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Joseph Sheridan Le Fanu Carmilla (1871) Cuando en 1923 Montague Rhodes James publicé en una importante editorial londinense una antologia de relatos de Joseph Sheridan Le Fanu Los fienuasmas de Madame Crowl y otros cuentos de misierio~ la figura de Drécula ejercia ya una gran fascinacin subre las masas desde las pantallas del cinematd- grafos pero muy pocos se acordaban de la inquictame Carmilla, confinada al ostracismo durante los cincuenta afios posteriores a la muerte de su creador, Descendiente de una familia de hugonores asentada en Irlanda desde el siglo XVIII y sobrino nicto del dramaturgo y politico whig Richard Brinsley Sheridan, autor de Escuela de maledicencia V777), Le Fanu nacié en Dublin en 1814, Fue educada en el ‘Trinity College y comenz6 la carrera de abogacta, pero pronto la abandond para eransformarse en editor de la Dublin University Magazine, primer escalén en su metedrica carrera come periodista La perdurable fama lireraria de Le Fanu obedece al hecho de haber sido uno de los grandes maestros del ghast story. Admirado por Henry James y James Joyce, publicé su primer cuento en 1839, pero lo mas decisive de su obra tomé forma definitiva recién veinte aos mas cirde, tras la muerte de su joven esposa, Susan Bennett, victima de una misteriosa enfermedad menral que la consumié muy lentamente. A partir de 1858, “el principe invisible”"-como te bautiz tempordneos— se recluyd en su casa de campo, en las alueras de Dublin, para encregarse al estudio de los escriras misticos de Emmanuel Swedenborg y de los principales tratados de psiquiacria de la epoca. De su incerés por los fendmenos paranormales, las alucinaciones, los trances hipnéricos, el so- nambulismo y la histeria nacieron algunos de sus libros mas memorables: La casa junto al cementerio (1863), El sto Silas 1864), Guy Deverell 1865), Vidas atormentadas (1868) y Oseuro en un espejo 1872), cuyo titulo retoma las patabras de San Pablo en la Primera Epistota a los Corinrios: “Pues ahora vemos en un espejo, oscuramente”. Osenro en un espejo, el tiltimo libro que publicé Le Fanu, es en rigor una coleccién de cinco roxvelles, basadas en las supuestis memorias clinicas del Dr. Martin Hesselius, cminente médico aleman, especialista en enfermeda- des mentales. El relaro que cierra el volumen, aparecido de manera inde- pendiente en la revista Zhe Dark Blue encte diciembre de 1871 y marzo de 1872, se tirula “Carmilla” y, segiin et prélogo, da testimonio de un misterio- so caso de vampirismo, referido por una paciente, que iluminarfa ciertas tcorias esotéricas de Hesselius. La historia se ambienta en fa Alta Estiria, en un castillo situado en las lindes de un bosque solitario, y tiene por protago- nistas a dos hermosas jévenes unidas por una perversa pasién amorosa. aron sus con- B17 Gran parte de la psiquiawria de la segunda mitad del siglo x1x consideraba, en efecto, que el lesbianismo era una “degeneracién” propia de una “especie” 0 “raza” maldita. Le Fanu, se valié de estas ideas y las asocié con elementos pro- venientes de la literatura vampirolégica: Magia posthuma (1706) de Karl Ferdinand von Schertz, el Libro de las prodigios de Flegén de Tralles (s. 1 A.C.) que inspiré a Goethe “La novia de Corinto” y Philosophicae et Christiana cogitationes de vampiris (c. 1732) del tedlogo aleman Johann Christoph Harenberg, obra cicada por Calmet a propésito del caso del vampiro Arnold Paul. La melancélica muchacha de ojos negros, voluptuosa y posesiva, que seduce a su amiga con sus encantos adolescentes, tiene igualmente mucho de los demonios femeninos de la tradicién —por lo comtin relacionados con algu- na maldicién familiar~ y goza a la vez de la ambigiiedad sexual de los vampi- ros. En sus sucesivas reencarnaciones, Carmilla esta sujeta a conservar siem- pre las letras de su nombre y, aunque algunos comentaristas han podido reconocer en ella las trazas de “Christabel” (1816) de Samuel Taylor Coleridge, no menos préximas se encuentran, lingiiistica y temdticamente, las gitanas Inesilla y Camila del “Relato de Pacheco” en el Manuscrito hallado en Zara goza de Jan Potocki. Por lo demds, la cita del Mercader de Venecia (Acto 1, esc. 1), puesta en boca del. padre de la narradora, establece un asombroso nexo entre Carmilla y el personaje de Portia, basado en la dama de Belmont del Pecorone (1378) de Giovanni Fiorentino, que suministraba una pocién magica a sus pretendientes para evitar ser desposada. En el siglo xx, la belleza tandtica de Carmilla se convirtié en el prototipo de la mujer vampiro, inspirando al menos cuatro peliculas, adaptaciones libres de su historia: Vampiro, 0 La extratia aventura de David Gray (1930) de Carl Dreyer, ¥ morir de placer de Roger Vadim (1960), La hija de Drécula (1972) de Jestis Franco y La maldicidn de los Karnsteins (1980) de Thomas Miller. 318, CARMILLA* PROLOGO En observaciones agregadas al relaro que se transcribe de inmediato, el doctor Hesselius ofrecié una nota bastante detallada que incluye re- ferencias a su ensayo sobre el insélito asunto expuesto en el manuscrito. En tal ensayo examina este misterioso tema con su habitual lucidez y erudicién, a la vez que con una exactitud y brevedad memorables. Dicho trabajo constituira casi un tomo integro en la compilacién de los escritos que dejé este notable hombre de ciencia. Como en el presente volumen doy a conocer el caso con el tinico propésito de que resulte interesante para los “legos”, no afiadiré nada a lo que refiere sti perspicaz autora. Por lo tanto, después de minuciosa consideracién, decidi abstenerme de ofrecer un resumen de los argu- mentos que elaboré el ilustrado doctor Hesselius 0 de incluir fragmen- tos de su exposicién sobre un problema que, segtin declara, “entrafia, muy probablemente, uno de los mas profundos arcanos de nuestra exis- tencia dual y sus intermediarios”. Al descubrir este documento me senti ansioso por restablecer la co- rrespondencia iniciada por el doctor Hesselius hace muchos afios, con una persona tan aguda y cuidadosa como parece haber sido su infor- mante. Sin embargo, con gran pesar, comprobé que habia muerto en el lapso transcurrido. Es probable que la autora hubiese podido agregar muy poco al texto que se ofrece a continuacién, en el cual, en la medida en que puedo juzgarlo, se pone de manifiesto tan escrupuloso rigor. CAPITULO I UN SustO PREMATURO Nosotros, aunque de ningtin modo somos gente acaudalada, vivi- mos en un castillo o Schloss, en Estiria. En este rincén del mundo, unos ingresos reducidos posibilitan un tren de vida muy desahogado. Ocho- cientas o novecientas libras por afio hacen milagros. Es muy dificil que nuestras rentas nos hubiesen permitido estar a la par de la gente rica en * ‘Traduccién de Virginia Erhart. 310 Joseph Sheridan Le Fanu nuestro pais de origen. Mi padre es inglés y yo llevo un apellido inglés pese a que nunca estuve en Inglaterra. Pero aqui, en este lugar solitario y primitivo donde todo es tan excepcionalmente barato, en realidad no alcanzo a darme cuenta de hasta qué punto el poseer mucho mas dinero podria contribuir a acrecentar materialmente nuestras comodidades, o incluso nuestros lujos. Mi padre estaba al servicio del gobierno austriaco y luego se retird, contando para la subsistencia con una pensién y su patrimonio; asi adquirié a un precio irrisorio esta mansién feudal y la pequefia propic- dad territorial en la que se halla enclavada. Nada puede ser més pintoresco o aislado. El castillo se yergue en una foresta, sobre una pequefia eminencia. El camino, muy antiguo y estrecho, pasa frente a su puente levadizo —que en mi vida jams vi levantado— y ante su foso, colmado de follaje, en el cual se deslizan muchos cisnes y floran escuadras de blancos nenuifares. Por encima se levanta el frente del Schloss, con sus multiples venta- nas, sus torres y su capilla gética. Frente al portal del castillo, el bosque se abre en un claro irregular y muy pintoresco, y a la derecha un empinado puente gético permite que el camino trasponga un curso de agua que serpentea en las profun- das sombras a través de la arboled: He afirmado que éste es un sitio muy aislado. Juzgue si digo la ver- dad. Si se mira desde la entrada principal en direccién al camino, la foresta en la cual se yergue nuestro castillo se extiende a lo largo de quince millas hacia la derecha y doce hacia la izquierda. La aldea habi- tada mds cercana se halla a unas siete millas -segtin vuestras medidas inglesas— hacia la izquierda. El Schloss habitado mds préximo, intere- sante por sus connotaciones histéricas, es el que pertenece al anciano general Spielsdorf, ubicado a casi veinte millas hacia la derecha. Me he referido a “la mas cercana aldea habitada’, por cuanto hay, a sélo tres millas hacia el poniente —vale decir, en direccién al Schloss del general Spielsdorf- una aldea en ruinas, con su singular iglesita, que ahora carece de techo, y en cuya nave es posible contemplar las figuras yacentes sobre las tumbas de la orgullosa familia Karnstein en la actualidad extinguida-, que en otros tiempos también poseyé el desolado chateau que, desde lo mas espeso del bosque, domina las silenciosas ruinas del poblado. Con respecto a las causas que motivaron el abandono de este notable y melancélico lugar, circula una leyenda que relataré en su oportunidad. Debo describir ahora el muy pequefio grupo que integran los habi- tantes de nuestro castillo. No incluyo a los servidores ni a los beneficia- trios que ocupan habitaciones en los edificios adosados al Schloss. ;Escu- 320 Carmilla che y asémbrese! Mi padre, que es el hombre mds encantador del mun- do, se estaba poniendo viejo, y yo misma, en la fecha a la que se remon- ta mi relato, sdlo tenfa diecinueve afos. Desde entonces han pasado ocho afios. Mi padre y yo formabamos la familia que habitaba en el Schloss. Mi madre, una dama de Estiria, murié cuando yo era muy pequefia; pero por mi parte contaba con una bonachona gobernanta que habja estado conmigo casi podria decir desde mi infancia. No pue- do acordarme de la época en que su rostro regordete y benévolo no era una imagen familiar en mi memoria. Se trataba de madame Perrodon, oriunda de Berna, cuyo carifto y bondadosa naturaleza en parte suplie- ron la ausencia de mi madre, a quien ni siquiera recuerdo ya que la perdi en época tan temprana. Madame Perrodon era la tercera persona en nuestra reducida mesa familiar. Habifa ademas una cuarta, mademoiselle de Lafontaine, una dama a quien, segtin creo, ustedes califican de “insticutriz iJustrada”. Hablaba francés y alemdn; madame Perrodon se expresaba en francés y chapurreaba el inglés, idiomas a los que mi padre y yo agregdbamos el inglés, que utilizdbamos diariamen- te, en parte para evitar que entre nosotros se convirtiera en una lengua muerta y en parte por motivos patridticos. La consecuencia era una babel que solia causar regocijo en los extrafios y que de ningtin modo trataré de reproducir en esta narracién. Ademés, también contébamos con dos 6 tres sefioritas jévenes, aproximadamente de mi edad, que a veces solian visitarnos, durante perfodos mas 0 menos prolongados, vi- sitas que a menudo yo retribuia. Estos eran nuestros habituales contactos sociales, pero, por cierto, ocasionalmente también recibfamos visitas de “vecinos” que vivian a sdlo cinco o seis leguas de distancia. Pese a todo, mi existencia era mas bien solitaria, puedo asegurarlo. Mis gobernantas ejercian sobre m{ tanto dominio como, segiin pue- de conjeturarse, personas tan prudentes como ellas estaban en condi- ciones de desplegar en el caso de una chiquilina bastante mimada, a quien su tinico progenitor le permitia hacer su voluntad casi en todo. El primer incidente en mi vida que produjo en mi mente una terri- ble impresién —que, de hecho, nunca se ha borrado— es uno de los mas remotos episodios que soy capaz de recordar. Algunos podran pensar que es tan trivial que no debiera ser registrado aqui. No obstante, ya se verd, a su debido momento, por qué lo menciono. El “cuarto de los nifios”, como se lo llamaba pese a que yo constituia sui tinica ocupante, era una amplia habitacidn situada en el piso supe- rior del castillo, que culminaba en un empinado techo de roble. Una noche —no puedo haber tenido mas de seis afios~ me desperté y, al Joseph Sheridan Le Fanu recorrer el cuarto con la mirada desde mi cama, no conseguf ver a la doncella, Allf tampoco estaba mi nifiera, y pensé que me habian dejado sola, No ten{a miedo porque era uno de esos nifios afortunados a quie- nes cuidadosamente se mantiene en la ignorancia de historias de fantas- mas, de cuentos de hadas y de todas esas leyendas que nos impulsan a taparnos la cabeza cuando la puerta rechina stibitamente o el parpadeo de una vela que se extingue hace que la sombra de la columna de un lecho bailotee sobre la pared, muy cerca de nuestra cara. Me senti enfa- dada y ultrajada al comprobar —tal como suponia— que me habfan aban- donado y empecé a gimotear, prepardndome para una buena explosién de Ilanto; en ese momento, con gran sorpresa, vi que una cara solemne, pero muy hermosa, me observaba desde un costado del lecho. Era el rostro de una joven dama; estaba arrodillada y tenia las manos debajo del cobertor. La miré con una suerte de complacido asombro y dejé de gimotear. Me acaricié con las manos, se tendié junto a mien el lecho y me atrajo hacia sf sonriendo. De inmediato me senti deliciosamente tranquilizada y volvf a dormirme. Me desperté con Ja sensacidn de que dos agujas penetraban profunda y simulténeamente en mi pecho y empecé a gritar con todas mis fuerzas. La dama tetrocedié con los ojos fijos en mi; enseguida se deslizé hasta el piso y, tal como cref, se escon- did debajo del lecho. Entonces por primera vez me sentf aterrorizaday grité con incontenida vehemencia. La nifera, la doncella y el ama de Ilaves acudieron a la carrera y, al escuchar mi relaro, trataron de aclararlo al mismo tiempo que intentaban calmarme lo mejor que podian. No obstantre, pese a que yo era muy chica, estuve en condiciones de advertir que en sus palidos rostros relucfa una insélita mirada de ansiedad y que revisaban debajo de la cama, registraban la habitacién, miraban debajo de las mesas y en el interior de los armarios. El ama de llaves le susurré a la nifiera: ~Coloque la mano en esa depresién que hay en la cama; sin lugar a dudas alguien se tendié allf; el sitio todavia esta tibio. Recuerdo que la doncella me acariciaba y que las tres me examina- ron el pecho en el sitio en que, segtin les expliqué, senti el pinchazo; dictaminaron que no habia ninguna sefial visible de que tal cosa me hubiese sucedido. El ama de Ilaves y las otras dos servidoras que se hallaban a cargo del “cuarto de los nifios” pasaron toda la noche en vela y desde ese momen- to hasta que tuve alrededor de catorce afios siempre hubo una criada en la habitacién vigilando mi suefio. Después de este episodio, durante mucho tiempo estuve muy ner- viosa. Llamaron aun médico; era pdlido y anciano, Recuerdo perfecta- Carmilla mente bien su largo rostro taciturno, levemente marcado por la viruela, llegaba a casa dia por medio y me administraba medicamentos que, por supuesto, yo detestaba. Al dia siguiente de haber visto esta aparicién me hallaba en un esta- do de terror y no podia soportar que me dejaran sola ni siquiera un momento, por mds que fuera a pleno sol. Recuerdo que mi padre vino a mi habitacién, se ubicé junto a la cabe- cera de la cama y charlé con aire muy alegre; le hizo a la nifiera una serie de preguntas y ser rid cordialmente al escuchar una de sus respuestas; después me palmeé en el hombro, me besé y me dijo que no me asustara porque eso no era nada mds que un suefio y no podia dafiarme. Pero no me senti tranquilizada porque sabfa que la visita de la extra- fia mujer no habia sido un suefo: por el contrario, me encontraba ho- rriblemente aterrorizada. Me senti un poco mejor cuando la doncella me aseguré que habia sido ella quien entré en la habitacién, me miré y se tendid junto a mi en el lecho, y que sin duda alguna yo estaba semidormida y por eso no reconoct su cara. Pero esta explicacién, aunque avalada por la nifera, tampoco me satisfizo plenamente. Recuerdo que en el transcurso de ese dia llegé un venerable anciano, vestido con una sotana negra; entré en la habitacién en compaiifa de la nifera y del ama de llaves; después de hablar un poco con ellas me dirigié la palabra muy bondadosamente; su rostro era muy dulce y amable. Me explicé que iba a rezar y, después de unir mis manos, me pidid que dijera en voz baja mientras ellos estaban rezando: “Sefior, escuchad las buenas plegarias por nosotros, en nombre de Jestis”. Creo que ésas eran las palabras textuales porque a menudo las repetia para m{ misma y ademds porque durante muchos afios mi nifiera me las hacfa incluir en mis oraciones. Puedo evocar perfectamente bien el rostro dulce y pensativo de ese anciano canoso, vestido con su sotana negra, mientras permanecia de pie en esa habitacién clevada, tosca, sombria, amueblada segtin la torpe moda de tres siglos atrds, cuya penumbrosa atmésfera sélo era quebrada por la escasa luz que penetraba a través de la pequefia ventana enrejada. Se arrodillé y las tres mujeres lo imitaron; oré en voz alta con entona- cién profunda y temblorosa durante mucho tiempo, o por lo menos asi me parecié a mi. He olvidado todo lo que precedié a este episodio e incluso también parte de lo que sucedié posteriormente se halla oscure- cido, pero las escenas que acabo de describir se conservan vividas como si fueran imagenes aisladas de una fantasmagoria circundada por las sombras. 323 Joseph Sheridan Le Fanu CAPITULO II UNA INVITADA Ahora voy a narrar algo tan insélito que, para dar crédito a mis pala- bras, sera necesario que se deposite una fe sin retaceos en mi veracidad. No obstante, mi relato no s6lo refleja la verdad sino que, por afadidura, se trata de algo que yo misma estoy en condiciones de atestiguar. Un apacible arardecer de verano, mi padre, como solia hacer a veces, me pidié que lo acompafiara a dar un breve paseo por ese hermoso tramo de la foresta que, segtin ya expliqué, se extiende frente al Schloss. El general Spielsdorf no puede venir a vernos tan pronto como yo habia supuesto —dijo mi padre mientras camindbamos. El general se habfa propuesto hacernos una visita que se prolongaria varias semanas y esperabamos su Ilegada al dia siguiente. Nos habia anunciado que lo acompafiaria una muchacha, sobrina y pupila suya, mademoiselle Rheinfeldr, a quien no conocia aunque, segtin me habian dicho, se trataba de una persona encantadora en cuya compaiifa des- contaba que pasarfa una temporada muy grata. Me senti mucho mas desilusionada de lo que posiblemente pueda imaginar una joven que reside en una ciudad o en una poblacién muy animada. Esta visita -y la nueva relacién que presagiaba— durante muchas semanas habja alimen- tado mis mas caros ensuefios. —Entonces, :cudndo vendra? —pregunté. =No serd posible hasta el orofio, y me atrevo a afirmar que no podra hacerlo hasta dentro de dos meses —me respondid—. En la actualidad, querida, me siento muy satisfecho de que nunca hayas conocido a mademoiselle Rheinfeldt. ~;Por qué? -le repliqué, ansiosa y mortificada al mismo tiempo. —Porque la pobre ha muerto —me contesté~. Me olvidé por comple- to de que no te lo habia dicho, pero esta tarde no estabas en el salon cuando recibi la carta del general. Me sentf tremendamente conmovida. En su primera carta, seis 0 siete semanas atrés, el general Spielsdorf habia dicho que su sobrina no estaba todo lo bien que podria desearse, pero no habfa nada que pudie- se sugerir la mds remota sospecha de un peligro inminente. Fea es la carta del general —me dijo entregindomela—. Me temo que su afliccién sea inmensa y ademas, segtin creo, la misiva fue escrita cuan- do se hallaba en un estado de dnimo que casi lindaba con el delirio. Nos sentamos en un tosco banco, debajo de un macizo de magnifi- cos tilos. El sol se estaba poniendo, nimbado por todo su melancélico esplendor, detras del boscoso horizonte, y el arroyo que serpentea junto 324 Carmilla a nuestra casa y se desliza debajo del empinado y viejo puente que ya mencioné se enroscaba en torno de un espeso grupo de nobles Arboles, casi a nuestros pies, reflejando en sus aguas los marchitos arreboles del firmamento. La carta del general Spielsdorf era tan asombrosa, tan ve- hemente y tan contradictoria en algunos puntos que la lei dos veces del principio al fin -la segunda vez se la lef en alta voz a mi padre- y aun asi fui incapaz de explicérmela, a menos que admitiera que la congoja ha- bia perturbado la mente de nuestro amigo. El texto era éste: “He perdido a mi querida hija, ya que la amaba como a tal. Los tlti- mos dias en que mi amada Bertha estuvo enferma no le pude escribir a usted. Con anterioridad no tenia idea de que se hallara en peligro. La he perdido y ahora me he enterado de todo, demasiado tarde. Mutié en la paz de la inocencia y en la gloriosa esperanza de un futuro bendito. El enemigo que traicioné nuestra necia hospitalidad fue el responsable de todo. Pensé que estaba acogiendo en mi casa la inocencia y el jibilo, una encantadora compajiia para mi perdida Bertha. ;Dios mio, qué estiipido fui! Gracias al cielo, mi nifia murié sin sospechar siquiera la causa de sus sufrimientos. Su vida se extinguid sin que llegara a vislumbrar la indole de su enfermedad y los malditos impulsos de quien originé este desastre. He de consagrar los dias que me restan de existencia para rastrear y exter- minar un monstruo. Seguin se me ha informado, puedo alentar la espe- ranza de triunfar en mi legitimo y piadoso propésito. Al presente, apenas si me guéa un débil rayo de luz. Maldigo mi obstinada incredulidad, mi despreciable actitud de superioridad, mi ceguera, mi testarudez, todo demasiado tarde. Ahora no puedo ni hablar ni escribir coherentemente. Me siento confuso en exceso. Tan pronto como me haya recuperado un poco me propongo dedicarme durante un tiempo a efectuar ciertas inves- tigaciones que, posiblemente, me obligaran a trasladarme a Viena. En algtin momento del otofio, de aqui a dos meses —o antes, si todavia estoy con vida~, lo visitaré... es decir, si me autoriza a ello. Entonces le referiré lo que en la actualidad apenas me atrevo a poner por escrito. Hasta pron- to. Rece por mi, querido amigo”. Con estas palabras terminaba la insélita carta, Aunque nunca llegué a conocer a Bertha Rheinfeldt, mis ojos se llenaron de lagrimas al ente- rarme tan stibiramente de la noticia; me sentia desconcertada y tam- bién profundamente desilusionada. El sol se habia puesto y cuando devolvi la carta del general a mi padre ya nos envolvia la penumbra del creptisculo. Era un noche clara y templada, y ambos proseguimos caminando despaciosamente mientras especulébamos sobre los posibles significa- dos que podrian tener las apasionadas e incoherentes frases que yo aca- 325 Joseph Sheridan Le Fanu baba de leer. Tuvimos que recorrer casi una milla antes de llegar al ca- mino que pasa frente al Schloss y en ese momento Ia luna relucia brillan- temente. Junto al puente levadizo nos reunimos con madame Perrodon y mademoiselle de Lafontaine que habjan salido, con la cabeza descu- bierta, para gozar de la exquisica claridad lunar. Cuando nos acercamos, escuchamos sus voces que parloteaban en animado didlogo. Nos unimos a elas junto al puente levadizo y des- pués nos dimos vuelta para admirar juntos la hermosa escena. El claro que acababamos de recorrer se extendia frente a nosotros. A nuestra izquierda el estrecho camino se pierde debajo de macizos de sefioriales Arboles y desaparece interndndose en Ja espesa foresta. A la derecha, el mismo camino atraviesa el empinado y pintoresco puente, junto al cual hay una torre en ruinas, que en otro tiempo custodiaba ese paso; detras del puente se eleva una abrupta eminencia, poblada con Arboles en cuya sombra se advierten algunas rocas grisdceas cubiertas con hiedra. Desde los terrenos bajos y tapizados de césped se elevaba una sutil pelicula de niebla, similar al humo, que subrayaba las distancias con un velo transparente; aquf y all4 podiamos distinguir el rio rutilando dé- bilmente a la luz de Ja luna. Era imposible imaginar una escena mas calma y apacible. La noticia de la que acababa de enterarme Ja tornaba melancélica, pero nada po- dia perturbar su profunda serenidad y la vaguedad gloriosamente en- cantada del paisaje. Mi padre, a quien complacia lo pintoresco, y yo permanecfamos en silencio contemplando el panorama que se mostraba ante nosotros. Las dos bondadosas gobernantas, ubicadas un poco detras, comentaban el espectaculo desplegando toda su elocuencia al referirse a la luna. Madame Perrodon era rechoncha, de mediana edad y romantica; hablaba y suspiraba po¢ticamente. Mademoiselle de Lafontaine —que por el hecho de que su padre era alemdn, se creia con derecho a ser psicéloga, metafisica e incluso un tanto mistica— declaré que, segtin se sabia perfectamente bien, cuando la luna brilla con una luz tan intensa, eso es indicio de una peculiar actividad espiritual. En tales condiciones de resplandor el efecto de ja huna llena es miiltiple. Acttia sobre los suefios, sobre los lunaticos, sobre las personas nerviosas; tiene sorpren- dentes influjos fisicos vinculados a la vida. Mademoiselle refirié que su primo, contramaestre de un barco mercante, una noche como ésa se tendié a dormir de espaldas sobre la cubierta con el rostro plenamente iluminado por la luna; sofié que una vieja le clavaba las ufas en la mejilla y al despertar comprobé que sus rasgos estaban horriblemente 326 Carmilla contraidos en un lado de las cara; su semblante nunca recuperé por completo el equilibrio. —Esta noche —afirmé-, la luna est4 colmada de influjos magnéticos y extrafios; y miren, cuando se observa el frente del Schloss, con su ven- tanas resplandeciendo y rutilando con ese plateado esplendor, se tiene la sensacién de que manos invisibles han iluminado las habitaciones para acoger a huéspedes sobrenaturales. A veces, hay estados de dnimo indolentes, en los cuales, como no nos sentimos predispuestos a hablar, la charla de los demas llega placenteramente a nuestros distraidos oidos; por eso prosegui admiran- do el paisaje, complaciéndome en el tintineo de la conversacién de las damas. —Esta noche he recafdo en una de mis disposiciones melancélicas — dijo mi padre, después de un silencio, y citando a Shakespeare, a quien para mantener nuestro inglés solia leer en voz alta, agreg en verdad no sé por qué estoy tan triste; Esto me fastidia; dectas que también os fastidia; Pero cémo lo consegui... de qué modo se apoderé de mt... He olvidado el resto. Pero tuve la sensacién de que alguna tremenda calamidad se cetnia sobre nosotros. Supongo que la desconsolada carta del pobre general tuvo algo que ver en ese estado de animo. En ese momento, el insdlito ruido de las ruedas de un carruaje y de multiples cascos de caballos resonando en el camino atrajo nuestra aten- cién. Aparentemente se aproximaba desde el terreno elevado que esta jun- to al puente, y muy pronto el séquito hizo su aparicién en ese sitio. Primero cruzaron el puente dos jinetes, luego siguié un carruaje arras- trado por cuatro caballos y por tiltimo vimos a dos jinetes que cabalga- ban en la retaguardia. Al parecer, de ese modo viajaba alguien de elevada jerarquia, y de inmediato nos absorbimos en la concemplacion de este espectaculo real- mente desacastumbrado. Poco después se torné mucho mis fascinante atin ya que, justo cuando el vehiculo acababa de atravesar el punto mas elevado del empinado puente, uno de los caballos que iban al frence se espant6, contagié su panico a los otros animales y después de uno 0 dos corcoveos todos al unisono irrumpieron en un desenfrenado galopes se abrieron paso entre los jinetes que cabalgaban al frente y se lanzaron atronando el espacio con la velocidad de un huracén a lo largo del cami- no, en direccién a nosotros. 327 Joseph Sheridan Le Fanu Esta estena, de por sf tan sorprendente, se tornaba mucho mas pe- nosa por el hecho de que desde Ia ventanilla del coche surgfan estriden- tes gritos proferidos por una aguda voz femenina. Avanzamos acuciados por la curiosidad y el horror; mi padre lo hacia en silencio, las demas emitiendo variadas exclamaciones de terror. Nuestra incertidumbre no se prolongs en exceso. Exactamente antes de Hegar al puente levadizo del castillo, en la ruta por la que estaban avanzan- do, a un lado del camino se yergue un magnifico tila; enfrente hay una antigua cruz de piedra, a cuya vista los caballos, que en ese momento co- rrfan a una velocidad realmente terrorifica, se desviaron y, en consecuencia, una de las ruedas del vehiculo se atascé en las rafces salientes del Arbol. Supe qué iba a suceder. Me tapé los ojos, incapaz de mirar, y di vuelta la cara; al mismo tiempo escuché un grito de las sefloras que me acompafiaban y que se habjan adelantado un poco. La curiosidad me impulsé a abrir los ojos, y asisti a una escena en la que reinaba la ms absoluta confusién. Dos de los caballos estaban en el suelo, el carruaje habia volcado y dos de sus ruedas giraban en el vacio; los servidores se hallaban muy atareados tratando de restablecer un poco de orden en los arreos; una dama, de rasgos y aspecto enérgicos, habia salido del carruaje y estaba de pie con las manos unidas, elevando de vez en cuando hasta Sos ojos el pafiuelo que sostenia en ellas, En ese momento, sacaron del coche a una jovencita, aparentemente desvaneci- da. Mi querido y anciano padre ya se habia aproximado a la dama de mas edad y, con el sombrero en la mano, evidentemente ponia a su disposicién la ayuda y los recursos del Schloss. Al parecer, la dama no le prestaba atencién 0, por lo menos, sélo tenia ojos para la gracil jovenci- ta que ubicaron en el declive del barranco. Me aproximé; en apariencia la muchacha estaba desmayada, pero sin duda alguna no habia muerto. Mi padre, que se sentia orgulloso de sus conocimientos de medicina, acababa de colocar sus dedos en la mufieca de la jovencita y aseguré a la dama —quien declaré, era su ma- dre- que el pulso, aunque débil ¢ irregular, indudablemente atin era perceptible. La sefiora unié las manos y elevé la mirada hacia lo alto, como si hubiese sido acometida por un momentaneo arrebato de grati- tud; pero de inmediato torno a recaer en esa actitud teatral que, segtin creo, es natural en ciertas personas. La dama, si se tiene en cuenta su edad, era lo que puede calificarse como una mujer hermosa y, sin duda, en su juventud habria sido muy bonita; era alta, pero no delgada; Jlevaba un traje de terciopelo negro; su semblante estaba bastante pdlido pero sus facciones eran orgullosas y enérgicas, si bien en ese momento se Jas veia hondamente perturbadas. Carmilla —:Es posible que alguien haya nacido para soporrar una calamidad asi? of que decia, con las manos crispadas, cuando me acerqué—. Aqui estoy en un viaje de vida o muerte, en el cual perder una hora posible- mente signifique perderlo todo. Mi hija no se recobrara suficientemen- te como para reanudar ‘a marcha por vaya uno a saber cudnto tiempo; tengo que separarme de ella; no puedo, no me atrevo a demorarme. :Puede informarme, sefior, a qué distancia se halla la aldea mds proxi- ma? No tengo mas remedio que dejarla alli; ademds, no veré a mi que- rida hijita, y ni siquiera tendré noticias de ella hasta mi regreso, dentro de tres meses. Asa mi padre por el brazo y le susurré perentoriamente: —;Papa! Por favor, ruéguele que la deje con nosotros... seria maravi- lloso. ;Por favor, digaselo! Si madame quisiera confiar su nifia al cuidado de mi hija y de madame Perrodon, su bondadosa gobernanta, y consintiera en que per- maneciera con nosotros en calidad de invitada nuestra, a mi cargo, has- ta su regreso, ello seria para nosotros una distincién muy honrosa y, por nuestra parte, le brindarfamos todo el cuidado y la devocién que una misién tan sagrada entraiia. No puede hacerlo, sefior, porque significaria poner a prueba con excesiva desaprensién su benevolencia y su caballerosidad —respondié la dama con aire ausente. Por el contrario, eso significarfa concedernos un gran favor en el momento en que mds lo necesitamos. Mi hija acaba de sufrir una cruel desilusién por cuanto ya no recibird una visita en cuyo transcurso, des- de hace mucho tiempo, confiaba en sentirse plenamente feliz. Si deja a esta jovencita a nuestro cuidado, ése serd el mejor consuelo para mi nifa. En la ruta que esté recortiendo, la aldea més préxima se halla muy distante y carece de uma posada adecuada como para que se instale su hija; sin duda alguna, tampoco puede permitir que prosiga, sin peligro, un trayecto en el que debe recorrerse una considerable distancia. Si tal como usted afirma, no le es posible cancelar el viaje, tiene que separarse de ella esta noche misma, y en sitio alguno se hallara mas segura que con nosotros. En el aspecto y en los modales de esa sefiora habia algo tan distin- guido, incluso tan imponente, y su actitud era tan cautivadora que me causé la impresién —prescindiendo en absoluto de la manera en que viajaba— de que se traraba de alguien de elevada posicién. Aesa altura de los acontecimientos ya habian reubicado el vehiculo en sit posicién correcta y a los caballos, por completo apaciguados, tes habjan vuelto a colocar los arneses. 329 Joseph Sheridan Le Fanu La dama lanzé a su hija una mirada que, me parecié, no era tan afectuosa como uno podia haber supuesto, si se tenfa en cuenta el co- mienzo de la escena; luego, hizo un ligero gesto de asentimiento a mi padre y se alejé con él dos 0 tres pasos, fuera del alcance de nuestros oidos; le hablé con expresién muy seria y rigida, en modo alguno simi- lar a la que habia utilizado hasta ese momento. Me asombré sobremanera que mi padre, en apariencia, no hubiese advertido el cambio y, al mismo tiempo, senti gran curiosidad por saber qué le estaba diciendo ella, casi al ofdo, con tanta seriedad y premura. Dos 0 tres minutos a lo sumo, pienso, estuvo hablando con mi pa- dre; luego gird sobre s{ misma y, recorriendo unos pocos pasos, se acer- 6 al sitio en que yacfa su hija, sostenida por madame Perrodon. La dama se arrodillé un momento junto a la jovencita y le susurré al ofdo algo que parecfa una breve bendicidn, 0 por lo menos eso fue lo que supuso madame Perrodon; después de besarla répidamente, se introdu- jo en el coche, la portezuela fue cerrada, los lacayos con sus libreas de gala treparon a la parte posterior del vehiculo, los criados que iban a la vanguardia picaron espuelas, los postillones hicieron restallar los léti- gos, los caballos corcovearon e irrumpieron subitamente en un desen- frenado trote que muy pronto se convirtié en galope, y el vehiculo des- aparecid con rapidez seguido a idéntica velocidad por los dos jinetes que marchaban en la retaguardia. CAPITULO III COMPARANDO OBSERVACIONES Seguimos el cortejo con la mirada hasta que velozmente se perdié de vista en el bosque nimbado por Ia neblina; inclusive el sonido de cascos y ruedas se desvanecié en la silenciosa atmésfera de la noche. Nada quedé como testimonio de que ese episodio no habia sido una pasajera alucinacién, excepto la jovencita que precisamente en ese mo- mento acababa de abrir los ojos. No pude verla porque su rostro estaba vuelto en direccién contraria, pero levanté la cabeza, evidentemente buscando algo, y escuché una voz muy dulce que preguntaba con tono plafiidero: —;Dénde est mama? Nuestra bondadosa madame Perrodon le respondié con ternura y agregé algunas palabras destinadas a tranquilizarla. Entonces la mu- chacha pregunté: 330 Carmilla —:Dénde estoy? ;Qué sitio es éste? -e inmediatamente después afia- dié—: No alcanzo a ver el carruaje, zy dénde esté Matska? Madame respondié a sus preguntas en la medida de sus conoci- mientos; gradualmente la jovencita recordé cémo se produjo el acci- dente y se sintié muy satisfecha cuando se le informé que ninguna de las personas que iban en el carruaje ni ninguno de los acompafantes tenia heridas. Pero al enterarse de que su madre la habia dejado alli hasta su regreso, mds 0 menos en un lapso de tres meses, rompid a llorar. Me disponia a agregar mis consuelos a los de madame Perrodon cuando mademoiselle de Lafontaine colocé su mano en mi brazo y me dijo: —No se aproxime; en este momento estd en condiciones de hablar con una sola persona; cualquier excitacién, por leve que sea, posible- mente podria provocarle una recaida. Tan pronto como se la haya instalado cémodamente en la cama. pensé, correré a su habitacién para verla. Mientras tanto, mi padre habia dispueste que un servidor fuera a caballo a buscar al médico, que vivia a unas dos leguas de distancia; asimismo, se estaba preparando una habiracién para alojar a nuestra invitada. En ese momento la forastera se levanté y, apoydndose en el brazo de madame, traspuso lentamente el puente levadizo y atravesé el portal del castillo. Al ingresar, los servidores la aguardaban para darle la bienvenida y luego, de inmediato, se la acompafié hasta su dormitorio. La habitacién que habitualmente utilizamos como sala de estar es muy amplia; tiene cuatro ventanas que dan sobre el foso, el puente levadizo y el selvatico panorama que acabo de describir. Los muebles son muy antiguos, de roble tallado, y hay grandes bar- guefios, también de roble; las sillas estén tapizadas con terciopelo ptir- pura de Utrecht. Las paredes se hallan cubiertas con tapices, circunda- dos por grandes marcos dorados; las figuras representadas son de tama- fio natural y exhiben trajes muy antiguos y extrafios; se hallan ubicadas en escenas de cacerfa y de cetreria; el rono general es festivo. La habita- cidn no es excesivamente formal como para resultar incé6moda; allf to- mdabamos el té, pues con su habitual veta patridtica mi padre insistia en que la bebida nacional tenfa que ser compartida habitualmente con el café y el chocolate. Esa noche nos instalamos alli y, una vez que prendieron los candela- bros, comenzamos a comentar el episodio del atardecer, 331 Joseph Sheridan Le Fanu Madame Perrodon y mademoiselle de Lafontaine integraban nues- tro grupo. Apenas la forastera fue instalada en el lecho, se sumié en un profundo suefo; las sefioras la habian dejado al culidado de una criada. —Qué opina de nuestra invitada? —pregunté, tan pronto como madame Perrodon entré en la habitacién-. Digame cuanto sepa acerca de ella. —Me agrada muchisimo —respondié madame-. Segiin creo, casi es- toy segura, es la criatura mas hermosa que jamds he visto; tiene mas o menos su misma edad. ;Qué esbelta y elegante es! —Es absolutamente hermosa —acoté mademoiselle, que por un mo- mento habia espiado en el dormitorio de la joven. ~iY qué voz mds dulce! —agregé madame Perrodon. —Una vez que el carruaje fue reubicado, ustedes no vieron a una mujer que iba en el vehiculo pero no salié de él, sino que se limité asomarse por la ventanilla? ~pregunté mademoiselle. No, no la habfamos visto. Entonces describié a una repulsiva negra que Ievaba la cabeza en- vuelta en una especie de turbante de variados colores, quien durante todo el tiempo estuvo mirando por la ventanilla mientras cabeceaba y hacia muecas despectivas destinadas a las sefioras; tenia ojos relucientes y enormes pupilas, sus dientes rechinaban como si estuviera acometida por un ataque de rabia. —Ustedes observaron qué siniestro era el conjunto de criados? —pre- gunté madame. —Si —dijo mi padre, que en ese momento acababa de Ilegar-; son los individuos con aspecto mas desagradable y rastrero que he visto en mi vida. Confio en que no asalten a la pobre sefiora en medio del bosque. Sin embargo, admito que son facinerosos muy habiles ya que consi- guieron restablecer el orden en menos que canta un gallo. —Me atrevo a afirmar que est’in agotados por haber cabalgado tanto —dijo madame—. Ademas de que su aspecto era perverso, tenian caras insdlitamente sumidas, oscuras y higubres. Soy muy curiosa, lo admi- to, pero apuesto a que maiiana, si se ha recuperado lo suficiente, la jovencita podra explicarnos todo esto. —No creo que lo haga —dijo mi padre, con una misteriosa sonrisa, al tiempo que inclinaba levemente la cabeza, como si supiera mucho mas de lo que se atrevia a confiarnos. Esto me hizo sentir mucho mds inquisitiva atin con respecto a lo que habia sucedido entre ¢l y la dama vestida de terciopelo negro, en el curso de la breve pero tan seria entrevista que precedié inmediatamente a su partida. Carmilla Apenas nos quedamos solos, lo insté a que me lo dijese. No fue necesario que insistiera demasiado. —No hay ninguna raz6n especial para que no pueda decirtelo. Se sentia bastante molesta por el hecho de verse obligada a confiarnos a su hija; me explicé que su salud era delicada y que sus nervios se hallaban perturbados, aunque no padecia ningtin tipo de ataque —eso me lo dijo sin que yo le solicitara aclaracién alguna— ni sufria alucinaciones; de hecho, es perfectamente normal. —;Qué exteafio que haya dicho eso! —acoré— jEra tan innecesario! —De todos modos, lo dijo —me respondié sonriendo-; y como de- seas saber todo lo que pasé, que por cierto fue muy poco, te lo contaré, Después agregé: “estoy haciendo un largo viaje de vital importancia (ella misma subrayé la palabra) que sera répido y secreto; regresaré a buscar a mi hija dentro de tres meses; en ese lapso, ella guardaré silen- cio en lo que concierne a quiénes somos, de dénde procedemos y hacia dénde estamos viajando”. Aqui termina cuanto me confié. Hablaba en un francés impecable. Cuando pronuncié la palabra “secreto” hizo una pausa de algunos segundos y me miré muy seriamente, fijando sus ojos en los mios. Crei entender que para ella eso era de suma importancia. Ya observaste con qué rapidez se marché. Conffo en no haber procedido en forma descabellada al hacerme cargo de esta joven. Por mi parte, me sentia sumida en el deleite. Ansiaba verla y conver- sar con ella y sélo esperaba que el médico me autorizara a hacerlo. Quie- nes viven en una ciudad no pueden tener ni la mas remota idea de hasta qué punto el hecho de entablar relaciones con un nuevo amigo significa tanto para nosotros, rodeados como estamos por esta soledad. El médico no Hegé hasta casi la una, pero yo no podria haberme ido ala cama a dormir, asi como tampoco podria haber alcanzado a pie el carruaje en el cual la princesa vestida de terciopelo negro se habia mar- chado. Cuando el médico entré en el salén nos dijo que su informe sobre la paciente era muy favorable. En ese momento se hallaba sentada en el lecho; su pulso era regular y al parecer estaba perfectamente bien. No habia sufrido ninguna herida y ya se habia recuperado de la leve conmo- cin que afecté sus nervios pero sin dejar rastros peligrosos. Sin duda alguna no se corria ningtin riesgo por el hecho de que yo la visitara, siempre y cuando ambas estuviéramos de acuerdo; por lo tanto, al contar con su autorizacién, de inmediato le envié un mensaje preguntandole si estaba dispuesta a recibirme unos pocos minutos en su habitacién. El criado regresé enseguida y me informé que eso era precisamente lo que ella mas deseaba. 333 Joseph Sheridan Le Fanu Puede tenerse la seguridad de que no dejé pasar demasiado tiempo sin aprovechar esta invitacién. Nuestra visitante estaba instalada en una de las mas hermosas habi- taciones del Schloss. Quizds era un tanto solemne. En la pared opuesta al lecho pendia un sombrio tapiz que representaba a Cleopatra con el dspid apoyado sobre el pechos y atras escenas majestuosamente clsicas se desplegaban, algo marchitas, en las dems paredes. Pero habia tallas recubiertas con oro y en el resto del decorado de la habitacién vividos y variados colores contribuian a contrarrestar la melancolia de los anti- guos tapices. Se habian colocado candelabros junto al lecho. La forastera estaba sentada; su gracil y esbelra figura se hallaba arropada en la bata de suave seda, bordada con flores y forrada con gruesa tela, con la que su madre le habfa cubierto los pies mientras estaba extendida en el suelo. Cuando me acerqué al lecho e inicié un saludo de bienvenida, ;qué fue lo que me dejé muda por un momento y me impulsé a retroceder uno o dos pasos? Lo explicaré de inmediato. Vi el rostro mismo que, por la noche, se me habia aparecido en la nifiez, aquel que habfa permanecido tan grabado en mi memoria y que por espacio de afios habia recordado con horror tan a menudo, cuando nadie sospechaba cuales eran mis pensamientos. Era bonito, inclusive hermoso; y al contemplarlo por primera vez, tenia la misma expresién melancédlica. Pero casi inscanténeamente se iluminé en una extrafia y rigida sonri- sa de reconocimiento. Se produjo un silencio que duré un minuto integros luego, por fin, ella hablé; a mf me fue imposible. ~;Qué extraordinario! ~exclamé~. Hace doce afios vi tu cara en un suefio, y desde entonces ese rostro siempre me ha perseguido. —Por cierto, es extraordinario —reperi, superando con un esfuerzo el horror que por un momento me habia privado del habla-. Hace doce afios, sea en una visién, sea en la realidad, sin duda alguna te vi. No puedo olvidar tu rostro; desde entonces siempre ha permanecido ante mis ojos. Su sonrisa se dulcificé. Lo que imaginé de insdlito en ella, sea lo que fuere, se habia esfumado y tanto la sonrisa como los hoyuelos de las mejillas relucfan deliciosamente, bonitos e inteligentes. Me senti tranquilizada y prosegui, mas a tono con las normas sefia- ladas por la hospitalidad, desedndole la bienvenida y expresdndole cuanto placer nos habfa proporcionado a todos nosotros su llegada accidental y, especialmente, hasta qué punto eso me colmaba de felicidad. 334 Carmilla Mientras hablaba le tomé la mano. Yo era un tanto timida, como suelen serlo las personas solitarias, pero la situacién me torné elocuente ¢ inclusive audaz, Oprimié mi mano, colocé la suya sobre la mia y sus ojos rehucieron mientras, mirando répidamente en los mios, volvia a sonreir y se ruborizaba. Respondié con suma gracia a mi bienvenida, Me senté junto a ella, atin asombrada. Dijo —Tengo que describirte 1a visi6n que wuve sobre tis es muy extrafio que ambas hayamos tenido, cada una de la otra, un suefio tan vivido, que ambas nos hayamos visto, yo a ti y ti a mi, con el aspecto que tenemos en la actua- lidad, en una época en que, por supuesto, las dos no éramos mds que nifias. Contaba en aquella época unos seis aftos; me desperté después de haber teni- do un suefo confuso y perturbador y me hallé en una habitacién, en nada similar a mi cuarto, pesadamente recubierta con madera oscura;en ella habia armarios, camas, sillas y bancos. Segtin creo, todos los lechos estaban vacios y excepto yo misma no habjfa nadie mds en la habitacién; después de observar a mi alrededor durante algtin tiempo y luego de admirar en especial un candelabro de hierro, con dos brazos, que sin duda reconoceré si vuelvo a verlo, me deslicé debajo de uno de los lechos con el propésito de llegar hasta la ventana; pero cuando salia de abajo de la cama, escuché a alguien que estaba llorando; y al mirar hacia arriba, mientras todavia estaba de rodillas, te via ti—sin duda alguna eras tti~ tal como te veo ahora: una dama joven y hermosa, con pelo dorado, grandes ojos azules y labios... tus labias, eras tui tal como te encuentro en este momento. Tu aspecto me conquisté; me subi al lecho y te rodeé con mis brazos y creo que ambas nos quedamos dormidas. Me desperté un grito; estabas sentada gritando. Me senti aterrorizada y me deslicé al suelo y, segtin: me parece, por un momento perdi la conciencia; pero cuando recuperé el sentido me encontraba de nuevo en mi cuarto de regreso en mi casa. Desde entonces nunca pude olvidar tu cara. No podria confundirme por la mera semejanza. Exes tla dama que vi en ese momento. Entonces me correspondié narrar mi visidn similar, lo cual hice, ante el manifiesto asombro de mi nueva conocida. —No sé cual de las dos debe sentirse mds temerosa con respectoa la otra —dijo, sonriendo de nuevo-. Si fueras menos bonita, creo que ten- drfa que estar muy aterrorizada ante ti, pero, siendo tal como eres, y ttt y yo tan jévenes, creo solamente que trabé relacién contigo hace doce afios y que, por lo tanto, ya tengo un derecho adquirido para disfrutar de tu amistad; de todos modos, sin duda se tiene la impresién de que est4bamos destinadas, desde nuestra mas temprana infancia, a ser ami- gas. Me pregunto si te sientes tan extrafiamente atraida hacia mi como yo hacia ti; nunca tuve una amiga... zal fin encontraré una ahora?

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