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Reflexión sobre la muerte de Juan Pablo II

Ruth Ramasco de Monzón


San Miguel de Tucumán, 25 de abril de 2005

A distancia ya del momento de la muerte de Juan Pablo II y su


intensidad emotiva, a distancia también del impacto mediático que nos
sumergió en ella, abierta nuestra memoria por la Misa de comienzo del
pontificado de Benedicto XVI, es tal vez el momento propicio para dejar que
una pregunta brote de nuestro interior y pese nuestro dolor y nuestro llanto.
La pregunta es ésta: ¿por qué lloramos tantos y tan diversos hombres y
mujeres al conocer el deceso de Juan Pablo II? No simplemente porqué
experimentamos dolor o pesar, sino porqué su muerte nos hizo sentir las
puertas y ventanas de nuestra vida cerradas por el duelo.

Nos animamos a preguntar debido a que, pese a todas las hipótesis


de fenómeno de contagio masivo, o de ilusión colectiva, o de exacerbación
producida por la atención de los medios, o de inducción deliberada para
favorecer la continuidad de determinadas tendencias eclesiológicas, el
testimonio dado por una multitud de seres humanos, distintos en su sexo,
edad, cultura, condición de vida, creencias, etc., dijo que la muerte de Karol
Wojtyla, Sumo Pontífice de la Iglesia Católica, había ocurrido en sus vidas; en
las suyas y no en las de otros; en la profundidad de una intimidad a la que no
tenía acceso ningún medio; en una cercanía capaz de traspasar toda
distancia producida por el poder, o la autoridad, o el protagonismo a nivel
internacional. Lo que todas esas voces reclamaron para sí era la propiedad
de su dolor y su duelo.

¿Qué es lo que la voz del dolor dijo? El dolor exclamó que habíamos
visto a un hombre cuya fe, cualesquiera hubieren sido los límites y errores
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humanos de quien la sostenía, nos había hecho volver a sentirnos cobijados


como hombres, volver a sentirnos amados, volver a sentir el aliento
preocupado de alguien junto a nuestra vida. De alguna manera, el soplo de
un olvidado, y sin embargo tan vigorosamente cálido, sentimiento de
humanidad había vuelto a rozar nuestras vidas, aunque más no fuera por un
instante.

Quizás habría que animarse a sentir el abismo de humillación o


insignificancia que cabe en una vida humana, para darse cuenta de lo
importante que puede ser el contacto fugaz con las manos, o la mirada, o las
palabras de un hombre frente al cual aún somos considerados humanos.
Quizás habría que sentir en la piel y en los huesos la miseria de un
continente pobre y humillado, para animarse a creer en un gesto o en un roce
de piel, porque se sabe y se siente con certeza que ahí no somos
rechazados. O tal vez sería necesario habitar en un mundo en donde el
cristianismo pareciera sólo una reliquia de un pasado ya demasiado lejano,
para sentir la nostalgia de una voz que ya ha sido olvidada y, bajo la fuerza
de esa nostalgia, encontrar la presencia de un dolor que es en nosotros el
único vestigio de un rostro y una palabra que ya no recordamos. De alguna
manera, las fibras de un misterio de humanidad escondido en nuestras vidas
fueron tocadas, y el sonido viviente de este contacto fue un profundo llanto de
dolor.

Los itinerarios de ese contacto fueron diversos. Algunos se sintieron


conmovidos por el vigor y la energía de Juan Pablo II; otros, en cambio, se
experimentaron vinculados por la fragilidad, el dolor y la enfermedad; algunos
se unieron a la fuerza de su presencia pública y su protagonismo en la vida
internacional; otros recordaron sus ojos cerrados, buscando la presencia de
Dios en la oración. Y otros, de más está decirlo, experimentaron su
humanidad como aquello que no era comprendido por las palabras o la
acción del Pontífice. Toda persona pública dibuja imágenes distintas en las
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retinas de los que lo ven; así como toda voz que se pronuncia concita la
aprobación y el rechazo, la coincidencia o la distancia crítica, la enemistad, y
hasta el odio.

Tan sólo miradas alienadas por la insignificancia y la ficción


mediática pueden considerar que el anhelo de una vida humana sea estar en
los medios, y tildar de exhibicionismo y vanidad personal la presencia pública
constante. Cualquiera fuera la mezcla a la que toda vida humana se hallare
sujeta, y, por ende, también la del Papa, todo hombre conoce en la fragilidad
de su propia persona, el anhelo de quietud que engendra el dolor físico, el
pudor que lleva a ocultar las facciones deformadas por la edad y el
sufrimiento, el peso insoportable de la vestimenta cuando nuestros miembros
experimentan el agobio de la rigidez y del dolor, la inclinación irrefrenable que
pide dejar nuestras tareas y responsabilidades en otras manos para poder
descansar.

Tan sólo inteligencias que han vaciado el horizonte del mundo y de


la historia, para reducirlo a conflictos de poder y de intereses, pueden leer
toda la experiencia humana en claves de antagonismos y alianzas, anhelos
de dominio y estrategias de expansión. Nadie pretende negar su presencia
en el hombre y en la historia; sólo que es preciso decir que esos rasgos no
dan cuenta de la totalidad de un rostro humano. Nadie pretende afirmar que
los conflictos de poder no forman parte de la vida de la Iglesia: son el pan y el
vino que son llevados cotidianamente a la mesa del altar, pero en el altar no
sólo están ellos, ni sólo los sacerdotes, ni sólo la asamblea: también está
Dios, transformando la más pequeña de nuestras realidades, incluso el
poder, los intereses, los conflictos, en ofrecimiento de salvación para todo
hombre.

Ahora bien, tanto la multiplicidad de imágenes, como la gama


variada de posiciones asumidas frente a las palabras y decisiones de Juan
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Pablo II, los mil detalles de un ser humano que conocimos durante los 26
años de pontificado, no hicieron otra cosa más que dar un testimonio
unánime: alguien expuso frente a los hombres de todo el mundo su figura, su
rostro y su voz. Alguien se opuso al anonimato y pasividad de la vida
humana, al carácter privado de la fe que sostiene la vida; alguien dijo
públicamente que era hombre, que creía en Jesucristo, que creía que la
Iglesia prolongaba en el mundo su acción redentora, y que la fuerza
interpelante del Misterio de la Encarnación que constituía a la misma le
impedía la mudez, el silencio, el anonimato, pues aquélla clamaba dentro
suyo que Dios había querido hacerse hombre y vivir junto a los hombres.
Misterio de la Encarnación y de la Iglesia en el que el Espíritu puja, exigiendo
la confesión de Pedro cuando siente la voz del Dios vivo preguntar: “Y Uds.,
¿quién dicen que soy?”

Este hombre, limitado como todos, pasible al dolor y la muerte como


todos, perteneciente a un segmento del espacio y de la historia, con los
rasgos físicos del pueblo al que pertenecía, con la experiencia vital de la
cultura que lo había acuñado, se animó a tomar el riesgo de que su persona
fuese la continuidad de aquél a quien la acción del Espíritu llevó a confesar:
“Tú eres el Mesías, el Hijo del Dios vivo”. Esa es la confesión que constituye
a Pedro, la fuerza por la que es constituido en roca, la debilidad humana que
se anima a confesar a Dios. Sin la humanidad de Karol Wojtyla, no
habríamos escuchado la confesión de Pedro; sin la confesión de Pedro, Karol
Wojtyla podría haber atraído o producido rechazo, pero no podríamos amar u
odiar en él un atisbo de la realidad de Dios. Son sus palabras dirigidas a
Jesucristo por la acción del Espíritu las que se volvieron juicio sobre los
límites de su humanidad; pero son los límites de su humanidad,
sobrepasados mil veces por su intención de hacer presente y confesar la
cercanía del Dios viviente, los que nos permiten decir, junto con Jesucristo:
“Bendito seas, Pedro, porque no es la carne ni la sangre quien te lo ha
revelado”.
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Es la confesión de Pedro, albergando su sentido en la muerte del


Pontífice y la intensidad inesperada del dolor que le siguió, la que puede
hacernos penetrar en el significado de nuestro llanto: en el dolor por la
muerte de quien tomó el riesgo de adelantarse y confesar su fe, nuestras
entrañas han reconocido los rasgos de nuestra propia fe. Nuestra vida no ha
podido contra ella; no importan las distancias, los errores, o la fuerza de
nuestros sufrimientos y desilusiones. No; nuestros oídos aún sienten ese
llamado que atraviesa la historia y pronuncia incansablemente: “¡Ven hacia el
Padre!”; nuestros ojos aún persiguen las huellas del caminar del Dios vivo
entre los hombres; nuestros músculos aún sienten la tensión del movimiento
que se desata, porque queremos echar a andar y volver a encontrarnos con
el Dios que nos espera y nos llama. En el tañido de muerte de las campanas,
hemos palpado la memoria del Dios viviente que hasta hoy constituye y sella
nuestro corazón. Ninguno de nuestros actos ha bastado para borrar su
imagen en nuestro interior. Cuando vimos a esa inmensa multitud de jóvenes
situarse frente a la muerte del Papa desde la alegría de la Resurrección,
muchos supimos que compartíamos el mismo Misterio, porque en el interior
de su muerte, en la superficie de una semilla opacada por la tierra y los años,
olvidada y pisoteada mil veces por nuestros propios pies, asomaba ahora un
brote verde: era nuestra fe, que aún vivía; era el dolor por todos nuestros
dolores y todas nuestras muertes, dolor que en su clausura había encontrado
la presencia del Dios vivo; era nuestra esperanza en la Resurrección.

¡Bendito sea Dios, si la muerte de quien confiesa, signo y realidad


del límite de su humanidad, hace brotar de nuestros labios las mismas
palabras de su confesión: “Tú eres el Mesías, el Hijo del Dios vivo”!
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