo anuncia el descenso, Como un tridngulo cuyo vér- tice apuntara hacia abajo, padre e hijo clavan la mirada en Maria. ‘También Rotwang desciende para buscarla, raptindola en una escena de persecucién entre nichos y calaveras que habria envidiado la propia ‘Ann Radcliffe. Ya en el “laboratorio”, Maria es duplicada en el acto Esta clonacién, la primera del cine que yo sepa, concentra y desata el drama. Digamos mejor, lo sexualiza, vuelve evidente que el miedo coin- cide siempre con la aparicién del deseo. Algo se borra entonces de un modo subrepticio, No solo la frontera entre lo orgénico y lo inorgéni- co (ya presente en el siniestro cuarto de las maquinas y en el Gran Moloch, comigndose lo humano); tambien el limite entre la inocencia ylo abyecto, los suefios puros y la pesadilla, lo reconocible y lo que no lo cs, instalando una incerteza metafisica radical en la relacién signolsig- nificado que coincide con el centro de lo ominoso. No es una novedad: la mujer des/enfrenada siempre acarrea la pest. ‘Como Pandora, hace animar los pecados. Entre la santa y la “mujer de la vida", y entre esta iltima y la represalia, las distancias son infimas. Asi, cuando la robot-sex symbol baila en un cabaret de lujo e ilumina, con esa luz sesgada de la voluptuosidad, un mundo de hombres solos que la miran con ojos de biiho, se sabe que el momento de la destruc- cin ha llegado. No hay més que arengar a los obreros, incendiar su pro- pia casa de instintos, incitarlos al crimen. Nada queda ya del discurso pacifista, maternal y casi pastoril de Marfa. Los obreros-nifios han ac: cedido, de pronto, ala violencia de los hombres. Que fa mujer-maquina instigue a destruir a las maquinas no es la \inica paradoja del film. Tampoco Freder sabe muy bien, a esta altura, ‘quién es Maria para a. Su amada? Un sustituto materno? La amante de su padee? Terror, escena traumatica, inveterada presencia de la madre ausente: todos elementos que transican, desde siempre, por la galeria gé- st st ‘ica, No es de extrafiar, por eso, que el agua constituya una amenaza en esta saga. Bl dique es precario. Muy pronto, cuando el poder del padre se retire, dejando a los obreros a solas consigo mismos, la inundacién lo tragard todo, como en Usher. Nada podré detener la erecida de aquel vértigo que sube desde los sétanos como una nigredo alquimica, sumer- giendo a la fortaleza infantil como a una nueva Atkintida Lastima que el film no acabe aqui. Por alguna razén (acaso la inmi- del crack del 29), Lang cligié la moraleja: esa escena final, que hoy ierta, en que el Padre estrecha la mano del capataz/obrero gracias ala “intercesién” del Hijo, transformando al film en una mez~ cla de utopfa, cuento de hadas, paribola religiosa y hasta -segdin algu- nnos- alegato fascista. En su estética gética, en cambio, Metrépolis es inobjetable. La visidn del capitalismo como “monstruo” latiendo abajo, los obreros y la “hija” de Rotwang, emparcntados como autématas, el coro expresionista de las multicudes, la geomerrfa aplicada a los cuer- pos para indicar el desdibujamiento de lo humano y, sobre todo, como quien hace una monumentalizacién de lo sentimental, la construecién iisma de la ciudad al compas de una sinfon‘a de méquinas son, ade mis de aciertos, verdaderos hitos en la imaginacién del cine. No sola, quizé junto a Alphaville y a Blade Runner (basada en la no vela sSuerian los androides con ovejas eléctricas, de Philip Dick), Metrépolis constituye una de las representaciones includibles de la ciudad del siglo XX, vista como lugar de cacerfas imaginarias y como sede de concre- ccién de males, presentes y faturos. No se trata en Metrdpolis, sin em- bargo, de la megaciudad hecha de ruinas futuristas y malezas fosfores- centes, sobre la que cae una incesantelluvia sida, al estilo de Los Angeles cen Blade Runner; tampoco del pantanoso “mundo-tumba” de simula «ros y paranoia donde, invirtiendo los términos, el “monstruo” se esti- liza y, como vampiro tecnolégico, acapara lo apolineo mientras lo hu- mano queda reducido al “kippel” y a la corrupcién, como en la Nueva Nueva York de :Suefian los androides...?; ni siquiera de la sempiterna gtilla nocturna y desmemoriada, sin més esperanza que la de huir a los “paises exteriores”, de la ciudad electrénica de Alphaville sino, més bien, de un espacio atormentado por cierta asepsia, construido sobre una supresidn salvaje. El resto es arena de eruces, coincidencias, donde las mujeres robéticas, los fantasmas de la masificaci6n y el horror vacui, el exerno tema del padre, el descrédito de los afectos, el aire de nosoco- mio, cércel y hampa que se meacla en las calles y, en general, el espacio urbano concebido como lugar de escondite, fascinacién y desencuen- tro se repiten, con pocas variantes. De 1895 cs esa profecta triste que H.G. Wells titulé La maquina del siempo. En ella, Wells imaginé el mundo del futuro como un museo abandonado invadido por la nacuraleza, ya la humanidad como vesti- gio o miniatura de s{ misma. Los diminutos Eloi, seres “juguetones” del Mando Superior, viven alli entre guirnaldas ¢ inofensivos Hlirteos amo- ros0s. Son los Poseedores, la Raza Diura, los huérfanos frigiles que han olvidado la emocién y ahora se dedican cual “bellas futiidades” a intercambiar figuritas con brillantes sin otro temor que Ia llegada de las Noches Negras. Demis esta decir que abajo de esta Arcadia, estin los Morlocks, seres obscenos, blancuzcos y encorvados como lemures, acaso canibales, que viven en sus madrigueras, haciendo fancionar esas mi- quinas enormes que pulsan bajo tierra, a un ritmo inhumano, mante- niiendo “vivo” al mundo. Entre ese libro y Merripolis, median treinta afios. También se interpo- ne, como disenso innegable, l que la imaginacién de Wells sea posur- bana (es decir poscapitalista y, en un sentido, también poscomunista) Los lazos, sin embargo, son obvios. Me animaria a decir que esa extra fia flor marchita que el personaje de Wells trae del porvenir, “encogida, ennegrecida, aplastada y frégil”, es ~ademds de otras cosas- un recorda torio de la Ciudad Perdida. Un homenaje a su hermoso teatro de som- bras, a su lirismo éptico tenebroso. Y acaso también la prueba de que, cuando desaparezcan los ritmos de esa construccidn hecha de odio y de ternura y miedos y obsesiones que es el discurso urbano, acaso la ima- gen de Meirépolis persist’ como gratitud en el corazén humano.

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