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MARÍA, APÓSTOL DE LA GLORIA DE JESÚS

Y LA DEVOCIÓN A LA IGLESIA
San Pedro Julián Eymard, Apóstol de la Eucaristía

HORA SANTA
Iglesia del Salvador de Toledo (ESPAÑA)
Forma Extraordinaria del Rito Romano

 Se expone el Santísimo Sacramento como habitualmente.


 Se canta 3 de veces la oración del ángel de Fátima.
Mi Dios, yo creo, adoro, espero y os amo.
Os pido perdón por los que no creen, no adoran,
No esperan y no os aman.

Lectura del Libro de los Hechos de los Apóstoles 1, 1-14

En mi primer libro, Teófilo, escribí de todo lo que Jesús hizo y enseñó desde el
comienzo hasta el día en que fue llevado al cielo, después de haber dado instrucciones a
los apóstoles que había escogido, movido por el Espíritu Santo. Se les presentó él mismo
después de su pasión, dándoles numerosas pruebas de que estaba vivo,
apareciéndoseles durante cuarenta días y hablándoles del reino de Dios. Una vez que
comían juntos, les ordenó que no se alejaran de Jerusalén, sino «aguardad que se cumpla
la promesa del Padre, de la que me habéis oído hablar, porque Juan bautizó con agua,
pero vosotros seréis bautizados con Espíritu Santo dentro de no muchos días». Los que
se habían reunido, le preguntaron, diciendo: «Señor, ¿es ahora cuando vas a restaurar el
reino a Israel?». Les dijo: «No os toca a vosotros conocer los tiempos o momentos que el
Padre ha establecido con su propia autoridad; en cambio, recibiréis la fuerza del Espíritu
Santo que va a venir sobre vosotros y seréis mis testigos en Jerusalén, en toda Judea y
Samaría y hasta el confín de la tierra». Dicho esto, a la vista de ellos, fue elevado al cielo,
hasta que una nube se lo quitó de la vista. Cuando miraban fijos al cielo, mientras él se
iba marchando, se les presentaron dos hombres vestidos de blanco, que les dijeron:
«Galileos, ¿qué hacéis ahí plantados mirando al cielo? El mismo Jesús que ha sido tomado
de entre vosotros y llevado al cielo, volverá como lo habéis visto marcharse al cielo».
Entonces se volvieron a Jerusalén, desde el monte que llaman de los Olivos, que dista de
Jerusalén lo que se permite caminar en sábado. Cuando llegaron, subieron a la sala
superior, donde se alojaban: Pedro y Juan y Santiago y Andrés, Felipe y Tomás,
Bartolomé y Mateo, Santiago el de Alfeo y Simón el Zelotes y Judas el de Santiago.
Todos ellos perseveraban unánimes en la oración, junto con algunas mujeres y María, la
madre de Jesús, y con sus hermanos.
CAPÍTULO III
María, apóstol de la gloria de Jesús
En el cenáculo, María se entregaba toda entera a la gloria eucarística de Jesús. Sabía
muy bien que era deseo del Padre que la Eucaristía fuera conocida, amada y servida de
todos, que el corazón de Jesús sentía necesidad de comunicar a los hombres todos sus
dones de gracia y de gloria. Porque la Iglesia fue instituida para darse Jesucristo al
mundo como rey y como Dios y para conquistar todas las naciones de la tierra. Por eso
todo su deseo era conocer y glorificar a Jesús en el santísimo Sacramento. Su inmenso
amor al hijo de sus entrañas necesitaba dilatarse, abnegarse, para así aliviarse algún
tanto de la pena que le producía la imposibilidad en que se veía de glorificarle bastante
por sí misma.
Por otra parte, los hombres se hicieron hijos suyos en el calvario y ella los amaba
con entrañas de madre, queriendo el bien de ellos tanto como el suyo propio. Por eso
ardía en deseos de dar a conocer a Jesús en el santísimo Sacramento, de abrasar los
corazones en su amor, de ver a todos atados y encadenados a su amable servicio, de
formar para Él una guardia eucarística, una corte de fieles y abnegados adoradores.
Para lograr esta gracia, María cumplía una misión perpetua de oración y penitencia a
los pies de la adorable Eucaristía, en la cual trataba de la salvación del mundo
rescatado por la sangre divina. Con su celo inmenso abarcaba las necesidades de los
fieles de todos los tiempos y lugares, que recibirían la herencia de la divina Eucaristía.
Pero el oficio de que más gustaba su alma era orar continuamente para que
produjesen mucho fruto las predicaciones y trabajos de los apóstoles y demás
miembros del sacerdocio de Jesucristo. Por eso no hay por qué extrañarse al ver que
los primeros obreros evangélicos convertían tan fácilmente reinos enteros, pues allá
estaba María al pie del trono de misericordia suplicando por ellos a la bondad del
Salvador. Predicaba con su oración y con su oración convertía almas. Y como quiera
que toda gracia de conversión es fruto de oración y la petición de María no podía ser
desestimada, en esta Madre de bondad tenían los apóstoles su mejor auxiliadora.
“Bienaventurado aquel por quien ora María”. Los adoradores participan de la vida y
del oficio de oración de María a los pies del santísimo Sacramento, que es ciertamente
el oficio más hermoso y el que menos peligros presenta. Es también el más santo,
porque es ejercicio de todas las virtudes. Es el más necesario para la Iglesia, que
necesita más almas de oración que predicadores, más hombres de penitencia que de
elocuencia. Hoy más que nunca hacen falta varones, que, con su propia inmolación,
aplaquen la cólera de Dios, irritado por los crímenes siempre crecientes de las
naciones. Hacen falta almas que con sus instancias vuelvan a abrir los tesoros de
gracia cerrados por la indiferencia general. Hacen falta adoradores verdaderos, esto es,
hombres de fuego y de sacrificio. Cuando éstos sean numerosos cerca de su divino
jefe, Dios será glorificado y Jesús amado, las sociedades se harán cristianas, serán
conquistadas para Jesucristo por el apostolado de la oración eucarística.
DE LA DEVOCIÓN A LA SANTA IGLESIA
Jesucristo nos es dado por la santa Iglesia como a la Iglesia fue dado por
María.
La Iglesia nos ha hecho cristianos. A ella debemos nuestro título de redimidos
y nuestro derecho al cielo.
Así como la esposa recibe la herencia de su esposo, así sólo la Iglesia ha
recibido el depósito de la fe de Jesucristo, la legitimidad y el poder del
sacerdocio, el ministerio divino de los sacramentos, que son como otros tantos
canales por los que nos comunica el Salvador los dones múltiples de su santo
Espíritu y perfecciona nuestra educación cristiana.
Sólo por conducto de la Iglesia católica pueden los hombres hacerse
verdaderos hijos de la fe. Ella los ha engendrado a Jesucristo por el bautismo,
ella los alimenta y les hace crecer por la sagrada Eucaristía, los cura de sus
enfermedades espirituales por el bautismo de penitencia y los dirige y gobierna
por su sacerdocio según el espíritu y la gracia de Jesucristo.
¡Desdichados los pueblos que no viven en la Iglesia de Jesucristo! ¡Bien
pueden compararse con los hombres fuera del arca en tiempo del diluvio!
Fuera de la Iglesia los pobres viajeros yerran sin guía en medio del desierto. Se
parecen a un pasajero sobre un barco sin timón y sin piloto. ¡Ay, cual hijos
desdichados desamparados en la vía pública, sin madre que los ame y los
alimente, pronto serán víctimas del frío y del hambre!
Darnos por madre y educadora a la santa Iglesia es, por consiguiente, la mayor
gracia que nos haya podido dar nuestro señor Jesucristo. Y la mayor caridad para
un hombre es mostrarle la verdadera Iglesia, fuera de la cual no hay salvación,
porque sin ella no hay verdadera fe ni caridad de Jesucristo.
I. Pero ¿qué es esta Iglesia de Jesucristo? ¿Dónde está? ¿Cómo
encontrarla y reconocerla?
La Iglesia de Jesucristo es la Iglesia romana, personificada en el papa, vicario
de Jesucristo en la tierra.
A Pedro solamente dijo el Salvador: “Tú eres Pedro, y sobre esta piedra
edificaré mi Iglesia, y las puertas del infierno no prevalecerán nunca contra ella.
Yo te daré las llaves del reino de los cielos. Todo lo que ligares sobre la tierra
será ligado en los cielos, y todo lo que desatares sobre la tierra será desatado en
el cielo” (Mt 16, 18-19).“Confirma a tus hermanos en la fe” (Lc 22, 32).
Tal es la misión de Pedro y tales son sus poderes. “Donde está Pedro, está
también la Iglesia”, dijo san Ambrosio. “Una vez que haya hablado Pedro, se
acabó la discusión”, dice a su vez san Agustín. Es el soberano juez inapelable.
El papa tiene el depósito de la fe, cuya custodia y sanción infalible le han sido
confiadas. El papa es Jesucristo enseñando, es Jesucristo santificando, es
Jesucristo gobernando a su Iglesia.
Sin papa no hay, por tanto, Iglesia; fuera del papa, no hay más que cisma y
esterilidad; contra el papa no hay sino herejía y escándalo, que es el crimen
mayor después del deicidio de los judíos, crimen seguido de todas las venganzas
divinas, de todas las desgracias reservadas a los sacrílegos.
La Iglesia es también el obispo, que es como vicario del papa en una diócesis,
el cual ha recibido de Jesucristo, por el papa, el poder y la gracia de “gobernar a
la Iglesia de Dios” (Act 20, 28).
La Iglesia es el sacerdote representante del obispo en una parroquia; también él
es, como dice el Apóstol, “ministro de Jesucristo y dispensador de los misterios
de Dios” (1Co 4, 1).
De manera que para saber dónde está la Iglesia de Jesucristo me basta saber
dónde está el papa, corazón del catolicismo, centro de unión entre el cielo y la
tierra, entre Jesucristo y el hombre, principio de vida católica, sin el cual el árbol
evangélico queda sin savia y las obras sin vida. Aquel a quien el papa bendice
también es bendecido del cielo, aquel a quien le condena también es condenado
por Jesucristo, aquel a quien él corta del cuerpo de la Iglesia también es cortado
por Jesucristo de su propio cuerpo.
El papa es en la Iglesia lo que el sol en el mundo: Lux mundi, lo que el alma
para el cuerpo. De él reciben los obispos y los sacerdotes la doctrina y la
dirección para a su vez comunicarla al pueblo cristiano.
Pero, ¿cómo sabré que un obispo y un sacerdote son de veras representantes
del pontífice supremo y depositarios de la autoridad católica?
Pues haciéndoles estas sencillas preguntas. Al obispo ¿Viene vuecencia en
nombre del papa? ¿Está unido con el papa? ¿Trabaja vuecencia con el papa?
Pues, si así es, será para mí el papa que enseña, santifica y gobierna a la Iglesia:
será la Iglesia.
Al sacerdote: ¿Viene usted en nombre del obispo?: ¿Está en unión con el
obispo? ¿Trabaja con él? –Sí. Pues este pastor es legítimo, tiene la fe de la Iglesia
y la gracia de Jesucristo.
Pero bien puede un falso pastor decir que es legítimo: ¿en qué podré conocer la
verdad de su misión? –¡Ah! ¿Cómo conoce un niño a su madre entre tantas
madres? ¿Cómo la distingue entre tinieblas y confusiones? Un hijo reconoce a su
madre en la voz, en el corazón.
El falso pastor no tiene la voz de la Iglesia, ni su caridad y santidad.
Se predica a sí mismo, para sí trabaja y de ordinario es orgulloso e impuro.
Estas son las señales con que se puede conocer siempre a un intruso, a un
cismático o revoltoso. Es el lobo entre ovejas, de quien hay que huir.

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