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GRANOS DE MAÍZ
Y
QUIJOTE

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DIREÇÃO EDITORIAL: Willames Frank
DIAGRAMAÇÃO: Willames Frank
DESIGNER DE CAPA: Willames Frank

O padrão ortográfico, o sistema de citações e referências bibliográficas são


prerrogativas do autor. Da mesma forma, o conteúdo da obra é de inteira e
exclusiva responsabilidade de seu autor.

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da Creative Commons 4.0
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2020 Editora PHILLOS ACADEMY


Av. Santa Maria, Parque Oeste, 601.
Goiânia-GO
www.phillosacademy.com
phillosacademy@gmail.com

Dados Internacionais de Catalogação na Publicação (CIP)

S271p
VELASCO. Sírio López,

Granos de Maíz y Quijote. [recurso digital] / Sírio López Velasco. – Goiânia-


GO: Editora Phillos Academy, 2021.

ISBN: 978-65-87324-10-4

Disponível em: http://www.phillosacademy.com

1. Literatura. 2. Ecomunitarismo. 3. Filosofía. 4. América Latina.


5. Política. I. Título.
CDD: 028

Índices para catálogo sistemático:


Literatura 028

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Sirio López Velasco

GRANOS DE MAÍZ
Y
QUIJOTE

5
A mi familia
A nuestras amigas

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SUMÁRIO

BREVÍSIMA PRESENTACIÓN.................................................9

GRANOS DE MAÍZ ........................................................................ 10


MAESTRO Y DISCÍPULOS ............................................................ 11
EL DESAFÍO DE SER HEREJE CON VOCACIÓN DE
ORGANIZACÓN............................................................................... 12
EL COMBATIENTE Y EL AYUDANTE.................................... 15
EL CACIQUE SIN INDIOS ............................................................ 17
LA OPCIÓN DEL SILENCIO........................................................ 19
AUTOCRÍTICA EN NOMBRE DE LA ALEGRÍA .................. 21
CUANDO LA MUERTE LLEGA TARDE .................................. 23
CARLOS, MI HERMANO................................................................ 28
ANA, NUESTRA HERMANA ........................................................ 30
EL SER HUMANO IDEAL Y MI NIETO................................... 32
EL REVOLUCIONARIO NO REVOLUCIONARIO .............. 34
PARÍS, BRUSELAS Y A. LATINA ................................................. 37
BÉLGICA ............................................................................................. 40
ESPAÑA ............................................................................................... 44
LA OTRA Y EL OTRO YO ............................................................. 50
MAPUCHES Y CORONAVIRUS................................................... 53
EL FÚTBOL ........................................................................................ 56
LA CAMA ............................................................................................. 59
LA VENTANA .................................................................................... 61
EL JAMELÁO ..................................................................................... 63
NUESTRAS PERRAS ........................................................................ 65
UNA VIDA DE SABORES .............................................................. 69

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FILOSOFÍA E HIPOCONDRISMO ............................................. 88
LOS DOS DERECHISTAS GENIALES ...................................... 90
ARTE Y SOCIALISMO: BREVES IDEAS INICIALES A
PARTIR DE UNA REALIDAD-DEBATE EN LA CUBA DE
HOY ....................................................................................................... 92
POEMAS.............................................................................................. 99
LOS TIEMPOS ..................................................................................100
TU MANO..........................................................................................101
IMPASSE ............................................................................................102
LUNA DE CABO BRANCO .........................................................103
MARÍA A LOS 60 .............................................................................104
MARÍA , EL TIEMPO Y YO ........................................................105
MARÍA, MI AMOR DE CADA MINUTO .................................106
MARÍA Y LA POESÍA ....................................................................108
¿MARÍA TIENE 63? ........................................................................109
MARÍA A LOS 64 .............................................................................110
MARÍA A LOS 65 .............................................................................111
MARÍA CUMPLE 66........................................................................112
AFORISMOS .....................................................................................113
EPITAFIOS ........................................................................................115
QUIJOTE ..........................................................................................116
SOBRE EL AUTOR ......................................................................268

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BREVÍSIMA PRESENTACIÓN

Este libro se compone de dos partes independientes.


“Granos de Maíz” es una colección de breves textos
inéditos. Algunos de ellos son de carácter filosófico-político;
algunos son intimistas; y hay también algunos poemas,
algunos aforismos y un par de propuestas de Epitafio. La
secuencia en la que aquí son presentados no corresponde al
orden cronológico en el que fueron escritos.
“Quijote” es una novela corta, ambientada en un
rincón rural perdido del Uruguay de los años 50 del siglo XX.
Con ella rindo homenaje a mis tres tías maestras que
ejercieron labores en un lugar similar. La novela combina
aspectos filosófico-pedagógicos e histórico-costumbristas, e
incluye un misterio detectivesco.

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GRANOS DE MAÍZ

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MAESTRO Y DISCÍPULOS

Creo haber leído prácticamente toda la obra ya editada


de Karl Marx. Y no he visto en ninguno de sus escritos lo que
voy a referir. Pero por considerarlo muy significativo allá va.
Dicen que al terminar de leer un texto de alguien que se
identificaba como marxista, Marx exclamó: “Si esto es
marxismo, yo no soy marxista”.
Marx fue muy influenciado por Hegel. Y dicen que en
su lecho de muerte éste musitó con un hilo de voz: “Sólo uno
de mis discípulos me entendió”; hizo una pausa y remató:
“Pero me entendió mal”.
Cuando me llegue la hora espero no verme obligado a
decir lo mismo sobre el Ecomunitarismo.

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EL DESAFÍO DE SER HEREJE CON
VOCACIÓN DE ORGANIZACÓN

Cuando aún adolescente me integré a la militancia en


Uruguay, primero legal y luego clandestina, y que después me
llevó sucesivamente a Chile y a Cuba, fui un ejemplo de
disciplina. La falta de experiencia de vida y de vida política me
impedía entender y discutir a fondo las ideas por las que nos
jugábamos la vida. En la Isla descubrí que había que razonar
incluso sobre lo que aparecía entre líneas, cuando entendí que
los revolucionarios cubanos ni percibían los malos indicios
que muy indirectamente se leían u oían en su prensa a
propósito de la URSS y los países supuestamente socialistas
de Europa. Y ese despertar del faro crítico se reforzó con la
infausta división del MLN-Tupamaros que llegó a nuestro
Regional cubano.
A partir de allí comencé a ocupar una posición de
hereje, incluso en la defensa que hice de la reunificación del
MLN (en texto que Quijano publicó en “Marcha”,
trasplantada por él a México).
La Filosofía, estudiada sistemáticamente a partir de
Bélgica, consolidó la costumbre y necesidad de pensar cada
asunto con cabeza propia.
Desde cuando comencé a ejercer la docencia
universitaria en Brasil esa postura fue originando una
propuesta filosófica propia (el Ecomunitarismo), que, sobre la
base de la refundación de la Ética, se desplegó sobre todo en
las áreas de la educación y la filosofía política (sin olvidar las
otras dimensiones que componen el Ecomunitarismo).

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En ese quehacer me vi cada vez más en posición de
hereje, criticando la renuncia del Frente Amplio (y del propio
MLN, que lo integra oficialmente desde 1989) a sus banderas
originales (que en el caso del MLN apuntaban explícitamente
a la liberación nacional y el socialismo); admirando y
reflexionando críticamente sobre la Cuba revolucionaria que
en los años 70 nos salvó la vida con su solidaridad ejemplar;
viendo con simpatía y criticando las propuestas del socialismo
del siglo XXI en Venezuela, Bolivia y Ecuador, y las del
progresismo del PT en Brasil. A tal punto soy visto como
hereje que hoy (primer semestre de 2020) tengo la convicción
de que con mis escritos y posiciones no sería bienvenido a la
Cátedra de ninguna Universidad cubana o venezolana, ni lo
hubiera sido en ninguna que en sus períodos de Presidencia
estuviera bajo la férula de Evo Morales o Rafael Correa. La
prueba está en el hecho de que la mayoría de los filósofos
revolucionarios con quienes intercambio ideas ni entiende ni
comparte mis sucesivas tomas de posición crítico-
propositivas (a las que a veces ni responden, en especial
cuando se trata de una lectura crítica de alguna faceta de sus
respectivo país).
Pero lo tragicómico es que mi actitud permanente de
librepensador ni se olvidó ni renuncia a la vocación de lucha
organizada a la que adherí en mi juventud, pues la Historia
demuestra que los grandes cambios son fruto de fuerzas
organizadas y nunca de mentes aisladas, por más brillantes que
puedan ser (lo que, obviamente, no es mi caso).
Ahora, al mismo tiempo la Historia demostró que los
intentos de caminar hacia el socialismo que no se corrigieron
y perfeccionaron incesantemente al calor de la crítica
correctiva, desembocaron invariablemente en el retorno al

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capitalismo (y todas las tragedias que le son propias); de ahí la
necesidad indispensable de la reflexión librepensante.
Ojalá antes de morirme logre la síntesis dialéctica
entre librepensamiento y organización (aunque mi avanzada
edad impone dudar de que ello pueda efectivamente
ocurrir).
Ahora, si esa síntesis no ocurre, y si hoy muchos
revolucionarios no me entienden, quizá el futuro me
absuelva...

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EL COMBATIENTE Y EL AYUDANTE

Cuando se habla de las guerrillas latinoamericanas se


piensa en intrépidos luchadores que combaten en montañas,
selvas o ciudades. La guerrilla que hizo posible la Revolución
Cubana en la imaginación popular es la expresión icónica de
la guerrilla rural. Las guerrillas urbanas tienen como ejemplo
romantizado y magnificado a la protagonizada por el
Movimiento de Liberación Nacional – Tupamaros de
Uruguay en los años 60 e inicio de los 70 del siglo XX. Y digo
“romantizado” y “magnificado” pues el MLN limitó su
accionar casi exclusivamente a la propaganda armada, y
protagonizó contadas acciones de guerra con el objetivo de
atacar expresamente a las fuerzas represoras al servicio de la
oligarquía y del imperialismo yanqui.
Participé de esa experiencia como responsable
político. A partir de ella observé algo que los años fueron
confirmando. Si en una guerrilla (como lo fue también a su
modo la Resistencia Francesa) se entiende por combatiente a
aquel que realiza las acciones armadas (aunque sean sólo de
propaganda armada), entonces la represión hace mucho más
víctimas entre los ayudantes que entre los combatientes. En el
caso de Uruguay entiendo por ayudantes (que llamábamos
“colaboradores”) a quienes, por ejemplo, prestaban su casa
para abrigar a un clandestino, o para que allí se hicieran
reuniones, o para esconder armas, o que prestaba su vehículo,
o que actuaba como médico o dentista. Ellos fueron los que
en mayor número pagaron su generosidad con la muerte, o la
tortura, la prisión, o, en el menos malo de los casos, el exilio.

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Así recuerdo al pasar ayudantes cuyo nombre nunca
supe y cuya suerte no conocí tras nuestro último encuentro.
Hubo entre muchos otros aquel carpintero sexagenario, y
aquel dentista cincuentón, y aquel joven ejecutivo de Coca
Cola, y aquella dueña de casa de clase media cuya hija mayor
integraba un grupo que dirigí, y aquella familia muy humilde
en la que tres hombres y tres mujeres se dispusieron a ayudar
en lo que se necesitase, aunque más no fuera, como dijo una
de ellas, cosiendo la bandera del Movimiento.
Gente entrañable e imprescindible en la lucha de
cualquier pueblo por su liberación y por el socialismo (que
hoy quiero ecomunitarista).

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EL CACIQUE SIN INDIOS

El cacique que no es seguido por indios, no es un


cacique. Y cuando digo “seguido”, quiero decir
“acompañado”, más que “obedecido”.
Si así son las cosas no soy un cacique.
Lo fui en mis años mozos, cuando aún no tenía
pensamiento propio, y hacía parte de una estructura muy
disciplinada. Entonces, con menos de 20 años me tocó dirigir
a personas que me triplicaban en edad. La mística de aquella
organización (el MLN-Tupamaros de Uruguay) hizo que mis
dirigidos nunca osasen discutir seriamente alguna de mis
instrucciones. Pero en todo ese perído el mérito no era mío,
sino de nuestra organización político-militar.
Cuando la misma se dividió y nos ordenaron partir
hacia un exilio europeo que sería breve transición hacia
Uruguay o sus fronteras más cercanas, y luego se transformó
en una estadía de casi una década, afloró al mismo tiempo en
mi vida el pensamiento propio y la falta de compañía.
Primero propuse la reunificación del MLN, en un
Manifiesto que fue publicado por don Carlos Quijano en su
célebre “Marcha”, por entonces exilada en México. Y no sólo
no tuve éxito, sino que algunos miembros de una fracción se
tomaron aquella propuesta como un insultante ejercicio de
arrogancia. Cuando un lustro después esa reunificación
aconteció parcialmente, la misma fue mérito de los dirigentes
históricos que habían salido de la cárcel, sin mi participación.
Y de ahí en más la falta de eco y seguimiento me
golpeó cada vez que, sobrepasando los límites de la
producción académica que se le exige normalmente a un

17
Filósofo, quise inmiscuirme en la política de corto y medio
plazo. Así, analicé, advertí, critiqué, sugerí y propuse en
relación a acontecimientos de mi país natal, Uruguay, y de
algún otro de A. Latina. Pero cada vez recogí el silencio, o a
lo máximo algunos ecos aislados de pocas voces, sin que mis
palabras incidiesen de verdad en los sucesos históricos de
alcance nacional y continental.
En función de ello me dije varias veces que cesaría esa
prédica inútil. Pero hasta ahora y cuando me acerco a los 69
años, me puede más la impaciencia histórica y la inveterada
costumbre filosófica de pensar; y, contra mi voluntad, se me
siguen escapando ideas...

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LA OPCIÓN DEL SILENCIO

Hubo un tiempo en el que mi comunicación no


superaba el radio de un reducido núcleo de amigos y
compinches de estudios, de básquetbol o de fútbol. Luego ese
radio no se amplió cuando las circunstancias de la lucha
estudiantil, y de inmediato las de la militancia clandestina
pusieron nuestras vidas en manos de un puñado de
compañeros. Ese círculo reducido se perpetuó en el exilio.
Un poco más tarde la docencia universitaria de treinta
y tantos años me impuso la presencia de algunos miles de
alumnos. Pero con muy pocos de entre ellos la comunicación
fue más allá de lo estrictamente exigido por el aula y la
orientación de los trabajos académicos.
Sin embargo, pocos años después de que inicié las
tareas universitarias, la internet afloró en mi mundo y en el de
un amplio conjunto de personas. Al principio mi conexión
pasaba exclusivamente por un terminal universitario con
letras verdosas que se comunicaba con una computadora
central. Cuando por esa vía recibía un periódico científico, lo
reenviaba a la única impresora disponible, aneja a la
computadora central, para poder leerlo en papel. Pero ya en
ese momento mi círculo de interlocutores se amplió gracias a
la herramienta del correo electrónico.
Desde entonces he publicado más de una veintena de
libros, y muchas decenas de artículos. Y los he divulgado a
través de internet, lanzando botellas hacia un número de
eventuales corresponsales que a veces superó la cifra de
doscientos.

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Sin embargo los ecos de esa a veces febril actividad
han sido tenues. Seguramente que debido a que el valor real a
los ojos ajenos de lo que he escrito es muy inferior al que yo
creí que podría tener. También quizá porque hoy y gracias a
los recursos informáticos y de internet es demasiada gente la
que escribe y divulga, de suerte que los lectores priorizan a
quienes tienen más fama. A eso debe sumarse la hipótesis de
que tras décadas de neoliberalismo las personas están menos
propensas a esfuerzos colectivos y solidarios, como los que he
sugerido muchas veces.
Ahora bien, sea como sea, cuando he llegado a la
ribera de los setenta, me asalta la escueta sabiduría china que
reza: “el tonto habla, el sabio calla” Y la tentación del silencio
progresivo se instala en mí. Así me he convencido de que no
debo seguir lanzando botellas hacia orillas de las que nunca he
recibido ecos. Y pienso que quizá llegue el día en el que escriba
sólo para mí mismo.

20
AUTOCRÍTICA EN NOMBRE DE LA
ALEGRÍA

Quienes luchamos por superar el capitalismo, lo


hacemos en nombre de un nuevo orden socioambiental en el
cual cada persona obtenga todo lo éticamente legítimo para
desarrollarse como individuo universal, con felicidad, o sea,
con alegría.
Esa es mi visión cuando propongo el Ecomuni-
tarismo.
No obstante, constato que mi carácter me lleva
muchas veces a ser aburridamente serio. Nunca me han
gustado ni la danza ni las bebidas alcohólicas. Es más, el
ambiente chispeante y aturdidor de la fiesta no me resulta
agradable.
Siempre he preferido los jugos naturales y aún los
pecaminosos refrescos gasificados. He buscado la música no
estridente. No me molesta que la gente baile, pero los celos
siempre me llevaron a ver muy mal que mi esposa quiera bailar
con otro. Por eso y a contragusto, pero con mucha menor
frecuencia de lo que a ella le hubiera gustado, he bailado con
mi esposa en diversas circunstancias y lugares públicos.
Mi alegría es diaria en detalles que saboreo
intensamente, casi siempre y de preferencia en familia. Los
nacimientos de mi hija y de mi hijo. La compañía cotidiana de
la mano o de la simple mirada de mi esposa; y cada una de las
delicias culinarias que prepara. Un descubrimiento advenido
de una lectura, o de una fuente audiovisual; la satisfacción ante
un texto terminado tras una o muchas jornadas de dedicación.
Una charla durante el almuerzo familiar. Chistes ingeniosos.

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En épocas más jóvenes he disfrutado intensamente los viajes
hechos en familia. Me han tocado desde los grandes paisajes
hasta las rejas y flores de un simple balcón. Y ni qué hablar de
las obras maestras de la pintura o la arquitectura. En España
reencontré un sol y una familia generosos, en cuyo amor las
décadas y el océano no habían logrado hacer la mínima mella.
En Grecia me sentí en casa, hollando las mismas calles donde
transitaron mis grandes antepasados de la Filosofía. En
Venecia y sus alrededores me dejé mecer por la magia del
agua. En Chile recordamos a Allende en la inmensa
precordillera que nos había acogido muchos años antes. En la
Cuba que revisitamos veinte años después me compadecí de
la frugalidad involuntaria y me conmoví con la persistencia en
el sueño socialista, contra viento y marea. Y tantos otros
periplos quedan en el tintero.
Últimamente mi primer nieto me regala alegría en cada
sonrisa, gesto o progreso.
Y siempre me ha alegrado la sana alegría ajena.
Mas si pudiera volver a vivir me gustaría que la
naturaleza me dotase de un carácter más expansivamente
alegre y fiestero; aunque más no fuera que para bailar con mi
esposa todo lo que ella hubiera querido.

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CUANDO LA MUERTE LLEGA TARDE

Cuando lo conocí yo tenía diecinueve años y él el


doble, pero aparentaba más, o al menos así me pareció. Él
estaba clandestino hacía años y había protagonizado una fuga
espectacular del penal de Punta Carretas, en compañía de más
de un centenar de compañeros. Yo no estaba requerido por la
Policía. Era de noche y lo esperaba en una oscura parada de
ómnibus, para llevarlo a dormir a la casa de una pareja de
colaboradores. A la hora indicada no llegó. Pasaron dos
ómnibus y nada. A lo lejos apareció un ciclista que avanzaba
lentamente. Ya me iba de la parada y lo miré distraídamente.
Tenía un uniforme y una boina. Cuando pasó debajo de un
farol percibí que aquel uniforme era de la empresa pública de
electricidad. Lo esperé por curiosidad. La boina era negra y
estaba mal afeitado. Para mi sorpresa se detuvo ante mí y dijo
la contraseña. Aún incrédulo respondí con la mía. Se bajó de
la bicicleta y preguntó si la casa quedaba lejos. Respondí que
no y caminamos lentamente y en silencio. Golpeé a la puerta
y el colaborador abrió de inmediato. Su sonrisa indicaba que
había comprendido muy bien mi indirecta de que aquella
noche hospedaría a alguien de la Dirección del Movimiento.
Su esposa apareció en el acto para estrecharle la mano y darle
un beso en la mejilla al recién llegado. Cargaba a su hijo de
poco más de un año, que se restregaba los ojos. Dijo que lo
llevaría a dormir y ya nos serviría la cena. Nos sentamos en la
mesa de la cocina y el recién llegado se sacó la boina. Miró
alrededor, apreciando las comodidades de la casa. El
colaborador le preguntó por la situación y las perspectivas. Él
resumió los tremendos golpes recibidos por el Movimiento y

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lo dura que sería la lucha de allí en adelante. La joven señora
sirvió la cena y el informe prosiguió. Elogió la sopa y el vino.
El dueño de casa preguntó si se podría dar vuelta la situación
y si había esperanza de un triunfo cercano. Yo estaba
pendiente de la respuesta, como si supiera tan poco como
quien preguntaba. El veterano movió dubitativamente la
cabeza y dijo que eso dependería mucho de la conducta que
adoptase la izquierda que hasta allí no había adherido a la
lucha armada, y de una eventual división en el Ejército. El
colaborador quiso saber más detalles y el veterano lo
tranquilizó resumiendo a grandes rasgos las fortalezas del
Movimiento en sus diversos sectores, incluyendo el del
trabajo político legal. Ya transcurría más de una hora de charla
cuando la señora advirtió que el visitante debía estar cansado,
y nos llevó al cuartito situado en el patio, acompañado de un
pequeño baño. Aclaró que si la visita quería bañarse debía
hacerlo en la casa, pues allí no había ducha. El veterano dijo
que no y nos acostamos en dos camas chicas y paralelas. Me
dijo que aquello era una ratonera si llegaba la Policía, y le
expliqué que se podía saltar el muro del fondo del patio, y
atravesar el de la casa contigua para salir a la calle paralela a la
que había usado para entrar adonde estábamos. Sacó de su
cintura la pistola 45 y la puso encima de la mesa de luz. Le
pregunté detalles de lo que me cabía hacer en el futuro
inmediato y me respondió brevemente y bostezando.
Apagamos la lámpara y nos dormimos bajo gruesas frazadas.
Al día siguiente tomamos el café junto al dueño de casa antes
de que se fuera a su trabajo. Se habló de noticias políticas
públicas, y el veterano hizo saber su opinión sobre aquellos
hechos. El veterano nos saludó a los tres y se fue pedaleando
sin prisa. Poco después me enteré de que lo habían detenido.

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Se rumoreaba que su compañera había llevado a las fuerzas
represivas hasta el lugar donde habían de encontrase, para
evitar que lo mataran. Lo torturaron y luego pasó más de una
década preso en condiciones infrahumanas. Fue uno de los
rehenes que la dictadura amenazó ejecutar si el Movimiento
proseguía su accionar armado. Muchos luchadores fueron
asesinados o desaparecidos. A la sazón yo ya estaba en el exilio
después de que el Movimiento me hubiera ordenado dejar el
país para reunirme con otros compañeros que se reagrupaban
para volver y continuar la lucha. Afuera, ese veterano, junto a
otros fundadores, era un ejemplo y una referencia concreta
que impulsaba a proseguir la lucha por la liberación de los
presos y del país. La dictadura perdió un plebiscito
constitucional mediante el cual pretendía eternizarse. Llegó la
apertura y la primera elección en trece años, con la izquierda
prohibida. El movimiento popular, que había salido otra vez
a la superficie, presionó al Presidente recién electo y todos los
presos políticos fueron liberados. Al impulso de su principal
dirigente el Movimiento se reagrupó, hizo el balance de lo
ocurrido y eligió actuar en la legalidad. En la autocrítica quedó
claro pero sólo entre bambalinas que en el período inicial de
la dictadura había habido de parte de muchos dirigentes el
Movimiento un intento de pacto con militares supuestamente
progresistas, que a la postre se revelaron tan torturadores
como los otros. El principal dirigente no había aceptado ese
pacto, y sugería reservadamente que quizá el mismo se
hubiese renovado poco antes de dejar las prisiones. En secreto
y sólo dentro del Movimiento se comentó que aquello podría
haber sido el motivo de un sopapo que le había dado al
veterano en plena reunión de la Dirección. El veterano fue
electo Diputado y temí que algún derechista fanático lo

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asesinara. Cuando por primera vez estacionó su vieja moto en
el patio delantero del Palacio Legislativo uno de los guardias
armados le preguntó por cuánto tiempo iba a dejar allí el
vehículo, y él le respondió que si no había sorpresas esperaba
que el plazo fuera de cuatro años. Sólo entonces el guardia se
dio cuenta de que estaba ante un legislador, y todo el
Movimiento, desde los ex presos, hasta los recién ingresados
y pasando por los retornados del exilio, saborearon aquella
anécdota. El principal dirigente murió. Después el veterano
fue Senador y dijo que si antes luchaba por el control obrero
de las fábricas ahora su labor consistía en ayudar a los
empresarios para que no cerrasen y mantuvieran empleados a
sus trabajadores. Yo sentí que algo empezaba a fallar. La
izquierda ganó la presidencia y el veterano fue nombrado
Ministro de Ganadería y Agricultura. No sólo no hizo la
Reforma Agraria, sino que la tierra del país se extranjerizó
como nunca en manos de multinacionales y grandes
latifundistas. El veterano inició su campaña presidencial
reuniéndose con grandes empresarios y prometiendo grandes
beneficios si invertían en el país. Como Presidente presionó
al Diputado que daría el voto clave para que no se anulase la
ley de impunidad que protegía a los torturadores y que la
dictadura había impuesto al retirarse. La Banca siguió sin
estatizarse, al igual que el Comercio Exterior. Así era negado
todo el Programa del Movimiento y era traicionada la sangre
derramada, al tiempo en que el veterano Presidente invitaba a
la Embajadora de los EEUU a compartir periódicas
comilonas. Todo ello mientras recorría el mundo para
predicar el anticonsumismo y recibía aplausos de muchos
jóvenes y abrazos de viejos zorros políticos. Una película
retrató su periplo de rehén junto a dos compañeros de

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peripecia. Tras la Presidencia continuó como Senador, aunque
había dicho que daría su lugar a alguien más joven. Sintió la
tentación de recandidatearse a la Presidencia con más de
ochenta años. Pero, como olió la posible derrota, eligió otra
vez el Senado. Cuando llegó la crisis del coronavirus conocido
como COVID19 declaró que era imposible decretar que
ningún trabajador pudiera ser echado en un plazo de seis
meses, para asegurarle así el mínimo sustento. Entonces
definitivamente entendí que a algunas personas la muerte les
llega demasiado tarde.

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CARLOS, MI HERMANO
A Carlos Ramírez
27 de abril de 2020

Carlos es el hermano biológico que nunca tuve. Lo


conocí hace medio siglo. Entonces soñábamos con la
posibilidad de un Uruguay socialista a corto plazo. Nos unió
la audacia optimista de una lucha armada casi desarmada. Lo
reencontré en Cuba. Allí predicábamos una seria
proletarización, pero siempre afloraba su buen humor y la
capacidad de reírse de sí mismo, que es la marca distintiva de
la inteligencia. Una calurosa tarde le endosaron el apodo de
“Cayó Phnom Penh”, pues esa fue la frase que dijo como
disculpa cuando vino muy atrasado a reintegrarse a la brigada
de trabajo; con ella estábamos entonces cavando los cimientos
de un muro, pero las zanjas eran tan grandes que podrían
soportar a la mismísima Muralla China. Volvimos a
encontrarnos en Bélgica, y allí se estrechó nuestra hermandad,
y la de su esposa, Ana, con la mía, María Josefina. Carlos
siguió luchando, contra la dictadura uruguaya primero,
después ayudando a los pueblos del Tercer Mundo, a través
de OXFAM, y por último empleándose en el Movimiento
contra el Racismo, el Antisemitismo y la Xenofobia (MRAX);
no en vano Carlos tuvo desde la juventud el pelo y los bigotes
tan negros que podía pasar por un árabe. Para su alegría,
Bélgica le dio los dos hijos que los médicos le habían negado
a su esposa en el hemisferio Sur. Nuestros dos hijos, allí
también nacidos, son primos de sus hijos. Los muchos fines
de semana que pasamos juntos fueron una gran fiesta para los
cuatro. Su generosidad, tan vasta como la de Ana, siempre

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llenó su casa de visitas. Y fue en su auto que las dos parejas
recorrimos el norte de Italia, para saborear desde los encantos
bulliciosos de Venecia hasta el silencio recóndito de Pinzolo.
De vuelta en Montevideo la casa de nuestros hermanos
siempre estuvo abierta para nuestras excursiones. Y aunque
pocas veces, pudimos retribuirle con la hospitalidad de la
nuestra. Siempre lo veo cumpliendo las tareas con dedicación
y calma firmeza. Y lo recuerdo risueño en su casa, enfundado
en un salto de cama. Ahora me dicen que varias dolencias y
un virus que nos separa en cuarentena internacional te están
llevando desde una clínica de Bruselas, cerrada como un cofre
bancario. Esperame donde vayas, hermano, pues seguiremos
soñando juntos revoluciones humanas y ecológicas; tanto da
si es en el cielo o en el infierno...

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ANA, NUESTRA HERMANA
Para Ana Puñales
27 de abril de 2020

Ana es la hermana biológica que mi esposa, María


Josefina, no tuvo. La conocí hace medio siglo en la modesta
casa que ocupaba con Carlos, en la calle Porongos, en
Montevideo. Carlos se integraba a la lucha clandestina y Ana
quiso seguir sus pasos. La reencontré en Cuba, y allí se hizo
hermana de mi esposa. Trabajaba con todas sus energías, que
eran muchas, y le sobraban fuerzas para arreglar el pequeño
cubículo que entonces ocupaba con Carlos, no lejos del
nuestro, en el galpón de fábrica donde nos alojábamos. En las
raras ocasiones en las que recibíamos papas, Ana y María las
transformaban en sabrosas papas fritas, que nos llevaban de
vuelta a Uruguay. Como María, fue hija adoptiva de don Parra,
en las largas veladas de TV pasadas en su casa del Cotorro.
Entonces Ana quiso cursar los estudios secundarios
que no había tenido la oportunidad de hacer en Uruguay, y se
matriculó en la Facultad Obrero-Campesina. Mucho nos
reímos los cuatro cuando nuestra excursión a Varadero duró
sólo una noche pues el hotel playero consumió en ese lapso
todos nuestros ahorros. Nos reencontramos en Bélgica y allí
se reforzó la hermandad que nos une a los cuatro. Cuando
inesperadamente descubrió que estaba embarazada por
primera vez, invitó a María a comerse una enorme copa de
helado en la Grand Place de Bruselas. Ana y Carlos ya
trabajaban, y nosotros éramos simples estudiantes. Después y
para su felicidad, a su hija Natalia vino a sumarse Sebastián.
Muchos fines de semana compartimos deliciosas comidas que

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ella y María preparaban charlando sobre todo y con la sonrisa
a flor de labios; tanto en su casa como en la nuestra. Y años
después planeamos un viaje de ambas parejas por el norte
italiano. Disfrutamos al unísono de los canales románticos de
Venecia (y de los misterios de Murano, Burano y Torcello),
del arte de Florencia, de Parma, donde una gitana quiso robar
a Carlos, y Ana lo advirtió de inmediato, de Pisa y su torre
torcida, de Lido de Camaiore y su playa paga, y del escondido
Pinzolo y su hotelito Bonzai, de madera, colgado entre
montañas. Cuando volvió con Carlos y sus hijos a
Montevideo, las fiestas de los cuatro volvieron a repetirse.
Ahora, querida Ana, en estos aciagos días del fin de abril de
2020, queremos que el calor de nuestros corazones conforte
aunque sea un poquito a tu generoso corazón.

31
EL SER HUMANO IDEAL Y MI NIETO

En Cuba dieron por consigna a las y los Pioneros


“Seremos como el Che”. Y eso me parece una peligrosa
exageración cuando se pone a cada niña y niño ante la
angustiosa obligación de reunir las muchas cualidades que se
le atribuían a Ernesto Guevara. El Che, a su vez, en la carta
de despedida de sus hijos cuando partió de Cuba a cumplir
misiones internacionalistas, les pidió que supieran sentir en la
propia mejilla el golpe dado a cualquier mejilla de hombre.
Eso me parece un pedido más humano y alcanzable; y lo que
se espera de esa sensibilidad es que, como el Quijote (con
quien Guevara se comparó más de una vez), se tenga la
disposición de deshacer los entuertos que afectan a los demás.
Mas esa misión será asumida dentro de la imperfección
humana, pues no se necesita ser perfecto para intentar llevarla
a cabo; la tierna locura de Alonso Quijano lo demuestra.
Platón por su parte definía en “La República” al
hombre justo como aquel que reunía a la vez y de forma
equilibrada las virtudes del saber y la sabiduría (propias de la
razón), del coraje y la fortaleza (propios de la voluntad), y de
la temperancia frugal (propia del apetito).
No creo exagerado que mi nieto intente conocer lo
necesario para actuar con prudencia; y que ejercite la fortaleza
física y mental en la medida justa para enfrentar con coraje las
contrariedades y peligros de la vida (y de la lucha para
deshacer entuertos), aunque debe saber que no es humano
quien no tiene miedo, pero merece admiración aquel que sabe
controlarlo cuando la causa lo exige; y me parecería muy bien
que reglara su vida por la atención solidaria y frugal-ecológica

32
de las necesidades que deberá satisfacer para intentar
desarrollarse como persona integral, sabiendo renunciar al
egoísmo indiferente y a lo superfluo y perjudicial para él, los
demás y el resto de la Naturaleza.
Mas debe saber que nada le exijo de todo lo dicho,
pues lo quiero y lo querré, aquí y desde el más allá, como él
sea y quiera ser.

33
EL REVOLUCIONARIO NO REVOLUCIONARIO

Muchas veces comenté en familia lo que ahora decidí


abordar en estas breves líneas.
Cuando en nombre del socialismo en la URSS
estalinista se asesinó y torturó a millones (empezando por
varios de los dirigentes de la Revolución de Octubre) , se
retocaron fotos históricas para sacar a enemigos de la Historia
a enemigos de Stalin,se censuró a toda la población, se castró
el arte en nombre del “realismo socialista”, se castró a la
ciencia genética a partir de una grosera interpretación de la
dialéctica, y se cometieron otras tantas barbaridades, la
mayoría de los académicos e intelectuales miró hacia otro
lado, preocupaba por mantener sus cargos y alejar a la Policía
de sus puertas.
En Cuba la Revolución se ancló en la libre invención
de Fidel y del Che, entre otros creadores. Fidel contrarió el
dogma estalinista del viejo Partido Comunista cubano al
atacar en 1953 un cuartel con un puñado de hombres,
apostando a que el pueblo de Santiago, espoleado por esa
vanguardia, se levantaría contra la tiranía. Y volvió a hacerlo
cuando tres años después intentó repetir la estrategia
desembarcando con 82 hombres en las costas de Oriente; y
reiteró su herejía al afianzarse en la Sierra Maestra, para desde
allí proyectar la liberación de la Isla. Al mismo tiempo el Che
practicaba y teorizaba esa experiencia herética; y ya en el poder
le dio continuidad cuestionando la vía soviética al socialismo,
y, entre otros, la Nueva Política Económica del mismísimo
Lenin, los estímulos materiales individuales, y el realismo
socialista; y luego se apartó de la URSS y de los Partidos

34
Comunistas dirigidos por ella al proponer y practicar la vía del
foco guerrillero para lograr la liberación y abrir el camino al
socialismo, en el Congo y en Bolivia (queriendo irradiar desde
allí el foco guerrillero hacia los países vecinos de A. Latina,
incluyendo a su Argentina natal).
Fidel y el Che fueron erigidos como referencias
máximas del pueblo cubano. Pero hete aquí que cuando ante
carencias y errores repetidos en lo concerniente a la
satisfacción frugal pero decente de las necesidades básicas
(como en los terrenos de la alimentación, la vivienda y el
transporte público), y también en el área de la autonomía
universitaria y la libertad de expresión, capaces de corregir a
tiempo los desvíos y fallas en la construcción del soñado
socialismo, pregunté, sugerí y propuse como temas de
discusión esas cuestiones, infaltablemente recibí como eco el
silencio de los cubanos revolucionarios a quienes dirigí esas
ideas. Para justificar ese silencio algunos repitieron una y otra
vez el argumento, ciertamente pertinente, pero no suficiente,
del bloqueo y la incesante agresión imperialista; porque el uno
y la otra no pueden barrer hacia abajo de la alfombra los
errores propios cometidos, ni postergar indefinidamente el
libre debate revolucionario, destinado a emendar los entuertos
de forma permanente y a tiempo, sabiendo que esa
interminable corrección siempre será necesaria, pues ninguna
obra humana es perfecta.
Y así, lamentablemente, me he quedado sin los
interlocutores que más hubiera querido, constatando que
vuelve a repetirse en Cuba, contrariando los ejemplos de libre
creación dados por Fidel y el Che, lo sucedido en la URSS.

35
Ante ese silencio sólo me resta desear que por algún
milagro de la Historia, no se repita en Cuba el triste fin del
sueño socialista ocurrido en la URSS.

36
PARÍS, BRUSELAS Y A. LATINA
12/05/20

Estas brevísimas líneas fueron motivadas por las


reflexiones que desde París y por email nos hizo llegar Flora.
En estos días han florecido muchas reflexiones sobre lo que
será la pospandemia. Las previsiones tienen perfil genérico y
varían entre un futuro derechista y muy autoritario, y una
nueva era poscapitalista. Los economistas y muchos políticos
capitalistas, a su vez, anuncian una “nueva normalidad”, que
consistiría en el viejo “más de lo mismo”, con algunos
cambios cosméticos, como los que apunta Flora, y que giran
en torno a cuarentenas recurrentes, la manutención de los
cuidados de la higiene personal y de los lugares públicos,
incluyendo el uso de las máscaras (que ya era muy común en
Asia), y el distanciamiento social mitad obligatorio y mitad
voluntario, por ejemplo en la ocupación parcial de las plazas
disponibles en los transportes públicos, restaurantes, bares,
cines, estadios, etc., y también (y eso es más difícil a la luz de
la lucratividad ansiada por el capitalista) en la disminución (y-
o rotación) de las plantillas de trabajadores y del aumento de
la distancia entre cada uno de ellos en cada dentro
laboral. Como Martí conocí al monstruo desde sus entrañas,
ya que el exilio me llevó a recalar en París y luego a vivir ocho
años en Bélgica. Conocí (sin sufrirla, porque soy blanco y fui
rubio antes de sufrir el asalto de las canas), la xenofobia
reinante en uno y otro lugar; compartí la inseguridad de los
extranjeros que hacen y venden clandestinamente chucherías;
constaté la hipocresía dominante en las relaciones entre los
propios nativos cuando detrás del “Bonjour Madame” o

37
“Bonjour Monsieur” que nos recibe en cada panadería, se
esconde una total indiferencia ante la vida del prójimo. Pero
al final de los años setenta y durante los ochenta disfruté del
otro lado belga de la moneda, que fue el apoyo financiero a
los refugiados políticos latinoamericanos, que permitió que no
pocos de ellos cursasen estudios universitarios. Hoy Bélgica
no tiene más esa generosidad, y tanto allí como en Francia,
como dice Flora, hay expectativa para saber si después de la
pandemia preponderará la primera o la segunda de las caras
aquí mencionadas. En Francia los Chalecos Amarillos son una
esperanza de un nuevo país que reate con el viejo Estado de
Bienestar Social y lo mejore en la atención solidaria a las
necesidades básicas de cada persona; y que lo haga en el
contexto de una economía ecológica (y de preferencia
cooperativa y apuntando al socialismo, como lo quiere La
France Insoumise, conducida por Jean-Luc Mélenchon). Creo
que en Bélgica las esperanzas de caminar hacia el socialismo
son más moderadas, pero no cabe duda de que tras la
pandemia se expresarán con vigor fuerzas sociales que
exigirán la vuelta a lo mejor del Estado de Bienestar Social y
de la convivencia pacífica entre wallones y flamencos, la
pequeña minoría alemana, y el diez por ciento de inmigrantes,
sobre todos africanos, que componen la población del país.
Eso ya no sería poca cosa, cuando se teme que la alternativa
pudiera ser la emergencia en uno y otro país (y en otros lugares
de Europa) de nuevos führers. En lo que respecta a A. Latina
soy más soñador: creo que la pospandemia tiene que
encontrarnos reinventando y perfeccionando el camino
iniciado hace sesenta años por la Cuba revolucionaria. Aquí la
crisis del COVID19 trajo a plena luz todas las miserias del
capitalismo cotidiano, demostrando, como dicen los jóvenes,

38
que “el capitalismo ya era”, y que es hora de aventurarse en la
construcción del socialismo con rumbo ecomunitarista. En
éste habrá de vigorar la participación intercultural de cada
un@ según su capacidad en la construcción del gran fondo
social a partir del cual cada una recibirá según sus necesidades,
lo que le permitirá desarrollarse como persona universal; y
todo ello en el contexto de la necesaria frugalidad ecológica
(exigida por la tercera norma fundamental de la Ética). No
cabe duda de que la tarea en cada país no será fácil, aunque
perfeccionemos nuestra cooperación mutua. Pero nuestros
descendientes y la Pacha Mama merecen el concurso de todos
nuestros esfuerzos. En Uruguay, por ejemplo, mi pequeño
país natal hacia el que vuelvo mis miradas esperanzadas
(aunque vivo a doscientos kilómetros de su frontera legal), la
izquierda deberá entender que el llamado “progresismo” del
Frente Amplio “ya era”, pues, al no atreverse a avanzar
decididamente hacia el socialismo por inventar, trajo de vuelta
a la vieja derecha reaccionaria. Los nuevos tiempos exigen,
para evitar futuros retrocesos de ese tipo, avanzar,
inventando, hacia el socialismo ecomunitarista.
En esa difícil tarea Cuba nos ilumina con sus aciertos
y sus errores, y con las evidencias de todos los obstáculos que
el imperialismo y las oligarquías ponen en la ruta de quienes
osan aventurarse por ese derrotero innovador, imprescindible
para la sobrevida de la Humanidad y de buena parte de la
Naturaleza no humana, hoy masacradas por el capitalismo.

39
BÉLGICA

Hace tiempo que tengo esta deuda con Bélgica. Y


ahora que me dispongo a saldarla no sé por dónde empezar
ni imagino qué he de decir.
Por ejemplo puedo decir que la asocio a un tiempo
gris, brumoso y muchas veces lluvioso, que hace que las
gentes anden con rostro compungido; pero que las personas
se transforman, primero, cuando ven caer la nieve poco
espesa, y mucho más cuando el sol logra abrirse camino entre
las nubes. Entonces las belgas sonríen con sus cachetes
rosados y descubren sus potentes pechos, más arriba de los
senos. Los belgas, a su vez, osan ir más allá del protocolar
saludo y se aventuran en diálogos sobre el buen tiempo o
sobre el coche nuevo que piensan comprar. Claro que el
calorcito a la vez tan esperado e inesperado concentra los
olores a sobaco rancio en cada vagón de tren, y los alegres
belgas ni los notan, a la espera del baño semanal de los viernes.
Por ejemplo que la cortesía es muy engañosa. Porque
si en la panadería la dueña o la dependiente nos recibe
infaltablemente con un “Bon jour Monsieur!” o “Bon jour,
Madame!”, y nos despide no menos infaltablemente con un
“Merci et au revoir, Monsieur!” o “Merci e au revoir,
Madame!”, detrás de ese rostro sonriente hay una marcada
indiferencia respecto de la vida ajena. Pero nada importa esa
frialdad cuando se corta la reluciente tarta de frutillas y
gelatina roja, que es compañía de lujo a la hora de la merienda.
Por ejemplo que si supo en más de un siglo ser abierta
para recibir a oleadas de hambrientos en busca de trabajo o a
perseguidos políticos, el racismo se nota a flor de piel. Al

40
punto de que una señora muy católica y reservada puede
afirmar que si los africanos se bañan varias veces por día debe
ser porque son muy sucios.
Por ejemplo que a jóvenes refugiados políticos que no
tenían aún ningún ingreso por trabajo asalariado fue capaz de
costearle la Universidad y pagarle uma Mutualista (a elegir
entre la corporación católica y la laica, con predominio del
Partido Socialista), que nos permitió a fines de los años 70 e
inicios de los 80 tener cubiertos nuestros pocos gastos de
salud, pero también, y sobre todo, los relativos a la llegada y
primera infancia de nuestros dos hijos.
Por ejemplo que nos sentíamos prisioneros de una
guerra de opereta cuando mal que bien llegamos a dominar el
francés, y en la calle no respondían a nuestra pregunta
simplemente porque estábamos en una ciudad flamenca o nos
habíamos dirigido, sin saberlo, a un flamenco. Y que nos
congratulamos de que una consecuencia de esa guerra fuera la
de que si en una mitad del país se erigía un gran Hospital o
una Escuela técnica, en la otra debía hacerse lo mismo, para
mantener equilibrada la balanza lingüística; y la minoría
alemana sacaba alguna migaja en ese reparto.
Por ejemplo, que saboreábamos como manjares los
grandes sándwiches de baguette con relleno de salsa de
camarón, que se vendían en Louvain-la-Neuve a quienes no
tenían lo suficiente para pagarse una comida en regla (o para
los belgas que o querían engordar).
Por ejemplo que si podía pasar más de media hora en
la que los autos seguían de largo con una o a lo máximo dos
personas a bordo, siempre, y con una sola excepción, alguien
paraba para llevarnos desde Leuven a Louvain-la-Neuve, o al
menos hasta Wavre desde donde un ómnibus nos dejaba en

41
el destino final tras un corto viaje de quince minutos. Y cada
vez no podíamos dejar de pensar que a aquel pueblito insípido
se había retirado Napoleón tras la derrota en Waterloo.
Por ejemplo que, si nunca nos aislábamos,
disfrutábamos como nuestra propia casa la residencia de un
uruguayo, y nos sentíamos en familia cuando compartíamos
con latinoamericanos (más allá de las rivalidades del fútbol o
de algunos prejuicios preexistentes).
Por ejemplo que disfrutábamos las ocurrencias con las
cuales los belgas se vengaban de los muchos chistes en los que
los franceses siempre les reservaban el papel de burros, como
aquella que rezaba “Es fácil ganar dinero con un francés; basta
comprarlo por lo que vale y venderlo por lo que cree que
vale”.
Por ejemplo que nos admiraba que a pesar de su
pasión desbordante por el ciclismo y su adicción sólo algo
menor al fútbol, a escasas horas del brillante triunfo de un
ciclista belga o de una gran victoria de la selección nacional de
fútbol, la vida regresaba a sus tranquilas aguas rutinarias,
como si nada hubiera ocurrido.
Por ejemplo la facilidad con la que usaban posesivos
(sin dudas un hecho vinculado al individualismo posesivo que
Macpherson identificó como marca del capitalismo naciente
ya en la época de Hobbes) para referirse a “su” pared, o a “su”
ventana, cuando se hablaba de arreglos caseros en marcha o
por hacer.
Por ejemplo, la mezcla de agradecimiento, nostalgia y
aprehensión que nos invadió cuando dejamos Bélgica, con los
pasajes pagados por la ONU, para regresar a nuestro país,
llevando doscientos quilos de equipaje de mano (sin costo
alguno pues lucían la etiqueta de “Security”), cuando llegó a

42
su fin oficial la dictadura; generosa acogida, dos hijos y sendos
diplomas universitarios eran los regalos más preciados que
nos había dado ese llano y discreto país, capaz de esconder su
ternura, ni más ni menos que como lo hacen los uruguayos.
Por ejemplo, que allí acaba de morir Carlos, mi mejor
amigo y el hermano que nunca tuve, y allí hace fuerza para
seguir viviendo Ana, su esposa y la mejor amiga de mi esposa.

43
ESPAÑA

Tenía casi sesenta años cuando España aprobó la ley


que confería el derecho de solicitar la nacionalidad española a
nietos de españoles, y la obtuve. Mis abuelos maternos se
habían venido sin hijos y apenas casados en edad veinteañera,
cuando abandonaron Peñarroya-Pueblonuevo, donde
entonces residían, para venirse a Brasil con poco más que la
ropa puesta. Como su pueblo de partida era minero, mi abuelo
había conseguido un contrato con una compañía de Minas
Gerais. Al poco tiempo lo echaron, al parecer por su adhesión
a una acción sindical, y mis abuelos fueron bajando por el
litoral brasileño al tiempo en que les iban naciendo los hijos.
Tuvieron trece, de los cuales diez sobrevivieron, incluyendo a
los últimos que habían nacido en el filo mismo de la frontera
con Uruguay, en la ciudad uruguaya de Rivera. Allí se
establecieron en un terreno sin dueño, donde erigieron su
espartana casa de madera.
Si sólo cerca de la sesentena obtuve la nacionalidad
española, desde mucho antes había sentido a España como
parte de mi sangre. La primera vez que la vi fue al cabo de un
interminable viaje por auto desde Bélgica, donde con mi
esposa estábamos refugiados. Nos acompañó nuestra hija de
pocos meses y mi madre. En los últimos doscientos
kilómetros mi esposa y mi madre cantaban, para evitar que el
sueño me dominase (en la época ni mi esposa ni mi madre
dirigían). Llegamos a Madrid, al apartamento donde se habían
establecido mi abuela materna y dos tías mías que habían
dejado Uruguay en búsqueda de aires menos opresivos. La

44
sopa y el guiso de berberechos de la abuela nos devolvieron el
alma al cuerpo.
Desde Madrid iniciamos un recorrido por lugares
donde había retazos de la familia de uno u otro de mis abuelos
maternos. Así los caminos nos llevaron a la ciudad de
Córdoba su mezquita y su Calle del Pañuelo, a Valencia y a
Peñarroya-Pueblonuevo. En Valencia rescatamos a mi abuelo,
que hacía poco había llegado de Uruguay para visitar a su
único hermano vivo y su familia de cuatro hijos y otros tantos
nietos; lo llevamos hasta el pueblo desde donde había partido
hacia América. En cada uno de esos lugares tanto mi esposa
como yo éramos simplemente “primos”, como si allí
hubiéramos nacido y nos hubieran conocido desde niños.
Volvimos a la fría Bélgica llevando el sol y el sabor de la lengua
que España nos había devuelto.
Luego, cuando ya había nacido nuestro hijo, otra
travesía en auto nos llevó otra vez desde Bélgica a España. Y
las escenas familiares se repitieron.
Cuando nuestros hijos ya estaban, respectivamente, en
la adolescencia y en la pubertad, y ya trabajábamos en Brasil,
un largo y memorable periplo carretero nos permitió gozar
otra vez de la familia y de las tierras españolas. Caminamos
otra vez las entrañables calles de Toledo, donde soñé que
había conocido a mi esposa en las cercanías de la casa que
después fue de El Greco, y donde entramos al Mesón de los
López que imaginé que desde el siglo XV pertenecía a alguno
de los míos; allí nuestro hijo pidió y obtuvo un pequeño puñal
de acero toledano, y mi esposa e hija se hicieron con sendos
damasquinados. Volvimos a Madrid y al otro día pusimos
rumbo al Escorial. Esa visita fue acompañada de tensión, pues
nuestro hijo estaba algo descompuesto del estómago y se

45
aliviaba en un balde. Aún así trepamos por la ladera resbalosa
del cerro que cubre la Basílica en el portentoso Valle de los
Caídos (de donde muchos años después el pueblo logró
expulsar el cuerpo del verdugo Franco). Dormimos en la
“Pensión García”, de Astorga, donde el dueño, sorprendido
porque nuestro hijo no quería comer, le trajo casi medio pollo
gratis, argumentando que había que alimentarse. Los cuatro
dormimos en un pequeño cuarto donde se apretujaban dos
camas de plaza y media, que se hundían como algodones.
Seguimos hasta la Tordesillas del Tratado que había hecho un
tajo en la franja este de América del Sur. Ya de noche nos
saludaron las murallas de Ávila, donde mi hijo tuvo que orinar.
Cansados nos acogió el modesto hotel “La Carabela”, de
Salamanca, donde por primera vez nuestros hijos ocuparon
un cuarto diferente al nuestro, y los obreros que de madrugada
descargaron carbón para aquel establecimiento, nos
interrumpieron a los cuatro el necesario sueño. Otro motel
nos cobijó en Lugo, no muy lejos de su muralla. Después
pasamos por La Coruña y su Torre de Hércules. Bordeamos
las rías sonde se veían incontables y pequeñas plataformas
flotantes para la cría de mejillones. Vimos el puente de Vigo
desde la altura de su derruido castillo. Y dormimos en un
hotelito que balconeaba el muelle de los pescadores en Bueu;
al volver de nuestra caminata apenas había salido el sol, mi
esposa y yo vimos la cara preocupada de nuestros hijos
asomados a la ventana de nuestra habitación, preguntándose,
sin duda, si los habíamos abandonado. Cruzamos la frontera
e hicimos una rápida ida y vuelta sobre el alto puente que
separa a la carretera de Porto, de donde nos llevamos sólo la
alegría celeste de sus azulejos. En Lisboa nos hospedamos en
un hotelito lindero a la muralla de la Sé. Las callejuelas

46
empedradas de Alfama nos llevaron hasta el Rocío. El hambre
de nuestros hijos los hacía devorar los pescados hasta el
esqueleto. A la salida de esa capital un buen portugués nos
indicó como ruta hacia España a la que allí nos había llevado,
cuando la que buscábamos ahora era más de dos veces más
corta que aquella. Al fin la encontramos y me metí en el agua
helada de Setúbal. Una lancha nos cruzó a través de la bahía y
no mucho después dejamos atrás el río Guadiana y seguimos
(si no me engaño, pasando por Serpa) hasta la frontera
española. Ya de noche llegamos a Sevilla, para pernoctar en el
hotel “Londres”, en ese curioso cambio turístico de nombres,
que tanto se repite, sin duda en búsqueda de un supuesto
exotismo; menos mal que el bar donde comimos tenía los
hermosos azulejos y los adornos taurinos que olían a
Andalucía. Después vino Granada y al llegar de nochecita, las
sabrosísimas pizzas Hut, con ración doble gratuita, al alcance
de nuestro reducido presupuesto y bálsamo para nuestros
vacíos estómagos. Nuestros hijos prefirieron dormir la mona
en vez de visitar la Alhambra. Bajamos, atravesando la sierra
poblada de floridos almendrales, casi mágicos, hasta
Almuñecar, donde en un hotel de borde de mar, accesible
porque estábamos muy lejos de la temporada, nuestros hijos
fueron la alegría de las dos docenas de jubilados belgas,
alemanes y holandeses, que constituían la totalidad de la
clientela de aquel establecimiento en esa época. En la cercana
costanera me impresionó la breve poesía que adorna una
estatua del Emir Abderramán, que me retrotrajo a nuestra
época de refugiados, cuando rezaba “Tú también eres, o
palmera, en este suelo extranjera”. Y desde allí volvimos a
Madrid, y poco después a Brasil.

47
A lo largo de los años otras veces pudimos volver a
España. Más de un año vivimos en Madrid cuando mi esposa
fue a cursar el doctorado y yo aproveché para hacer una
investigación posdoctoral. En las vacaciones se nos sumaron
nuestros hijos, y nuestra hija se quedó para cursar la Maestría
que poco después la llevaría al Doctorado. En esa
oportunidad otra excursión nos permitió conocer la Trujillo
del criador de cerdos Pizarro, verdugo del Inca Atahualpa, y
nos llevó a Mérida y su teatro romano, además de rever varios
lugares recordados con cariño, comenzando por Chinchón.
Más tarde, cuando mi esposa realizó su primera
investigación posdoctoral y yo la segunda, durante un
semestre recorrimos Extremadura y nos extasiamos con los
pueblitos fronterizos con Portugal, además de revisitar otros
lugares ya queridos. Más tarde aún, cuando por ocasión de un
Congreso realizado en Alcalá de Henares, fuimos invitados
por un colega a pronunciar sendas conferencias en La Rioja,
pudimos conocer mejor el País Vasco, tanto del lado español
como del lado francés, sin olvidarnos de la aristocrática y cara
Pau, donde había nacido una bisabuela de mi esposa.
Y me olvido de otros tantos lugares amados. Como el
pueblito minero de León, llamado Ciñera, donde nuestra tía
Juanita (en realidad tía de mi madre), ya viuda, vivía parte del
año, para no olvidarse de su marido (y en cuya casa mi esposa
comió tanta paella que la apodé “la osa paellera”). Y Zaragoza,
y Zamora, y el modesto castillejo del Duque de Ordaz
(inmortalizado por el Greco), y el Torrejón de Velasco (que
interpreté como propiedad de alguno de mis antepasados), y
la medieval La Alberca, y la comedida Soria y los restos de la
heroica Numancia, y la subida congelada por la empinada
cuesta hasta el cobijo de un restaurante de Medinacelli (donde

48
las pocas monedas que teníamos sólo nos permitió gustar una
sopa), y la sopa castellana del hostal “La Tabanqueta” en la
Cuenca de las casas colgadas, y ...

49
LA OTRA Y EL OTRO YO

Más de una vez he dicho que nuestras muertas viven


en y con nosotros, mientras continuemos la lucha por los
ideales por los cuales ellos dieron su vida. En concreto me
refiero a la liberación nacional y al socialismo (que hoy quiero
con orientación ecomunitarista).
Ahora bien, junto a esa justificación política, hay otra
que clama para que mantengamos vivas a nuestras muertas,
que tiene un carácter muy personal y filosófico.
Me refiero al hecho de que yo habría podido
perfectamente haber ocupado el lugar de esa compañera o de
ese compañero que fue asesinado, cayó en combate, fue
desaparecido, o pereció en la prisión o después de dejarla, tras
largos años de encarcelamiento y torturas.
Entre otras recuerdo aquella ocasión en la que por
acaso circulaba sin mi habitual pequeño revolver 38 corto y el
ómnibus fue parado en un barrio de Montevideo por un
numeroso grupo de militares. Como mi cédula de identidad
estaba en día, bajé con el resto de los pasajeros, y me
registraron con los brazos alzados y apoyados en el colectivo,
como a todos, tras chequear mi documento. Seguimos viaje,
salvo dos jóvenes que quedaron en poder de los militares.
Nunca supe por qué, y varias veces me dije que cuando sí
circulaba armado en otros ómnibus, un evento semejante
podría haber terminado con mi muerte o una larga prisión.
Otro día, con la represión ya se desatada, fui a un local
donde se reunía la Dirección de nuestra Sub-columna del
Movimiento de Liberación Nacional Tupamaros. Su
cobertura era impecable, pues el colaborador vivía al fondo de

50
la Policlínica de la que era responsable, y a su casa se podía
ingresar atravesando la sala de espera de ese centro sanitario.
Por esos, mucha gente podía entrar y salir, sin levantar
sospechas. Atravesé esa sala y al abrir la puerta del fondo
percibí que todo era silencio. En ese preciso instante la señora
que recibía a los pacientes me llamó a su ventanilla y me
informó en voz baja que los dueños de casa habían sido
llevados detenidos el día anterior. Le agradecí y salí a la calle
con las piernas temblando y mirando de soslayo para ver si
alguien me seguía. Nunca supe si los esbirros aún estaban en
la casa silenciosa, esperando que algún incauto entrase, o si
cuando me presenté allí ya se habían retirado.
Una nochecita, tras haber recuperado en una casa de
un cazador varios rifles y escopetas, las llevamos con otro
compañero hasta la casa de un colaborador. Por medida de
seguridad estacionamos el auto, robado por dos horas para la
ocasión, a una cuadra de su casa. Pero el colaborador trajo dos
mantas pequeñas y al transportar, envuelto, el armamento
hasta su casa, asomaban las puntas de las armas. Demoramos
media hora para acomodarlas y darle las instrucciones al
dueño de casa. Después pensé que si un soplón del barrio
hubiera visto los caños de las armas, aquel tiempo hubiera sido
suficiente para que su denuncia hubiera traído varias patrullas
hasta la casa donde estábamos, y el desenlace no hubiera sido
feliz para nosotros. En vez de eso me cupo dos horas después
la feliz tarea de informar por teléfono al dueño del auto, el
lugar donde podía recuperarlo.
En otra oportunidad debía ir a otro local donde se
escondían miembros de la Dirección del Movimiento. Era un
bar y al fondo tenía dos amplias piezas, debajo de una de las
cuales se había excavado un gran escondite que comunicaba

51
con la red cloacal, para facilitar la fuga en caso de emergencia.
Pero ese día se me ocurrió llamar por teléfono antes de ir. Me
atendió una voz que no correspondía a la de ninguno de los
compañeros que regenteaban el bar. Pregunté si todo estaba
bien, y la voz me dijo que sí y que fuera sin problemas.
Agradecí y corté. Es obvio que no debería haber ido, y hubiera
tenido que dar inmediatamente la alarma a mis subordinados
y a la jefatura de la Columna, para que se corriera la voz de
inmediato en el Movimiento. Pero no queriendo aceptar lo
peor, me aventuré a pasar caminando frente al bar, por la
vereda de enfrente. De reojo vi que la gran ventana estaba
cerrada y sólo entreabierta la puerta de entrada. Seguí de largo
y di la alarma. Al día siguiente vino la confirmación de que el
bar había sido allanado y los dos responsables habían sido
detenidos. Por suerte, los entonces refugiados en el escondite
pudieron huir por la red cloacal. Pero me dije que si los
esbirros hubieran sido más detallistas podrían haber detenido
para interrogar a cualquiera que pasara frente a aquel bar
durante los dos días siguientes al allanamiento, para saber si
ese transeúnte era vecino o trabajaba en las cercanías, e
interrogar a fondo a quienes no fueran ni una ni la otra cosa;
y en ese caso, me hubiera visto en gran aprieto para justificar
mi presencia allí; y podría haber sobrevenido el intento de
fuga y la muerte, o el desaparecimiento, o la larga prisión y la
larga tortura.
Y así sucesivamente...

52
MAPUCHES Y CORONAVIRUS
13/05/2020

Estimado José de la Fuente (reenvío a algunas


colegas): Gracias por esos dos artículos de José Quidel
Lincoleo. El artículo "Entonces el día llegó" destaca el
pensamiento holístico-relacional de los mapuche, que se
consideran hijos y parte de la Pacha Mama, que mucho puede
enseñarle al pensamiento no-ecológico occidental, basado en
la idea de que los humanos son “amos de la Tierra” (como lo
establece el Génesis bíblico). Ahora bien, los que NO somos
mapuches debemos hacer notar que en la parte en la que se
habla de los eclipses y terremotos como mensajes, se está ante
una manera de pensar que desde Galileo ha sido desmentida,
y no podemos aceptar ingenuamente; creo que en el diálogo
respetuoso debemos decirle eso al autor de ese artículo y a los
mapuches en general, dándoles los elementos del
conocimiento occidental que desmienten esas creencias, para
que ellos hagan su propio juicio. Es más, desde el punto de
vista occidental hay que destacar también que NO es evidente
que las pandemias ocurran por la mala concepción y práctica
ecológica occidental, pues los virus han existido desde antes
del ser humano, y la investigadora brasileña que secuenció el
genoma del COVID19 en Brasil dijo que hay en la Naturaleza
100 millones de virus pero de ellos conocemos sólo a 30 mil
(y que debemos conocer muchos más para estar prevenidos
ante pandemias futuras, que podrían venir en especial del
contacto de los humanos con animales silvestres). Sólo desde
esa franqueza, transparencia y enriquecimiento mutuo, el
diálogo intercultural servirá a los indígenas y no indígenas,

53
para que construyamos juntos una vida mejor más allá del
capitalismo (en el socialismo con rumbo ecomunitarista).
El artículo “Coronavirus y monoculturalidad; las
pandemias para los Pueblos Indígenas” encuadra el contenido
del texto anterior en una buena reseña histórica y crítica de la
monoculturalidad impuesta en Chile, en detrimento de las
culturas indígenas (y, en especial, mapuche). Ahora, en lo que
respecta a la prevención de pandemias, admite correctamente
la importancia del conocimiento occidental, cuando
incorpora, por ejemplo, las vacunas (al tiempo que exige
correctamente que las prácticas preventivas y terapeúticas con
las comunidades indígenas lleven en cuenta su particular
forma de organización social, su lenguaje, etc.). Pero luego
insiste en la muy discutible idea de los ciclos catastróficos y
afirma sin ninguna prueba que las pandemias en A. Latina
empezaron con la venida de los europeos; aunque sabemos
que sus gripes mataron a muchos millones más de indígenas
latinoamerricanos que los que mataron sus espadas, según lo
dicho por la mencionada investigadora brasileña, todo hace
suponer que es muy probabe que ANTES de la llegada de los
conquistadores, las poblaciones de estas tierras deben haber
sufrido pandemias; sólo una investigación seria y paciente
podrá decir si las hubo o no. Finalmente, concluye muy
acertadamente en la necesidad de superar el
monoculturalismo. Desde la propuesta ecomunitarista
defiendo un nuevo orden socioambiental basado en la
interculturalidad (en especial en A. Latina) en el que se erija
una economía ecológica y sin patrones (que mucho puede
aprender de las formas comunitarias y de las técnicas
ecológicas indígenas), una politica de todos basada en la
democracia directa (que mucho puede aprender de las

54
asambleas indígenas y del papel de los ancianos en ellas), una
educación ambiental generalizada (que mucho puede
aprender de la educación ecológica familiar y comunitaria
indígena, aunque incorpora también una educación sexual
libertaria del libre placer compartido, antimachista y
antihomofóbica que NO se encuentra en las cuturas
indígenas, por lo menos de forma desarrollada y
universalizada), una comuniacción simétrica (que. al
incorporar los modernos medios masivos de comunicación,
incluyendo a la internet, no estaba prevista en las culturas
indígenas), y un deporte no crematístico (que puede inspirarse
en alguas prácticas físicas y deportivas indígenas no
competitivo-individualistas).

55
EL FÚTBOL

El fútbol es una pasión con la que he convivido con


varios vaivenes.
Cuando era niño el fútbol entró en mi vida a través del
club favorito de mi padre. Pero como vivíamos a 500
Kilómetros de Montevideo, esa pasión sólo nos conmovía a
través de la radio y de las fotos en blanco y negro del periódico
capitalino que llegaba a mi ciudad con un día de atraso.
Poco después esa adhesión fue compartida con el club
local frecuentado por mi padre. Para verlo jugar por lo menos
algún domingo había que lograr entrar furtivamente al estadio,
ya que no tenía dinero para comprar un ingreso. Con el
corazón palpitante nos apostábamos, dispersos, del lado
exterior del alambrado, esperando que el policía a caballo se
apartase en su ronda incesante. Ese era el momento de
arrastrase por debajo del estrecho hueco cavado debajo del
alambrado y de esconderse entre las ramas espinosas de las
tupidas plantas que se erigían como segunda barrera. Allí
había que cuidar que no nos viera ni el guardia externo a
caballo, ni el guarda que hacía a pie su ronda en la parte
interna, entre el alambrado y la tribuna. Cuando la distancia
de ambos era prudente había que correr rápidamente hasta la
tribuna hecha de tablones de madera, y sentarse en el primer
lugar disponible. Cuando el color del rostro y los latidos del
corazón volvían a lo normal ya se podía buscar un lugar mejor.
En todo ese período comprobé que no era ni lo
suficientemente rápido, ni lo suficientemente ríspido como
para tener algún futuro en el fútbol. Por eso me dediqué,

56
felizmente con éxito, al básquetbol, que jugué tanto en los
juveniles de aquel club, como en el Liceo.
Cuando al fin de la adolescencia, y ya residente en la
capital adonde había ido a cursar Medicina, me integré a la
militancia en el Movimiento de Liberación Nacional
Tupamaros, sin que nadie me lo impusiera, le hice una cruz
al fútbol, al que caractericé como el opio de los pueblos. A tal
punto que nunca fui al mítico Estadio Centenario a ver al club
de mis amores infantiles.
Llevé esa concepción al exilio, aunque en Cuba
jugamos (y la mayor parte de las veces perdimos) contra
cubanos, en nombre de nuestra falsa identidad de argentinos.
En Bélgica el interés por el fútbol volvió de la mano
de una sorprendente nueva generación belga, que por primera
vez logró llegar a las instancias finales de un Mundial. Y en ese
contexto acompañamos por TV dos raras visitas de la
perdedora selección uruguaya de entonces a Bruselas y a París.
De vuelta a América Latina e instalado en Brasil
reasumí sin complejos la pasión futbolera, para seguir con
placer el vistoso juego de algunos clubes brasileños, y, sobre
todo, para reafirmar a la sombra de la memoria del
Maracanazo mi uruguayez. Tanto fue mi entusiasmo en esa
última vivencia, que mi hijo, en vez de hacerse aficionado de
la casi siempre ganadora selección brasileña, prefirió sufrir
conmigo en cada presentación de la celeste. La tensión llegó a
tal punto que desde el Mundial de 2018 decidí no ver más en
directo los partidos de Uruguay, pues constaté que mi presión
arterial subía peligrosamente en cada partido. Mi esposa
apoyó mi decisión, recordándome que su padre había muerto
aún joven a causa de un infarto causado por el partido de
fútbol que había ido a ver al Centenario. Pero ese paso atrás

57
no me impidió de seguir disfrutando, y sufriendo un poco, en
la TV, los partidos de algunos grandes equipos europeos
donde juegan uruguayos, ya millonarios.
Cuando la pandemia del nuevo coronavirus se
extendió por el mundo a principios de 2020 todos los
campeonatos fueron suspendidos. Entonces concluí que es
posible y saludable vivir sin ese fútbol-negocio. Y también que
al final del túnel todas las sociedades deberían decidir volcar
las fortunas hasta entonces pagadas a los futbolistas famosos
a mejorar los salarios y condiciones de trabajo de los héroes
anónimos de los servicios de salud, sin quienes la muerte nos
ganaría la partida con gran facilidad, con o sin pandemia.

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LA CAMA

A los sesenta y ocho años, cuando los achaques de las


caderas y de la columna hacen difícil cada paso dolorido, he
descubierto un amor de fuego: la cama.
Es verdad que ya la cortejaba hace años, pero ahora
he perdido la vergüenza y le declaro mi pasión sin reservas.
Como el sexo ya es casi un recuerdo (me acuerdo de
la renuncia de Gandhi), en la cama mi esposa y yo nos
tomamos de la mano y hablamos sobre uno y mil temas. No
nos inquieta que el celular posado en la mesa de luz pueda
espiarnos, pues nuestras vidas actuales son un libro abierto, y
nuestras posiciones son por todos conocidas.
En la cama me asaltan a cada día las ideas, y las escribo
apoyando el notebook sobre almohadones. Y allí hago las
lecturas, que son cada vez más selectas, cuando no re-lecturas
(alguien dijo: “a esta altura de la vida ya no leo, releo”; y si no
fue Borges, de hecho fue lo que hizo, por persona interpuesta,
cuando tras la ceguera lo sorprendió la vejez).
En la cama disfruto de la televisión inteligente
comprada por mi esposa en ocasión de un Mundial de Fútbol
y que a través de youtube me permite saborear inesperados
audiolibros (que van desde el Quijote hasta El Capital) y ver
las Cartas que le he dedicado a mi primer nieto (Sirio
Lorenzo), acompañar las noticias del mundo en variadas
voces, devorar películas (ora obras primas, ora pobres
divertimentos), y reencontrarme con canciones perdidas de
mi juventud, sin dejar de desperdiciar el tiempo con el fútbol
(que otra vez me parece superfluo).

59
En la cama gozo la felicidad de los juegos con Sirio
Lorenzo, siempre sonriente ante cualquier monería, o
concentrado en el armado y desarme mil veces repetido del
pequeño caballo de plástico amarillo que mi esposa le regaló,
o mirándose al cercano espejo, y siempre seducido por el
celular y el control remoto de la TV.
Y cuando los ojos duelen, la cama me regala un sueño
que disfruto a la hora que me place, siguiendo al filósofo chino
que dijo: “cuando quieras dormir, duerme”.

60
LA VENTANA

La ventana del que fue y es nuestro segundo


dormitorio en nuestra casa propia de Cassino, envejeció junto
con nosotros. (El primero fue luego habitación de hijos o de
abuelos).
Primero se abría hacia un patio dominado por plantas
y jóvenes arbolitos, y permitía ver más allá del muro algún
auto pasando junto al arroyito, y, más arriba, a una amplia
franja de cielo que nos conectaba con el infinito.
Después vinieron las dos casitas del vecino; nos
sacaron algo de la vista sólo cuando nos asomábamos, pero
nunca cuando mirábamos por la ventana a partir de nuestra
cama.
Más adelante la necesidad de tener un lugar para
guardar el auto de nuestro hijo nos impuso un garaje de
madera; lo suficientemente fuerte para cumplir su cometido,
y lo suficientemente liviano por si algún día hubiera que
desmontarlo. Esa construcción nos sacó la visión de la punta
del terreno, con sus pantallazos de vehículos y su pedazo de
cielo abierto.
Mas ese espacio se fue llenando de trastos y entonces
surgió la idea de anexarle otro garaje enteramente de madera,
para cobijar un auto y para erigir una pequeña churrasquera y
una pileta bajo techo. Con el auto afuera, ese estacionamiento
sirve para disfrutar en días soleados muchos asados familiares
servidos en mesas acondicionadas allí mismo.
Pero la visión se estrechó aún más, y en el horizonte
visible desde la cama sólo se salvó un retazo de cielo recortado

61
entre el follaje de un florido hibisco y de dos jamelões, ya muy
crecidos y de frutas moradas.
Lo que no ha variado a lo largo de los años es la
presencia de los pájaros que cada mañana acompañan nuestro
despertar con sus cantos, y que a veces se posan en la grácil
duranta que se levanta pegada a la ventana. Según la época del
año y el tiempo reinante, oímos sobre todo al despeinado
pirincho, al trabajador hornero, a la casera paloma torcaza, o
a la cotorra escandalosa.
Algunas veces algún pájaro se acerca al vidrio para
curiosear lo que sucede dentro del dormitorio. Y así vemos
desfilar a gorriones, ratoneras, y picaflores; y vemos pasar
hacia el bebedero instalado por mi esposa, a picaflores,
azulones, mariquitas, pájaros negros que son más parientes de
tordos que de mirlos, y. alguna vez, a algún benteveo o
sietecolores.
Ese hublot luminoso de nuestra cápsula espacial es el
cordón umbilical que nos conecta a la naturaleza exterior a
nuestro cuerpo, vida que nos da vida.

62
EL JAMELÁO

Conocemos a ese gigante de diez metros desde que era


un bebé plantado por mi esposa. Creció silenciosamente
abriéndose paso entre otros árboles que no resistieron al
tiempo. Cuando llegó a la altura de una persona mostró su
fuerza. Los vientos, aún los más fuertes, no le hacían mella.
Las lluvias sólo aceleraban su crecimiento. Las raras
granizadas escurrían por sus ramas, sin destrozarlas.
Cuando sobrepasó nuestra altura recibió el primer
nido. Un picaflor eligió una de sus horquetas para fijar
residencia.
Y siguió creciendo, ajeno a nuestra atención. Empezó
a dar sombra y al fin de un verano floreció en miles de
plumerillos blanquecinos y sin peso. Poco después una
multitud de frutas moradas cubrió sus ramas más fuertes.
Cuando maduraron, cayeron haciendo un tapiz casi continuo
en el piso arenoso. Curiosos mordimos con precaución una
de ellas, pues la pulpa es estrecha y el hueso es grande; y
descubrimos que su sabor era muy parecido al de la pitanga, y
que, como ella, nos dejaba la boca fuertemente manchada de
tinta. En primavera descubrimos que da frutas dos veces por
año, y que hay que evitar pisar las que caen, para no manchar
con las suelas los pisos de la casa, así como se mancha el
desprevenido auto que duerma bajo su sombra.
Para respetarlo construimos el primer garaje de
madera alejado de sus ramas más extendidas. Su figura
imponente ya deslumbraba desde la ventana de nuestro
dormitorio.

63
Pero el gigante siguió creciendo y cuando fue
necesario erguir el segundo garaje, algunas de sus ramas
horizontales más bajas tuvieron que ser sacrificadas. Él,
imperturbable, cobijó bajo su sombra al nuevo garaje cubierto
por un techo plástico transparente. Más arriba se agrupan
bulliciosos los pájaros de diversas especies que nos despiertan
cada día, y se deja adivinar uno u otro nido. Al anochecer allí
se guarecen algunos de sus inquilinos, y otros lo usan para su
infaltable concierto, antes de irse a sus casas.
En las noches de viento, especialmente en otoño e
invierno, nos sorprenden los ruidos originados en ese techo.
Por la mañana descubrimos que la naturaleza sigue su ciclo de
rejuvenecimiento y que el ruido fue producto de las muchas
ramas secas de las que el gigante se desprende para dar lugar
a nuevos brazos.
Cuando ya no estemos, él seguirá ahí, casi inmortal.

64
NUESTRAS PERRAS

Desde que nos instalamos en Cassino tuvimos perras


y perros.
He constatado que, como sucede con las personas,
cada perro tiene su personalidad. Todos los que tuvimos
convivieron libres con nosotros, sin nunca vivir atados; y
como por suerte alrededor de nuestra casa siempre hubo
terrenos libres, cada uno de ellos pudo pasear a sus anchas por
el barrio.
Manchita fue adoptada cuando ocupábamos un chalet
ptrestado. Era negra y blanca, de pelo sedoso y largo, y era
más bien chica que mediana. Acompañaba a nuestros hijos a
la escuela y no pocas veces se instaló debajo de la silla de uno
de ellos, bajo la mirada comprensiva de la maestra. Salía al
recreo con ellos y volvía a ocupar su sitial, hasta regresar a casa
acompañándolos. Manchita probablemente tuvo un tumor
y en pocos días fue debilitándose hasta morir debajo de una
planta de nuestro jardín. La enterré en la plaza que queda
frente a la casa que construimos. Grizzly era hija de Manchita
y cruza con pastor alemán; de mediana estatura, era muy
inquieta y molestó a más de un vecino. No volvió de una de
sus frecuentes escapadas cuando aún vivíamos en el chalet, y
no sabemos si alguien vengativo no fue el responsable por su
desaparición.
Vinieron entonces Amigo y Pinky a instalarse en la
casa que construimos. Amigo tenía mezcla de pastor alemán.
Como había sido callejero era de carácter bravío, al punto de
que ninguno de nosotros podía sacarlo del lugar de la casa
donde se hubiera instalado, sin que él nos mostrase los

65
dientes. Nos mordió a todos, y con mayor gravedad a nuestro
hijo, que tuvo que recibir puntos en el brazo con el que se
protegió la cara. A pesar de eso era un guardián fiel y me
acompañaba en la siesta durmiendo al lado de nuestra cama
de matrimonio. Cuando olía en la calle a una perra en celo
podía quedarse días a su lado, esperando su oportunidad.
Suponemos que durante una de esas esperas y siguiendo a
Pinky, se lo llevó la Perrera, el camión de la Intendencia que
recogía los perros vagabundos. Quizá fue sacrificado en el
tanatorio de la Universidad donde trabajábamos mi esposa y
yo; entrevimos esa posibilidad cuando ya era tarde para
verificar si aún seguía vivo allí. Pinky, regalada por una
veterinaria poco después de la llegada de Amigo, era una perra
oscura y enorme, que lo que tenía de tamaño lo tenía de tonta.
Casi no ladraba y por eso era una mala guardiana. Pero dejó
un recuerdo imborrable porque un día mi esposa fue a
despertar a nuestro hijo para que fuese a la escuela y cuando
levantó la frazada la descubrió, tapada y cuán larga era,
acostada en aquella cama. Cuando nuestro hijo jugaba al
fútbol con sus amigos se cuidaban para no caerse, pues si ello
ocurriera de inmediato Pinky les saltaba encima y hacía los
movimientos del coito. Desapareció el mismo día que Amigo
y quizá fue la responsable de que lo capturaran, pues no
creemos que Amigo se hubiera dejado agarrar si estuviera
solo.
Vino entonces Úrsula, una perra blanca más grande
que Manchita. Poco tiempo después de llegar a casa fue
operada para castrarla. A pesar del cuidado intensivo de mi
esposa y de la atención de la veterinaria su cicatriz no cerró, y
la veterinaria se la llevó para acompañarla en sus últimos
momentos.

66
Adoptamos entonces a Princesa, que por entonces
vivía en la casa de un amigo de nuestros hijos, a quien casi a
diario iba a visitar después de que se instaló en nuestra
residencia. Era marrón, del tamaño de Manchita y más
juguetona que ella. Tenía la manía y diversión de querer
morder el chorro de la manguera que regaba el jardín. Y daba
volteretas en el aire tratando de captar con la boca el puñado
de arena que nuestros hijos le tiraban en la playa. El día que
se acurrucó para morir una veterinaria ejemplar por su cariño
hacia los animales la llevó para aplicarle la eutanasia que
ninguno de nosotros quiso ver.
Entonces nuestros hijos trajeron un pastor alemán
legítimo que era recién un cachorro crecido y lo bautizaron
Nero. Como Pinky, tampoco ladraba, y no mostraba ninguna
habilidad especial. Sin embargo una noche en que nuestro hijo
no estaba, emitió un sólo y providencial “uau”, pues cuando
abrimos la ventana vimos que dos muchachotes que estaban
intentando robar en la casita ocupada por nuestro hijo, huían
despavoridos y saltaban el muro como atletas olímpicos.
Durante una siesta veraniega y mientras estaba en el patio,
desapareció sin dejar rastros. Imaginamos que fue llevado por
algún niño que habrá pensado en ganar algún dinero
vendiéndolo.
Por último vino Laika, traída en brazos durante
muchas cuadras por nuestra hija, a pocas semanas de nacida y
que nos acompaña en los últimos 15 años. Tiene mezcla de
labrador. Es marrón y con la punta de la cola y de los dedos
blancos. De chica se divertía arrancando lo recién plantado y
haciendo muchos pozos en el jardín. Luego se hizo una
guardiana ejemplar y nadie se acerca al portón de entrada sin
que ella lo delate; ejerce su papel con tal pasión que se hace

67
difícil hablar en el portón con el recién llegado, pues Laika no
cesa de ladrar hasta que el visitante se va. Ha sobrevivido a
mi padre y mi madre, que vivieron con nosotros durante años,
hasta que ambos murieron aquí. Laika era especialmente
amiga de mi padre, y siempre se sentaba a su lado en el jardín.
Ocupó una casita de madera propia, y en los últimos tiempos
un sofá situado en el patio, debajo de la ventana del comedor.
Todos los días pide para hacer suelta y sola su recorrido en las
manzanas adyacentes. Pero en los días y noches de tormenta
siempre buscó abrigo dentro de nuestra casa, y el temor a los
truenos aumentó a medida en que se hizo más vieja; prefiere
nuestro escritorio, y hay que conducirla hasta el garaje
techado, sobornándola con un pedazo de pan, que es una
tentación a la que no logra resistir. Hace al menos un año sufre
como yo de artrosis en las caderas, y, como yo, tiene dificultad
para incorporarse y camina con cierta dificultad. Como fiel
compañera se pasa muchas horas por día acostada en el jardín,
inmediatamente debajo de la ventana de nuestro dormitorio.
Desde hace casi un año y medio no entiende los privilegios
que nuestro primer nieto, Sirio Lorenzo, tiene para quedarse
en casa, mientras la echamos una y otra vez hacia el patio. Al
final de cuentas, debe pensar ella, ese es mucho más chico que
yo y hace mucho menos tiempo que llegó.

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UNA VIDA DE SABORES

Cuando me acerco a los 69 años hago un recuento de


algunos sabores que marcaron mi vida. Si la gula es de verdad
un pecado muy serio, tengo asegurado el infierno. Máxime
cuando se sabe que vivimos en un mundo en el que al menos
mil millones de personas no logran comer lo mínimo como
para estar bien nutridas.
Uno de los primeros recuerdos me lleva hasta los 3 o
4 años, cuando acompañaba a mi abuelo paterno a hacer las
compras en un comercio de “Secos y Mojados”, como lo
estampaba en su fachada, pero escrito en portugués, situado
del otro lado de la calle que separa a Rivera de Santana do
Livramento, o sea, a Uruguay de Brasil. Allí se mezclaban,
como en un buen bazar árabe, los olores penetrantes,
dulzones o agresivos, de los alimentos y condimentos que se
servían desde ganchos colgados, barricas de madera o grandes
bolsas de arpillera. Los productos sólidos se envolvían en
papel de estraza e iban a parar a las bolsas de tela que
cargábamos por casi un kilómetro, desafiando el sol o el frío.
Y la recompensa venía en la forma de un bacalao más salado
que el mar, o de unos camarones tan pequeños que había que
encontrarlos en medio del arroz, y sobre todo del postre, en
la forma de un dulce de guayaba muy rojo y oscuro, que se
pegaba a los dientes y antes en las manos, cuando se lo sacaba
de la cajita de madera donde venía embalado. Un día no sé
por qué motivo, mi abuelo, que usaba un bastón desde que en
sus años mozos se cayó de un caballo, se escapó hacia la
frontera sin avisarme; y cuando lo divisé desde el portoncito
de madera que permitía una salida lateral de la casa hacia una

69
de las dos calles de la esquina que ocupaba, me desgañité
gritando furioso y lloriqueando: “¡viejo pata leeeeenga!”. Pero
él hizo que no me oía y prosiguió su camino levemente
bamboleante.
A eso de los diez años me reconcilié con la sopa que
nunca había aceptado ni de mi madre ni de mi abuela paterna.
El milagro ocurrió a manos de mi abuela materna, y del arte
que había traído de España. Una sopa con abundantes
garbanzos y finos fideos me conquistó para siempre. Y como
merienda vespertina mi abuela no dejaba nunca de agasajarme
con un café muy diluido y batido con farinha, que, según
decían los brasileños, al tiempo que llenaba la barriga, ayudaba
a crecer. Como se lo endulzaba con tres cucharillas de azúcar,
y siempre fui dulcero, mi estómago aceptaba con placer el
agregado nutricional del café.
Por esa misma época mi padre me llevó a un
restaurante donde tenía un encuentro de trabajo; fue una de
las raras ocasiones en las que me invitó a acompañarlo a una
comida. Entonces probé del lado brasileño el más delicioso
galeto que haya comido hasta ahora; las piezas pequeñas venían
en forma de brochetes, pinchadas en un palito de madera; eran
de un dorado intenso, y crujían cuando se las masticaba; y en
ese momento su aroma nos invadía por la boca y la nariz.
Un poco después, en el club donde jugué al
básquetbol desde las categorías infantiles hasta las juveniles,
una inesperada invitación de los mayores y jubilados que
dirigían la institución, me reveló el secreto de la “olla
podrida”. Habíamos corrido como el viento y el estómago
pedía combustible a gritos. Entonces uno de los improvisados
cocineros metió el cucharón en una enorme olla, que después
vi replicada en alguna película de guerra, y sacó de allí un

70
poema de olores y sabores que vertió en el plato hondo que
tenía en mis manos; al sabor de cada cucharada se descubrían
aquí o allí rodajas de chorizo, y, juntos o separados, trocitos
de pollo, de cerdo o de carne de vaca, envueltos en un denso
caldo amarillento donde se mezclaban, acompañando a
porotos blancos, garbanzos y fideos, rebanadas de papas,
boniatos, zapallo y zanahorias.
Se dirá que para un uruguayo criado al borde del Brasil
de los gaúchos el asado de vaca o cordero ya debía haber
aparecido. Pero, por extraño que parezca, los primeros asados
que quedaron en mi memoria entraron mucho después en mi
vida, cuando ya estaba cursando la Facultad en Montevideo.
Todavía el lugar de honor lo ocupaban las tortas que mi abuela
materna preparaba para las Navidades, obligatoriamente
degustadas al son de villancicos. Mi angurria era tanta que mi
abuela siempre repetía con su acento andaluz que yo comía
más con los ojos que con el estómago. Y como me revolvía
en el lugar que me habían asignado en la mesa, me llamaba
“culillo de mal asiento”.
En mi pre-adolescencia mi padre me llevó con dos de
los hermanos de mi madre a una cacería nocturna en una
estancia brasileña. Recorrimos kilómetros de campo,
acompañados por un baqueano y dos perros, en una noche de
poca luna. Como yo era el menor de los excursionistas, era el
encargado de sacar de la boca del perro la mulita recién
apresada por él, o de impedir en una corta carrera que la
víctima se escondiese en una cueva. También tuve el privilegio
de cargar una de las bolsas de aquella cacería que nos rindió
unas quince piezas. Sentía en la espalda el arañón de alguna
mulita, y el cuerpo me dolía hasta los cabellos. La casa de
estancia que nos recibió pasada la medianoche, como un oasis

71
de luz en medio de la nada oscura, fue para mí la bendición.
Y entonces llegó el premio inesperado que fue obra del
capataz o de su mujer: una milanesa de carne picada, más
grande que el plato donde vino servida, fue el más sabroso
ejemplar de su especie que haya comido en mi vida; señal de
que el hambre anterior también determina el sabor que
guardamos para siempre. Sólo después y en mi casa vine a
probar por primera vez una de las mulitas cazadas en aquella
noche de carbón. Adobada al extremo para sacarle el olor que
pudiera conservar, fue un manjar apreciado por mí más
debido a su reputación que a su real gusto.
Cuando con diecisiete años llegué a la Facultad, mis
primeros meses gastronómicos se dividieron entre las
comidas caseras pero sin ningún atractivo especial que nos
preparaba la maternal dueña de la pensión, y la mezcla insólita
que con mucho deleite ingería en un bar que hacía esquina
con el venerable edificio de nuestra casa de estudios; me
refiero a una combinación de pizza o muzzarela (sobre todo de
la primera, porque era algo más barata) con leche o con un
gran “capuchino” servido en vaso alto. Después mi esposa me
diría que, cruzando la calle, en un bar muy discreto y casi no
frecuentado por los futuros médicos, por el mismo precio que
yo pagaba, ella se comía suculentos biftecs con papas fritas y
huevos fritos. Pero algunos de los domingos tenían aire de
gran fiesta, pues visitaba a una hermana de mi madre, cuyo
esposo no dejaba pasar ni un sólo fin de semana sin un gran
asado; en la gran parrilla que había construido en su patio
desfilaban las tiras de carne vacuna, los chorizos, las morcillas,
los chinchulines y alguna tripa gorda; y cuando uno de sus
hijos lloraba porque se había peleado con el otro, el tío lo
acallaba en el acto poniéndole en el plato alguno de aquellos

72
calientes manjares; sin olvidarse nunca de acompañar su gesto
con la advertencia dirigida a mí en los siguientes términos:
“mire qué factura, sobrino!”. Después de que durante la siesta
había permitido un momento de paz a mis tíos, entreteniendo
a mis salvajes primos, mi tía hacía un paquete seleccionado del
almuerzo y me lo ponía en las manos diciendo: “llevate esto
para que comas como la gente”.
Cuando el MLN Tupamaros me financió la actividad
full time que me exigió casi desde el principio, a la espera de
algún contacto en un bar, descubrí el encanto de las medias
lunas rellenas con jamón y queso (de miga tan blanda que se
hundían al tomarlas entre los dedos), los sándwiches
olímpicos (de donde descartaba la lechuga, que nunca me
gustó, pero apreciaba el jamón, el huevo duro y el tomate), y,
más raramente, porque más caro, un chivito al plato (donde
la tierna carne del filete vacuno muy delgado, hacía compañía
a los mismos ingredientes del olímpico, y se hacía acompañar
por una generosa porción de papas fritas y ensalada rusa).
Cuando de casualidad mi futuro cuñado me llevó a su
casa y conocí a la que sería hasta hoy mi esposa, me enteré de
que la mantequilla no debe ser cortada en trocitos, pues así no
se extiende convenientemente en el pan o en la galletita salada,
sino que debe ser raspada con un cuchillito de hoja ancha,
para lograr ese propósito. Y confirmé que los uruguayos
nunca nos separamos de Italia, porque las pastas dominicales
tenían en el apartamento de mi suegra la fuerza de una
religión. Así se turnaban ñoquis, ravioles o espaguetis,
acompañados del más sabroso tuco hecho de tomates frescos,
condimentos y trocitos de pollo.
El principio del exilio vino con una gran decepción.
En Santiago de Chile pedimos con mi esposa una pizza y nos

73
trajeron un masacote sin cobertura ni gusto. Menos mal que la
gastronomía chilena se reivindicó con unas empanadas de
cebolla y carne, o alguna humita, que nuestro reducido
presupuesto nos permitió probar en tan sólo un par de
ocasiones. La rutina la llenaban las grandes y sabrosas tortas
fritas servidas con café con leche en polvo, que consumíamos
de mañana y de tarde en los campamentos de la pre-cordillera;
y había que tragarse en el almuerzo y en la cena el infaltable
plato de fideos, indispensable para reponer energías. Para
llegar a uno de esos campamentos teníamos que pasar frente
al hotel de Cauquenes, cuyas delicias sólo pudimos degustar
treinta años después. Un día, en la alta torre donde se
hospedaba un miembro de la Dirección, mi esposa se dispuso,
como siempre, a asumir la dura tarea de la cocina. Cominos
un puchero cuyos ingredientes nosotros mismos habíamos
comprado en el Mercado del Mapocho. La carne sabía algo
dulzona y uno de los anfitriones nos preguntó dónde la
habíamos adquirido. Se lo explicamos y quiso saber qué
adorno tenía la carnicería. Cuando se lo dijimos exclamó:
“entonces acabamos de comer carne de caballo”. Pero ya era
tarde para sentir el asco causado por el prejuicio cultural
uruguayo. Sólo por pocos días y antes de abandonar Chile
disfrutamos o de las delicias dulces de una casa de té muy
céntrica, o de una pizzería de ley situada a los pies del cerro
San Cristóbal, que respondía al inconfundible y poco creativo
nombre de “La Trattoria”. En la casa de té aprendí que la
bolsita debe ser enganchada y estrujada con la cucharita,
aún encima de la taza, para evitar que el líquido que la bolsita
empapada contiene se derrame al apoyarla en el platillo.
En Cuba sufrí con la sopa de chícharos, la rutinaria
macarela frita y el jugo de tamarindo; pero nos desquitamos

74
en los raros momentos en los que el abastecimiento nos traía
papas, que mi esposa y Ana transformaban en opíparas papas
fritas, o con el tan preciado cochino asado que los cubanos se
podían permitir sólo en ocasión de alguna fiesta familiar o
nacional. Y algún fin de semana el festín venía de la mano del
pollo deshuesado y relleno de jamón y queso que se comía
en “Las Ruinas”, en pleno Parque Lenin, o de las presas de
pollo frito con papas chips que seguían a la sesión del cine Yara
en un periplo que culminaba con los memorables helados de
Coppelia; allí optábamos por muchas bochas de helado sueltas
y de gusto variado, o gastábamos algunos centavos más para
disfrutar de una “Canoa India” (helado con banana y ananá),
o del “Arlequín” (helado con brillante gelatina roja).
Al llegar a Europa la comida en París fue demasiado
frugal como para dejar alguna huella. A no ser aquel arroz
griego demasiado seco que generosamente mi suegra nos
invitó a comer en el Barrio Latino, y las ostras que ella misma
compró, para deleite de mi esposa, pues a mí nunca me
gustaron. Las comimos sentados en el piso del apartamento
alquilado por Alejandro, donde pasamos unos días,
acompañándolas con el champan que habíamos comprado
barato en una concurrida tienda de los Champs Elysées y con
los fragmentos de canciones brasileñas y uruguayas que
lográbamos recordar.
Y poco después vino la sorpresa del enorme chorizo
blanco con puré de manzanas que nuestros anfitriones
flamencos de Amnesty nos ofrecieron como agasajo en
Leuven. En Bélgica vivimos la fiesta de la papa frita
acompañada con salsa “riche” o tártara; y conocimos la
“carbonade” con la carne oscurecida por la cocción con
cerveza. Entre los postres brilló siempre la tarta con frutillas,

75
mascarón de proa de la panadería “Demaret” en Rixensart.
Pero las mayores orgías gastronómicas las preparaban mi
esposa y Ana, perpetuando y mejorando los platos típicos de
la cocina uruguaya. Así, algún invitado belga se sorprendió
con el uso del choclo para consumo humano, y se dejó
cautivar por la suavidad de la acelga y el huevo duro que
aguardan debajo de la piel dorada de una pascualina. Para
preparar al horno un asado de tira mi esposa tuvo que
indicarle personalmente al carnicero del gran mercado del
barrio de Bruxelles Midi la forma uruguaya de cortar la carne,
totalmente desconocida por los belgas.
En una escapada a Londres para visitar a un primo de
mi esposa que allí residía tras haber salido de la cárcel de la
dictadura, nos impresionaron los precios exorbitantes de las
frutas. Y si allí confirmamos la pertinencia de la burla que los
franceses dedican a la cocina inglesa, nos sacamos el sombrero
ante la calidad del té y de la tortas con chantilly y frutillas que
se comen en el Royal Festival Hall, muy cercano a
Westminster y su Big Ben.
En otra escapada a Holanda, cuando nuestra hija
tenía dos semanas de nacida, nos topamos en Utrecht con una
pizza delgadísima y sabrosísima que el pizzaiolo preparaba a la
vista del público con artes de malabarista; y en cajitas de
cartón que llevamos a la casa de mi cuñado, se nos reveló la
magia de la cocina china al sabor agridulce del cerdo del “bami
panga”.
Cuando tuvimos la oportunidad de conocer a mi
familia de España y de reencontrarnos allí con el sol, mi abuela
materna nos recibió pasada la medianoche con una sopa y un
arroz con berberechos que nos revivió el alma tras una
aventura de casi veinte horas ininterrumpidas dentro del auto.

76
Con mi abuela aspiramos con placer sensual el perfume de los
melones que le encantaban, y que comprábamos en un
mercado cubierto del centro madrileño. Después, un pariente
nos hizo conocer en una callejuela de Córdoba a los pinchos
morunos, brochetes pequeñas y condimentadas que nos dejaron
con gusto de quiero más. Más tarde otro pariente y su familia
nos integraron al grupo que en una cabaña de piedra situada
en una sierra valenciana se reunió ruidoso alrededor de una
auténtica paella del tamaño de una rueda de camión que era
coronada por piezas de conejo. Sin embargo fue la mano de
mi suegra la que, asumiendo los costos, nos brindó, ya en la
ciudad de Valencia, con la cazuela de mariscos más completa
que haya comido jamás.
En una rápida excursión al carnaval alemán de
Colonia quise tomar una limonada, y me contorcí en gestos
que imitaban el corte de un limón ante el camarero para
hacerle saber mi deseo; hasta que éste dijo con ojos brillantes:
“oh, lemonade!”. Muchos años pasarían para que conociera
en Frankfurt el agrio chucrut, que quise cambiar por un puré
para acompañar el plato típico de embutidos, pero recibí la
enfática respuesta negativa de una camarera muy digna de la
disciplina hitleriana que exclamó ofendida: “nein, nein”, y
decretó en un alemán tan claro que hasta yo entendí sin dudar,
que aquel plato se comía con chucrut; y no tuve escapatoria.
Cuando volvimos a Uruguay el 31 de diciembre de
1985 en el avión de Aerolíneas Argentinas nos agasajaron con
tournedos y un buen champan. Mi suegra nos había preparado
un menú pantagruélico de platos y postres para marcar
nuestro reencuentro con los gustos del paisito. En esa cena,
un primo de mi esposa dijo más de una vez con la boca llena:

77
“no sé qué vienen a hacer en este país, si acá no se puede ni
comer”.
Meses después Porto Alegre nos dio la bienvenida a la
feijoada de porotos negros con arroz, que comíamos con
nuestros pequeños hijos en el restaurant barato de la
Universidad. Tan rápidamente adoptaron nuestros hijos el
paladar brasileño que poco después nos hicieron saber que si
no había poroto negro y arroz, no había almuerzo. Para
complacerlos, en alguna de sus visitas mi padre les cocinó una
feijoada que aderezó con gajos de naranja, para darle el
contraste ácido. En la casa de los colegas de descendencia
italiana Poletto y Colombo disfrutábamos los asados a la
parrilla que nuestro reducido ingreso hacía inaccesibles y
probamos el strogonoff de filete.
Cuando volviendo de Porto Alegre residimos
brevemente en Rivera, las comidas más atractivas fueron los
asados de los Lagos del Norte, preparados por mi cuñado, y
los frescos ravioles comprados en la misma mañana de su
consumo en la fábrica de pastas.
Cuando nos instalamos en Cassino, el camarón grande
y suave entró en nuestras vidas; a mí me gustan simplemente
acondicionados en tomates y coronados por salsa golf. Hay
años en los que el camarón es tan abundante que se pesca con
redes muy cerca de la orilla de la playa. De la red que
compramos, tuvimos muchas veces que desenganchar
decenas de cangrejos, sin aprovechar a casi ninguno, pues la
carne de siri se compra ya limpia a un precio razonable. Del
muelle trajimos muchos peces chicos, y alguna vez alguna
corvina grande, y un mero; y arrastrado por el cordón de la
red saqué en la playa junto a un colega un lenguado de ocho
kilos que alimentó a dos familias. En una parrilla sin techo

78
recostada al alambrado que en los primeros tiempos de la casa
que construimos hacía el papel de muro, tuve que apechugar
con la responsabilidad de asador; y más de una vez se me
pasaron los corazoncitos de gallina y algún chorizo. En la casa
propia mi esposa desplegó todas las virtudes de la culinaria
que venía desarrollando desde Bélgica. Cuando la conocí sólo
dominaba el arte de la omelette y poca cosa más. Pero ahora
tanto afloró su talento que ninguno de los colegas brasileños
a quienes invitamos a almorzar o cenar nunca se olvidó de lo
que comió aquel día, y lo recordaba meses y aún años después.
No en vano habían desfilado por su estómago desde
exquisitos canelones de carne o verdura, lasagnas y kitchens
diversos, hasta el asombroso helado al horno de la “Isla
Flotante”.
Cuando los Congresos universitarios nos llevaron a
distintos lugares del Brasil, ampliamos nuestro horizonte
gastronómico con nuevas texturas. Así la graviola con leche
nos refrescó en Recife, el rodízio (rotación) de camarones nos
colmó en João Pessoa, y el asado como espeto corrido de la
Terminal de Ómnibus de Porto Alegre y después de otros
sitios (incluyendo el Chui) nos hicieron comer hasta casi pasar
mal por el exceso. Mal de veras lo pasamos tas las ostras que
en João Pessoa llevaron a mi esposa a una fiebre de cuarenta
grados, y después del acarajé cuyo aceite de dendé nos hizo
visitar el baño mucho más de lo que lo hubiésemos deseado.
Ahorramos para ofrecerle y ofrecernos un viaje a
nuestra hija cuando cumpliera quince años. Esa excursión nos
llevó, junto a nuestros hijos, hasta Holanda para que visitaran
a su tío, y sus primos, y a Bélgica donde nos acogieron Carlos
y Ana e hijos con su infinita generosidad de siempre.
Entonces aprovechamos con mi esposa para realizar el viejo

79
sueño de conocer Venecia, dejando a nuestros hijos a los
cuidados de nuestros anfitriones. Alquilamos un diminuto
Twingo, flamante novedad de Renault, y nos pusimos en
camino desde Bruselas. Sin saberlo caímos en pleno Carnaval
veneciano. La fortuna y un guía local nos permitieron
descubrir una habitación vacía en el hotelito “Martello”,
situado a unos quince minutos en ómnibus de la ciudad
histórica, en el barrio de Marghera. En el tema que aquí nos
convoca Venecia nos trajo la novedad de los agnoloti de “Da
Raffaele”, tan caros que su precio nos obligó a compartir una
sola porción; y también los calamares en su salsa de un
restaurant pequeño situado al lado de uno de los muchos
puentes (que años después encontramos cerrado por obras,
cuando pudimos volver a aquella ciudad flotante). Dentro de
lo ya conocido, pero de buena calidad, resultó ser el Menú
Turístico servido en “Al Gallo d’Oro” (donde volvimos años
después en visita que compartimos con Carlos y Ana), a pocas
cuadras de la Plaza de San Marcos. En esa otra aventura
italiana compartida con Carlos y Ana nos encontrarnos en
Venecia, y allí confirmamos que allí estaba el origen de las
masitas uruguayas. Pero antes habíamos ido, solos, a cumplir
el sueño de cada filósofo en Grecia; en Atenas mi esposa hizo
de tripas corazón para comerse los pescaditos fritos que un
dueño de bar cercano al hotel Amazonas puso con sus propias
y mal lavadas manos en nuestros platos; y en Rodas
ahorramos el almuerzo, guardando en la cartera de mi esposa
los restos del abundante desayuno servido en el hotel
“Kipriotis”, para gastar nuestras pocas dracmas en la
panadería y confitería “La Tulipe” que producía las mismas
delicias que mi esposa conocía desde su familia como judías,
hechas a base de nueces, pasta de almendra y miel. Cuando

80
de vuelta a Italia nos encontramos con Carlos y Ana, nuestro
amigo se molestó pues en plena Florencia su esposa insistió
para probar un “osobuco”, que resultó ser un hueso con
caracú, casi pelado y solitario.
En otra visita a Italia, en la escala de Nápoles, mi
esposa tuvo que conformarse en las cenas con la pizza
napolitana servida en un pequeño restaurant de barrio cercano
al hotel; para nuestra decepción, la napolitana que se
consumía en Uruguay y Brasil, era mucho mejor que aquella
que entonces nos sirvieron, y que era la legítima. Pero su
contrariedad se apagó ante el embrujo de Pompeya y la
comida marinera que le ofrecí en un restaurant portuario
plagado de fotos de artistas de cine que lo habían frecuentado.
Una gira por parte de España y Portugal hecha en auto
junto a nuestros hijos dejó algunos curiosos recuerdos de
mesa. Así no nos olvidamos que en ese viaje nuestro hijo salió
de Madrid con el estómago revuelto, y que en la Pensión
García, de Astorga, donde la sopa se servía en una olla más
grande que la bacía que usaba como sombrero Don Quijote,
el dueño se empecinó en traerle gratuitamente un medio pollo
pues juzgó inconcebible que no quisiera comer; y para
acompañarlo trajo también un gran tazón de leche. En Lugo,
un colega cuya dirección nos habían indicado, se empecinó en
llevarnos a un pequeño café donde dijo que probaríamos algo
que era exclusivo del lugar, y después resultó que esa inusitada
novedad no era otra cosa que nuestra prosaica torta frita. En
la costa gallega, como después en Almuñecar, nuestro hijo
dejó limpito el esqueleto del pescado que a la sazón habíamos
pedido. En Lisboa nos esperaron los buñuelos de bacalao,
no tan únicos como lo es su fama, y los postres del local
próximo al Convento de Los Jerónimos, merecedores de su

81
celebridad; mi esposa saboreó el vino verde, prohibido para
mis hijos y dispensado por mí. Al regresar a España probamos
una pizza “Hut” en una porción triple que se pagaba al precio
de una, cuyo gusto a pimienta no olvidé jamás; todo indica
que el hambre con la que llegamos aquel atardecer a Granada
contribuyó mucho para esa sensación de sabor único y para
ese recuerdo indefinido pero imperecedero.
Años después, durante el doctorado de mi esposa en
la Universidad Autónoma de Madrid y mi primer
posdoctorado en la sede madrileña del Instituto de Filosofía
del Consejo Superior de Investigaciones Científicas, la escasez
de recursos (que debíamos compartir con nuestra hija, que fue
a cursar primero su Maestría y siguió de largo con el
Doctorado) puso en manos de mi esposa la tarea de
alimentarnos con comida casera. Tan justas eran las cuentas
que la vez que mi tía hizo que la invitáramos, junto a mi
madre, mi esposa, y nuestros dos hijos, a almorzar en un
restaurant donde los mozos cantaban para divertir a los
clientes, al ver los precios le indiqué en voz baja a mi hijo que
no pidiera entrada; a pesar de ello el precio final para seis
personas de ciento cincuenta dólares me pareció un disparate
incomprensible. Entonces los divertimentos estomacales no
pasaban de los anillos de calamares que mi esposa
acompañaba con cerveza y yo con un refresco, que
consumíamos en el Parque de Palomeras Bajas, o de las dos
pizzas por el precio de una que encargábamos en una pizzería
cercana a la Biblioteca del barrio de El Pozo, o en otra situada
en la avenida de La Albufera.
Cuando pudimos viajar en nueva luna de miel a
Marruecos, realizando otro sueño de mi esposa, lamentamos
que la excursión eligiera ofrecernos comida sólo en lugares

82
que servían cocina europea. Pero por un inesperado traspié
debido a la falta del visado de nuestros pasaportes, ese viaje
se inició con una inmersión verdadera en la realidad marroquí,
cuando el taxista que nos llevó desde Ceuta hasta Fez paró
para que almorzásemos en un restaurant de la carretera donde
no se veía ni a un solo extranjero; allí comimos el más oloroso
y sabroso cordero a las brasas que hayamos probado jamás,
simplemente adobado con orégano; lo acompañó una tetera
de más de litro de un aromático té caliente a la menta; el todo
servido en la única mesa expuesta al sol que rajaba, mientras
los lugareños nos miraban desde las mesas situadas en la
sombra, ocupadas por completo por ellos. Pero la excursión
también nos reservó otros dos momentos culinarios
verdaderos. Uno de ellos ocurrió cuando en un restaurant de
carretera nos sirvieron unos humeantes tajines con albóndigas.
El otro sucedió cuando, mediante el pago de una tasa extra,
una carpa de nómades nos brindó en las afueras de
Marrakech, al son de músicos y danzarinas bereberes, y antes
de un espectáculo de jinetes y de una danzarina del vientre, un
exuberante couscous aderezado con muchas hortalizas y trozos
de carnero. Corolario de los sabores locales fue el té a la menta
servido en un remoto caserío berebere, localizado al pie de
una serranía próxima a aquella ciudad.
Cuando mi esposa fue a España a realizar su primer
posdoctorado y yo aproveché para realizar el segundo, los
ingresos de que disponíamos con nuestros salarios nos
permitieron disfrutar del Menú Turístico que hizo
repetidamente nuestra alegría, tanto en el restaurant del
Campus de Cantoblanco como en “El Carrizal” de Villalba,
entre otros muchos sitios. Ese menú era compuesto por una
entrada, un plato principal y un postre; todo regado por una

83
botella de vino de tres cuarto de litro, que consumía mi
esposa, y una gaseosa que caía en mi coleto, y que estaban
incluidas en el precio. De los componentes de esos menús
recuerdo en especial el salmón, muy frecuente, la sopa
castellana con su huevo poché y trozos de panceta flotantes, y
el suave postre de crema catalana. Villalba también nos
reservó una decepción, pues cuando siguiendo los insistentes
consejos del colega que tan generosamente nos había cedido
su apartamento, fuimos al restaurant situado en sus
proximidades, descubrimos que la famosa carne tan elogiada
por nuestro anfitrión no era otra cosa que un filete crudo que
uno mismo debía preparase en una piedra que el camarero
ponía encima de nuestra mesa. En Herrera de Alcántara, uno
de los pueblitos de la frontera con Portugal hasta donde nos
condujo la investigación lingüística de mi esposa, nos esperó
el improvisado plato de costilla con papas y huevos fritos,
preparado por la sorprendida dueña de la única pensión de
aquel caserío de doscientas almas.
De vuelta a Nuestramérica nos desquitamos de lo que
no pudimos disfrutar treinta años antes y en un viaje a Chile
reservamos dos noches en el Hotel termal de Cauquenes. El
precio por noche incluía la cena y el café de la mañana. Y no
nos arrepentimos, pues el chef suizo de la época nos brindó
con platos dignos del mejor restaurant parisino, no sólo por
el sabor, sino también por la forma artística en la que eran
presentadas las variadas comidas. Las carnes o pescados
recibían toques inesperados de salsas refinadas, y una simple
papa hervida se presentaba con una vestimenta de lujo. En los
postres el “volcán”, un brownie o los “profiteroli” corrían,
triunfantes, el telón.

84
Más cerca de casa, “La Corte” nos recibió en
Montevideo alguna vez; sus delicados platos, en menús de
almuerzo al alcance de los empleados de los Bancos y
empresas de la Ciudad Vieja, nos colmaron con sus aromas y
sabores; en el postre unas peras al vino ponían el toque
distintivo inconfundible.
Una vez, y tras años de curiosidad, nos decidimos a
visitar el restaurant “Lucifer”, inspirado en el reputado chef
argentino Francis Mallmann (a quien vimos en varias
temporadas en el canal culinario de TV El Gourmet) en el
pequeño y recóndito Pueblo Garzón, de Uruguay; el hecho de
que ello significara desviarnos tan sólo veinte kilómetros en
nuestra ruta hacia Montevideo, facilitó nuestra decisión. El
restaurant era catalogado como uno de los mejores de
Uruguay y recibía a visitantes extranjeros que veraneaban en
el exclusivo balneario de Punta del Este. Eso ya nos hacía
sospechar que los precios serían escandalosos, aunque al llegar
descubrimos una casa de campo modesta, con un reducido
comedor y algunas mesas dispuestas debajo de un alero.
Elegimos una de éstas. Nos sorprendieron los platos antiguos
de diversos colores y formatos, y los variados cubiertos, lo que
indicaba a todas luces que aquella vajilla se había comprado
en alguna casa de antigüedades o en algún remate de herencias
dispersas. Miramos los precios y pedimos una cazuela de
mariscos para dos y una lasagna de verduras como plato de
fondo. Ambas preparaciones tenían buena calidad, pero
dejaron gusto a muy poco. Cuidando el bolsillo, declinamos
el postre. Solamente una numerosa familia de turistas
argentinos nos había hecho compañía en el par de horas que
estuvimos allí. Otra gran camioneta llegaba cuando

85
abandonamos el lugar con la convicción de que una vez era
suficiente y que nunca más volveríamos.
Porque mi restaurant favorito tiene una sola mesa
preferencial con seis sillas. Cada día la chef pregunta a los
clientes sus preferencias para el día siguiente. Desfilan entre
las opciones las carnes, los pescados, los mariscos, las pastas,
los pucheros y sopas, los guisos, y los platos con masa (como
las pascualinas o kitchens); y siempre aparecen las ensaladas
diversas en las que se alternan tomates, cebollas, lechugas,
rúculas, pepinos, papas, que pueden combinarse con trocitos
de queso, manzana o nueces. A un metro de la mesa se abre
una ventana que da a un patio interior poblado de plantas,
entre las que brillan flores de vivos colores el año entero.
Colgados de una parra hay dos bebederos para pájaros, donde
vienen a lo largo de las estaciones, picaflores, mariquitas
aurinegras, azulones y de vez en cuando algún mirlo o un
sietecolores; en el piso disputan la ración sobrante de la perra
guardiana los benteveos, las palomas torcaces, los horneros y
los siempre numerosos gorriones. En un gran árbol cercano
se puede oír a veces el estridente grito de los pirinchos o, en
verano, la charla burlesca de las cotorras. Alguna ratonera
furtiva y saltarina se deja ver frecuentemente, silenciosa, en el
caminito que da a la calle. La chef exhibe una eterna sonrisa y
permite que los comensales la observen mientras se afana en
su tarea. Siempre advierte para que nadie se precipite a probar
lo ya servido mientras no esté el menú completo sobre la
mesa. Y cuando nos hace el honor de compartir la mesa, tras
probar lo que acaba de preparar, pregunta infaltablemente
cómo está la comida. Para completar su labor de maestro de
orquesta, en el último año y medio, al tiempo en que come, se
ocupa de un cliente chiquito y tragón que en su silla alta espera

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impaciente cada bocado. Ese es nuestro primer nieto, la chef
es mi esposa, y el restaurant, nuestra casa.

87
FILOSOFÍA E HIPOCONDRISMO

Desde la Grecia clásica la Filosofía fue definida como


una preparación para la muerte; filosofar es aprender a morir,
se dijo.
Por mi parte he dicho que la Filosofía debe preparar y
servir para bien vivir.
Ahora, ambas definiciones no son contrapuestas,
porque el aprendizaje del bien vivir debería incluir la
preparación lúcida para la muerte. De tal manera que el
filósofo al llegar al instante final debería poder asumirlo con
calma y comprensión.
Eso es lo que predica a su manera la Filosofía oriental,
y dentro de ella, por ejemplo, el budismo, aunque partiendo
de la base de que nuestra vida individual no pasa de una
ilusión.
Con todas esas lecturas y muchas reflexiones diurnas
y nocturnas sobre ellas, cuando me aproximo de los setenta
años, debo constatar que mis sentimientos y conductas no son
coherentes con ellas. Porque aunque las enfermedades graves
y/o con secuelas importantes que he tenido durante la vida
han sido felizmente escasas, tengo ideas fijas de peligros
mortales que aparecen ante casi cualquier dolencia menor.
Trátese de la cabeza, los pulmones, el corazón, el estómago o
incluso las piernas, imagino las peores causas mortales. Claro
que podría aducir en mi defensa que ya tuve que operarme de
un cáncer, que fui operado tres veces de un ojo que corre el
riesgo de perder la visión, que me aquejaron cuatro trombosis
venosas superficiales en una pantorrilla, y que tengo presión
alta y gastritis crónica. Pero rechazo esa táctica defensiva pues

88
mi condición de filósofo me exige mayor impasibilidad ante
la inevitabilidad de la o las enfermedades mortales que un día
u otro (si antes no lo ha hecho un accidente imprevisto) nos
llevarán a la muerte.
Dicho eso hago constar que todos los días disfruto de
la felicidad que me ha brindado la vida, en compañía de la
esposa que me aguanta hace casi medio siglo, de una hija y un
hijo, y en los últimos dos años de una nuera y mi primer nieto.
Y que me digo en baja y alta voz que a la luz de todo lo que
me ha dado la vida tengo que aceptar con calma el fin de esas
dichas. Pero como por un lado tengo muchos deseos de seguir
disfrutando de los míos y ver a mi nieto crecer, y
simultáneamente me asedia la curiosidad de ver surgir un
mundo mejor que por lo menos en parte realice las ideas que
defiendo, no logro hasta el momento en el que escribo estas
líneas aceptar con el estoicismo digno de la Filosofía el fin de
esta aventura vital. Que estoy convencido de que es la única a
nuestro alcance, porque, gracias a Dios, soy ateo.

89
LOS DOS DERECHISTAS GENIALES

Conozco y reconozco sólo a dos derechistas geniales:


Salvador Dalí y Jorge Luis Borges. El primero, en su
Manifiesto Místico defendió la Monarquía Anárquica, pero
nótese que si “abajo” puso a la anarquía, dijo: “Arriba, cerca
de la bóveda celeste, pongo Monarquía, Unidad de la Patria,
ADN (es decir Comunidad biológica hereditaria”. El segundo
no disimuló su aprecio por Pinochet.
Con el primero me crucé físicamente, pero muy lejos
en el tiempo, cuando realicé mi primera investigación
posdoctoral en el complejo de edificios en el que él había
vivido parte de su juventud.
Con el segundo sólo me crucé en las lecturas y en
alguna entrevista de TV.
El primero alardea su genialidad teatralizando su
propio personaje, hasta los límites de lo ridículo, y en su vejez,
hasta el ridículo mismo.
El segundo disimula una inmensa autocomplacencia
detrás de la supuesta modestia que pide a su interlocutor que
no lo llame Maestro, y repite que quizá a lo largo de su vida
haya escrito una u otra página válida.
¿Lo que me une a ambos? La capacidad y necesidad
de imaginar otros mundos posibles, más allá del triste
capitalismo. Mundos de relojes que se derriten y de elefantes
apoyados en patas de mosquitos. O de bibliotecas infinitas y
del misterio que se anuncia sin jamás mostrarse, porque el
relato concluye precisamente en su umbral.

90
En esa visión y aspiración compartida nos hermana la
Filosofía, asomando risueña en Dalí y ficcional en Borges,
filósofo frustrado, al fin.

91
ARTE Y SOCIALISMO: BREVES IDEAS
INICIALES A PARTIR DE UNA REALIDAD-
DEBATE EN LA CUBA DE HOY
Diciembre 2020

Aclaramos de entrada que quienes pueden y deben


discutir la realidad cubana son los cubanos, y si esa discusión
se hace en perspectiva socialista, los revolucionarios cubanos
que defienden día a día su Revolución al precio de sangre,
sudor y lágrimas. Así, si en estas líneas nos referimos a Cuba,
lo hacemos pensando en la eventual aplicación de las ideas
aquí expuestas en otros países (en especial de
Nuestramérica) que emprendan la ruta del socialismo
orientado al ecomunitarismo, sin pretender en lo más mínimo
darle recetas a los cubanos.
En mi libro “Contribución a la Teoría de la
Democracia. Una perspectiva ecomunitarista”, publicado en
2017 sólo en su versión en portugués (disponible
gratuitamente en https://www.editorafi.org/196sirio ), en la
parte dedicada a Cuba, hacía notar que si la Constitución
cubana entonces vigente garantizaba la libertad de la ciencia,
en materia de Arte proclamaba que tal libertad se garantizaba
en la medida en que “su contenido no sea contrario a la
Revolución” (artículo 39, inciso “h”). Volví a destacar tal
restricción cuando comenté brevemente la nueva
Constitución aprobada después de la publicación de aquel
libro. El inciso “h” de su art. 32 dice: “se promueve la libertad
de creación artística en todas sus formas de expresión,
conforme a los principios humanistas en que se sustenta

92
la política cultural del Estado y los valores de la sociedad
socialista”. Advertía yo que con esa restricción se corría el
riesgo de repetir el error autoritario y esterilizador (desde el
punto de vista artístico y humano, y también para el propio
socialismo que debe ser entendido siempre en marcha hacia el
comunismo, y en mi caso, hacia el ecomunitarismo) del
“realismo socialista” soviético, que la Revolución cubana
rechazó expresamente desde sus inicios. Hay que notar que
el “realismo socialista” hizo parte de todo el entramado
autoritario, censor, represor y asesino que caracterizó al
régimen estalinista (y que se extendió más allá del mismo). Y
hay que constatar que al cortar el vuelo a la creatividad artística
y al no aprovechar las críticas de varios intelectuales a las
insuficiencias que el régimen soviético tenía en relación a los
propios ideales que decía defender, para enmendar el camino
hacia el comunismo, la URSS se condenó a muerte. Pues la
experiencia histórica mostró que la conducta restrictiva
soviética en relación a intelectuales y artistas tuvo el efecto
contrario al supuestamente deseado; o sea, en vez de ayudar a
preservar el llamado “socialismo real”, contribuyó
indirectamente a traer de vuelta el capitalismo (con tintes
incluso mafiosos).
En lo que respecta a lo estipulado en el inciso “h” del
artículo 32 de la nueva Constitución cubana, véase que no es
posible definir de forma intemporal “los valores de la
sociedad socialista”; por ejemplo si antes de esa nueva
Constitución un intelectual o artista defendiese abiertamente
el derecho al casamiento entre dos personas del mismo sexo,
seguramente (dado el machismo tradicional cubano y
latinoamericano al que no escapó la propia dirigencia de la
Revolución) esa persona hubiera sido ubicada entre los que

93
no comparten “los valores de la sociedad socialista”; pero su
manifestación sería considerada acorde a “los valores de la
sociedad socialista” después de aprobada la nueva Carta
Magna, pues ésta insinúa la posibilidad de que tal casamiento
pueda ser legalizado algún día en Cuba.
El capitalismo se ha mostrado mucho más inteligente
en relación a sus disidentes, en especial artistas y/o
intelectuales. Yo, por ejemplo, he escrito una veintena de
libros y no ceso de publicar artículos críticos del capitalismo y
defensores de la alternativa ecomunitarista. Y el Estado
capitalista y los grandes capitalistas me dejan hacer, aunque
muy inteligentemente no me ofrecen ninguna gran editorial ni
ninguna TV que pudiera hacer llegar simultáneamente a
millones mis ideas. La conducta del capitalismo en relación a
mí y a millones de disidentes se resume en una metáfora: una
gota en el mar no hace la mínima diferencia; por lo tanto,
razonan, “dejemos que esos disidentes se agiten y traten de
agitar a gusto; y si por casualidad su mensaje puede
milagrosamente ayudar a crear un escenario amenazador para
la sobrevivencia del Capital” –siguen razonando-, “entonces
reprimamos con toda la fuerza necesaria para conjurar esa
amenaza, y no sólo aprisionemos o matemos a individuos,
sino que cambiemos por una dictadura explícita lo que hasta
ahora fungía como supuesta democracia representativa”.
Por mi parte desde mi juventud he combatido y
combato tanto la dictadura abierta del Capital como la
pseudodemocracia representativa capitalista. Y en perspectiva
ecomunitarista defiendo la democracia directa, o al menos
participativa, y simultáneamente no apruebo que un Gobierno
que en un país haya logrado la hegemonía social en nombre
de un ideario socialista, reprima a individuos o minorías (y casi

94
digo “gaste su tiempo en reprimir a individuos y minorías”),
porque la acción coherente con aquel ideario y los beneficios
que la misma debe traer a las mayorías, dispensan esa
represión como mecanismo de perpetuación.
Ahora bien, en Cuba un grupo de intelectuales y
artistas acaba de protagonizar acciones disidentes (que no
conozco en detalles).
Y me pregunto, preocupado, si el error soviético
autoritario y esterilizante con efecto boomerang no se está
repitiendo en la reacción de algunos cubanos (supuestamente)
revolucionarios.
Conozco sólo dos de esas reacciones; ambas de
docentes universitarios.
Me llama la atención el hecho de que en una de ellas
se llama a esos disidentes “personas sin valores morales ni
principios éticos”. Porque la pregunta es si algunos de esos
disidentes no defienden valores y principios capitalistas, y/o,
incluso, si algunos de ellos no defienden valores y principios
de un socialismo no autoritario y no esterilizante. Y nos
quedamos con la duda, pues como los dos críticos que aquí
comentamos no detallan claramente todas las acciones y
expresiones de esos disidentes, no sabemos exactamente lo
que hacen y dicen, y cuál sería la respuesta argumentativa
adecuada en una perspectiva socialista. Si sus valores son
capitalistas, merecen la crítica argumentada desde una óptica
socialista (en mi caso, ecomunitarista); incluso podemos
imaginar que si se los considera inexpresivos por su peso
numérico, se los ignore, como se ignora la acción de una gota
en el mar. Y si defienden valores de un socialismo no
autoritario-esterilizante, entonces lo que cabe es aprovechar
sus críticas para hacer mejor al socialismo existente.

95
Otra cuestión (entre muchas otras), que me llama la
atención en una de las dos reacciones que comentamos es
que, en un momento histórico en el que la diversidad de
expresiones artísticas nos ha conducido a admitir que “Arte”
es todo aquello que alguien pueda considerar como tal, aflore
la creencia de que se está en posesión del único y verdadero
concepto de lo que sea “El Arte” (imitando así la limitada
visión del “realismo socialista” soviético, y esperemos que no
su triste fin capitalista junto a la experiencia social que lo
cobijó). Así leemos:
“El arte es inconfundible y no es necesario ser un
especialista para apreciarlo y distinguirlo... Hay demasiadas
cosas que se dicen arte y no lo son. ¿Cómo alguien puede
confundir el arte con la proclamación de arte allí donde no
existe? El arte es creatividad, estremecimiento de los sentidos
y deleite de la inteligencia, no hay modo en que pueda ser
confundido con la torpeza, la grosería, el irrespeto al resto de
las personas…”
Ante esa andanada cabe preguntar por ejemplo: 1)
¿con qué criterio se afirma que algo que se dice arte no lo es?,
y, especificando esa pregunta, 2) en materia de arte, ¿qué se
define como “torpeza” (¿un Picasso al pintar mujeres con los
dos ojos superpuestos o mitad de frente y mitad de perfil?),
y/o “grosería” (¿un Dalí al pintarle bigotes a la Gioconda?),
y/o “irrespeto al resto de las personas”? (¿un Bertrand Russell
que fue expulsado de los EEUU bajo el pretexto de que se
paseaba desnudo en su casa a la vista de sus hijos, o un
Chaplin que también fue expulsado de ese mismo país con el
argumento de que se casaba con mujeres demasiado
jóvenes?).

96
Y por último detengámonos en la indignación de uno
de ambos académicos ante lo que considera un vilipendio de
símbolos y personalidades oficiales. Así, dice:
“alguien que declare que su presidente es el
presidente del imperio y utilice los símbolos nacionales para
degradarlos y ofender, manifiesta de forma clara el
anexionismo de siempre. La patria no le interesa, la pisotea,
mientras disfraza de supuesto arte su vandalismo. La ofensa
al policía tiene la forma burda de la provocación
planificada”
Ante tales pronunciamientos me pregunto en primer
lugar si la respuesta al disidente que tuvo esa conducta y
palabras no debería ser ofrecerse para ayudarlo en todo lo
posible para que se vaya a vivir al mismo país donde reside
“su” Presidente (porque quizá allí encuentre el Paraíso, o
quizá el Infierno en el que viven tantos millones de negros y
latinos).
Y en segundo lugar cabe preguntarse si la furibunda
reacción del académico que condena al disidente en cuestión,
por lo que considera ultrajes a símbolos patrios y a héroes
nacionales, no es demasiado y peligrosamente próxima al
furor asesino de los supuestos musulmanes que salen por ahí
matando gente porque un profesor, un periodista o un
caricaturista osó burlarse de su Profeta. En óptica
ecomunitarista optamos siempre por la discusión
argumentada o por ignorar las palabras que juzgamos
hueras. Y conste que no comparto la conducta que consiste
en burlarse de las creencias ajenas, por más absurdas que nos
parezcan; lo que cabe es discutirlas con argumentos, o callar a
la espera del momento que se juzgue más apropiado para
discutirlas. Al mismo tiempo reivindico para el revolucionario

97
la capacidad de reírse de sí mismo y el buen humor para
enfrentar a cualquier opositor que considere desubicado, por
más agresiva que sea la crítica de éste por medio de palabras
o de expresiones artísticas.
Para terminar reitero mi convicción de que el
socialismo en perspectiva ecomunitarista sólo se afianza y
logra perdurar en la Historia gracias a la convicción y opción
mayoritarias de cada individuo, colectivo y país, y no por
medio de la censura y persecución a ciudadanos comunes,
intelectuales y/o artistas.

98
POEMAS

99
LOS TIEMPOS

Los minutos son eternos cuando demoras y no avisas


Son siglos de angustias y fantasmas
Son miedo sin pudores
Y las ganas de abrir el portón para que vuelvas antes

Los años son días a tu lado


Los cabellos grises son el trigo
Y la falta de cabellos es la playa
Y la alegría de cada despertar

Y cada día el calor es tu mano


Y el canto de los pájaros al amanecer
Y los poemas de Vinicius
Y las canciones del viento en la ventana
Y el mar tan cerca, cómplice de nuestro largo amor

100
TU MANO

Tu mano falta en la Capilla Sixtina


Con su dureza debida al trabajo
Y su ternura de lo hecho por amor
Y su calor inconfundible y vital

Tu mano es el remedio para mis dolores y miedos


Y la seguridad del minuto siguiente
Y la prueba de la humanidad posible
Y el cuidado de cada hijo

Tu mano es la caricia rara


Y el encuentro necesario
Y las ganas de vivir
Y la dicha del pequeño momento

101
IMPASSE

Otra vez vuelve la pregunta


Qué hacer después de cuatro décadas
Tras una derrota que se tornó victoria
Para ser derrota otra vez, la de los sueños

Votar lo mismo condena a lo mismo


Y lo mismo es el capitalismo
Que no por acaso riman

Y no votar favorece a los canallas


A los del acuerdito parlamentario
A los mercaderes de siempre
De los templos y de las almas

Al mismo tiempo el sectarismo no pasa del uno por ciento


Y dicen que otras son las primaveras
Que Sendic pasó de moda y hay que respetar el silencio
Y la siesta sagrada de la pseudo-democracia

Pero Raúl me dice que hay que saber romper los móviles
Aunque sea con cariño y mesura
Y estoy seguro de que vendrá gente que ose ir plus ultra
Sin otro límite que la utopía y sin otra ambición que la vida.

102
LUNA DE CABO BRANCO
Julio de 2014
(después de haber ido con María Josefina a João Pessoa)

Nace en el mar tenebroso


la luna llena de Cabo Branco
moneda pálida y única
de tantos paraibanos

Golpea la cuesta roja de Seixas


la luna llena de mar
y acaricia al pasar las palmeras
que imitan a mujeres de arena

El calor hace sudar a la luna


y el agua rodea a Niemeyer
como siempre ablandando el cemento
al son del xaxado de calle

Sube la luna la escalera del cielo


alumbrando dos ríos macilentos
y la noche se pierde en susurros
de las olas que quiebran a destiempo.

103
MARÍA A LOS 60

Los sesenta llegaron por sorpresa


Como uma golondrina en invierno
Como uma flor en el desierto
Como un lago en la cordillera

Los sesenta no han podido con tu sonrisa


Y se estrellan en tu capacidad de trabajar 48 horas por día
Y en tu cuidado obsesivo de las aulas y de la casa
De las casas, ahora, con las cabañas de los retoños

Pero como nadie es de hierro


Los sesenta te trajeron, como a mí,
Ingratas compañías que brotan de improviso
En todo el cuerpo

Mas mal le va a esas compañías


Porque sigo viéndote con diecisete
Y aquel soutien a cuadritos
Con los colores nacionales

Por eso en la noche de la alegría o del insomnio


Mi mano busca tu mano
Y nos vamos a explorar otras galaxias
Escondidas debajo de nuestras almohadas
Por eso tu boca sigue teniendo la dulzura del deseo
Y tus curvas mueven mis débiles fuerzas
Y disfruto contigo cada minuto
Y creo en la eternidad mientras estemos juntos
Tito/Papá 17/10/2014

104
MARÍA , EL TIEMPO Y YO
17/10/2015 en el cumple de María

El tiempo sigue pasando,


entre alegrías y nanas de la edad,
pero contigo el reloj no existe
cuando te agarro de la mano

En los últimos meses compartimos una nueva picardía


que es la piscina de las piruetas y fatigas
donde constato una vez más que sos más fuerte que yo
y temida hasta por los cocodrilos de Tarzán

No obstante, los cálculos de la jubilación se aproximan


y deseamos que Brasil reconozca el tiempo
que en Bélgica le dedicaste con amor
a tantos locos lindos que aquí estarían con los suyos

Carolina y Sirio Roberto nos cercan


y sus vidas se encaminan entre besos y rezongos
como siempre fue y será entre personas que se quieren
en hábito que ellos ya prolongan en otros abrazos

En suma, contigo el tiempo pasa y nunca pasará


como en el seno del claroscuro Universo,
donde siempre nos reencontraremos entre estrellas
por los siglos de los siglos...

105
MARÍA, MI AMOR DE CADA MINUTO

El 17/10/2016 – día de tu cumpleaños


Necesariamente tendré que repetirme
pues el amor es también la reiteración de la atracción,
del cariño, de la admiración, del respeto, del agradecimiento
y de la mutua tolerancia
Así saboreo contigo cada minuto, aún los de tu enojo
repentino,
que también es momentáneo, y termina siempre en
gestos y sabores dedicados a nuestros hijos y a mí
Me gustaría que cuando los dolores de la edad se nos hacen
más frecuentes
bajases tus revoluciones de trabajo, y disfrutases más
conmigo
las grandes y las pequeñas cosas de la vida,
que son las que le dan sentido a esta breve-larga aventura
compartida
Por eso esperaré con paciencia que te concedas esos respiros
y podamos salir al jardín sin tareas pendientes,
por el simple placer de perder-ganar el tiempo,
aspirando el olor de una flor o de la tierra mojada
No olvides que para eso está la comida pronta venida de
afuera,
y nuestro viejo entrenamiento para comer lo que haya,
que en Chile no pasó durante varios meses de algunos fideos
y el pan casero que acompañaba el café con leche
Y si la edad nos tiende alguna trampa de exigencia culinaria
siempre podremos responder con esa rebeldía juvenil,

106
que seguimos felizmente cargando en el lado izquierdo del
pecho
para luchar por la educación pública, por los más necesitados
y por la supervivencia del Planeta,
a pesar de los inevitables achaques que limitan nuestro vuelo
En resumen, María, el amor es, también, todas esas cosas...

107
MARÍA Y LA POESÍA
En su cumpleaños, el 17/10/2016

Corren las aguas frescas de la Alhambra


cada vez que veo tus ojos toledanos
y si marchita la furia del sexo
el amor va en el abrazo de las manos

Te conocí en casa del Greco


y desde entonces tu perfume me acompaña
tu labor incansable siempre me sorprende
pues por ti no pasan ni pasarán los años

En el Zoco vendías las joyas


y el marfil de tu sonrisa franca
y de allí te llevabas las flores
que junto a mis miradas adornaban tu casa

Después recorrimos el mundo


y renacimos junto a la Dyle fría
con dos retoños calientes
mucho más por tu sangre que por la mía

Hoy saboreo cada minuto


de tus besos y logros tan variados
convencido, sin lugar a dudas
que otra como tú no se ha inventado.

108
¿MARÍA TIENE 63?

Dice el calendario que María llega a 63


pero por su temple y energía no pasa de 36
Cada día admiro más su resistencia
en mil tareas que van de la casa a la FURG
y del jardín a la vereda
y en todas ellas brotan el talento y la persistencia
María es mi mano amiga y mi pasión continua
mi preocupación insomne y la gracia de mi vida
María es un ejemplo risueño
y el enojo por el detalle
pero esa rabia es tan volátil
que se la lleva el primer beso
María es mi amante, mi compañera,
la madre de mis hijos
y el amparo de mi inminente chochera
María es...María
simplemente mi luz de cada día.
Tito/Papá
17/10/2017

109
MARÍA A LOS 64

Tus manos de 15 acarician mis ojos


con cuidado y dedicación infinita.
Mis ojos estarían inmensamente solos
si no te viera en cada rima.

Hoy mi cuerpo gastado


reclama tu tiempo precioso
y me duele agregarte esa carga
que asumes con fervor en medio de la tormenta.

Beso tu rostro y viajo a la juventud


donde siempre me recibe tu sonrisa
que sigue siendo la misma
a través de mil peripecias y vidas.

Cuento los días para que la tregua de tus clases


me permitan tenerte todos los minutos
y asombrarme con tu energía sin fin
derramada sobre nuestro hogar y el mundo.

Y para llevarte a paraísos cercanos


que te dejan respirar como mereces
gozando de inocentes placeres
que nos unen en cada viaje.

Así, que venga enero y su promesa feliz


para darnos más tiempo juntos
y la dicha compartida con los hijos
y un nieto que asoma puntual su perfil.
¿64? ¡Brindo por María en flor!

110
MARÍA A LOS 65

Bienvenida a la tercera edad


cuando sigues en la adolescencia
con tu sonrisa dulce, clara presencia
ayer, ahora, y hasta la eternidad

Una nueva luz alumbra tu camino


y el mío, en nido compartido
tiene casi nueve meses
y apenas dos dientitos

Nuestra sangre tiene herencia


ahora Sirio Lorenzo es su gracia
paloma alegre en su ternura
y tu mismo amor en su inocencia

Las marcas del reloj nos acechan


es el paso del tiempo, caminante,
pero te quiero aún más que antes
navegando entre sustos que no cejan

Y siempre vuelvo a aquella noche


de lluvia y camisón
cuando sin ningún aviso ni reproche
anidaste para siempre, esbelta, en mi tímido corazón

Sirio/Tito/Papá, Cassino, 17/10/2019

111
MARÍA CUMPLE 66

17 de Octubre de 2020
María cumple 66 en un año muy singular
pues una pandemia asola al mundo
y hace 7 meses que no salimos de casa
a no ser por circunstancias sin par

Pero confinada en nuestra amplia morada,


al son de pájaros que cantan a coro,
María redobla su trajinar,
que ayer mismo desde las 6 duró sin parar

Por si fuera poco nuestra hija se quedó sin casa,


sumándose a los desvelos de María en la nuestra
y al mismo tiempo nuestro tierno nieto la ocupa
muchos días y horas que pasan y no pasan

A todo eso se suma su cuidado cariñoso


permanente y cansador
desde la mañana hasta la noche
de este marido poco caminador
Pero a cada jornada de gran tren
María enfrenta sonriente,
combinando aseos, obras gastronomía, gimnasia e inglés,
Te amamos infinitamente, María, ahora cinco,
los que antes éramos tres.

112
AFORISMOS

Mi lema y epitafio: “Je seme à tous vents”


--------
Lucrecio (a quien citaba Marx): La muerte es una tragedia no
para quien muere sino para los que le sobreviven (cfr. Cuando
yo soy la muerte no es, y cuando ella es yo ya no soy).
-----------
Mejor que tener el mando es tener allí a los amigos; así se
disfruta de sus beneficios sin sufrir de sus inconvenientes.
(Beneficios: Elegir políticas y poder tomar decisiones a favor
de la gente y el resto de la naturaleza; inconvenientes:
reuniones y más reuniones, burocracia, etc.) 2002
---------
Más vale enemigo respetuoso que amigo vacilante.
19/8/2004
------------
Lo que puedas decir con media palabra, dilo; una palabra
quizá ya sea demasiado. 12/8/2004
-----------
Peor que la impotencia sexual es la impotencia política,
porque la primera tiene alternativas, pero no la segunda.
(Aplicado a mí mismo al leer que Danio Astori, Ministro de
Economía del primer Gobierno del Frente Amplio en
Uruguay, presidido por Tabaré Vázquez, dice que seguirá la
política económica de Lula). 25/10/2004
----------
En las elecciones empieza uno votando a su candidato, y años
después vota por descarte...o no vota. 2004
-----

113
Cuando las personas empiezan a votar “por descarte” es hora
de inventar algo diferente a esas elecciones.
--------
Las personas burras no son autocríticas (porque para mirarse
al espejo hacen falta por lo menos dos neuronas). Enero 2005
-----------
Si no soñamos no sabemos adonde queremos ir. Por eso
sueño el ecomunitarismo. febrero 2005
------------------
Toda mujer es un Einstein a la hora de engañar a su marido;
y todo marido (incluso Einstein) es suficientemente tonto
como para no darse cuenta de que es engañado por su mujer.
agosto 2005
----
La mayoría de las personas no quiere saber cómo son; y
cuando se les dice, se ofenden (con el que se lo ha dicho, por
supuesto; no consigo mismas). Agosto 2005
------
Filosofar es aprender a vivir (mayo 2006) (cfr. Platón: filosofar
es aprender a morir).
----
No hay mejor consejero que el tiempo; el problema es que la
mayor parte de las veces el consejo llega tarde.
13/6/2010

114
EPITAFIOS

Así fui: memoria viva del pasado, gozo del presente, y mirada
fija en el futuro ecomunitarista
9/6/2010
-------
Mi Epitafio: Aquí yace un huracán de ideas que se fue a dar
verde a los sauces y amarillo a la mariamol. (cfr. Mario Junges:
“Sirio, tu és um furação de ideias”).

115
QUIJOTE

116
Se llamaba Manuel Emilio Alonso Quijano, y toda la
vida los alumnos lo habían llamado Quijote. Era alto y
desgarbado y andaba a los tropezones con su tiempo. Hacía
poco se había jubilado, tras una eternidad ejerciendo como
maestro. Soltero y sin hijos, decidió que era el momento de
pasar en limpio los primeros años de su vida docente como
maestro rural, que juzgó que fueron los más emocionantes de
su existencia, entre otras cosas porque sólo él había
descubierto entonces el secreto de un asesinato nunca
resuelto. Y en largas veladas regadas a vino, me contó lo que
sigue, dejándome en libertad para que lo divulgara, cambiando
los nombres, cuando él ya no estuviese. Quijote y los lectores
sabrán disculpar cualquier error u omisión atribuibles a los
huecos de memoria que la vejez trae consigo, y sabrán
dispensar con igual indulgencia cualquier agregado que sea
fruto involuntario de mi imaginación o de una confusión con
otras historias.
Quijote había llegado a Corinilla de Caraguatá cuando
recién salía de los estudios magisteriales. Como otros muchos
aceptó su destino con la esperanza de ganar pronto su traslado
a la ciudad grande, de donde venía. La escuelita aparecía a la
entrada del caserío, a la vuelta de una de las innumerables
curvas de un camino hecho más de barro que de tierra. Sus
paredes de adobe contenían a medias la humedad, pero no el
frío; su techo de quincha contenía el frío pero no la humedad.
La entonces Directora, Claudia Delgado, lo recibió con el
mismo entusiasmo con el que un oficial recibe refuerzos en
una batalla casi perdida. Le mostró su cuarto, apretado entre
el único salón de clases y la cocina-comedor.
— Ya tengo la madera para hacer el tabique que
dividirá el salón en dos; y el baño está en el patio – aclaró –;

117
agregando que ella se había mudado, hacía unos días y
aguardando su venida, a un dormitorio anexo al gran
comercio que se veía allí no lejos de la escuela. Ese día,
aprovechando que era viernes, había liberado media hora
antes a los alumnos, para que el recién llegado se instalase con
calma. Le dijo que se sintiera en casa y que al otro día vendría
a buscarlo para presentarle a algunos de los vecinos más
cercanos, varios de los cuales tenían algún hijo en la escuela.
Y se despidió.
Quijote recorrió despacio el predio silencioso. Abrió
uno a uno los dos modestos armarios que había en el salón de
clase y descubrió tres faroles a querosene, cajitas de tiza,
lápices comunes y de colores, cuadernos, montoncitos de
hojas, libros didácticos, un globo terráqueo y algunos mapas
doblados; todo prolijamente ordenado. El cuarto tenía una
cama de hierro y con un colchón que se hundía más de lo
deseado; estaba flanqueada por un ropero y una mesita con
un farol a querosene, a la que hacían compañía dos sillas de
paja; abriendo una de las hojas del ropero había cuatro
perchas raquíticas, y en la otra una serie de tres cajoncitos
superpuestos debajo de una superficie que podría servir para
apoyar una valija. Quijote allí puso la suya, aún sin abrir. En
el único y gran armario de la cocina-comedor brillaba igual
orden en los cajones con los cubiertos de lata, y en los estantes
con platos y vasos del mismo material, así como en las
reparticiones donde se amontonaban un juego de ollas
grandes y chicas, y un modesto abastecimiento de alimentos
envasados o enlatados; observó que muchos de ellos tenían
marca brasileña; de una pared colgaban cucharones y
espumaderas. Una larga mesa estaba flanqueada por sendos
bancos de madera sin respaldo. La cocina de leña era maciza

118
y en el lugar donde debería estar la pileta de lavar la vajilla
había sólo una larga laja de mármol, en uno de cuyos extremos
había un mueblecito improvisado de madera que albergaba,
separados y de pie, una veintena de cepillos de diente, cada
uno etiquetado con un nombre. Usando la llave que ya estaba
en su cerradura, abrió la puerta contigua que daba al patio y
vio contra la pared la pileta que había esperado encontrar bajo
techo; dedujo que allí también había que lavarse la cara, los
dientes y la ropa. Un poco más lejos y bajando una suave
pendiente lucía el pequeño baño, de adobe y quincha. Caminó
hasta él y su puerta se abrió con un gemido. Adentro había un
fuerte olor a desinfectante y un escusado sin wáter, pero con
un semicírculo de ladrillos revocados rodeando el agujero, con
un balde lleno de agua cerca. A su lado una gran tina de lata
dejaba adivinar que aquel era el lugar de bañarse. Miró con
tristeza y resignado los alrededores vacíos y las pocas casas
visibles, y se dispuso a deshacer su valija. Lo primero que
colgó en una de las perchas fue su túnica, de un blanco
impoluto y casi sin arrugas, a pesar de lo apretada que había
viajado.
— Veremos si después de dos años logro salir de este
agujero — pensó en voz alta —.
Al otro día la Directora lo llevó de rancho en rancho.
En cada uno los recibió una mujer, diciendo que su marido o
padre estaba ocupado. Y los hizo pasar, pidiendo disculpas
por el desorden de la casa. Pero Quijote no había visto en
ninguna salita nada fuera de su lugar, a no ser algún juguete
casero de niño, hecho con cajitas de madera o latitas usadas
de alimentos. En alguno de aquellos ranchos algún niño se
asomó detrás de una cortina o en la rendija de la puerta que
separaba aquella salita del resto de la casa. Lo miraron con

119
grandes ojos oscuros. Él los saludó con un gesto silencioso,
mientras la Directora lo presentaba a cada dueña de casa y le
anunciaba el nombre del niño de aquella casa que frecuentaba
la escuela. El recorrido se agotó en poco tiempo, dada la
pequeñez del caserío, bastante raleado. La mayoría de los
alumnos viene de más lejos, en un petiso o un caballo, que
dejan en el corral de la escuela, al que usted tendrá que hacerle
un mantenimiento — avisó la Directora — . Ella lo invitó a
almorzar en compañía del dueño del almacén vecino. Aquel
hombre, llamado Benigno Fagundez, parecía un gigante al
lado de la Directora. Lo que ella tenía de comedida en el habla
y los gestos, él lo derrochaba con la voz tonante y los amplios
ademanes. Quijote adivinó que allí había algo más que
amistad. El hombre le explicó su batalla para fundar aquel
almacén del fin del mundo, con un dinero que un día un
desconocido escribano le trajo diciendo que era herencia de
un padre que nunca había conocido. Quiso saber más, pero la
condición para recibir la buena suma era abstenerse de
cualquier otra pregunta, y firmar el correspondiente
documento. Así lo hizo y aquel hombre le entregó un sobre
grande de lona conteniendo billetes y una bolsa reforzada
repleta de monedas de plata. Benigno vio que había dinero
inglés, y el escribano le explicó que los billetes de libras, así
como las monedas, debía canjearlos por moneda nacional en
la agencia que el Banco República tenía en cada capital
departamental, y podría también depositarlos allí abriendo
una cuenta, para después retirar en moneda nacional lo que
fuera necesitando. Él pensó que también averiguaría del otro
lado de la frontera para elegir el mejor cambio. Así lo había
hecho en las dos semanas siguientes, interrumpiendo su
trabajo de capataz en una estancia. Se decidió por el banco

120
uruguayo, que reputaba más serio. Su patrón le sugirió que
abriera un comercio bien surtido, pues no había ninguno de
ese tipo en muchos kilómetros a la redonda; y le dijo que
podría traer de Brasil mucha cosa barata y buena; claro – le
aclaró – que no hacía falta declarar todas esas importaciones
porque la cercana frontera casi no tenía vigilancia y se extendía
a lo largo de cuchillas y más cuchillas deshabitadas; esto
último lo dijo en voz baja, mientras la Directora había ido a
buscar el segundo plato. La idea le pareció buena y empezó
por la compra de un terreno barato en las proximidades de la
escuela, y de inmediato empezó a levantar la casa; para eso
tuvo que contratar en la ciudad un albañil, pues los dos
gauchos de la zona que pagó para que junto con él fueran
peones de obra, no tenían experiencia en la construcción de
una casa grande de material. Los ladrillos fueron llegando de
Vichadero en carretas tiradas por bueyes, que en la época eran
las únicas capaces de vencer el espeso barro rojo del camino.
Trabajando en horarios reforzados y sin respetar ni sábados
ni domingos, el caserón fue construido en cuatro semanas,
recibiendo techo de lata, que fue el primero que se vio en
aquel caserío. Los contrabandistas quileros habían traído las
chapas a lomo de mula de la ciudad brasileña más cercana. El
revoque y la pintura fue hecha inicialmente sólo por dentro.
Y llegó la hora del contrapiso de cemento, que por varios años
ninguna baldosa ni otro material cubrió. Hizo la primera
compra grande del lado uruguayo, y las mismas carretas de
antes se lo trajeron en varios viajes. Del lado brasilero hizo
una compra más grande aún, traída por los quileros que ya
conocía desde niño. Y aquí me ve — concluyó Benigno —
ofreciendo al vecindario desde monturas y los más diversos
arreos, hasta vajilla y alimentos a granel o envasados, pasando

121
por ponchos y telas para la confección de ropa o cortinas, sin
que falte alguna cama o pequeño mueble para armar. Mi
pasión reciente — agregó — es el aparato de comunicación
por radio que le voy a mostrar después del café; sirve para
intercambiar información con un par de la zona, que emiten
desde estancias, y con la Policía y con un radioaficionado de
Rivera que se comunica con el hospital, en caso de necesidad,
para saber el estado de algún internado de la zona; nuestro
gran problema es que, como todavía no tenemos luz eléctrica,
tenemos que usarlo lo menos posible, para aprovechar al
máximo las baterías que hay que mandar a recargar a una
ciudad. Terminado el café y cuando lo llevó hasta el aparato
que tenía el tamaño de una cómoda grande, Benigno miró al
recién llegado Manuel Emilio, y, entrecerrando los ojos, le dijo
en confidencia que él era el primero en saber, que habían
iniciado un serio noviazgo con la Directora, que desembocaría
sin duda en casamiento. Quijote lo felicitó, y el otro se alegró
de la rapidez y sinceridad de la respuesta, que demostraba que
no había de parte del recién llegado ningún interés
extraprofesional en relación a Claudia. Se sacó la duda sobre
si Manuel Emilio la conocía de antes, y él respondió con la
misma sinceridad que no. Se despidieron cuando el
comerciante le recordó que era la hora de dormir la siesta, que
para él era sagrada los fines de semana. Quijote volvió a la
escuela y tras mirar de lejos la alta antena que se levantaba en
el fondo del comercio, y cuya función ahora entendía, también
decidió disfrutar de la siesta. Al otro día revisó el corral que
debería reforzar, y tras el almuerzo frugal que se había
preparado, merodeó por el caserío; en casi cada puerta o
ventana vio un rostro de mujer o de niño que lo saludó
afectuosamente. Esa noche durmió mal a la espera de la

122
prueba de fuego del primer día de clases. Los niños fueron
llegando de a poco, algunos a pie y una buena parte a caballo.
Cuando traían puesta una boina, se la sacaban infaltablemente
al entrar a la escuela. Quijote dedujo que para ellos aquel gesto
correspondía al de entrar a una iglesia (que la mayor parte de
ellos jamás había visto, pues los oficios y ceremonias religiosas
los practicaba un cura itinerante que pasaba de tanto en tanto).
Después que la Directora lo hubo presentado al grupo,
indicando el nombre de cada alumno, avisó a todos que el
maestro Manuel Emilio y un vecino voluntario empezarían a
construir en el acto el tabique que haría dos del salón; sólo
entonces Quijote vio pegado a la puerta a un hombre bajito
que no se perdía detalle de la escena. Para eso – ordenó
Claudia – todos vamos a correr los pizarrones, las mesas y los
pupitres hacia una mitad de la sala, para que trabajen sin
obstáculos en la otra. Y de inmediato así se hizo entre las risas
y empujones de aquellos niños y niñas acostumbrados a las
pesadas labores del campo. Él le dijo al hombre que no tenía
ninguna experiencia en construir tabiques, pero el otro, que se
llamaba Eulalio Pérez, lo calmó en el acto.
— No se preocupe, maestro, que aquí hacemos de
todo y lo que no sabemos lo inventamos; pero yo ya he hecho
más de algún tabique de galpón.
Dicho esto fueron a buscar, con la ayuda de un carro
traído por el voluntario, los maderos y las láminas de
compensado que Claudia había guardado en una de las piezas
anexas al comercio. Cuando acarrearon todo el material
pusieron manos a la obra, dirigiendo y obrando Eulalio, y
obedeciendo solícito Quijote. Mientras tanto la clase se
desarrollaba normalmente y Claudia llamaba la atención a los
niños para que no se volteasen y distrajesen mirando el

123
progreso de los trabajos. Quijote oyó cómo en secuencia
desfilaba del otro lado de la sala el español, la matemática y la
geografía. Durante el almuerzo no le salían de encima los ojos
de todos los alumnos, mientras la vecina voluntaria a quien el
Estado retribuía con un sueldo casi simbólico, servía la
comida; era negra como el carbón y se llamaba Dulcinea
Pérez, pero a cada quien aclaraba que no tenía ningún
parentesco con Eulalio. Por la tarde y en tiempo record
terminaron el tabique, al sabor de ecos de Historia, y
conceptos de salud e higiene personal. Tras la dispersión de
los alumnos, Eulalio, Claudia, Benigno y Quijote barrieron los
residuos y acomodaron en sendos lados del tabique el
correspondiente pizarrón, mesa, armario y pupitres.
Comprobaron que, a pesar de la divisoria, la
iluminación seguía siendo buena en cada salón, gracias a las
dos ventanas que se abrían para cada sala a lo largo de una de
las paredes, y de la ventana menor que le tocaba a cada uno,
en otra. Claudia agradeció efusivamente al voluntario y se
retiró hacia el comercio, no sin antes invitar a Manuel Emilio
a cenar aquella noche en la casa anexa al comercio, pues así lo
orientaría para su clase del día siguiente. Al irse le dijo que
podía sacar agua del pozo del patio para llenar la tina que había
en el baño, si quería bañarse. Él le dijo que lo haría sin falta,
pues bien sudado lo había dejado su primer tabique. Cuando
quedó solo en la escuela se sentó en la mesa de su flamante
salón, mirando la decena de pupitres vacíos. Le cayó encima
una responsabilidad que comparó a la de Moisés. Se pasó la
mano por la frente y se dirigió hacia el pozo; ayudado por una
roldana sacó el agua, con los brazos doloridos. Casi llenó la
tina y allí se metió con una sensación de innegable placer.

124
Se enjabonó lentamente con el jabón de barra que
serviría también para lavarse la ropa. Se vistió con su mejor
atuendo y volviendo al baño se peinó ante el pequeño espejo
colgado en la pared. Salió hacia el comercio oliendo a limpio
y respirando a plenos pulmones el aire del atardecer rojo que
se recostaba en las cuchillas. Durante la cena Claudia le
explicó que él se encargaría de los alumnos de primero y
segundo, mientras que ella lo haría de los de tercero y cuarto;
y prometiéndole más detalles en lo sucesivo, le describió
brevemente las características de la docena de alumnos que
quedarían a su cargo, y le expuso los contenidos
programáticos que debería abordar al día siguiente y en los
próximos.
Él trató de memorizar todo lo que pudo, y se despidió
para volver a la escuela ya con la noche muy cerrada. Para
tanto Claudia le prestó una linterna y le recordó que cuando
pensara volver de noche nunca saliera sin una; al enterarse de
que no la tenía, Benigno le dijo que al día siguiente le vendería
una, brasilera y buena, a descontar de su primer sueldo. En la
mesa que tenía al lado de la cama revisó la parte de los libros
didácticos que abordaría al otro día, y preparó en separado los
ejercicios que daría a los de primero y a los de segundo. Sólo
entonces, satisfecho y aliviado, se metió en la cama.
Quijote me aseguró que podría decirme uno a uno los
asuntos que había abordado en su primer día de clases en
Coronilla, en las diferentes áreas del saber. Pero como no soy
especialista no me acuerdo si llegó a detallármelos. Lo que sí
recuerdo son las peripecias que pasó tratando de tensar los
alambres del corral escolar, en la medida en que iba
sustituyendo aquí y allí alguno de sus postes podridos; sólo
logró salir adelante con la ayuda compadecida de Eulalio.

125
Mejor le fue en una tarea que dos veces al día y todos los días
dividía con la cocinera, que era la de sacar agua del pozo para
que no faltaran los baldes llenos en la propia cocina, al lado
de la pileta, y en el baño; eso sí, la primer semana le costaba
peinarse pues los brazos le dolían tanto como si le hubieran
dado una paliza. Y en ese mismo tiempo las clases avanzaban,
y se iba enterando poco a poco de las dificultades y problemas
de cada uno de los alumnos que le habían tocado en suerte.
La Directora exigió que todos los fines de semana le
hiciera un resumen de lo actuado, para que ella eligiera los
datos más destacados, a fin de registrarlos en el Diario
escolar; Quijote había olvidado ese detalle que había visto en
una escuela rural en una de sus prácticas de estudiante; nada
de importante podría faltar en el Diario, so pena de que el
Inspector, en sus visitas inesperadas, reprendiese
severamente a quien dirigía el establecimiento e hiciese
constar en su ficha funcional algún concepto negativo que
perjudicase su carrera.
En una de esas sesiones de resumen semanal la
Directora le pidió que implementara una idea que ella debió
aplazar por ser maestra única hasta su venida; se trataba de
construir una huerta escolar permanente, que, al mismo
tiempo que serviría para mejorar en calidad y cantidad la
comida escolar, también podría servir para que los niños
llevasen la iniciativa a sus casas, con igual fin y resultado,
además de ser un espacio al aire libre apropiado para diversas
actividades pedagógicas. Quijote le preguntó en qué estaba
pesando, y Claudia le dijo:
— Muy sencillo, cuando hablemos de fotosíntesis y de
las plantas, en vez de conformarnos con los porotitos que
hacemos crecer en latitas puestas en los armarios, podemos

126
hacer canteros con partes diferentes en su tierra, abono,
regadío e iluminación y cuando los niños observen la
diferencia que eso represente para lechugas, zanahorias,
arvejas, zapallos, tomates o rabanitos, estarán muy motivados
para entender y aprender las razones científicas de esas
diferencias; y cuando se trate de calcular los perímetros y las
áreas de círculos, cuadrados y rectángulos, en vez de
contentarnos con medidas hipotéticas en el pizarrón,
podremos trabajar con canteros que tengan esas figuras, para
que los alumnos operen sobre objetos reales. Y así con otros
temas que se nos ocurran.
Quijote aprobó la idea pero le confesó que nunca
había plantado una huerta; a lo que Claudia le contestó que no
se preocupase porque la cocinera lo ayudaría; y agregó que
infelizmente pocos vecinos tenían alguna experiencia en el
asunto, pues las casas allí no tenían huertas; y la esperanza era
de que las tuvieran en el futuro gracias al entusiasmo que cada
alumno llevase para su rancho. Quijote aceptó entonces poner
manos a la obra a la brevedad, y esa noche pensó de dónde
vendría aquella desidia en relación a las huertas; mientras se
dormía se preguntó si no sería herencia de la vieja idea griega,
romana y castellana que despreciaba el trabajo manual; quizá
aumentada por la herencia criolla de una leyenda que insistía
en la idea de que la Patria se hizo a caballo, sin mencionar
nunca el arado, la siembra y la cosecha.
Benigno mandó traer de Brasil muchos sobrecitos de
semillas y Quijote de inmediato empezó, acompañado de sus
alumnos, los preparativos de la huerta; la tarea se hacía más
ligera porque se realizaba en rotación con la participación de
Dulcinea y de Claudia, acompañada de sus alumnos. Quijote
notó que casi todos lo superaban en la habilidad para remover

127
la tierra, plantar, regar y carpir. Y se preguntó seriamente si
Uruguay no era un país en el que la educación empezaba
torcida desde las bases, pues haciendo vivir a su población de
lo que el campo producía, no había introducido en el
curriculum urbano de Primaria y Secundaria los
conocimientos y prácticas fundamentales de los asuntos
camperos; así, se aprendía que París es capital de Francia, que
Nerón fue emperador romano, y que el Támesis bañaba
Londres, pero no se conocían los pueblos de la campaña del
Departamento, y mucho menos se enseñaba a plantar,
ordeñar o esquilar. Sintió que la huerta le abría otra visión de
la escuela y del país.
A las clases empezó a faltar uno de los mejores
alumnos; y se lo comentó a Claudia. Ella dijo que en esos
casos era ella la que se desplazaba a la casa del alumno a
enterarse de lo que estaba pasando; para eso la llevaba Eulalio
en el carro, alguna tardecita en la que estuviera disponible.
Pero Usted puede ir a caballo, porque es hombre –
remató.
Él entonces bajó la cabeza y confesó que no sabía
montar (pensando que esa era otra falta imperdonable de la
educación escolar en el país).
— No hay problemas; irá como yo en el carro de Eulalio,
hasta que aprenda a montar.
Así quedó convenido y a los dos días partió con Eulalio
rumbo a la casa del faltón. Dejaron atrás los pocos ranchos
del caserío y salieron del camino que ondulaba horizontal y
verticalmente; al bajar una colina, a campo traviesa, se
quedaron solos en el mundo. A medio camino el caballo
insistió para beber el agua transparente de un arroyito, y
Eulalio lo dejó hacer. Atravesaron otro tanto de campo

128
desprovisto de árboles, salvo los que poblaban las cañadas que
separaban dos colinas, y a lo lejos vieron un rancho solitario
cobijado por un ombú. Dos perros que ladraban al caballo
asustado anunciaron de lejos su llegada. Le pidió a Eulalio que
lo esperara en el carro y ni precisó golpear, porque cuando se
bajó una mujer le abrió la puerta. Se presentó y se certificó de
que la casa era la correcta. La mujer asintió, musitó un nombre
ininteligible, y tras secarse las manos con el delantal que
llevaba puesto, lo hizo pasar a la salita de tierra pisada;
discretamente miró por la cortina entreabierta y no vio a su
alumno ni a otra persona; en la casa se instaló el silencio, pues
los perros habían dejado al caballo en paz. Explicó el motivo
de su visita, elogiando al alumno por su capacidad, disciplina
y rendimiento. La madre miró el piso y dijo:
— Sabe, maestro, en estos días está ayudando al padre
en los trabajos del campo, porque mi marido dijo que no lo
mandaba a la escuela para que estuviera plantando como una
mujercita, sino para que aprendiera cosas serias. Ahora mismo
están afuera y no sé si van a volver esta noche o mañana al
atardecer.
Quijote se quedó unos segundos callado sin saber qué
decir; luego preguntó a la mujer si no le gustaría tener una
huerta en su casa, con semillas que la escuela le donaría. La
mujer levantó la cabeza y preguntó si podría también
conseguirle algunas de rosas, pues siempre le habían parecido
hermosas. Quijote le dijo que sí, y que también las tendría de
margaritas y quizá de claveles. Y aprovechando el terreno
ganado le pidió que convenciera al marido que el aprendizaje
de la huerta también serviría mucho en su casa, y que, además,
su hijo aprendía muchas cosas serias dentro y fuera de los
horarios de la huerta; por ejemplo, a contar, sumar y restar,

129
para después saber multiplicar y dividir. La mujer lo miró
como si oyera hablar en chino, y entonces Quijote cayó en la
cuenta de que ella no sabía hacer aquellas operaciones y muy
probablemente no supiera ni leer ni escribir.
— Mire, doña, para explicarle todo esto que le estoy
diciendo a los padres de mis alumnos y a los de la Directora,
vamos a llamar a todos a la escuela el próximo domingo de
mañana temprano, y Usted o su marido tienen que ir sin falta.
La idea se le había ocurrido en el acto, pero estaba
seguro de que Claudia la aprobaría. La mujer asintió y él le
espetó:
— Pero espero que su hijo vuelva a clases mañana
mismo o a más tardar pasado mañana, pues Usted sabe que
en este país la escuela es obligatoria y puedo pedir que un
policía venga a buscarlo; pero no quiero hacer eso porque no
quiero crearle problemas a Usted y su esposo.
Cuando terminó de decir la frase pensó que ni sabía a
qué distancia estaría el policía más próximo, ni qué ganas y
medios tendría para llegar a aquel rancho perdido; pero la
mujer le aseguró que el asunto se resolvería a las buenas. Se
despidió y subió al carro, saludando gentilmente a la dueña de
casa que a su vez saludaba desde la puerta, ladeada por los
perros. La tarde exhalaba sus últimas luces. Le resumió a
Eulalio el caso y cuando subían la segunda colina él le mostró
dos jinetes que en una colina contraria hacían el trayecto
inverso.
— Esos deben ser, maestro, porque el del caballo alazán es un
hombre, y el del zaino un niño.
Quijote aguzó la mirada pero no pudo discernir más que dos
bultos sin colores. Llegaron a la escuela con la noche ya
instalada. A la mañana siguiente lo primero que hizo fue

130
plantearle a Claudia la idea de la reunión con los padres el
domingo, y ella la aprobó de inmediato, diciendo que deberían
avisarle a sus respectivos alumnos al inicio de la clase que
empezarían en breve; cuando terminaban de hablar, entró
saludando a ambos y con cara feliz, el alumno que había
faltado.
Llegó el domingo y casi todos los padres presentes
eran madres; en algunos pocos casos la pareja había
concurrido junta; y en ninguno había aparecido el hombre sin
que fuera su mujer. Los padres se fueron acomodando en los
pupitres que habían puesto en círculo y en doble fila en uno
de los salones; hablaban entre ellos en voz baja, como si
estuvieran en un templo. Cuando Claudia comprobó que por
cada alumno había por lo menos un progenitor presente,
empezó la reunión; y fue directamente al grano, explicando
que hacía tiempo pensaba crear aquella huerta, que muy bien
venía en cada casa, y que ahora, con la llegada del maestro
Manuel Emilio, había podido hacerla realidad; y explicó de
forma resumida y accesible a cualquiera de los presentes, la
importancia pedagógica y para la vida de los alumnos y sus
familias, que aquella huerta tenía. Terminó atacando la
equivocada creencia según la cual el plantar y recoger fuera
cosa de débiles porque, dijo, si no fuera porque en otras partes
del país muchos hombres y mujeres lo hacen, no llegaría allí
la harina que viene del trigo, ni la polenta que viene del maíz,
ni el arroz, ni muchos otros alimentos que se compraban en
el comercio de Benigno. Varias mujeres asintieron y algunas
de ellas codearon a sus maridos, para que grabaran lo oído.
En ese punto la Directora ofreció la palabra a los padres para
que preguntasen u opinasen; sólo la madre del alumno que
había faltado habló con voz baja para preguntar cuándo el

131
maestro podría mandarle por su hijo las semillas prometidas.
Entonces otras quisieron saber de qué se trataba aquello y
Quijote lo explicó mirando a la cara a cada uno de los
presentes.
— Benigno me dijo que a más tardar en dos semanas
tendremos aquí las semillas para distribuir a los interesados;
¿alguien más se interesa?
Casi diez mujeres levantaron la mano; las que venían
acompañadas miraron al marido esperando alguna señal de
desaprobación para bajarla. Pero no la hubo. Claudia
preguntó si alguien más quería hacer uso de la palabra. Ante
el silencio general dio por terminada la reunión y agradeció la
presencia de todos. La veintena de padres fue abandonando
la escuela, ahora hablando en voz alta entre sí. Claudia y
Quijote, ladeando la puerta de entrada, los vieron partir a
caballo o en carro, no sin antes recibir de cada progenitor un
amplio saludo, que en el caso de los hombres se acompañaba
de sobrero en mano.
Las clases prosiguieron con más entusiasmo que
antes, y uno de los alumnos de Claudia, que tenía quince años,
se ofreció a Quijote para enseñarle a montar. Asegurándose
de que las clases no serían a la vista del caserío, aceptó con
gusto. Empezaron un domingo de mañana y esas aulas se
repitieron en igual horario por espacio de un mes. Quijote
montó en la garupa del alumno y fueron dejando atrás el
caserío. Eligieron una doble pendiente entre colinas, desde la
que no se divisaba ningún rancho. Al principio el alumno
acompañaba el caballo al paso, mientras le hablaba
cariñosamente. Después de que estuvo seguro de que Quijote
había aprendido las maniobras para hacer girar y dar la vuelta
a su montura, los dejó alejarse un poco. Y la maniobra se

132
repitió muchas veces. Volvieron al caserío con Quijote
empuñando las riendas y el alumno en la garupa. Al segundo
domingo su profesor lo introdujo al trote, primero llevándolo
en la garupa y mostrándole la posición adecuada, y después
dejándolo solo arriba del caballo. Ensayó en varias
direcciones, primero en terreno casi plano entre las colinas y
después en una y otra de ellas; en el primer terreno lograba
estabilizarse, aunque sintiendo mucho los golpes en el culo,
mientras que en pendiente no duraba en la posición adecuada
ni un par de minutos; se iba torciendo hacia uno u otro lado,
para desesperación de su alumno. Pidió que al caserío
volvieran al paso y no al trote, y le costó sentarse para
almorzar y estudiar en la escuela. El tercer y cuarto domingo
el alumno insistió con el trote y se arriesgó en el galope,
pidiendo a Quijote que se agarrara muy fuertemente a su
cintura. Así lo hizo éste y gozó, aunque con algo de miedo,
del viento que lo despeinaba rápidamente. Cuando le tocó
galopar solo, comprobó que, así como sucedía con el trote, no
lograba mantener la posición sino unos doscientos metros, y
entonces empezaba a inclinarse irremediablemente; al punto
que una de esas veces no pudo enderezarse y tuvo que tirarse
hacia el blando y alto pasto, para no caer de mala manera. El
alumno hizo fuerza para no reírse y se aproximó a la carrera,
para enterarse del buen estado de sus huesos. Dijo que estaba
bien y que agradecía mucho las clases, pero que optaba por
andar al paso, pues de todas maneras no tendría apuro por
llegar a ningún lado, si algún día tuviera que servirse de un
caballo. Cuando contó en confianza sus dificultades a
Benigno éste le ofreció uno de sus tres caballos para que
practicase cuando quisiera. Y le anunció como gran novedad
que, por su parte y después de ahorrar y negociar bastante,

133
compraría a la brevedad en Rivera una camioneta que le daría
completa libertad de movimientos por toda la zona, y le
permitiría acarrear las mercaderías que en su carrocería
entrasen. Quijote agradeció la oferta y lo felicitó por la
novedad. Las semanas siguientes, aprovechando atardeceres y
fines de semana, usó aquel caballo para distanciarse cada vez
un poco más del caserío; aprendió a trotar y a galopar más o
menos bien, pero no por mucho tiempo de corrido. Se dijo
que nunca sería un caballero en el estricto sentido de la
palabra, y se rió de su ocurrencia. Así se lo hizo saber a
Benigno y a Claudia.
Llegaron las breves vacaciones de julio y Quijote
decidió que después de cuatro meses era hora de ver a su
familia en Rivera. Le pidió a Benigno y a Eulalio que
averiguaran si algún vehículo pasaría hacia Vichadero, donde
podría esperar el ómnibus hasta la ciudad; y de allí volvería
con un día de reserva, por las dudas, hasta Vichadero,
esperando que en la Comisaría, en algún almacén grande, en
la iglesia o en la escuela local pudiesen informarle de algún
vehículo que partiese hacia Coronilla, o hacia Brasil, pasando
por allí. Si se atrasase algunas horas, o incluso un día, Claudia
lo supliría. Ella le encargó algunas menudencias que no se
encontraban en el comercio de Benigno y cuando él subió a
una camioneta que parecía perder su parachoques delantero,
lo despidió desde la puerta del comercio. El hombre fornido
y retacón era capataz de una estancia grande e iba hasta
Vichadero a llevar a reparar una rueda de carro que le ocupaba
casi toda la carrocería. De allá traería también algunos
vermífugos que el patrón había encargado a la única
veterinaria del pueblo; y por encargo de la patrona no dejaría
de llevar dulce de higos, y galletas de campaña que podían

134
durar meses en condiciones de consumo, al menos para quien
tuviese buenos dientes. Quijote aprovechó el viaje para
enterarse de los pormenores de la estancia donde trabajaba
aquel hombre, y éste retribuyó la curiosidad preguntándolo
todo acerca de la escuela; en más de una ocasión el diálogo
fue interrumpido pues el chofer maniobraba fieramente para
no quedarse empantanado en algún trecho especialmente
embarrado e inclinado del camino. De paso le fue indicando
los muy pocos ranchos que eran visibles en el trayecto,
identificando una a una a las personas o familias que en cada
uno vivían. Y con el tiempo haciéndose más corto por la
animada charla, llegaron a destino, donde con un fuerte
apretón de manos el capataz lo dejó en la puerta de la agencia
del ómnibus. Tuvo que esperar varias horas para tomar uno
de los dos únicos ómnibus diarios que unían a Vichadero con
Rivera. Apenas se sentó sintió que el sueño lo invadía.
Cuando entró a la ciudad se sorprendió con un trajinar
ruidoso que antes nunca habían notado. Los motores parecían
estruendosos, y en las veredas de un par de cuadras céntricas
vio más gente de toda la que había visto en el último mes. Con
la diferencia de que aquí no sabía el nombre de la gran mayoría
de los transeúntes y que muchos de éstos se cruzaban sin
siquiera mirarse. La larga caminata hasta la casa de sus padres
le vino de perilla para estirar las piernas y desentumecer los
músculos. Su madre le saltó al cuello inmediatamente después
de abrirle la puerta. Lo miró de arriba abajo y comentó que
parecía algo más delgado, y sin duda más tostado del sol.
Papá ya va a llegar del trabajo – dijo.
Y agregó: “Tu cuarto está listo, esperándote igualito a
como lo dejaste”.

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Dejó su valija casi vacía arriba de su cama, se lavó la
cara y las manos, y se sentaron a la mesa. En ese preciso
momento entró su padre. Se abrazaron de pie.
— Y ahora contanos todo - dijo la madre -, porque ya
tengo la cena pronta y sólo necesito calentarla.
Trató de resumir como pudo lo mucho que había vivido,
aprendido y pensado en aquellos meses. Sus padres lo
interrumpieron varias veces pidiendo detalles o explicaciones,
que él daba de buena gana.
— Pero no voy a hablar yo solo – dijo – ¿Cómo va
todo por aquí?
Primero el padre profesor dijo que en el Liceo no
había ninguna novedad digna de nota, a no ser que se
rumoreaba que después de casi un siglo los Blancos ganarían
las próximas elecciones. La madre, que era ama de casa,
comentó que la chica hija del carnicero podría estar
embarazada, pues la habían enviado de golpe a vivir con unos
parientes en Montevideo. Y así fueron intercambiando
menudencias hasta que la madre decidió que él estaría muy
cansado y que sería bueno acostarse. El sábado y el domingo
Quijote fue al club a ver viejos amigos de juegos infantiles, de
salidas a nadar y de fútbol callejero, y más tarde del básquetbol
y de los pocos bailes que había frecuentado, venciendo su
timidez. Todos quisieron saber detalles de su nueva vida y no
pocos, medio en serio y medio en broma, le desearon éxito en
su heroica empresa de llevarles cultura a aquellos gauchos
matreros. Él trató de poner las cosas en sus lugares, pero las
bromas de sus amigos desviaron la conversación, pues querían
saber si ya había conocido a alguna paisanita comestible. Él
no necesitó mentir para negarlo, y sólo entonces se dio cuenta
de que no había reparado en ese detalle cuando recorrió los
ranchos de la zona. A principios de la noche del sábado
acompañó a alguno de aquellos conocidos en el ritual de la
calle principal, que consistía en el lento desfile de ida y vuelta
protagonizado por todo tipo de vehículo motorizado, desde

136
el cual los tripulantes y pasajeros se daban todo el tiempo para
ver y ser vistos por los transeúntes; eso cuando no
estacionaban el vehículo y entonces el cruce de miradas se
daba alrededor de la plaza céntrica, en torno a la cual los
grupos de muchachos sin pareja giraban en un sentido, y las
muchachas lo hacían en el otro. Quijote pensó que esta
segunda manera de conocerse y admirarse era más
democrática que la primera, pues en aquel pueblo sólo una
minoría tenía el dinero necesario para pagarse un vehículo.
Con los pies ardiendo se despidió de su acompañante y se fue
a dormir, pues al otro día muy temprano tenía que tomar el
ómnibus que lo llevaría hasta Vichadero.
Logró llegar el lunes en el intervalo del mediodía.
Cuando los alumnos se retiraron a jugar un poco al patio, le
contó a Claudia la idea que se le había ocurrido en el viaje, que
era la de ofrecer los sábados por la tarde un curso de
alfabetización rápida a todos los vecinos que lo necesitasen;
para tanto usarían los cuadernos sobrantes, mientras
esperaban que la Inspección los repusiera. Ella dijo que
necesitaba contactar a la Inspección para pedir su aprobación,
y que Benigno podría hacerlo indirectamente ese mismo día
con su radiotransmisor. A los tres días recibieron a través de
Benigno una respuesta positiva y pusieron manos a la obra.
Así, empezaron por casa hablando con Eulalio y Dulcinea, y
obtuvieron su respuesta no sólo positiva, sino entusiasmada;
esgrimiendo esos ejemplos le hicieron saber a los alumnos que
sus padres y vecinos que no supieran leer y escribir, o lo
pudieran hacer con gran dificultad, podrían aprender esas
habilidades básicas en seis meses; recibieron a través de los
alumnos una docena de adhesiones, casi todas de mujeres. Los
maestros decidieron que los atenderían turnándose; y
esperaron el sábado con la ansiedad de los principiantes. Muy
puntualmente fueron llegando los nuevos alumnos, vestidos y
peinados como para un baile. La primera tarde Claudia dio la
clase, con Quijote sentado al fondo, sin perderse detalle. En

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aquella primera hora pudo escrutar con calma cada uno de
aquellos rostros, entre los que no estaba el de Magnolia, la
mujer de Eulalio, que se había negado a aprender. Todos
tenían la piel tostada y con las arrugas características de una
vejez prematura causada por la vida dura y los sinsabores.
Pero atendían como niños de primero las explicaciones que
brindaba la Directora. Así les dijo que no usarían el manual
dedicado a los chiquilines, pues hacerlo hubiera sido una falta
de respeto hacia el mucho conocimiento y experiencia de vida
que cada uno de ellos tenía; entonces Eulalio osó alzar la voz
y dijo:
— Disculpe Directora; vivir hemos vivido, pero no sé
de qué conocimientos habla Usted, porque aquí somos todos
brutos.
Y dicho esto se detuvo para oír la buena carcajada de los
presentes, que él acompañó gustoso.
— No, don Eulalio; ¿acaso no sabe usted y todos los
que aquí están, ordeñar, andar a caballo, manejar un carro,
apartar ganado y tocar una tropa, construir una casa, criar
gallinas y cocinar? Y a eso se agrega que Usted, don Joaquín
y varias de las que están aquí saben otras muchas cosas; Usted,
por ejemplo, sabe poner y arreglar alambrados y hacer
tabiques, además de esquilar; y lo mismo don Joaquín, que
también es domador. Y todas las mujeres que aquí están,
menos una que todavía no los tiene, sabe criar niños y llevar
una casa.
Y terminó pidiendo que cada uno dijera “sí” o “no”.
Fue escuchando de cada uno los sucesivos “sí”.
Entonces remató:
— ¿Ven? Entonces aprenderemos a leer y escribir a
partir y sobre esas cosas y otras que sean importantes en sus
vidas.

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Y acto seguido dijo que empezarían por los nombres
de cada uno. Pidió que cada uno dijera su nombre y ella los
escribiría en el pizarrón, para que luego cada cual copiase el
suyo en la primera página del cuaderno virgen que acababa de
recibir. Las manos gruesas agarraron los lápices nuevitos a su
disposición. Claudia observó que algunos lo empuñaban
como un facón, y corrigió la posición de los dedos, guiando
la mano de los confundidos. Escribió primero el nombre de
Eulalio y de Dulcinea y dijo que eran muy interesantes, pues
allí estaban todas las vocales del español, como lo explicaría
posteriormente; y además tenían la ventaja de no tener tilde,
como se explicaría semanas después. Luego escribió el
nombre de los otros principiantes. Les pidió que copiaran sus
respectivos nombres en su cuaderno, sin temor a equivocarse,
pues para eso cada quien tenía una goma a su disposición, si
fuera necesario hacer las correcciones que ella indicaría.
Cuando el último hubo terminado, recorrió uno a uno los
pupitres y fue corrigiendo una curva aquí, una recta allí y un
gancho acullá. Acto seguido pidió que cada alumno escribiera
por segunda vez su nombre, debajo del primero. Y cuando
hizo la recorrida no tuvo que retocar sino un par de trazos.
Entonces detalló las cinco vocales del español y
mostró cómo cada una se encontraba en varios de los
nombres registrados en el pizarrón. Pronunció cada uno muy
despacio destacando la presencia de cada vocal; volvió a
hacerlo una segunda vez, pero ahora pidiendo que dijeran a
coro la vocal que ella señalaba, saltando de nombre en
nombre, sin respetar su orden, pero sí el de las vocales. Tras
lo cual mostró cómo en el nombre de Eulalio y Dulcinea
ocurrían las cinco vocales, mostrándolas una a una. Y de
inmediato llamó su atención hacia el hecho de que en ambos

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nombres había dos casos en los que dos vocales aparecían
juntas, pidiendo a los alumnos que las identificaran. Dulcinea
fue la primera que descubrió en voz alta la presencia de la “e”
y la “u” que iniciaban el nombre de su vecino; y una mujer de
media edad, madre de tres hijos, que hasta allí casi no había
abierto la boca, dijo que “Dulcinea” terminaba con dos
vocales juntas. Logró una aprobación a coro. Entonces
Claudia invitó a que cada uno, mirando el pizarrón,
descubriera si en algunos de los otros nombres allí anotados
se repetía algún fenómeno análogo. Tras algunos minutos
Joaquín levantó la mano y destacó tres casos en los que aquel
hecho ocurría. Claudia los repasó uno a uno en el pizarrón.
Ahora, dijo, vamos a ver cómo se escribe cada vocal en
mayúscula, que son esas letras más grandes con las que
empiezan los nombres de cada uno; vean por ejemplo, que la
“e” inicial de “Eulalio”, es diferente a la “e” casi final de
“Dulcinea”; y sin embargo son la misma letra, o sea tienen el
mismo sonido, pero con la diferencia que en primer caso va
con mayúscula, por tratarse de la letra inicial de un nombre de
una persona; y agregó que lo mismo valía para el nombre de
un cerro, un país o un rio, y varias otras cosas; mientras que
la “e” en “Dulcinea” no era letra inicial y por eso se escribía
en su forma chica, llamada minúscula. Claudia escribió las
formas mayúsculas y minúsculas de las cinco vocales, y pidió
que las copiasen en sus cuadernos. Pidió que cada uno se fijase
en su propio nombre y en el de los otros colegas que figuraban
en el pizarrón y que no fueran ni Eulalio ni Dulcinea, e
identificasen si había otros nombres que empezaban por una
vocal. La mitad de los nombres resultó corresponder al
pedido. Pidió que copiasen en la segunda página del cuaderno
el nombre de todos los otros colegas.

140
Cuando terminaron, agregó que las frases siempre
empezaban por mayúscula, y que después aprenderían qué era
una frase; pero por ahora se limitó a escribir en el pizarrón
“mayúscula” y “minúscula” y les pidió que identificaran las
vocales que aparecían en cada una de esas palabras escritas en
su forma minúscula; sin dificultades los alumnos identificaron
las tres vocales allí presentes.
— Entonces – dijo – vamos a empezar a ver cómo
combinando vocales con otras que no lo son, formamos otras
palabras que ustedes conocen muy bien.
Y puso el ejemplo de las sílabas “li” y “la” que
aparecían en “Eulalio”, para mostrar que con ellas juntas se
formaban la palabra “lila”, que es la flor y el color que todos
ustedes conocen. Y así entresacó de los nombres estas sílabas
y otras con un par de consonantes más, entre ellas la “m”, que
aparecía tanto en “mayúscula” como en “minúscula”, para
formar las palabras “mama” y “mamá” (aprovechando a
explicar que después entenderían mejor esa rayita que en uno
de los casos había en la última “a” y en el último no, y que
podría aparecer arriba de cualquiera de las cinco vocales,
según se pusiera allí el acento máximo en la pronunciación de
la palabra, como se podía percibir con claridad en la diferencia
de pronunciación existente entre “mama” y “mamá”); de esa
forma fueron surgiendo las palabras “casa”, “vaca”, “toro”,
“lana”, y otras de su día a día. Por último explicó que muchas
veces una palabra tenía más de dos sílabas, y puso como
ejemplo “escribir”; de inmediato y siempre aprovechando
sílabas o consonantes presentes en los nombres de los
alumnos escribió en el pizarrón “Aprendí a leer” y “Aprendí
a escribir”. Los hizo repetir esas expresiones y dijo:

141
— Cada una de estas es una frase, o sea, un
pensamiento completo, que empieza con una mayúscula y
termina por un punto final.
Y remató:
— Para la próxima aula, que estará a cargo del maestro
Manuel Emilio, cada uno tiene que traer escritas en su
cuaderno por lo menos cinco palabras que usen las mismas
sílabas o letras que aquí hoy hemos visto, y por lo menos una
frase completa.
Antes de levantarse más de un alumno miró
asombrado su cuaderno y repitió en voz baja “Aprendí a
leer...Aprendí a escribir”; y sus ojos brillaban al borde de las
lágrimas.
Salieron en tropel como si fueran niños, comentando
unos con otros los increíbles descubrimientos que acababan
de hacer. Claudia y Quijote les dieron la mano a cada uno y
los despidieron desde la puerta.
Cuando se alejaron, Claudia, muy sonriente, exhaló un
“¡ufa! y dejándose caer en una silla dijo: “el próximo sábado
le toca a Usted”.
Quijote pidió que lo tutease, pues ella tenía algunos
pocos años más que él, pero le aclaró de inmediato que de
todas maneras él la seguiría llamando de Usted, porque así
llamaba a los de más edad. Ella asintió, y saliendo hacia el
comercio exclamó riendo: “muy bien, el próximo sábado te
toca a ti”.
Llegó el sábado y todos los alumnos no sólo se
hicieron presentes, sino que trajeron hechos los deberes,
aunque tres confesaron que habían recibido la ayuda de sus
hijos. Quijote leyó las palabras y las escribió en el pizarrón,
corrigiendo aquí y allí una doble “l”, o una doble “rr” y

142
explicando esos fenómenos, y algún otro detalle. Luego leyó
las frases y le llamaron la atención cuatro que decían “La vida
es dura”, “No tengo campo”, “José gana poco”, y “Quiero ser
maestra”. Pidió que cada uno escribiera la frase que había
llevado en el pizarrón; y allí tuvieron mucho trabajo al pasar
del lápiz a la tiza, y de la superficie horizontal a una vertical;
pero él subsanó las carencias cuando fue imprescindible. Pidió
que cada cual copiara las frases de los colegas. Y dijo que ese
día aprenderían a escribir sus apellidos, para que completaran
en la primera página del cuaderno la identificación que hasta
allí contenía sólo su nombre. Así, fue preguntando a cada uno
su primer apellido, y lo fue escribiendo en el pizarrón. Explicó
las letras mayúsculas y minúsculas que aún no conocían, y
escribió en el pizarrón el alfabeto completo, que pidió que
copiaran. Entonces Dulcinea se preguntó cómo podía ser
que su apellido se escribiera igual al de Eulalio, siendo que ella
era mujer y él hombre, y ella negra y él blanco. La clase rió
con ganas, pero miraron intrigados al maestro. Quijote
explicó que en español los apellidos que se pronuncian de la
misma forma se escriben de la misma manera, porque las
letras son las mismas, independientemente del sexo y color de
piel de la persona. Dulcinea preguntó por qué había dicho en
“español”, y si lo mismo ocurría en el cercano Brasil. Quijote
aclaró que lo mismo ocurría en portugués, con pequeñas
excepciones, pero que en otras lenguas, como el ruso se
agregaba alguna letra para diferenciar el apellido de la mujer
respecto al del hombre. Satisfecha esa curiosidad cada uno
completó su identificación en el cuaderno, agregando el
primer apellido al nombre. Y Quijote remató:

143
— Ahora ya saben firmar, pues cuando en cualquier
oficina u otro lugar les piden la firma, es eso lo que tienen que
poner: el nombre y el primer apellido.
Y escribió en el pizarrón “Aprendí a firmar”,
pidiéndoles que copiaran esa frase. La copiaron y releyeron
con mucho gusto, y algunos alumnos hacían muecas de
incredulidad o de enorme satisfacción. Quijote dijo que para
seguir adelante con la lectura y la escritura, faltaba sólo un
secreto muy útil, que era descifrar y poder escribir las letras de
los diarios y libros; y copió debajo de cada letra del alfabeto
que ya había registrado en la pizarra, su forma de imprenta,
tanto en minúscula como en mayúscula. Solicitó que cada uno
escribiera en su cuaderno su nombre y primer apellido usando
esas letras, recordando que la primera letra en cada caso debía
estar en mayúscula, y las siguientes en minúscula. Los vio
proceder, algunos sacando la lengua y borrando aquí o allí
alguna línea; en la medida en que terminaban la tarea fue
pidiendo a cada uno su cuaderno, para corregir lo que hiciera
falta, que fue poco. Encargó como deber para la próxima clase
que cada uno trajera las palabras y frases que ya había traído
ese sábado, escritas en letra de imprenta. Y sacando un libro
del armario les mostró el título, identificando cada letra
(incluyendo la “h”, que – aclaró – no se pronunciaba) y leyó
con mucha parsimonia el primer párrafo:
“En un lugar de la Mancha de cuyo nombre no quiero
acordarme, no ha mucho tiempo que vivía un hidalgo de los
de lanza en astillero, adarga antigua, rocín flaco y galgo
corredor”.
Y lo escribió en la pizarra. Una mujer de ojos dulces
en cara sufrida preguntó por qué se escribía la “h”, si no se
pronunciaba; él respondió que esa “h” hacía muchísimos años

144
había sustituido una “f”, y que ello no había ocurrido en
portugués; por eso en español de escribe “hijo” y en
portugués “filho”; y aprovechó para aclarar que en el texto
leído, “hidalgo” en la época en la que aquel libro fue escrito,
designaba al hijo de alguien que fuera importante en la
sociedad. Joaquín, uno de los alumnos hombres junto a
Eulalio y Leandro, saltó diciendo “como el hijo de un
estanciero”; y Quijote respondió que era más o menos eso.
Entonces otra mujer dijo que para ella una mancha
aparecía en una ropa o en la pared, y preguntó qué era aquello
de “astillero”, “adarga” y “rocín”. La clase entera asintió con
un murmullo. Quijote hizo notar que en ese caso “Mancha”
aparecía con una “M” inicial mayúscula, lo que indicaba, como
habían aprendido antes, que designaba en ese caso un nombre
propio de alguna persona o cosa; y que el libro especificaba
que se trataba de un lugar, que quedaba en España. Eulalio
dijo “Yo trabajé para un patrón que venía de España”. Quijote
asintió y prosiguió diciendo que el “rocín” era algo que ellos
conocían de sobra, pues se trataba nada más que de un caballo
malo. Una mujer bastante madura y canosa exclamó: “¡lo que
acá llamamos matungo, nomás!”. La clase entera rió. Quijote
asintió sonriendo y les hizo notar que el grafema “c” sonaba
diferente según se encontrara delante de “a”, “o” o “u”, que
delante de “e” o “i”; les dio ejemplos, y les aclaró que en los
últimos dos casos en Uruguay esa “c” se pronunciaba igual
que “s”, pero que en España era diferente pues se ponía la
lengua entre los labios; y cuando emitió el sonido todos rieron;
pero Eulalio dijo que aquél patrón que había tenido hablaba
así mismo como decía el maestro. Quijote agradeció la
confirmación y prosiguió explicando que la adarga era un
escudo que se usaba en batalla, y que lo del astillero para

145
nuestra época resultaba confuso y que las interpretaciones
actuales eran distintas, ya que algunos dicen que en la época
en la que el libro fue escrito aquella expresión se usaba para
realzar la importancia de la persona, y otros argumentan que
era una percha en la que se colgaban las lanzas; pero concluyó
que en todo caso lo importante era que allí se hablaba de una
lanza, como las que se habían usado en Uruguay en las
guerras, y que hasta ahora se veían en algún desfile gauchesco;
o sea, que Don Quijote, además de tener escudo, llevaba
lanza.
Y después de pedirles que copiaran aquel párrafo del
Quijote que estaba en el pizarrón, les encargó que lo leyeran
varias veces en su casa, para proseguir los estudios con la
Directora el fin de semana siguiente; y les recordó el deber de
traer las palabras y frases escritas en letras de imprenta, a lo
que se le ocurrió agregar que cada vez que trajeran algún deber
de casa, lo terminasen estampando su firma, para que se
fueran habituando a escribirla sin dificultad. Salieron todos
tan animados como el sábado anterior.
Claudia, informada por Quijote, dio proseguimiento a
los trabajos de alfabetización y a la lectura del Quijote. Pero
el maestro, reflexionando sobre las frases que habían traído
los alumnos, decidió que al tiempo que Claudia continuaba
con aquella obra, él apoyaría la continuación de la
alfabetización en la experiencia de vida de sus alumnos
adultos, y en la lectura de algunos textos más próximos a su
mundo.
Cuando le tocó su turno, pidió que cada alumno
contase resumidamente su vida y situación actual.
El que tomó la iniciativa fue Eulalio. Había nacido allí
cerca, en una estancia donde su padre era puestero; quiso

146
saber Quijote qué oficio era ese, y Eulalio le aclaró que en las
grandes estancias hay ranchos distribuidos en sus distintas
partes, donde un hombre es responsable de ocuparse de aquel
gran sector y ese es el puestero; y siguió Eulalio diciendo que
se había criado allí con sus padres, dos hermanas y dos
hermanos, que como él, nunca habían ido a la escuela porque
no había ninguna cerca; de a poco con sus hermanos se sumó
a las tareas de su padre, que recibía del patrón un pequeño
aumento de sueldo a cambio de esos refuerzos; cuando llegó
a la adolescencia pasó a ser peón contratado en aquella
estancia, y su diversión se resumía a la caña en algún boliche
de la zona, y al par de veces por año en las que frecuentaba
algún baile en el caserío o algún rancho perdido; en uno de
ellos conoció a una muchacha bailadera (ese fue el adjetivo
que usó) que fue la primera que le dio entrada fuera de algún
quilombo; pidió disculpas por esto último que se le había
escapado, mientras la clase entera se reía; Eulalio siguió
diciendo con cara enrojecida que en aquel mismo baile le
preguntó si lo autorizaba a pedir autorización a sus padres
para visitarla, a lo que ella dijo que sí; su padre resultó ser
puestero en otro sector de la misma estancia donde trabajaba
Eulalio; fue a ver a los padres de Magnolia, que así se llamaba
la moza, y recibió su aprobación; después de un año de visitas
domingueras y como los padres de ella se convencieron de
que él era trabajador, accedieron al casamiento; esperaron que
el cura pasara en sus periplos por el caserío y se casaron; ella
le dijo que no quería seguir viviendo en el fondo del campo, y
que él buscase la forma de que pudieran mudarse a Coronilla;
entonces él empezó a perfeccionar sus habilidades como
guasquero – y antes de que el maestro preguntase, especificó
que ese es el que fabrica lazos, rebenques, maneadores y otros

147
artículos de cuero que se usan en el campo; y como era bueno
en ese oficio empezó a vender en toda la zona lo que
fabricaba; al mismo tiempo su patrón le cedió un rincón de
un gran terreno que tenía en la periferia del caserío, para que
allí pudiera hacerse un rancho; así lo hizo, con la ayuda de sus
hermanos, y se mudó con Magnolia para Coronilla hacía un
par de años; además de guasquero, se ocupaba según la
necesidad y las ofertas, para hacer algún galpón aquí o algún
alambrado por allá; ella se ocupaba de la casa, y aún no tenían
hijos. Quijote agradeció el relato y preguntó quién sería el
próximo.
Como lo esperaba, la siguiente fue Dulcinea; dijo que
creía que sus bisabuelos habían sido esclavos en Brasil, y que
habían disparado para el Uruguay; de forma que poco después
de pasar la frontera, se establecieron en las afueras de
Cerrillada, en un lugar llamado Rincón de las Flores, donde
todas las pocas familias que allí vivían eran negras; trabajaban
en las estancias de las zonas; sus abuelos fueron peones, y de
sus abuelas una había sido ama de leche y empleada de la
patrona, y la otra dueña de casa; sus padres habían seguido los
oficios de los abuelos; peón, él, y ama de leche y empleada en
el casco de una estancia, ella; en esa estancia Dulcinea había
conocido a un peón, negro como ella, con quien se había
casado; pero él era domador y al año de casados tuvo una
caída fea de un potro que lo dejó con la cadera torcida y sin
poder continuar en aquella profesión; entonces el patrón le
encargó a su marido y a ella que, a cambio de un salario para
los dos, cuidaran la casa que acababa de construir en
Coronilla; allí tuvieron sus dos hijos, y ella, para mejorar el
salario, hacía sus tareas de ayudante en la escuela, mientras que

148
su marido agarraba la changa que apareciera y pudiera hacer
con su físico maltrecho.
Acto seguido otro hombre del grupo dijo que se
llamaba Leandro López, y que de joven había sido
principalmente peón y tropero; en esa especialidad había
arreado una o dos veces por año y junto con otros tres o
cuatro hombres, muchas centenas de vacas, hasta la mitad del
país, donde en la estación de Paso de los Toros eran cargadas
en el tren que las llevaría hasta Montevideo; eso era antes –
aclaró- porque ahora las llevamos sólo hasta Vichadero,
donde las cargan en camiones para llevarlas hasta el tren, o
directamente hasta la capital.
Quijote preguntó si en su juventud Leandro se divertía
en aquellas larguísimas tropeadas, y éste respondió:
— Qué nada, maestro, si cada noche estábamos tan
molidos después de tropear tantos kilómetros, que nos dolía
todo el cuerpo y lo que más queríamos era dormir; a lo sumo
–agregó- y como el patrón, que nunca nos acompañaba,
prohibía terminantemente el alcohol hasta que entregáramos
la tropa, alguna vez uno de los troperos que tenía guitarra nos
alegraba la cena con algunas canciones.
Y siguió diciendo:
— Eso sí, al llegar a Paso de los Toros nos
desquitábamos con un par de días de mucho boliche y taba.
Y concluyó:
— Claro que eso se terminó hace veinte años cuando
me casé, porque la patrona siempre me tuvo cortito, y de cada
tropeada o trabajo en la estancia me vuelvo derechito a
nuestra casa aquí en el pueblo.
La clase entera se rió, y algunas mujeres aprobaron en
voz alta a la mujer de Leandro.

149
Después le tocó el turno a cada una de las otras
mujeres del grupo. Sus historias eran muy parecidas, con
pequeñas diferencias según fueran casadas o no, o tuvieran o
no hijos; había una viuda que vivía de la pensión de su marido
y cosiendo para afuera, una soltera que vivía con sus padres
jubilados; de las casadas sólo dos no tenían hijos, pero una de
ellas esperaba aún tenerlos, pues aún estaba en edad –
proclamó -. Manuela Chávez se quedaba en el pueblo con su
hijo, para que éste fuera a la escuela, mientras su marido, que
era brasilero, podía hacerles compañía sólo un fin de semana
por mes, porque trabajaba en una estancia del otro lado de la
frontera; agregó que después de aprender a leer y escribir
pretendía enseñarle a su marido, que era tan bruto como ella.
Oyendo estas últimas palabras la clase sonrió y
aprobó.
Quijote agradeció los relatos y dijo que sería
interesante trabajar a partir de tres frases que ellos habían
traído: “La vida es dura”, “José gana poco”, y “No tengo
campo”.
Pidió que cada uno se manifestara explicando primero
en qué su vida era dura. Las mujeres se refirieron a las
dificultades para llegar a fin de mes con los gastos de la casa,
al hecho de que el pueblo aún no tenía luz eléctrica, lo que les
impedía tener algún aparato útil que no era muy caro en Brasil,
a pesar de que la radio a pilas, que recién había empezado a
venderse del otro lado de la frontera, a muchas les hacía
compañía durante todo el día; y dijeron que no había trabajo
para ellas, a no ser en alguna estancia, y que sus hijos no
podrían ir más allá del cuarto año de escuela, pues no tenían
dinero para mandarlos a estudiar a Vichadero, y que allí había
que tener buena salud, pues un enfermo muy grave corría el
riesgo de llegar muerto a la ciudad más cercana, ya que no
había ni un ómnibus que llegara a Coronilla; y que allí no había
ninguna diversión, a no ser algún baile organizado por la
escuela o algún vecino. Eulalio, Joaquín y Leandro se

150
limitaron a asentir. Entonces Quijote preguntó si esa vida dura
tenía algo que ver con lo que decían las otras dos frases.
Eulalio prontamente dijo que eso de que se ganaba muy poco
era la pura verdad, al punto de que un salario entero a lo sumo
compraba un buen par de botas; a lo que se sumaba el hecho
de que los patrones no daban más carne de regalo, como lo
hacían cuando él era joven. Leandro agregó de inmediato que
la otra frase tenía todo que ver, porque si él tuviera campo
podría vivir bien administrándolo con sus hermanos y primos;
y entonces – concluyó – viviría echado para atrás como finado
en el cementerio. La clase rió de la ocurrencia, y las mujeres
aprobaron lo dicho por ambos hombres, agregando Dulcinea
que en el caso de los negros la situación era aún peor pues los
patrones querían pagarle menos que a los blancos.
Quijote preguntó si ellos sabían que en 1815, o sea,
hacía más de 140 años, Artigas había dispuesto que los
gauchos, incluyendo los negros libres, recibieran un campo
para en él vivir y hacerlo producir.
Todos dijeron que nunca habían oído eso, ni en los
actos patrióticos que recordaban a Artigas en la escuela, ni en
los discursos de los políticos que allí juntaban votos, que eran
Blancos y Colorados.
El maestro les dijo que iría hasta su cuarto a buscar un
libro, mientras que ellos deberían escribir alguna frase de las
que habían dicho sobre por qué su vida era dura. De su
armario retiró un libro de Historia y volvió a la clase. Los
alumnos escribían con esmero y no sin dificultad, y él buscó
el documento. Al cabo de unos minutos los primeros alumnos
dijeron que ya tenían la frase, y él pidió que le arrimaran sus
cuadernos, mientras el resto terminaba la tarea. Comprobó
cómo los más rápidos habían registrado por escrito y con
pocos errores una o dos de las frases que antes había
pronunciado. Cuando todos terminaron hizo que los
primeros escribieran sus frases en el pizarrón, mientras él
verificaba los cuadernos de los últimos. Después de hacer las

151
debidas correcciones los felicitó por la labor realizada, abrió
el libro, y dijo:
— Voy a leer sólo un par de pasajes de este que
Artigas llamó el ‘Reglamento para el Fomento de la Campaña
y seguridad de los hacendados’, y en otras clases volveremos
sobre este documento...1º El señor alcalde provincial, además
de sus facultades ordinarias, queda autorizado para distribuir
terrenos y velar sobre la tranquilidad del vecindario...6º Por
ahora el señor alcalde provincial y demás subalternos se
dedicarán a fomentar con brazos útiles la población de la
campaña. Para ello revisará cada uno, en sus respectivas
jurisdicciones, los terrenos disponibles, y los sujetos dignos de
esta gracia, con prevención que los más infelices serán los más
privilegiados. En consecuencia, los negros libres, los zambos
de esta clase, los indios y los criollos pobres, todos podrán ser
agraciados con suertes de estancia, si con su trabajo y hombría
de bien propenden a su felicidad, y a la de la provincia”.
En la clase hubo un silencio que se podía cortar con
una navaja. Y de inmediato Manuela pidió explicaciones sobre
qué quería decir la gracia y de lo de ser agraciado de lo que se
hablaba, pues eso le sonaba a chiste; y qué era eso de
prevención; y Leandro preguntó si la suerte de estancia se
refería a alguna lotería. Quijote aclaró lo primero y dijo que la
suerte de estancia se refería a un determinado tamaño de
campo, que en el tiempo de Artigas era muy grande. A lo que
Dulcinea comentó: “entonces Artigas quería que hasta los
negros fueran estancieros!”. Quijote asintió y precisó que
Artigas se refería a los negros que entonces ya eran libres, pues
todavía existía la esclavitud, que fue abolida después. Otra
mujer, de las más calladas dijo: “pues aquí esa orden de Artigas
no se cumplió”. Y Quijote aclaró que no se había cumplido

152
en casi ninguna parte del país, y que la mayoría de los que
habían recibido campos fueron despojados de ellos después
de que Artigas fue derrotado por la invasión portuguesa. Y
dicho eso, copió en el pizarrón los dos trechos del
Reglamento que había leído, y les pidió que los copiasen en
sus cuadernos, para releerlos en sus casas. Hecho lo cual les
pidió que como deber casero, además de esa lectura,
escribieran frases opinando sobre lo que más les gustaría que
se mejorase en el pueblo en los próximos años.
Se despidieron con más afecto que nunca.
Claudia aprobó su elección del texto de Artigas. En
sus clases infantojuveniles las actividades transcurrían con
buen ritmo, tanto en el salón como en la huerta. Pero una
alumna que tenía quince años y era soltera pidió para hablarle
un día en el recreo. Tras muchos tartamudeos le dijo mirando
hacia abajo que por lo que le había dicho una vecina creía que
estaba embarazada. Quijote preguntó desde cuando tenía
menstruación y ella no entendió. Entonces usó la palabra
“regla” y ella dijo que había empezado a los trece años y que
ahora hacía dos meses que no le venía. Él preguntó qué
pensaba hacer y ella respondió que la vecina le ofreció un
tratamiento con ruda para provocar el aborto, pero que ella
no quería; y ante la mirada interrogativa de él, agregó de
inmediato:
— Vea, maestro, lo que quiero es que usted hable con
mi novio, mis padres y los de él para que nos casemos y
tengamos el hijo.
Él preguntó si sus padres conocían a ese novio y ella
dijo que sí, pero que no sabían de su relación, pues él trabajaba
en una estancia lejana y se veían poco. Quijote dijo que
primero hablaría con el novio, y ella le dijo que sabía que en

153
esos días vendría a Coronilla trayendo un ganado, y que le
avisaría cuando llegase.
Una tardecita apareció el novio en la escuela. Era un
muchacho alto y de color cobrizo, con un bozo incipiente.
Quiso saber su edad y él dijo que tenía diecisiete. Quijote
quiso saber de sus intenciones y él repitió lo que ya sabía por
la novia. Preguntó el maestro cómo y dónde vivirían, y el
novio dijo que su salario bastaría para mantenerlos, y que
después de terminar la escuela ella podría emplearse, quizá en
la misma estancia donde trabajara él; y sobre el lugar para vivir
agregó que para los primeros tiempos, en caso de que sus
padres o los de ella no aceptasen albergar a la pareja, él
hablaría con el policía destacado en la zona para que le
asignase un terreno en las afueras del pueblo y al lado del
camino donde pudiera levantar su rancho. Quijote preguntó
cómo era aquello, y el novio aclaró que allí siempre había sido
así, pues había algunas tierras públicas, por ejemplo aquellas
donde se había levantado la escuela, y el policía tenía
autoridad para conceder un parcela suficientemente grande
como para que se levantase allí una casa para nuevos casados
o juntados, desde que la nueva pareja fuera gente de bien.
Quijote pensó para sus adentros que aquello parecía algo
derivado de la idea artiguista para fomentar el poblamiento de
la campaña, y aprobó el proceder, aunque extrañando que su
aplicación quedase supeditada a la discrecionalidad de un
simple policía. El maestro preguntó si estaba seguro de todo
lo que decía y el mozo le dijo que sólo había pensado en eso
en los últimos días y no tenía dudas. Entonces Quijote dijo
que primero hablaría con los padres de la novia y después con
los de él.
Y al otro día después de terminar la clase ensilló el
caballo que le prestaba Benigno y se dirigió a tranco lento
hasta la casa de la novia. En casi todos los ranchos que dejó
atrás algún vecino lo saludó con el brazo extendido,
preguntándose sin dudas a dónde iría el maestro a aquellas

154
horas. Ya afuera del pueblo se detuvo ante una modesta cerca
adornada con girasoles. Golpeó aun sin apearse y una mujer
que abrió la puerta le pidió que entrara, preguntando con cara
preocupada: “espero que mi hija no haya hecho nada malo en
la escuela”. Él respondió negativamente y un hombre fornido
ya hacía compañía a la mujer, franqueándole el paso.
— Mi marido, dijo ella.
Quijote entró y le pidieron que se acomodara en un
sofá forrado con una frazada. Los dueños de casa se
acomodaron en sendas sillas de paja que le hacían frente.
Entre los tres una mesita tenía un limpio mantel en cuyo
centro había un florero de lata adornado con flores del campo.
La señora le preguntó si gustaba un mate o un café y él dijo
que no se molestara, pero ante la insistencia de ella, aceptó
este último. La mujer transpuso la cortina que separaba la
estancia del resto de la casa y se oyó que decía a alguien que
calentara rápido un café para el maestro. Quijote adivinó que
el café ya estaba pronto pero frío, y que la destinataria de la
orden era su alumna. La mujer volvió de inmediato a la salita.
El hombre empezó a armar un cigarrillo de chala y dijo:
— Usted dirá, maestro.
Él dudó y en la pared vio un cuadro del corazón de
Jesús, ladeado por otro de la Virgen y una estampa de caballos
que salían de un arroyo. Entonces encontró el rumbo y dijo
que suponía que ellos como buenos cristianos debían saber
que toda vida es sagrada y que Dios había mandado a los
hombres que creciesen y se multiplicasen. La pareja asintió
con cara de que no sabía adónde iría a parar todo aquello.
Entonces Quijote siguió diciendo que ellos habían sido
jóvenes y que sabían que en esa edad no siempre todo era

155
calculado o pensado...Los dueños de casa seguían mirándolo
sin entender el rumbo de aquella charla.
Bueno, quiero decir –aclaró Quijote – que en la
juventud los amores son fuertes y sin mucho pensamiento,...
lo que no impide que las personas se quieran de verdad y den
lugar a familias muy estables.
La pareja asintió otra vez y pareció adivinar lo que
seguía. Entonces el maestro resolvió que la introducción ya
estaba hecha y dijo con voz calma pero firme:
— Pues vean, su hija conoció aquí en el pueblo a un
joven trabajador y se enamoraron.
— ¿Por qué no me dijo nada?- dijo el hombre,
mirando a su mujer.
— Yo olía algo de eso, y hasta me imagino quién
puede ser – retrucó ella.
Quijote aprovechó la sospecha de la mujer y dijo el
nombre y la profesión del enamorado. Y sin pausa prosiguió:
— Pues bien, y les pido mucha calma y alegría...sucede
que en la pasión propia a los jóvenes su hija ahora está
embarazada, y ella y el novio quieren casarse y me pidieron
que yo viniera a hablar con ustedes...
Al hombre se le cayó el cigarrillo de la boca, pero ni
se molestó en levantarlo pues el piso era de tierra desnuda. La
mujer esbozó un gesto que era mezcla de sorpresa, rabia por
no haber sido informada por su hija, y un dejo de ternura. La
voz del hombre tronó:
— Hija, venga de inmediato para acá.
La muchacha apareció en el acto trayendo el café del
maestro en una taza de vidrio marrón soportada por un
platillo de otro color.

156
— ¿Cómo es eso que dice el maestro? – preguntó el
padre, ya con menos furia.
— Bue...bueno - dijo la muchacha – es así nomás
como dijo el maestro. Nosotros nos queremos, queremos
casarnos y queremos al gurí.
La madre preguntó si estaba segura de la preñez, y la
muchacha explicó lo que le había dicho la vecina entendida.
El padre quiso saber de qué y dónde vivirían. Y ella le
respondió exactamente lo mismo que el novio le había dicho
antes al maestro.
Entonces el padre recogió el cigarro del piso, lo
limpió, le arrimó de nuevo el yesquero por si se había apagado
y proclamó:
—Muy bien, pero con estas condiciones; el mozo
viene a hablar conmigo cuanto antes; el maestro va a hablar
con los padres del mozo; lo que hablamos aquí sólo vale si
estás realmente preñada; usted sale de esta casa sólo casada
por el cura, y no juntada como lo hacen las cualquiera; va a
terminar la escuela, y mientras el rancho no esté hecho en el
terreno que su novio consiga, se va a apretar con nosotros
aquí.
Sólo entonces la madre volvió a abrir la boca para
decir que apoyaba a su marido, y le dio la mano a la hija, que
aún estaba en pie después de haberle entregado el café al
maestro.
Solamente en ese momento Quijote sorbió el café, y
mirando a los tres dijo que se alegraba mucho del rumbo que
tomaban los acontecimientos, y que al otro día de tardecita
visitaría a los padres del novio. Y sintiendo que su misión
estaba cumplida y que empezaba a sobrar en aquella casa,
arguyó que no quería que la noche se le hiciera más oscura, y
después de prometer que volvería con la palabra de los padres

157
del novio, se paró para irse. Los padres de la muchacha le
agradecieron la visita y lo acompañaron hasta el caballo,
amarrado en la cerca. Saludó a ambos y a la muchacha que
levantaba el brazo desde la puerta y se metió noche adentro,
iluminándose de cuando en cuando con la linterna.
Al otro día de tardecita Quijote rumbeó hacia el otro
lado del pueblo. Encontró en el rancho sólo al hombre, pues
la mujer había ido a cuidar a una hermana, que estaba enferma.
El hombre lo recibió con una mirada más que intrigada,
porque no tenían ningún hijo en la escuela. Quijote se sintió
mucho más tranquilo que en la charla con los padres de la
novia, y soltó de entrada:
— Vea don, usted y yo somos hombres y sabemos
cómo son las cosas. Resulta que su hijo anda de novio hace
un tiempito con una alumna de mi clase, y ahora ella dice que
está embarazada.
El hombre preguntó de cuál de los hijos estaba
hablando y Quijote se lo dijo; el hombre se pasó la mano por
la frente y el pelo, pero Quijote siguió de un tirón: “Pero por
el lado de los padres de la novia no hay problemas en que se
casen...ayer hablé con ellos”.
— En ese caso – dijo el hombre – por el nuestro no
hay problemas tampoco pues mi mujer sin dudas estará de
acuerdo; y si no lo está, como en toda casa bien puesta aquí
mando yo y doy mi consentimiento.
Sólo entonces preguntó si había certeza del embarazo
y dónde viviría la nueva pareja; a lo que Quijote respondió
informando lo que sabía sobre ambas cuestiones.
El hombre se rascó otra vez el pelo y dijo: “muy bien,
que así sea...yo puedo ayudarlo a hacer el rancho, y si el
consuegro ayuda, mejor”.

158
Quijote le dio un fuerte apretón de manos y se
despidieron sin más ceremonias.
A la tardecita siguiente Quijote volvió a la casa de la
novia y esa vez encontró sólo a la mujer, pues el padre andaba
trabajando en una estancia. La informó de la charla con el
consuegro, y ella, limpiándose las manos en un delantal, llamó
a su hija para darle la buena nueva. Acto seguido proclamó
que esperarían cuatro meses para ver si se confirmaba el
embarazo y que en ese ínterin averiguarían cuando pasaría el
cura por el pueblo, para marcar con él el casamiento, si fuera
necesario. Dicho eso se paró atrás de la hija que estaba sentada
y pasándole los brazos por encima de los hombros preguntó
al maestro si se le ofrecía un café, a lo que este respondió
negativamente y se retiró dejándolas afinar los detalles de lo
que vendría de allí en más en sus vidas.
Quijote se fue al paso, acariciando las crines del
caballo, y silbando bajito, con la sensación de una buena
misión cumplida.
Al sábado siguiente los alumnos adultos trajeron los
deberes de casa. Entre las reivindicaciones para la mejoría de
sus vidas algunas se repetían: tener un campo propio (y varios
citaron a Artigas), más trabajo para las mujeres en la zona, luz
eléctrica, y ómnibus por lo menos una vez a la semana.
Quijote preguntó qué podrían hacer ellos, con su ayuda, y
esperaba que también con la de la Directora, para tratar de
hacer realidad aquellas demandas. Entonces se hizo un
silencio prolongado, hasta que Joaquín dijo que se podría
hablar con los estancieros más fuertes del lugar. Varias voces
tímidas asintieron y Manuela agregó que también se podría
hablar con los políticos que allí aparecían antes de cada
elección; menos voces asintieron; otra mujer propuso que se

159
hablase con el cura en su próxima visita; pocas voces
aprobaron. En ese momento Quijote preguntó si ahora que
sabían escribir no sería el caso de mandarle una carta al
Intendente, a la Junta Departamental y a los Diputados del
Departamento. Una mujer dijo que la idea le parecía muy
buena, desde que el maestro corrigiera la carta. Todos
aprobaron con convicción. Entonces Quijote preguntó si
para poner en práctica aquella iniciativa y otras que buscasen
los mismos objetivos no sería bueno que ellos y cualquier
otro voluntario del pueblo se organizasen como Asociación
de Vecinos. Dulcinea respondió que había oído hablar una
vez de una Comisión de Fomento, a lo que otra mujer dijo
que hacía muchos años que no oía hablar de ella, y que le
parecía que aquello era asunto inventado por algún
estanciero, y no cosa de la gente trabajadora del lugar. Varias
voces aprobaron sus dichos y dos mujeres propusieron una
atrás de la otra que los allí presentes creasen la asociación
sugerida por el maestro, e invitaran a todos los pobladores de
Coronilla a sumarse a ella. Quijote propuso que la idea se
votase, y los votos favorables fueron unánimes. Acto seguido
sugirió que cada uno hablase con sus vecinos para
interiorizarlos de los objetivos perseguidos por aquella
iniciativa, y que se convocase una reunión en el comercio de
Benigno, si él lo aceptaba, para crear la asociación, y elegir
sus autoridades.
Todos aprobaron y lo encargaron de pedir el local
a Benigno. Él aceptó la encomienda y preguntó cuál sería la
mejor fecha para la reunión fundacional y tras algunos
titubeos hubo consenso en que lo mejor sería marcarla para
dentro de dos semanas, para dar tiempo a que todos los
vecinos, por lo menos los que vivían en el pueblo y los más

160
cercanos al caserío, pudieran ser avisados. Quijote propuso
que para ganar tiempo de a poco empezaran a escribir la carta
que enviarían a Rivera, sugiriendo que el grupo se dividiera
en aquel mismo momento para comenzar la tarea; aprobada
la idea se dividieron en cuatro; Manuela y otras dos mujeres
redactarían la demanda de más trabajo para las féminas; un
grupo en el que estaba Leandro se encargaría de la demanda
de campos propios; otro en el que estaba Dulcinea atacaría el
tema de la luz eléctrica; y el último, integrado por Eulalio,
abordaría la reivindicación del ómnibus semanal. Quijote
propuso que pusieran manos a la obra de inmediato. No sin
ruido separaron los pupitres para que cada grupo se juntase
en diversos puntos del salón; hasta el fin de aquella clase se
paseó por uno y otro grupo, oyendo sus deliberaciones y
observando los primeros esbozos de fragmentos de carta que
con trabajo eran estampados en los cuadernos del voluntario
que en cada grupo asumió esa tarea para sí. Pidió que cada
uno copiase los fragmentos esbozados por su grupo, y que
los ampliase en su casa, para traer nuevas ideas que Claudia
pudiese evaluar con ellos al sábado siguiente, cuando
esperaba que ella ya pudiese comunicarle el acuerdo de
Benigno para la reunión que acontecería en su comercio.
Cuando el grupo se retiraba, satisfecho y cambiando ideas,
Eulalio se demoró y recostando la puerta para que se
quedaran a solos en el salón, sacó del bolsillo de su campera
un librito y le dijo:
— Maestro, esta es una Biblia que encontré perdida
en un campo que atravesé esta semana para llegar a la estancia
donde este mes me han contratado para arreglar unos
alambrados. Nadie sabe que la tengo, ni siquiera mi mujer,
porque ella no cree en estas cosas; pero yo aprovecho cada

161
vez que estoy solo en el campo para leer un poco, y así
practico lo que estamos aprendiendo en la escuela.
Quijote tomó la pequeña Biblia con llamativas tapas
rojas y tras hojearla rápidamente lo felicitó por su iniciativa
lectora y aprovechó para preguntarle si su mujer no se
interesaría por aprender a leer y escribir si el próximo semestre
se formase en la escuela otro grupo.
El otro recogió el librito de manos de Quijote y
cuando lo guardaba nuevamente en el bolsillo de donde lo
había sacado, dijo:
— Infelizmente, como le dije, maestro, aunque
Magnolia es bastante más joven que yo, no se interesa por lo
que aquí hacemos los sábados; ella dice que lo único que le
gusta es el aire libre, y cuando tiene menos trabajo pues yo me
quedo en alguna estancia, ella aprovecha a salir en el petiso
que le regalé a darse vueltas cerca del pueblo, donde recoge
yuyos o flores, según sea la época.
— Ya me dirá usted si ella cambia de opinión – dijo
Quijote.
Y se despidieron con un apretón de manos.
Tras despedirse de Eulalio el maestro fue a hablar de
inmediato con Claudia y Benigno, y ambos aprobaron lo
actuado por él, disponiéndose el comerciante a recibir en su
local la proyectada reunión de allí a dos semanas; y agregó que
esperaba poder llevar él personalmente la carta a la capital
departamental, pues en aquella misma semana iría a buscar allí
su camioneta, la que le daría en el futuro toda la libertad de
movimientos que él quisiera.
A los pocos días y en medio de una lluvia torrencial
acompañada de un viento huracanado, truenos y relámpagos,
dobló la última curva de una de las entradas al pueblo una

162
camioneta azul marino que se detuvo ante el comercio de
Benigno. Desde las ventanas de la escuela se vio cuando entró
al patio del almacén. La lluvia fue parando y había cesado
cuando terminaron las clases. Claudia y Quijote fueron hasta
el comercio y Benigno los recibió con ojos brillantes y una
sonrisa de oreja a oreja. Agarró por el brazo a la Directora y
los invitó a pasar al patio. Allí, en un galponcito de techo de
lata y sin paredes descansaba la camioneta, y a su lado dos
grandes toneles.
— Me traje combustible para dos meses por lo menos,
porque aquí lo consigo sólo en Vichadero o Brasil adentro –
dijo el almacenero.
Y agregó:
Ya le puse el nombre de China Vieja, porque aguantó
todo en el camino; sólo una vez me quedé con el barro hasta
la cabina, pero por suerte fue cerca del rancho de los Paiva, y
a las dos horas la habíamos sacado con una yunta de bueyes.
Y miró a los dos, pidiendo su aprobación. Claudia dijo
que era una maravilla, y Quijote, como si entendiera algo, le
dijo que se la veía muy fuerte y que su motor roncaba lindo
cuando entró al pueblo. Benigno soltó una de sus risas
galponeras y le pasó la mano al techo de la camioneta
exclamando: “con esta vamos a pasar muchas aventuras
juntos”. Claudia casi que se sintió celosa, e invitó a los dos
hombres a un té que ella prepararía en la cocina que compartía
con Benigno.
En los días que siguieron el almacenero visitó uno por
uno los ranchos del caserío y de sus aledaños, para invitar a la
reunión en su comercio, mostrar a cada vecino la camioneta,
y hacerles el anuncio:

163
— Cuando vaya a algún lado, incluyendo a Rivera,
llevaré en la cabina, y también en la carrocería, según los
lugares disponibles, a cualquier vecino que lo desee, cobrando
lo mismo que cobraría el ómnibus que ustedes piden; si se
trata de un enfermo grave adelantaré el viaje, si fuera
necesario; igualmente, si alguien necesita un trámite o que le
traiga algún encargo, como remedios u otras cosas chicas, con
gusto lo haré, cobrando algún precio chiquito a cambio del
servicio.
Cada uno de los vecinos agradeció tanto la invitación
como la oferta de servicios, y en ninguna de las casas dejaron
de ofrecerle un mate, un té de yuyos o un café.
La mañana del domingo de la primera reunión el sol
brillaba y la gente se fue acomodando en el patio del almacén,
en varios tablones que Benigno había dispuesto en círculo,
apoyados en troncos. Allí estaban representados todos los
alumnos del curso de alfabetización, en persona o a través de
sus cónyuges; y se le sumaban una veintena de personas, en
su mayoría hombres gastados por el trabajo, que casi no
hablaban entre sí, y fumaban con parsimonia; no había ningún
estanciero ni capataz. Cuando los maestros juzgaron que la
espera había sido prudencial más allá de la hora fijada, Quijote
tomó la palabra para exponer los motivos de aquel evento y
leer la carta que sus alumnos habían redactado. Hubo un gran
silencio. Un hombre de ojos aindiados, piel cobriza y pelo
negro como el azabache, se sacó lentamente el cigarro de la
boca y preguntó: “¿Quién va a mandar en esa asociación?”.
Quijote explicó que todos y nadie, porque la Junta Directiva
sería elegida en esa asamblea, se renovaría a cada año también
en asambleas; y agregó que si algún directivo no cumplía o se
torcía en su cometido, cualquier asamblea podría destituirlo y

164
nombrar a otra persona en su lugar. Una mujer menudita
exclamó: “Cuando usted dice destituir, ¿quiere decir echar
nomás?”. Casi todos los presentes rieron. Quijote respondió
afirmativamente, y continuó proponiendo que primero se
votase la constitución de la Asociación, que después se
analizase la carta, y que por último se eligiese a la Junta
Directiva, para que se reuniese allí mismo y trajese sus
decisiones a una asamblea que se realizaría allí mismo el
domingo siguiente; miró a Benigno pidiendo aprobación, y el
almacenero dijo con su voz de trueno: “estoy en todo de
acuerdo”; y como nadie se opuso se pasó a la votación
sugerida; hubo unanimidad y espontáneamente casi todos
aplaudieron tímidamente el resultado del sufragio a mano
levantada.
— Ahora voy a releer con calma la carta, para ver qué
les parece; así inmediatamente después se oyen las
observaciones que cada uno tenga que hacerle, y después de
llegar a un acuerdo yo las anotaré para pasárselas a la Junta
Directiva, que en la próxima asamblea traerá la versión
corregida de la carta – proclamó Quijote.
Y procedió a la lectura, párrafo por párrafo. Cuando
hubo terminado el mismo hombre de cara aindiada que había
preguntado antes dijo:
— Si me dieran un campo, aunque fuera chico, ya
estaría loco de la vida, pero dudo que eso se consiga; lo otro
de repente se consigue.
Hizo una pausa y agregó: “al menos cuando las vacas
críen alas, o, como dicen los brasileros, cuando a vaca tussa”.
La platea rió, pero una señora canosa que asistía a la
reunión al lado de su marido, dijo que quien sabe un grupo de
mujeres pudiera reunirse en la escuela para aprender corte y

165
costura, para después poder coser para afuera, sirviendo los
pedidos del pueblo y de las estancias de los alrededores.
Quijote dijo que aquella era una muy buena idea, y que tendría
que ser analizada después por la Junta Directiva y la maestra
Claudia, para ver la posibilidad concreta de implementarla...de
hacerla realidad – se corrigió. Un hombre bajito pero fuerte
como un roble se sacó el sombrero y mientras lo sobaba en
su falda preguntó si lo del ómnibus seguía siendo necesario,
ahora que don Benigno había puesto la camioneta a la
disposición del vecindario por un precio barato. Dos mujeres,
una vieja y una joven, casi lo interrumpieron para hacer notar
que el ómnibus sí era necesario, pues venía un día fijo, al
menos si el barro lo permitía, y que, además, podría suceder
que alguna semana don Benigno no pudiera salir del pueblo,
o al contrario, estuviera ausente por asuntos de su negocio. El
hombre dejó de sobar su sombrero y se lo puso nuevamente,
sin replicar palabra. Ahí un gaucho joven que no había
querido sentarse se rascó el bigotito y dijo que veía difícil eso
de traer la luz, pero si se consiguiera, para poner los postes
desde Vichadero o desde el Brasil, podría haber allí trabajo
para muchos hombres que lo necesitasen. Varios de los
presentes aprobaron con gestos y murmullos aquellos decires.
Una mujer sugirió que aquello se agregara a la carta, para que
se viese que la gente del pueblo estaba dispuesta a poner el
lomo para conseguir la luz. Fue aprobada por los mismos
murmullos y gestos de antes. Otro hombre, que era el único
rubio que se veía en la rueda, sugirió que en la carta también
se pusiese que provisoriamente se contaba con la camioneta
de don Benigno, porque eso mostraba que la buena voluntad
y algunos cuantos pesos bastaban para hacer posible que un
vehículo uniera al pueblo con las ciudades. Pero una mujer de

166
las que todavía no había hablado opinó que aquello podría
traerle problemas a don Benigno, y otra dijo que eso se podría
también usar como disculpa para no esforzarse por poner la
línea del ómnibus. Ante esas palabras, el que había hecho la
propuesta proclamó: “tienen razón; retiro lo dicho”. Acto
seguido un bajito entrado en años que casi no tocaba el piso
con sus grandes botas, preguntó si aquello de pedir campo no
molestaría a los estancieros. Y fue respondido sin pausa por
Eulalio que dijo que traía consigo lo que había dicho Artigas
sobre aquello; y retirando una hoja manuscrita de uno de sus
bolsillos fue leyendo con voz entrecortada los pasajes
fundamentales del Reglamento de 1815 que disponían la
distribución de tierras a los más pobres. El mismo bajito le
preguntó de dónde había sacado aquello; a lo que Eulalio
respondió que lo habían aprendido en la escuela; esas palabras
fueron corroboradas por todos los alumnos del curso de
alfabetización que allí estaban presentes. Entonces el bajito
exclamó:
—¡Si lo dijo Artigas, está dicho!; y agregó que eso
debería ser dicho en la carta.
Los presentes apoyaron y se instaló un silencio;
Quijote lo quebró diciendo que hasta ahora para agregar a la
carta sólo se había propuesto que se incluyeran las palabras de
Artigas en el pedido de tierras, y que la gente del lugar estaba
dispuesta a trabajar para poner los postes de luz desde el lugar
desde el cual fuera necesario, y lo del curso de corte y costura
para las mujeres; y que la Junta Directiva completaría así la
carta, para presentar esa versión corregida a la próxima
asamblea. Casi todos aprobaron con un murmurio, y no hubo
objeciones. Entonces Quijote dijo que había llegado el
momento de elegir la Junta Directiva. El hombre aindiado

167
propuso a don Benigno, a la Directora y al maestro. Quijote
agradeció la propuesta pero aclaró que ni él ni la Directora
podrían integrar aquél órgano, pues la Inspección podría
oponerse, y que, además, no era su papel, aunque él
personalmente siempre estaría dispuesto a ayudar en lo que
fuera, por ejemplo corrigiendo cualquier documento que la
Asociación elaborase, o ayudando en la ejecución de
actividades. Claudia lo apoyó de inmediato, y también se puso
a las órdenes para aquellas otras ayudas. Benigno tomó a su
vez la palabra para agradecer el honor que se le hacía, pero
dijo que él ayudaría llevando los documentos que la
Asociación quisiese enviar a la ciudad y hablando allá con
quien hubiera que hablar; y de inmediato sugirió los nombres
de Eulalio, Leandro y Dulcinea. Eulalio, aún sin decir que sí,
propuso al hombre aindiado, que se llamaba Torcuato; una
mujer sugirió el nombre de Manuela y de la otra chiquita que
antes había hecho uso de la palabra, y que se llamaba Celeste.
Quijote preguntó si había más sugerencias, pero que le parecía
que si todos los propuestos aceptaban, tres hombres y tres
mujeres era un buen número para una Junta Directiva, porque
no era cuestión de que se nombrara demasiada gente que
después encontrara muchos obstáculos para poder reunirse
periódicamente. Claudia hizo notar que un número impar
sería bueno por si hubiera que en algún momento tomar
alguna decisión por mayoría, y entonces el gauchito que seguía
en pie se dispuso a integrar el organismo; se llamaba
Severiano. Quijote pasó la mirada por la platea y no hubo
ninguna desaprobación. Torcuato y Celeste dijeron que no
sabían leer. De inmediato Claudia les dijo que aquello no tenía
importancia, porque los demás miembros de la Junta sí lo
sabían, y aprovechó la ocasión para invitar a los interesados al

168
próximo curso de alfabetización que comenzaría el año
venidero. La asamblea aprobó con un murmullo. Y ninguno
de los indicados rechazó la responsabilidad.
— Entonces, propongo – dijo Claudia – que votemos
levantando la mano por la constitución de la Junta con esos
siete vecinos.
Nuevamente hubo unanimidad y ahora también un
aplauso más consistente.
Quijote les recordó que se encontrarían allí mismo y a
la misma hora el domingo siguiente, y anunció que los
miembros de la Junta debían quedarse para redactar junto con
él la versión corregida de la carta, mientras que los demás
podían retirarse. Algunos hombres le preguntaron a Benigno
si serviría alguna cañita; a lo que éste respondió invitándolos
a pasar al interior del establecimiento; ninguna mujer se
quedó. Leandro y Eulalio se sumaron a los que saborearían
una caña, pero volvieron rápidamente al patio para continuar
la tarea con la carta. Durante un par de horas Quijote los dejó
hacer sin pronunciar palabra, para que eligiesen las palabras y
los lugares donde habría de agregarse esta o aquella idea; y
cuando vio que el texto estaba más o menos redondeado, se
ofreció para pasarlo en limpio. Hizo eso apoyado en una mesa
que había en uno de los anexos del comercio, y volvió para
leer el nuevo texto. La Junta lo aprobó por unanimidad, y
Quijote encargó a los alumnos suyos que hacían parte de la
Junta que hicieran una copia para cada miembro de la misma
que supiera leer; los aludidos aceptaron gustosos el encargo.
Cada uno se fue a su casa, y Quijote aceptó la oferta de
Benigno y Claudia para almorzar en hora ya muy tardía con
ellos. Durante toda la comida el único tema fue la asamblea y
las posibilidades de éxito de la Asociación. Benigno proclamó

169
que era imposible que allí dieran campos a la gente del pueblo;
Claudia dijo que lo veía muy difícil; Quijote dijo que lo veía
difícil pero miró a sus interlocutores con un aire de “ya
veremos lo que pasará...”.
Al domingo siguiente, la asamblea, un poco más
numerosa que la anterior aprobó lo actuado por la Junta y el
nuevo texto de la carta. Entonces se debatió cómo hacerla
llegar al Intendente y a la Junta Departamental, donde había
representantes de los Partidos Blanco y Colorado que tenían
los dos Diputados por el Departamento. Una señora de edad
y voz quebrada propuso que para que no se perdiese tiempo,
se la entregase al primer conocido con vehículo que pasase
rumbo a Rivera. Pero varias voces discreparon y propusieron
que lo mejor era esperar que don Benigno fuera a Rivera para
que la llevara en manos a los destinatarios, ya que él era
hombre de entera confianza de los vecinos. Lo inquirieron
con la mirada y él dijo que pensaba volver a Rivera el mes
siguiente, pues tenía cosas que traer para el comercio; y de
paso renovó la oferta de servicios que se disponía a prestar
con su camioneta, aclarando que si alguien fuese con él en la
carrocería, no necesariamente podría volver del mismo modo,
pues él volvería siempre cargado. La asamblea decidió por
unanimidad, menos el voto de la mujer que había tenido la
opinión diferente, que lo mejor era esperar por don Benigno.
A continuación la Asamblea acató una sugerencia de Dulcinea
y dispuso que las tres mujeres que hacían parte de la Junta
Directiva elaborasen una propuesta concreta de cómo se
podría poner en práctica, antes mismo de recibir cualquier
respuesta de las autoridades, el curso de corte y costura para
la mujeres interesadas. Aprobado eso, se levantó la sesión
hasta nuevo llamado.

170
La semana siguiente Quijote notó que tres alumnos de
su clase de niños y jóvenes se rascaban insistentemente la
cabeza. Consultó a Claudia sobre el hecho y ella le dijo que ya
había ocurrido en años anteriores que con la ayuda de
Dulcinea tuvieran que bañar y cortarle el pelo a todos los de
menos edad, pues tenían piojos; y agregó que como en
muchos ranchos el agua traída de alguna cachimba era muy
escasa, las familias no tenían lo básico como para darle a sus
hijos una higiene mínima; sin descontar la posibilidad de
alguna dejadez por parte de algunas madres. Quijote le dijo
que pensaría la forma pero que desde ya le pedía su
colaboración para aquel baño y peluquería colectiva; y lo
mismo haría con Dulcinea, pues no le parecía adecuado que
él bañase a las niñas. Claudia asintió y se puso a su disposición;
ese día – dijo – también bañaremos a los míos que tengan
menos de quince años, que son la gran mayoría, y a los otros
les daré alguna tarea, por ejemplo que traigan agua para ese
baño y peluquería.
Quijote empezó la próxima clase recordando algunos
conceptos básicos de higiene y por qué la misma era
importante para la salud de las personas; y no sólo de cada una
de forma aislada, sino también para las otras que tenía a su
alrededor. Informó que a veces las posibilidades de mantener
esa higiene básica no se daban en muchas casas del campo, en
las que no había agua corriente; y en ese punto aprovechó para
describir, hasta dónde sabía, cómo se procesaba en las
ciudades grandes la distribución del agua hasta cada domicilio.
Los alumnos quisieron saber cómo se hacía para llevarla hasta
los puntos más elevados de la ciudad, y él aclaró que se usaban
bombas, parecidas a las que algunos habrían visto en alguna
estancia de la zona; con la diferencia – aclaró – que en la

171
ciudad esas bombas se alimentan de energía eléctrica, mientras
que aquí en la zona tienen que hacerlo con gasolina.
Como la oportunidad se había presentado, y como no
todos los alumnos eran de familias que habían estado
representadas en las asambleas de adultos, sacó la carta allí
aprobada y la leyó lentamente, pero comenzando por el punto
referente a la energía eléctrica. Varios alumnos manifestaron
su conformidad con los términos de la misiva, e incluso
alguno de los más grandes ofreció su ayuda para la tarea de
poner los postes de la luz. Quijote agradeció en nombre del
bien del pueblo el apoyo de todos y volvió al tema inicial para
decir ya sin ambages que como medida de precaución y para
el bien de la escuela, habría una sesión colectiva de baño y
peluquería para todos los que tuvieran menos de quince años.
Para no perder tiempo avisó que aquella actividad se haría de
allí a dos días, y que cada uno debería informar a sus padres
de la misma; si algún padre tiene alguna duda, que pase por la
escuela mañana – remató-.
Ningún padre apareció y el baño y peluquería colectiva
fue una fiesta de gritos y risas que se oían desde muy lejos, en
un día de sol radiante. Los dos salones se habían transformado
para la ocasión en peluquería; en uno Quijote le pasaba la tijera
al rape a los varones; en la otra Dulcinea y Claudia aplicaban
sendas tijeras en un corte “a la garçon” a las niñas; para eso
habían tenido que vencer más de una resistencia de quienes se
negaban a perder sus trenzas o el pelo largo; las tres tijeras
eran préstamo de Claudia y del almacén de Benigno; el
almacenero había dicho:
—Después de bien lavadas y secadas nadie se dará
cuenta de que han sido usadas alguna vez, y se venderán sin
problemas.

172
Saliendo del corte de pelo, todos hacían fila para pasar
al baño, en el que se usaban simultáneamente dos tinas; la que
siempre estaba en el baño de la escuela y una que había
prestado Benigno; ésta última se había instalado en la cocina,
y era atendida por Claudia y Dulcinea, que bañaban a las niñas;
en la otra el maestro bañaba a los niños. Los jabones en barra
eran propiedad de la escuela, y Dulcinea, sacándolos de a uno
de un armario de la cocina, los usaba para lavar los manteles
del comedor escolar, los repasadores y la ropa de vestir y de
cama del maestro. El baño se terminaba con la aspersión en
la cabeza de un desinfectante brasilero donado por Benigno.
Quienes salían del baño iban directamente, ya secos y vestidos
sólo con la túnica y sin ropa debajo, hasta el patio, donde sus
colegas mayores, separados en varones y niñas para atender
cada uno a otros de su sexo, les tiraban un balde de agua en la
cabeza y frotaban nuevamente los pelos restantes, para matar
cualquier piojo persistente. Terminada esa sesión los recién
bañados volvían a los salones, donde separadamente se
vestían niños y niñas, para cubrirse finalmente con la túnica,
que a veces tenía el cuello algo humedecido. Los mayores se
turnaron para barrer con tres escobas de la escuela los pelos
que se esparcían por los pisos, y los cargaron hasta el pozo al
fondo del patio donde Dulcinea hacía abono orgánico para la
huerta escolar, depositando restos de frutas y verduras. Luego
todos ayudaron a poner el mobiliario de cada salón en su
lugar, y a devolver la tina, las dos tijeras que eran suyas, y el
resto de desinfectante, a Benigno. Con todos los recién
bañados oliendo a limpio Claudia y Quijote decidieron que
aquél día no habría ninguna otra actividad y que tras el
almuerzo que Dulcinea se apuraba a terminar, todos volverían
a sus casas.

173
Pasaron los días y Benigno partió hacia Rivera,
llevando la carta de la Asociación de Vecinos, y en la cabina
de la camioneta a una mujer que tenía una hermana internada
en el Hospital, y a un hombre que viajaba por un trámite de
su jubilación. Los miembros de la Junta que estaban en ese
momento en el pueblo fueron a despedirlo al almacén,
avisándole que aguardarían con impaciencia su retorno.
Algunos días después volvió Benigno, trayendo en la
cabina a los dos pasajeros que había llevado, y en la carrocería
una buena carga. Las mujeres que eran miembros de la Junta
que eran las únicas integrantes de ese órgano que estaban
presentes en ese momento en el pueblo, acudieron cada una
por su lado a saber las noticias. El almacenero les aconsejó
que convocasen para el domingo siguiente una asamblea para
que él informase a todos los vecinos interesados sobre sus
gestiones en la ciudad, para que después no tuviera que repetir
decenas de veces la misma historia a cada uno que viniese al
comercio o se lo cruzase en el pueblo; pero para no
decepcionarlas les resumió brevemente lo ocurrido.
El domingo llovió a cántaros, y la reunión, menos
numerosa que las dos anteriores, tuvo que realizarse en un
espacio improvisado dentro del comercio. Los ponchos
mojados fueron colgados separadamente encima del largo
mostrador, y algún que otro maltrecho paraguas fue dejado en
la puerta de entrada, para que no mojase el piso. Algunos
habían llevado mate e invitaban a los demás, que
infaltablemente lo aceptaban, y se refregaban las manos para
calentárselas, mientras no les llegaba el turno. Para sorpresa
general Quijote agradeció y aclaró que no tomaba mate,
pensando para sus adentros que aquella abstinencia también

174
resultaba ser una buena medida profiláctica contra las
enfermedades contagiosas.
Cuando decidieron que la espera ya había sido
suficiente Benigno tomó la palabra; muy complacido por la
atención que se le brindaba, relató que había sido imposible
ver al Intendente en persona, pues cada día tenía esta o aquella
reunión, pero que el último día antes de volver se había
entrevistado largamente con su secretario particular, a quien
había explicado la situación de Coronilla y el contenido de la
carta que dejaba en sus manos, rogándole que la entregara sin
falta y sin tardanza a su jefe, del que se aguardaba
ansiosamente alguna respuesta en el pueblo; el secretario
había oído atentamente, y se había comprometido a hacer lo
que se le pedía sin demora; en la Junta Departamental -
prosiguió Benigno – tuve el honor de ser recibido por el
propio Presidente, a quien hice el mismo relato y el mismo
pedido que al secretario del Intendente, agregando que
esperábamos que una copia de la carta le fuera entregada por
cada uno de los dos Partidos allí representados a su respectivo
Diputado departamental; el hombre también me oyó con
atención y después me prometió con amabilidad que
comunicaría al plenario de la Junta el contenido de la carta en
la primera sesión ordinaria que se agendase, que mandaría una
copia de la carta a cada Diputado, y que tendríamos alguna
respuesta en tiempo prudencial.
Severiano, que siguiendo su costumbre, asistía a la
reunión en pie, preguntó qué quería decir “tiempo
prudencial”; a lo que Benigno respondió que quería decir el
tiempo necesario para analizar los pedidos de la carta, y que
no había que ser impaciente pensando que a la semana
siguiente ya fuera posible tener una respuesta.

175
Una mujer delgadita y de cara triste preguntó cómo se
enterarían de la respuesta; a lo que Benigno respondió que se
había olvidado de decirles que le había pedido al
radioaficionado con quien se comunicaba en la ciudad que de
vez en cuando preguntara a la Intendencia y a la Junta
Departamental si tenían algo para comunicar a Coronilla, y
que se lo haría saber, por lo menos como adelanto, hasta que
él mismo pudiese enterarse de los detalles en algún viaje a
Rivera; e inquirió si había alguna pregunta más. Como no la
hubo, pasó la palabra a la Junta Directiva.
Entonces tomaron la palabra Dulcinea, Manuela y
Celeste para informar de la tarea que les había encomendado
la asamblea anterior. De forma separada o superponiendo sus
voces dijeron que se les había ocurrido que para las clases de
corte y costura las profesoras podrían ser dos o tres
voluntarias del pueblo que más supieran el oficio; que la tela
necesaria, además de aquella que cada interesada pudiera
aportar comprándola en lo de don Benigno o en otro lado,
podría comprarse en lo de don Benigno con el dinero que se
juntase en la fiesta escolar de fin de año, para la que ya faltaba
muy poco; y lo mismo para la plata necesaria para comprar
los manuales que se encontrasen en Vichadero, Rivera, o en
otra ciudad a la que fuera algún lugareño.
Oyendo eso tomaron la palabra varias mujeres
sucesivamente, para opinar que Mercedes era la mejor
costurera del pueblo, pero que habría que buscarla porque
según les constaba no había participado de ninguna de las
asambleas realizadas hasta entonces; y otra agregó que por lo
que había visto y oído, tanto Celeste como Clara, allí
presentes, también cosían muy bien. Manuela preguntó si las
dos citadas por último se ofrecían como profesoras, y ellas

176
dijeron que sí; entonces preguntó quién podría hablar con
Mercedes, y dos de las que habían citado su nombre se
dispusieron a hacerlo en los próximos días. Entonces
Manuela preguntó cómo se organizaría la fiesta escolar de ese
año, y qué parte de lo recaudado se destinaría para las telas,
instrumentos y manuales. Varias mujeres dieron sugerencias y
números apresurados, hasta que una de ellas propuso que la
Junta Directiva se reuniese con los maestros y elaborase una
propuesta que sería traída para aprobación a una futura
asamblea. Los presentes aprobaron la sugerencia y se
dispersaron rápidamente, con excepción de tres hombres que
aprovecharon a tomarse una caña servida por Benigno.
A las dos semanas la Junta Directiva llevó a la
asamblea la noticia de que Mercedes aceptaba ser una de las
profesoras voluntarias del curso de corte y costura, para el
que la Directora había obtenido la aprobación de la
Inspección para que se realizara en la escuela los domingos y
en periodo de vacaciones, cualquier otro día; también
presentó su propuesta para la fiesta de fin de año, según la
cual un tercio de lo recaudado se destinaría a aquel curso, y el
resto quedaría a disposición de la Directora. Entrando a los
detalles especificaron que como en años anteriores la
Directora conseguiría con algún estanciero tres o cuatro
corderos que se asarían y venderían en porciones en la fiesta
a precios muy bajos, acompañados de una ensalada que usaría
los productos de la huerta escolar, y precedidos y seguidos por
saladitos y dulces que las vecinas voluntariamente pudieran
donar; el vino y los refrescos los pondría a precio de costo
don Benigno, pero se venderían un poquito más caro, para
tener alguna ganancia; Pancracio sería invitado a animar el
baile con su acordeón, acompañado del guitarrista que pudiera

177
conseguir para tocar gratis. La asamblea aprobó todo lo
propuesto y una mujer quiso saber de don Benigno si de
Rivera había llegado alguna respuesta a la carta; él dijo que se
había comunicado un par de veces con su amigo
radioaficionado pero que el mismo le había informado que no
había noticias ni en la Intendencia ni en la Junta
Departamental. Con una mezcla de alegría por lo aprobado
en relación a la fiesta y el curso para las mujeres, y algo de
tristeza por la falta de respuestas a su carta, la asamblea puso
en manos de la Junta Directiva y de los maestros la
organización de la fiesta, y levantó la sesión.
Llevada por Benigno, Claudia salió un sábado
de tarde y un domingo a visitar los tres estancieros más fuertes
y cercanos de la zona, que ya habían cooperado antes con la
escuela; resolvió hacerse acompañar por Quijote para que lo
conocieran. El primero de ellos fue don Olivera. Alertado por
un peón que había llegado al galope desde la portera principal,
él los recibió en la puerta de la casa principal de la estancia,
acompañado de su esposa. Era menudo pero fuerte como un
roble, con un pañuelo blanco atado al cuello, bombacha gris
y botas lustrosas; ella, rolliza y de cachetes rosados, alisándose
el cabello y enderezándose el delantal, recibió a Claudia con
una amplia sonrisa y un beso. Ambos saludaron con un
cariñoso apretón de manos a Benigno, y con uno más formal
al maestro. Los visitantes fueron introducidos a una amplia
sala de estar en la que no faltaban los adornos en porcelana y
tres cuadros en las paredes que mostraban estampas
camperas; fueron invitados a sentarse en dos cómodos sofás
de cuero, a los que hicieron frente en otro, los dueños de casa.
Encima de una cristalera que contenía varias joyas y algunos
finos adornos, había fotos un tanto amarillentas y encuadradas

178
en vidrio, que retrataban a dos parejas viejas y a un hombre
joven; sobre la mesita que separaba a los sofás unos de otros,
un gran retrato mostraba una pareja en el día de su
casamiento; por la estatura y complexión física de uno y otra
se adivinaba sin dificultad que se trataba de lo dueños de casa.
Doña Elvira, que así se llamaba la esposa de Olivera, captó en
el aire la mirada de Quijote hacia la cristalera, y explicó con
orgullo lo que los otros dos visitantes ya sabían:
— Estas son joyas que están en mi familia hace
tiempo, y algunas que me ha regalado Olivera.
Y ya sonriendo agregó: “Claro que él es un poco mano
de vaca y no gasta mucho en joyas”.
Olivera respondió entre sonriente y molesto:
— ¡Para lo que te sirven las joyas en este lugar, mujer!
Ella, ahora ya sin sonreír, dijo que siempre venían bien
para algún casamiento de algún estanciero vecino, o para
alguna ocasión en Vichadero o Rivera, adonde él nunca quería
ir.
Olivera dio por terminado el asunto comentando que
aquel tiempo loco con soles que rajaban y de repente lluvias
torrenciales se debía sin duda al saiternoscú. Claudia asintió
mientras Benigno le contaba su lucha con el barro las dos
veces que había ido a Rivera en su nueva camioneta. Olivera
comentó que le pediría a su hijo que averiguase en la ciudad
por una igual a aquella, porque la que tenía hacía tiempo que
necesitaba recambio. Quijote no entendió lo primero que
había dicho el estanciero, pero guardó silencio.
Doña Elvira aprovechó el segundo comentario de su
marido para indicarle al maestro el retrato de su único hijo,
que, precisó, en aquellos momentos andaba campereando,
porque habían aparecido cuatro ovejas muertas con heridas

179
feas. Olivera aclaró de inmediato que sospechaban de algún
perro que se hubiera vuelto salvaje, porque no veía que ningún
otro animal pudiera haber hecho aquello, a no ser que fuera
un chupacabras.
En aquel momento apareció la sirvienta con una
bandeja que contenía tres teteras y cinco tazas, y otra con
bizcochos, salados y dulces caseros.
— Sírvanse a gusto; aquí hay chocolate, aquí hay café
y aquí hay té inglés – dijo Elvira.
Claudia agradeció y mientras se servían preguntó a qué
se refería don Olivera con aquello del chupacabras; él
respondió que algunos peones, y no sólo de su estancia,
juraban que algunas noches habían visto merodear un animal
extraño, que se parecía a un perro mezclado con zorro, pero
de pelos muy largos y boca donde asomaban los dientes, y que
consultando con alguna gente que venía de paso del Brasil
habían recibido la información de que a aquella criatura la
llamaban el chupacabras, porque del otro lado de la frontera
había matado a algunas cabras y les había chupado toda la
sangre. Olivera hizo una pausa y mostrando por el gesto de la
cara que no descartaba aquella posibilidad prosiguió diciendo
que algunos de los forasteros pensaban que el chupacabras
podía no ser de aquí. Claudia preguntó a que se refería con
eso y el estanciero aclaró que esa gente había dicho que podía
venir de otro planeta, como Martes. “Marte”, lo corrigió la
mujer. “Bueno, marte o martes da lo mismo en este asunto”,
retrucó Olivera, y se quedó con la mirada interrogando a
Benigno, convencido sin dudas de que los hombres debían
saber más sobre aquellos asuntos que las mujeres. El
almacenero dijo que hacía poco unos troperos que venían de
la frontera llevando una tropa para Vichadero, le habían

180
hablado de aquella criatura, y que él no descartaba ninguna
posibilidad. Entonces Olivera volvió su mirada a Claudia, y
ella dijo que lo más probable es que fuera un perro. Miró
ahora Olivera al maestro, y éste dijo que hacía muy poco
tiempo que estaba en la zona como para tener una opinión.
Dando por terminado el tema, por lo menos
provisoriamente, Olivera preguntó a la Directora qué la traía
por la estancia y en qué podría servirle. Ella le explicó la idea
de la fiesta escolar, en la que esperaba recaudar fondos para
necesidades de la escuela y el curso para las mujeres, y le
preguntó si él podría colaborar con algún cordero; Claudia
prefirió omitirle la carta que había sido enviada a la ciudad.
Pero Olivera comentó que se había enterado de que en el
pueblo se había constituido una Asociación de Vecinos y que
él le sería grato a la Directora si lo mantenía al tanto de lo que
resolvían allí. Entonces Claudia le comentó que aquella idea
del curso para las mujeres venía de esa Asociación, y resumió
el contenido de la carta, pero omitiendo la reivindicación de
recibir parcelas de campo. Olivera comentó que un ómnibus
no vendría mal, pero que la luz eléctrica habría que pensarlo
mejor, porque podría volver a la gente haragana. Y miró al
maestro como quien pide una opinión. Quijote depositó en la
mesita la taza de chocolate que estaba saboreando y respondió
que la luz sería muy útil a los trabajos de la escuela y también
para que los alumnos hicieran con más comodidad los deberes
de casa durante la noche.
Olivera replicó:
— Si nosotros nos pudimos y podemos arreglarnos
con faroles, no veo por qué los gurises de ahora no puedan
hacer lo mismo.

181
Doña Elvira intervino diciendo que su marido no
entendía que los tiempos cambian y que no hay como resistir
a la piqueta del progreso, como decía muy bien un tango que
había escuchado en su flamante radio a pilas.
Olivera sacudió la cabeza, manifestando sus dudas.
Pero cortó otra vez el tema diciendo que con mucho gusto
pondría a disposición de la Directora en la fecha indicada dos
corderos por falta de uno; y que su hijo los llevaría hasta la
escuela en la camioneta, o algún peón lo haría a caballo.
Doña Elvira invitó entonces a Claudia a que pasase al
patio interior para apreciar las rosas y malvones que había
plantado hacía poco y que ya daban flores. “Así dejamos a los
hombres hablando de sus cosas” – concluyó.
Olivera quiso saber noticias de Benigno y cómo se
sentía el maestro en la escuela del pueblo. El almacenero dijo
que lo más notable que había oído en sus dos últimas idas a
Rivera, es que allí se comentaba que su Partido Nacional – y
aclaró a Quijote que él y don Olivera eran correligionarios –
podría ganar la próxima elección nacional, después de estar
más de noventa años en la oposición. El estanciero se refregó
las manos y en un acto reflejo acarició el pañuelo blanco que
tenía anudado al cuello. Quiso saber más detalles y Benigno
agregó que había oído esa previsión hasta de dos almaceneros
colorados de la ciudad con los que tenía amistad.
— ¿Y en el Departamento? – preguntó Olivera.
— Bueno – dijo el comerciante – en el Departamento
la cosa se ve más difícil aunque no imposible, pero usted sabe
que lo que viene de Montevideo puede más que lo que quiera
decidir solo un Intendente.
— De eso no tengo la menor duda – dijo Olivera – y
volvió sus ojos hacia el joven maestro.

182
Quijote dijo que de política no entendía mucho, pero
que sus padres siempre habían sido blancos, siguiendo el
ejemplo de sus abuelos paternos; y de inmediato fue a la
pregunta que antes le había sido dirigida para decir que en la
escuela había enseñado tanto como había aprendido, pues era
hombre de ciudad que desconocía casi todo del campo.
Olivera lo miró con satisfacción y se puso a la orden
para lo que él necesitase. En ese momento volvieron de su
breve paseo las dos mujeres, y Claudia sugirió que como ya se
venía el atardecer era mejor que volvieran al pueblo; y
agradeció con un fuerte apretón de manos la generosidad de
don Olivera, y besó a una doña Elvira que sentía que no
pudieran quedarse más, invitándolos a volver cuanto antes
gustasen. Los hombres se despidieron de los dueños de casa
con sendos apretones de mano, a los que Olivera agregó unas
palmaditas en el hombro a Benigno y Quijote. Cuando los
visitantes salían del amplio patio delantero del casco, vieron
cómo tres peones no se perdían el movimiento desde la puerta
de uno de los grandes galpones que rodeaban ese patio.
Benigno le explicó a Quijote que en esos galpones Olivera
almacenaba cada año las toneladas de lana sucia que serían
llevadas en camiones hasta Melo o Rivera, para desde allí ser
llevadas en tren hasta Montevideo, donde quizá siguieran viaje
a Inglaterra u otro país europeo. Cuando pasaron la primera
portera Quijote quiso saber a qué se refería Olivera cuando
atribuía el tiempo cambiante al saiternoscú. Claudia,
sonriendo, explicó que se trataba del “satélite de Moscú”, pues
don Olivera estaba convencido de que aquel reciente
engendro estaba alterando el clima de la zona; Benigno aclaró
que él no creía eso, pero que tampoco lo desmentía por

183
respeto a Olivera, y porque además –agregó- de los rusos se
puede esperar cualquier maldad.
Al día siguiente salieron temprano, para tener tiempo
de visitar dos estancias y volver antes que la tarde avanzase
demasiado. En la primera los recibió la mujer del estanciero,
que se presentó como Francisca; era rubia y de ojos claros, y
lucía un mechón azulado en su pelo; sus labios eran de un rojo
escarlata. Los hizo entrar a una sala de estar tan amplia como
la de Olivera, y les dijo que mandaría llamar a su marido que
estaba en un corral cercano, mirando una vaca que estaba por
parir; dio la orden a un empleado negro que se asomó a la sala
inmediatamente después de que ella tocó una refinada
campanilla. La mujer le preguntó al maestro qué le había
parecido el pueblo y la zona, y cuando éste le dijo que le
agradaba la gente y el paisaje, ella se quejó de lo chato que era
aquel lugar, rememorando las idas al teatro Solís en
Montevideo y las compras en los grandes establecimientos
que allí había; entonces se volvió hacia Claudia,
compadeciéndola de tener que resignarse por lo menos por
unos años a aquel aburrimiento, pidiendo disculpas a Benigno
por su sinceridad. Preguntó si gustaban beber o comer algo y
ante la negativa de los tres visitantes que le dijeron que no se
molestara, tocó nuevamente la campanilla con ritmo diferente
a la vez anterior, y apareció una muchacha negra, joven y
fuerte; casi sin mirarla le ordenó que trajera unos licores y un
café para los visitantes; la joven se opacó de inmediato, y la
estanciera, mirando con ojos entrecerrados a los visitantes
dijo:
—En esta casa sólo tengo empleados negros; peones
en la estancia los hay de varios colores; pero aquí prefiero a
los negros porque me hacen acordar de mi infancia pues en la

184
estancia en la que me crié, que era la de mi abuela materna y
después de mi padre, toda la servidumbre era negra; mi ama
de leche fue negra, y mi abuela me contaba que cuando mi
madre era muy chica y emprendían viaje hacia el centro de
Uruguay o hacia el Brasil, el ama de leche de mi madre y la de
su hermano, acompañaban en una segunda carreta a la familia,
junto a dos o tres sirvientes negros que hacían diversas tareas
en el viaje; como saben en ese tiempo sólo se podía viajar en
carretas de bueyes, especialmente en esta zona que siempre
fue el reino del barro; cuando mi madre y su hermano
crecieron un poco, contaba mi abuela, los mismos criados les
hacían compañía en los viajes, pero las amas de leche fueron
sustituidas por sendas vacas, pues aquellos dos niños tomaban
leche sólo de una vaca exclusiva cada uno; y a mí de verdad
que siempre me quedó un lindo recuerdo de la negrada que
trabajaba en la estancia de mi padre, por eso cuando me casé
una de las condiciones que le puse a mi marido fue la de que
quería en casa sólo sirvientes negros.
La mujer estaba en ese punto cuando entró la joven
empleada trayendo en una bandeja de plata algunos licores y
una fina tetera con café; salió y de inmediato volvió con otra
bandeja con copitas de cristal y tazas de porcelana,
acompañadas de dos bandejitas con salados y dulces; después
que apoyó todo eso en la mesa de patitas retorcidas que
separaba a los invitados de su patrona, la miró un momento
para saber si había cumplido bien el cometido, y se retiró
como una sombra. La estanciera entonces proclamó con
orgullo:
— Las tasas son de cristal de Murano, de donde las
trajo mi padre en su luna de miel; y la tetera es de plata y de
París, donde la compró en el mismo viaje.

185
Y exclamó:
— ¡Ay!, si supieran cómo le he insistido a mi marido
para que vayamos de una vez a Europa, pero hasta ahora no
me ha querido oír; pero ahora que piensa cambiar la estancia
por la ciudad quizá se cumpla mi sueño.
En ese momento entró el dueño de casa, pelirrojo y
rollizo. Se presentó a Quijote como Ricardo Wilson y le aclaró
que el apellido era de origen inglés.
— Querido, le estaba diciendo a nuestros amigos que
posiblemente ahora sí nos vayamos a dar una vuelta por
Europa...
El recién llegado miró a los visitantes y dijo que su
mujer ya estaba cansada del campo y ahora que su hija menor
había vuelto de sus estudios en la capital y se había instalado
con una farmacia en Rivera, donde estaba casada con un
escribano, les había dado a ambos el dinero para que le
construyeran allí una casa con piscina, para mudarse con su
esposa; ya que – prosiguió diciendo – su otro yerno, que tenía
una estancia del otro lado de la frontera y era casado con su
hija mayor, se disponía a encargarse de la estancia de Coronilla
también. Claro – remató el hombre- que no será lo mismo que
con mi presencia aquí, porque mi yerno va a depender del
capataz que ponga al frente de esto, pero como sé que es
exigente y cuidadoso, todo va a andar bien.
Dicho eso miró enternecido a su mujer, que elevó las
manos juntas al cielo en señal de oración y dijo jubilosa: “¡Ya
era hora!”
Quiso entonces saber el estanciero qué traía a los
visitantes por allí. Y Claudia le explicó lo mismo que antes
había dicho a Olivera. Ricardo le dijo que un estanciero amigo

186
a quien había visto esa semana le comentó lo de la carta, y que
ambos concluyeron que el pedido de campos era una locura.
— Saben – dijo – aunque citen a Artigas, los tiempos
son muy distintos, porque en aquella época no había ni
alambrados; y las pocas tierras públicas que hay por acá, si
descontamos las que van del camino al alambrado de uno y
otro lado, que yo sepa son sólo las que rodean a la escuela y
al puesto de la Policía.
Claudia volvió a explicar que aquella idea había sido
de los vecinos reunidos en la Asociación, y aclaró que se
juntaba con otras que sí eran factibles. Y para no dar lugar a
la polémica especificó que el pedido concreto que tenían para
hacerle era el de uno o dos corderos para el asado de la fiesta
donde recaudarían dinero para la escuela y el curso de las
mujeres.
El hombre dijo que sí sin chistar, y que donaría dos
corderos, que su capataz llevaría hasta la escuela. Preguntó si
a Claudia se les ofrecía algo más y cómo se sentía el nuevo
maestro en la escuela. Claudia dijo que no, y Quijote
respondió que se sentía muy a gusto. Entonces el hombre se
levantó y dijo: “Bueno, entonces estamos de acuerdo y si me
disculpan voy a seguir con lo mío”. Los visitantes se
levantaron para saludarlo y, mientras los acompañaba a la
puerta, Francisca pidió a Claudia que fuera a visitarla en alguna
otra ocasión con más tiempo, para que pudieran hablar con
calma de cosas de mujeres.
En la segunda estancia el dueño estaba ausente; había
ido a Brasil por negocios. Pero su esposa, que se llamaba Ana
Puñales de Puñales; era bajita, regordeta y de pelo oscuro, y
los atendió con gran amabilidad y los invitó a almorzar. Ellos
agradecieron y no aceptaron la invitación, y Claudia le explicó

187
sin perder tiempo el objetivo de su visita, sin mencionar la
carta. La mujer escuchó atentamente y dijo que aunque era su
marido el que decidía, ya podían dar por descontado que por
lo menos un cordero sería donado. Y preguntó si se les ofrecía
algún refrigerio o un picadito de queso y embutidos.
Nuevamente Claudia agradeció y declinó el ofrecimiento,
explicando que acababan de ser servidos en lo de Wilson.
Entonces la mujer la obligó a acompañarla hasta el comedor
para apreciar la nueva y preciosa vajilla que su marido le había
traído hacía poco del Brasil. Claudia no podía negarse esta vez,
y la acompañó. Entonces Benigno le dijo a Quijote que no le
extrañaba que el patrón estuviera en Brasil y que cuando
salieran le explicaría por qué. Volvieron Claudia y la dueña
de casa y los tres visitantes se dirigieron a la camioneta,
dejando a la estanciera saludándolos en la puerta. Ya en la
camioneta Benigno explicó a Quijote que aquella gente, como
sucedía con algún otro estanciero fuerte de la zona, tenía
estancias pegadas de ambos lados de la frontera; de forma que
para ellos no había ni frontera ni aduana, y movían libremente
su ganado de un lado para otro según les conviniera venderlo
más allá o aquí. Y a continuación se quejó con un suspiro de
que por lo que sabía todo la región brasilera que seguía más
allá de la frontera podría haber sido parte de Uruguay si a los
españoles no se les hubiera ocurrido cederla a los portugueses
a cambio de Colonia del Sacramento. Claudia interrumpió allí
el tema para festejar el buen resultado de su recorrida.
Llegaron al pueblo con la tarde ya muy avanzada. Quijote
rechazó la oferta de un almuerzo tardío y prefirió dormir una
siesta atrasada.
El fin del año lectivo se aproximaba y con él los
nervios de los alumnos jóvenes por saber si pasarían o no de

188
año, y la ansiedad de los adultos, por un lado a la espera de la
evaluación que hicieran los maestros de sus avances en la
lectura y la escritura, y, por otro, a la espera de alguna
respuesta oficial a la carta. Quijote pidió el consejo de Claudia
sobre uno u otro caso de sus alumnos jóvenes, mostrándole
sus pruebas; ella explicó que en el caso más dudoso merecía
que se considerase que aquella casi niña antes de salir hacia la
escuela y después de volver a su casa, tenía que ocuparse de
tres hermanos más chicos, pues su madre no regulaba bien de
la cabeza; y aclaró que de los otros no tenía nada especial para
poner en la balanza, y que le correspondía a él decidir. Quijote
pasó más de una noche sin dormir bien y terminó decidiendo
que aprobaría a todos, pues ya tendría más conocimientos de
cada alumno y cada familia el año venidero, como para
ponerse más duro. Así se lo hizo saber a Claudia y ella le dijo
que tenía que saber endurecerse sin perder la ternura, pues
ella, con dolor en el alma, tendría que reprobar a un par de
alumnos; y aclaró:
Uno, pobrecito, hace esfuerzos pero no asimila, y la
otra tiene la cabeza más en las nubes que en la clase, desde
que su padre se fue al Brasil para no volver.
En relación a los adultos ambos concluyeron que los
progresos alcanzados habían sido inmensos y que lo que cabía
para el año venidero, además de renovar el curso, era
incentivar a los que lo habían frecuentado a que no dejaran
de leer y de escribir, aunque más no fuera que para
intercambiar cartas entre ellos mismos; para la lectura, la
escuela podía hace los préstamos necesarios. Y así se lo
hicieron saber al grupo, que no pudo contener su orgullo por
el camino recorrido y la voluntad de perseverar el año
siguiente.

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Llegó la fiesta y casi todo el pueblo se hizo presente;
quien pudo contribuyó con la cuota estipulada para la comida
y la bebida, y a quien no podía los maestros se las entregaron
gratuitamente. Para sorpresa general también se aparecieron
Olivera y Puñales, con sus respectivas mujeres; los Olivera
vinieron con una sobrina, hija de otro Olivera estanciero para
el lado de Vichadero; y los Puñales se aparecieron con un
hombre que se presentó como funcionario de la Junta
Departamental. Cuando el almuerzo estaba en su auge
Benigno pidió silencio golpeando una botella con un tenedor,
y dijo que tenía un feliz anuncio para hacer:
—Amigos y vecinos, con mucha honra y alegría
quiero comunicarles que somos novios con la Directora
Claudia y pensamos casarnos el año entrante.
Dicho eso le pasó la mano por encima del hombro a
Claudia, que estaba a su lado.
La asistencia aplaudió con fuerza y un gaucho ya bien
entonado con el vino que corría abundante, gritó un viva a los
novios y pidió que se besaran.
Benigno aceptó el reto gustoso y sonriente, dándole
un discreto beso en la boca a su prometida.
Los presentes irrumpieron en nuevos aplausos.
Entonces el hombre de la Junta imitó a Benigno y
pidió la palabra. El silencio se hizo de inmediato y el hombre
se presentó como Rafael Silva y dijo:
— Don Olivera, don Puñales y familiares, Directora,
maestro Manuel Emilio, don Benigno y vecinos de Coronilla
de Caraguatá. Tengo el placer de anunciarles que el Intendente
y la Junta Departamental resolvieron apoyar de inmediato el
curso de corte y costura para las señoras de esta zona,
donando las telas y herramientas que fueran necesarias, y que

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don Benigno podrá traer cuando vaya a la ciudad; al mismo
tiempo la Junta ha constituido una comisión para gestionar
ante las empresas de ómnibus que ya sirven a Vichadero y a
Cerrillada la posibilidad de que por lo menos una de ellas haga
venir un ómnibus semanal hasta aquí, después de pasar por
esas localidades.
La gente aplaudió con ganas. Y el hombre prosiguió:
— Esa misma comisión va a llevarle a UTE el pedido
del tendido de la luz eléctrica, que debería venir de Vichadero,
pues muchas complicaciones impiden que se lo traiga desde
el lado brasilero; esperamos que a principio de año ya
tengamos una respuesta para comunicársela.
Ahora pocos lo aplaudieron, pero el hombre levantó
los brazos en señal de agradecimiento, anudándose en el
cuello un pañuelo colorado, cuyo significado todo el mundo
entendía, sin necesidad de palabras.
Y como el hombre se sentó, el mismo gaucho
entonado de antes preguntó:
— ¿Y las tierras?
El hombre se levantó nuevamente, y ahora con la cara
ya seria explicó:
— Bueno ese punto ni se tocó en la Junta y a lo que
me consta y según me dijo su secretario lo mismo hizo el
Intendente, pues ustedes deben saber que aquí no hay casi
tierras públicas, y a eso hay que agregarle que es un asunto que
depende del Gobierno nacional y del Parlamento, que es el
único que puede legislar en la materia.
Hubo en la asistencia un murmullo de decepción pero
el hombre concluyó:
— Lo que les recomiendo es que en la próxima
campaña electoral le hagan ese planteo a los candidatos a

191
Diputado que vengan a visitar la zona, para que ellos lleven la
idea a Montevideo.
Y dicho eso se sentó nuevamente para continuar
saboreando los manjares en compañía de los Puñales.
La asistencia volvió también al almuerzo, formándose
aquí y allí algún que otro corrillo.
Olivera se aproximó entonces a Quijote y le dijo:
— Dígale después en confianza a Benigno que su
anuncio apenará mucho a mi hijo, pues él tenía esperanzas de
algún posible noviazgo con Claudia.
Pero ya sonriente remató:
— ¡Menos mal que en la zona o del lado brasilero no
faltará alguna buena moza interesada en poner sus manos en
nuestra estancia!
Quijote no supo qué decir y se limitó a sonreír,
mientras Olivera ya se apartaba para departir con los Puñales.
Al promediar la tarde Claudia pidió la atención de
todos para anunciar la suma recaudada, recordando a los
presentes que dos tercios de aquella cantidad iría para gastos
de la escuela, y que el otro tercio se destinaría a la actividad de
las mujeres.
La asistencia aplaudió con ganas y Claudia continuó:
— Además y esto me llena de alegría, quiero
comunicarles que para festejar anticipadamente nuestro
casamiento con Benigno, los matrimonios Olivera y Puñales,
aquí presentes, me han ofrecido una generosa e importante
donación en ladrillos y demás materiales para que empecemos
a construir al lado de la actual, una escuela de material.
Y concluyó:
— Espero conseguir con la Inspección
Departamental de Primaria todo lo otro que haga falta para

192
que en el menor plazo posible podamos tener esa nueva
escuela de ladrillos y techos de teja o de lata.
El aplauso ahora fue a rabiar y se oyeron muchos
gritos de: “¡Viva don Olivera!” y “¡Viva don Puñales!”
Con la tarde ya avanzada el acordeonista y el
guitarrista pusieron manos a la obra, y en los salones de la
escuela, que habían sido vaciados para la oportunidad, se armó
el baile. Quijote notó que recostado en la puerta y sin bailar
con nadie, un gaucho de buena pinta y que sujetaba el pelo
negro como azabache con una vincha, no le sacaba el ojo a la
desigual pareja que formaban en la improvisada pista Eulalio
y su mujer. Pero en ese momento y para su sorpresa la sobrina
de los Olivera se presentó como Estela, lo agarró del brazo y
le dijo:
— Vamos a bailar.
Él pretextó que no sabía bailar, pero ella siempre
sonriendo le contestó que aprendería rápido. Mientras él
trataba de acompañarla, ella le comentó que había hecho el
Liceo en Rivera y que ahora le faltaban dos años para terminar
Veterinaria en Montevideo; y de inmediato le agregó que esos
conocimientos serían muy útiles en la estancia que su padre le
daría cuando se casara, para terminar diciendo que aquellas
vacaciones las pasaría en parte en la ciudad de Rivera. Y dicho
eso preguntó cuánto tiempo pensaba él quedarse en Coronilla.
Quijote mintió y dijo que no sabía cuánto se quedaría, pues el
campo le estaba gustando más de lo que hubiera podido
imaginar, pero que en todo caso estaría en Rivera para
disfrutar las vacaciones. Ella entendió la indirecta y lo invitó a
que se sentaran en un banco del patio de la escuela para
continuar la charla. Con un vaso de vino en la mano habló
entonces de su pasión por los animales y los niños; dijo que

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amaba especialmente a los caballos, aunque sentía admiración
por los toros reproductores que su padre compraba de
cabañas del sur del país; y que esperaba tener por lo menos
dos hijos, y que no se veía viviendo alejada mucho tiempo del
campo, aunque no le disgustaba la ciudad. Él dijo que la
entendía perfectamente y ella lo sacó de nuevo a bailar. Él
sentía su perfume salvaje y ella se agarró a su cuello y su
cintura con más fuerza que antes. La noche empezó a caer y
Claudia avisó que infelizmente no tenían iluminación
suficiente como para que el baile se prolongase más allá de
aquel horario. Se oyeron algunas voces de desaprobación,
entre ellas las de Estela. Los Olivera la llamaron y Quijote la
acompañó hasta la camioneta, después de intercambiar las
direcciones de sus respectivas familias en Rivera, donde
quedaron de encontrase sin falta en las vacaciones que ya
estaban a la vuelta de la esquina. Claudia le recomendó que se
fuera a dormir, que al otro día arreglarían toda la escuela con
Dulcinea y los alumnos. El sueño costó a venir, pues Estela
lo llamaba, con su pelo negro ondulante y sedoso, sus ojos
que la luz transformaba de marrones en verdosos, su boca
carnosa y su porte elegante.
A los pocos días, Claudia, Benigno, varios alumnos y
las tres mujeres de la Junta de la Asociación vinieron a
despedirse cuando Quijote partió hacia la ciudad en la
camioneta de un brasilero que pasaba por el lugar. Vio en el
retrovisor cómo la escuela se perdía en el polvo a la primera
curva del camino. El brasilero se presentó como Gaudencio
Saraiva y le reiteró que iba sólo hasta Vichadero y él aclaró
que de todas maneras se lo agradecía mucho, pues llegaría con
tiempo para tomarse el ómnibus hacia Rivera. El chofer dijo
que era capataz en una estancia de los Puñales y Quijote le

194
dijo que conocía a la pareja; entonces el chofer le aclaró que
no se trataba de esos Puñales, sino de uno de la rama brasilera
de la familia. Y le comentó que lo único que había habido
fuera de la rutina de la estancia en esos tiempos fue el rumor
que había llegado del lado uruguayo según el cual en la zona
estaba atacando a las ovejas un chupacabras; dicho esto
preguntó si aquella creencia tenía algún fundamento. Quijote
respondió que ya había oído esa noticia en lo de don Olivera,
pero que la Directora de la escuela había opinado que debería
tratarse de algún perro cimarrón. El chofer movió la cabeza
de un lado a otro y dijo:
— Vea maestro, que aunque usted no lo crea, esas
cosas existen.
Quijote no quiso discrepar y dijo que él aun sabía muy
poco del campo como para opinar con propiedad. Entonces
el otro le hizo las consabidas preguntas sobre cómo se sentía
en Coronilla y le pidió detalles de la vida y actividades de la
escuela. Quijote dijo que había sido muy bien recibido y le
hizo un resumen de lo que habían hecho con niños, jóvenes y
adultos, terminando por la noticia del casamiento inminente
de Benigno con la Directora, y la perspectiva de tener en breve
una escuela de material. El otro no se contuvo y gritó,
tragando el polvo que entraba a raudales por el vidrio abierto
de la camioneta:
— ¡Ah tololo, ese Benigno! ¡Así que se ganó a la
maestrita nomás!; para proseguir diciendo:
— Porque no cometo ninguna indiscreción si le digo
que ese Benigno supo mariposear muchas flores de la zona, y
con ninguna sentó cabeza.
Quijote le aclaró que no conocía la vida anterior de
ninguno de los dos, y que se alegraba por ambos. El otro quiso

195
saber más detalles de la Asociación y él de la estancia, y así,
entre plática y plática, llegaron a su destino. El chofer lo dejó
en la agencia del ómnibus y siguió su ruta, después de darle
un fuerte apretón de manos y desearle mucho éxito en su
trabajo escolar.
Quijote se subió al ómnibus y durmió casi todo el
viaje; se despertó recién en la Virgencita. Al entrar a la ciudad
comprobó otra vez, que como le había ocurrido antes, lo
molestaba el ruido incomún en Coronilla. Decidió ir
caminando hasta la casa de sus padres, para estirar las piernas
y ahorrarse el gasto con alguno de los raros taxis.
Sus padres sabían que vendría, pero no ese día. Así
que se llevaron la mayor y la más alegre de las sorpresas
cuando le abrieron la puerta los dos juntos, pues la madre
había visto por la ventana de quién se trataba. Hubo muchos
abrazos y besos y casi lo arrastraron hasta el comedor para
que después de lavarse un poco lo contara todo. Él hizo un
resumen mucho más detalladlo que aquél que había hecho
para el capataz que lo había llevado a Vichadero, y concluyó
por un dato que había omitido al otro, a saber su encuentro
con Estela Olivera, a quien iría a ver ya al día siguiente. Su
padre se preocupó por aquella historia de pedir tierras, a lo
que el hijo contestó que si bien era él quien les había enseñado
el Reglamento de Artigas, habían sido los propios vecinos de
la Asociación quienes habían decidido incluir aquél punto en
la carta; y que, por lo menos que él supiera, no había habido a
partir de aquello ninguna reacción agresiva contra él ni de
notables de la zona, ni de notables de la ciudad. Su madre
quiso saber más de Estela, y él contó lo mucho y lo poco que
sabía, prometiendo más detalles para cuando la viera
nuevamente. La madre entrecerró los ojos y dijo “¡Por lo que

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te conozco me parece que ahí hubo un flechazo!”; y agregó:
“¡Quizá eso termine como lo de Claudia y Benigno!”. Su padre
le dijo a su mujer que no acelerase tanto las cosas ni diera
tantas riendas a su imaginación, pero se volvió hacia él para
oír de sus propios labios lo que sentía por Estela. Él carraspeó
y dijo que realmente todavía era muy temprano para cualquier
convicción sobre sentimientos. Y su madre los dejó hablando
solos, para irse a la cocina a preparar la cena. Esa noche a él
le costó dormirse.
Al otro día, ni bien desayunó, se fue a la casa que los
padres de Estela tenían en la ciudad. Encontró la dirección sin
problemas, pues la calle era céntrica. Una empleada con cofia
y delantal le abrió la puerta; le dijo a qué venía y ello lo hizo
pasar. Después de la puerta principal se erigía una puerta
cancel con vidrios de un leve rosado y decorados con adornos
de flores y pájaros. Transpuesta esa puerta la empleada lo
introdujo a una sala de estar que estaba en penumbras, pero
ella se encargó de abrir los altos postigos para que la luz
invadiera la habitación. En varias repisas se amontonaban
platitos que identificaban ciudades visitadas o de donde algún
conocido había traído un recuerdo. Desfilaban, entre otras,
desde Montevideo, Colonia del Sacramento y los balnearios
del este uruguayo, hasta Venecia, Roma, París, Londres y
Madrid. Dos juegos de platería se apoyaban en dos cómodas
que recordaban fotos en blanco y negro que Quijote había
visto de Versalles. La mesita que separaba los sofás era de
mármol multicolor, con incrustaciones de figuras campestres.
Dos grandes jarrones que él no quiso voltear para verificar si
eran chinos, por temor a quebrarlos, hacían guardia desde dos
rincones. Quijote estaba en ese recorrido de inspección
cuando entró una señora de mediana edad; él se levantó como

197
si tuviera un resorte, y adivinó de inmediato que se trataba de
la madre de Estela, por su gran parecido con ella.
— Buenos días; me llamo Azucena y soy la mamá de
Estela; y usted debe ser Manuel Emilio...
— ¿Cómo lo supo?” – preguntó él sin pensar.
— Y..., por la descripción que me hizo Estela, y
porque a esta casa no viene mucha gente joven de visita, ya
que aquí la mayor parte del año estamos sólo mi marido y yo,
cuando él no se encuentra en el campo - respondió ella.
Acto seguido llamó a la empleada y le encargó un par
de cafés.
— ¿Desea alguna galletita?
— No señora, muchas gracias pero recién desayuné;
¿sabe?, en vacaciones hay que aprovechar para estirar un poco
el sueño.
La mujer lo miró atentamente y dijo:
— Sabe, Estela todavía no volvió de Montevideo,
donde fue a dar el último examen de este año, pero la
esperamos la semana que viene.
Él trató de disimular la decepción, pero Azucena dijo
sonriendo:
— Vamos, que una semana no es nada; y ahora
hábleme de usted y de su trabajo en Coronilla.
Él contó su historia sin historias; la familia con los dos
abuelos maternos venidos de España y los paternos nacidos
no lejos de Rivera. Y cuando habló de sus padres Azucena lo
interrumpió de inmediato:
— No me diga que es Usted sobrino de Violeta; no
me pierdo ni uno de sus programas en la radio, pues me
encanta la mezcla de cultura general y de música agradable que
logra en cada uno de ellos; y le digo más: ella es muy valiente

198
al ser la primera mujer locutora en este pueblo de lenguas
largas.
Él carraspeó y le dijo que mucho le agradaba que su
tía tuviera tan buena recepción en Rivera, porque el dicho
afirmaba que nadie es profeta en su tierra.
— ¡Y cómo no! - replicó Azucena -; especialmente
entre las mujeres que están muy encerradas en sus casas y
saben muy poco del mundo.
La empleada trajo el café, en finas tazas de porcelana
y platillos que les hacían juego, acompañados cada uno de una
cucharita de plata. El azucarero también era de ese metal, así
como su correspondiente cucharita.
— Sírvase y sígame hablando de Usted y de su trabajo
en Coronilla.
Él probó el primer sorbo y comprobó la buena calidad
del café.
— Bueno, señora, lo que hay para decir no es mucho.
A partir de la profesión de mi padre siempre me tiró la
docencia; como mi madre no quería que me fuera a
Montevideo, donde además los gastos de estudios serían altos,
pues no tengo allá parientes donde quedarme, elegí cursar
Magisterio aquí mismo. Y al terminar, como cualquier otro,
me asignaron un puesto rural, que vino a ser Coronilla, donde
no conocía a nadie.
— ¿Y qué planes tiene para el futuro?
— Bueno, la verdad es que pensaba como la gran
mayoría elegir cuando pudiera hacerlo un puesto en la ciudad,
pero creo que el campo me está gustando más de lo
esperado...
— ¡Ah, en eso se parece a Estela!. No sabe cómo se
desvive por ir a la estancia cada vez que tiene vacaciones;

199
aunque en estas, no sé por qué nos dijo que las pasaría en parte
aquí en la ciudad; y de mi marido ni le hablo; se aburre como
un hongo cuando lo ato para que se quede alguna semana acá.
Él aprovechó para decir:
— Bueno, señora, no quiero molestarla más, y, si me
permite, volveré al fin de la semana que viene, a ver si ya llegó
Estela.
— No es molestia ninguna – dijo ella – y por su mirada
Quijote dedujo que había aprobado el examen más difícil de
su vida que era el de una eventual futura suegra.
Ella lo despidió en la puerta diciendo que lo esperarían
al fin de la semana venidera, de preferencia el sábado de tarde,
porque imaginaba que hasta entonces su marido se daría una
vuelta por la ciudad, para que pudieran conocerse.
Los días siguientes le parecieron vacíos, a pesar de
frecuentar los viejos amigos y el club donde jugó algunos
partidos de fútbol de salón o de básquetbol, y de presenciar la
monótona caravana de autos y camionetas del fin de semana
en la calle principal.
El sábado siguiente dejó pasar la hora sagrada de la
siesta veraniega y se plantó frente a la puerta de la casa de
Estela. Le abrió otra vez la engomada empleada y lo hizo pasar
a la salita que ya conocía. Desde el fondo se oyó una voz de
trueno.
— ¿Ya llegó?
Y segundos después, antes mismo de que Quijote
tomara asiento, un hombre grande de piel tostada pero de
ojos claros entró a la pieza para apretarle tanto la mano en un
saludo tan prolongado que sus dedos llegaron a crujir.
— ¡Romualdo Olivera, para servirle!

200
— Manuel Emilio, a sus órdenes – respondió firme el
maestro.
El dueño de casa hizo un gesto con la mano
invitándolo a sentarse, y tomó asiento frente a él, mirándolo
detenidamente y de arriba a abajo.
— Así que Usted es el maestro de Coronilla; me lo
imaginaba más viejo; ¿sabe montar?
El visitante pasó por alto la primera observación, que
no adivinaba si era positiva o negativa, y explicó que antes de
ir al pueblo no sabía montar, pero que había aprendido a
hacerlo al paso y se animaba en algún trote o galope corto;
para terminar diciendo que sin duda mejoraría más en el
futuro, en la medida en que practicase con el caballo que le
prestaba Benigno.
— ¡Ah ese zorro de Benigno! –dijo Olivera- así que se
alzó con la Directora nomás; muy buena moza esa maestra....
En ese momento entraron juntas a la sala Estela y su
madre. Quijote se paró en el acto y le dio la mano a una y a
otra. La madre hizo en suerte que su hija se acomodase en el
mismo sofá donde estaba el visitante.
Elena exclamó: “¡así que ya se conocieron!”
— Ya ves – dijo Olivera- primero tu madre y ahora
mismo yo.
— En esta casa tomamos té a esta hora de la tarde -
dijo Azucena - ¿gusta?
— Sí, como no - dijo Quijote.
Azucena prosiguió:
— Para ahorrarle a Usted repeticiones le he contado a
mi marido lo que me dijo Usted el otro día sobre su familia,
estudios y trabajo actual.

201
— Por favor, señora, puede tutearme, porque podría
ser su hijo – pidió el visitante.
— Muy bien -, dijo ella-, así lo haré en adelante.
— Y Usted por supuesto que también, don Olivera, si
así lo desea - agregó Quijote.
— Mire joven – replicó el estanciero- yo soy de una
época en la que el tuteo viene después de conocerse e intimar
bastante, así que por ahora mantendré el Usted.
— Yo por supuesto que a ustedes los seguiré tratando
de Usted, pues así se estila en mi familia con los mayores-
informó el visitante.
— Y muy bien que hacen en su familia -dijo Olivera-
porque ahora lo que sobra es la falta de respeto.
La empleada trajo el té, y Quijote notó que los
pocillos, los platillos y las cucharas eran diferentes a las de la
otra vez. Lo dejó encima de la mesa y desapareció, pues su
patrona le dijo que ella mismo lo serviría. Cuando empezaban
a tomarlo, tronó Olivera:
— Maestro, quiero preguntarle una cosa; ¿cómo es
eso de la tierra que pedía la gente de Coronilla en la carta que
mandaron al Intendente y a la Junta?
Estela dijo que no estaban allí para hablar de eso, pero
que ella misma podía aclarar que aquello fue iniciativa de los
vecinos y que Manuel no tenía nada que ver en el asunto.
Quijote calló, avalando así de hecho lo que Estela
acababa de decir.
Olivera no insistió y terminaron de tomar la taza
servida.
— ¿Te sirvo un poco más? – preguntó Azucena
Quijote puso la mano encima de la taza y dijo : “no,
muchas gracias, señora”

202
Entonces Azucena dijo: “Bueno, aprovechen a darse
una vuelta por el centro”
Quijote sintió como si le estuvieran tirando un
salvavidas, y se paró extendiendo la mano hacia Estela. Ella se
paró agarrando aquella mano tendida, pero la soltó de
inmediato.
— Un gran gusto conocerlo, don Olivera; y un
gustazo de verla otra vez, señora - dijo el visitante; y se dirigió
a la puerta escoltando a Estela.
Allí su madre le dio un beso a su hija y un leve apretón
de manos a él. Olivera le estrujó la mano tan fuerte como
antes y dijo: “Pórtense bien...y Estela, acordate de volver antes
de que anochezca”.
La dueña de casa observó que el marido se olvidaba
que su hija ya sabía muy bien manejarse sola en Montevideo,
y dirigiéndose a Quijote dijo:
— ¡Volvé cuando quieras!.
Marido y mujer los vieron alejarse desde la puerta.
Salieron sin elegir rumbo y Quijote preguntó cuánto
tiempo se quedaría en la ciudad. Estela dijo que infelizmente
sólo dos semanas, pues le había prometido a su padre volver
con él a la estancia para ocuparse del nuevo reproductor que
había comprado, indicándole al capataz el tratamiento
adecuado, para que lo aplicara cuando ella tuviera que regresar
a Montevideo. Quijote preguntó si ella quería sentarse a tomar
algo en un bar para que pudiesen charlar tranquilos y ella
aceptó. Lo descubrieron en la esquina de la plaza donde,
según supieron inmediatamente después de sentarse, ambos
habían jugado cuando eran niños.
— Y nunca nos encontramos - dijo él.
— Quizá si, pero no nos acordamos -, comentó Estela

203
— ¡Imposible, porque si te hubiera visto no me
hubiera olvidado nunca!
— No seas mentiroso y exagerado – Manuel- porque
no soy ninguna Gioconda.
— Claro que no, ¡si la Gioconda parece un hombre
gordito!
Estela rió y el mozo preguntó que se servirían. Ambos
pidieron un refresco, y Quijote pidió que ella le contase algo
más de su vida en Montevideo.
— No hay mucho que contar, Manuel. Vivo en un
apartamento alquilado por mi padre junto con otras dos
estudiantes; una cursa Veterinaria como yo, y la otra Derecho;
la primera es hija de un estanciero de Tacuarembó y la otra de
un abogado de Melo; con la primera estudiamos casi todos los
días juntas, y preparamos los exámenes, con mucho mate y
galletitas de por medio. Los fines de semana me aburro
mucho, porque mi colega de estudios se consiguió un novio
que estudia Medicina y no hay sábado ni domingo que quiera
quedarse en el apartamento sin verlo; y como nuestros padres
le avisaron al portero del edificio que está prohibido que
entren hombres a nuestro apartamento, entonces ella se pasa
prácticamente todo el sábado y todo el domingo afuera,
aunque tiene que volver a dormir sin falta, por miedo de que
el portero o su mujer le soplen a sus padres que no ha dormido
allí.
— Y tú , ¿qué hacés los fines de semana?
— Bueno, yo leo bastante, un poco de lo mío y otro
poco variado, para airear la cabeza; y cuando se estrena alguna
buena película voy al cine en horarios tempraneros, porque
no me gusta andar sola de noche.
— ¿Y no ha habido ningún romance?

204
— Bueno, el primer año hubo un muchacho de
Tacuarembó, al que conocí a la entrada del cine, que estudia
Ingeniería y que al principio me interesó. Pero después resultó
un pesado que pensaba sólo en el mucho dinero que pensaba
ganar y en los muchos autos que pretendía comprar con él; y
dejé de verlo...Pero, basta de hablar de mí. Ahora decime
cómo pasás tú los fines de semana en Coronilla.
Quijote le contó que al principio se aburría mucho
porque aparte de hablar con Benigno o Claudia, o con
Dulcinea cuando venía los sábados de tarde para dejar la
escuela limpita para el lunes, no veía a nadie. Entonces se
dedicaba a leer o releer los libros de la pequeña biblioteca
escolar, pero la tristeza lo invadía cuando empezaba a
atardecer.
— ¿Por qué tristeza?
— Quizá porque extrañaba el ruido de la ciudad. De
día preparaba algo de mis clases de la semana venidera. Pero
al caer la tarde salía al patio de la escuela o a caminar por sus
alrededores y veía cómo el día iba muriendo lentamente en las
cumbres de las colinas. Entonces pasaba algún que otro pájaro
graznando y volando rápido hacia su nido. Aquí y allá se oía
algún relincho y después nada. El silencio se hacía tan denso
que parecía que podía tocarlo con la mano. Ese era el
momento en el que debía volver a mi cuarto para prender el
farol antes de que la oscuridad lo invadiera todo. Comía algo
casi sin ganas, y me acostaba pensando en lo que haría el lunes
con los alumnos, hasta que el sueño me vencía.
— Y después, ¿cambió tu impresión?
— Sí, porque empezó a gustarme el silencio y me fui
habituando a la soledad. Pero mucho me ayudó la pequeña
radio portátil a pilas que mis padres me regalaron en las

205
vacaciones de julio. Así, al caer la noche escucho hasta alguna
emisión de tango, que antes creí que no me gustaba. Y además
ahora tengo algo muy lindo en qué pensar, que sos tú.
Ella no pudo dejar de sonrojarse y le pidió que le
hablara más de su infancia. Él le dijo que como buena
riverense ya sabía todo lo que un niño podía hacer en aquella
ciudad; y así rememoró cronológicamente sus juegos y
miedos. De los primeros habló del triciclo, y del juego de
perseguir una rueda con un gancho de alambre, y de los
partidos de fútbol en la calle que sólo terminaban cuando al
caer de la noche las madres llamaban para que cada cual
volviera a su casa, y de las chatas hechas de cajones de madera
y rulemanes con las que se bajaba como bala alguna calle
empinada; y las entradas por debajo del alambrado y sin pagar
al estadio de fútbol para ver al club del barrio; y las entradas
sin pagar al cine, esperando el descuido del boletero y del
portero de turno; y más tarde habían venido las salidas a
nadar, guiados por los mayores y a veces a escondidas de los
padres; y después el básquetbol y las primeras novias de besos
furtivos.
Cuando llegó a ese punto ella interrumpió: “¿Y con
alguna las cosas llegaron hasta el fin?”
— ¿Cómo hasta el fin?
— Dale, no te hagas el bobo; sabés a qué me refiero.
— Ah, a eso. No, nunca – mintió impasible y
convincente él.
A él le pareció impertinente devolverle la pregunta,
pero ella se la respondió anticipadamente pues dijo:
— Yo tampoco; espero tener la absoluta seguridad de
que esa es la persona apropiada.

206
Él no supo si interpretar aquello como una
advertencia con freno de mano, o como una vaga promesa de
que si ella llegaba a considerar que él era la persona apropiada
las cosas podrán ir hasta el fin, como había dicho ella.
— Claro, lo entiendo, y me parece muy bien; y ahora
hablame de tu infancia.
— No, todavía no, porque aun no me hablaste de tus
miedos.
Claro, dijo él. Y continuó:
— Primero como casi todos los niños le tenía miedo
a la oscuridad y más de una noche le pedí a mis padres que
dejaran la luz prendida cuando me acostaba a dormir; después
le tuve mucho miedo a un perro furioso que parecía
esperarme todos los días atrás del muro bajito de una casa que
quedaba en mi trayecto hacia la escuela; más tarde y cuando
aprendía a nadar en una laguna marrón tuve miedo de que,
como decían que pudiera ocurrir, algún lobito de río me
abriera la barriga por debajo del agua; y por último tuve miedo
de equivocarme en algún dato, fecha, nombre o número para
alguna prueba o examen, lo que me hacía revisar rápidamente
el cuaderno o el libro antes de entrar al salón donde habría de
rendirlo.
Pero ahora sí te toca a ti – remató él.
— Mejor vamos andando, y te lo cuento mientras
caminamos.
Él pagó como buen caballero la modesta cuenta, y
salieron del bar. Ella optó por una calle paralela a la principal,
lejos de muchas miradas indiscretas – dijo.
Contó que sus días más felices siempre estaban
vinculados a la estancia. Si había tenido muñecas, como toda
niña, se pasaba horas jugando con unos caballitos, vacas y

207
ovejitas de madera que su padre le había traído del Brasil; al
punto que la abuela materna le decía a su madre que aquella
gurisa le había salido un poco machona; después vino el raro
pony que su padre había mandado traer de Tacuarembó, en el
que aprendió a montar; más tarde lo sustituyó un petiso
manso como agua de pozo; y cuando su padre le regaló el
primer caballo, su madre puso el grito en el cielo advirtiendo
a su marido que aquella niña se podía desnucar por ahí; pero
después cedió y le permitió ir sola a caballo hasta la escuelita
rural más cercana, con la condición de que nunca, nunca,
nunca, galopara; terminada sin novedades aquella escuelita la
mandaron a la casa de sus abuelos maternos en Melo para que
continuase hasta sexto año; en ese ínterin su padre compró la
casa en Rivera, adonde vino a cursar el Liceo, en compañía de
su madre, cuando estaba en la ciudad, o de dos empleadas que
se hacían cargo de ella en ausencia de sus padres; y ahora, la
Facultad.
— No me dijiste nada de tus miedos – observó él.
— Pues también le tuve miedo a la oscuridad; y como
oía hablar de esas cosas a los peones ese miedo se agravaba
con las historias del jinete o la mula sin cabeza, o los fantasmas
de gentes muertas en las guerras de antes, que aparecían
siempre de noche; más tarde me entró el miedo al agua,
después que la hija de un peón de una estancia vecina se ahogó
en el azude; a tal punto que hasta ahora no entro tranquila ni
a un río ni al mar; y ahora le tengo miedo a equivocarme y
hacer sufrir a algún animal que tenga que tratar.
Él la miró con ternura. Ya estaban cerca de la casa de
ella. Ella le dijo que prefería darle un beso allí, para que los
vecinos no murmuraran. Él aprontó los labios, pero ella le dio

208
un beso en la mejilla. Se despidieron en la puerta con la
promesa de verse en dos días allí mismo.
Así se encontraron dos o tres veces por semana en
aquellos catorce días. Recorrieron todas las plazas de la
ciudad, donde calentaron varios de sus bancos, mirando cómo
jugaban los niños de la misma forma que ellos habían jugado.
En esos momentos y en otros no hacía falta hablar, pues en el
silencio seguían en comunicación. Él aprovechaba esas
ocasiones para mirarla sin que ella lo percibiera, y se encantaba
con la calma maternal que veía en su rostro. Algunas veces él
la sorprendió en igual actitud. Entonces se reían sin decir
palabra. Pero llegó la hora en la que ella tenía que irse a la
estancia con su padre. En un rincón de una plaza las ganas
hablaron más alto y se besaron hasta que les dolieron los
labios. Ella prometió que si no podía volver a la ciudad antes
de que él tuviera que retornar a Coronilla, iría sin falta a verlo
allí antes de irse a Montevideo. Él la acompañó hasta su casa,
donde la madre de Estela lo quiso hacer pasar pero él no lo
aceptó, para no prolongar el sufrimiento de la despedida.
Volvió a casa de sus padres con las manos en los
bolsillos y se acostó sin comer, para no levantarse sino hasta
el otro día. En todos los días que siguieron la ciudad le pareció
insípida y vacía. Algunos de sus amigos adivinaron que
actuaba según el manual del mal de amores; pero él no quiso
reconocerlo, para no ser objeto de constantes burlas. Cuando
llegaron los bailes de Carnaval los amigos insistieron para que
los acompañara en aquellos desbordes de alegría, en parte
espontánea, en parte forzada por el alcohol. Él aceptó pues
no sabía qué hacer de sus noches interminables. Pero en
cualquiera de los clubes que fuera se limitaba a sentarse en una
mesa para contemplar el espectáculo; la gente llegaba recién

209
bañada y fresca, vistiendo camisetas o vestidos de colores
chillones; se apresuraban a ocupar las mesas disponibles antes
de que el lleno total los obligase a quedarse en pie en los
espacios que rodeaban la pista de baile o en el mostrador;
empezaba la música y la gente se agitaba frenéticamente,
levantando los brazos o haciendo trencitos; cuando llegaba la
madrugada todos estaban tan sudados que no había bebida
capaz de apagar su sed; y al despuntar el día se iban del club,
bamboleantes, parejas viejas o nuevas, a la espera de la
próxima noche. Sólo un par de veces no pudo resistir a la
presión de algún amigo o una conocida y tuvo que someterse
a algunas vueltas de pista haciendo el trencito. Pero volvió de
inmediato a la mesa, evitando conversar con mujeres pues no
sabía si alguna amiga de Estela no podría llevarle el chisme
cuando volviera por la ciudad.
Disfrutaba su última semana de vacaciones y Estela
no había vuelto. Sin otra cosa que hacer prendió la radio y oyó
la noticia. En Coronilla de Caraguatá había aparecido muerto
un hombre que vivía en los aledaños del pueblo. En los dos
días siguientes la radio informó el nombre del fallecido, que
no le sonaba, y dijo que la Policía investigaba el hecho.
Después no mencionó más el caso. Él aprontó intrigado sus
cosas y un día antes de lo previsto se despidió de sus padres
para tomarse el ómnibus de Vichadero. Allí tuvo que esperar
hasta el otro día, cuando le dijeron que un camión chico
partiría hacia la frontera, pasando por Coronilla. Durmió, mal,
en una pensión que hacía poco una viuda había inaugurado en
su casa, para paliar los ingresos perdidos con la muerte de su
marido. No había lugar en la cabina del camión, porque su
dueño y chofer viajaba acompañado de su mujer y una hija
adolescente. Tuvo que acomodarse en la carrocería,

210
recostándose contra la cabina, porque allí la carga había
dejado un hueco, y para tratar de evitar en la medida de lo
posible el viento que soplaba cargado de polvo. El viaje se le
hizo largo, pero trató de hacer pasar el tiempo adivinando las
figuras que se dibujaban en las nubes blancas que desfilaban
lentamente; en una estuvo seguro de ver el rostro de Estela,
pero en la medida en que la nube se fue desplazando,
comenzó a tomar la forma de un pato, que pronto se fue
deshilachando hasta quedar reducida a filamentos. Cuando
llegó al almacén de Benigno agradeció al camionero y saltó
desde la carrocería, alegre de poder estirar las piernas. El
camión se perdió en el polvo mientras él todavía saludaba con
el brazo levantado. Un empleado del almacén le dijo que
Claudia y Benigno había ido hasta la frontera, de donde él
traería algunas cosas, pero que ella había dejado en sus manos
la llave de la escuela para que se la diese al maestro por si acaso
éste llegase. Quijote agarró la llave y después de apoyar su
valija y mochila en su cuarto, se dirigió directamente al pozo,
para sacar los baldes de agua que le permitieron llenar la tina
del baño. Se sacó la ropa y se acostó boca arriba en la tina para
disfrutar del agua fresca; se enjabonó el pelo y el cuerpo con
calma y se enjuagó con un par de baldes llenos que había
dejado reservados para ese fin. Vació el agua sucia en el wáter
flamante que por lo visto Claudia había mandado instalar
durante esas vacaciones; y volvió a la cocina mirando los
alrededores en los que nada había cambiado. Al otro día
cuando promediaba la mañana y mientras arreglaba algunos
detalles en los salones, vio por una ventana cómo se detuvo
ante la escuela una camioneta de la Policía. Se bajaron dos
milicos y él les abrió la puerta antes de que golpeasen.

211
— Buen día maestro – dijo el que tenía un galón en la
manga – Me llamo Florentino Arizaga y le presento al agente
González. Vimos las ventanas abiertas y supusimos que usted
ya había vuelto. ¿Tiene un tiempito para que hablemos?
— Claro – dijo Quijote – Pasen, por favor.
Los hizo sentar en uno de los pupitres mientras
arrimaba una silla para él.
— Vea, maestro; no sé si se enteró de que aquí hubo
hace unos días un homicidio.
— ¿Homicidio? – exclamó Quijote, con los ojos
grandes como el as de oro.
— Si, homicidio – confirmó el milico galonado-. No
quisimos decírselo de entrada a la gente para no crear pánico
ni dificultar la investigación. Pero después que desde
Vichadero vino el médico para expedir el certificado de
defunción, no hubo cómo seguir tapando la verdad.
— ¿Y quién es el muerto? – preguntó Quijote
— El asesinado – explicó el outro – es Felipe
Quiñónez; vivía solo en un rancho aislado que queda aquí a
un par de kilómetros en la salida hacia Cerrillada.
— No me acuerdo si lo conozco o no – dijo Quijote
— Era un hombre blanco bastante fuerte, más o
menos de su estatura, de treinta y cinco años, que siempre
vestía bombachas grises, a veces con botas y otras con
alpargatas, y tenía el pelo muy negro y agarrado con una
vincha las más de las veces, según dijeron los vecinos más
cercanos.
Un relámpago pasó por los recuerdos de Quijote, que
preguntó: “¿Y ya sabe Usted quién lo mató?”
“No señor”, respondió el agente que hasta entonces
estaba callado. Y el galonado prosiguió de inmediato

212
diciendo que lo primero que trataban de determinar, para
poder llegar al culpable, era el motivo. A ese respecto
manejaban tres posibilidades; podría tratarse de algún ajuste
de cuentas entre gente metida en el contrabando, tan común
en toda la zona; podría tratarse de una venganza por alguna
deuda pendiente; o quizá, se tratase de un crimen pasional,
pues alguno vecinos rumoreaban que el muerto tenía fama de
picaflor y quizá se hubiera metido con la mujer de alguien. Sin
pausa el galonado agregó:
— El primer motivo es muy probable, pues Quiñonez
hacía trabajos intermitentes en estancias situadas tanto del
lado uruguayo, como del brasilero, y en esas andanzas conocía
muy bien la frontera y debe haber conocido a muchos
contrabandistas, que pudieron haberlo metido en los
negocios; y si es eso, es muy difícil de llegar hasta el asesino,
pues no es fácil determinar a qué grupo de contrabandistas
podría estar vinculado, y además esa gente no hablará nunca
lo que sabe.
Hizo una breve pausa y continuó:
— Si se trata de una deuda, también es muy difícil
determinar quién lo mató, porque en estos pagos los
acreedores no andan por ahí diciendo quién y cuánto les debe;
y si es un crimen pasional, a no ser que la mujer implicada
hable, es también muy dificultoso llegar al asesino, pues los
vecinos dicen que nunca vieron entrar a una mujer al rancho
de Quiñonez, sin poder descartar que eso pudiera ocurrir pues
si él con ella o ella sola se acercasen al rancho o salieran de él
cortando campo y sin usar el camino, nadie vería quién
entraría o saldría de allí.
Quijote preguntó cómo había sido el crimen, y si
habían encontrado alguna pista.

213
El agente segundón respondió:
— Mire maestro, lo descubrió un peón de una estancia
a la que debía haber concurrido a domar un potro Quiñonez
y no lo había hecho; ese hombre dice que encontró la puerta
entreabierta y que el muerto yacía en un charco de sangre
entre la puerta y el cuarto; sintió un fuerte olor a caña en el
cuerpo, y sin tocar nada salió como un rayo a informar a
Benigno de su hallazgo, para que éste lo comunicase a la
Policía a través de su radiotransmisor.
—¿Y ese hombre no será el asesino? – preguntó
Quijote
—No, – dijo el galonado –; o por lo menos no en ese
día, pues cuando vino el médico dijo que Quiñonez llevaba
muerto hacía más de un par de días y determinó que había
recibido nueve puñaladas, de las que tres podían haber
resultado mortales; y yo pienso – agregó – que ningún hombre
que mató a otro y se fue sin que nadie viese ni supiese nada
durante días, volvería al lugar del crimen, para hacerse notar
denunciando el hecho.
Quijote pensó que había mucha lógica en aquella
deducción.
Pero el otro ya continuaba diciendo que cuando
habían llegado antes del médico para las primeras
averiguaciones, habían tenido la mala suerte de que en la zona
no había llovido en las dos semanas anteriores a que se
descubriera el cuerpo; por lo que – agregó – no había cerca
del rancho ninguna huella de caballo que no fuera el del
fallecido, como lo comprobaron al verificar su pisada, y
tampoco encontraron ninguna huella de carro, auto u otro
vehículo.
Y terminó diciendo:

214
— Adentro del rancho, aparte del cuerpo del
asesinado, no había nada que pareciese fuera de lugar, ni
caído, ni revuelto, lo que indica que el motivo del crimen no
fue el robo, tanto más que en el cuerpo del muerto se
encontró su billetera con algunos billetes.
Quijote se explicaba ahora por qué el galonado no
había enumerado antes al robo como uno de los posibles
motivos del crimen. Pero él otro ya agregaba:
— Al recorrer por segunda vez los alrededores del
rancho, lo único que encontró González fue esta Biblia
miniatura.
Y sacó del bolsillo del pantalón un pequeño librito de
tapas rojas.
— Le preguntamos a los vecinos si esa Biblia era del
muerto y si era hombre religioso, a lo que dijeron que no
sabían lo primero y no creían lo segundo- agregó.
Y sin pausa preguntó:
— ¿Por casualidad, usted vio a alguien del pueblo con
una Biblia igual a esta?
Quijote la tomó en sus manos y dijo firmemente:
“no”.
El galonado agradeció la entrevista y pidió que el
maestro informara a la Policía a través de Benigno cualquier
dato que obtuviera por medio de alumnos o vecinos y que
pudiera ayudar a resolver el asesinato. Él y su segundo
saludaron a Quijote con un apretón de manos y se fueron en
su camioneta rumbo a Vichadero.
Al otro día Quijote fue hasta el rancho de Dulcinea y
tras intercambiar noticias, le pidió que ella le avisase a Eulalio,
cuando regresara al pueblo volviendo de su trabajo, que pasara
por la escuela a verlo, para un trabajo. Dulcinea aceptó con

215
gusto el encargo y volvió al tema principal de las novedades
que a ella le habían contado.
— Sabe, maestro; es pecado hablar mal de los
muertos, pero ese Quiñónez no me caía bien; no sé si usted
habrá visto cómo, por ejemplo, en el baile de fin de año de la
escuela, él se pasó mirando con ojos de deseo a algunas de las
mujeres casadas que ahí estaban.
Quijote quiso saber dónde había estado el muerto en
aquella fiesta, y ella le dijo que había estado bastante tiempo
recostado del lado de adentro de la puerta. Otro relámpago
pasó por la cabeza de Quijote, pero cambió de tema para
recordarle a Dulcinea lo que faltaba hacer para dejar a la
escuela pronta para el reinicio de las clases. Antes de irse le
pidió que no se olvidara de recordarle a Eulalio que quería
hablarle sobre la construcción del nuevo edificio de la escuela.
Al día siguiente volvieron Benigno y Claudia con una
buena carga, que él ayudó a descargar. Se contaron las nuevas
y él no quiso ocultar su amistad con Estela, pues ella podía
venir a visitarlo a la escuela en cualquier momento, antes de
irse a Montevideo. Ellos se detuvieron largamente en el
misterio de la muerte de Quiñonez, y Benigno juró que
aquello era asunto de ajuste entre contrabandistas. Claudia lo
acompañó en ese parecer y cambió de tema, enfocándose en
los preparativos del reinicio de las aulas, y del curso para las
mujeres, y en la construcción del nuevo edificio de la escuela.
Al otro día se apareció Eulalio en la escuela. Saludó
con la misma calma de siempre y le preguntó al maestro qué
se le ofrecía. Él preguntó cómo estaba Magnolia, y Eulalio le
dijo “muy bien, gracias”; y lo miró con ojos tranquilos,
preguntando otra vez en qué podía servirlo. Quijote le pidió
que averiguase si en el pueblo había un par de vecinos que

216
supieran poner ladrillos y que se dispusiesen a trabajar a
cambio de un modesto salario en la construcción del nuevo
edificio de la escuela. Eulalio le dijo que él mismo se ofrecía,
aunque no hubiera salario, en los días en los que no estaba en
el campo; pero agregó que no sabía dirigir la construcción de
una casa de material, por lo que averiguaría si alguien del
pueblo podía asumir esa función. Quijote le agradeció mucho
su buena voluntad y le dijo que desde ya contaba con él. Se
despidieron con un apretón de manos en la puerta de la
escuela, y Quijote lo vio montar su bayo con la parsimonia
que lo caracterizaba; lo saludó llevándose el rebenque al
sobrero, y se alejó al trotecito; Quijote vio cómo en el lado
trasero derecho de su cintura brillaba el mango de su facón.
Cuando Dulcinea vino a la escuela a hacer las tareas
que el maestro le había pedido, él buscó el momento y entre
una cosa y otra, conversando sobre uno u otro vecino, le
preguntó por Magnolia. Dulcinea paró lo que estaba haciendo
y mirándolo muy fijamente le espetó:
— No comente con nadie esto; pero le digo que no
vale gran cosa; aquí sabemos cómo cuando Eulalio está
trabajando afuera, ella a veces sale con su petiso a darse
vueltas que duran más de dos horas, quien sabe si para
encontrarse con algún hombre por ahí.
Quijote le agradeció la sinceridad y tras asegurarle que
aquello quedaba exclusivamente entre ellos, la invitó a que
continuase la tarea interrumpida.
Al otro día vino Claudia a la escuela con cara radiante.
Comunicó que la Inspección había informado por radio a
Benigno que había sido aprobada la construcción del nuevo
predio escolar, para el que entraría con el techo y las aberturas
y el salario de dos albañiles, incluyendo un maestro de obras

217
que iría desde Vichadero; pero pedía que se consiguiera
alojamiento para este último, y le dieran de comer en la
escuela. También informó que le habían pedido a Benigno que
fuese a Rivera esa semana para recoger lo que la Junta
consiguió para el curso de mujeres, que era nada menos que
un par de máquinas de coser usadas obtenidas en donación,
varios rollos de lienzos diversos, y una pequeña colección de
tijeras, agujas, dedales, tizas y lápices de marcar; Benigno
garantizó que arreglaría uno de los galponcitos anexos al
comercio para que el maestro de obras se alojase allí el tiempo
que hiciera falta, y dijo que partiría al otro día a buscar esa
carga y se ofrecía para cualquier encomienda o encargo que
Manuel quisiera hacerle. Quijote se alegró de las noticias y dijo
que no necesitaba hacer ningún encargo. Entonces decidieron
con Claudia que mientras Benigno iba a la ciudad ellos irían
en el carro que ella conseguiría prestado hasta las estancias de
los Olivera y los Puñales para avisar que estaban prontos para
recibir los materiales de construcción de la nueva escuela,
cuando ellos quisieran enviarlos.
Así lo hicieron aprovechando un día con un cielo tan
claro que parecía transparente. Mientras avanzaban por el
camino Claudia le explicaba de quién era cada estancia y
quiénes vivían muy aisladamente en uno u otro punto, casi
siempre en una colina distante. Los Olivera los recibieron con
la misma cordialidad y los mismos agasajos de bebidas y
picaditos de la vez anterior; pero su hijo se mostró huraño, y
tras unas breves palabras pretextó una ocupación para
retirarse dejando un reguero de polvo con su camioneta.
Olivera los informó de que mandaría traer de la frontera de
inmediato tanto la cuota de materiales que le correspondía a
él, como la de Puñales, con el que se arreglaría después para

218
dividir lo que había pagado; y agregó que de esa forma ellos
no necesitarían molestarse en ir hasta lo de Puñales, con
pérdida de tiempo y energías. Claudia le agradeció de todo
corazón esa decisión y doña Elvira, no conteniendo más su
curiosidad exclamó, dirigiéndose al maestro:
— Mi concuñada, a la que vimos la semana pasada en
su estancia, nos dijo que Usted se hizo muy amigo de Estelita,
que vendrá a verlo uno de estos días.
Quijote no pudo dejar de sonrojarse un poco y
respondió que compartían la misma pasión por la lectura y el
cine.
— Entiendo -replicó pícara la estanciera- pero a veces
se pasa de esas pasiones a la pasión nomás....
Él, ya repuesto, dijo que todavía era muy temprano
para hacer cualquier previsión y que Estela conocía y
conocería en Montevideo a muchos muchachos interesantes.
Entonces intervino Olivera para decretar:
— ¡Pero esos montevideanos no aguantan ni una
semana en este país de cuchillas y ganado, que es el verdadero!
Quijote no supo qué responder y Elvira invitó a
Claudia a visitar sus rosales y malvones, olvidándose sin duda
de que ya lo había hecho la vez anterior; por delicadeza
Claudia no se lo recordó y le aceptó gustosa la invitación.
— Los dejamos hablando cosas de hombres- dijo
Elvira.
Cuando se retiraron Olivera bajó la voz y preguntó:
— ¿Qué sabe y qué me dice de lo de Quiñonez?
Quijote le reseñó lo que los policías le habían dicho y
el estanciero agregó:

219
— Y me dijeron que el médico constató que cuando
lo mataron estaba mamado hasta las patas, y por eso debe
haber podido resistir muy poco.
El maestro manifestó que eso debía ser así, pues un
policía había precisado que el hombre que encontró al muerto
le sintió un fuerte olor a caña en el cuerpo.
Olivera se sobó el pañuelo blanco que no faltaba
nunca en su cuello y lanzó:
— Clavado que esto es cuestión de un lío entre
contrabandistas, y los milicos tendrán que buscar al o los
culpables incluso del lado brasilero.
Quijote dijo que lo mismo pensaba Benigno, y Olivera
insistió “¡clavado que así es!”; y acto seguido le dijo que en
aquel pueblo donde parecía que nunca pasaba nada, había
mucha cosa tapada.
— Le pongo un ejemplo nomás – continuó – Usted
lo conoce a Torcuato Freitas, el de cara aindiada que estuvo
en las reuniones de vecinos.
Quijote asintió y el otro prosiguió: “pues bien, este
Torcuato que ahora anda por ahí en oficios diversos pero
legales de tropero, domador, alambrador o esquilador, hasta
hace unos años junto con un par de jóvenes de su edad
recorrían toda esta zona del lado de acá de la frontera para
levantar pedidos de productos brasileros; y después se iban a
Brasil con una recua de mulas fuertes, llevando dos o tres cada
uno; allá compraban y se volvían con las mulas cargadas a
reventar para entregar acá con buena ganancia los encargos
recibidos; pero eso sí, andaban armados hasta los dientes, por
si alguna patrulla policial que en aquel tiempo andaba por ahí
a caballo los atajaba para prenderlos y sacarles las mercaderías;

220
tenían no sólo armas cortas, sino también escopetas y alguna
Winchester 44”.
Quijote preguntó que mercaderías eran aquellas y el
otro explicó:
— De todo, desde telas y enfeites y perfumes para las
mujeres, hasta una montura completa y también una cocina a
leña o un mueble chico, pasando por cajas y cajas de bebidas
y cigarros; ¿ve ese armarito que hay ahí?; pues ese me lo trajo
Torcuato cuando recién nos instalamos aquí con mi mujer.
— Y – siguió – los estancieros teníamos que dejarles
las agachadas para que no nos rompieran los alambrados y se
nos desbandara el ganado.
— ¿Qué son las agachadas? – preguntó Quijote –.
— Son tramos de alambrado donde los postes no se
clavan en la tierra, y entonces usted puede aplastarlos hasta el
piso, para que por ahí pasen caballos, mulas y hasta un carro,
sin tener que cortar ningún alambre – explicó Olivera.
— Pero lo más grave – continuó diciendo – es que a
veces la Policía acertaba a cortarles el paso en medio de la
noche, porque Torcuato y su gente se movían solo de noche,
y ahí se armaban tremendas balaceras, que dejaban a veces
algún herido más o menos grave de uno u otro lado; una vez
murió uno de los contrabandistas, pero nos enteramos sólo
un tiempo después pues sus compinches habían logrado
llevarlo para el otro lado de la frontera.
— ¿Y nunca le pasó nada a Torcuato? – preguntó el
maestro.
— Nunca – explicó Olivera – porque como esa gente
siempre andaba con el rostro tapado por su pañuelo, y como
se los topaban en plena noche, la Policía nunca pudo probarle

221
esas fechorías; y los vecinos que se beneficiaban de sus
servicios nunca abrieron el pico.
Y remató todo lo dicho martillando:
— Lo de Quiñonez ¡clavado que es asunto de
contrabando!
En ese momento volvieron Claudia y Elvira y la
primera explicó que no quería demorarse porque andaban en
carro, por lo que agradecía nuevamente a ambos estancieros
su generosidad, y esperaría en breve los materiales, invitando
con un gesto a Quijote para retirarse.
Cuando se despidieron en la portera del patio Elvira
exclamó:
— ¡Ojalá se entiendan bien con Estelita, porque
ustedes harían una tan linda pareja!
Cuando llegaron al comercio de Benigno la tarde
comenzaba a caer. Un empleado les dio el recado de que
Eulalio había conseguido un buen peón de albañil para la
nueva escuela y reiteraba su disposición a trabajar
voluntariamente en la obra cuando estuviera libre.
Dos días antes de que empezaran las clases volvió
Benigno con su carga preciosa de la ciudad, que fue
almacenada en el interior del amplio comercio. Y al otro día
cerca del mediodía se apareció en camioneta Estela,
conducida por el capataz de su padre. Explicó a Quijote que
su padre no la dejaba manejar sola lejos de la estancia; y que
ya traía consigo el equipaje para volver a Montevideo, porque
el capataz la dejaría esa misma tardecita en la estación de tren
de Melo; y si perdía ese tren podría esperar el de la mañana
siguiente en casa de su abuela. Dicho eso agregó:
— Como ves tenemos muy poco tiempo.

222
El chofer los miraba desde la camioneta, pues aun
estaban parados en la puerta de la escuela.
Quijote la invitó a pasar y ella le indicó al capataz que
fuera a tomar algo al comercio de Benigno, que ella pagaría; y
que aprovechara a comer allí las milanesas al pan que habían
preparado para el viaje. El hombre se alejó en la camioneta
con gran cara de felicidad. Quijote invitó a Estela a pasar y le
indicó uno de los largos bancos de la cocina. Ella dijo: “No,
tu cuarto”. Él abrió grandes los ojos y musitó: “¿Estás
segura?”. Ella respondió en el acto:
— Sí lo pensé todos estos días y creo que sí; y además
ya es hora de que lo haga.
Él la ayudó delicadamente a desvestirse y se fue
admirando de sus curvas y la blancura de su piel más abajo de
su cuello, sus mangas y más arriba de sus rodillas. Ella
temblaba, aunque el día no estaba frío. Ya completamente
desnuda ella se metió en la estrecha cama. Él se enredó con
los pantalones y se olvidó de quitarse las medias. Cuando se
acostó junto a ella se dio cuenta de que también temblaba. Ella
dijo muy bajito: “vamos con cuidado que es mi primera vez”.
Él respondió que también era la suya, mintiendo sin que le
temblara la voz. Se besaron los labios, el rostro y el cuello con
furia; y después fue la vez del cuerpo entero de uno y otro.
Entonces ella se alargó boca arriba y esperó. Lo recibió con
un leve quejido y trató de acompañarle el ritmo. Él se contuvo
todo lo que pudo, tratando de ver en el rostro de ella alguna
señal del placer. Cuando le pareció que ella se aflojaba y decía
algo incomprensible, él no se aguantó más. Se quedaron
mudos y lado a lado mirando el techo. De pronto ella
exclamó:

223
— Necesito urgente algo para limpiarme y fregar la
sábana.
Él se levantó de un salto y trajo un repasador limpio y
un balde de agua que siempre guardaba en la cocina. Primero
se limpió ella; luego limpió la sábana, y después le pasó el paño
ya húmedo para que él se limpiara. Entonces se quedaron de
lado, mirándose a los ojos sin decir nada, y acariciándose
mutuamente los cabellos. Ella rompió el silencio y le dijo: -- -
Esto es secreto absoluto.
— Claro – respondió él.
— Y no me vayas a traicionar porque nos veremos sin
falta en Rivera en las vacaciones de julio; si me traicionás te
mato – agregó Estela.
— ¿Y cómo vamos a tener noticias uno del otro en
todos estos meses? – indagó Quijote.
— Yo le mandaré cartas a mi abuela de Melo, para que
cuando pueda te las haga llegar con alguien que venga para
estos lados – explicó ella
Y prosiguió:
— Y vos dale tus cartas a Benigno para que las ponga
en Vichadero o Rivera cuando vaya hasta allá; ahora mismo te
anotaré mi dirección.
Quijote se levantó otra vez sin demora, y trajo del
roperito que había al lado de la cama su agenda de anotaciones
personales. Estela escribió con letra menuda y muy prolija su
dirección montevideana. Hecho eso él empezó otra vez a
acariciarla, y se repitió, ahora más dulce y con menos apuro,
el primer sexo que habían compartido. Esa vez el paño y el
balde estaban al alcance de la mano. Tras comprobar que la
sábana casi no tenía huellas de lo sucedido ella empezó a
vestirse con calma, y él la imitó. Ella preguntó donde había un

224
espejo y él le explicó que en el baño del patio. Allá fue Estela
con su cartera y volvió límpida como una flor. Quijote la
recibió dentro de la escuela con una sarta de besos. “Cuidado
que me vas a despeinar y a ajar la ropa, y el capataz o Benigno
y Claudia podrían olerse algo”. Entonces él moderó su
entusiasmo y la besó varias veces pero ahora muy suavemente,
antes de transponer la puerta de entrada. Ya separados y
mirándose de soslayo caminaron hasta el comercio, donde el
chofer departía animadamente con la Directora y su novio.
Claudia le dio un beso a Estela y Benigno le dio la mano y una
palmadita en la mejilla. Ya estamos al tanto de tus horarios y
no queremos atrasarte, -dijo Claudia mirando a Estela-; para
agregar:
— Manuel ya nos contará tus nuevas.
Estela agradeció su comprensión e invitó a su chofer
a seguir el viaje. En el amplio patio delantero del comercio,
que nada separaba del camino, Estela le dio la mano a Quijote,
saludó con el brazo levantado a Claudia y su novio, y subió a
la camioneta. Quijote la acompañó con la mirada hasta que el
vehículo se perdió de vista.
Cuando entró al comercio Claudia y Benigno
prorrumpieron en un simultáneo:
—¿Y?
Quijote se encogió de hombros y soltó:
—Hablamos mucho todo este rato, y creo que nos
entendemos bien; pero hay que ver qué pasará cuando
estemos lejos.
Benigno lo miró con cara de quien dice “¿Y sólo
hablaste, nabo?”; pero no dijo nada. Claudia dijo que se
alegraba de que la relación siguiera viento en popa, porque
como dijo doña Elvira, hacían una linda pareja. Quijote

225
pretextó que debía comer el almuerzo tardío que tenía ya
preparado, y se fue para meditar tirado en su cama y feliz lo
que había pasado. Después comió con buen apetito y lavó
cuidadosamente el repasador que había usado con Claudia,
para ponerlo a secar en la cuerda del patio. La tarde se
prolongaba en medio del acostumbrado silencio. Quijote salió
al patio y allí estuvo mucho tiempo sentado en un tronco,
mirando las lejanas cuchillas y apreciando los variados verdes
y amarillos del paisaje, y pensando qué sería de él y de Estela.
Y se acostó temprano pues a la mañana siguiente se
reiniciarían las aulas.
Los alumnos volvieron con el acostumbrado bullicio
de cualquier inicio de año. Reunidos todos en el patio, se
interrumpían unos a otros para contarles y preguntarles a los
maestros las novedades del período de vacaciones. Dos de
los muchachos mayores sacaron a relucir el asesinato de
Quiñonez. Y Claudia y Quijote pusieron a todos al tanto de
lo que sabía, o, mejor dicho, no sabía, la Policía. Más de uno
dijo que en su casa se aseguraba que aquello era asunto de
contrabandistas brasileros. Claudia cortó el tema para
informarles las buena noticia del inminente inicio de la obra
de la nueva escuela y de la llegada de los materiales para el
curso de la mujeres. Todos los alumnos festejaron esas nuevas
con un prolongado aplauso. Claudia comprobó con felicidad
que entre ellos estaban los dos alumnos que había tenido que
reprobar recientemente. Cuando le tocó a Quijote relatar sus
nuevas, se limitó a decir que había estado con sus padres y les
resumió las actividades del Carnaval riverense. Algunas niñas
lo miraban con la misma expresión maravillada que la que
hubieran tenido si él les hubiese hablado de París o de Pekín.

226
Entonces Claudia dijo que ya bastaba de noticias, y que cada
uno fuera a su salón para empezar los trabajos del año.
A los pocos días llegaron los primeros materiales y el
maestro de obras, y comenzó la construcción de los cimientos
de la nueva escuela. Casi simultáneamente se puso en marcha
los domingos de tarde y bajo la supervisión de las dos
profesoras voluntarias el curso de corte y costura para las
mujeres. Concurrían una docena de alumnas con igualdad de
representación entre solteras y casadas; sin querer y a veces
queriendo Claudia oía al pasar algunos de los animados
comentarios de aquellas mujeres y rápidamente percibió que,
más allá del aprendizaje de un oficio, lo que aquella actividad
proporcionaba era la oportunidad para que las alumnas y
profesoras tuviesen un espacio de socialización permanente,
antes inexistente en el pueblo; así ora pescaba un comentario
sobre las dificultades en sus respectivas casas, ora sobre la
crianza de los hijos, o sobre noviazgos presentes o posibles en
el futuro, o sobre tal o cual hombre que se excedía en la bebida
o era propenso a la violencia; a esos temas se agregaban los
intercambios sobre las músicas y alguna noticia que aquellas
que tenían radio portátil traían como novedades para las que
no lo poseían aun; una sola vez oyó una charla sobre política
y después al pasar Celeste le dijo que habían decidido que en
ese grupo, para evitar cualquier desavenencia que perjudicara
las labores, estaba prohibido comentar asuntos de política o
de religión.
Poco después dio inicio el nuevo curso de
alfabetización, y como esa vez se inscribió la mitad de
alumnos que la vez anterior, incluyendo a dos que ya habían
cursado el año anterior, esa tarea quedó a cargo de Quijote.
Esa vez empezó directamente por el intercambio de ideas

227
sobre la vida de cada alumno y sobre las condiciones de vida
en el pueblo y en la zona. A partir de ahí eligió las palabras
que a los alumnos le resultaban más significativas, y de ellas
sacó sílabas y fonemas que fue destacando para con ellos
formar nuevas palabras y pequeñas frases; entonces introdujo
algunas frases de Artigas y su Reglamento de 1815; entre las
frases las que más gustaron a los alumnos fueron “sean los
orientales tan ilustrados como valientes”, y “nada podemos
esperar sino de nosotros mismos”; Quijote aprovechó a
remarcar que la primera era una invitación a la escolarización
de jóvenes y adultos, empezando por aquella alfabetización de
la que ellos eran protagonistas; de la segunda destacó que con
ella Artigas no favorecía el individualismo de cada persona
aislada, sino la tarea colectiva que a principios del siglo XIX
buscaba construir una gran República Federada en la región
de los ríos de la Plata y Paraná, y que aquí y ahora se
materializaba en las tareas que aquel pueblo emprendía gracias
a su Asociación de Vecinos. No se privó de echar mano a
algunos breves textos didácticos, pero a ellos les sumó la
lectura progresiva de la primera parte del Quijote, explicando
palabras y circunstancias que eran desconocidas de los
alumnos; para incentivar la lectura casera, y ya que en casi
ninguno de los ranchos el pueblo había un libro, organizó un
sistema de préstamo de algunos de los libros de la pequeña
biblioteca escolar; para tanto enseñó a forrarlos con papeles
que poseía la escuela y casi nunca descubrió en los ejemplares
devueltos una y otra vez alguna manchita de café o mate en
esos forros.
La actividad colectiva ensalzada por el maestro a la luz
del llamado de Artigas recibió un nuevo espaldarazo cuando
el radioaficionado amigo de Benigno que operaba desde

228
Rivera le comunicó que la Junta Departamental hacía saber
que ya había una empresa seleccionada y contratada para
empezar a servir a Coronilla desde y hacia Vichadero, y que
aquella línea comenzaría a más tardar en tres meses. Al mismo
tiempo se informaba que ni el Gobierno Departamental ni
UTE veían posibilidad en el futuro inmediato de hacer llegar
al pueblo la luz eléctrica, pero que las gestiones continuarían
mediante contactos en Montevideo, tanto con el Parlamento
y Gobierno nacional, como con la Dirección de la empresa
eléctrica.
La Junta Directiva de la Asociación de Vecinos
convocó una asamblea, que resultó más concurrida que
ninguna de las ya realizadas; allí se empezó primero por
destacar el buen andamiento del curso para las mujeres y del
nuevo grupo de alfabetización; hubo un gran aplauso para el
esfuerzo de las mujeres y de los vecinos en general; a
continuación se constató el avance en la construcción de la
nueva escuela, con felicitaciones especiales a los dos albañiles
contratados por la Inspección y a Eulalio y un par de vecinos
más que usaban parte de sus horas libres para dar una mano
en la obra; para la hechura del contrapiso se pedía
anticipadamente la colaboración por un par de días de más
voluntarias y voluntarios; Claudia informó que ya había
contactado a través de la radio de Benigno a la Inspección
Departamental y que ésta había confirmado que en pocos días
llegarían las maderas y chapas para el techo y las aberturas;
entonces el aplauso fue tan grande o mayor como el primero.
Aprovechando estratégicamente el entusiasmo Leandro
informó que infelizmente no había en el futuro cercano
ninguna posibilidad de que llegara la luz eléctrica, pero como
un buen discípulo de la retórica griega, inmediatamente sacó

229
a relucir la grata noticia de que pronto recibirían su ómnibus
semanal; ese anuncio hizo callar instantáneamente los pocos
murmullos de desánimo que habían cundido aquí o allí, y
arrancó una celebración unánime en la que se mezclaron
palmas y gritos. Una mujer preguntó si no se podía pedir que
el ómnibus hiciese su recorrido dos veces por semana y la
Junta puso aquella sugerencia a votación; fue apoyada por casi
unanimidad y los que votaron en contra siguieron la opinión
de una señora de ojos tristes y manos inquietas que hizo notar
que no sería bueno salir pidiendo demasiado, porque ello
hacía correr el riesgo de perder lo que ya se había logrado;
pero la gran mayoría no siguió ese parecer, convicta de que
nada se perdería al pedir tan poco más. Acto seguido se
preguntó si había algún día de preferencia para hacérselo saber
a la Intendencia y la empresa seleccionada. Varias fueron las
opiniones vertidas, con diferente o ninguna sustentación.
Finalmente se impuso la opción propuesta por Dulcinea, que
tenía en cuenta la posibilidad futura de que alguna maestra o
maestro casada o casado tuviera que venir y volver a
Vichadero todas las semanas, lo que exigía que el ómnibus
viniera los lunes de mañana temprano y volviera ese mismo
día al mediodía, y repitiera esos mismos horarios los viernes.
Algunas voces hicieron notar que no todos los vecinos
podrían ausentarse durante casi una semana si fueran a
Vichadero o a otro lado haciendo conexión allí; pero Dulcinea
respondió que en ese caso tendrían que hacer como ahora, a
saber, o viajar con don Benigno, o conseguir un transporte de
fortuna para la ida o la vuelta. Ese argumento conquistó la
adhesión de la gran mayoría, y se encargó a Benigno de hacer
saber a Rivera el pedido y la sugerencia recién aprobados. Y
en medio del júbilo que creaba varios corrillos de mujeres aquí

230
y allí, y empujaba a algunos hombres hacia el mostrador de
Benigno, la asamblea levantó aquella sesión.
Tres semanas después la escuela tenía paredes y
contrapiso prontos y se iniciaba la colocación del techo,
preludiando la de las aberturas. Al mismo tiempo Benigno
anunció que Rivera aceptaba el pedido y sugerencia sobre la
frecuencia del ómnibus, porque la empresa ya los había
aprobado, para empezar muy en breve la operativa.
Y así llegó el día memorable en el que un gran
escarabajo anaranjado se mostró, resoplando tras vencer la
última curva, a la casi totalidad de las mujeres del pueblo, a los
alumnos que habían recibido permiso para abandonar sus
clases, a los maestros y a algunos hombres que
circunstancialmente no estaban ocupados en sus labores
camperas; en su carrocería cabía una veintena de pasajeros, y
los asientos en doble fila estaban bien separados entre sí,
como para que los viajantes pudiesen acomodar sin gran
dificultad algún bulto entre ellos; la cabina del chofer estaba
separada sólo por una media mampara de la cabina de
pasajeros, lo que permitía una fácil comunicación, a pesar de
que un cartel colgado encima de la ventanilla delantera avisaba
a quien supiera leer “prohibido hablar con el chofer”; sobre el
techo brillaba la parrilla que permitía transportar abundante
carga e incluso a algún pasajero en un día sin lluvia, si la cabina
estuviera repleta, o si la inveterada costumbre del aire libre
hiciera optar a algún gaucho por acomodarse allí y no en los
asientos; el único precio que se pagaba era tener que comerse
el infaltable polvo del camino. Toda la pequeña multitud
rodeó al ómnibus, del que bajó un chofer bajito y bigotudo,
con una gorra gris que se sacó al instante para dejar ver un
cabello de igual color; saludó con un gesto de enviado de los

231
dioses, y dejó que muchos niños y alguna mujer tocase con
deleite esta o aquella parte de la carrocería, y en especial el
capot puntiagudo que abrigaba en la parte delantera el motor;
para facilitar la observación el chofer abrió el capot y mostró
el potente motor, que alguno de los pocos hombres presentes
que miraban en segunda fila comentó que sólo había visto uno
de igual tamaño en un camión o un tractor de los grandes;
después el chofer prolongó la alegría general cuando abrió la
única puerta disponible, del lado delantero y al lado del asiento
del chofer para invitar a todos los presentes a subir por turnos
y observar en detalle el interior del vehículo; primero subieron
los niños, entre gritos y empujones, aunque los maestros
pusieron orden de inmediato; después fue el turno de las
mujeres; y por último subieron los hombres, con aire de que
ya sabían lo que verían. Terminada la visita el chofer anunció
orgulloso:
— Si Dios quiere estaremos aquí todos los lunes y
viernes, y les aviso que en camino sin barro este bólido puede
alcanzar los sesenta quilómetros por hora, con la carga de
pasajeros completa.
Por sus caras Quijote notó que varios de los presentes
no entendieron lo del “bólido”, pero todos, menos los
hombres, aplaudieron. El chofer preguntó entonces si alguien
lo acompañaría ya ese lunes de vuelta a Vichadero. Un par de
mujeres le informaron que dispondrían lo necesario en sus
casas para hacer el viaje, y un viejito jubilado, petiso y con las
piernas muy combas, pañuelo colorado y un gran sobrero
negro, avisó que también iría, trayendo consigo a su mujer que
se había quedado en el rancho. El grupo se fue dispersando
poco a poco y el chofer fue invitado a tomar algo en el
comercio de Benigno.

232
En esos días llegó la primera carta de Estela, dejada en
la escuela por una camioneta que proseguía rumbo a Brasil.
Quijote había esperado hasta entonces para escribirle, para no
parecer desesperado; y ahora le resultaría más fácil, pues si
faltase algún vehículo para llevar su carta hasta Vichadero u
otra ciudad para despacharla desde allí a Montevideo, ahora el
chofer del ómnibus podría ponerla en el Correo en Vichadero,
y llegaría a manos de Estela un par de días después. Lo
primero que notó Quijote fue la letra menuda y prolija que ya
conocía, y el perfume que exhalaba el papel azulado de la
misiva. En ella Estela le decía que no olvidaba ni un instante
los momentos felices pasados en la escuela y que contaba los
días para volver a verlo en Rivera en julio; agregaba que por
suerte se distraía con su otra pasión que era la Veterinaria, y
que las clases teóricas y sobre todos las prácticas hacían que el
tiempo pasase volando; y daba algunos ejemplos de los
nuevos conocimientos que iba adquiriendo para el trato de
animales domésticos, vacunos, lanares y equinos, e incluso
para algunas aves de corral; la carta concluía con un beso
marcado con el lápiz de labios que había coloreado su boca.
Quijote le contestó renovando su amor e informando de la
nueva del ómnibus que ahora le permitiría a ella hacerle llegar
cartas sin necesitar pasar por la intermediación de su abuela y
siguió con las nuevas de la escuela y de su trabajo; y terminó
dibujando un gran corazón debajo de su firma.
La escuela recibió los retoques finales y para sumar
una fiesta a la otra Claudia y Benigno decidieron marcar para
ese momento su casamiento. La Inspección y el cura fueron
sondados para saber las fechas que le resultaran más prácticas
a una y otro, y al final se eligió un sábado, en el que las clases
de alfabetización fueron suspendidas. El comercio de

233
Benigno y el predio escolar nuevo fueron engalanados
simultáneamente, con guirnaldas de papel y telas coloridas
confeccionadas por las mujeres del curso de corte y costura
y/o de la Asociación, y recibieron racimos de las flores que la
estación hacía brotar en las casas y en los campos de los
alrededores. La Asociación repitió los preparativos de la fiesta
de fin de año. Quijote contribuyó a ellos recorriendo a caballo
a los tres estancieros que habían hecho donaciones para
aquella fiesta; ahora y gracias al continuo entrenamiento
montaba mucho mejor y se permitía largos galopes, aunque el
trote todavía le dolía. En las tres estancias fue tan bien
recibido como antes, y obtuvo la garantía de la donación de
los corderos requeridos. Leandro y Eulalio hicieron similar
pedido en las dos estancias en las que en el momento estaban
trabajando, o para las que habían trabajado en el pasado
inmediato, y en cada una de ellas consiguieron un cordero. El
acordeonista y el guitarrista confirmaron su presencia.
Benigno se aseguró de que no faltase el vino, ni la caña ni los
refrescos; gratis en su casamiento, y a precio de costo para la
escuela. Las mujeres de la Asociación se organizaron para
llevar abundantes salados y dulces.
Llegó el sábado elegido y como el día amaneció muy
nublado los asadores decidieron preparar los corderos en uno
de los salones de la escuela vieja, cuidando para que ninguna
chispa incendiase la quincha. Aparecieron en el mismo
vehículo el cura y el Inspector Departamental de Primaria,
acompañado por una secretaria; estos últimos venían directo
de Rivera y habían recogido al primero en Vichadero. Antes
habían llegado en sus respectivas camionetas los estancieros
Olivera, Puñales y Wilson, y otros tres estancieros de la zona,
todos acompañados por sus mujeres e hijos, con la excepción

234
del hijo de los Olivera. En otra camioneta grande llegaron los
padres, un par de hermanas de Claudia y un fotógrafo. Los
ilustres visitantes y la importante asistencia de vecinos
ataviados con sus mejores ropas recorrieron los dos salones y
demás dependencias de la nueva escuela; los salones, la
cocina-comedor y el cuarto del maestro eran más amplios; la
cocina tenía incluida la pileta; y el baño, que quedaba dentro
del edificio tenía azulejos, un wáter reluciente, y un box que
además de contener una tina móvil, servía también para
ducharse con una ducha alimentada por una caja de agua
situada en el techo, que se podía llenar con baldes, y en el
futuro deseado pero aún indefinido, con una bomba a
gasolina o eléctrica que pudiese conectar directamente el pozo
a esa caja de agua. Los visitantes y vecinos comprobaron la
buena iluminación de los salones y la fuerte estructura del
techo, pensada para resistir los vendavales y copiosas lluvias,
tan comunes en la zona. Las baldosas del piso brillaban a la
luz que entraba a raudales por las grandes ventanas. Los
pupitres, demás muebles y pizarrones, habían sido limpiados
y lustrados para la ocasión y lucían como seminuevos. La
comitiva que desfiló por el edificio se dirigió luego al patio
donde, en una vitrola a manivela traída por el Inspector,
sonaron las notas del Himno Nacional. Acto seguido Claudia
invitó al Inspector a hacer uso de la palabra. El hombre sacó
del bolsillo superior de su saco un par de hojas que allí yacían
dobladas y con voz pulida por la experiencia docente
pronunció un breve discurso en el que reivindicaba en aquella
obra la continuidad de la apuesta civilizatoria vareliana y de la
consolidación de la nacionalidad en el área fronteriza; felicitó
a la Directora, tanto por su labor al frente de la escuela como
por su casamiento, y al nuevo maestro por su labor con niños

235
y adultos; agradeció a los generosos donantes que hicieron
posible el nuevo edificio, citando por su nombre a los señores
Olivera y Puñales; destacó el empeño del vecindario para
hacer posible la nueva escuela, y le deseó un futuro aún más
venturoso que el presente de la mano de la educación pública,
laica y gratuita abierta a todos. Y terminó dando vivas a la
Escuela, a Coronilla, a Rivera y al Uruguay.
Fue aplaudido con convicción, y Quijote pensó que
habría que explicarle a los alumnos jóvenes y adultos el
significado de una empresa civilizatoria, y quién fue José
Pedro Varela. Pero ya tomaba la palabra Claudia para repetir
en palabras improvisadas los conceptos vertidos por el señor
Inspector, destacando la invalorable contribución del maestro
Manuel Emilio Alonso Quijano, para terminar invitando a los
presentes a la ceremonia de su casamiento, que se realizaría de
inmediato en el patio del comercio de Benigno, para volver
después al patio escolar y allí disfrutar de las comidas y
bebidas disponibles.
El acto solemne culminó con las notas del Himno a la
Bandera. La multitud aplaudió con más fuerza aun que la
usada para premiar el discurso del Inspector, y se fue
desgranando rumbo al comercio. Entre comentario y
comentario los corrillos miraban al cielo deseando que la
lluvia esperara el tiempo necesario, y aguardaban la aparición
de los novios. Al poco rato se hicieron ver el cura y el novio,
poniéndose al lado del altar improvisado, donde ya
aguardaban la madre y hermanas de la novia; Benigno, a falta
de familiares conocidos, estaba representado por sus tres
mejores amigos, uno del pueblo, otro de Vichadero, y el
radioaficionado de Rivera. Y una media hora después
irrumpió una transformada Claudia, maquillada como

236
raramente se la había visto y arrastrando un vestido blanco de
larga cola que sostenían una pareja de niños del vecindario;
venía de la mano de su padre. Las mujeres presentes no
pudieron contener expresiones de admiración, y las solteras
mostraron claras señales de arrobo. El padre entregó la mano
de la novia a Benigno y se juntó a su mujer e hijas. El cielo se
cerró y se levantó un viento que arrastraba remolinos de tierra.
El cura procedió al oficio con la mayor celeridad que pudo,
tapándose de tanto en tanto la boca para no morder polvo.
Ya terminaba la ceremonia cuando el agua se descolgó
con furia. El cura, ya protegido por el paraguas de una vecina,
pronunció las frases rituales finales y los novios se besaron,
La asistencia aplaudió y se apresuró a entrar muy apretada a
alguno de los galpones anexos que tenían sus puertas abiertas,
y al comercio, donde ya se habían refugiado el Inspector y los
estancieros con sus familiares. Benigno comentó que por
suerte se habían sacado las fotos para el recuerdo antes de que
comenzara la lluvia, e invitó a todos los refugiados a esperar
un poco a que amainase, para cruzar de nuevo hacia la escuela.
Claudia, antes mismo de sacarse el traje de novia instruyó a
Dulcinea y a los otros integrantes de la Directiva de la
Asociación para que arrinconasen los muebles escolares en la
nueva escuela y que abriesen también el predio de la vieja para
que la gente, aunque fuera de pie, pudiese recibir en ambos
locales y al abrigo, los manjares preparados para la ocasión.
Muy pronto el diluvio se redujo a una fina llovizna y
la gente empezó a dirigirse a la escuela. Quijote sirvió de
anfitrión distribuyendo la gente entre uno y otro predio,
cuidando para que el Inspector, el cura, los estancieros, el
fotógrafo, los dos músicos y los familiares de la novia,
quedasen en el nuevo. Dulcinea y algunas mujeres voluntarias

237
fueron sirviendo a todos, distribuyendo los pedazos de
olorosa carne y las bebidas. Claudia recibió valiosos regalos de
los estancieros y de su familia, donde destacaban un juego de
té de plata, un jarrón de fina porcelana y un espejo de tocador
finamente encuadrado; de Quijote recibió un amplio
portafolios de cuero, traído por el Inspector, regalo que se
sumó a tres adornos modestos para mesa o cómoda que
Dulcinea le entregó a nombre de todos los vecinos. La recién
casada se sacó fotos con los regalos y los obsequiantes, y
agradeció a unas y otros con los ojos nublados; y, como buena
Directora, siguió ordenando la fiesta. Quijote departía con
Benigno, el Inspector, el cura y los estancieros que se habían
juntado en un rincón del predio nuevo; en otro rincón las
mujeres de los estancieros y las hermanas de Claudia hacían
su rueda particular; Claudia y las voluntarias circulaban en
ambos predios, vigilante para que nada faltase. Afuera la lluvia
arreció nuevamente y había que pasar de un predio al otro
cubriéndose con un paraguas, un poncho o alguna capa. El
fotógrafo siguió heroicamente con su trabajo.
El cura preguntó a Quijote si había habido alguna
novedad en el feo asunto de Quiñonez, y él contestó
negativamente, al menos según lo que él sabía desde que un
policía le informó que estaba descartado que el hombre que
encontró el cuerpo fuera el asesino, porque había varios
testigos de que en toda la semana en la que ocurrió el crimen
ese hombre estuvo trabajando en una lejana estancia sin nunca
ausentarse de allí.
Uno de los tres estancieros que Quijote no conocía
terció para decir que había oído que la Policía dirigía sus
miradas hacia el Brasil, donde los brasileros continuaban

238
haciendo averiguaciones. Olivera asintió y exclamó con su
acostumbrada convicción:
— Ya lo había dicho yo; está clavado que eso es
asunto de contrabandistas.
Los otros estancieros y Benigno aprobaron
explícitamente aquella tesis, recordando las épocas no muy
distantes de las balaceras. Uno de los estancieros que el
maestro aun no conocía agregó que lo que más le preocupaba
ahora era una noticia que le habían traído dos peones según la
cual una plato volador estaba apareciendo todas las semanas,
y más especialmente para el lado de uno de los campos de los
Ramírez. Puñales y otro de los estancieros que Quijote no
conocía manifestaron que había recibido esa misma
información a través de algunos de sus peones; Olivera
exclamó que eso debía ser cosa del saiternoscú, y los otros lo
miraron con cara de no entender; pero rápidamente Wilson
acotó que incluso en Europa había oído que algunos
científicos defendían la idea de que podríamos estar siendo
visitados por marcianos, discrepando sobre si sus intenciones
serían buenas o malas. Olivera preguntó quiénes eran esos, y
le dijeron que provendrían de Marte; entonces Olivera pidió
que le mostrasen la localización exacta de Marte y Wilson le
respondió que eso era imposible de día, pero que si en una
noche clara mirase al cielo, vería una estrella rojiza y brillante,
y que esa era Marte. Olivera pareció tomar nota mental de la
información, y los estancieros preguntaron al Inspector si
aquél tipo de viaje era posible. El Inspector carraspeó y dijo
que si nosotros desde la Tierra habíamos empezado a mandar
satélites al espacio, incluyendo a los primeros con un
tripulante, no se podía negar en principio la posibilidad de que
naves tripuladas llegasen de otros planetas, si es que allí había

239
seres capaces de construirlas. Olivera preguntó qué era
tripulante y tripulación y el Inspector se lo aclaró con
paciencia.
La lluvia cesó de pronto y el cielo comenzó
lentamente a abrirse, pero era imposible andar y mucho
menos bailar en el patio, pues su tierra tenía enormes charcos
barrosos. En ese momento y como ya todos los invitados
habían sido servidos por lo menos una vez, el acordeonista y
el guitarrista preguntaron a Benigno si podían empezar la
música. El Inspector dijo que se podrían turnar en uno y otro
predio escolar los músicos y la vitrola, pues él, casualmente,
además de los himnos, había traído consigo un par de discos
de música bailable. Benigno acató jubiloso aquella sugerencia
y propuso que ya que la vitrola estaba en el predio nuevo, allí
se usaran primero los discos, y que los músicos empezarían su
labor en el predio antiguo. Así se hizo, pero antes, el primer
vals, bailado por los recién casados y por el padre de la novia
con ella, fue animado en el predio nuevo por la pareja de
músicos. Todos los vecinos que ocupaban el predio viejo se
apretaron dentro del nuevo, o miraron por la puerta o las
ventanas aquel baile ritual. Y aplaudieron hasta que les
dolieron las manos. En seguida la pareja de músicos se
trasladó al predio viejo y el baile se generalizó a fuerza de
acordeón, guitarra y vitrola. Los recién casados se retiraron
con aplauso general hacia el comercio, mientras el asado
restante y las bebidas continuaron circulando. A media tarde
se despidieron el Inspector, el cura, los estancieros, el
fotógrafo y los parientes de Claudia. Pero el baile continuó
hasta al atardecer, cuando los músicos, ya bien entonados,
confesaron su cansancio; también paró la vitrola, los pocos
restos fueron distribuidos entre las vecinas que se dispusieron

240
a recibirlos, y el grueso de sus invitados abandonó la escuela
para volver a su casa; sólo se quedaron Quijote, Dulcinea y
dos vecinas que vivían cerca, para poner el orden mínimo en
los dos predios, hasta la limpieza a fondo que se haría al día
siguiente.
Todavía no se habían apagado los ecos del casamiento
de Claudia y Benigno cuando llegó otra carta de Estela y
apareció nuevamente la camioneta policial. Estela festejaba a
la vez el hecho de que pronto encontraría a su amado en
Rivera, y los buenos resultados que había obtenido en las
pruebas parciales de mitad de año; concluía diciendo que todo
indicaba que el amor hacía bien al estudio y se despedía
estampando un beso en el papel, como lo había hecho antes.
Aprovechando que al día siguiente el ómnibus visitaría el
pueblo, Quijote le escribió una carta de respuesta de
inmediato; le contó las noticias del casamiento estelar del
pueblo y los rumores de los platos voladores; y terminó
coincidiendo con ella en la expectativa por el pronto
reencuentro.
Cuando la terminó la camioneta policial ya había
abandonado el comercio y estacionó frente a la escuela. Se
bajaron los dos mismos milicos que habían venido antes y él
esperó que le preguntaran o lo informaran sobre el asesinato
de Quiñonez. Pero para su sorpresa y apenas se sentaron tras
los saludos de rigor, le dijeron que andaban en una misión
determinada desde la Jefatura de Rivera en relación a la
aparición de platos voladores en la zona; y de inmediato el
galonado le preguntó si él había visto u oído algo al respecto.
Quijote le preguntó si había alguna noticia sobre el
asesinato de Quiñonez y el galonado dijo que eso ahora estaba
en manos de sus colegas brasileros y que esperaban sus

241
noticias, cuando las tuvieran. Entonces Quijote le dijo que
nunca había visto algo que pudiera ser un plato volador ni en
aquella zona ni en otro lugar, a no ser una gran bola de fuego
que pasó por arriba de Rivera hacia el Brasil cuando siendo un
niño de unos siete años terminaba de jugar al fútbol con
vecinos en la calle, con la noche ya iniciada; pero que sus
estudios posteriores lo llevaron a interpretar aquello como un
meteorito que terminaba de consumirse al entrar en la
atmósfera terrestre, y no ningún plato volador. Dicho eso
agregó que sí había oído hablar de aquel tema a dos
estancieros que habían venido al casamiento de la Directora,
los que habían dado como fuente de esa información a
algunos de sus peones.
El galonado dijo que estaban allí precisamente para
interrogar a esos peones y enterarse de primera mano sobre el
lugar y características de esas apariciones; para lo cual
visitarían varias estancias de la zona. Y, como la otra vez, los
milicos se despidieron pidiendo al maestro que los informara
a través de la radio de Benigno si se enterase de algo nuevo
sobre ese tema.
Llegó el viernes tan esperado y Quijote tomó el
ómnibus. Esa vez no pudo dormir en el trayecto de Vichadero
a Rivera, pues pensaba intensamente en Estela, tanto más que
tendría tan pocos días para estar con ella. Ese trayecto le
pareció mucho más largo que otras veces y concluyó que
Yupanqui se había equivocado cuando en “De Corrales a
Tranqueras” cantó que el amor hace más cortas las distancias.
Por fin apareció la ciudad y Quijote casi estuvo tentado de
pasar primero por la casa de los padres de Estela, antes
mismo de ver a los suyos. Pero desistió de la idea, pues prefirió
bañarse y arreglarse como convenía a la ocasión. Esa vez su

242
madre estaba prevenida y un almuerzo tardío lo esperaba ya
pronto. Su padre volvió casi en seguida del Liceo y Quijote
contó a ambos las novedades, sin necesitar repetir las
historias. Su madre quiso saber noticias de Estela y quedó
impactada con la magnitud de la fiesta de casamiento de
Claudia, agregando de inmediato que ella se lo merecía. Le
contestó que iría esa misma tardecita a ver a Estela y
compartió la idea de su madre sobre los méritos de Claudia.
Su padre hizo una breve exposición sobre los pro y los contra
que había leído y oído sobre los platos voladores; en resumen
– concluyó- a favor está la posibilidad estadística de que en
vista del gigantismo del Universo, quizá infinito, no seamos
los únicos seres inteligentes que lo habitan; y los argumentos
en contra consisten en el tiempo que una nave espacial,
cualquiera que fuere su tecnología, necesitaría para transponer
esas enormes distancias; al punto que quizá cuando alguna
pudiese llegar a la Tierra no sería imposible que la Humanidad
ya hubiera dejado de existir; claro – concluyó- que esa
contrariedad caería si hubiera pasajes entre diversas
dimensiones espaciales, que acortaran muy significativamente
los tiempos, pero esta es una idea que ni la Física más
avanzada tiene actualmente condiciones de testar con fuerza.
Quijote admiró la diversidad y actualización de los
conocimientos del viejo profesor y puso fin al tema diciendo
que se prepararía para visitar a Estela. Cuando llegó a su
puerta el corazón le latía tan fuerte como cuando habían
hecho el amor en la escuela. Como la primera vez lo atendió
la empleada bien vestida que ya conocía y después de
manifestar su alegría por recibir nuevamente al señor maestro,
lo hizo pasar a la sala de estar. De inmediato aparecieron
juntas Estela y su madre. De ambas recibió un beso en la

243
mejilla y concluyó que Estela no había contado ni a su madre
hasta dónde había llegado la relación entre los dos. La madre
le ofreció un refrigerio que él no aceptó, explicando que había
desayunado tardíamente hacía poco; la dueña de casa dijo
entonces que entendía que lo que querían él y Estela era
hablar solos, y que los dejaría en el acto, pidiendo disculpas
por la ausencia de su esposo, que estaba en la estancia. Estela
explicó que preferían caminar y su madre despidió a ambos
con un beso.
Ya en la calle Estela le explicó que no podrían hablar
en su casa pues nada impedía a su madre arrimarse a escuchar
o mandar a la empleada para que lo hiciera. Tomaron la
dirección del cerro más cercano, y cuando llegaron a la última
casa de la pendiente que acababan de subir, se dieron las
manos. Quijote le dijo que conocía aquel cerro desde su
infancia, donde iba a remontar cometas que un inquilino de
su abuelo le preparaba especialmente para la Semana de
Turismo.
— Semana Santa, le decimos en casa – anotó ella.
— Sí, Semana Santa – corrigió Quijote; y la fue
guiando hacia el viejo edificio vacío y de ladrillos sin revocar
que alguna vez había sido un proyecto de hospital que nunca
fue concluido.
Entraron hacia la primera pieza, que como todas las
otras no tenía techo, ni ventanas, ni puertas ni piso, y estaba
poblada de yuyos que a veces alcanzaban casi un metro de
altura. La recostó contra una pared ladeada por un pasto
corto, y la besó con dulzura primero, con fuerza después y
con dulzura finalmente. Trató de remangarle la falda pero ella
dijo que allí ni soñando lo haría. Él preguntó si podrían
hacerlo en el único motel del que había oído hablar sin jamás

244
frecuentarlo, o en uno de los pocos hoteles de Rivera o de
Livramento, porque tenía sólo cinco días a su disposición. Y
ella respondió que allí tampoco, porque cualquiera podría
enterarse y contárselo a sus padres, pidiendo que él
consiguiese con algún amigo una casa o apartamento donde
pudieran encontrarse con discreción.
Él se decepcionó pronto de aquel juego de llueve pero
no moja, y ella suspiró aliviada cuando salieron del caserón
lúgubre para bajar hacia el centro. Quijote le dijo que buscaría
al amigo capaz de atender al pedido que ella hacía y hablando
menos que en la venida llegaron a la casa de Estela. Se dieron
cita en dos días para ir a la sesión de matinée del cine. Quijote
durmió mal esa noche pensando en los amigos que reuniesen
las condiciones adecuadas al pedido de Estela. Y tras revisar
el caso de una docena se quedó con dos; uno tenía un padre
que vendía para diversas empresas viajando por el sur de
Brasil, mientras su madre acostumbraba frecuentar el segundo
club social en importancia de la ciudad para reunirse con un
grupo de señoras que tomaban el té y organizaban obras de
caridad; el otro era huérfano de padre y su madre trabajaba
todos los días de la semana en horario comercial como
dependiente en una tienda; entonces cayó en la cuenta de que
los más allegados de su generación aún no tenían una
situación financiera que les permitiese establecerse en casa
alquilada, a no ser cuando ya eran casados y su mujer
completaba el ingreso familiar para hacer posible la residencia
independiente; pero estos últimos no contaban para el
problema que ahora debía resolver, pues Estela no quería
ningún testigo, y para ello, tanto el amigo como su mujer
tendrían que estar ausentes en el horario elegido, y, además, el
amigo podría soplar a su cónyuge el por qué de su pedido nada

245
habitual, poniendo en peligro el secreto exigido por Estela. Al
otro día desayunó rápidamente y salió a ver a los dos
seleccionados. Al primero lo encontró vestido de impecable
túnica blanca en la farmacia donde trabajaba, y tuvo que
esperar que no hubiese ningún cliente siendo atendido por él
para acercársele; el otro lo vio esperando y lo miró con cara
de alegría e interrogación; cuando pudo hablarle sin que nadie
escuchase le explicó directamente la situación pero sin
mencionar a la interesada ni dejar entrever de quien se trataba;
su amigo lo miró con una pizca de envidia, para decirle que
infelizmente no le constaba que su madre tuviera alguna
reunión o actividad de más de una hora de duración para los
próximos cuatro días. Pidiéndole sigilo absoluto Quijote se
despidió de él con un agradecido apretón de manos. El
segundo amigo no estaba en la sede de la empresa para la que
trabajaba como chofer de un camión de reparto; pero el
gerente le dijo que esperase allí mismo en el escritorio, porque
su amigo pronto volvería; y como había oído que era maestro
en una escuela rural, para hacerle la espera llevadera y para
salir de su rutina diaria, le pidió al visitante que contara un
poco de su actividad docente. Quijote se resignó a hacer un
resumen que casi ya sabía de memoria, para no parecer
maleducado. Pero para su suerte su amigo llegó pocos
minutos después, vistiendo un llamativo mameluco azul
marino con campera roja.
Cuando salió del escritorio para hablarle, el otro lo
miró con enormes ojos de alegría y curiosidad.
— Hola, qué sorpresa agradable; ¿qué hacés por aquí?
Como el gerente oía, Quijote le dijo que quería
hablarle unos minutos sobre un asunto del club.

246
Su amigo salió entonces con él a la calle mientras el
gerente volvía a sus labores.
Quijote explicó lo mismo que había dicho al otro
amigo, sin mencionar tampoco a Estela ni dar ninguna pista
sobre ella, pero ahora sin tanta prisa y pudiendo elevar más la
voz.
Su amigo le dio unas palmaditas en el hombro y
exclamó:
¡Ah, pícaro! tu problema ya está resuelto; sólo tenés
que decirme si te viene mejor el lunes o el martes, y si preferís
la mañana o la tarde.
Quijote no había discutido con Estela aquél detalle,
pero dijo que tendría que ser el martes sin falta pues el
miércoles debía regresar a Coronilla, y que prefería el horario
de la tarde.
Su amigo le dijo que le entregaría la llave ese día al
mediodía allí mismo en el trabajo, y que se aseguraría de que
su madre no volviera a su casa antes del fin del horario
vespertino, por lo que tendría la casa a su disposición entre la
una y las cinco de la tarde.
— Y cuando termines me traés de vuelta la llave aquí
al trabajo, porque yo salgo a las cinco y media – concluyó el
otro.
Quijote le agradeció de todo corazón y se despidieron
con un apretado abrazo.
Al día siguiente fue a buscar a Estela al inicio de la
tarde para ir al cine. Mientras caminaban él la puso al tanto de
la situación y ella preguntó si su amigo vivía solo. Él mintió
diciendo que sí, pero no necesitó mentir cuando ella le
preguntó su profesión. En la oscuridad de la sala él trató de
besarla y meter las manos donde no debía, pero ella rechazó

247
con fuerza cada embestida, aceptando sólo un discreto
agarrón de manos por debajo del posabrazos de la poltrona.
Muy bajito dijo Estela:
— Alguien que me conoce puede vernos; aguantate
hasta el martes.
Él aceptó de mala gana la derrota y las tres películas se
le hicieron interminables, tanto que a la mitad de la última la
invitó a retirarse; pero ella dijo que le interesaba aquella trama
de suspenso y él tuvo que esperar su fin.
Él quiso llevarla hacia el Cerro del Marco pero ella se
negó terminantemente y exigió que se sentaran a tomar algo
en un bar discreto. Así lo hicieron y después ella quiso volver
a casa. Marcaron el encuentro para el martes a la una en un
lugar que él sabía que no era distante de la casa de su amigo.
Quijote le dedicó la mañana del lunes al farniente en
su cama; almorzó las delicias que su vieja había preparado;
durmió la siesta, y de tardecita se fue a jugar al básquetbol y a
las cartas con los amigos del club; contaba las horas para que
llegase el próximo mediodía. Esa noche durmió mal, y soñó
que un plato volador abducía a Estela.
A la hora fijada él se plantó en la esquina marcada para
el encuentro y Estela no aparecía; el minutero de su reloj
pulsera parecía avanzar a paso de tortuga y en más de una
ocasión él estuvo seguro de que aquella figura femenina que
se acercaba era ella, pero a los pocos segundos caía en la
cuenta de que se trataba de una mujer gorda o una adolescente
desgarbada; llegó a creer que ella no podría venir por algún
motivo inesperado. Mas con media hora de atraso llegó
Estela. Caminaron tres cuadras y media en zigzag y entraron
a la casa. Apenas traspusieron el umbral él la besó con pasión.
Ella miró la ropa que estaba colgada en el perchero y dijo:

248
— ¡Aquí vive una mujer!
Él lo negó y la empujó hacia el cuarto que se abría a la
derecha, en cuyas paredes colgaban varios banderines de
clubes deportivos. Trató de desabrocharle el abrigo pero
Estela le dijo que si no le decía la verdad sobre la mujer que
allí vivía ella no se desvestiría y se mandaría a mudar en el acto.
Él, entre enojado y avergonzado dijo:
— Está bien – y le contó la historia verdadera pero
insistiendo dos veces al fin que la señora no volvería antes de
las cinco.
Ella se resignó y permitió que él le sacara
apresuradamente la ropa. Cuando estuvo desnuda comprobó
que las sábanas olían a recién cambiadas y se metió en la
cama tapándose hasta el cuello. Quijote se desvistió tirando
la ropa toda torcida en el respaldo de la silla donde ella había
doblado cuidadosamente la suya; y esa vez, antes e meterse en
la cama se acordó de sacarse las medias. Empezó a besarla
con ahínco, pero ella devolvía los besos con poco ardor y en
un momento lo apartó y exclamó:
— ¿Por qué me mentiste?
Él le dijo que lo había hecho por su bien, para que
ella se sintiera más tranquila. Y retomó sus insistentes caricias.
Ella se dejaba hacer incluso cuando él la penetró con cierta
violencia, pero mientras él se movía y pedía que ella lo
acompañase, Estela apartó varias veces su mejilla de la de
Quijote y escuchando los pasos de algún transeúnte,
exclamaba “¡Viene alguien!”, y se tapaba instintivamente. Él
le aseguraba que no, y, efectivamente, siempre los pasos y las
voces siguieron de largo. En un momento ella pareció
concentrase y entonces el sexo fue más agradable para los dos.
Pero apenas él hubo terminado sin haber podido comprobar

249
antes si Estela había también alcanzado el orgasmo, ella
insistió: “No me gusta nada que me hayas mentido”, y levantó
la cara de Quijote, que reposaba en la almohada, para mirarlo
a los ojos. Él repitió que buscaba su bien y corrió al baño para
complementar con papel higiénico el amplio pañuelo que él
había traído en uno de sus bolsillos; pero cuando volvió al
cuarto ella ya había abierto su cartera y se limpiaba con una
toallita que había traído consigo. Boca arriba y lado a lado,
ella habló largamente de la confianza que debe reinar en una
pareja, y él asentía y le prometía más placer en la medida en
que cada uno fuera conociendo mejor el cuerpo y los gustos
del otro. Después de una media hora de charla él quiso
reiniciar las caricias, pero ella le dijo que ese día no estaba
inspirada y que prefería salir de aquella casa que la tenía con
los nervios de punta, y seguir hablando en algún bar. Quijote
quiso insistir pero ella se mantuvo firme. Y él tuvo que ceder.
Ella y después él fueron al baño y comenzaron a vestirse casi
sin mirarse. Ella tendió la cama y comprobó que nada en el
cuarto ni en el baño había quedado fuera de lugar. Cuando
salieron ella lanzó un “¡ufa¹!” y le pidió que fueran al bar de
costumbre. Cuando se sentaron él comprobó discretamente
en su reloj que eran poco menos de las cuatro. Estela le dijo
que por experiencias pasadas con algunas amigas ella era muy
severa con alguien que le había mentido o que había tenido
una conducta dudosa en relación a ella, y citó ejemplos dando
lujos de detalles, menos los nombres involucrados, para
retomar después el tema de la confianza. Él por primera vez
pidió disculpas y prometió que aquello no se repetiría. Y
entonces comprobó casi con alivio que ya eran casi las cuatro
y media y que debía devolver la llave a su amigo a las cinco.
Él pagó la cuenta y la acompañó hasta su casa, donde se

250
despidieron con un apretón de manos y la promesa de que se
reencontrarían allí mismo al inicio de las vacaciones de fin de
año; antes de irse él pidió que ella le escribiera pronto, pues él
lo haría así.
Esa noche le costó otra vez dormirse, pero ahora por
un estado de ánimo muy diferente al de la noche anterior. De
mañana temprano desayunó en compañía de sus padres y se
dirigió solo a tomar el ómnibus para Vichadero. Esa vez tuvo
suerte porque cuando llegó, en la misma agencia le
informaron que una camioneta estacionada del otro lado de la
plaza y que estaba cargando cajas de la Veterinaria, saldría en
breve hacia la frontera, pasando por Coronilla; y para mejorar
aún el panorama, el chofer tenía un solo acompañante, por lo
que él también podría viajar en la cabina. El camino se hizo
muy ameno pues el chofer y su acompañante resultaron
cuentistas muy chistosos que tenían un interminable
repertorio, en el que destacaban las historias de maridos
infieles, maricas, curas y loros; allá por la mitad del camino
dijo el chofer:
— Y ahora en honor al maestro voy a contar algunos
de gurises traviesos en la escuela y en la casa.
Acto seguido el otro lo acompañó en el tema con una
larga serie. Cuando pidieron que Quijote también contara
algunos chistes él trató de traer a la memoria los pocos que
recordaba enteros, pero en algún caso tuvo que explicar una
u otra situación pues se trataba de cosas de la ciudad, y esas
explicaciones le sacaban gracia al chiste. En el trayecto final el
chofer dijo:
—Bueno, y ahora hablando en serio, ¿qué sabe
maestro, del plato volador que anda apareciendo acá en la
zona?

251
Quijote preguntó si alguno de los dos lo había visto y
ambos respondieron negativamente, pero el acompañante del
chofer dijo que un peón amigo sí lo había visto. Por fin
llegaron a la escuela. Quijote dijo lo poco que había oído sobre
el tema y preguntó al acompañante cómo era ese plato volador
que su amigo había dicho que había visto. El otro respondió
que había sido en una noche muy oscura y lo había visto de
muy lejos, por lo que lo único que pudo percibir eran sus luces
blancas, rojas y verdes, que se inmovilizaron unos minutos en
el suelo y después levantaron vuelo nuevamente.
— ¿Y hacía ruido?, preguntó Quijote.
A lo que el otro le dijo que no lo hacía, o por lo menos
su amigo no lo había referido.
Quijote preguntó de qué lado soplaba el viento.
El otro lo miró sorprendido de que un pueblero
hiciera esa pregunta y dijo :
— La verdad que no me lo dijo, y yo tampoco se lo
pregunté.
Quijote preguntó dónde ese amigo había visto al plato
volador y el otro dijo que en un campo de los Ramírez cuya
portera principal habían pasado hacía casi una hora.
Quijote se bajó y bajó su mochila de la carrocería,
agradeciendo la gauchada. Los dos hombres prosiguieron
alegremente su camino, dejando un rastro de polvo.
El reencuentro del otro día, como los anteriores,
estuvo marcado por la curiosidad de los alumnos que querían
que les contase novedades y detalles de la ciudad. Él satisfizo
largamente su curiosidad pues consideraba que aquello
también era educación.
En la tarde del segundo día y cuando terminaban las
clases, reapareció una camioneta policial, pero esa vez era de

252
doble cabina; primero paró en el comercio de Benigno y
luego se arrimó a la escuela, en cuya puerta Quijote tomaba el
fresco. Notó que la camioneta tenía chapa de Rivera. Se bajó
un oficial que no conocía y dijo que era de Rivera,
presentándose como Gastón Viera. Lo acompañaba el
galonado que ya conocía, y en el volante quedó un agente
desconocido.
—Mire, maestro – dijo Viera- usted ya habrá oído la
historia del plato volador que anda por aquí. El Jefe de Policía
de Rivera me encargó que viniera personalmente a aclarar ese
asunto. El oficial que usted ya conoce – y apuntó al otro- ya
averiguó que esos acontecimientos se han repetido varias
noches de martes en el campo de don Benito Ramírez, que
queda a menos de mitad de camino entre Caraguatá y
Vichadero; y queremos dos testigos civiles de confianza para
que nos acompañen en la diligencia; por eso lo venimos a
invitar, y le aclaro que el señor Benigno ya quedó de venir con
nosotros.
Quijote aceptó con gusto y pidió que le permitieran
comer rápido algún bocadillo y agarrar un abrigo y un gorro
porque la noche podía ser fría. El oficial le dijo que le
agradecían y lo esperarían en la camioneta.
Cuando Quijote subió lo hicieron acomodarse en el
asiento trasero, en el que ya estaba Benigno. El asiento
delantero era ocupado por los tres policías. Durante el
trayecto el oficial que Quijote ya conocía aclaró que
recogerían en la portera del campo a uno de los peones que
había presenciado más de una aparición del plato volador y
que sabía precisar el lugar donde las mismas habían ocurrido;
según él – agregó- ese lugar había sido siempre el mismo.

253
Quijote quiso saber los detalles que había dado aquel
hombre y el oficial le contó una historia idéntica a la que él
había oído dos días atrás en la venida desde Vichadero,
agregando que también se habían visto unos resplandores
cerca de donde bajó el plato.
Preguntó si otros testigos confirmaban aquella versión
y el oficial dijo que varios peones de la zona a los que habían
interrogado, habían dado los mismos datos, con la diferencia
que este hombre que recogerían era uno de los que había visto
al plato desde una distancia menor. Quijote quiso saber qué
distancia era esa y el policía le respondió que con gente de
campo era imposible hablar de kilómetros o cuadras; en todo
caso el hombre precisó que no había podido distinguir
ninguna forma porque solo veía las luces, y con inusitada
sinceridad admitió que no llegó más cerca porque el temor se
lo impidió; se lo quedó mirando sin moverse hasta que el plato
levantó vuelo nuevamente.
Quijote preguntó si hacía ruido y hacia dónde había
ido. El oficial dijo que ninguno de los testigos había
mencionado o recordado haber oído algún ruido; y sobre su
dirección hubo divergencias, porque si unos apuntaban hacia
el lado de Vichadero y otros hacia Brasil, todos coincidieron
en decir que con o sin una amplia curva previa esa última había
sido la dirección final hasta que se les perdió de vista.
La charla prosiguió sobre historias de platos voladores
oídas o leídas. Recogieron al peón y el oficial conocido de
Quijote empuñó el volante; el oficial riverense quedó a su lado
y el peón en la ventanilla del asiento delantero; el agente que
hasta ese momento había manejado se acomodó en el asiento
trasero al lado de Benigno y el maestro. Desde aquel momento
las palabras se hicieron escasas y una docena de ojos

254
escrudiñaban el cielo. El peón se bajó a abrir tres porteras y
siguieron su camino con la noche ya oscura a más no poder.
Al llegar a lo que debía ser la cima de una colina, pues la
camioneta venía en repecho hacía varios minutos, el peón
miró a lo lejos y dijo:
— Fue por acá que lo vi; ¿ven ese monte allá al fondo?
Quijote no veía nada, pero Benigno y el oficial
conocido del maestro dijeron que sí lo veían. El oficial
riverense mandó apagar todas las luces de la camioneta, pidió
que nadie fumase y que se hablase lo menos posible, para
concentrase en la observación. La noche se hizo más espesa y
el frío empezó a sentirse en los huesos. De vez en cuando el
oficial riverense miraba su reloj, agachándose mucho en el
asiento y prendiendo por un segundo el yesquero que tapaba
con la otra mano, para que nada de luz se filtrase hacia afuera.
El silencio era total y Quijote casi se asustó con su propia voz
cuando preguntó en un susurro a Viera cuánto tiempo hacía
que esperaban. El otro dijo con un hilo de voz que hacía casi
tres horas y que no esperarían mucho más, pues quizá el plato
aparecería el martes siguiente.
Pero en ese mismo instante sintieron un suave
ronquido en el aire y vieron una gran luz blanca y tres luces
chicas que parecían piscar alternando los colores blanco, rojo
y verde.
— ¡Ahí está! – exclamó en voz baja el peón.
Las luces planearon por sobre lo que debía ser el
terreno que había antes del bosque y bajaron a tierra, donde
se inmovilizaron. Viera ordenó en voz baja al chofer que fuera
derecho hacia las luces, sin prender las de la camioneta, y lo
más rápido que pudiera en aquella pendiente que le permitía
rodar sin acelerar el motor y por lo tanto casi sin ruido.

255
Cuando llegaron más o menos a una cuadra de las luces vieron
que el plato no era tal, y que una figura humana se afanaba en
descargar una serie de cajas que transportaba hasta la entrada
del monte cercano. Pronto vieron las alas de la avioneta, que
tenía aún el motor y las luces prendidas.
— Es contrabando – dijo Viera; y ordenó a los otros
dos policías que no golpearan las puertas y lo siguieran a la
carrera.
Quijote, Benigno y el peón vieron cómo los milicos
agarraban desprevenido al hombre que terminaba de
descargar las cajas. En ese momento desde el monte se oyeron
varios tiros y como los policías respondieron, vieron que
desde el otro lado del monte se prendieron cuatro potentes
faros y se oyó rugir un vehículo que huía en dirección
contraria a la que Quijote y sus acompañantes ocupaban. El
vehículo se perdió tras lo que debía ser la cima de una cuchilla
existente del otro lado del bosque. Quijote le preguntó al peón
hacia dónde iría y él respondió que sin duda buscaban alguna
salida hacia el lado de Melo, sin necesidad de usar el camino
que ellos habían utilizado. Quijote y sus dos acompañantes
vieron que uno de los policías subía con el desconocido a la
avioneta y que de inmediato su motor se apagó, pero no sus
luces. Entonces se acercó corriendo el agente que había
manejado antes de Viera y arrimó la camioneta hasta el
aeroplano. Quijote notó que era mitad de lona y mitad de lata
y madera, y estaba pintada de un verde oscuro, difícil de
distinguir en plena noche. Viera pidió que el chofer
custodiara al detenido y que el resto lo ayudase a cargar las
cajas en la carrocería de la camioneta policial. Cuando la tarea
estuvo cumplida Viera le entregó una escopeta y una linterna
al agente y le ordenó que se quedase allí custodiando la

256
avioneta hasta que le llegase el refuerzo que llegaría en un par
de horas. Dicho eso se acomodó en el asiento trasero dejando
al detenido entre él y el oficial local, y le pidió a Benigno que
manejara, y a Quijote que se sentara al lado del chofer dejando
al peón en la ventanilla delantera, para que los guiase. Agregó
que dejarían al peón donde lo habían levantado, para que
esperase y guiase a la camioneta del refuerzo, y que Benigno y
el maestro deberían hacer el favor de acompañarlo hasta
Vichadero, desde donde otra camioneta policial los llevaría a
sus casas; pero se cuidó de ni mencionar los nombres de uno
y otro, ni decir en qué localidad estaban esas casas. En menos
tiempo del insumido a la venida traspusieron las tres porteras
y salieron al camino.
El piloto, hasta allí callado, dijo que lo habían obligado
a hacer aquello amenazando con vengarse con su familia, y
empezó a sollozar. Viera le preguntó qué había en aquellas
cajas y él piloto respondió que no sabía. Cuando llegaron a
Vichadero los dos agentes, ayudados por otros dos que
salieron de la iluminada Comisaría, descargaron las cajas.
Quijote y Benigno vieron cómo Viera abría algunas de ellas
antes de exclamar:
—Aquí hay varios bagayos; y principalmente hay
droga; -para agregar-: ¿ven este polvo blanco que parece
harina?; esto es cocaína.
Acto seguido les dijo que no necesitaría llamarlos
como testigos en aquel sucio asunto, y que de inmediato
podían regresar con un agente a Coronilla. Salieron en
caravana, seguidos por la camioneta de doble cabina que
llevaba dos agentes de refuerzo para el que se había quedado
custodiando la avioneta. Durante todo el trayecto hablaban
ora en broma ora en serio sobre lo que había resultado ser el

257
tal plato volador, mientras el chofer explicaba a sus dos
acompañantes que aquel contrabando bajaría hasta Punta del
Este y Montevideo, para ser vendido allí, o quizá para ser
reembarcado hacia un país europeo o los Estados Unidos,
donde valía muchísima plata. Cuando llegaron, Benigno se
bajó primero, entre los ladridos de los dos perros guardianes
que tenía; ya en la escuela Quijote se desvistió en un santiamén
y se tiró en la cama, para dormirse enseguida como un tronco.
Las clases siguieron con normalidad tanto para los
jóvenes como para los adultos. Pero a la escuela y al pueblo
llegó rápidamente la historia del falso plato volador, aunque
no se mencionaban los nombres de Benigno y el maestro, y
ellos, tras ponerse de acuerdo con Claudia, optaron por omitir
su participación en el caso, pues todo lo que habían visto
podrían contarlo como cosa oída a viajeros que hubiesen
hablado con la Policía. Resultado inesperado de aquella
historia fue que un estanciero bromista bautizó a su caballo
preferido para las pencas como “Plato Volador”. Oyendo eso
Quijote se convencía cada vez más, pero se cuidó de no
decírselo a nadie, ni siquiera a Benigno y Claudia, que Benito
Ramírez no podía ser inocente en aquel contrabando
continuado. Trató de sacarse la duda cuando el oficial que
conocía pasó acompañado de su habitual chofer en una
diligencia que los llevaría hasta la frontera. El oficial le dijo
que por ahora don Benito no era acusado de nada, porque dijo
que algún peón bandido que él habría contratado alguna vez
habría indicado aquel lugar de su campo a los contrabandistas;
y que algunos compinches suyos, guiados por él, entrarían
desde el lado de Melo la camioneta que recibía el contrabando,
probablemente para hacerlo pasar por aquella ciudad. El
oficial siguió diciendo que había surgido otro dato interesante

258
que motivaba la diligencia que ahora le habían encomendado,
pues en Rivera habían apretado al piloto de la avioneta
aprehendida y éste confesó que creía haber escuchado el
apellido Quiñonez a uno de los que lo obligaban a volar con
las cargas de contrabando, por lo que se confirmaba la
sospecha que siempre se había tenido de que el asesinato del
citado estaba vinculado a contrabandistas brasileros. Quijote
lo oyó en silencio, recordando para sí la Biblia de tapas rojas,
y le deseó suerte en la nueva diligencia.
El tiempo pasaba y no había llegado ninguna carta de
Estela. Un día Quijote no aguantó más y le mandó una donde
muy cariñosamente volvía a pedirle disculpas y le renovaba
sus votos de amor; para dejar el texto más alegre le resumió la
historia de la avioneta, diciendo que la había oído de boca de
un oficial de la Policía. Y se despedía con muchos besos y
ganas de reverla en Rivera durante las vacaciones de fin de
año.
En el pueblo e incluso en la escuela, a través de
algunos comentarios de los alumnos de más edad y algunos
niños, el clima electoral comenzaba a hacerse notar cada vez
con más fuerza. Siguiendo el ejemplo de la Junta Directiva de
la Asociación de Vecinos, y de las propias asambleas de la
misma, Claudia y Quijote pidieron que no se hablase de
política partidaria en los espacios escolares, para evitar
cualquier tensión que pudiese perjudicar las labores escolares
y de alfabetización. Pero en la calle única del pueblo fueron
floreciendo en algunos ranchos banderas coloradas o blancas,
y no faltaba alguna discusión más irónica que agresiva en el
almacén de Benigno, sobre todo cuando algunas cañas o vinos
habían calentado los pechos y las gargantas. Todos sabían que
Benigno era blanco, pero el comerciante nunca tomaba parte

259
en aquellas discusiones, pues decía que no quería perder ni la
amistad ni la fidelidad de ningún cliente. Los pañuelos
colorado o blanco no faltaban en casi ningún cuello de los
hombres del vecindario, a contar de los diecisiete años para
arriba; y los ponchos blancos o colorados, cubrían a los jinetes
o peatones, o se llevaban doblados muy a la vista encima del
recado o en el brazo; cuando el poncho era de color azul
marino y con bayeta roja la preferencia política el dueño se
expresaba mostrando a los otros una u otra cara del tejido.
Casi un mes después que Quijote mandó su carta llegó
la respuesta de Estela. En tono mucho más seco que el
empleado en sus cartas anteriores manifestaba que le tenía
afecto y se alegraba por sus éxitos como docente, pero que
ella estaba en un período de intensa reflexión sobre su
relación, desde que se habían separado en Rivera. Ningún
beso de lápiz de labio terminaba la carta.
Quijote pensó la respuesta que enviaría a los dos días
cuando el ómnibus se lo permitiese. Decidió no discutir con
Estela y le insistió para que ella no dudase del amor que ambos
tenían uno por el otro, y que se confirmaría y reforzaría en su
próximo encuentro. Al final le mandaba muchos besos y
abrazos, y confesaba que extrañaba mucho el perfume y el
calor se su cuerpo.
La campaña hacia noviembre entraba en la recta final
y desde Rivera se informó por un mensaje de radio enviado a
Benigno, que la señora Claudia Delgado Valdivia y el señor
Manuel Emilio Alonso Quijano integrarían la mesa electoral
que se constituiría en la escuela de Coronilla de Caraguatá.
Pasaron en ese período por el pueblo dos candidatos
a Diputado, uno por los colorados y otro por los blancos.
Eulalio, prevenido de antemano por Benigno, avisó a la Junta

260
Directiva para que en cada una de las dos ocasiones una
asamblea fuese convocada en el patio delantero del comercio
para reunirse con ambos candidatos. Y así se hizo. Claudia y
Quijote liberaron a los alumnos para que quienes lo quisieran
se sumasen a la asamblea. Y ambos se situaron en puntos
distintos del público a presenciar los acontecimientos. Quijote
notó que al principio la gente estaba muy tímida, incluyendo
a los miembros de la Junta Directiva de la Asociación. Pero
después de un tiempo y ante las vaguedades de las promesas
de ambos visitantes, la primera vez Celeste y Torcuato,
seguidos por dos mujeres y tres hombres, y la segunda vez
Dulcinea y Leandro, secundados por una media docena de
vecinos, quisieron que los candidatos detallasen cómo y en
qué tiempos se daría el trámite para hacer posible que la luz
eléctrica llegase al pueblo, y cómo y en qué tiempo de
tramitaría el pedido de tierras para trabajar y vivir. Entonces
notó Quijote cómo la impaciencia de la gente crecía ante
respuestas insatisfactorias que no precisaban tiempos en el
caso de la primera cuestión, y que se limitaban a decir que era
muy difícil repartir campos en un lugar donde había tan pocas
tierras públicas como era el caso de Coronilla. Rebatiendo este
último punto varios vecinos, tanto hombres como mujeres,
hicieron saber que alguna solución habría que encontrar, pues
aquello era mandato de nadie más ni menos que Artigas. Pero
los candidatos no salieron de sus trece y en cada caso algunos
adulones traídos de afuera trataron de desviar la atención
haciendo preguntas sobre otros temas, o incitando al público
a dar vivas al candidato y a su Partido.
Al terminar el acto uno de los candidatos pidió para
hablar con el maestro de la escuela local, y él se presentó sin
demora. El hombre lo apartó del borbollón y le dijo en voz

261
baja que se había enterado que aquello de mezclar a Artigas
con el reparto de tierras había salido de sus clases. Quijote no
lo negó. El otro, mirándolo fijamente, le dijo que se anduviera
con cuidado, porque allí las tierras eran todas de gentes
trabajadoras y de mucho mérito, fueran ellas de su Partido o
del Partido adversario. Quijote hizo como que no entendió la
amenaza y la defensa no velada del latifundio y contestó que
desde la escuela, pasando por el Liceo y en el Instituto de
Magisterio había estudiado el pensamiento artiguista y que
como todo buen maestro uruguayo quería compartir ese
legado con sus alumnos. El otro hizo que no entendió el
fondo de la respuesta y le soltó: “eso es lo que queremos, que
siga siendo un buen maestro y no se meta en política, que para
eso estamos nosotros”; y dicho eso se despidió dándole
blandamente la mano, para ir a reunirse con sus adulones y el
grupo de vecinos que les hacía compañía.
Un mes antes de la elección y después de casi dos de
silencio llegó la carta de Estela que respondía a la segunda que
ese semestre le había enviado Quijote. Ahora decía sin
ambages que tenía muchas dudas que su relación pudiese
tener futuro, y que estaba concentrada en lo estudios. La
misiva no mencionaba ni el afecto citado en la anterior y no
se despedía con besos sino con un escueto “Atenciosamente,
Estela”. Quijote acusó el golpe y se maldijo por no poder
largar sus obligaciones y partir hacia Montevideo en aquel
mismo minuto. Y decidió escribirle de inmediato una carta
aún más amorosa que las que había enviado ese semestre,
explicándole que sólo no volaba hacia ella en el acto porque
sus responsabilidades, a las que se agregaba ahora la electoral,
lo retenían en Coronilla. Le pidió que no tomara ninguna

262
decisión apresurada ni con su corazón ni con la razón, y que
esperara su encuentro en Rivera, ahora tan próximo.
El día de la elección llegó sin que hubiera habido
nueva carta de Estela. Desde la ventana del salón donde se
había instalado el circuito electoral que cubría toda la zona,
kilómetros a la redonda, Quijote vio llegar desde temprano en
la mañana a muchos jinetes aislados o en grupo que blandían
banderas coloradas o blancas; y tocando bocina y flameando
banderas como las otras, una veintena de camionetas y algún
que otro camión chico se agitaban trayendo votantes; a veces
se trataba de un hombre encorvado que apenas podía
caminar, y otras incluso de alguna vieja sin dientes que un par
de gauchos cargaban en andas hasta la misma mesa de
votación y el cuarto secreto, pues los delegados de uno y otro
Partido no impedían que nadie que presentase Credencial
votase, ya que conocían y eran conocidos por casi todos los
electores. Había gente repartiendo listas a quienes aun no la
tenían o temían confundirse en el cuarto secreto, hasta a dos
metros de la puerta misma de la escuela. El hecho de que
bebida estaba prohibida, y no sólo en el almacén de Benigno
sino en todo comercio del país, desde veinticuatro horas antes
de iniciado hasta veinticuatro horas después de concluido el
acto electoral, y la presencia de un soldado del Ejército al lado
de la mesa electoral y de un policía del lado de afuera de la
escuela, ayudaron para que algunas provocaciones entre
adeptos de uno y otro Partido que se originaron en el exterior
de la escuela o frente al comercio de Benigno, no pasaran a
mayor, y se resolvieran con burlas recíprocas.
Dulcinea trajo al mediodía el bocadillo que se había
preparado para los mesarios. Y el acto electoral continuó con
igual ritmo y normalidad que durante la mañana. Cuando se

263
acercaba la hora del cierre de la mesa los mesarios se turnaron
para votar, y en el caso de Quijote tuvo que hacerlo
observado, pues su Credencial pertenecía al casco urbano de
Rivera.
Anochecía cuando la mesa dio por concluida la
votación en el horario legal estipulado, y en el salón quedaron
sólo los mesarios para hacer el escrutinio. Algunos casos eran
teóricamente dudosos, como aquellos donde el votante había
puesto dos listas repetidas, o en los que el sobre de protección
había sido introducido dentro del sobre oficial, junto con la
lista que contenía; pero la mesa decidió por consenso que sólo
se anularía el voto cuando el sobre contuviese dos listas de
Partidos diferentes, o cuando tuviese listas en las que hubiera
cualquier texto agregado a mano, o cuando tuviese cualquier
otro papel u objeto que no fuese una lista oficial; al fin y al
cabo resultó que muy pocos votos fueron anulados, y se
registraron sólo una media docena de votos en blanco. El
Partido vencedor en la localidad, como venía ocurriendo
desde hacía muchas elecciones, era el mismo que venía
perdiendo hacía casi un siglo la elecciones nacionales, a saber,
el Blanco.
Al otro día, que era jornada sin clases, Claudia, Quijote
y Dulcinea arreglaron el salón usado en el acto electoral y
barrieron los papeles y otros restos que habían quedado
dispersos frente a la escuela. La radio de Benigno y las radios
portátiles de quienes las tenían, trajo la noticia bombástica que
se veía venir. Los Blancos habían ganado no sólo en Coronilla,
sino también en el Departamento de Rivera y en el país.
Una caravana encabezada por las camionetas de
Olivera y algunos otros estancieros que tocaban
insistentemente la bocina, y a las que seguían una doble fila de

264
jinetes que enarbolaban banderas o revoleaban ponchos
blancos, lanzando gritos de triunfo, recorrió una y otra vez la
única calle del pueblo durante las dos primeras horas de la
tarde; la acompañaban desde ambos lados, los agudos ladridos
de los perros y la mirada brillante de algunos adultos de a pie
y de una porción de niños.
Cuando la tarde fue avanzando la aglomeración se
fue disolviendo de a poco, y las camionetas desaparecieron del
pueblo. Algunos parroquianos se arrimaron al comercio de
Benigno a ver si ya podía servirles caña o vino; y él no les dijo
que no, fueran del Partido que fuesen.
La noche cayó igual a todas las otras que Quijote había
visto allí desde su llegada. Sólo la luna y las estrellas en el cielo
desentonaban con la profunda oscuridad que aquí y allá a lo
lejos era perforada por el resplandor de algún farol cuya luz se
escapaba por la ventana o la puerta abierta de un rancho.
Quijote y Claudia se reunieron para evaluar el
rendimiento de los alumnos antes de la última prueba y para
bosquejar la tradicional fiesta escolar de fin de año. La Junta
Directiva de la Asociación se reunió para cooperar con esta
última actividad y para pedir más voluntarios para poner en
práctica lo que la Directora decidiese. El nuevo grupo de
alfabetización terminó sus actividades mostrando tantos
progresos como el primero.
En eso llegó otra carta de Estela. Apenas la abrió
Quijote se topó con la frase que temía y presagiaba; ella daba
por terminada su relación amorosa, quedando dispuesta a
continuar siendo su amiga, si él lo deseaba; y para hacerlo
desistir de cualquier intento de pedido de reconsideración le
anunciaba que había conocido a un colega de Facultad con el

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que se sentía muy bien, y que ese año no pasaría ni un día de
sus vacaciones en Rivera.
Cuando terminó de leer la carta Quijote decidió que
no se quedaría en Coronilla y que, haciendo uso del derecho
que en enero lo ampararía, trataría de ocupar un puesto en un
barrio periférico de Rivera o en la localidad más próxima
posible a su ciudad natal.

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SOBRE EL AUTOR

Sirio López Velasco, uruguayo-brasileño-español, nació en


Rivera (Uruguay), en 1951. Casado, dos hijos. Militó en el
MLN-Tupamaros, actuando en Uruguay, Chile y Cuba.
Exilado político en Bélgica, en 1985 se doctoró en Filosofía
en la Université Catholique de Louvain (Bélgica), en la que
también recibió el diploma de "Licencié" en Lingüística y fue
co-fundador y coordinador del Seminario de Filosofía
Latinoamericana entre 1983 y 1985 (primer Seminario de
doctorado creado por alumn@s en esa Universidad fundada
en 1425); en 2002 y 2009 realizó Posdoctorado en Filosofía
en el Instituto de Filosofía del Consejo Superior de
Investigaciones Científicas (CSIC, Madrid, España), la
primera vez con beca del Ministério da Educação de Brasil.
Electo en 1988 Vice-Presidente de la International
Association of Young Philosophers (IAYP) en el XVIII
Congreso Mundial de Filosofía, realizado en Brighton,
Inglaterra, ocupó el cargo hasta el siguiente Congreso
Mundial, en 1993. Fue contratado como investigador por la
Universidad de Mainz (Alemania) en el período 1989 - 1992
para la realización del Atlas Lingüístico Diatópico y
Diastrático del Uruguay (coordinado por Harald Thun y
Adolfo Elizaincín). Fue profesor en las Universidades PUCRS
y UNISINOS (de Porto Alegre, Brasil), y desde 1989 hasta
2019 (cuando se jubiló) fue profesor Titular de Filosofía en la
Universidade Federal do Rio Grande (FURG, en Rio Grande,
Brasil); allí trabajó de 1994 a 2016 en el Programa de Posgrado
en Educación Ambiental, habiendo ayudado a crear la
Maestría y luego el Doctorado en Educación Ambiental (los

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primeros y únicos hasta hoy en el área, en Brasil, reconocidos
por el Ministerio de Educación); fue el primer coordinador de
dicha Maestría entre 1994 y 1996. Fue miembro del Comité
Científico Internacional del 1 y del 3 Congreso Mundial de
Educación Ambiental (realizados, respectivamente, en
Portugal en el 2002 y en Italia en el 2005). Fue miembro de la
delegación oficial brasileña, en el área de educación, a la “Rio
+ 20” (Conferencia de la ONU sobre Desarrollo Sostenible),
realizada en Rio de Janeiro en junio de 2012. Es miembro co-
fundador del Grupo de Trabajo "Ética e Cidadania" de la
Associação Nacional de Pesquisa e Pós-Graduação em
Filosofia (ANPOF, Brasil. Fue Secretario en Rio Grande de
la Sociedade Brasileira para o Progresso da Ciência (SBPC).
Desde 1996 desarrolla una ética argumentativa ecomunitarista
(que considera ser “la” ética) cuyas tres normas fundamentales
(entendidas como Cuasi-Razonamientos Causales) son
deducidas (con la ayuda del operador lógico rebautizado
“condicional”) exclusivamente de las “condiciones de
felicidad” de la pregunta que instaura la ética, a saber , “¿Qué
debo hacer?”; se trata pues de una ética no dogmática, en la
que las obligaciones se sustentan sobre enunciados falseables
(superando así el abismo abierto por Hume) y evolucionan
junto con los conocimientos construidos-aceptados en la
argumentación. En base a esa ética desarrolla su propuesta
ecomunitarista, que abarca la economía, la educación, la
erótica, la política y la comunicación. Además de varios
capítulos de libros y artículos impresos o electrónicos que
vieron la luz en Brasil, América Latina, Europa y EEUU, entre
sus publicaciones se destacan los siguientes libros: "Reflexões
sobre a Filosofia da Libertação" (1991), "Ética de la
Producción" (1994), "Ética de la Liberación" Vol. I ["Oiko-

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nomia"] (1996), " Ética de la Liberación" Vol. II [Erótica,
Pedagogía, Individuología] (1997), "Ética de la Liberación"
Vol. III [Política socioambiental ecomunitarista] (2000),
"Fundamentos lógico-lingüísticos da ética argumentativa"
(2003), "Ética para o século XXI. Rumo ao ecomunitarismo"
(2003), “Ética para mis hijos y no-iniciados” (2003), “Alias
Roberto – Diario ideológico de una generación” (2007),
“Introdução à educação ambiental ecomunitarista” (2008),
“Ecomunitarismo, socialismo del siglo XXI e
interculturalidad” (2009), “Ética ecomunitarista” (2009),
“Ucronía” (2009), “El socialismo del siglo XXI en
perspectiva ecomunitarista a la luz del socialismo real del siglo
XX” (2010), “Ideias para o socialismo do século XXI com
visão marxiana-ecomunitarista” (2012), “La TV para el
socialismo del siglo XXI: ideas ecomunitaristas” (2013),
“Confieso que sigo soñando” (2014, co-autor con su esposa,
María J. Israel Semino), “Elementos de Filosofia da Ciência”
(2014), "Ideas y experiencias de la democracia: una mirada
ecomunitarista" (2017), “Contribuição à Teoria da
Democracia: uma perspectiva ecomunitarista” (2017),
“Filosofia da Educação. A relação educador-educando e
outras questões na perspectiva da educação ambiental
ecomunitarista” (2018), “Cuestiones de Filosofía de la
Educación” (2019), “Las máscaras y Um amor de 1492”
(2019), “Los exiliados y Otros relatos” (2020), y “María y
Cartas a Sirio Lorenzo” (2020). Orientó varias tesis de
posgrado, en Filosofia y en Educación Ambiental, y dio
conferencias en congresos internacionales realizados en A.
Latina y en Europa. E-mail: lopesirio@hotmail.com

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www.phillosacademy.com

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