You are on page 1of 8

Néstor García Canclini: El arte como laboratorio de la

sociología (y a la inversa)
Exit Book, Revista semestral de libros de arte y cultura visual,
No. 10, Madrid, 2009

Nathalie Heinich, Pourquoi Bourdieu, París, Gallimard, 2007, 188pp.

Suele ocurrir con los autores convertidos en marca mediática: se escriben sobre ellos
tanto libros laudatorios como panfletos, Nathalie Heinich se propuso buscar, más que
algún justo lugar intermedio, una lectura no convencional de la obra de Bourdieu y a la
vez una comprensión de su arribo, en pocos años, a “fenómeno internacional” (p. 9).

Autora ya de libros dedicados a artistas (La gloire de Van Gogh, Minuit, 1991), a
otro sociólogo de la cultura, Norbert Elias (La Decouverte, 1997; en español, Nueva
Visión, 1999), con una de las miradas más luminosas sobre las intersecciones entre arte
y sociología, Heinich elige un camino riesgoso para hablar de Bourdieu. Su texto,
excelente introducción-balance de las investigaciones de este sociólogo sobre la
religión, la ciencia, la cultura, el arte, la política y la filosofía, al mismo tiempo incluye
su relación personal con el autor de La distinción, desde cómo lo conoció en el sótano
de una librería parisina en 1977 hasta sus reflexiones sobre el “desaprendizaje” a que la
llevó la última etapa.

No tiene nada arbitrario comenzar hablando del carisma del hombre y de la obra
si ésta despegó pensando esa noción weberiana. ¿Cómo se va siendo discípulo de un
carismático que luego deviene profeta y, con la colaboración de sus seguidores, es
reconvertido en sacerdote? ¿Y cómo contribuyen los apóstatas a formar la celebridad
polémica? Heinich recorre la trayectoria de Bourdieu, usando críticamente sus propios
instrumentos, a fin de reelaborar este dilema clave de la sociología de la innovación
cultural: distinguir el proyecto científico personal de los movimientos intelectuales y
mediáticos que le confieren un papel renovador o se lo quitan según peripecias ajenas a

1
la voluntad y el valor de la obra. Se percibe en este modo de acceder a Bourdieu el
entrenamiento de quien ha construido su visión sociológica del arte estudiando las
adhesiones y los rechazos al arte contemporáneo (Heinich, 1997).

Pocos, muy pocos, sociólogos habían colocado en el centro de sus


investigaciones, antes de Bourdieu, el arte y la cultura. Más raro, todavía, es que un
autor, en el sentido sartreano, alguien que busca refundar la teoría social, elija para sus
primeros textos una práctica de valor artístico “menor” como la fotografía y una
institución de nobleza cuestionada como los museos. Algo sucedía en países como
Francia, en los años 60 y 70, para que autores faros dedicaran muchas páginas a
escritores y artistas: Foucault se ocupaba de Borges y Velásquez, Deleuze de Proust,
Kafka y Bacon, Derrida escribía sobre Artaud, Bataille, Blanchot o Van Gogh. Bourdieu
anticipó en algunos artículos su análisis de un gran autor, Flaubert, pero antes de llegar
al libro sobre él (Las reglas del arte, en 1992), destinó centenares de páginas, en La
distinción y otros textos, a examinar los “gustos bárbaros” en el deporte y la moda,
registrar los comportamientos en relación con la música masiva, las elecciones de
muebles, ropa y maquillaje, “el arte de beber y de comer”.

Las investigaciones bourdieusianas se apartaron de las de filósofos que hablaban


a la generación post 68 de baby-boomers, los que acababan de llegar a la educación
superior e, impulsados por la prosperidad económica, estrenaban competencias
artísticas, sea para cultivarse como burgueses o viendo en el arte un “reflejo de valores
antiburgueses”. Bourdieu introduce lo artístico para desmitificar las ilusiones subjetivas
y revelar las estrategias ocultas de la diferenciación social. No lo hace con reflexiones
abstractas, sino usando encuestas, estadísticas, la retórica de la demostración científica.

Su rigor sociológico se aplicó a una zona –el gusto, las distinciones simbólicas–
donde parecían anidar las actividades menos “sociales”, más ajenas al determinismo
económico. ¿Se pueden cuantificar los modos en que los actos creadores participan en la
sociedad y se los aprecia, o estamos condenados a dejarlos librados a las intuiciones del
subjetivismo idealista? ¿Es posible construir explicaciones sociológicas sobre los
comportamientos estéticos que capten su especificidad, sin obligarla, como hizo el

2
mecanicismo marxista, a obedecer a leyes de clase? Entre la ilusión idealista de
autonomía y la coacción reductora del marxismo, Bourdieu construye otro camino
basado en dos nociones: homología y campo.

Ya en el postfacio al libro de Erwin Panofsky sobre la arquitectura gótica y el


pensamiento escolástico, cuya traducción al francés Bourdieu publicó en su colección
de Minuit, mostró que la arquitectura no es el “reflejo” o la “superestructura” de la
escolástica medieval; entre ambas no hay una relación de causalidad, sino de semejanza
analógica. La homología estructural permite tratar sociológicamente las obras de arte sin
verlas como efecto de sus condicionamientos.

Al mismo tiempo, la noción de campo establece un ámbito intermedio, o un


régimen de mediaciones, entre la sociedad y los individuos. En un tiempo en que se
había vuelto inverosímil deducir del modo de producción o de la pertenencia de clase el
sentido de una obra de arte, Bourdieu sostiene que la sociología de la creación artística o
intelectual encuentra su objeto en el campo especifico, o sea la red de vínculos entre los
agentes que hacen posible la existencia de una novela (autor-editor-libreros-críticos-
lectores) o una obra plástica (artista-galería-museo-críticos-receptores). Cada campo de
producción y circulación de los bienes simbólicos posee una lógica propia, dada por las
interacciones específicas entre poseedores del capital cultural y recién llegados. El
campo es autónomo respecto del orden económico general, pero su autonomía es
relativa: establece un orden que condiciona a los creadores, en homología con la
estructura social, según sus estrategias de distinción y su posicionamiento en los lugares
de dominio o de subversión.

La resonancia de la obra de Bourdieu en la investigación cultural se debe a que


demostró con estudios empíricos que las prácticas artísticas no son puras ni
desinteresadas, pero sin incurrir en la sociologización clásica que remitía a los creadores
y los públicos a una instancia demasiado general (la sociedad o la clase). Examinó la
producción de las obras y de su valor en sus contextos peculiares, donde los artistas y
los mediadores compiten por apropiarse del capital simbólico. Su limitación reside en
subordinar las múltiples prácticas realizadas en el campo a un principio general de

3
dominación social, y los muchos sentidos de lo que se hace al hacer arte a una lucha
entre legitimidad e ilegitimidad. Ya en La sociología del arte (2002) Heinich proponía
“seguir a los actores” en la diversidad de sus interacciones y describir los
desplazamientos “de la creación entre lo individual y lo colectivo, de manera de poder
reconstruir la genealogía de estas representaciones, estudiar el modo en que se articulan
con la experiencia” (Heinich, 2002: 166). En vez de una sociología normativa, una
sociología descriptiva. No desmitificar las ilusiones, sino poner en evidencia las lógicas
que permiten que los actores se orienten. El arte desafía a los sociólogos a experimentar
nuevas vías para comprender la singularidad y para reconocer los límites de sus
instrumentos.

Tanto en sus libros como en su política editorial en la revista Actes de la


recherche, observa Nathalie Heinich, Bourdieu transgredió las jerarquías de los géneros
instituidos y de las instituciones que se especializan en ellos. Junto con su equipo
extendió la metodología de análisis de los campos a las historietas, el cine, el jazz, la
moda, los deportes, la publicidad y muchos otros. A todos los gustos, cultos y populares,
pretendía aplicar la misma conceptualización. Por eso, sus obras y sus cursos atraían a
investigadores jóvenes de la sociología, la antropología, la comunicación, la historia del
arte y de la literatura. “Él me confió un día, en el bistrot, después del seminario, cuenta
Heinich, que, si no hubiera sido sociólogo, le hubiera gustado ser director de orquesta;
yo me atreví a sugerir que quizá era un poco en lo que él se había convertido. No hay,
en todo caso, sociología más polifónica que la suya” (Heinich, 2007: 133).

¿Es legítima esta extensión enciclopédica de la caja de herramientas de


Bourdieu? Por un lado, su rechazo de la especialización parece necesario para construir
una ciencia social de la totalidad, para reunir los pedazos recortados por cada disciplina.
Sin embargo, al reproducir en todos los ámbitos una misma explicación estructural,
según la cual su lógica se reduce a la lucha entre la distinción de los que tienen y la
pretensión de los que aspiran, no considera las diferencias de objetivos entre las
actividades del campo científico y el artístico, entre la producción de conocimientos y
las experiencias estéticas. Además, una concepción formada investigando las áreas
culturales “nobles” que conquistaron mayor autonomía, como el arte, la filosofía y la

4
ciencia, no logra captar la lógica diferente de las culturas populares, vistas en La
distinción como la reproducción degradada de la cultura dominante. Fue rotunda la
refutación de un coautor de Bourdieu, Jean-Claude Passeron, y un discípulo, Claude
Grignon, cuando demostraron que la teoría de “la legitimidad cultural”, que reduce las
diferencias a faltas, las alteridades a defectos, descuida otras estilizaciones de la comida,
de las formas de vestir o escenografiar la vida doméstica (Grignon y Passeron, 1991).

Tampoco sirve trasponer la comprensión de los campos más independientes a


zonas heterónomas, como la televisión, a la cual Bourdieu dedicó uno de sus últimos
libros, quizá el más endeble. Sin citar los estudios claves que investigaron la
especificidad de este medio, sin prestar atención a sus funciones lúdicas ni a sus
procedimientos distintivos (la dramatización, la espectacularización), le impuso el
racionalismo estructural formalizado en su teoría de los campos. Sólo menciona una vez
a un gran exégeta de las comunicaciones, Raymond Williams, pero sin acordarse de que
su examen más sofisticado de la cultura y los medios incluye “las estructuras de
sentimiento”. No se interroga por la dinámica singular del lenguaje televisivo, ni los
distintos tipos de interacción que articula con espectadores diversos.

El afán de expandir su “desidealización” a todas las prácticas e instancias


sociales, acaba produciendo lo que Heinich llama un “efecto de sideración”. Develar
con insistencia lo oculto confiere poder al que revela el secreto sobre aquellos que , por
no saberlo, se descubren actuando bajo fuerzas que no dominan. ¿Ustedes se creían
autónomos al gustar de ciertos cuadros, al elegir tales muebles? En realidad, están
reproduciendo la trayectoria de sus padres, los intereses de su clase, e incluso el interés
en lo que parece no tener interés ni finalidad práctica, como prescribe la estética de los
privilegiados desde Kant a nuestros días: estamos influidos y paralizados por los astros,
somos un engranaje dentro del sistema sideral.

El paso siguiente de la denuncia de la legitimación oculta es la acusación y la


culpabilización de los sometidos: “todo privilegio, concluye Heinich, equivale por
definición a una falta, porque aquel que tiene el poder de legitimar es forzosamente
culpable de no dar bastante, mientras aquel que es legitimado, cesando de ser

5
legitimable, por lo tanto víctima de una falta de reconocimiento, deviene cómplice de
un ejercicio ilegitimo de legitimación. En suma, la problemática de la legitimación
desemboca en una culpabilización generalizada.” (Heinich, 2007: 162). Esta secuencia
de develamiento-radicalización-culpabilización acaba de lograrse, como señalaron Luc
Ferry y Alain Renault, mediante la oscuridad del discurso. Las frases largas, cargadas de
subordinadas, el por momentos intrincado aparato científico, hunden al lector “en el
sentimiento inconfortable de que él no está a la altura del autor y que hará mejor en
callar sus objeciones y sus dudas” (Heinich, 2007: 162). La técnica se fortalece
insistiendo en “la complejidad inabarcable”, previendo y descalificando de antemano las
refutaciones, declarando que toda objeción es resistencia. Heinich completa su
argumento desmontando la estructura de los dobles discursos bourdieusianos: la
contradicción, la doble negación, la duplicación y la contra-performatividad, en el
sentido en que el discurso hace lo que dice que no hay que hacer.

El libro finaliza con una reflexión personal de interés epistemológico. En el


momento de acabarlo, Heinich consulta Google: 3.770.000 menciones a Bourdieu
(890.000 en Francia), menos que Foucault y Derrida, pero mucho más que Weber,
Durkheim, Elias y Goffman. Decenas de libros y premios, 216 traducciones en 27
lenguas reconocen su influencia internacional. ¿Por qué, se pregunta Heinich, la
desazón de su mirada, la molestia paranoica ante las criticas, la vehemencia amarga en
sus declaraciones de los últimos años? Es la “tristeza de una sociología rutinizada,
mecánica, de la que ha desaparecido lo que da la sal a la investigación: el placer del
descubrimiento”, una sociología “donde el paisaje obtenido al llegar se asemeja
exactamente a lo que se imaginaba al partir: un mundo desencantado, vaciado de sus
valores, de ganador, fundado exclusivamente con habitus y posiciones en el campo,
violencia simbólica y apuestas de luchas, dominantes y dominados, culpables malvados
y pobres víctimas. Triste reino.” (Heinich, 2007: 174)

¿Cómo salir? “Me llevó mucho tiempo, confiesa la discípula, comprender que
existen usos no agonísticos de la discusión intelectual, no críticos de la historia, no
desencantadores de la cultura, no políticos de la sociología, no cientificistas de la
ciencia” (Heinich, 2007: 175). En una caracterización de la tarea sociológica, que

6
vemos nutrida en el contacto de Nathalie Heinich con las artes, sostiene que vale más
descubrir que demostrar, que la pluralidad es lo propio de la experiencia humana y que
“el logicismo, que reduce esta pluralidad a la unicidad, es el primer enemigo del
investigador”. Defiende, por eso, la coexistencia de la sociología explicativa, que
evidencia las causalidades exteriores, con una sociología comprensiva, que toma en
serio “las lógicas subyacentes en las conductas de los actores confiando en su capacidad
de reflexividad”. Lo invisible, agrega, puede ser efecto de lo implícito y no
forzosamente de lo ocultado.

En las últimas líneas, la autora espera no haber escrito un libro desde la cólera
(“efecto del amor decepcionado”) sino desde la ambivalencia, “propia de afectos
realmente vividos” en el aprendizaje de un oficio y en el desaprendizaje de los riesgos.
Se percibe también como el libro de alguien que, según dice en otra obra, Lo que el arte
aporta a la sociología, aprendió en esta disciplina que las practicas artísticas, como las
demás, no tienen un valor absoluto y exclusivo, sino mediado por instituciones,
construido en contextos compartidos. Ante el desencanto producido por el conocimiento
objetivo, el sociólogo puede también abrirse a comprender cómo la obra de arte se
“vuelve enigma”. La sociología no es entonces una disciplina o un disciplinamiento del
modo correcto de conocer, que acusa a los incompetentes, sino una “antropología de las
obras” que “permite restablecer una circulación entre universos separados, contribuir a
renovar los lazos ahí donde la gente ha dejado de hablarse, rehacer un consenso en
donde sólo quedan fracciones que se enfrentan, se critican o se ignoran” (Heinich, 2001:
66).

7
Bibliografía

Grignon, Claude y Passeron, Jean-Claude. 1991. Lo culto y lo popular: miserabilismo y


populismo en sociología y en literatura. Buenos Aires, Nueva Visión.

Heinich, Nathalie. 1997. L’art contemporain exposé aux rejets. Études de cas. Nîmes,
Éditions Jaqueline Chambon.

2001. Lo que el arte aporta a la sociología. México, Sello Bermejo.

2002. La sociología del arte. Buenos Aires, Nueva Visión.

You might also like