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2Quién se anima a bajar al sotano? Juan Pedro Mc Loughlin @ | cantaro ees reloj: Pablo Gamba lustraciones: Emiliano Villalba Mc Loughlin, Juan Pedro 2Quién se anima a bajar al s6tano? / Juan Pedro Mc Loughlin. - 1a ed. - Boulogne Céntaro, 2017. Libro digital, PDF - (Hora de Lectura ; 43) ‘Archivo Digital: descarga y online _ ISBN 978-950-758-480-5 1, Narrativa Infantil y Juvenil Argentina. 2, Novela. 1. Titulo CDD A863.9282 © Editorial Puerto de Palos S. A, 2015 Editorial Puerto de Palos S. A. forma parte del Grupo Piece Avda. Blanco Encalada 104, San Isidro, provincia de Buenos Aires, Argentina Intemet: www. puertodepalos.com.ar ‘Queda hecho el depésito que dispone la Ley 11.728. Impreso en la Argentina / Printed in Argentina ISBN 978-950-753-480-5 ‘No se permite la reproducci6n parcial o total, ¢l almacenamiento, el alquiler, la transmisi6n la transformacién de este libro, en cualquier forma o por cualquier medio, sea electrénico ‘© mecénico, mediante fotocopias, digitalizacién y otros métodos, sin el permiso previo y escrito del editor, Su infraccién esta penada por las leyes 11.723 y 25.446. Libros para leer en buena hora............ Eye eQuién se anima a bajar al sétano? . eee: Capitulo I: La banda de la “R”............... Tf Gapituloiabicotanole sin were arene went 15 Gapitulodllsklrobotapeenr ernie eiet 19 GapituloniVolos intrusosee nen rerrrrrret: 25 Capitulo V: Miedo, mucho miedo .......... 37 Gapitulo\VI-a fuga secre eee ers 43 Capitulo VII: La investigacién ............. 51 Capitulo VIII: De a dos es mejor ........... 57 Capitulolixcieacmentiragetr tit reriacr tii Capitulo X: La bronca .. . Capitulo XI: La persecucién Capitulo XII: Relampagos de oscuridad ..... 89 Capitulo XIII: Una reunion secreta, pero con mucha gente...............--005 Oi Aqui me pongo a contar .................. 115 Entrevista a Juan Pedro Mc Loughlin. ..... 117 Las mil yuna hojas ..................02.. 119 GConwekdeenerpia traci tater otrtomt ito 121 Gonwrh-de robotientsvst weer etnies were 122 (Const de sOtanoiniennctscnite nae ee 124 Quién se anima a bajar al sétano? Juan Pedro Mc Loughlin Capitulo | La banda de la “R” A Rodrigo se le quedé la sonrisa congelada en la boca. Rafael siempre habia sido un bromista. Y nunca se lo podia tomar en serio. Por eso Rodrigo se habia rei- do de ese disparate. Pero cuando lo pensé un poco se dio cuenta de que no tenia gracia lo que decia. Era una tonteria. Encima su amigo se hizo el ofendido y se fue. —Rodolfo es un robot —habia dicho Rafael—. Yo sé que Rodolfo es un robot —eso fue lo que habia di- cho. Muy serio. Y después se fue. Rodolfo, Rafael y Rodrigo se Ilamaban a si mismos “la banda de la R’. Eran muy amigos, desde el jardin. No el de la es- cuela sino desde el jardin de la casa de Rodolfo. Alli 8 Juan Pedro Mc Loughlin habian iniciado su amistad. Durante ese mismo ajfio, cuando Rodolfo entré en el séptimo B, un dia los invi- t6 a su casa y en vez de ir a jugar con la compu, como ellos esperaban, los llevé al jardin. El que esta en el fondo de la casa y parece una selva. No tiene flores, sino enormes arboles, plantas que crecen en desorden y al final, una escalera que baja a un sotano. Y ahi Rafael y Rodrigo descubrieron un mundo. Un mun- do mas fascinante que el de los jueguitos de la com- pu. El mundo de las raras construcciones de Rodolfo. —Funciona a bateria —decia ahora Rafael. —{Quién? —preguntaba Rodrigo. —Rodolfo... Rodolfo funciona a bateria —insis- tia Rafael. —Si vas a seguir delirando me voy a comer el he- lado solo —amenazaba Rodrigo. —Creo que las que usa le duran tres horas, por eso a media manana tiene que pedir permiso para ir al bafo. ;No te diste cuenta? Siempre a la misma hora. Debe llevar un “cargador” en la mochila. {Viste como se puso furioso un dia cuando se la escondi? —Rafael solo se interrumpia para lamer gustoso su helado de chocolate. 10 Juan Pedro Mc Loughlin —Numero uno, cualquiera se pone furioso con esas fastidiosas tonterias que vos llamas bromas. Nimero dos, Rodolfo ya nos explicé que tiene un problema en los rifiones que lo hace orinar seguido. Nimero tres, si querés hacerme una cargada cambid de méto- do. Usds siempre tu cara de piedra y de a poquito le vas metiendo al otro en la cabeza lo que querés que se crea. Pero esta vez no voy a caer. —Y dicho esto Rodrigo atacé furioso su chocolate con almendras. —Observa, simplemente observ4 —fue lo ultimo que dijo Rafael antes de darse media vuelta, arrojar el cucurucho al tacho y abandonar la heladeria. —Es parte de su método —se dijo Rodrigo—, dice la ultima palabra y te deja pensando. Pero esta vez no “compro”. — Por qué me mirds asi? —le pregunté Rodolfo cuando regresé del bafio. —Siempre vas al bafio a las once. {Por qué no ha- cés pis en el recreo? —repregunt6 Rodrigo. —Porque me vienen las ganas ahora. Mejor segui- mos con el trabajo, dale. Rodrigo giré la cabeza y se encontré con la mira- da de Rafael, quien le hizo un gesto como diciendo éQuién se anima a bajar al s6tano? 1 “gqué te dije?”. Entonces se fastidié por haber entra- do en el juego y hasta el mediodia se olvidé del tema. Pero cuando la maestra le pidié a Rodolfo que llevara los trabajos a la Direccién porque la directora queria verlos, sintié que la curiosidad lo recorria de pies a ca- beza. La mochila de su amigo, colgada por las correas al respaldo del asiento, era una tentaci6n irresistible. Un par de minutos, quizas era eso todo lo que tenia. Revisar la mochila en busca del “cargador”. Pero no podia ser tan idiota. Rafael habia logrado entrampar- lo. Sin mirarlo ya adivinaba la sonrisa burlona a tres bancos hacia la izquierda. No aguantoé mas. Estiré el brazo y palp6 los bolsillos. Algo cuadrado, sélido, quedé aferrado a su mano. No era una cartuchera, ni un alfajor, ni... —Necesitas algo? —preguntaba Rodolfo parado al lado del banco. Rodrigo sintié que el estomago se le abria en dos. —De la mochila jnecesitds algo? —repitié, muy serio, Rodolfo. —No, es que, se me perdié un marcador y... dale, vamos que ya estan formando —al levantarse Ro- drigo pas6 frente a Rafael y le clavé el codo en el hombro. Es que el otro estaba doblado en el banco 12 Juan Pedro Mc Loughlin tapdndose la cara en un intento por sujetar las carca- jadas que se le escapaban de la boca. —Y por qué no usa pantalones cortos? —Porque es arquero y no quiere rasparse las rodillas. —iY por qué siempre se pone camisas de manga larga? —Porque me cont6 que se quem6 de chico un bra- zo y le da vergiienza que le vean las marcas. —éY por qué nunca se quedé a dormir en nues- tras casas? —jA ver! jjA ver!! ;Por qué? ;Por qué sefior “veo- fantasmas-en-todos-lados”? —los gritos de Rodrigo sobresaltaron a dos personas que caminaban por la vereda de enfrente. —No debe usar pantalones cortos ni remeras sin mangas porque se le notarian los tornillos de las arti- culaciones. Y no se queda a dormir en nuestras casas porque a la noche lo deben desactivar. Simplemente por eso —argument6 Rafael como la cosa mas natu- ral del mundo. Rodrigo se lo qued6é mirando. Pensé en insultarlo y no pudo. Quiso reirse y no supo. Y al volver a uti- lizar la voz se sorprendi6 diciendo: éQuién se anima a bajar al sétano? 13 —Y vos desde cuando sospechas que es un robot? —Desde el primer dia que visitamos su sdtano. Cuando nos mostré sus construcciones. ;Te acordds de ese dia? —pregunté Rafael. Como para olvidarlo. Rodrigo no lo dijo pero lo pens. Como para olvidarlo. Habia sido fantastico, increible, magico. Capitulo Il El sétano Lo primero que vieron el dia que bajaron al s6tano fue el desorden. A Rodrigo le gust6. Es que su pieza era muy orde- nada. Y no por su voluntad. Sino por la de su mama que siempre lo tenia al trote con el tema del orden. jCémo le gustaria tener todo tirado por cualquier lado como en ese sétano! A Rafael no le gust6. Se parecia a su pieza, en la que nunca podia en- contrar lo que buscaba. Y cuando se ponia manos a la obra y ponia algo de orden, a la media hora estaba nuevamente todo patas para arriba. Parecida a ese s6- tano. Bueno, no tanto. Telas de arafia por todos los rincones. Batiles amontonados uno arriba del otro. 16 Juan Pedro Mc Loughlin Mantas oscuras que cubrian muebles que sugerian brazos y piernas escondidos y endurecidos. Y mucha oscuridad. —{No se puede encender una luz? —fue lo prime- ro que dijo Rodrigo al llegar al ultimo peldafio de la escalera. Rodolfo habia encendido tres velas que ya estaban apoyadas en un candelabro triple. —Bueno, {donde esta el muerto? —bromeé Rafael sacando una polvorienta manta que dejé al descubier- to un cofre de madera. —Si quieren empezar por aqui, vean —Rodolfo abrio la tapa del cofre. Y ahi fue que tuvieron la primera sorpresa. Rodrigo y Rafael no se animaban a tocar nada. Fue Rodolfo el que tuvo que sacar esos objetos de aden- tro del bal. —Maravilloso. {Qué son? —pregunté Rodrigo. —iY de qué son? —agregé Rafael. —De metal. Dale, ayGdenme a sacar las piezas, dale que no muerden. Eran barras de hierro que sujetas unas a otras con tornillos formaban extrafas figuras de seis, ocho y hasta doce patas. 18 Juan Pedro Mc Loughlin Los dos amigos empezaron a manipular las formas engarzadas que ahora parecian animales prehistéri- cos, ahora arafias de acero y ahora seres extraterres- tres. —jCon qué los armaste? —quiso saber Rafael. —Con el “Mecano”, un juego que tuvo mi viejo de chico. Y lo tiene nuevito. El es muy cuidadoso. Son cientos de piezas que uno puede combinar a gusto. —Son fantdsticas —se entusiasm6 Rodrigo. —Y eso que no vieron lo mejor, miren —Rodolfo se encaminé a un armario que estaba incrustado en la pared—. A ver, cierren los ojos. Sus amigos obedecieron y el duefio de casa sopl6 sobre las velas y la oscuridad fue total. Se escuché el girar de una llave, el chirrido de unas puertitas y la voz de Rodolfo que ordenaba: —iYa, abranlos! —Rafael y Rodrigo quedaron por un largo minuto con los ojos como platos, con las pestafias rigidas sobre las drbitas, para evitar perder- se una milésima de segundo del espectaculo que es- taba sucediendo en ese pequefio cuadrado iluminado. Capitulo Ill El robot No era una tele. Pero todo el armario era luz y se podian ver las piezas moviéndose de aqui para alla, dentro del cuadrado. El sétano, dominado por la penumbra. Rafael y Rodrigo, atrapados mirando el armario. Y Rodolfo extasiado mirandolos a ellos. —Solo le falta mtisica —dijo Rafael. —No, tiene musica propia —contradijo Rodrigo. Y era cierto. En el silencio del sétano, impercepti- bles sonidos de piezas que giraban rozando entre si podian ser escuchados por un odo atento. Pero la fies- ta estaba en los ojos. Ojos que veian un mundo en mi- niatura de formas metalicas en movimiento. Una gria trasladaba un torso de acero que agitaba los brazos. 20 Juan Pedro Mc Loughlin Una escalera mecanica subia y bajaba dos cilindros delgados con forma de piernas. Un ascensor sin puer- tas ascendia y descendia llevando una cabeza que emitia luces rojas, verdes y amarillas. Y para comple- tar el cuadro, una rueda giratoria colgaba del techo del armario y sostenia una docena de anillos de co- lores. Grtia, escalera, ascensor, rueda, se movian y se entrecruzaban sin tocarse y cuando parecia que esta- ban a punto de chocarse todo giraba a la perfeccién. Hasta que Rodolfo se acercé al armario e invadié con un brazo el interior. Tomé las piernas, el torso, la ca- beza, los anillos. Luego unié todo en un par de movi- mientos y deposité el objeto recién ensamblado en la base del mueble. De pronto se detuvieron grtia, esca- lera, ascensor y rueda. Se apago la luz interior y solo quedo desplazandose con movimientos entrecorta- dos, torpes pero ritmicos, de aqui para alla, un pe- quefo robot. Su cuerpo de metal estaba cubierto de circulos y en su pecho, a medida que avanzaba y ellos retrocedian, titilaban dos nimeros: el ocho y el nue- ve. Hasta que de un momento a otro se frend, hizo una pequefia reverencia y se apago. La oscuridad ocupé todo el sétano. El silencio no, porque ya estaba desde antes. Ninguno de los tres éQuién se anima a bajar al s6tano? 21 integrantes de la “banda de la R” podia verse uno al otro. Solo empezé a oirse, al cabo de dos o tres minu- tos, primero un leve palmoteo y después un estruen- doso aplauso a cuatro manos. —Quiero saber qué les pasa conmigo. Rafael y Rodrigo se miraron. —Porque algo les pasa —Rodolfo hablaba despa- cio, muy despacio. —Es que tltimamente estas atajando bastante mal. Ayer te comiste dos de los tres goles que nos hi- cieron y... —No me vengas con mentiras —Rodolfo lo cruz6 a Rafael con voz firme—. Hace un tiempo que estan raros. A vos Rodrigo, te pesqué intentando revisar mi mochila. {Qué pensabas encontrar? Rodrigo no contesté y Rodolfo le tiré la mochila contra el cuerpo. —Abrila, dale, busca tranquilo. Rodrigo primero se qued6 quieto y después, lenta- mente, levanté la mochila del suelo y se la devolvié. Rodolfo se la colocé en la espalda y buscé la puerta de salida de la escuela. Antes de irse les grit6: —Esta tarde bisquense un buen arquero, yo no voy. 22 Juan Pedro Mc Loughlin —Buen truco —dijo Rafael—, sacé el cargador an- tes y quiso demostrarnos que no habia nada raro en la mochila. Muy buena actuaci6n para un robot. Esta muy bien programado. —Creo que murié la “banda de la R” —se lamentd Rodrigo mientras veia como Rodolfo cruzaba la ca- Ile—. Y todo por tus tonterfas. Y por mi culpa tam- bién, porque me “engancho”. —Yo solo hago deducciones. ;Sabés qué es el papa de Rodolfo? —No. —Cientifico. —(Y por eso va a construirse un hijo robot? —pro- testé Rodrigo—. Mi viejo tiene un bar y yo no soy una empanada. —Bueno, mas o menos —sonrié Rafael. —Esto ya no es gracioso. Creo que tendriamos que pedirle disculpas. —Y si en lugar de pedirle disculpas nos sacamos las dudas? Si, no me mires asi. Esta noche. Entramos por el fondo. La casa de Rodolfo termina en la obra en construcci6n. — Y cémo trepamos la pared? ;Como el hombre arafia? —se burlé Rodrigo. éQuién se anima a bajar al sétano? 23 —Lo tengo todo pensado. El otro dia, cuando es- tabamos jugando en el jardin, encontré una soga, me trepé al eucalipto que esta casi apoyado contra la me- dianera y até la soga dejandola caer del otro lado. —Rafael utilizaba una hoja y una lapicera para sefia- lar los lugares. —Pero gvos estas loco? —la indignacién de Rodri- go era sincera—. Mira si la encuentra alguien y se les mete en la casa. —Tranquilo, tranquilo, pensé en todo. La dejé caer detras de una enredadera que cubre la pared de los dos lados. Nadie la puede ver. —Ni el razonamiento ni la sonrisa de Rafael tranquilizaron a su amigo—. Dale. Animate. Asi termina todo esto. Y salimos de dudas. —Yo no tengo dudas —se afirmé Rodrigo. —Yo tampoco. Es un robot —contraatacé Rafael. —Basta. Por mds que entremos por el jardin no vamos a poder meternos en las habitaciones. Deben cerrar las puertas a la noche. —Rodrigo se defendia con argumentos. —No hard falta. No necesitamos pasar del jardin. Seguro que cuando lo desactivan lo guardan en el s6- tano. Ese es su lugar. 24 Juan Pedro Mc Loughlin Rodrigo ya no tenia mas razones de donde afe- rrarse. Y siempre le pasaba lo mismo con Rafael. Lo convencia facilmente. A pesar de sentir un mal pre- sentimiento, otra vez su boca se movié contra su vo- luntad y dijo: —jA qué hora entramos? Capitulo IV Los intrusos Entrar por la obra en construccién fue facil. Se po- dian escuchar claramente los ronquidos del sereno dentro de la casilla. Rafael intentaba hacer callar a Rodrigo. Todavia no habian empezado la aventura y ya estaban discu- tiendo. —Vamos a poner algo en claro. Si no querés venir, volvete a tu cama calentita. Yo hoy voy a probar que tengo razén con mis sospechas. Pero debemos hacer- lo todo en silencio. —Solo te estoy diciendo algo que es razonable. gQué hacemos si la puerta del sétano esta cerrada? Sin usar palabras, Rafael sacé del bolsillo de su mo- chila una especie de llave muy extrafia. éQuién se anima a bajar al sétano? 27 —iQué es? —Se llama ganztia. — De dénde la sacaste? —Vas a preguntar cosas toda la noche o...? En ese instante se interrumpieron los ronquidos que venian de la casilla. Rafael se llevé un dedo a la boca y arrastr6 a Rodrigo unos metros mas adentro. Sacé de la mochila una linterna y avanz6 esquivando pilas de ladrillos y maderas amontonadas. Asi anduvieron en- tre tropezones y maldiciones hasta que se dieron con la pared que anunciaba los fondos de la casa de Rodol- fo. El haz de luz trepé por la enredadera. —La soga —susurr6 Rodrigo—, no la veo. —Tranquilo —Rafael movia la boca de la linterna de aca para alla hasta que esta se detuvo en un punto fijo—. jAhi esta! —Shhhh, ahora sos vos el ruidoso —Rodrigo no habia dejado de mirar cada tanto hacia atras y cada vez que lo hacia le parecia ver emerger de la oscuri- dad la figura del sereno que avanzaba con un cuchi- Ilo en la mano. Pero nunca esas sombras imaginarias lograban materializarse. —Anda vos —ordené Rafael—, yo te cubro. —4Y por qué yo primero, eh? 28 Juan Pedro Mc Loughlin —Porque sos el mas lento. Dale, usA mis hombros como plataforma. Dale. A esta altura Rodrigo tenia ganas de correr hacia la salida. Pero entre que no tenia linterna y que podia encontrarse con ese sereno que ahora veia con un ha- cha esperandolo detras de unas bolsas de cemento, no dudé mas y puso un pie sobre el hombro de Rafael. Hizo equilibrio sobre la espalda de su amigo y busco a tientas la soga. Primero arrancé dos o tres hojas de la enredadera y cuando ya estaba a punto de caerse de espaldas la encontré. Se aferré con ganas y empezé a trepar por las irregularidades de la medianera. Sus ro- dillas raspaban contra los ladrillos desparejos y ya es- taba por dejarse caer cuando con una mano alcanzé la cima. Se dio impulso con las tiltimas fuerzas y se sen- t6 con una pierna a cada lado. No habia terminado de acomodar su respiraci6n cuando sintié que la cuerda se tensaba y un bulto movedizo ascendia velozmente. —Correte —le dijo Rafael casi derribandolo. Ya estaban los dos ahi arriba. Miraron el cielo. La noche sin luna los ayudaba a pasar desapercibidos, pero cubria todo lo que los rodeaba con un manto impenetrable. Las estrellas, esquivando nubes, les ha- cian guifios sobre sus cabezas. éQuién se anima a bajar al s6tano? 29 Rodrigo miré a ambos lados. De uno, la obra en construcci6n, con un posible sereno estrangulador acechandolos. Del otro, la casa de Rodolfo, donde iban a buscar a un amigo robot que estaria desacti- vado en el sétano del jardin. Ahora dirigié la mirada hacia Rafael quien, inexplicablemente, a caballito de la pared, le sonreia. Y con una frase, Rodrigo rompié tanto silencio: —Todo esto es una locura... —.... muy divertida —rematé su amigo. El descenso por el eucalipto fue facil. —Muy bien —dijo Rafael cuando tocaron tierra firme—, a descubrir la verdad. —Si en el s6tano no hay nada raro nos volvemos en- seguida —Rodrigo sujetaba a su amigo por un brazo. —jEstas temblando? —Es que hace frio y no traje abrigo. —Toma —Rafael sacé de su mochila una campe- ra—, la traje por si llovia. —Pensaste en todo. Y si algo sale mal, ;tenés un plan de escape preparado? —Dale, no te hagas el tonto, ponete esto y vamos. —Deja, guardalo. No tengo frio, tengo miedo. Y no me cuesta reconocerlo. En cambio vos estas fresco 30 Juan Pedro Mc Loughlin como una lechuga. Dale. Vemos que en el sdtano esta todo bien y volvemos —y Rodrigo le arrebaté la lin- terna a Rafael y empezé a buscar el caminito de lajas. El jardin estaba totalmente a oscuras. El tinico fa- rol, al lado de la palmera, apagado. Rodrigo hizo rebotar el haz de luz por la pared de una piecita donde guardaban herramientas inttiles, porque en ese jardin nadie hacia nada. Habia que te- ner cuidado con no tropezarse con las raices de los ar- boles que escapaban de la superficie de la tierra. Por fin descubrié la escalera que llevaba al sdtano. —Un sotano al final de un jardin —susurraba a sus espaldas Rafael—, gnunca te parecié muy raro? —Deja de agregarle misterio al misterio, pibe, y ba- jemos con cuidado, mira que algunos de los escalones estan podridos —ahora era Rodrigo quien, para sacu- dirse el miedo, habia tomado la “jefatura” del opera- tivo. El redondel de luz recorrié la puerta—. Mira, no vamos a necesitar tu... gc6mo era? —Ganzta. —La puerta esta abierta —cuando Rodrigo la em- pujé suavemente con la punta de los dedos se extrafid de que no rechinara como en las peliculas. —Dale —lo animo Rafael—, entremos y busquemos. éQuién se anima a bajar al s6tano? 31 —¢Qué buscamos? —Dale, entra de una vez. En algtin lugar esta... —Si, ya sé. Est4 nuestro amigo Rodolfo desactiva- do —y sabiendo que estaba haciendo un disparate, Rodrigo atraves6 el umbral de la puerta casi empuja- do por la impaciencia de Rafael. —Apagé la linterna. —Estas loco? Aca adentro no se ve nada. —Apagala te digo —la orden de Rafael fue dicha en un susurro, pero con firmeza—. ;Nunca pensaste por qué aca abajo no hay luz eléctrica? —A ver senior “sabelotodo”, ;por qué? —contra su voluntad Rodrigo apag6 la linterna y sinti6 un esca- lofrio cuando lo envolvié el manto negro de la oscu- ridad total. —Porque deben tener en algtin lugar sensores tér- micos. El calor de la luz encenderé una alarma en la casa si alguien invade este lugar iluminandolo. —Rodolfo prende velas cada vez que venimos ac, geso no es luz? —Con un calor demasiado débil para afectar los sensores. —Rafael... —{Qué? 32 Juan Pedro Mc Loughlin —Vos ves mucha televisién. —Y son esas velas las que ahora vamos a encon- trar y encender. —Y cémo llegamos a ellas si no vemos nada? —Tanteando las paredes. Recuerdo que estaban en un Angulo del cuarto. Siempre las deja en el mis- mo lugar, junto a los fésforos. Dale, afirmate en mis hombros y seguime. A pesar de haber pasado varios minutos, los ojos no se habian adaptado a la oscuridad. Es que estaban bajo tierra, habian cerrado la puerta de entrada y no se distingufa ninguna forma. Aferrado a los hombros de Rafael, Rodrigo arrastraba lentamente un pie de- tras del otro. Le parecié interminable el camino hacia ese rinc6n. Hasta que su amigo se detuvo y exclamé ahogadamente: —jLlegamos! Una Ilamarada surgié entre las manos de Rafael. El f6sforo encontré la primera vela, enseguida la se- gunda y finalmente la tercera completé el candelabro de tres puntas que habian conocido el primer dia que bajaron a ese sotano. —Ahora a revisar todo este lugar —con ese artefac- to en la mano, Rafael parecia un espectro. Su sombra éQuién se anima a bajar al sétano? 33 se movia mAs rapido que el cuerpo y en un momento se arrastraba por el piso polvoriento y al siguiente se alargaba contra el techo interminable—. Dale, no te quedes ahi, yo ilumino los lugares y vos levanta las telas o abri las tapas. Y asi se pasaron media hora revisando batiles y ar- marios, canastos y estantes. — ¢Conforme? —pregunt6 Rodrigo sujetando el candelabro. La cera se iba acumulando en cada porta- vela y las Ilamitas lastimaban los ojos si uno las mi- raba fijamente. —No, en algtin lugar tiene que estar. —Acepta que te equivocaste. Ya ni como broma causa gracia. Vamonos. —Espera —Rafael salté desde una silla destartala- da que habia usado para descansar un minuto—. Te voy a mostrar para qué va a servir la ganzia —y muy decidido le sacé a Rodrigo de un tirén el candelabro y se dirigié al armario que Rodolfo les habia mostrado con tanto orgullo. Dio un giro en la cerradura y abrié las puertas. Inmediatamente se iluminé el cuadrado y todo el mecanismo que ya habian visto aquella tar- de se puso en funcionamiento. —{Para qué hacés esto? éQuién se anima a bajar al sétano? 35 —Acé debe estar la clave. Miremos bien —otra vez se desarroll6é ante sus ojos el silencioso espectaculo que los habia maravillado aquel primer dia. Grua, es- calera mec4nica, ascensor, rueda giratoria y toda la maravilla de las piezas en miniatura ensambladas que rotaban, subian y bajaban en un caos organizado. Ra- fael tomé las partes del robot. — Cémo se unjan estas cosas? ;Y funciona asi, sin pilas? —Rafael luchaba por encajar la cabeza en el tronco y este en las piernas y acertar en la coloca- cién de los anillos alrededor del cuerpo. —Querés que te ayude? —una voz gruesa hizo pegar un salto a los dos amigos. Las partes del robot cayeron al piso y los anillos rodaron y se perdieron entre las sombras. Solo se podia ver un enorme bul- to en el lugar donde habian surgido esas palabras, la entrada del s6tano—. Te pregunté si necesitds ayuda. El bulto se movié con lentitud. Se ubicé detras del candelabro que Rafael habia puesto sobre un estan- te antes de abrir el armario. Un rostro severo apare- cié tras la luz movediza. Pelo canoso que continuaba en una barba perita igualmente blanca. Los ojos eran dos huecos por los cuales una mirada fria y oscura no mostraba emoci6n alguna. El hombre se detuvo detras 36 Juan Pedro Mc Loughlin del candelabro. Desde alli miraba fijamente a los dos chicos que contenian la respiracién. Pero lo que mas los intimidaba era que, aferrado por una mano huesu- da, los apuntaba el cafio plateado de un revélver.

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