2 enantio
IV. TRAVESTISMOS LITERARIOS:
IDENTIDAD, AUTORIA Y REPRESENTACION
DE LA MASCULINIDAD EN LA LITERATURA
ESCRITA POR MUJERES
Josep M. Armengol
Las mujeres han escrito siempre sobre los hombres,
pero han tenido que ser extremadamente prudentes
al hacerlo.
Jane Miller!
Este ensayo plantea muchas preguntas y, sin embargo, proporciona
pocas respucstas, pues se fundamenta/desearia fundamentarse en la
duda, no en la certeza; en lo probable, no en lo seguro; en lo plausi-
ble, no en lo incuestionable y, en iltima instancia, en lo heuristico e
hipotético, no en la demostracién ni en la tesis. Aunque un plantea-
miento de estas caracteristicas puede
realidad ofrece —o al menos podria/del
«que otros, pues desde un principio admite su propia provisionalidad
y refutabilidad, dos condiciones indispensables, a mi entender, para
supone inevitablemente cuestionar,
minaaon de taj codes bombers
1. Todas las eaducciones de citas procedentes de ttulosbibliogréficos anota-
dos en inglés son mia.
81mujeres —divisién fundada, como es sabido, en un pensamiento
occidental eminentemente dualista, que tiene sus origenes en la Gre-
cia platénica y que ha perdurado hasta nuestros dias— para el andli-
sis de cuestiones tan esenciales como laidentidad, autoriay represen-
tacién genéricas.
‘Aunque no cabe duda —como espero poder (de)mostrar— de la
interdependencia e inseparabilidad de estos tres conceptos, parece
aconsejable, a efectos de una mayor claridad conceptual y expositiva,
desglosar estos tres elementos. Ello nos ha de servir, a su ver, para
establecer la divisién estructural tripartita que articulard el resto de
este trabajo. Empezaré, asf pues, analizando cl concepto de identi-
dad sexual, del cual dependen, jociones tan fundamentales
como la autoria y representacién genéricas.
La creencia en la diferencia sexual como base para la posterior
formulacién de cualquier teorfa literaria (feminista) puede resultar,
cuando menos, algo artiesgada,? por distintas razones. En primer hi
2 la teoria foucauldiana nos ha ensefiado que el «sexo» es producto
ide pricticas discursivas espectfcas, de manera que los cuerpos devienen
asexuales cuando son separados de los propios discursos en que son
| sexuados. En palabras de Foucault:
La nocién de «sexo» permitié agrupar en una unidad artificial
‘elementos anatémicos, funciones biolégicas, conductas, sensa-
namiento como principio
‘como principio causal, pero
también como sentido omnipresence, secreto a descubrir en t0-
das partes: el sexo, pues, pudo funcionar como significante tini-
0 y com ido universal. (1976, p. 187)
En efecto, la categorizacién sexual binaria, como explica Sandra
Lipsite Bem (1993), surgié, al menos en su forma més ortodoxa,
entre mediados y finales del siglo XIX, como reaccién a una época de
desorden social en Inglaterra y otras partes de Europa, asf como los
Estados Unidos. «El origen del desorden», dice Bem, «se encontraba
en dos amenazas distintas al modelo sexual y genético hegeménico.
2. Véase De Laurtis (1987, pp. 1-3).
La primera ...] fue la lucha feminista por los derechos de las muje-
res, La segunda provenfa de los cambios en los modelos de compor-
dos hasta finales del siglo X1X se habia producido en las dreas urbanas
de América—y, un poco antes, también en las europeas— un consi-
derable aumento del negocio de la prostitucién, asi como de una
‘aunque necesariamente complementarias. Por un lado, describiendo
reglas mutuamente excluyentes para ser hombre y mujer. Por otro
lado, definiendo a cualquier persona o comportamiento que se des-
via de estas reglas como problemética —como antinacural o inmoral
ina perspectiva religiosa o como biolégicamente anémala 0
ente patolégica desde una perspectiva cientifica.
fecto de estos dos procesos es construir una re
psicolégico y sexual» (BEM, 1993, pp. 80-81).
Parece evidente, por tanto, que el binarismo sexual occidet
histérica y culturalmente especifico. Algo que nos viene a confirmar
lecida por el primer
y género (cultura).? Las conocidas
Yanagisako y Jane Collier (1987) han
argumentado, por ejemplo, que esta distincién es producto de dis-
‘cusos occidentales y etnocéntricos que no tienen en cuenta elemen-
tos de variacién cultural.
as Algunas culturas indias americanas, por ejemplo, no tienen dos, sino tres
sexo, a incluie dento desu reperorio seal a gua del berdache, apar de
dctuar como hombre o mujer segn las rcunsancias. ese a especto Gilmore
(1990, pp. 9,23, 207)Por » rructuralist ynstructivis ! ‘Como es sabido, la importancia del conocimiento biogréfico del
euanereran Seo aee ‘autor para la hermenéutica textual ha sido cuestionada en repetidas
‘han puesto también en tela de juicio cualquier intento de mantener la
supuesta estabilidad y coherencia interna de nociones esencialistas de
hombre y mujer. Como se sabe, JACQUES DERRIDA (1967),
plo, ha disertado larga y profundamente sobre la ne de
deconstruccién de oposiciones binarias. Segtin este fildsofo francés, el
binarismo debe entenderse como un intento de fijacién del significa
do, através del cual el pensamiento, bisicamente occidental, ha refor-
2ado la relaciones de poder ya existentes. A grandes rasgos, la critica
de este pensador al estructuralismo implica un rechazo de la creencia
cen que el significado queda fj i Signi
ficante. Argumenta Derrida que
proceso de diferenciacién y posposicién, que él denomina differance,
As{ pues, en la teorfa de Derrida lo que parece definido y determinado
«8, en realidad, fluido e inseguro, pues no hay fijacién posible. Como
indica Kathryn Woodward al respecto, el trabajo de Derrida sugiere,
Pues, «una alternativa a la rigidez de las oposiciones binarias —hay
contingencia mas que fijacin y el significado puede desizarse» (1997,
p. 38). De esta manera, el icado de categorias supuestamente
fijas como hombre o mujer deviene ilimitadamente pospuesto, intrin-
secamente ambiguo y eminentemente fluido. Dicho esto, se antoja
problemético, cuando menos, seguir postulando indiscriminadamente
la existencia de (s6lo) dos posibles identidades sexuales* para funda-
mentar posteriormente en ellas teorfasliterarias feministas acerca de
conceptos como los de autoria y/o representacién.
Esbozada ya, pues, la problematica que rodea la asuncién de una
identic ik
84
pasado, asf como de la corriente barthesiana
proclamaba la «muerte del autor». Y, més recientemente, el pensa-
miento de la posmodernidad nos ha ensefiado a dudar de la expe-
tiencia como categoria no mediada, como la posesién absoluta de un
individuo auténomo y coherente. Como dice Ben Knights, «cual- |
quier explicacién del texto como una amalgama de cédigos, 0 como
el producto de pricticas lingifsticas y culturales, debe disminuir la
imporancia de anor indvkduah (1999, pp 135130.
ntey atractivo ‘estos enfoques, considero
Pese alo sugerente y: foes coniem
autora. Al tomar esta postura, podemos dat
ca Knights, de defender nuevamente «un retort
autonomia imaginativa suprema del a
te de conocimientos bioldgicos o hist
jas y a menudo contradictorias» (p. 136). Pese a ello (0
LN no parece éticamente aconsejable prescindir del autor y su iden-
85do un papel esencial como parte de esas «determinadas condiciones»
de autoria a las que Knights se refiere.
En efecto, el canon literario occidental es eminentemente pax
sriarcal y con ello no quiero decir solamente que la inmensa mayo
tia de autores, desde la Grecia clésica hasta nuestros tiempos, han
sido hombres, sino también que este hecho ha determinado a me-
rnudo otros muchos factores, como el género literario, las practicas
criticas y de lectura o el tema abordado por hombres y mujeres, en-
tre otros (GILBERT y GUBAR, 1979, ‘
aqut, sin
embargo, en algunas ideas —bésicas, a mi entender— acerca de la
autorfa femenina, Primeramente, creo conveniente reivindicar el co-
nocimiento del autor —y sobre todo, insisto, de la autora— y su
identidad sexual para poder continuar asi el trabajo (
gico, si se me permite) iniciado por las académicas
alos setenta, quienes se plantearon ya en aquel entonces la necesi-
dad de recuperar para su estudio a escritoras largamente silenci
por el patriarcado. Después, cabe sefialar también,
vera GILBERT y GUBAR (1979), que el largo silencio de la escritora
hha generado frecuentemente en ella una wansiedad hacia la autoriay
(p. 65), desconocida por el escritor.* Dicha ansiedad —que, en su
versién més extrema, llevé, por ejemp!
Sand, George Eliot o las hermanas
escritores—ha sido, con toda
ratura escrita por
mujeres como sus géneros literarios més habituales, sus pricticas
7. Para ello remito a Gilbert y Gubar (1979), quienes insisten en la relacién
cntte autortay autoridad p del rexto es un padre, un proge-
itor, un procread ‘cuya pluma es un instrumento de poder
la pluma es un pene meta
86
ctiticas y de lectura, asi como sus temas y nociones de representa~
cibnlrepresentabilidad més comunes’?
La Cin)relevancia de la identidad sexual de la autora/del autor en.
cuanto a la representacién de la masculinidad es un tema muy con-
trovertido. De hecho, la cuestién resulta de gran interés por distintos
‘motivos. En primer lugar, es sorprendent
Sieetinndessidet eksterenndinplnasthinabditiebaes
considerable de obras de reconocidos autores con una protagonista, el
«aso contratio es mucho menos usual. Si bien nos vendrin probable-
‘mente a a cabeza, con mayor 0 menor dificultad, algunas obras como
la exitosa Cabra del tio Tom (1851-1852) de HARRIET BEECHER
STOWE, El profesor (1857) de CHARLOTTE BRONTE 0 Daniel Deronda
(1876) de GEORGE ELIOT, entre algunas otra, nos resultarin segura-
‘mente mucho més familiares ttulos como La letra excarlata (1850) de
HAWTHORNE, Madame Bovary (1857) de FLAUBERT, Ana Karenina
(1875-1877) de TOLSTON, Remo de una dama (1881) de JAMES 0 La
Regenta (1884-1885) de CLARIN, entre muchos otros.
Las razones que pueden explicar este hecho son miltiples. Debe
aclararse, para empezar, que
jdm, pues wa mirada
imbral de la vista y penetra su objeto» (la cursiva
es mia, 1999, p. 138), mientras que el proceso contrario es andlogo a
‘9. Resulta imposible analisar aqui en profundidad cada uno de estos clemen-tun acto de reescritura «poscoloniab, ya que existen«significaivas
correspondenci reestructurar las relaciones entre la antigua
colonia y su metrépolis y redefinir las relaciones entre las mujeresy el
39)
, est0s alentadores y admirables actos de reescritura
«poscolonial» de la masculinidad han tenido que afrontar con frecuen-
cia numerosas di cades.
feratios femeninos. Asi sucede, por ejem-
pelo, en tratados ya tan clisicos como Thinking About Women (1968)
de MARY ELLMANN, Sexual Politics (1970) de KATE MILLET, terary
Women (1976) de ELLEN MOERS 0, remontindonos mds atin en el
tiempo, Una habitacién propia (1929) de VIRGINIA WOOLF o El se-
.gundo sexo (1949) de SIMONE DE BEAUVOIR, quien dedica un capi-
tulo al estudio de las mujeres licerarias de D. H. Lawrence. Por otro
lado, no debe tampoco olvidarse que a medida que autoras como Jane
Austen, George Eliot, Virginia Woolf o las hermanas Bronté han sido
incluidas en el canon literario occidental, la critica mds inmovilista ha
recurrido con frecuencia a tres tipos de estategias bésicas ala hora de
analizar textos literarios de mujeres (WEEDON, 1987, pp. 141-142).
Se han producido, en primer iras que acostumbran simple-
‘mente a marginar el estudio de la politica sexual —y, por consiguien-
debe tenerse también en cuenca el poten
‘muceas (1879) de Tbsen, Las bostontanas
de Richardson, que ha sido
88
te, claro est, tanto los modelos de feminidad como los de masculini-
dad— de dichos textos. En otras ocasiones, esta critica tradicionalista
hha acudido tambien a lecturas fundadas sobre concepciones de lo fe-
En The Bgl Not C958) por ejemplo, Walter Ernest Allen inter-
preta Jane Fyre como una obra que trata bdsicamente de la preocupa-
cidn de su autora por
la relaci6n alumna-maestro, que es su racionalizacién, basada en
‘un propia y limitada experiencia vital fuera de Haworth, de una
de las fantasias sexuales més comunes de las mujeres: el deseo de
ser ensefiada/dominada [mastered] |...] por el hombr
por WEEDON, 1987, p. 141)
Por iiltimo, no han sido menos usuales las lecturas de criticos
{que han recurrido a criterios estéticos supuestamente objetivos para
intentar neutralizar de esta manera el potencial subversivo de mu-
cchas obras de mujeres, negindoles asf un lugar en el canon:
ticos de artsticamente defectuoso debido a su preocupacién por
los derechos de las mujeres ala autodeterminacién. (WEEDON,
1987, p. 141)
No cabe duda de que la creacién femenina de personajes mascu-
Tinos ha sido siempre un elemento fundamental dentro de esas «ten-
dencias subversivas del statu quo patriarcaly. Cuando en el segundo
capitulo de The Great Tradition (1948, pp. 47-82), Frank Raymond
Leavis criticaba la caracterizacién que George Eliot!” hizo de su pro-
89tagonista masculino, Daniel Deronda (1876), por set una indisimu-
lable «creacién de mujer," este académico planteaba una serie de
conflictos bésicos alrededor de la creacién literaria femenina de la
masculinidad. Formulaba, en primer lugar, é
a que muchas mujeres que han osado esc
{que hacer frente. Hablo, claro esté, de la feminizacién a la que las
escritoras supuestamente someten a sus personajes masculinos (TODD,
1981, pp. 3-4).
-mbargo, lo que Leavis, y muchos otros criticos, no parecen
haber tenido en cuenta al juzgar alos hombres decllas es precisamen-
teel hecho de que éstos deberian ser estudiados siempre como lo que
son, a saber, no sélo como hombre sobre todo,
como hombres vistos por mujeres (MI
tenderse que un proceso creativo tan particularm
lleva ventajas ¢ inconvenientes. Por un lado, la (re)presentacién fe-
‘menina de los hombres ha permitido a las mujeres aportar sus propias
concepciones y experiencias acerca de la masculinidad, ayudando a
transformar as{ a menudo nociones patriarcales y reduccionistas de
Ja misma. Como indi
femenina de la mascs
.. En este sentido, se recordarin
108 creados por auroras como Sarah
ith o Frances Brooke, asf como EI italiano
Deronda de Eliot
icién femenina del
(Topp, 1981, pp. 4-5). Asimismo, la mi
13. Leavis no fue el nico, sin embargo, en acusa a Eliot de haber feminizado
cl principe de los presumidos»
‘como sno slo un héroe femenino, sino un héroe de
chica de escuela. Es tan sensible yescrupulosamente delicado que no se ensuciard
0 de
:nos participando en el juego
tado por Mller, 1986, pp.
habituales reformistas sociales y
53).
hombre ha tenido también en ocasiones referentes negativos, como
la figura, enormemente recurrente, del seductor diabélico. En pala-
bras de Janet Todd:
Los grandes mitos del mal y la seduccién deben buscarse en el
las mujeres han creado a los villanos se-
1608, oscuros y viciosos. Lord Byron, es cierto,
ductores, mist
se construyé a si mismo, aunque con ayuda femenina, pero mo-
delé su imagen a partir del trabajo de Ann Radcliffe y sus atrac-
tivos monstruos, Schedoni y Montoni.
En ficcién mds reciente, el amante brutal encuentra su
representacién més satisfactoria en novelas escritas por mujeres,
cen Heatheliff de Cumbres borrascosasy en Rochester de Jane Eyre.
(1981, p. 4)
Para hacer justicia alas escritoras, sefialaremos que este proceso
de idealizacién/mitificacién se ha dado también, y seguramente con
‘mayor frecuencia e intensidad, en el caso del sexo contrario. Las imé-
dela mujer como dngel-monstruo han impregna-
ura occidental desde sus inicios hasta nuestros dias, lo
‘que oblig6, por ejemplo, a muchas escritoras del siglo XIX, en busca
de una autodefinicién, a recurrir ala locura literaria, comiinmente
asociada a extrafias imagenes de reclusién y huida de doble significa-
do (GILBERT y GUBAR, 1979).
‘Cuando Leavis se refiere ala fe
abre tambien la puerta a la especul
portantes cuestiones alreded
representabilidad de la m:
acién de Daniel Deronda,
n, claro esté, sobre otras im-
las nociones de representaci
‘MGs atin: sugiere que
smente de su autoria.
‘genética sobre el texto," si debe-
14, Para ello remito a Toril Moi (1985).
om—en la Inglaterra del siglo X1X, por lo menos— permite hablar de
algunos rasgos propios. Asi, por ejemplo, se evita
retrato de hombres en grupos, ya sea en el trabaj
guerra (TODD,
irse, sin embargo,
jinidad, como The Great
Los hombres en grupo no son normalmente el tema de las muje-
es —pero lo contrario también
sexos, parece set, han
itado retratar relaciones y sociedades en las que no se han sen-
tido libres para entrar.
que muchas escritoras hayan re-
de crear personajes masculinos,
mientras que el caso contrario ha sido mucho més inusual. En carta
James Taylor (1 de marzo de 1849), Charlotte Bronté, por ejemplo,
se sinceraba de esta manera:
la observacién y la
‘Cuando escribo sobre mujeres, me siento en terreno seguro —en
lotro caso, no estoy tan segura. (citado por MILLER, 1986, p. 45)
Perm{taseme afiadir que si los hombres no han reconocido nor-
malmente su desconocimiento al escribir sobre las mujeres, ello no
significa, en modo alguno, que no hayan estado en desventaja," sino
15. Las palabras de John Stuart Mill precen también
“Niego que nadie conozca, o pueda conocer, la naturaleza de
hhan sido sélo vists en su present relacién(citado por Miller, 1986, p. 38).
92
ids bien que no han tenido que verseen condiciones de inferioridad.
En este sentido, recordaremos que la separacin de esferas, producto
dela reralucin indus rao consigo no soa divin de sexo
ron que excusarse repetidamente ante los hombres por su
{gnonandla dee publics (and lgnoeancia que lod maim acusadones
tas que los hombres pudieron realzarse
profesionalmente
miento (a menudo casi total) de lo que acontecfa en el Ambit
do, Jane Miller apunta con agudeza:
las tareas domésticas, el cuidado de os hijos (..], la amistad en-
te las mujeres, sus conversaciones. Estos aspectos han sido
siderados trivialidades (la cursiva es mia]
aventura, incluso la guerra, han sido vistos
vvida que oftecen a los hombres un reto para desarrollar sus mejo-
hogar. (1986, p. 41)
len las distintas concepciones morales
que parecen haber regido tradicionalmente la caracterizaci6n liceraria
de la feminidad y la masculinidad en la Inglaterra del siglo XIX. Efec-
tivamente, mientras que ls personajes femeninos suelen basar su mo-
ralidad en conceptos como el amor y el intercambio de su propio cuerpo
que un hombre puede invocar el amor (por su familia o su pals) como
argumento para contravenir la ley: «No es s6lo, por tanto, que las
16, De hecho, éste fue uno de los argumentos que los hombres usaron con
nds frecuencia para negar el voto ala mujer.
%3mujeres ylos hombres deben escuchar distintas moralidades, sino tam-
ratura escrita por autoras ing
Uno debe recalcar, en pr
rofsmo es esencialmente masculi
madres 0 esposas, casi nunca simplemente
lad a la que una mujer podia aspirar era el
na otra forma o materializaciéi
ue para los personajes masculi
yente— el romance puede
amor y, més que en
cen el matrimonio.
ria de ese siglo puede s6lo
aspirar al matrimonio —y a la maternidad— para realizarse."” Insis-
te Jane Miller al respecto:
imonio es cl final enormal» para la aventura de una
las circunstancias que le dificultan 0 niegan ese fi
hhechos que conducen al matrimonio constituyen la for
la novela sobre mujeres, esa forma determina el futuro de la he-
roina, asf como los términos y el espacio de maniobras para su
‘comportamicnto heroico o admirable. (p. 3)
srarios aqui mencionados muy di
podian satisfacer, como es lgico, los anhelos femeninos de aut eh
nicién de los que antes nos hemos hecho eco (GILBERT y GUBAR,
ras i
mnocen: dedicacién y
do que negara menudo
(p16)
trabajo, soledad y una vida
Ms bien, pues, hay que explicar la adopcién del modelo heroico
patriarcal como parte de una «imitacién masculina» alas que las escri-
toras inglesas decimonénicas se vieron frecuentemente abocadas en
su eansiedad hacia la autoriay de la que hemos hablado antes. Como
dedicandose sélo a temas y géneros menores (libros para
rnuales de conducta femenina, etc), para demostrar que podia se bue-
zna como mujer, o bien se centraba en la simitacién masculinay, apro-
patriarcales, para demostrar
aber ayudado a dilucidar la
iglo XIX, pero también para el
relevancia —para la
ta— de la identidad sexual al
presente estadio de la lucha fe
95yy sus diseipu-
los sigan intentando demostrar lo contrario, que lo estético es inse-
parable de lo politico, que el arte bebe de la historia y que la lteratu-
1a jamas ha permanecido inmune alas relaciones de poder entre los
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98,
V. ALGUNOS HOMBRES «BUENOS»:
ESCRITORAS NORTEAMERICANAS
Angels Carabi
El feminismo de los aos sesentay setenta motivé la aparicién de los
Lo interesante de aplcarelandlisis al vasto campo de a literarura
ces que permite explorar personajes en una multitud de culturas y épo-
‘as, lo cual evidencia de forma muy clara que los ideales de la mascu-
linidad no son tinicos y universales, sino que son miltiples y cam-
biantes. En el caso de la cultura norteamericana, por ejemplo, no
significa
‘que el concepto de masculinidad es plural y varia segin las culeuras.
99.