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aN i =| ‘de 2010 en tllees Oeste, Buenos indice eCudrtas veces tengo que percionar? Nunea es tarde No me dejes caer en la tentacion Mayor amor Esclavo de un cocinero Un pacto con Abraham Lincoln Entre trago y trago, la Palabra del Senor La fuerza inagotable Lo pude el amor ‘Todo milagro es posible con Dios ey Prefacio ‘A medida que vayas creciendo te dards cuenta cada vex més de cémo pueden influiren tu dnimo y eu conduct el sentimiento de culpa (ese malestarinte- rior que sientes cuando haces algo malo 0 dafias a alguien), como ast también el rencor (ese sentimiento negativo que tienes cuando alguien te dafia u ofen- de), Pero también notaris cuénto bien te puede hacer el perdén de las personas alas que heriste 0 defrau- daste,y cudnto bien puede hacer atu corazén tener tuna actitud perdonadora hacia los que te ofenden. En este interesante libro encontrards historias apa- sionantes, muchas de ellas verdicas, que muestran tanto los perjucios de las conductas culpables como lo sanador que es el perdén, Los personajes que en este libro exhiben la gran- ddeza del espiritu perdonador no son otra cosa que imitadores del gran ejemplo que es nuestro Sefior Jesuctisto, que en la hora de su dolor supremo or6 asi «en favor de sus enemigos: “Padre, perdénalos, porque ro saben lo que hacen’ (Lucas 23:34), Que la lectura de este libro te inspire y te ayude a cukivar el mismo espiritu, y verds que tu vida estar lena de paz y amor. Los edivores. Plead por vosotros mises. BE fof f 0o¥ ‘Stu hermano peca contra ti amonéstalo fefeipe Si se'Grreplente! Beraénalo Y Sisicte veces al '¥ Siete veces al dio vuelve a ath yte diges Me erepienio: perdnaio Mucas 172, 4, td éCuantas veces tengo que perdonar? Pedro se acereé a Jests y le preguneé: —Sefior, zcusintas veces tengo que perdonar a mi hermano que peca contra mf? ;Hasta siete veces? No te digo que hasta siete veces, sino hasta setenta veces siete —le contesté Jess. Por eso el reino de los cielos e parece a un rey que quiso ajustar cuentas con sus siervos. Al comenzar a hacerlo se le presenté uno que le debia miles y miles de monedas de oro. Como él no tenfa con qué pagar, el sefior mandé que lo vendieran a él, a su esposa y a sus hijos, y todo lo que tenia, para as saldar la deuda El siervo se postré delante de él: —Ten paciencia conmigo —le rogé—, y te lo pagaré. Pero dl se negé. Mas bien fue y lo hizo meter en la crcl hasta que pagara la deuda. Cuando los demas sicrvos vieron lo ocurrido, se entristecieron mucho y fueron a contarle a su sefior todo lo que habia sucedi- do, Entonces el sefior mandé lamar al siervo: eCusntas veces tengo que perdone’? in Te perdoné To suplicaste. No de i? alos carceleros para ‘odo lo que debfa, tiene limites, los que lo Crees que un corazén de Dios puede actuar IE, *Ye, Yo soy el que borro tus ST rebeliones por amor @ mi mismo, y no me Bcordaré de tus pecados* (lesias 49:20) 4 Nunca es tarde Lo comprobé en cierta ocasién cuando mi tfo Juan se enojé con el joven abogado Luis Léper. ‘Como chacareros, mis tos cai siempre se retiraban. temprano a descansar y raramente prendian la estufa de la sala Esa noche el piso de la cocina estaba alforn- bbrado de diarios viejos, pues los muchachos habian estado engrasando sus botas, preparindose para el invierno que se avecinaba, La tia Beatriz estaba sentada en su _mecedora tejiendo afanosamente una prenda. Nosotros la lla- ‘mdbamos “la sila caminadora’, porque era eso preci- samente lo que pasaba cuando la tia se hamacaba. Era tuna de las mujeres mds ambles que jamés haya vist. ‘Nunca murmuraba, ni rezongaba por nada. Sus pala- bbras a veces estaban sazonadas con sal, no les quepa dua, y siempre se manifestaba en su hablar la gracia de una verdadera cristiana, hasta en sus expresiones de amonestacién Cuando estaba preocupada por algin problema, lo advertiamos por un hamacarse més vigoroso. Y enton- ‘es la vieja mecedora comenzaba a “caminat”. A veces, ‘tando luchaba en su interior, la mecedora se paseaba 12 Nunea es tarde ppor toda la cocina mientras ella tea y tea, hasta que de pronto se encontraba cara a cara con la pared. Entonces se ponia de pie gravemente, volvia la mece- dora a su lugar acostumbrado y comenzaba a hama- carse de nuevo, aparentemente sin percatarse de lo que habia sucedido. ‘Cuando el tio Juan estaba en la cocina, y la mece- dora comenzaba a pascatse, la tomaba firmemente y decia: —Mira Beatriz. Un dia vas a hamacarte tanto que Hlegarés hasta el camino, escapdndote de la chacra. Cufdate, que no quiero perderte Ella sonreia suavemente y respondia: —jEstaba pensando! —Deben de ser tus pensamientos poderosos los ‘que mueven tu sila, Me alegro de que los guardes slo para ti. Pero aquella noche la tfa Beatriz parecia sentir ple- nna paz. Su rostro estaba sereno y feliz, y sus dedos volaban guiando esa célida lana roja que tenia en su falda, Bajo el radiante circulo yo estaba luchando con ‘mi primera divisién de muchas cifras; y el tio Juan, ‘como de costumbre, se habia recostado en el viejo sillén, arropado con el abrigo que la tia Beatriz habia tejido para él. ‘Todas las noches se repetia la escena. Tia Beatriz, al verlo dormirse, le decta: —Mira Juan, :por qué no te acuestas? En el sillon 70 veces 7 13 no ardarés ni un minuto en dormirte. Entonces el tio se levantaba y se iba a sentar a st lado. Pero esi noche, antes de que ella pudiera hacer tal comentario, el tio Juan se levant6, se puso las bota, ‘tomé st saco abrigado de la percha donde estaba colga- do y ecogié los guantes hiimedos que se estaban secan- do sobre la estufa. Estaba por salir, cuando las maneci- Ila del viejo reloj indicaron las 20:30. Algo extraordi- natio iba a suceder, y todos los que estdbamos en la cocina asumimos una actitud de expectativa, —Voy a ir a dar una vuelta antes de acostarme —explicé el rfo Juan. Pero su esposa no se dejé engafiar y le dij: —Juan, por favor, no vayas a provocar cuestiones con el abogado. La mirada que su esposo le ditigié desde sus pro- fundos ojos castafios estaba muy lejos de ser amable. Por qué su esposa seria tan profundamente inquisiti- va? Casi podia leer los pensamientos. Ya te dije que no voy a pagar esa cuenta, y no la voy a pagar —declaré el tfo Juan—. :Cémo puede enviarme esa cuenta por sus servicios si él no hizo nada? Apenas gestioné que Santiago y yo nos encon- ttéramos para arteglar esa diferencia de manera pa cular evitindonos el juicio. Siempre hemos sido ami 9s con Santiago, y creo que si queremos siempre Podemos arreglar nuestras diferencias pactficamente. FAD! Ya sé... 14 Nunca es tarde Iba a continuar, pero tia Beatriz hizo un ademan como si fuera a interrumpirlo. Pero él dijo: —Reconozco que él es un hombre muy inteligen- te, porque pensé en algunos aspectos del caso en los que yo no habfa reparado. Estoy seguro de que hubig- ramos ganado bien el pleito, pero zpara qué perjudi- carlo a Santiago? Prefiero que todo haya tomado este camino. Ante todo, bien sabes que nunca hubiera querido que se le aplicara a Santiago todo el rigor de la ley. Yo sé que ti no querias ningiin pleito, Juan, Pero debes pagarle al abogado el dinero que corres- ponde. Es su trabajo, y no es su culpa que wi hayas deshecho el pleito. El joven abogado hubiera hecho un buen trabajo con tu caso, seguramente le hubiera dado prestigio en el pueblo. Al fin de cuentas, sus hhonorarios tampoco son excesivos. Por favor. Juan. tos formaban una pareja muy especial esa noche. Ella, menuda y endeble; él, robusto y vigoro- s0. Se mantuvo serena hasta que los ojos de su espo- s0 se fijaron en los de ella. Entonces él salié de la casa ‘murmurando: —Ya le voy a ensefiar a ese abogado que no le debo nada, Y si comienza a argumentar, ya le voy a dat. Eas iltimas palabras se perdieron con el eco del vio- lento portazo. El tio Juan era adicto a las blasfemias, y la tia Bea- triz se habja tapado los ofdos para no escuchar sus 70 veces 7 1e palabras. Antes habja indicado a los nifios con una breve orden que abandonaran la cocina; pero nosotros seguiamos escuchando desde el corredor, con nuestros ofdos apretados contra la pared hasta que o{mos el brutal portazo. Las malas palabras eran cosa corriente en ese pueblo cn la boca de los hombres, pero a los nifios se nos lava- ba la boca con jabén si las repetiamos. Pero nosotros sabfamos cudnto pesaba en el corazén de tia Beatriz esa actitud de su marido. A menudo se lo reprochaba con delicadcza, pero asumfa una actitud severa de admoni- cidn cuando él era mds agresivo, y tio Juan nunca se ‘enojaba por ello. Pero cuando se airaba nuevamente, se ‘olvidaba completamente de sus buenas intenciones. Cuando el eco del portazo se hubo perdido en la amplia cocina, tfa Beatriz. volvié a llamarnos para el culto vespertino. Lo hacia todas las noches, y el tio Juan no se oponta a ello. Acostumbraba recostarse en el sillén y parecfa escuchar con atencidn los relatos bilicos, pero siempre parecfa dormido cuando estiba- mos por hacer las oraciones. Aquella noche le pregunté a tia Beatriz, toda Preocupada: 2s cierto que el tfo Juan le va hacer algo terrible al abogado Léper esta noche? : —iPor supuesto que no! Pero vamos a orar por ello ‘ora mismo, Y oramos. Todavia puedo ver la expresién severa de su ros- 16 Nunca es tarde ‘to, mientras oraba. Su oracién me parecié muy rara, Dijo asf: —jOh, Sefior! Reprende a Juan por su blasfemia contra ti, Ponle un anzuclo en la nariz y tréelo de nue- vo a casa, tal como lo hiciste en tiempos pasados con cl rey Senaquerib (Isaias 37:29). Un anzuelo en la nariz!, pensé. No era demasia- do? Yo amaba al tfo Juan y casi estaba por Horar, pero algo habia en el rostro de tla Beatriz que me contuvo. Lentamente caminé hacia mi dormitorio, Pero no pensaba dormir. jNi por un momento! Me parecfa estar viendo al abogado Lépez y su esposa Maria. No los conocia, pero para mi él cra el proto- tipo del caballero con armadura y todo, y ella la hermosa princesa de la torre del castillo. ;Y me ima- ginaba que mi caballero debia ser como el abogado Lépez, cuando pasara a mi lado montado en un brioso corcel! {Qué estaria haciendo ahora para turbar la flici- dad de aquella pequefia casita blanca bajo las enreda- deras siempre verdes? También me preocupaba por el ‘fo Juan. Qué sucederia si Dios tomaba en serio la ‘oracién de tia Beatriz? El to Juan podia ser muy fuer- tc, pero si Dios lo tomaba en sus manos no habfa nada que hacerle. ;Cusinto anhelaba que la tia no hubiera pronunciado esas palabras! De pronto, la puerta de la cocina se abrié, Me des- licé tan quedamente como pude para escuchar. Tio 70 veces 7 17 Juan acababa de entrar y hete aqui que tenfa el anzue- fo en la natiz, Era facil notarlo. —Beatriz, deberias haberte ido a dormir. La mujer, sorprendida, recogié su tejido y apagé la Juz. Mientras palpaban su camino al dormitorio a tra- vés de la oscuridad, el tio murmuré: —No sé cémo me golpeé la nariz contra el par del portén. Tia Beatrie vino a mi dormitorio para ver si estaba bien abrigada, y al darme las buenas noches abracé su cuello y le dije: —El lo hizo lo mis bien. Le puso el anzuelo en la nariz. {Oh, tia Beatriz! ;Cudnto dolor! Al principio no me entendié. Pero luego escondié su rostro entre mis frazadas. No estaba riendo, porque después de un instante se secé los ojos y dijo: Qué estés diciendo, mi nifia? ;Quién hizo que {Tia!, tu oracién... {No recuerdas que oraste: “Ponle un anzuelo en la nara”? ;Pobre tio Juan! —2Realmente dije eso? —pregunté sorprendida—. No te preocupes, Dios ama a tio Juan; y si él le pone tun anzuelo en la nari, puedes estar segura de que es lo mejor que podria sucederle. ;Ahora, a dormir! Las cosas se hicieron quietamente al dia siguiente fn la chacta. Tio Juan estaba tan escurridizo como ‘uestro perro Capitén aquella vez que lo pescamos ‘omiendo huevos. Naturalmente yo bien sabia lo que 18 Nunea es tare habia sucedido, pero los muchachos se manifestar incrédulos. la boca con jabén? —comentaban los miembros de familia, Y aquella noche, sentados alrededor de la mes para la cena, recibimos otra sorpresa. Algunos de lo vvecinos habjan ayudado a preparar un gran tronco, fa Beatriz los habia invitado a cenar. Después de la cena, satisfechos, comenzaron a hablar sobre temas de negocios que nosotros los nifios no entendiamos ¥, como siempre, algunos mezelaban malas palabras en la conversacién. Tio Juan estaba nervioso como zorro atrapado. Se levantaba para cerrar el armario, para cerrar la ventana, para atizar el fuego. Tia Beatriz lo contemplaba lena de asombro. Finalmente exploté: —cCreen ustedes que es obligacién proferir jura- ments y blasfemias palabra por medio? A mi esposa no le agrada y, naturalmente, ella no tiene la obligacién de escucharlos, y mucho menos en su propia cocina, La animacién del grupo se quebré en dos. Des- pués de algunas palabras embarazosas de despedida, los hombres partieron en grave silencio. Pero su asombro no podria haber sido ni la mitad del nues- to, Mas tarde en la noche, tio Juan levanté la vista del diario que estaba leyendo y sonriendo intencio- nalmente dijo a su esposa: 19 70 veces 7 recio mucho ‘Supongo que los he sorprendido. Apr sums companeros de trabajo, pero ellos rendrin que darse cuenta de que... / Ya habiamos comenzado a advertir extrafios espa cios en blanco en la conversacién del tio Juan. No te preocupes, Juan —le contesté su esposa—, ya se inin acostumbrando. Por lo que a mf respecta, ime siento orgullosa de ti. Cuando un hombre defien- de asi a su mujer, ella no puede menos que semtirse —Supongo que es asi —le contesté el esposo— Nunca lo habia advertido. Quiero decir, estoy resuelto ano blasfemar nunca més, ni dentro de la casa ni fue~ rade ela Se adelanté y oprimié la mano de su esposa. Por ‘un momento reiné profundo silencio en el ambiente, controlado solamente por la batuta del mondtono tic-tac del viejo reloj. Luego el tio Juan prosiguié diciendo: ‘Nunca les conté lo que sucedié aquella noche ue fii a verlo al abogado Lépez, ;verdad? Bueno, Beatriz, l sencillamente me eché de su casa. No, no es posible, él nunca haria semejante cosa eiclaé la esposa revelando gran sorpresa en el tono desu vor. Pero tfo Juan parecta complacido. —Recuerdas —dijo— la tormenta de nieve que Buvimos esa noche? Cuando legué, mientras sacudia 20 Nunea es ter mis botas en el hall de entrada, pude ver por la ventas na el cuadro més hermoso que jamés he visto. Se vel tun drbol de Navidad, y el abogado Léper y su exp estaban al piano cantando. Decidf no molestat pero cuando me estaba yendo la puerta de calle abti6 y entré respondiendo a su invitacién. Comen a decile todo lo que habla pensado. El abogado m cescuché atentamente y contesté mis argumentos ‘© menos como lo hiciste ti. Sus respuestas me airaron, y comencé a enojarme de veras. Tii sabes cun obsti- nado soy; y cuando comencé a blasfemar, el Dr. Lépez. me dij: —St. Gonzalez, mi esposa esté present. Entonces, aunque habfa saludado a la Sra. Lépez al entrar, me volvi hacia donde ella estaba y haciendo tuna inclinacién de cabeza la saludé, diciendo: ;Buenas rnoches! Y segui adelante hablando en términos que no daban lugar a confusién respecto de lo que yo pensaba de dl, EI no podia comprender que yo ya habia perdi- do dinero en el arreglo, al ceder la mitad de mis dere- cchos a Santiago. Y, naturalmente, yo no podia permi- tirme desembolsar atin més dinero encima de todo. No recuerdo bien todo lo que le dije, peto indudable- mente iban mezcladas unas cuantas blasfemias y jura- mentos, porque lo hizo reaccionar. Se puso de pie, airado como no me imaginaba que pudiera llegar a ‘starlo, aunque se mantuvo tan sereno y cortés como 70 veces 7 at No desco su dinero, Sr. Gonziler —me dijo—. Pero este es mi hogar, y no permitiré que nadie venga gut y use ese lenguaje en presencia de mi esposa. ‘Acto seguido abrié la puerta de par en par y orden: —Ahora retirese. ‘Tio Juan hizo una pausa. Nosotros contenfamos el —Francamente, Beatriz —continu6 tio Juan—, nunca pensé pelearme con él. Me sent{ desconcertado por el giro que tomaban las cosas. Era la primera vez que un hombre me echaba de su casa por hablar de esa ‘manera y con mi deuda perdonada. Me puse de pie y comencé a encaminarme hacia la Puerta, pero tropecé con una mesita.. En eso, la ‘madre de la Sra. Léper, que habia escuchado la con- ‘mocidn, asustada por el ruido le grité desde la coci- a: Cuidado Luis, porque puede... pe cn verdad, lo que me desarmé completamen- tefuc la actirud de su esposa, que asiéndose a su mar do, le rogaba diciendo: —No lo lastimes, querido, por favor. jNo lo las- times! ali —Hhace un rato, Beatriz, me explicaste cuindo una ‘mujer se siente reina. Pues en ese momento el Dr Lopes se sintié como un rey. ¥ yo me sentia como un Perro, sin dnimo de intentar absolutamente nada, 22 Nunca es tarde a dejar la casa tan de prisa como él queria, por lo qi me empujé por la espalda con maneras nada suaves. Y sucede que al dar el primer paso ya fuera de la puert izasl, tropecé con todo mi ser en el pila de la galerfa Ya ves que te dije la verdad cuando te expliqueé el ori« gen en la herida de la nariz. La madre de la sefiora Lépez, entonces, cerré la puerta répidamente y guar= dandose la lave dijo: No, Luis, no te daté la lave, porque ese hombre podria. Di unas vueltas a la manzana hasta que mi nariz ddej6 de sangrar y me encaminé hacia aqui. Pero al pasar nuevamente por su casa, alcancé a ofr sus voces desde el dormitorio: Me alegro de que le hayas dicho a ese hombre peligroso que no queremos su dinero. —Todo esté bien, pero necesitabamos mucho ese dinero. Yo contaba con eso para la fiesta de Navidad. Ahora no tendremos siquiera un almuerzo especial No te preocupes, querido, mi felicidad es estar contigo. Las cosas van a mejorat, Luis. Te convertinis en el abogado més famoso de esta ciudad. Llamé nuevamente a la puerta, y el Dr. Lépez vino a abrirme en pantuflas. Yo no tenia muchos deseos de hablar, de modo que me limité a decisle, como si no lo hubiera visto antes: —Buenas noches, Dr. Lépez. He venido a pagarle 70 veces 7 23 Jos cien pesos que le debia y a invitarlos a ustedes para {que nos acompafien en el almuerzo de Navidad. Ven- dé a buscarlos en mi trineo alrededor del mediodta. Digle a su encntadora pom que aquel “hombre Jigroso” le suplica, por favor, su perdén. ew (Cres que vndrin? —comené incédul Beatriz — Seguro! Luis me dijo que vendrian, y me exten- dié la mano vigorosamente como para decitme que él se alegraba de que hubigramos arreglado las cosas. Su ‘esposa te agradard, estoy seguro. Durante todo mi via- je de regreso, estuve pensando en cuanto al hogar de los Léper, y reflexioné en que si su esposa es demasia- do delicada para escuchar blasfemias, mi esposa cier- tamente también lo es. —Es el relato mas interesante que he escuchado ‘en mi vida —respondié tia Beatriz—. Ni siquiera Marfa de Lépez se debe de sentir tan feliz como yo en esta noche.

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