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Giovanni Papini - Historia de Cristo - La Editorial Virtual

GIOVANNI PAPINI
HISTORIA DE CRISTO
Edición Original: 1921 Edición Electrónica: 2010
INDICE
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Giovanni Papini: Sinopsis biográfica No Olvidemos a Papini (por Fernando Castelli)
HISTORIA DE CRISTO
EL AUTOR AL QUE LEYERE EL ESTABLO LOS PASTORES LOS TRES MAGOS OCTAVIANO HERODES
EL GRANDE EL PERDIDO, HALLADO EL CARPINTERO PATERNIDAD LA ANTIGUA ALIANZA LOS PR
OFETAS EL QUE HA DE VENIR EL PROFETA DE FUEGO LA VIGILIA EL DESIERTO EL RETORNO
CAFARNAUM LOS CUATRO PRIMEROS LA MONTAÑA LOS QUE LLORAN EL RENOVADOR FUE DICHO PER
O YO OS DIGO NO RESISTIR ANTINATURA ANTES DEL AMOR AMAD
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PADRE NUESTRO OBRAS PODEROSAS LA RESPUESTA A JUAN TALITHA QUMI LAS BODAS DE CANA
PANES Y PECES OCULTISTA, NO : POETA LA LEVADURA LA PUERTA ESTRECHA EL HIJO PRÓDIG
O LAS PARÁBOLAS DEL PECADO LOS DOCE SIMON, LLAMADO PIEDRA LOS HIJOS DEL TRUENO OVE
JAS, SERPIENTES Y PALOMAS MAMÓN EL ESTIERCOL DEL DEMONIO LOS REYES DE LAS NACIONES
ESPADA Y FUEGO UNA SOLA CARNE PADRES E HIJOS MARTA Y MARÍA PALABRAS. EN LA ARENA
LA PECADORA HA AMADO MUCHO ¿QUIEN SOY? SOL Y NIEVE SUFRIRE MUCHAS COSAS MARAN ATHA
LA CUEVA DE LOS LADRONES LAS VÍBORAS DE LOS SEPULCROS PIEDRA SOBRE PIEDRA OVEJAS
Y CABRITOS
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PALABRAS QUE NO PASAN LA PARUSIA EL INDESEADO EL MISTERIO DE JUDAS EL HOMBRE DEL
CANTARO EL LAVATORIO DE PIES TOMAD Y COMED ABBA, PADRE SUDOR Y SANGRE LA HORA D
E LAS TINIEBLAS ANAS EL CANTO DEL GALLO LA TUNICA SAGRADA LOS OJOS VENDADOS PONC
IO PILATO CLAUDIA PROCULA EL MANTO BLANCO "¡QUE MUERA!" REY CORONADO LA PARASCEVE
EL JUDIO ERRANTE EL LEÑO VERDE CUATRO CLAVOS DIMAS LA OSCURIDAD LAMMA SABACTANI LA
CRUZ INVISIBLE AGUA Y SANGRE LA LIBERACION DE LOS DURMIENTES NO ESTA AQUI EMMAÚS ¿N
O TENÉIS NADA QUE COMER? TOMÁS, EL GEMELO
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EL RESUCITADO RECHAZADO EL RETORNO AL MAR LA NUBE ORACION A CRISTO
Otras Obras Recomendadas Denes Martos Los Deicidas Maestro Eckart Obras Alemanas
Giovanni Papini: Sinopsis biográfica
Giovanni Papini, nacido en Florencia en 1881 y fallecido en 1956 fue escritor y
poeta. Fue uno de los animadores más activos de la renovación cultural y literaria q
ue se produjo en su país a principios del siglo XX. Hijo de un modesto comerciante
de muebles, lo bautizaron a escondidas para soslayar el agresivo ateísmo de su pa
dre. Adoptó desde niño un talante escéptico, pero lleno de curiosidad por las diversas
doctrinas y religiones. Una de sus ilusiones tempranas, nunca abandonada, fue e
scribir una enciclopedia que resumiera todas las culturas. Obtuvo el título de mae
stro y trabajó como bibliotecario en el Museo de Antropología de Florencia, pero a p
artir de 1903, año en que fundó la revista Leonardo, se volcó con polémico entusiasmo al
periodismo. Leonardo se convirtió en un instrumento de lucha contra el positivism
o que imperaba en el pensamiento filosófico italiano y, al mismo tiempo, contribuyó
a difundir el pragmatismo. Ese mismo año se convirtió en redactor jefe del diario na
cionalista Regno, mientras que en 1908, finalizada ya la andadura de Leonardo, e
mpezó a colaborar activamente en La Voce, convirtiéndose en
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uno de los representantes más inquietos y ruidosos del movimiento filosófico y polític
o que surgió en Florencia alrededor de esa revista. Más tarde fundó también Anima (1911)
y Lacerba (1913), de orientación más literaria y donde durante un tiempo defendió las
tendencias futuristas de F.T. Marinetti. Agnóstico, anticlerical, pero no obstant
e siempre abierto a nuevas experiencias espirituales, su actividad periodística le
permitió dar rienda suelta a su afición de sorprender y escandalizar a los lectores
y de arremeter contra personajes más o menos famosos. Se acercó al fascismo y obtuv
o una posición en la Universidad de Bolonia en 1935 (a pesar de que sus estudios sól
o lo habilitaban para enseñanza primaria). Las autoridades fascistas confirmaron l
a "impecable reputación" de Papini a través de ese nombramiento. En 1937, Papini pub
licó el primer y único volumen de su Historia de la Literatura Italiana, que le dedi
có a Benito Mussolini: "A Il Duce, amigo de la poesía y de los poetas", que fue de g
ran consideración para la academia, especialmente en el estudio del Renacimiento I
taliano. Antisemita, creía en una conspiración internacional de los judíos, y apoyaba
las leyes de discriminación racial impuestas por Mussolini en 1938. Cuando cayó el rég
imen fascista (1943), Papini pasó a integrar la cofradía de los "escritores malditos
" que los medios políticamente correctos prefieren ignorar.
Fernando Castelli [*]
No Olvidemos a Papini
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Murió en 1956, pero desde hace ya varios años la cultura «oficial» se ha empeñado en erigi
r en torno a su obra el muro del olvido, y en parte lo ha logrado. Al toparse co
n Papini, las historias literarias y las antologías salen del paso en forma rápida,
como tomando nota de un caso literario definitivamente archivado, o bien lo igno
ran enteramente, dando preferencia a escritores «comprometidos» aun cuando sean de t
ercera o cuarta categoría. Ciertamente, Mondadori tuvo el valor de publicar las ob
ras completas de este escritor florentino y todavía hay quienes hablan sin vacilar
de Papini con la frente en alto. Con todo, el ostracismo del autor de la Storia
di Cristo (Historia de Cristo) es un dato de hecho. ¿Cuáles son las causas? Indudab
lemente, en la obra papiniana hay elementos caducos y zonas en la sombra que es
justo denunciar y olvidar, pero no residen en esto las causas de su ostracismo. És
te se explica, en primer lugar, por la moda (¿o esclavitud?) consistente en ver y
enmarcar todo en una óptica laicista y radical progresista. Ansiosos por no perder
un pequeño lugar al sol, nos alineamos con devoción en las nuevas fronteras de la «cu
ltura», moviéndonos de acuerdo a las órdenes impartidas. Es comprensible, con esta per
spectiva, la expulsión de Papini al silencio.
Como escribe un crítico no alineado, él:
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«fue la antítesis del literato de nuestra época, que se somete gustoso a la ideología pr
evaleciente ( …). Las grandes ideas, que agitan las almas de los hombres – en el bie
n y el mal –, eran los temas que lo fascinaban, y sobre todo en sus escritos se pl
asmaba la forma de esta pasión, que lo convertía, antes que en escritor, en un hombr
e batallador, un polemista ardiente, que desenmascaraba falsos mitos y exaltaba
virtudes ya imposibles de encontrar. Y sin embargo, si bien era un hombre de par
tido, en el sentido más noble, siempre estuvo alejado del poder político, y cuando e
n la posguerra el clima ideológico-cultural le fue sumamente adverso, no procuró por
eso reorientarse, inventando puntos de contacto y de inserción en el marco del gu
sto de los nuevos poderosos; por el contrario, no dejó de manifestar su desprecio
ante esos intelectuales que habiendo sido en el pasado aduladores y serviles, co
mo nunca él lo fuera, en la posguerra se sometieron a otros jefes sin cambiar sus
inclinaciones. Papini es por este motivo un personaje incómodo en la cultura de nu
estro siglo XX; se desearía olvidarlo ( …). En una época en que la aspereza polémica com
plicaría el pacífico reparto de la torta cultural, en que todos están prácticamente de a
cuerdo dentro del gran cauce del conformismo de izquierda, cuyas corrientes pued
en ser más lentas o más veloces, pero todas conducen al mismo mar; en una época en que
los vanguardistas y los adversarios se transforman rápidamente en función de la ind
ustria cultural; claramente, en una época como ésta, el ejemplo de Papini es demasia
do anacrónico o quizás demasiado peligrosamente actual como modelo de una condición hu
mana posible, pero, por ser incómoda, temida por nuestros literatos, que no obstan
te retóricamente dan muestras de posiciones dramáticas y de sacrificio» [1]. Otra caus
a del ostracismo es la conversión de Papini al catolicismo. Tuvo
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una inmensa resonancia, suscitando polémicas, entusiasmos, desconfianza y excusas.
Al igual que en el lejano 1919, también en nuestros días ciertos espíritus, enfermos
de iluminismo e incapaces de comprender el significado de una conversión religiosa
, la visualizan como un acto de renuncia y sumisión, por lo cual envuelvenen un ma
nto de conmiseración a quienes han encontrado a Dios y han sintonizado con el Evan
gelio. Así ocurre en relación con algunos disidentes rusos creyentes (Solzhenitsyn,
Maksimov, Siniavsky). ¡Imaginemos esto en el caso de esa «mala lengua» de Papini! Por úl
timo, el ostracismo se debe a la incomprensión. En Papini hay una multiplicidad de
rostros, más bien de almas. Es también literato, también polemista, también narrador, t
ambién poeta, también erudito, también analista de su propia alma y su época, y las quin
ce mil páginas de su obra ofrecen de esto un testimonio perentorio; pero hay algo
más: trasciende inesperadamente los aspectos definidos y se presenta bajo posicion
es angulares que no todos son capaces de asir.
¿Quién era Papini?
La mejor definición de su personalidad de escritor la proporcionó él mismo en una cart
a del 3 de marzo de 1920 a Domenico Giuliotti. Al ser acusado por el Solitario d
e Greve de escribir bajo la dictadura del demonio («Tu pluma ha escrito durante ve
inte años bajo la dictadura del demonio. Durante veinte años has envenenado a los de
más y a ti mismo»), Papini respondía: «¿Y realmente crees que toda mi obra anterior, inclu
yendo las partes más puras y atormentadas, fue escrita bajo la dictadura del demon
io? ¿No te parece que en ella se lee, cuando se sabe leer, sobre una aspiración a lo
absoluto y lo infinito, una intolerancia ante las imbecilidades comunes, burgue
sas, filisteas y fariseas y un deseo anhelante de luz, certeza, elevación espiritu
al y liberación de la materia y el mal?»[2]. Ahí está Giovanni Papini, un alma con refle
jos agustinianos y pascalianos sobre un fondo enteramente peculiar. Queremos dec
ir: apasionado
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buscador de la verdad, nostálgico de Dios, espíritu totalitario, amante de la bellez
a; pero también temperamento arisco, polemista violento, escritor paradojal y verb
oso, combatiente audaz. En todos estos aspectos es inconfundible, a menudo desco
ncertante y a veces magnífico. ¿Y cómo se hace entonces para ubicarlo, por ejemplo, en
una historia de la literatura? Pensemos en Léon Bloy. ¿Quién no advierte una sensación
de incomodidad al recorrer, en una literatura francesa, las pocas páginas (¿o líneas?)
dedicadas al pélerin de l’absolu, tan estimado por Papini y cercano al mismo? Vuelv
e a la mente el famoso pensamiento de Pascal: «(…) esperábamos encontrar un autor y en
contramos en cambio un hombre» [3]. Es un hombre que supo descubrir y expresar de
una manera nueva ciertos componentes universales y por tanto esenciales del espíri
tu humano. Para comprender (y amar) a Papini, es necesario ir más allá de la mera li
teratura (que de hecho no es verdadera literatura) y abandonarse a la búsqueda del
hombre que trasciende infinitamente su propio ser: hecho para el infinito, pero
circunscrito a caminar por tantas vías estrechas; anhelante de verdad, pero vacil
ante en la ignorancia y la duda; con hambre de belleza, vida, superación y amor, p
ero envuelto en una maraña de carencias y límites. Es en suma el hombre creado por D
ios y para Dios, pero retenido por la tierra y para la tierra. En el fondo, la a
ventura papiniana, como en tanta literatura de los siglos XIX y XX, es una paráfra
sis del axioma agustino: «Por cuanto nos has creado para ti, oh, Señor, tenemos el c
orazón inquieto mientras no descanse en ti» [ 4]. Es una característica de Papini habe
r acogido y fomentado siempre esta inquietud metafísica, sin dejar jamás de buscar,
de llamar a todas las puertas, de interrogar a todos los transeúntes, superando la
s tentaciones de abandonarse a la desconfianza y amodorrarse al borde del camino
. En su carrera salvando obstáculos a través de la babel de las más diversas corriente
s de pensamiento – del pragmatismo al idealismo, del pesimismo al misticismo mágico,
de un moralismo de dudosa ley a un escepticismo exasperado y desesperado – nunca
se resignó a permanecer quieto. Siempre
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tuvo un instinto especialmente dispuesto a intuir lo falso y distinguir los equívo
cos, dejándolos de lado para ir más allá. Es también digno de destacar, junto a esa furi
bunda búsqueda de la verdad, el elevado concepto que siempre tuvo Papini de la vid
a. Incluso cuando galanteaba con el pesimismo y escribía páginas negando los valores
humanos y exaltando con locura el suicidio – un suicidio ciertamente colectivo –, t
odo eso se explicaba por el hecho de que lo descubierto por él dentro y fuera de sí
mismo no respondía a su concepción de la vida. La abofeteaba porque le parecía banal,
pero sin saber qué era necesario para hacerla digna de ser vivida. Cuando lo supo,
fue tal su alegría como para transformar hasta las horas más oscuras en canto de am
or y sobresalto de juventud. Permítannos citar un trozo dictado poco antes de su m
uerte. Es algo extenso, pero da la medida de su alma. «Me asombran a veces quienes
se sorprenden ante mi calma en el estado lastimoso al cual me ha reducido la en
fermedad. He perdido el uso de las piernas, los brazos y las manos y me he vuelt
o casi ciego y mudo (…). Con todo, no es despreciable lo que me ha quedado y es mu
cho y lo mejor (…). Siempre tengo la alegría de poder escuchar las palabras de un am
igo, la lectura de una bella poesía o una bella historia; puedo sentir un canto me
lodioso o una de esas sinfonías que den calor nuevo a todo el ser. «Y todo esto no e
s nada en comparación con los dones aún más divinos que Dios me ha dejado. He salvado,
aun cuando haya sido a cambio de guerras cotidianas, la fe, la inteligencia, la
memoria, la imaginación, la fantasía, la pasión por meditar y razonar y esa luz inter
ior llamada intuición o inspiración. He salvado también el afecto de los familiares, l
a amistad de los amigos, la facultad de amar incluso a quienes no conozco person
almente y la felicidad de ser amado incluso por quienes sólo me conocen a través de
las obras. Y todavía puedo
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comunicar a los demás, aun cuando sea con dolorosa lentitud, mis pensamientos y mi
s sentimientos. «Y si pudiera moverme, hablar, ver y escribir, pero tuviera la men
te confusa y obtusa, la inteligencia torpe y estéril, la fantasía desvanecida y fati
gada, el corazón árido e indiferente, mi desventura sería infinitamente más terrible. Se
ría un alma muerta dentro de un cuerpo inútilmente vivo. ¿De qué me serviría poseer un len
guaje inteligible si no tuviera nada que decir? Siempre he afirmado el predomini
o del espíritu sobre la materia: sería un estafador o un bellaco si ahora, habiendo
llegado al punto de la nueva prueba, cambiase de opinión ante el peso de los padec
imientos. Con todo, siempre he preferido el martirio a la imbecilidad. «Y puesto q
ue estoy en ánimo de confesiones, quiero ir más allá de lo verosímil y avanzar hasta lo
increíble. Las señales esenciales de la juventud son tres: la voluntad de amar, la c
uriosidad intelectual y el espíritu agresivo. A pesar de mi edad y por encima de m
is males, siento con gran fuerza la necesidad de amar y ser amado, tengo un dese
o insaciable de aprender cosas nuevas en todos los ámbitos del saber y el arte y n
o evado la polémica y la batalla cuando se trata de la defensa de los valores supr
emos. «Por más que pueda parecer un ridículo delirio, tengo la osadía de afirmar que tam
bién hoy me siento elevado, en el inmenso mar de la vida, por la alta marea de la
juventud» [5]. Además de ser una espléndida página de antología, este trozo revela la gran
deza de alma del escritor y el secreto de su obra, más bien de su vida, a partir d
e esos años lejanos en que, siendo un adolescente florentino y ávido lector, se refu
giaba para leer bajo los faroles de la Plaza Santa Croce en las noches de invier
no o bajo los cipreses de San Miniato en las mañanas de verano.
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Las impaciencias de Papini
En primer lugar, la impaciencia ante el saber. Alcanzar las fronteras extremas d
e la ciencia, aventurarse en todos los senderos del saber, interrogar a vivos y
muertos, asir los secretos del universo: éstas son algunas expresiones de esa impa
ciencia suya que lo indujo a devorar con pasión y furor enciclopedias y biblioteca
s. «Y me lancé de cabeza en todas las lecturas que me sugerían mi naciente curiosidad
o los títulos de los libros que encontraba en los libros que iba leyendo. Y empren
dí entonces, sin experiencia, guía ni proyecto alguno, pero con todo el furor de la
pasión, la vida dura y magnífica del omnisapiente» [6]. Estudió y renovó en su espíritu los
grandes sistemas filosóficos: pesimismo, positivismo, monismo, idealismo, solipsis
mo, pragmatismo; escuchó los mensajes de las grandes religiones; se embriagó de poesía
. Algunos autores se le presentaron como amigos siempre buscados, otros como adv
ersarios para rechazar sin misericordia y otros más como personas para apoyar y an
imar. Junto a la impaciencia del saber, apareció enseguida la impaciencia del asal
to. Era urgente derribar paredes para escrutar nuevos horizontes; inquietar los
espíritus e incitarlos a la búsqueda; invocar la tempestad para renovar el aire. Así,
Papini, «armado con lanza para la defensa y la ofensa, penetra abusivamente, a com
ienzos del siglo, en el reino de la cultura. Asume un tono inconfundible y su pl
uma pronto adquiere prestigio, produciendo confusión en los ambientes tradicionale
s. Como un nuevo cabecilla, conduce cuadrillas de jóvenes talentos, que en él recono
cen la guía tras la cual pueden agruparse con el fin de remover los olímpicos silenc
ios de maestros adormecidos» [7]. No se podía aceptar el mundo tal como era. Había que
rehacerlo con la
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fantasía o transformarlo con la destrucción. En este clima de asalto, nació Leonardo (
1903). Nació bajo la consigna de la intolerancia: intolerancia ante el «servilismo n
azareno» de tantos cristianos, ante la cultura italiana cerrada y provincial, ante
la vacuidad de los filósofos que vivían labrando «variaciones de nomenclatura», ante el
«panburguesismo» de la política y todo academicismo, ante las «formas inferiores del ar
te»; intolerancia, por último, ante todos los monismos, tanto materialistas como ide
alistas [8]. «Modificar a los hombres – escribía en Leonardo (agosto de 1906) –, amputar
y engrandecer almas, transformar espíritus: ése es mi arte favorito. Mi objetivo es
por tanto bien preciso: no se trata de un lema político o religioso, sino puramen
te espiritual e interno (…). «Hacer sentir la necesidad de llevar a cabo algo import
ante para que nuestra vida tenga sentido y cierta belleza. Arrancar a las almas
de los surcos de la vida común y elevarlas a la contemplación desde lejos y en liber
tad de los posibles destinos de los hombres y la terrible necedad de la existenc
ia cotidiana». Cortaba y demolía a causa de la impaciencia por una realidad distinta
y mejor. Perennemente insatisfecho e inquieto, se aventurabaen las diversas cor
rientes del pensamiento y luego las refutaba para buscar en otros ámbitos, sin imp
ortar en qué dirección ni en qué compañía. Judío errante del saber (como más tarde se defin
le resultaba imposible detenerse y establecerse ordenadamente en un territorio.
En el fondo, su impaciencia aspiraba a lo absoluto. Un uomo finito (Un hombre ac
abado) (1912) es el relato, idealizado y en tono épico, del drama de una concienci
a inquieta, aguijoneada precisamente por la impaciencia ante lo absoluto. El lib
ro analiza la génesis, las etapas y la embriaguez de la tentación de «convertirse en D
ios». Varios capítulos reflejan tonos nietzschianos, delirios místicos, perspectivas d
e quienes han procurado escalar hacia el cielo (Novalis, Lautréamont, Nerval, Poe,
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Strindberg, Mallarmé). Las páginas más logradas (además de las que recuerdan la infancia
del autor) son las que describen la destrucción de los sueños locos: en ellas se pu
ede encontrar el iter de quienes, incapaces de tolerar la condición humana, han os
ado traspasar las columnas de Hércules. «¿Cómo puede contentarse con poco quien todo lo
ha deseado? ¿Cómo puede gozar de la tierra quien ha buscado el cielo? ¿Cómo puede confor
marse con la humanidad quien ha avanzado en el camino de la divinidad? Todo ha t
erminado, todo se ha perdido, todo está cerrado. Nada más hay que hacer. ¿Consolarse?
Ni siquiera. ¿Llorar? ¡Pero para llorar se necesita otra vez energía, se necesita un p
oco de esperanza! Ya nada sé, ya no cuento, nada quiero: no me muevo. Soy una cosa
y no un hombre. Tocadme: estoy frío como una piedra, frío como un sepulcro. Aquí está e
nterrado un hombre que pudo convertirse en Dios» [9]. «Acabado», por tanto, pero únicame
nte porque no logró ser «infinito» («Algo distinto a acabado. Pero si aún no he comenzado
(…). Lo mejor viene ahora: solamente hoy nazco». En el naufragio de los locos espeji
smos, sus compañeros de impaciencia fueron presa de la manía suicida, el pesimismo r
esignado o la ofuscación de la conciencia. Él tuvo la fuerza para dirigir la proa ha
cia orillas más humanas. Pudo así invocar «un poco de certeza» en páginas que tienen el ri
tmo de una oración y la resonancia de una nostalgia que se confunde con la voz pro
funda de la naturaleza humana. La impaciencia ante un loco espejismo se convirtió
en la impaciencia ante la verdad que salva. «No pido pan, gloria ni compasión (…). Per
o pido y clamo humildemente, de rodillas, con toda la fuerza y la pasión de mi alm
a, por un poco de certeza; una sola, una pequeña fe segura, un átomo de verdad (…). «Nec
esito un poco de certeza – necesito algo verdadero. No
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puedo prescindir de eso; no sé vivir sin eso. No pido otra cosa, nada más pido, pero
esto que pido es mucho, es una cosa extraordinaria: lo sé. Pero la quiero de todo
s modos – a toda costa debe dárseme, si es que en el mundo hay alguien a quien le im
porta mi vida (…). «Sin esta verdad ya no logro vivir y si nadie tiene piedad de mí, s
i nadie puede contestarme, buscaré en la muerte la felicidad de la luz plena o la
quietud del vacío eterno» [10].
Llegada a la fe
Le respondió ese Dios siempre presente en las invocaciones sinceras y sufrientes.
En las Memorie d’Iddio (Memorias de Dios) (1911), libro definido como satánico por e
l mismo Papini [11], el ateísmo es un estribillo cantado en todos los tonos. En va
rias páginas abunda una insolencia a veces en el límite del sacrilegio, como al form
ularse una «mística del ateísmo». Dios no sólo es despersonalizado, sino además reducido a
a miseria y recubierto de escepticismo hasta el punto de dudar de sí mismo. Sólo exi
ste porque algunos mortales todavía piensan en Él. Negaba a Dios y lo maldecía, pero e
n el fondo sentía nostalgia de Él y lo invocaba secretamente. Tenía una energía espiritu
al, oscura y prepotente, que le impedía abandonarse al positivismo, el pragmatismo
y el escepticismo. Su alma era más fuerte que su cerebro: un alma profundamente r
eligiosa, naturalmente cristiana. Al leer los Evangelios, San Agustín, Pascal, la
Introduction à la Vie Dévote de San Francisco de Sales, los Ejercicios espirituales
de San Ignacio, los místicos españoles (Lull, Santa Teresa, San Juan de la Cruz) y a
lemanes (sobre todo Meister Eckhart, Suso, Böhme) creía seguir la cultura, pero en r
ealidad seguía a Dios e invocaba a Cristo. El Papini de los años anteriores a la con
versión da la idea del enamorado que se enoja con la amada, pero porque la ama. Y él
amaba a Cristo, desde
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hacía varios años, sin saberlo. En el Crepuscolo dei filosofi (El ocaso de los filósof
os), lo defendió contra Nietzsche («Cristo vino al mundo no sólo para anunciar el Rein
o de los Cielos, sino también como portador de salud y fuerza»). Si no se decidía a te
ner el encuentro definitivo, era ya sea por carecer de un conocimiento interior
y profundo del cristianismo, por la dificultad de deshacerse de tantos años de muc
ho polvo anticristiano [12] o por temor a agruparse con la «nueva oleada de inclin
ación católica» que – recordaba [13] – llegaron a integrar, después de Huysmans y Verlaine,
Claudel y compañía. En Italia, formó parte de eso Domenico Giuliotti, «del cual se esperó
mucho, pero sólo surgió del mismo un pequeño volumen de poesías terriblemente impersonal
es y literarias». La «conversión» se produjo en 1919. La guerra, con su carga de tragedi
a, y el remordimiento por haberla invocado y pretendido; la primera comunión de su
s hijas y la dulzura cristiana de su esposa; las reprimendas amigables, pero pun
zantes, de Giuliotti: todo eso allanó el camino; pero el elemento decisivo – además de
la gracia – reside en una necesidad interior e impostergable del escritor: necesi
dad de certeza, de atracaderos seguros, estables y liberadores, de un orden mora
l e intelectual. Sin embargo, como él mismo escribiera, la conversión no fue un refu
gio en un cómodo asilo ni la aceptación supina de una norma moral o un esquema doctr
inal. Fue ciertamente un atracadero, pero también un rebote hacia alta mar para co
nquistar orillas de mayor exaltación. En la Storia di Cristo (1921), al presentar
al Hombre-Dios, Papini da testimonio del mismo, lo exalta y sobre todo lo invoca
, con el entusiasmo del neófito, con la alegría del caminante que, tras años de extravío
, llega a la casa del padre, con la necesidad de expresar a gritos a todos, pero
especialmente a los hombres de la cultura, la urgencia de un regreso al Salvado
r.
«Ambiciones desmesuradas»
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Entre las notas que caracterizan la personalidad de Papini, podemos recordar «el d
elirio de grandeza», «la ambición de lo grande y excesivo» y la volubilidad. Si bien la
conversión, con la posesión de la verdad definitivamente alcanzada y la superación de
resentimientos e impaciencias, puso un freno a su recelo intelectual, no aplacó lo
s ardores de su espíritu. Con sesenta y cinco años cumplidos, escribía: «Es curioso cómo a
esta edad conservo ambiciones desmesuradas que reafloran todos los días: de const
ruir una nueva filosofía, de escribir una historia de la humanidad, de hacer un dr
ama fantástico que abarque toda la vida, etc. etc.» [14]. La imagen de Papini al lee
r el Diario, de publicación póstuma, es de un volcán en fase de erupción permanente. Nos
asombra cómo el cerebro de ese hombre pudo resistir una ebullición continua de proy
ectos, sueños y propósitos: son tantos que si se suman, se llega a la conclusión de qu
e las obras materializadas constituyen únicamente la décima parte de aquellas purame
nte ideadas. Carecía de sentido de la medida y no supo superar la ambición de escrib
ir obras que abarcasen todos los campos, obras inmortales bajo la estela de su D
ante y su Miguel Ángel, para cuya realización toda una vida no habría sido suficiente
y para las cuales no disponía de una adecuada preparación. Durante más de cincuenta años
acarició el proyecto de una «obra inmensa», «redentora», «enorme, pavorosa, sobrehumana»,
e dedicó tiempo, estudio e impulsos. Debería haberse llamado Rapporto sugli uomini (
Informe sobre los hombres) o Adamo (Adán). Hecha, deshecha y rehecha varias veces,
de ella quedó un montón de carpetas, testimonio de un gran sueño desvanecido. Se apoyó
el Rapporto en la idea de un Giudizio Universale (Juicio Universal), otro proyec
to que lo exaltó y ocupó durante muchos años, otro sueño desvanecido.
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«Hay un canto dentro de mí que nunca podrá salir de mi boca, que mi mano no sabrá escrib
ir en trozo alguno de papel (…). Hay un canto dentro de mí que siempre se quedará dent
ro de mí» [15]. En estas expresiones se encuentra todo el drama del escritor florent
ino. Intuía el milagro de la transfiguración artística, pero no lograba traducirla en
acto al escribir el Giudizio (ni las otras obras «titánicas»), de donde surgió la idea d
e quemar el manuscrito. No lo quemó, pero tampoco lo publicó, lo cual es testimonio
de honestidad y buen sentido.
«Llegar al último día con el alma entera»
Es tarea ardua seguir a Papini a través de su obra: más de sesenta volúmenes, sumament
e densos en problemáticas, erudición e intuiciones; inspirados por la nobleza de los
propósitos, el amor y el respeto por lo que es genuinamente humano, el culto a la
verdad y la dignidad; geniales, envueltos en poesía, vigor estilístico y capacidad
de evocación. La aparición de algunos de ellos fue como la explosión de una bomba en l
a soñolienta provincia italiana, y suscitó polémicas, contiendas, confrontaciones, inv
estigaciones y ardores, todo menos indiferencia. Pensemos en Un uomo finito, Str
oncature, Storia di Cristo, Sant’Agostino, Dante vivo, Gog, Storia della letteratu
ra italiana, Lettere agli uomini di papa Celestino VI, Il diavolo. En todo caso,
Papini nos ofreció su más bella sorpresa en sus últimos años de vida. Quien se opusiera
, como él, durante toda la vida a hombres e ideologías, no podía no oponerse a la sumi
sión del alma al cuerpo, gracias a una especie de milagro en el cual la fuerza de
la fe se manifestó a la par con la fuerza de voluntad. «Cada vez más ciego, cada vez más
inmóvil, cada vez más silencioso. La muerte no es sino inmovilidad taciturna en las
tinieblas.
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Muerto por tanto un poco cada día, en pequeñas dosis, según el modelo homeopático. «Pero e
spero que Dios me conceda la gracia, a pesar de todos mis errores, de llegar al úl
timo día con el alma entera» [16]. Llegó efectivamente con el alma entera a ese día. No
estando solo, y superando dificultades gravísimas, logró dictar una cantidad de mate
rial tan grande como para constituir varios volúmenes: La spia del mondo, La felic
ità dell’infelice, Schegge. Se encuentran entre sus cosas más logradas. La serenidad e
spiritual, alcanzada con esfuerzos heroicos, se despliega en la página en oleadas
de poesía que cubre a todas las criaturas, desplegándose con tranquilidad juicios so
bre los más diversos argumentos, con riqueza de cultura, ansia de conquistas siemp
re nuevas y conceptuosa densidad. Un día lejano, en una de sus profecías sorprendent
es, había anunciado con anticipación: «Hay un canto dentro de mí que debo escuchar yo so
lo, que debo padecer y soportar sólo yo. Este canto no se pronunciará sino en la últim
a hora de mi vida; este canto será el principio de una feliz agonía» [17]. ¿Qué canto? El
canto del paralítico, que en la inmovilidad del sillón hace el Inventario delle feli
citá (Inventario de las bienaventuranzas) [18]. En estas páginas ya no está presente e
l flujo de palabras sonantes ni la violencia del polemista centrado en no abando
nar la presa; está el canto de un Job nuevo, que se reitera el haber «nacido hombre
y no bestia», «a imagen y semejanza de Dios», «un ser vertical que mira el cielo, ilumin
ado por el espíritu, capaz de ser purificado y redimido por el mismo dolor», con un
alma «tan noble que puede venerar el genio y desear la santidad», con un pensamiento
tan poderoso que además de hacerte «copropietario de un planeta», te permite exaltart
e junto a David, Sófocles, Platón, San Francisco, Dante, Petrarca, Leopardi,
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Rousseau, Kierkegaard, Dostoievski y Nietzsche. «Eres mortal como las yeguas de lo
s campos, pero sólo en ti resplandece la esperanza – que para algunos es certeza – de
la victoria final sobre la muerte. Eres, también en la cárcel de la carne y el tiemp
o, la impaciente larva de un Dios». El Inventario prosigue. Nacimiento en medio de
un pueblo civil, en una nación cristiana (cuyos santos demuestran «que el hombre pu
ede ser más que humano cuando se une, él muerto, al Cristo vivo»), «en una de las comarc
as más maravillosas y gloriosas de la tierra», en tiempos «de sangre, colapso y espant
o» (que pueden por tanto orientarnos hacia esos «bienes que realmente vale la pena r
ecuperar»). «Levantemos entonces la cabeza para buscar con los ojos un trozo de ciel
o, un beso de sol. La mayor infelicidad se convierte en razón suficiente del ascen
so a una felicidad mayor. Y la alegría más verdadera para los actores de esa Divina
Comedia que es la vida humana ya no consiste en poseer, sino en reconquistar la
felicidad, que es nuestra por derecho de nacimiento y guerra. «Y por consiguiente
tú, hombre de aflicción y rencor, levántate del tugurio de zarzas, sacúdete el polvo del
ictuoso y recoge tus bienaventuranzas abandonadas. «Señala el cielo, mira bien; desa
parecen las estrellas en la niebla, pero en la línea de oriente una sombra de oro
anuncia la revancha del Padre de regreso». Rara vez un escritor ha alcanzado semej
ante grandeza moral; rara vez el canto de un hombre ha girado en tonos tan eleva
dos; rara vez una «juventud» ha explotado con semejante plenitud de vitalidad.
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Limitaciones y méritos de Papini
Es imposible negarlo. Estuvieron muy lejos de favorecer a Papini sus excesos de
estilo, el hecho de abusar demasiadas veces de su habilidad léxica y llegar a acuñar
cierta terminología demoledora cuando no le bastaba la del vocabulario, que además
conocía perfectamente. Resultan poco gratas sus complacencias verbales, los frecue
ntes tonos forzados, la mano cargada en el color, la tendencia a expresarse en s
uperlativo y el uso destemplado de la paradoja. Además, pocos autores consiguen co
n tanta frecuencia, como Giovanni Papini, atraer vigorosamente al lector y luego
, en medio del placer que le han entregado, alejarlo con algo inadecuado. Y es c
iertamente inadecuado ese ademán altanero de legislador absolutista, así como la sis
tematización de las cosas mediante afirmaciones categóricas más que con argumentos válid
os, la insistencia demasiado excluyente en un aspecto determinado de un asunto o
un personaje o la excesiva seguridad en la propia manera de interpretar incluso
ciertas figuras históricas, como Dante, Miguel Ángel y otras. Éstas son las limitacio
nes de Papini [19].Sería grave, en todo caso, detenerse en esas limitaciones sin s
aber llegar al alma del escritor y descubrir así el significado de su presencia en
la cultura de nuestro siglo. Fue ante todo el hombre de la búsqueda inquieta. Su
rebeldía, su provocación, su delirante arrojo hacia todos los puntos del horizonte y
su forma de aventurarse en todos los caminos para abatir los andamiajes circuns
tantes no son sino reacciones ante la mentira del pensamiento oficial, la histor
ia oficial y la vida oficial. Esta oficialidad se le presentaba como traición a la
s exigencias naturales y tradicionales de nuestro pueblo, como parálisis intelectu
al y moral [20]. Al ir contra la corriente y despedazar los ídolos del pasado y la
s formas cristalizadas de la inteligencia y la cultura del país, pretendió actuar so
bre el hombre, reivindicando su dignidad y originalidad, es decir, su capacidad
de
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investigación y su vocación para proyectarse a sí mismo, construir su destino y rechaz
ar toda forma de deshumanización en curso y de servilismo intelectual. Buscador de
lo absoluto y la verdad, trabajador comprometido a «actuar en el alma» para redescu
brir y rehacer al hombre, sostenedor del primado de la vida sobre la ideología, am
ante de la conquista riesgosa más que de la posesión negligente: únicamente en esta pe
rspectiva adquiere unidad y significado su aventura. En una época de servilismo co
n la estética idealista, tuvo el valor de escribir un ensayo titulado Lo scrittore
come maestro (El escritor como maestro) [21], que marca un final y propone una
meta. Al arte como juego, arte por el arte, arte por placer, arte desvinculado d
e toda finalidad espiritual, contrapuso el arte como vida y moralidad, como comp
romiso y misión. El centro de su obra es el hombre. Con incansable pasión, lo persig
uió por todos los caminos para interrogarlo, conocerlo y salvarlo. De ese modo, er
igió una galería de bustos, esbozados con brío e inmediatez, y al recorrerla podemos e
ncontrar al hombre eterno, sujeto a infinitos llamados, en manos de Dios y Satanás
. Detrás de cada busto se encuentra sobre todo Papini, hombre de «diversas almas», irr
itado, exaltado, profético, pero siempre valeroso, sincero y comprometido. Papini
nunca bromeó con su misión de escritor ni trampeó con la verdad. Una vez encontrada, p
ermaneció fiel a ella, conservando con todo – en el ámbito de la ortodoxia – la libertad
de movimiento y la posibilidad de tener resbalones (como ocurrió con Il diavolo (
El diablo)). No se olvida, por último, la fascinación que brota de sus páginas, debido
al atractivo de una prosa robusta, de estructura firme y sabia, de una lengua m
odulada en todos los tonos, viva, expresiva, límpida.
Por qué amo a Papini
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Lo amo porque fue un hombre. Vivió intensamente, animado por la pasión por las batal
las y las conquistas, dirigiendo siempre la mirada hacia horizontes de dignidad,
elevación moral e inteligencia en lo tocante a los valores auténticos de la vida. L
o amo porque yendo contra la corriente, supo decir que no a todo lo que es fácil,
cómodo, común, consuetudinario. Tuvo pasión por el debate constructivo con miras a un
mundo distinto, más digno, más humano, más cívico. Lo amo porque rechazó la concepción de u
a literatura banal, de diversión, artificial, que explota los instintos animales,
venal, desprovista de alma, anémica. La literatura – nos enseñó –, además de arte, debe ser
pedagogía y profecía, cultura y mensaje. Lo amo porque describió – más bien cantó – las gra
s razones del vivir: el ansia de lo absoluto, el estremecimiento ante la belleza
, el llamado del amor, la necesidad de Dios, la impaciencia por la verdad. Lo am
o porque, una vez que encontró a Cristo, permaneció siempre fiel al mismo, desafiand
o miserias, temores y fatigas. Y además supo reanimar en cristianos soñolientos la a
legría de una fe que libera y el entusiasmo de una lucha que se refleja en la eter
nidad. Lo amo porque al final de su vida ofreció a todos un ejemplo sumamente elev
ado de la forma en que se puede y debe sublimar el sufrimiento, transfigurar lo
trágico cotidiano, conservar la juventud del espíritu y vivir abiertos a la historia
. Lo amo, por último, porque catorce días antes de morir, en medio de sufrimientos i
nauditos, logró dictar estas palabras: «Mira las estrellas. Las estrellas son maravi
llosas. Las estrellas dicen a quien sabe leer una palabra más precisa que los
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retóricos y los expendedores de vanidades. El pequeño trozo de barro apagado sobre e
l cual pones tus pies no es sino un grano estelar en un precipicio sin orillas.
No te infles con el soplo de la soberbia, no te creas un dios amo, un rey terres
tre; confiesa que no eres creador, sino criatura. «Nuestras filosofías son como la h
ierba de los techos, que se seca antes de florecer: sentencias de ceniza y razon
es de viento. Estamos solos al borde del infinito. ¿Por qué rechazaremos la mano de
un padre? Somos lanzados, nosotros, efímeros, desde lo alto de la eternidad. ¿Por qué
rechazaremos un apoyo, aun cuando sea a cambio de ser fijados con los clavos de
una cruz de campo?» [22]
Continuar -->
Notas *)- Publicado en http://humanitas.cl/html/biblioteca/articulos/552.html Co
nsultado el 24/07/2010 1)- F. GIANFRANCESCHI, «Attualità di Papini», en Il Tempo, 29 d
e octubre de 1972.
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2 Extractado de L. DEL ZANINA, «D. Giuliotti profeta in estilo», en Letture, 1967, 6
67. 3 B. PASCAL, Pensamiento (29). 4. SAN AGUSTÍN, Le confessioni, Sulmona, Ed. Pa
oline, 1968, 49. 5 Schegge, Florencia, Vallecchi, 1971, 250-251. 6 Un uomo finit
o, Florencia, Vallecchi, 1926, 39. 7 B. GOGO, «Giovanni Papini apprendista dell’infi
nito», en Profili di scrittori, 6, Milán, Ed. Letture, 1966, 48. 8 Ver P. BARGELLINI
, Pian dei giullari, XI, Florencia, Vallecchi, 1953, 37. 9 Un uomo finito, op. c
it., 202. 10 Ivi, 246-250. 11 Ver J. LOVREGLIO, Une odyssée intellectuelle entre D
ieu et Satan. Giovanni Papini. L’homme, París, Lethielleux, 1973, 97, en nota. 12 «Hij
o de padre ateo, bautizado a escondidas, habiendo crecido sin prédicas ni misas, n
unca tuve las llamadas «crisis espirituales», «noches de Jouffroy» o «descubrimientos de l
a muerte de Dios». Para mí, Dios nunca estuvo muerto porque nunca estuvo vivo en mi
alma» (Un uomo finito, 12). 13 En Puzzo di cristianucci, escrito en 1913, referido
en la recopilación Testimonianze e polemiche religiose, Milán, Mondadori, 1960, 14
Diario, Florencia, Vallecchi, 1962, 382. 15 Poesia in prosa, Florencia, Vallecch
i, 1933, 273.
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16 La spia del mondo, Florencia, Vallecchi, 1955, 794. 17 Poesia in prosa, op. c
it., 273. 18 La spia del mondo, op. cit., 722-723. 20 Ver F. CASNATI, «Papini, ope
raio della vigna», en Vita e Pensiero, agosto de 1956. 21 Citado en La pietra infe
rnale, Brescia, Morcelliana, 1934. 22 «Il cielo sopra i dormienti», en Schegge, op.
cit., 293.
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EL AUTOR AL QUE LEYERE
I Desde hace cincuenta años, los que se dicen "espíritus libres" porque han desertad
o de la Milicia por los Ergástulos, deliran por asesinar por segunda vez a Jesús. Po
r matarlo en el corazón de los hombres. No bien les pareció que esta segunda agonía de
Cristo estaba en los penúltimos estertores, se adelantaron los necróforos. Búfalos pr
esuntuosos que habían tomado las bibliotecas por establos, cerebros aerostáticos que
creían tocar el cielo subiendo en el globo de la filosofía, profesores enardecidos
por fatales borracheras de filología y de metafísica se armaron — ¡el Hombre lo quiere! —
como cruzados contra la Cruz. Ciertos frívolos revoloteadores quisieron hacer ver,
con una fantasía que avergonzaría a la famosa Radcliffe, que la historia de los Eva
ngelios era una leyenda a través de la cual se podía a lo sumo reconstruir una vida
natural de Jesús, quien habría tenido un tercio de profeta, un tercio de nigromante
y otro tercio de enredapueblos; y no habría hecho milagros, fuera de la curación hip
nótica de algún obseso, ni muerto en la cruz, sino que se habría despertado en el frío d
e la tumba y reaparecido con aire misterioso para hacer creer que había resucitado
. Otros pretendían demostrar, como dos y dos son cuatro, que Jesús es un mito creado
en los tiempos de Augusto y de Tiberio y que todos los Evangelios se reducen a
un tosco mosaico de textos proféticos. Otros representan a Jesús como un buen hombre
, pero demasiado exaltado
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y fantástico, educado en la escuela de los Griegos, de los Budistas y de los Eseni
os, que habría amasado como pudo unos plagios para hacerse creer el Mesías de Israel
. Otros hicieron de él un humanitario maníaco, precursor de Rousseau y de la Democra
cia: hombre excelente para su tiempo, pero a quien hoy se sometería a la cura de u
n alienista. Otros, en fin, para acabar de una vez, recogieron de nuevo la idea
del mito y, a fuerza de calendarios y comparaciones, concluyeron que Jesús no había
nacido nunca en lugar alguno del mundo. Pero ¿quién ocuparía el puesto del gran Desahu
ciado? Cada día era más profunda la fosa y, con todo, no conseguían soterrárnoslo por en
tero. Y he aquí un escuadrón de faroleros y pintureros del espíritu, dispuestos a fabr
icar religiones para el consumo de los irreligiosos. Durante todo el siglo XVIII
las sacaron del horno a pares y por medias docenas. La religión de la Verdad, del
Espíritu, del Proletariado, del Héroe de la Humanidad, de la Patria, del Imperio, d
e la Razón, de la Belleza de la Naturaleza, de la Solidaridad, de la Antigüedad, de
la Energía, de la Paz, del Dolor, de la Piedad, del Yo, del Futuro, y así sucesivame
nte. Algunas no eran sino refundiciones de un Cristianismo desmochado y deshuesa
do, de un Cristianismo sin Dios; las más eran políticas o filosóficas que intentaban t
rocarse en místicas. Pero eran pocos los fieles y flaco su entusiasmo. Aquellas he
ladas abstracciones, aunque sostenidas a veces por intereses sociales o por pasi
ones literarias, no llenaban los corazones de los que se había querido desarraigar
a Jesús. Se intentó, entonces, barajar simulacros de religiones que tuviesen — algo m
ejor que las otras — lo que los hombres buscan en la religión. Los Francmasones, los
Espiritistas, los Teósofos, los Ocultistas, los Cientificistas creyeron haber enc
ontrado el substituto del Cristianismo. Pero estas mezcolanzas de mohosas supers
ticiones y de cabalística cariada; estos guisados de insípido racionalismo y de cien
cia fracasada, de simbolismo simiesco y de humanitarismo avinagrado: estos zurci
dos mal hechos de
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budismo de exportación y de Cristianismo traicionado, contentaron a unos miles de
mujeres ociosas, de asnos en dos pies, de condensadores del vacío, y pare usted de
contar. En tanto, entre un presbiterio alemán y una cátedra suiza, se venía aprestand
o un nuevo Anticristo. "Jesús – dijo el tal, descendiendo de los Alpes al sol – ha mor
tificado a los hombres; el pecado es bello, la violencia es bella; es bello todo
aquello que halaga la Vida." Y Zarathustra, después de haber arrojado al Mediterrán
eo los textos griegos de Leipzig y las obras de Maquiavelo, comenzó a brincar a lo
s pies de la estatua de Dionisio con la gracia que puede tener un alemán nacido de
un pastor luterano y recién llegado de una cátedra helvética. Pero aunque sus cantos
eran dulces al oído, no consiguió nunca explicar qué es esa adorable Vida a la que pre
tendía sacrificar una parte tan viva del hombre como es la necesidad de reprimir l
os propios instintos de bestia, ni supo decir en qué manera Cristo, el Cristo verd
adero de los Evangelios, se opone a la vida, cuando Él precisamente quiere hacerla
más alta y feliz. Y el pobre Anticristo, cuando estuvo próximo a la locura, firmó su úl
tima carta: "El Crucificado".
II Con todo, después de tanta dilapidación de tiempo y de ingenio, Cristo no ha sido
expulsado de la tierra. Su memoria está por doquier. En las paredes de las iglesi
as y de las escuelas, en las cimas de los campanarios y de los montes, en las er
mitas de los caminos, a la cabecera de las camas y sobre las tumbas, millones de
cruces recuerdan la muerte del Crucificado. Raspad los frescos de las iglesias,
quitad los cuadros de los altares y de las casas, y la vida de Cristo llenará tod
avía los museos y las galerías. Arrojad al fuego misales, breviarios y eucologios y
seguiréis encontrando su nombre y sus palabras en todos los libros de literatura.
Hasta las blasfemias son un involuntario recuerdo de su
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presencia. Hágase lo que se quiera, Cristo es un fin y un principio, un abismo de
misterios divinos entre dos períodos de historia humana. La Gentilidad y la Cristi
andad no pueden soldarse. Antes de Cristo y después de Cristo. Nuestra Era, nuestr
a civilización, nuestra vida, comienzan con el nacimiento de Cristo. Podemos inves
tigar y saber lo que hubo antes de él, pero ya no es nuestro, está señalado con otros
números, circunscrito en otros sistemas, no mueve ya nuestras pasiones: puede ser
bello, pero está muerto. César hizo, en sus tiempos, más ruido que Jesús, y Platón enseñaba
más ciencias que Cristo. Todavía se habla del primero y del segundo, ¿pero quién se acal
ora por César o contra César? Y ¿dónde están hoy los platonistas o los antiplatonistas? Cr
isto, por el contrario, está siempre vivo entre nosotros. Hay todavía quien le ama y
quien le odia. Hay una pasión por la Pasión de Cristo y otra por su destrucción. Y el
encarnizamiento de tantos contra Él dice que no está todavía muerto. Los mismos que s
e esfuerzan en negar su existencia y su doctrina se pasan la vida recordando su
nombre. Vivimos en la Era Cristiana. Y no ha terminado. Para comprender nuestro
mundo, nuestra vida, para comprendernos a nosotros mismos, hay que ir a Él. Cada e
dad debe volver a escribir su Vida. También la nuestra la ha escrito y más que otra
alguna. De suerte que el autor de este libro debería en este punto justificarse de
haberlo escrito. Pero la justificación, si es que hace falta, aparecerá manifiesta
a los que quieran leerlo hasta la última página. Ningún tiempo estuvo tan separado de
Cristo y tan necesitado de Él como el nuestro. Mas para hallarlo de nuevo no basta
n los viejos libros. Ninguna vida de Cristo, ni aun escrita por un escritor de g
enio superior a
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cuantos fueron, podrá ser más bella y perfecta que los Evangelios. La cándida sobrieda
d de los cuatro primeros historiadores no será nunca superada por todas las maravi
llas del estilo y de la poesía. Y bien poco podemos añadir a lo que dijeron. Pero ¿quién
lee, hoy, a los Evangelistas? Y ¿cuántos los sabrían leer de veras si los leyesen? La
s glosas de los filósofos, los comentarios de los exégetas, las variantes y la erudi
ción de los apostilladores de poco aprovechan — acomodos de la letra, pasatiempos de
pacientes cerebros. Pero el corazón quiere otra cosa. Cada generación tiene sus pre
ocupaciones y sus pensamientos y sus locuras. Es menester retraducir el antiguo
Evangelio para ayuda de los extraviados. Para que Cristo esté vivo siempre en la v
ida de los hombres, eternamente presente, es forzoso resucitarlo, por decirlo así,
de cuando en cuando. No ya para repintarlo con los colores del día, sino para rep
resentar con palabras vivas, con referencias a lo actual, su eterna verdad y su
historia inmutable. De tales resurrecciones librescas, doctas o literarias, está l
leno el mundo; pero al autor de ésta le parece que muchas han sido olvidadas y otr
as no son apropiadas. Especialmente en Italia, después de las últimas experiencias.
Para contar la historia de las historias de Cristo sería menester otro libro, aun
más voluminoso que éste. Pero las historias más leídas y conocidas se pueden distribuir,
a ojo de buen cubero, en dos grandes divisiones. Las escritas por gente de Igle
sia para los creyentes, y las escritas por hombres de ciencia para uso de profan
os. Ni aquéllas son perfectas ni éstas pueden satisfacer a quien busca, en una vida,
la Vida.
III Muchas de las vidas de Jesús destinadas a los devotos exhalan no sé qué de
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enmohecido y flojo que repele, desde las primeras páginas, al lector hecho a más del
icados y sustanciosos manjares literarios. Hay un humo de cirio apagado, un vaho
de incienso desvanecido y de aceite malo que ahoga el aliento. No se respira bi
en. El incauto que se acerca y recuerda las vidas de los grandes hombres escrita
s con grandeza, y tiene alguna noción del arte de escribir y de la poesía, se siente
desfallecer cuando se adentra en esa prosa blanda, floja, deshilachada, toda re
miendos y zurcidos de lugares harto comunes que fueron vivos mil años ha, pero que
ahora están exánimes, petrificados, reunidos como las piedras de un lapidario o las
recetas de un formulario. Pero todavía es peor cuando estos corredores exhaustos
quieren emprender de pronto el galope de la lírica o el trote de la elocuencia. Es
as gracias fuera de uso, ese dulzor que sabe a Arcadia purista y a modelos de bu
en estilo para academias provincianas, ese falso calor templado y de melosa dign
idad, acobardan a los más resistentes y temerarios. Y cuando no se abisman en las
intrincadas cuestiones de la escolástica caen en la desvaída oratoria de la homilía do
minical. Son libros hechos, en suma, para quien cree en Jesús, es decir, para quie
n podría, en cierto sentido, prescindir de ellos. Los hay óptimos también, pero los le
gos, los indiferentes, los profanos, los artistas, los acostumbrados a la grande
za de los antiguos y a la novedad de los modernos, no buscan esos volúmenes o, ape
nas los cogen, los dejan. Con todo, son precisamente estos lectores los que más se
ría menester conquistar, porque son los que se han apartado de Cristo y los que ho
y constituyen la opinión y hacen ruido en el mundo. Los otros, los doctos que escr
iben para los no creyentes, logran todavía menos atraer a Jesús las almas que no sab
en ser cristianas. Primeramente, porque no es ése casi nunca el fin que se propone
n, y ellos mismos, casi todos, son de los que deberían ser conducidos de nuevo al
Cristo vivo y verdadero; y luego, porque su método – que quiere ser, según dicen, histór
ico, critico, científico – los lleva más bien a detenerse en los textos y en los hecho
s exteriores, con el fin de determinarlos o destruirlos, que a considerar el val
or y la luz que, si quisieran, podrían hallar en esos textos y en esos hechos. La
mayoría de ellos tiende a encontrar el hombre en el Dios,
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la normalidad en el milagro, la leyenda en las tradiciones, y sobre todo buscan
las interpolaciones, las falsificaciones y los apócrifos en la primitiva literatur
a cristiana. Los que no llegan a negar que Jesús haya vivido, sustraen cuantos tes
timonios pueden de los que de Él nos quedan, y a fuerza de "síes", de "peros", de "c
onsideraciones" y de "respeto", de dudas y de hipótesis, no llegan a escribir una
historia cierta, aunque tampoco, por fortuna, a deshacer la contenida en el Evan
gelio. Tantas son las contradicciones entre ellos mismos, que todo sistema nuevo
tiene, por lo menos, el mérito de reducir a nada los excogitados anteriormente. E
n suma, estos historiadores, con todo su aparejo de retazos y de andrajos, con t
odos los recursos de la critica textual, de la mitología, de la paleografía, de la a
rqueología, de la filología semítica y helenista, no hacen sino triturar y diluir, a f
uerza de desmenuzamientos y capciosidades, la sencilla vida de Cristo. La conclu
sión de todo este afán y agitación sería, según ellos, que Jesús no ha venido nunca a la ti
rra, o que, si por acaso vino en verdad, nada podemos decir de cierto. Les queda
todavía por explicar el hecho del Cristianismo; pero lo mejor que saben hacer est
os enemigos de Cristo es andar buscando en Oriente y Occidente las "fuentes", se
gún dicen, del pensamiento cristiano, con la intención, nada disimulada, de resolver
lo todo en sus prejuicios judaicos, helénicos y hasta indios y chinos, como para d
ecir: “¿veis?; ése vuestro Jesús. En el fondo no solamente fue un hombre sino un pobre h
ombre, pues no ha dicho nada que el género humano no supiese de memoria antes que él”.
Se podría, entonces, preguntar a estos negadores de milagros cómo explican el milag
ro de un sincretismo de antiguallas que habría creado en torno a la memoria de un
oscuro plagiario, un movimiento inmenso de hombres, de pensamientos y de institu
ciones, tan fuerte y avasallador, que cambió la faz del mundo. Pero, al menos por
ahora, no haremos ésta y otras preguntas. En pocas palabras, si del mal gusto de c
iertos compiladores devocionales se pasa, en busca de luces, a los monopolizador
es de "la verdad histórica", se cae de la vaguedad pietística en el barullo estéril. L
os primeros no saben
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llevar de nuevo a Cristo los extraviados, y los otros lo dejan en los zarzales d
e la controversia. Ni los unos ni los otros invitan a leer. Es decir: escriben m
al. Si la fe los divide, la cacografía los une. Tanto el énfasis untuoso como la gel
idez de los universitarios repugnan a los espíritus cultos que conocen, aunque más n
o sea de pasada, la poesía del Evangelio, idilio divino y tragedia divina. Tan es
así, que la única vida de Jesús leída hoy todavía por muchísimos laicos, después de tantos
y tantas mudanzas de gusto y de opinión, es la del apóstata Renán, que repugna, sin em
bargo, a todo cristiano verdadero por su diletantismo, insultante hasta en la al
abanza, y a todo historiador puro por sus componendas y su insuficiencia crítica.
Pero el libro de Renán, aunque parezca la obra de un novelista escéptico maridado co
n la filología o de un semitista que padece nostalgias literarias, tiene el mérito d
e estar "escrito", es decir, de hacerse leer aun por aquellos que no son especia
listas. Hacerse leer de buen grado no es el único ni el mayor mérito que puede tener
un libro, y quien se satisficiera con eso sólo y no diese importancia a lo demás, d
emostraría ser más antojadizo que enamorado. Pero convengamos en que es un mérito, y n
o tan pequeño, para un libro: es decir, para una cosa que se propone precisamente
ser leída. Especialmente cuando no quiere ser únicamente instrumento de estudio, sin
o llegar a lo que antes se decía la "moción de los afectos", o, por decirlo a la bue
na de Dios, quiere "rehacer a la gente”. Al autor del presente libro le ha parecid
o — y si se equivoca agradecerá el ser advertido por quien esté más al día que él — que ent
tantos miles de libros que hablan de Jesús falta uno que pueda satisfacer a quien
busque, en vez de doctas disquisiciones, un alimento apropiado al alma, a las ne
cesidades actuales y de todos. Intenta escribir un libro vivo, que muestre más viv
o a Cristo, viviente siempre, con amorosa vitalidad, a los ojos de los vivos. Qu
e lo haga sentir presente, con una presencia eterna, a los presentes. Que lo rep
resente en toda su viviente y presente grandeza — perenne y, por tanto, actual — a l
os que le han vilipendiado y recusado, a los que no le aman porque no han
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visto nunca su rostro verdadero. Que manifieste cuánto hay de sobrenatural y simbóli
co en sus primeros pasos humanos, en sus principios tan oscuros, sencillos y pop
ulares, y cuánto de familiar humanidad, de popular sencillez se trasluce aún en su m
ansión de libertador celestial, en su fin de ajusticiado y resucitado divino. Que
muestre, en fin, en aquel epos trágico, en el que verdaderamente han puesto mano c
ielo y tierra, cuántas enseñanzas a propósito para nosotros, adecuadas a nuestro tiemp
o, a nuestra vida, se pueden deducir, no sólo de la lectura de los discursos, sino
también de la misma sucesión de vicisitudes que se extiende desde el establo de Belén
hasta la nube de Betania. Un libro escrito por un seglar para los seglares que
no son cristianos, o que solamente lo son en apariencia. Un libro sin ternezas p
ietistas y sin la aridez de la literatura que se llama "científica" únicamente porqu
e siente un perpetuo terror de la afirmación. Un libro, en fin, escrito por un mod
erno que tenga un poco de respeto y conocimiento del arte y sepa llamar la atenc
ión incluso de los hostiles.
IV
El autor no pretende haber hecho un libro de esa índole, aunque confíese haber pensa
do en ello muchas veces; pero, cuando menos, ha intentado, en cuanto su capacida
d le ayuda, acercarse a ese propósito. Y declara desde ahora, con sincera humildad
, no haber hecho labor de "historiador científico". No la ha hecho porque no hubie
ra podido hacerla; pero, aun habiendo poseído toda la ciencia que fuera menester,
tampoco hubiera querido hacerla. Téngase en cuenta, entre otras cosas, que el libr
o ha sido escrito, casi todo él, en el campo, y en un campo lejano y selvático, con
poquísimos libros, sin consejos de amigos ni revisiones de maestros. No
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será, pues, citado por los Porteros de la Alta Crítica, ni por los escudriñadores de c
uádruple anteojo, entre las "autoridades en la materia". Poco importa si puede hac
er algún bien a un alma —aunque sea una sola. Porque quiere ser, según se ha dicho, co
mo un nuevo hallazgo del Cristo — del Cristo embalsamado por algunos en aromas eva
porados o descarnado por los escalpelos universitarios y no ya otra inhumación. El
escritor se ha fundado en los Evangelios: tanto, bien entendido, sobre los Sinópt
icos como sobre el cuarto. Las infinitas disertaciones y disputas sobre la autor
idad de los cuatro historiadores, sobre las fechas, sobre las supuestas interpol
aciones, sobre su dependencia recíproca y sobre las verosimilitudes y derivaciones
, le han dejado indiferente, lo confiesa. No poseemos documentos más antiguos que
esos; ni otros contemporáneos, judíos o paganos, que nos permitan corregirlos o desm
entirlos. Quien se arriesgue en semejante trabajo de tamización y de verificación po
drá dilapidar mucha doctrina; pero no hará progresar un paso el verdadero conocimien
to de Cristo. Cristo está en los Evangelios, en la Tradición apostólica y en la Iglesi
a. Fuera de ahí todo es tinieblas y silencio. Quien acepte los cuatro Evangelios h
a de aceptarlos enteros — sílaba por sílaba —, o rechazarlos desde el principio al fin y
decir: no sabemos nada. Querer distinguir en esos textos entre cierto y probabl
e, entre histórico y legendario, entre fondo y añadiduras, entre primitivo y dogmático
, es empresa temeraria, que termina casi siempre, en efecto, con la desesperación
de los lectores, los cuales, en medio de aquella zalagarda de sistemas que de di
ez en diez años se contradicen y destrozan, acaban por no entender y los dejan a t
odos. Los más famosos histólogos neotestamentarios convienen todos en que la Iglesia
ha sabido escoger, en el gran aluvión de la primitiva literatura, los Evangelios
más antiguos, reputados desde entonces como fieles. No se pide más. Junto con los Ev
angelios, el autor de este libro ha tenido presente aquellos "logía" y "agrapha" q
ue tenían más sabor evangélico, y también algunos
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textos apócrifos, usados "con juicio”. Y, en fin, nueve o diez libros modernos, entr
e los que tenía a mano. Le parece, por lo que ha podido ver, que se ha apartado al
guna vez de las opiniones comunes, y que ha pintado un Cristo que no siempre tie
ne las facciones de los íconos ordinarios; pero no podría asegurarlo con certeza ni
tiene en mucho la novedad que pudiera haber en su libro, escrito con la esperanz
a de que resulte bueno antes que bello. Tanto más cuanto que le sucederá, en cambio,
repetir cosas dichas por otros, que su ignorancia le ha impedido conocer. En es
tas materias, la sustancia, que es la verdad, es inmutable y no puede haber en e
lla de nuevo sino la manera de representarla con formas más eficaces, para que sea
más fácilmente aprehensible. Como ha querido huir de los laberintos de la alta crític
a erudita, no ha pretendido tampoco detenerse demasiado en los misterios de la T
eología. Se ha acercado a Jesús con la simplicidad del deseo y del amor, como se ace
rcaban a Jesús, cuando hablaba, los pescadores de Cafarnaum. Aun manteniéndose fiel
a las palabras de la Revelación y a los dogmas de la Iglesia Católica, ha procurado
a veces representar aquellos dogmas y aquellas palabras en términos diferentes de
los acostumbrados, con un estilo violento de contrastes y de escorzos, animado p
or expresiones crudas y fuertes, para ver si las almas de hoy, avezadas a las ac
res especias del error, podrían despertarse a los golpes de la verdad. El autor ha
tenido presente, no sólo el mundo hebreo, sino el antiguo, con la esperanza de mo
strar la novedad y la grandeza de Cristo frente a todos los que le habían precedid
o. No siempre ha seguido el orden de los tiempos y de los acontecimientos, porqu
e convenía más a su fin particular — que no es, como ya ha dicho, propiamente histórico —
recoger ciertos grupos de pensamientos y de hechos, para iluminarlos con más fuerz
a, en vez de dejarlos dispersos aquí y allá en el curso del relato.
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Para no dar un aspecto pedante al libro, ha suprimido todas las referencias de c
itas y ha querido prescindir de notas. No quiere parecer lo que no es, a saber:
un doctor en bibliografía, y no quiere que la obra huela ni de lejos al aceite de
las luces de la erudición. Los que entienden de estas cosas se darán cuenta de las a
utoridades no citadas y de las soluciones que ha escogido respecto de ciertos pr
oblemas de concordancia. Los otros, los que buscan únicamente cómo se ha mostrado Cr
isto a uno de ellos, sentirían fastidio de tanto aparato textual y de las disertac
iones al pie de la página. Una sola palabra quiere decir aquí respecto de la Pecador
a que llora a los pies de Jesús: si bien la mayoría ve en los Evangelios dos escenas
diversas y dos mujeres diversas, el autor se ha permitido, por razones de arte,
reunirlas en una sola, y de ello pide perdón, que espera le será concedido, porque
no se trata de materia dogmática. Debe también advertir que no ha podido desarrollar
a su manera los episodios donde comparece la Virgen Madre: por no alargar demas
iado el libro, ya extenso, y especialmente por la dificultad de mostrar de pasad
a todo el rico fondo de religiosa belleza que hay en la figura de María. Sería neces
ario otro volumen, y el escritor está tentado de arriesgarse, si Dios le da mimbre
s y tiempo, a "decir de ella lo que nunca aún se dijo de ninguna”. Advertirán, al meno
s aquellos que tienen práctica de leer los Evangelios, que otras cuestiones de men
or importancia se dejan a un lado, y algunas, por el contrario, se alargan de un
modo insólito. Porque éstas le han parecido al que escribe más apropiadas que aquéllas
a su fin, que es — para decirlo con un término desusado y casi repugnante a los bell
os ingenios — la edificación.
V Éste quiere ser un libro — la risotada está prevista — de edificación. No ya en el senti
do de beatería mecánica, sino en el sentido humano y viril de
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renovación de las almas. Edificar una casa es una acción santa y grande: es dar un r
efugio contra el invierno y la noche, un ascender a lo alto. ¡Pero edificar un alm
a, construir con piedras de verdad! Cuando se habla de "edificar" no se ve más que
un verbo abstracto, gastado por la costumbre. Edificar, en el significado ordin
ario, quiere decir obra de albañil. ¿Quién de vosotros ha pensado nunca en todo lo que
es menester para construir, para construir bien, para hacer una verdadera casa,
una casa que se sostenga, que esté asentada en tierra, con las paredes maestras a
plomo, con el techo que no deje pasar el agua? Y todo lo que es menester para e
dificar; piedras escuadradas, ladrillos bien cocidos, vigas no carcomidas, cal d
e buena hornada, arena fina y no terrosa, cemento no envejecido ni disipado. Y p
oner en su sitio cada cosa, con vista y paciencia; hacer ensamblar las piedras u
nas con otras; no poner demasiada agua o demasiada arena en la argamasa; tener húm
edos los muros; saber rellenar las hendiduras y pulir convenientemente el enyesa
do. Y la casa sube día tras día al cielo, la casa del hombre, la casa adonde llevará a
su mujer, donde nacerán sus hijos, donde podrá hospedar a los amigos. Pero la mayoría
cree que para hacer un libro basta con tener una idea y después coger unas cuanta
s palabras y reunirlas de cualquier modo. No es verdad. Un tejar, una cantera, n
o son una casa. Edificar una casa, edificar un libro, edificar un alma son traba
jos que comprometen a todo un hombre y todas sus responsabilidades. Este libro q
uisiera edificar almas cristianas, porque ésta le parece al escritor en estos tiem
pos, en este país, una necesidad que no admite dilaciones. Sí lo conseguirá o no, no p
uede decirlo hoy quien lo ha escrito. Pero reconocerán, así lo espera, que éste es un
libro, un verdadero libro y no un muestrario, un conglomerado de remiendos. Un l
ibro que puede ser mediocre o equivocado, pero que está construido: una obra edifi
cada además de edificante. Un libro con su plan y su arquitectura, una verdadera c
asa con su atrio y sus arquitrabes, con sus tabiques y sus bóvedas, e incluso
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con alguna ventana a los cielos o al campo. El autor de este libro es — o por lo m
enos quisiera ser — un artista, y no hubiera podido olvidar esta cualidad suya en
esta ocasión precisamente. Pero declara no haber querido hacer obra, como se decía a
ntes, de "bella literatura", o, como se dice ahora, de "pura poesía”; porque le inte
resaba más la verdad que la belleza. Pero si aquellas dotes suyas, por escasas que
sean, de escritor aficionado a su arte pueden persuadir, aunque no sea sino a u
na sola alma, estará más contento que antes de los dones que ha recibido, Su inclina
ción a la poesía le ha servido, tal vez, para hacer más "actual" y en cierto modo más fr
esca la evocación de las cosas antiguas, que parecen petrificadas en el hieratismo
de las imágenes consagradas por el uso. Para el hombre de imaginación todo es nuevo
y presente. Toda estrella grande que se mueve de noche puede ser la que nos ens
eña la casa donde nace un hijo de Dios; todo establo tiene un pesebre que se puede
convertir en cuna cuando se llene de heno seco y paja limpia; toda montaña desnud
a, encendida de luz en las mañanas doradas sobre el valle todavía en sombras, puede
ser el Sinaí o el Tabor; en los fuegos de los rastrojos o de las carboneras que br
illan de noche sobre las colinas podemos ver la llama que Dios enciende para gui
arnos en el desierto; y la columna de humo que sube de la chimenea del pobre ens
eña de lejos el camino al bracero que regresa. El asno que lleva sobre la albarda
a la pastora que viene de ordeñar es el mismo en que cabalgaba el profeta hacia lo
s campamentos de Israel, o el que bajó hacía Jerusalén por la fiesta de Pascua. La pal
oma que arrulla sobre el alero del tejado recuerda la que anunció al patriarca el
fin del castigo o la que bajó sobre el agua del Jordán. El autor, con todo, pide per
dón a sus austeros contemporáneos si, más a menudo de lo que conviene, se dejó llevar de
la que hoy se llama, casi con repugnancia, elocuencia — hermana carnal de la retóri
ca y madre adulterina del énfasis y de otras hidropesías de la bella elocución. Pero t
al vez se admitirá que no se podía escribir la historia de Cristo con el mismo estil
o
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llano y pacato que le va bien a la de Don Abundio. El propio Manzoni, cuando can
tó la Navidad y la Resurrección, no recurrió a los modos del habla florentina sino a l
as imágenes más solemnes del Antiguo y del Nuevo Testamento. Sabe muy bien el autor
que la elocuencia disgusta a los modernos como las telas de un rojo vivo a las s
eñoras de ciudad y el órgano de iglesia a los bailarines de minué; pero no siempre ha
conseguido prescindir de ella. La elocuencia, cuando no es pura declamación, es de
sbordamiento de fe, y en una edad que no cree, no hay sitio para la elocuencia.
Mas la vida de Jesús es un poema y un drama de tal índole, que requeriría siempre, en
vez de las palabras harto usadas de que podemos disponer, aquellos "vocablos des
garrados y convulsos" de los que habla Pasavanti. Bossuet, que algo sabía de elocu
encia, escribió cierta vez: "Plut a Dieu que nous puissons détacher de notre parole
tout ce qui flatte 1 oreílle, tout ce qui delecte 1 esprít, tout ce quí surprende l im
agination, pour ne laisser que la veríté toute simple, la seule force et l efficace
toute pure du Saint Esprit, nulle pensée que pour convertir!”. [1] Justísimo; pero, ¿¡cons
eguirlo...¡? En algunos momentos el autor de esta obra hubiera querido poseer una
elocuencia animosa y arrebatadora, capaz de hacer temblar a todo corazón; una imag
inación suntuosa capaz de transportar las almas, por súbito encanto, a un mundo de l
uz, de oro y de fuego. En otros momentos, por el contrario, se dolía de ser demasi
ado artista, demasiado literato, demasiado miniador y mosaicista, y de no saber
dejar las cosas en su poderosa desnudez. Un libro no se aprende a escribir como
se debiera sino cuando se ha acabado de escribirlo. Llegados a la última palabra,
con la experiencia adquirida en el trabajo, sería menester empezar otra vez y reha
cerlo del todo. Pero, ¿quién tiene, no digo ya la fuerza, pero ni la intención de hace
rlo así? Si este libro tiene en alguna página el tono del sermón, no será un mal muy gra
nde. En estos tiempos en que a los sermones de las iglesias — donde frecuentemente
se dicen mediocremente cosas mediocres, pero donde más
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frecuentemente aún se repiten verdades que no se debieran olvidar — no van generalme
nte más que mujeres y algún viejo: es menester pensar también en los demás. En los sabih
ondos, en los "intelectuales", en los refinados, en aquellos que no entran nunca
en la iglesia, pero que entran alguna vez en casa del librero. Los cuales por n
ada del mundo querrían escuchar el sermón de un fraile; pero se dignan leerlo si está
impreso en un libro. Y nuestro libro — sea dicho una vez más — está hecho para los que e
stán fuera de la Casa de Cristo. Los otros, los que han permanecido dentro de ella
, unidos a los herederos de los apóstoles, no han menester de mis palabras, Pide t
ambién perdón el escritor por haber hecho una obra de muchas — demasiadas — páginas en tor
no de un solo argumento. Hoy que la mayor parte de los libros — incluso de los suy
os — no son sino manojos o hacecillos de páginas reunidas de los periódicos, o novelil
las de corto aliento, o apuntes de cartera, y no pasan por lo común de las doscien
tas o trescientas páginas, haber escrito más de seiscientas [2] sobre un tema único pa
recerá presunción, y hasta de las grandes. El libro, ciertamente, parecerá largo a los
lectores modernos, más hechos a los bizcochillos ligeros que a los panes caseros
de un kilo; pero los libros, como los días, son largos o breves, según como se llena
n. Y el autor no está tan curado de soberbia que crea que el libro, por su extensión
, no será leído por nadie, y llega hasta a forjarse la ilusión de que pueda ser leído co
n menos tedio que otros volúmenes más pequeños. ¿Tan difícil es que consigan salvarse de l
a vanidad los mismos que a los demás quisieran curar de ella?
VI El autor de este libro escribió otro, años ha, para contar la melancólica vida de u
n hombre que quiso por un momento ser Dios. Ahora, en la madurez de los años y de
la conciencia, ha intentado escribir la vida de un Dios que se hizo hombre.
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Este mismo escritor, en el tiempo en que dejaba vagar su humor voluble y loco po
r todos los caminos del absurdo, juzgando que de la negación de todo lo trascenden
te resultaba la necesidad de despojarse de toda hipocresía, incluso profana y mund
ana, para llegar al ateísmo integral y perfecto — y era lógico, a su manera, como el "
negro querubín" del Dante, porque la única elección posible al hombre es entre Dios y
la Nada, y cuando se niega a Dios no hay razón válida para someterse a los ídolos de l
a tribu y a todos los demás fetiches de la razón o de la pasión —; en aquel tiempo de fi
ebre y de orgullo, el que escribe ofendió a Cristo como pocos lo habían hecho antes
que él. Con todo, no bien transcurridos seis años — pero seis años que fueron de gran tr
abajo y devastación fuera de él y dentro de él —, después de muchos meses de agitadas refl
exiones, de pronto, interrumpiendo otro trabajo comenzado muchos años ha, como sol
icitado y empujado por una fuerza más fuerte que él, empezó a escribir este libro sobr
e Cristo, que ahora le parece insuficiente expiación de aquella culpa. Ha sucedido
frecuentemente que amen más tenazmente a Jesús los que antes le odiaban. El odio, a
veces, no es sino amor imperfecto e inconsciente, y de todas maneras, es mejor
noviado del amor que la indiferencia. Sería relato harto largo y difícil el de cómo el
escritor ha llegado a encontrar a Cristo caminando por muchas sendas que, al fi
n, desembocaban todas al pie de la montaña del Evangelio. Pero su ejemplo — es decir
, el de un hombre que tuvo siempre, desde niño, una repulsión por todas las creencia
s reconocidas, por todas las iglesias, por todas las formas de vasallaje espirit
ual y luego pasó, con desilusiones tan profundas como habían sido fuertes sus entusi
asmos, a través de muchas experiencias, las más diversas y nuevas que podía encontrar —,
el ejemplo de este hombre, digo, que ha consumado en sí mismo las ambiciones de u
na época inestable e inquieta como pocas lo fueron; el ejemplo de un hombre que de
spués de tanto desbarrar, soñar y delirar, vuelve a acercarse a Cristo, tal vez no t
iene solamente un significado privado y personal.
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No ha vuelto por cansancio, porque, antes bien, comienza para él una vida más difícil
y una obligación más fatigosa; no por el miedo a la vejez, porque todavía se puede lla
mar joven; no por el deseo del "rumor mundano", porque en el ambiente de estos año
s le valdría más ser adulador que juez. Pero este hombre, vuelto a Cristo, ha visto
a Cristo traicionado, y, lo que es más grave, olvidado. Y ha sentido el impulso de
recordarlo y defenderlo. Porque no sólo le han dejado sus enemigos. Pero aquellos
mismos que fueron sus discípulos, viviendo Él, le comprendieron a medias y temporal
mente le dejaron durante la pasión; y muchos de los que han nacido en su Iglesia h
acen lo contrario de lo que Él mandó y tienen más dilección por sus imágenes pintadas que
por su ejemplo vivo, y cuando han gastado sus labios y sus rodillas en cualquier
devoción material creen estar a la par con Él y haber hecho cuanto pedía, cuanto pide
– casi siempre en vano – juntamente con sus Santos desde hace mil novecientos años. U
na historia de Cristo, escrita hoy, es una respuesta, una réplica necesaria, una c
onclusión inaplazable: el peso que se pone en el platillo vacío de la balanza que es
tá en alto, para que de la eterna guerra entre el odio y el amor salga, al menos,
el equilibrio de la justicia. Y si le dicen a quien la ha escrito que es un reta
rdatario, no le hieren. Retardatario parece muchas veces quien ha nacido demasia
do pronto. El sol que se pone es el mismo que, en aquel momento, tiñe la mañana nuev
a de un país lejano. El Cristianismo no es, como dicen, una antigualla asimilada y
a, en lo que tenía de bueno, por la estupenda e imperfectible conciencia moderna,
sino que para muchísimos es tan nuevo que no ha empezado siquiera. El mundo busca
hoy Paz más que Libertad, y no hay paz segura sino bajo el yugo de Cristo. Dicen q
ue Cristo es el profeta de los débiles, siendo así que vino, por el contrario, a dar
fuerza a los que languidecían y a poner a los pisoteados por encima de los reyes.
Dicen que la suya es una religión de enfermos y moribundos, cuando cura a los enf
ermos y resucita a los durmientes. Dicen que es contraria a la vida, y vence a l
a muerte. Que es el Dios de la tristeza,
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mientras exhorta a los suyos a alegrarse y promete un eterno banquete de gozo a
sus amigos. Dicen que ha introducido la tristeza y la mortificación en el mundo, c
uando, por el contrario, durante su vida mortal comía y bebía, se dejaba perfumar lo
s pies y los cabellos y le repugnaban los ayunos hipócritas y las vanidosas penite
ncias de los fariseos. Muchos le han dejado porque no le han conocido nunca. A ést
os, especialmente, quisiera ayudar este libro. Libro que está escrito, perdónese el
recuerdo, por un florentino; esto es: salido de aquella nación, única entre todas, q
ue escogió a Cristo por Rey propio. El primero que tuvo tal idea fue Jerónimo Savona
rola, en 1495; pero no pudo llevarla a cabo. Se suscitó de nuevo en las penurias d
el asedio inminente, en 1527, y fue aprobada por gran mayoría. Sobre la puerta may
or del Palacio Viejo, que se levanta entre el David de Buonarrotti y el Hércules d
e Bandinelli, se colocó en el muro una lápida de mármol con estas palabras: JESVS CHRI
STVS REX FLORENTINI POPVLI P. DECRETO ELECTVS Esta inscripción, aunque cambiada po
r Cósimo, subsiste; aquel decreto no fue nunca formalmente derogado ni desmentido,
y el escritor de esta obra está orgulloso de declararse, aun hoy, después de cuatro
cientos años de usurpaciones, súbdito y soldado de Cristo Rey.
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Giovanni Papini - Historia de Cristo
HISTORIA DE CRISTO
EL ESTABLO
Jesús nació en un establo. Un establo, un verdadero establo, no es el alegre pórtico l
igero que los pintores cristianos han edificado al Hijo de David, como avergonza
dos de que su Dios hubiese nacido en la miseria y la suciedad. Y no es tampoco e
l pesebre de yeso que la fantasía confiteril de los imagineros ha ideado en los ti
empos modernos: el pesebre limpio y amable, gracioso, de color, con la pesebrera
linda y bien dispuesta, el borriquillo extático y el compungido buey y los ángeles
sobre el techo con el festón volandero y los muñequitos de los reyes con sus mantos
y los pastores con sus capuchas, de rodillas a los dos lados del zaguán. Este pued
e ser un sueño de los novicios, un lujo de los párrocos, un juguete de los niños, el "
vaticinado albergue" de Alessandro Manzoni; pero no es, en verdad, el Establo do
nde nació Jesús . Un Establo, un Establo real, es la casa de los animales; la prisión
de los animales que trabajan para el hombre El antiguo, el pobre establo de los
países antiguos, de los países pobres, del país de Jesús, no es el pórtico con pilastras y
capiteles, ni la científica caballeriza de los ricos de hoy día o la cabaña elegante
de las vísperas de Navidad. El Establo no es más que cuatro paredes rústicas, un emped
rado sucio, un techo de vigas y lanchas. El verdadero Establo es oscuro, descuid
ado, mal oliente: no hay limpio en él más que la pesebrera donde el amo prepara el h
eno y los piensos. Los prados de primavera, frescos en las mañanas serenas, ondean
tes al viento, húmedos, olorosos, han sido segados; cortados con el hierro las hie
rbas verdes, los altos follajes finos y junto con ellos, arrancadas, las bellas
flores abiertas: blancas, rojas, amarillas, celestes. Todo se ha marchitado y, s
eco
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ya, toma el color pálido y único del heno. Los bueyes han llevado a casa los despojo
s muertos de mayo y de junio. Ahora, aquellas hierbas y flores, aquellas hierbas
áridas, aquellas flores que siempre huelen, están en la pesebrera para el hambre de
los Esclavos del Hombre Los animales las toman despacio, con sus grandes labios
negros, y más tarde el prado florido vuelve a la luz, sobre la paja que sirve de
lecho, trocado en húmedo estiércol. Este es el verdadero Establo donde nació Jesús. El l
ugar más sucio del mundo fue la primera habitación del más puro entre los nacidos de m
ujer. El Hijo del Hombre, que debía ser devorado por las Bestias que se llaman Hom
bres, tuvo como primera cuna el pesebre donde los Brutos rumian las flores milag
rosas de la primavera. Jesús no nació en un Establo por casualidad. ¿No es el mundo un
inmenso Establo donde los hombres engullen y estercolizan? ¿No cambian, por infer
nal alquimia, las cosas más bellas, más puras, más divinas, en excrementos? Luego se t
umban sobre los montones de estiércol, y llaman a eso "gozar de la vida". Sobre la
tierra, porqueriza precaria donde todos los hermoseamientos y perfumes no puede
n ocultar el estiércol, apareció una noche Jesús, dado a luz por una Virgen sin mancha
, armado solamente de su Inocencia. Los primeros que adoraron a Jesús fueron anima
les y no hombres. Entre los hombres buscaba a los sencillos; entre los sencillos
, a los niños; más sencillos que los niños, más mansos, le acogieron los animales doméstic
os. Aunque humildes, aunque siervos de seres más débiles y feroces que ellos, el Asn
o y el Buey habían visto a las multitudes arrodillarse ante ellos. El pueblo de Je
sús, el pueblo de Jehová, el pueblo santo que Jehová había libertado de la servidumbre d
e Egipto, el pueblo a quien el pastor había dejado solo en el desierto para subir él
a hablar con el Eterno,
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ese pueblo había forzado a Aarón a hacerle un Buey de Oro para adorarlo. El Asno est
aba consagrado en Grecia a Ares, a Dionisio, a Apolo Hiperbóreo. La Burra de Balaa
m, más sabia que el sabio, había salvado con sus palabras al profeta. Ocos, rey de P
ersia, colocó un Asno en el templo de Fta e hizo que se le adorara. Pocos años antes
de que naciera Cristo, Octaviano, descendiendo hacía su flota, la víspera de la bat
alla de Azio, encontró a un asnero con su borriquillo. El animal se llamaba Nicón (e
l Victorioso), y, después de la batalla, el Emperador hizo levantar un asno de bro
nce en el templo que recordase la victoria. Reyes y pueblos se habían inclinado ha
sta entonces ante los Bueyes y los Asnos. Eran los reyes de la tierra, los puebl
os que preferían la Materia. Pero Jesús no nacía para reinar sobre tierra ni para amar
la materia. Con él acabará la adoración de la Bestia, la debilidad de Aarón, la superst
ición de Augusto. Los Brutos de Jerusalén lo matarán, pero en tanto los de Belén lo cali
entan con su aliento. Cuando Jesús llegue, para la última Pascua, a la ciudad de la
Muerte, cabalgará en un asno. Pero él es profeta más grande que Balaam, ha venido a sa
lvar a todos los hombres y no sólo a los hebreos, y no retrocederá en su camino aunq
ue todos los mulos de Jerusalén rebuznen contra él.
LOS PASTORES
Después de las Bestias, los Guardianes de las bestias. Aunque el Ángel no hubiese an
unciado el gran nacimiento, ellos hubieran corrido al establo
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para ver al hijo de la Extranjera. Los Pastores viven casi siempre solitarios y
distantes. No saben nada del mundo lejano y de las fiestas de la Tierra. Cualqui
er suceso que acaezca cerca de ellos, por pequeño que sea, los conmueve. Vigilaban
a los rebaños en la larga noche de solsticio, cuando los estremeció la luz y las pa
labras del Ángel. Y apenas vieron, en la escasa luz del establo, una mujer, joven
y bella, que contemplaba en silencio a su hijito, y vieron al Niño con los ojos ab
iertos en aquel instante, aquellas carnes rosadas y delicadas, aquella boca que
no había comido aún, su corazón se enterneció. Un nacimiento, el nacimiento de un hombre
, un alma que viene a sufrir con las otras almas, es siempre un milagro tan dolo
roso que enternece aún a los sencillos que no lo comprenden. Y aquel nacido no era
un desconocido para aquellos que habían sido avisados, un niño como todos los demás,
sino aquel que desde hacía mil años era esperado por su pueblo doliente. Los Pastore
s ofrecieron lo poco que tenían, lo poco que, sin embargo, es mucho, si se da con
amor; llevaron los blancos donativos de la pastorería: la leche, el queso, la lana
, el cordero. Aun hoy, en nuestras montañas, donde están muriendo los últimos vestigio
s de la hospitalidad y la hermandad, apenas ha alumbrado una esposa acuden las h
ermanas, las mujeres, las hijas de los pastores. Y ninguna con las manos vacías: q
uién con dos pares de huevos, todavía calientes del nido; quién con una jarra de leche
fresca, recién ordeñada; quién con un queso, que apenas ha echado corteza; quién con un
a gallina, para hacer el caldo a la parturienta. Un nuevo ser ha aparecido en el
mundo y ha comenzado su llanto: los vecinos, como para consolarle, llevan a la
madre sus presentes. Los Pastores antiguos eran pobres y no despreciaban a los p
obres; eran sencillos como niños y gozaban contemplando a los niños. Eran nacidos de
un pueblo engendrado por el Pastor de Ur y salvado por el Pastor de
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Madián. Pastores habían sido sus primeros Reyes: Saúl y David — pastores de rebaños antes
que pastores de tribu. Pero los Pastores de Belén, "ignorados del mundo duro", no
eran soberbios. Un pobre había nacido entre ellos, y le miraban con amor, y con am
or le ofrecían aquellas pobres riquezas. Sabían que aquel Niño nacido de Pobres en la
Pobreza, nacido Sencillo en la Sencillez, nacido de Aldeanos en medio del Pueblo
, había de ser el rescatador de los Humildes, de aquellos hombres de "buena volunt
ad" sobre los cuales el Ángel había invocado la paz. También el Rey Desconocido, el va
gamundo Odiseo, de nadie fue acogido con tanta alegría como del pastor Eumeo en su
Establo. Pero Ulises iba hacia Itaca para tomar venganza, volvía a su casa para m
atar a sus enemigos. Jesús, por el contrarío, venía a condenar la venganza, a enseñar el
Perdón de los enemigos. Y el amor de los Pastores de Belén ha hecho olvidar la hosp
italaria piedad del porquerizo de Itaca.
LOS TRES MAGOS
Algunos días después, tres Magos llegaban de Caldea y se arrodillaban ante Jesús. Venían
tal vez de Ecbatana, tal vez de las orillas del mar Caspio. A caballo en sus ca
mellos, con sus henchidas alforjas colgadas de las sillas, habían vadeado el Tigri
s y el Éufrates, atravesado el gran desierto de los Nómadas, bordeado el mar Muerto.
Una estrella nueva — semejante al cometa que aparece de cuando en cuando en el ci
elo para anunciar el nacimiento de un Profeta o la muerte de un César — los había guia
do hacía Judea. Habían ido a adorar a un Rey y se encontraban con un Infante mal faj
ado, escondido en
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un establo. Casi mil años antes que ellos, una Reina de Oriente había ido en peregri
nación a Judea llevando también sus dones: oro, aromas y gemas preciosas. Pero había e
ncontrado a un gran Rey en el trono, al rey más grande de cuantos jamás han reinado
en Jerusalén, y de él había aprendido lo que nadie le había sabido enseñar, Los Magos, por
el contrario, que se creían más sabios que los Reyes, habían encontrado a un niño nacid
o hacía pocos días, un niño que no sabía aún ni preguntar ni responder, un niño que desdeña
cuando fuese mayor, los tesoros de la Materia y la ciencia de la Materia. Los Ma
gos no eran Reyes, pero eran, en Media y Persia, señores de los reyes. Los reyes m
andaban a los pueblos, pero los Magos guiaban a los reyes. Sacrificadores, intérpr
etes de los sueños, y ministros, ellos solos decían comunicar con Ahura Mazda; ellos
solos pretendían conocer lo futuro y el destino. Mataban con sus propias manos a
los animales enemigos del Hombre y de las mieses: las serpientes, los insectos n
ocivos, las aves nefastas. Purificaban a los hombres y los campos; ningún sacrific
io era tenido por agradable a Dios si no era ofrecido por sus manos; ningún rey hu
biera promovido una guerra sin haberlos escuchado. Se preciaban de poseer los se
cretos de la tierra y los del cielo; sobresalían entre toda su gente en nombre de
la Ciencia y de la Religión. En medio de un pueblo que vivía para la Materia, repres
entaban el papel del espíritu. Era justo, por tanto, que fuesen a inclinarse ante
Jesús. Después de las Bestias, que son la Naturaleza; después de los Pastores, que son
el Pueblo, esta tercera potencia — el Saber — se arrodilla ante el pesebre de Belén.
La vieja casta sacerdotal de Oriente hace acto de sumisión al nuevo Señor que enviará
a sus anunciadores hacia Occidente; los Sabios se arrodillan ante aquél que somete
rá la Ciencia de las palabras y de los números a la nueva Sabiduría del Amor.
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Los Magos en Belén significan las viejas teologías que reconocen la definitiva revel
ación, la Ciencia que se humilla ante la Inocencia, la Riqueza que se postra a los
pies de la Pobreza. Ofrecen a Jesús el oro que Jesús pisoteará; no lo ofrecen porque
María, pobre, pueda necesitarlo para el viaje, sino por obedecer por adelantado a
los consejos del Evangelio: vende lo que posees y dáselo a los pobres. No ofrecen
el incienso para vencer el hedor del Establo, sino porque sus liturgias van a ac
abar ya y no tendrán necesidad de humos y perfumes para sus altares. Ofrecen la mi
rra que sirve para embalsamar a los muertos, porque saben que aquel niño morirá jove
n, y su madre, que ahora sonríe, habrá menester aromas con que embalsamar el cadáver.
Arrodillados, envueltos en los suntuosos mantos reales y sacerdotales, sobre la
paja del estiércol, ellos, los poderosos, los doctos, los adivinos, se ofrecen a sí
mismos en prenda de la obediencia del mundo. Jesús ha obtenido ya las primeras inv
estiduras a que tenía derecho. Apenas parten los Magos empiezan las persecuciones
de los que le odiarán hasta la muerte.
OCTAVIANO
Cuando Cristo apareció entre los hombres los criminales reinaban, obedecidos, sobr
e la tierra. Nacía sujeto a dos señores — el uno más fuerte y lejano, en Roma; el otro,
más infame y próximo, en Judea. Una canalla aventurera y afortunada había arrebatado,
a costa de estragos, el reino de David y de Salomón. Ambos habían ascendido por cami
nos perversos e ilegítimos: a través de guerras civiles, traiciones, crueldades y ma
tanzas. Habían nacido para
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entenderse; eran, de hecho, todo lo amigos y cómplices que lo permitía el vasallaje
del criminal subalterno para con el criminal principal. El hijo del usurero de V
elletri, Octaviano, se había mostrado cobarde en la guerra, vengativo en las victo
rias, traidor en las amistades, cruel en las represalias. A un condenado que le
pedía por lo menos sepultura le respondió: Eso es cosa de los buitres. A los Perusin
os destrozados que pedían gracia, les gritaba: ¡Moriendum esse! Al pretor Q. Gallio,
por una simple sospecha, quiso arrancarle los ojos por sí mismo antes de que lo d
egollasen. Obtenido el Imperio, extenuados y dispersos los enemigos, conseguidas
todas las magistraturas y potestades, habíase puesto la máscara de la mansedumbre y
no le quedaba, de los vicios juveniles, más que la liviandad. Se contaba que de j
oven había vendido su virginidad por dos veces: la primera vez a César; la segunda,
en España, a Irzio, por trescientos mil sextercios. A la sazón se divertía con sus muc
hos divorcios, con las nuevas nupcias con mujeres que arrebataba a los enemigos,
con adulterios casi públicos y con representar la comedia de restaurador del pudo
r. Este hombre contrahecho y enfermizo era el amo de Occidente cuando nació Jesús y
no supo nunca que había nacido quien había de disolver lo que él había fundado. A él le ba
staba la fácil filosofía del rechoncho y plagiario Horacio: "Gocemos hoy del vino y
del amor; la muerte sin esperanza nos espera; no perdamos un día”. En vano el celta
Virgilio, el hombre del campo, el amigo de las sobras, de los plácidos bueyes, de
las abejas doradas; el que había descendido con Eneas a contemplar a los condenado
s del Averno y desahogaba su inquieta melancolía con la música de la palabra; en van
o Virgilio, el amoroso, el tierno Virgilio, había anunciado una nueva edad, un ord
en nuevo, una raza nueva, un Reino de los Cielos, descolorido, es verdad, e infe
rior al que anunciará Jesús, pero mucho más noble y puro que el Reino del Infierno que
estaba preparándose. En vano, porque Augusto había visto en aquellas palabras una f
antasía pastoril y había creído tal vez, él, el corrompido señor de corrompidos, ser el Sa
lvador anunciado, el restaurador del Reino de Saturno.
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Presentimiento del nacimiento de Jesús, del verdadero Rey que venía a suplantar a lo
s Reyes del Mal, lo tuvo tal vez antes de morir, el gran cliente oriental de Aug
usto, su vasallo de Judea, Herodes el Grande.
HERODES EL GRANDE
Herodes era un monstruo, uno de los más pérfidos monstruos salidos de los tórridos des
iertos de Oriente, que ya habían engendrado más de uno, horribles a la vista. No era
Hebreo, no era Griego, no era Romano. Era Idumeo: un bárbaro que se arrastraba an
te Roma y halagaba a los Griegos para asegurarse mejor el dominio sobre los Hebr
eos. Hijo de un traidor, había usurpado el reino a sus señores, a los últimos desgraci
ados Asmoneos. Para legitimar su traición, se casó con una sobrina suya, Mariamna, a
la que después, por injustas sospechas, mató. No era su primer delito. Antes había ma
ndado ahogar a traición a su cuñado Aristóbulo; había condenado a muerte a otro cuñado suy
o, José, y a Ircano segundo, último reinante de la dinastía vencida. No contento con h
aber Hecho morir a Mariamna, mandó matar también a Alejandra, madre de ésta, e incluso
a los pequeñuelos de Baba, únicamente por ser parientes lejanos de los Asmoneos. En
tretanto, se divertía con mandar quemar vivos a Judas de Sarifeo y Matías de Margalo
th, juntamente con otros jefes fariseos. Más tarde, temiendo que los hijos habidos
de Mariamna quisieran vengar a su madre, los mandó estrangular. Próximo a morir, di
o orden de matar también a un tercer hijo, Arquelao. Lujurioso, desconfiado, impío, áv
ido de oro y de gloria, no tuvo nunca paz, ni en su casa, ni en Judea, ni consig
o mismo. Con el fin de que olvidasen sus asesinatos, hizo al pueblo de Roma un d
onativo de trescientos talentos, para ser gastados en fiestas; se humilló ante Aug
usto para que le
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guardase las espaldas en sus infamias y al morir le dejó diez millones de dracmas
y además una nave de oro y otra de plata para Livia. Este soldadote advenedizo, es
te Árabe mal desbastado, pretendió ganar y conciliar a Helenos y Hebreos: consiguió co
mprar a los degenerados descendientes de Sócrates, que llegaron hasta a levantarle
una estatua en Atenas; pero los Hebreos le odiaron hasta su muerte. Inútilmente r
eedificó Samaria y restauró el Templo de Jerusalén; para ellos era siempre el pagano y
el usurpador. Tremebundo como los malhechores viejos y los príncipes nuevos, el m
urmullo de una hoja, el temblor de una sombra, le estremecían. Supersticioso como
todos los orientales, crédulo en presagios y agüeros, pudo fácilmente creer en los Tre
s que venían de los confines de la Caldea, conducidos por una estrella hacia el país
por él robado con el fraude. Cualquier pretendiente, por fantástico que fuese, le h
acía temblar. Y cuando supo por los Magos que un rey de Judea había nacido, su corazón
de bárbaro intranquilo se sobresaltó. Viendo que no volvían los Astrólogos a mostrarle
dónde había aparecido el nuevo nieto de David, ordenó que fuesen muertos todos los niños
de Belén. Flavio Josefo calla esta última hazaña del Rey; mas quien había hecho matar a
sus propios hijos, ¿no era capaz de suprimir a los que él no había engendrado? Nadie
supo nunca cuántos fueron los niños sacrificados al miedo de Herodes. No era la prim
era vez que en Judea eran pasados a cuchillo los niños al pecho de sus madres. El
mismo pueblo hebreo había castigado en tiempos antiguos a las ciudades enemigas co
n la matanza de los viejos, de las esposas, de los jóvenes y de los niños: no conser
vaba más que las vírgenes para hacerlas sus esclavas y concubinas. Ahora el Idumeo a
plicaba la ley del Talión al pueblo que la había practicado. No sabemos cuántos serían l
os inocentes, pero sabemos — sí Macrobio merece fe — que entre ellos hubo un hijo pequ
eño de Herodes que estaba criándose en Belén. Para el viejo monarca, uxoricida y parri
cida, quién sabe
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si no fue ésta una venganza; quién sabe si sufrió siquiera cuando le llevaron la notic
ia del error. Poco después él mismo abandonó la vida asaltado por males asquerosos. Vi
vo aún, se le corrompía el cuerpo; los gusanos le roían sus miembros; tenía los pies hin
chados; le faltaba el aliento; le hedía la boca insoportablemente. Repugnante a sí m
ismo, intentó matarse en la mesa con un cuchillo, y por fin murió, después de haber or
denado a Salomé que mandase matar a muchos jóvenes que estaban encerrados en las pri
siones. El Degüello de los Inocentes fue la última hazaña del hediondo y sanguinario v
iejo. Esta inmolación de Inocentes en torno a la cuna de un Inocente; este holocau
sto de sangre por un recién nacido que ofrecerá su sangre por el perdón de los culpabl
es; este sacrificio humano por aquél que a su vez será sacrificado, tiene un sentido
profético. Miles y miles de inocentes han de morir después de su muerte sin más delit
o que el haber creído en su Resurrección: nace para morir por los demás, y he aquí que m
ueren por él miles de nacidos, como para pagar su nacimiento. Hay un tremendo mist
erio en esta ofrenda sangrienta de los puros, en este diezmo de coetáneos. Pertene
cían a la generación que lo había de traicionar y crucificar. Pero los que fueron dego
llados por los soldados de Herodes este día, no lo vieron, no llegaron a ver matar
a su Señor. Lo libraron con su muerte — y se salvaron para siempre. Eran Inocentes
y han quedado Inocentes para siempre. Apenas se hunden en la oscuridad las casas
de Belén y encienden las primeras luces, la Madre sale a escondidas, como una fug
itiva, como una perseguida, como si fuese a robar. Y roba una vida al Rey; salva
una esperanza al Pueblo; estrecha contra el pecho a su Hijo, su riqueza, su dol
or. Se dirige hacia Oriente; atraviesa la antigua tierra de Canaán, y llega en cor
tas jornadas — los días son breves — a la vista del Nilo, en aquella tierra de Mitsrai
m que tantas lágrimas había costado a sus padres catorce siglos antes.
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Jesucristo, continuador de Moisés, pero también en cierta forma anti— Moisés, rehace, en
sentido inverso, el camino del Primer Libertador. Los Hebreos habían estado bajo
el látigo de los Egipcios; esclavos mal alimentados, tolerados a duras penas, veja
dos. El Pastor de Madián se convirtió en Pastor de Israel y condujo a través del desie
rto la gente de dura cerviz, hasta dar vista al Jordán y las viñas maravillosas. El
pueblo de Jesús había partido con Abraham de Caldea y con José había llegado a Egipto; M
oisés lo había devuelto de Egipto hacia Canaán; ahora el mayor de los Libertadores vol
vía, amenazado, hacia las orillas de aquel río donde Moisés había sido salvado de las ag
uas y había salvado a sus hermanos. Egipto, tierra de todas las infamias y magnifi
cencias de las primeras épocas, India Africana donde las ondas de la historia iban
a deshacerse en la muerte — Pompeyo y Antonio habían terminado hacía pocos años sobre s
us playas el sueño del imperio y la vida —; este país prodigioso, engendrado del agua,
quemado por el sol, regado por tantas sangres de pueblos diversos, entregado al
culto de dioses en forma de bestias; este país absurdo y extraordinario era, por
razón de contraste, el asilo predestinado del fugitivo. La riqueza de Egipto estab
a en el fango, en el fértil limo que el Nilo vertía todos los años sobre el desierto j
untamente con los reptiles. El pensamiento fijo de Egipto era la muerte; el pingüe
pueblo de Egipto no quería la muerte, negaba la muerte, pensaba vencer a la muert
e con las simulaciones de la materia, con los embalsamamientos, con los retratos
de piedra conformes a los cuerpos de carne que esculpían sus estatuarios. El rico
, el pingüe egipcio, el hijo del barro, el adorador del buey y del cinocéfalo, no qu
ería morir. Fabricaba para la segunda vida las inmensas necrópolis, llenas de momias
fajadas y perfumadas, de imágenes de madera y de mármol, y levantaba pirámides sobre
sus cadáveres para que el montón de piedra los salvaguardase de la consunción. Jesús, cu
ando pueda hablar, pronunciará la sentencia contra Egipto: el Egipto no está únicament
e en las orillas del Nilo; el Egipto que no ha
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desaparecido todavía de la faz de la tierra con sus reyes, sus halcones, sus serpi
entes. Cristo dará la respuesta definitiva y eterna al terror de los egipcios. Ens
eñará la vanidad de la riqueza que viene del barro y barro se vuelve, y condenará todo
s los fetiches de los ventrudos ribereños del Nilo; y vencerá a la muerte sin cajas
esculpidas, sin cámaras mortuorias, sin estatuas de granito y basalto, enseñando que
el pecado es más voraz que los gusanos y que la pureza del espíritu es el único aroma
que preserva de la corrupción. Los adoradores del Fango y del Animal, los servido
res de la riqueza y de la Bestia, no podrán salvarse. Sus sepulcros, aunque sean a
ltos como montañas, adornados con gineceos de reinas, blancos y limpios por fuera
como los de los fariseos, no conservarán más que cenizas; cieno que cambia de sitio
como la carroña de los animales. No se triunfa de la muerte copiando la vida en la
madera y la piedra: la piedra se deshace y se convierte en polvo; la madera se
pudre y se convierte en polvo y las dos son fango, perpetuo fango.
EL PERDIDO, HALLADO
El destierro en Egipto fue breve. Jesús fue llevado de nuevo, en brazos de su madr
e, mecido durante el largo camino por el paso paciente de la cabalgadura, a la c
asa paterna de Nazareth; pobre casa y taller donde el martillo golpeaba y la lim
a chirriaba hasta la caída del sol. Los Evangelistas canónicos no dan noticia de est
os años; los apócrifos dan quizá demasiadas, pero casi difamatorias.
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Lucas, sabio médico, se contenta con escribir que "el niño crecía y se robustecía". Much
acho sano, desarrollado regularmente, portador de salud como debía ser el que había
de dar a los demás la salud con sólo tocarlos con la mano. Todos los años, cuenta Luca
s, los parientes de Jesús iban a Jerusalén para la Fiesta del Pan sin Levadura, recu
erdo de la salida de Egipto. Iban muchos vecinos, amigos, familiares, para hacer
el viaje juntos y engañar mejor la largura y el tedio del camino. Iban contentos.
Más como si fueran a una fiesta que a la solemnidad conmemorativa de un sufrimien
to, porque la Pascua se había convertido en Jerusalén en una inmensa romería, en una g
ran reunión de todos los Judíos dispersos en el Imperio. Doce Pascuas habían pasado de
sde el nacimiento de Jesús. Aquel año, luego que la caravana de Nazareth hubo salido
de la ciudad santa, se dio cuenta María de que el niño no iba con ellos. Lo buscó tod
o el día, preguntando a cuantos conocidos hallaba si le habían visto. Pero nadie sabía
nada. A la mañana siguiente, la madre se volvió atrás, deshizo el camino andado, andu
vo por calles y plazas de Jerusalén, clavando los negros ojos en cada muchacho con
quien topaba, interrogando a las madres en los umbrales de las casas, pidiendo
a los aldeanos que aun no habían partido que la ayudasen a buscar al desaparecido.
Una madre que ha perdido a su hijo no descansa hasta que lo encuentra, no piens
a en sí misma, no siente el cansancio ni el sudor ni el hambre, no sacude el polvo
de su vestido, no se arregla los cabellos, no para mientes en la curiosidad de
los extraños. Sus ojos desencajados no ven más que la imagen de aquel que ya no está a
su lado. Al cabo, al tercer día, subió al Templo, espió en los patios y vio por fin,
en la sombra de un pórtico, un grupo de viejos que hablaban. Se acercó temerosa — que,
siendo como eran gentes de tanta importancia, con aquellos largos mantos y barb
as largas, parecía que no habían de prestar atención a una mujeruca de Galilea — y descu
brió, en medio del corro, los cabellos rizados,
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los ojos resplandecientes, el rostro moreno, la fresca boca de su Jesús. Aquellos
viejos hablaban con su hijo de la Ley y de los Profetas; le interrogaban y Él resp
ondía, y, después de haber respondido, preguntaba a su vez, a aquellos que le enseñaba
n, maravillados de que un muchacho a su edad conociese tan bien las palabras del
Señor. María se quedó unos momentos contemplándole y casi no creía en sus ojos: su corazón
que un momento antes latía con ansiedad, latía ahora fuertemente también, por el estu
por. Pero no pudo resistir más y, de improviso, le llamó por su nombre a grandes voc
es; los viejos se apartaron y la mujer estrechó a su hijo contra su pecho y le abr
azó sin decir palabra, mojándole el rostro con las lágrimas, a duras penas contenidas
hasta entonces. Lo cogió, se lo llevó afuera y, una vez segura de tenerlo consigo, d
e haberlo recobrado, de no haberlo perdido, la madre feliz se acuerda de la madr
e desconsolada: — ¿Por qué nos has hecho esto? Mira que tu padre y yo, doloridos, andába
mos en busca tuya. — ¿Por qué me buscabais? ¿No sabíais que debo ocuparme en las cosas de
mi Padre? Graves palabras, especialmente cuando las dice un niño de doce años a su m
adre, que ha padecido tres días por él. "Y ellos — prosigue el Evangelista — no comprend
ieron lo que les había dicho." Pero nosotros, después de tantos siglos de experienci
a cristiana, podemos comprender aquellas palabras que parecen, a primera vista,
duras y orgullosas. ¿Por qué me buscabais? ¿Acaso no sabéis que yo no puedo perderme, qu
e a mí no me perderá nunca nadie, ni siquiera los que me entierren? Yo estaré
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siempre donde haya alguien que crea en mí, aunque no me vea con los ojos; no puede
perderme ningún hombre, con tal que me tenga en su corazón. No estaré perdido cuando
me halle solo en el desierto, cuando esté solo sobre las aguas del Lago, cuando es
té solo en el Huerto de los Olivos, cuando esté solo en el Sepulcro. Si me escondo,
vuelvo; si muero, resucito. ¿Y quién es ese padre de quien me habláis? Es él padre según l
a ley, según los hombres. Pero mi verdadero Padre está en los cielos; es el Padre qu
e ha hablado a los Patriarcas cara a cara, que ha puesto las palabras en boca de
los Profetas. Yo conozco lo que les ha dicho de mí, sus voluntades eternas, las l
eyes que ha impuesto a su pueblo, los pactos que ha establecido con todos. Si de
bo hacer lo que ha mandado, debo ocuparme de lo que es verdaderamente suyo. ¿Qué es
un vínculo legal, humano, temporal, frente a un lazo místico, un lazo espiritual, un
lazo eterno?
EL CARPINTERO
Pero no había llegado para Jesús la hora de la separación definitiva. La voz de Juan n
o se había oído aún, y así tomó de nuevo, con José y con María, el camino de Nazareth, y vo
al taller de José para ayudarle en su oficio. Jesús no ha asistido a las escuelas de
los Escribas ni de los Griegos. Pero maestros no le faltan; conoce a tres, más gr
andes que los doctores: el Trabajo, la Naturaleza y el Libro. Es menester no olv
idar que Jesús fue Obrero e hijo adoptivo de un Obrero; no se debe ocultar que nac
ió Pobre, entre gente que trabajaba con las propias manos, que ganaba su pan con e
l trabajo de las manos, y que él
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ganó el pan cotidiano, antes de predicar la buena nueva, con el trabajo de sus Man
os. Aquellas Manos que bendijeron a los sencillos, que curaron a los leprosos, q
ue iluminaron a los ciegos, que resucitaron a los muertos; aquellas Manos que fu
eron agujereadas por los clavos en el madero, eran manos bañadas por el sudor del
trabajo, manos que se encallecieron en el trabajo, manos que habían hincado clavos
en la madera: manos del oficio. Jesús fue Obrero de la Materia antes de ser Obrer
o del Espíritu; fue Pobre antes de llamar a los Pobres a su mesa, a la Fiesta de s
u Reino. No nació entre gente adinerada, en casa de lujo, en lecho cubierto de lan
a y de púrpura. Descendiente de Reyes, habita en el taller de un Carpintero; hijo
de Dios, ha nacido en un Establo. No pertenece a la casta de los Grandes, a la a
ristocracia de los Guerreros, a la hermandad de los Ricos, al sanedrín de los Sace
rdotes. Nace en la última clase del pueblo, la que no tiene por debajo más que a los
vagabundos, los mendigos, los esclavos, los bandidos, los criminales, las pecad
oras. Cuando ya no sea obrero manual, sino espiritual, descenderá todavía más ante los
ojos de las personas respetables y buscará amigos entre aquella desventurada chus
ma que está aún por bajo de la plebe. En espera del día en que, antes de bajar al Infi
erno de los Muertos, baje al Infierno de los Vivos, Jesús representa, en la jerarq
uía de castas que divide eternamente a los hombres, un pobre Trabajador y nada más.
El oficio de Jesús es uno de los cuatro más antiguos y sagrados. Entre las artes man
uales, las del Labrador, el Albañil, el Herrero, el Carpintero son las más compenetr
adas con la vida del hombre; las más inocentes y religiosas. El Guerrero degenera
en Bandido; el Marinero, en Pirata; el Comerciante, en Aventurero. Pero el Labra
dor, el Albañil, el Herrero, el Carpintero no traicionan, casi no pueden traiciona
r, ni corromperse. Manejan las materias más familiares, y han de transformarlas a
los ojos de todos, para el servicio de todos, en obras visibles, sólidas, concreta
s, verdaderas. El Labrador rompe el terruño y saca el pan que come el santo en su
gruta y el homicida en la cárcel; el Albañil labra la piedra y levanta la casa del P
obre, la casa del Rey, la casa de Dios; el Herrero templa y tuerce el
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hierro para dar la espada al soldado, la reja al labrador, el martillo al carpin
tero; el Carpintero sierra y clava la madera para construir la puerta que protej
a la casa contra los ladrones, para fabricar el lecho sobre el cual morirán ladron
es e inocentes. Estas cosas simples, ordinarias, comunes, usuales, tan usuales,
comunes y ordinarias que ya no se ven, que pasan inadvertidas hoy para nuestros
ojos, avezados a más complicadas maravillas, son las más sencillas creaciones del ho
mbre, pero más maravillosas y necesarias que todas las demás inventadas después. El ca
rpintero Jesús vivió en su juventud en medio de todas estas cosas; y las fabricó con s
us manos, y por medio de estas cosas hechas por él, entró en comunión con la vida diar
ia de los hombres, con la vida íntima y sagrada de los hombres: la de la casa. Fab
ricó la mesa a la cual es tan placentero sentarse con los amigos, aunque haya entr
e ellos un traidor; el lecho donde el hombre respira la primera y la última vez; e
l cofre en que la esposa campesina guarda sus pobres trapos, los delantales y pañu
elos de las fiestas y las blancas, estiradas camisas del ajuar; la artesa donde
se amasa la harina y la esponja la levadura, hasta que está dispuesta para el horn
o; el asiento en que los viejos, por la noche, se ponen en torno al fuego a habl
ar de la juventud que no ha de volver. Muchas veces Jesús, mientras las virutas cl
aras y ligeras se rizaban al filo de la garlopa y el serrín caía en tierra al áspero r
itmo de la sierra, debió pensar en las promesas del Padre, en los anuncios de los
Profetas, en un trabajo que no fuera de tablas y escuadra, sino de espíritu y verd
ad. El oficio le enseñó que vivir significa transformar las cosas muertas e inútiles e
n cosas vivas y útiles; que la materia más vil, trabajada y reformada, puede llegar
a ser preciosa, amiga, socorredora de los hombres; que para salvar, en suma, es
menester cambiar, y que del mismo modo que de un retorcido tronco de olivo, nudo
so y terroso, se obtiene el lecho del niño y de la esposa, se puede hacer del sórdid
o usurero y de la desventurada
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mujerzuela dos ciudadanos del Reino de los Cielos.
{ P47}
PATERNIDAD
En la Naturaleza, donde el sol ilumina a los buenos y a los malos, donde el trig
o enraíza y se dora para dar el pan a la mesa del Judío y del Pagano; donde las estr
ellas resplandecen sobre la cabaña del pastor y sobre el ergástulo de los fratricida
s; dónde los pájaros del aire, cantando libres, encuentran el sustento sin fatiga, y
hasta las rapaces raposas encuentran refugio y los lirios del campo están vestido
s con más lujo que los reyes, Jesús halló la confirmación terrestre de su eterna certeza
de que Dios no es el Amo que echa en cara mil años el beneficio de un día y tampoco
un feroz Dios de la guerra que ordena el exterminio de los enemigos, ni una esp
ecie de Gran Sultán que quiere ser servido por sátrapas de alto linaje y está atento a
que sus siervos respeten hasta en lo más mínimo la rigurosa etiqueta ritual de la r
egia curia. Cristo sabía, como Hijo, que Dios es Padre, padre de todos los hombres
, y no sólo del pueblo de Abraham. El amor del esposo es fuerte, pero carnal y cel
oso; el del hermano está frecuentemente envenenado por la envidia; el del hijo, ma
nchado tal vez de rebelión; el del amigo está manchado de engaño; el del amo, henchido
de orgullosa condescendencia. Pero el amor del padre a los hijos es el perfecto
Amor, el puro, desinteresado Amor. El padre hace por el hijo lo que no haría por
ningún otro. El hijo es obra suya, carne de su carne, hueso de sus huesos; es una
parte suya que ha crecido a su lado día tras día; es una continuación, un perfeccionam
iento, un complemento de su ser; el viejo revive en el joven; lo pasado se mira
en lo futuro; quien ha vivido se sacrifica
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por quien debe vivir; el padre vive para el hijo, se complace en el hijo, en el
hijo se contempla y exalta. Cuando dice criatura, piensa en sí mismo como creador;
aquel hijo le ha nacido en un momento de voluptuosidad, entre los brazos de la
mujer escogida entre todas las mujeres; le ha nacido del dolor divino de esta mu
jer; le ha costado después lágrimas y sudores; le ha visto crecer entre sus pies, a
su lado; le ha calentado las manecitas frías entre las suyas; ha oído su primera pal
abra — eterno milagro siempre nuevo — ; ha visto sus primeros pasos vacilantes sobre
el pavimento de su casa; ha visto poco a poco, en aquel cuerpo formado por él, fl
orecido bajo sus ojos, brillar, manifestarse un alma — una nueva alma, tesoro único
que con nada se compra —; ha sorprendido en su rostro cómo se repetían poco a poco las
facciones propias y, juntamente, las de su esposa, las de la mujer con la cual
sólo en aquel fruto común se hace un mismo ser sin más división de cuerpos — la pareja que
quisiera en el amor ser un solo cuerpo y solamente lo consigue en el hijo;— y ant
e aquel nuevo ser, obra suya, se siente creador, benéfico, poderoso, feliz. Porque
el hijo lo espera todo del padre y mientras es pequeño sólo tiene fe en el padre y ún
icamente está seguro junto al padre. El padre sabe que debe vivir para él, sufrir po
r él, trabajar para él. El padre es como un Dios terrestre para el hijo y el hijo es
casi un Dios para el padre. En el Amor del padre no hay huella de los cumplidos
y de la costumbre del Hermano, del cálculo y de la emulación del Amigo, del lascivo
deseo del Amante, del fingido afecto del Servidor. El Amor del padre es, en lo
humano, el más puro Amor, el solo Amor verdaderamente Amor, el único que se puede ll
amar Amor; libre de toda mixtura de elementos extraños a su esencia, que es la fel
icidad de sacrificarse por la felicidad ajena. Esta idea de la paternidad debida
mente aplicada a Dios — que es una de las grandes novedades del Evangelio de Crist
o —; esta idea profundamente confortadora de que Dios es Padre y nos ama como un p
adre ama a sus hijos, y no como un Rey a sus Esclavos, y da a todos sus hijos el
pan de cada día, y acoge placentero incluso a los que pecaron cuando vuelven a ap
oyar la cabeza sobre su pecho; esta idea que cierra la época de la Antigua Alianza
y
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señala el principio de la Nueva Alianza, la ha visto Jesús en la Naturaleza misma. C
omo Hijo de Dios y una sola esencia con el Padre, siempre había tenido conciencia
de esa paternidad, apenas entrevista por los Profetas más luminosos; pero ahora, p
articipando de todas las experiencias humanas, la ve reflejada y como revelada e
n el universo, y empleará las más bellas imágenes del mundo natural para transmitir a
los hombres el primero de sus faustos mensajes. Jesús, como todos los grandes espíri
tus, amaba el Campo. El Pecador que quiere purificarse, el Santo que quiere orar
, el Poeta que quiere crear, se refugian en las montañas, a la sombra de los árboles
, al rumor de las aguas, en medio de los prados que perfuman el cielo o en los a
renales desiertos abrasados por el sol. Jesús ha tomado su lenguaje del Campo. Cas
i nunca emplea palabras doctas, conceptos abstractos, términos incoloros y general
es. Sus discursos estarán engalanados con los colores, saturados de los olores de
los campos y de los huertos, animados por las figuras de los animales familiares
. Ha visto en su Galilea el higo que engorda y madura bajo las grandes hojas osc
uras; ha visto verdear los pámpanos sobre los secos sarmientos de las vides y pend
er de los sarmientos los racimos rubios y morados para alegría de los vendimiadore
s; ha visto elevarse, de la invisible semilla, la mostaza rica de ramas ligeras;
ha oído por la noche el murmullo lamentoso de la caña batida por el viento a lo lar
go de los arroyos; ha visto sepultar bajo la tierra el grano que resurgirá en form
a de colmada espiga; ha visto, al llegar la primavera, los hermosos lirios rojos
, amarillos y morados en medio del tímido verde del trigo; ha visto el césped de hie
rba fresca que hoy se ostenta magnífica y mañana, ya seca, arderá en el horno. Ha vist
o las bestias pacíficas y las bestias malas: la paloma que arrulla de amor sobre e
l techo, un tanto envanecida de su cuello esplendoroso; las águilas que se precipi
tan con las amplias alas desplegadas sobre la presa; los pájaros del aire que no p
ueden caer, como los emperadores, si Dios no quiere; los cuervos que descarnan c
on el pico hiriente la carroña; la gallina amorosa que llama a los polluelos bajo
sus alas apenas el cielo se ennegrece y truena; la zorra traidora que, después de
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haber hecho estragos, se esconde en la oscuridad de su guarida; los perros que h
usmean bajo la mesa del amo para engullir los desperdicios y huesecillos que cae
n al suelo. Y ha visto deslizarse a la serpiente entre la hierba oscura y a la víb
ora esconderse entre las piedras mal unidas de las tumbas. Nacido entre Pastores
y para ser Pastor de hombres, ha contemplado y amado a las ovejas; las ovejas m
adres que buscan al cordero perdido, a los corderos que lloran, débiles, tras de s
us madres, que maman, casi escondidos bajo el lanoso vientre materno; las ovejas
que triscan por los pastos áridos y calientes de sus colinas. Ha amado con igual
amor el grano que apenas si se ve sobre la palma de la mano y la vieja higuera q
ue cobija a su sombra toda la casa del pobre; a los pájaros del aire que no siembr
an ni cosechan y a los peces que platean las mallas de la red y saciarán a sus fie
les. Y levantando los ojos, en las tardes sofocantes en que se engendra la borra
sca, ha visto el relámpago que rasga el Oriente y fustiga hasta Occidente la negru
ra del aire. Pero Jesús no ha leído únicamente en la clara y coloreada escritura del m
undo. Sabe que Dios ha hablado a los hombres por medio de los Ángeles, de los Patr
iarcas y de los Profetas. Sus palabras, sus leyes, sus victorias, están escritas e
n el Libro. Jesús conoce los maravillosos caracteres con los cuales los muertos tr
ansmiten a los no nacidos los pensamientos y las memorias de los antiguos. No ha
leído más que los Libros en que sus ascendientes han escrito la historia de su Pueb
lo, pero los conoce en la letra y en el espíritu mejor que los Doctores y los Escr
ibas; y le darán derecho a trocarse de escolar en maestro.
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LA ANTIGUA ALIANZA
El Hebreo fue, entre los pueblos, el más feliz y el más infeliz. Su historia es un M
isterio que empieza con el idilio del Jardín de las Delicias y acaba con la traged
ia de lo alto del Calvario. Sus primeros padres fueron amasados por las manos lu
minosas de Dios y hechos dueños del Paraíso — país fértil y perpetuo Estío entre Ríos apaci
s — donde pendían los frutos del rico Oriente, de pulpa carnosa, a la sombra de las
hojas nuevas, al alcance de la mano. El Cielo, fresco por la reciente hechura, i
luminado hacía pocos días, no manchado aún por las nubes, no herido aún por los rayos ni
consumido por los ocasos, velaba sobre ellos con todas sus estrellas. Los dos d
ebían amar a Dios y amarse: este fue el Primer Pacto. Ni fatiga, ni dolor; ignorad
a la muerte y su miedo. La primera Desobediencia trajo un primer castigo: el Des
tierro. El Varón fue condenado al trabajo; la Mujer, al parto. El trabajo es penos
o, pero da el premio de las cosechas: el parto es penoso, pero da el consuelo de
los hijos. Con todo, también estas felicidades inferiores e imperfectas pasaron ráp
idas, como hojas devoradas por las orugas. El Hermano mató por primera vez a su He
rmano; la sangre humana vertida sobre la tierra se corrompió y exhaló olor de pecado
. Los hijos de Dios se unieron con las hijas de los hombres, y nacieron los Giga
ntes, cazadores feroces, violentos y homicidas, que hicieron del mundo un Infier
no sangriento. Entonces Dios mandó el Segundo Castigo: para purificar la tierra, e
n un inmenso Bautismo ahogó en las aguas del Diluvio a todos los hombres. Uno solo
, por ser justo, se salvó y con él hizo Dios el Segundo Pacto. Comenzaron con Noé los
antiguos tiempos felices de los Patriarcas, pastores
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errantes, jefes centenarios, que vagaban entre Caldea y Egipto en busca de pasto
s, de pozos y de paz. No tenían patria estable, ni casas, ni ciudades. Llevaban co
nsigo, en caravanas largas como ejércitos, las esposas fecundas, los hijos amantes
, las nueras sumisas, los nietos innumerables, los hijos de los nietos, los sier
vos y las siervas obedientes, los toros bravos y mugidores, las vacas de ubres c
olgantes, los rojos terneros triscadores, los carneros y los machos cabríos de ins
oportable olor de tierra, los jumentos de grupa robusta, las cabras de altiva ca
beza, que patalean impacientes y, escondidos en la carga, los vasos de oro y de
plata, los idolillos domésticos de piedra y de metal. Llegados a su destino levant
aban las tiendas junto a una cisterna, y el Patriarca se sentaba fuera, a la som
bra de las encinas y de los sicomoros, y contemplaba el vasto campamento del cua
l se elevaba el humo de los hogares, el bullicio de las mujeres y de los pastore
s, junto con los bramidos y balidos del ganado. Y el Patriarca estaba contento e
n su corazón al ver a todos aquellos esposos y aquellos hijos nacidos de su semill
a, y todos aquellos rebaños que eran suyos, y la descendencia humana y la descende
ncia animal que se multiplicaba de año en año. Por la tarde elevaba los ojos para sa
ludar la primera estrella solícita que ardía como un fuego blanco sobre la cabellera
de la colina, y alguna vez su cándida barba ensortijada resplandecía a la blanca lu
z de aquella luna que hacia más de cien años estaba acostumbrado a ver en el cielo d
e las noches. De cuando en cuando un Ángel del Señor iba a visitarle y se sentaba a
su mesa antes de comunicar la embajada, o el Señor mismo se aparecía en traje de Per
egrino, se sentaba con el anciano en las horas de calor, a la sombra de la tiend
a, y hablaban frente a frente como dos amigos de juventud que se reúnen a charlar
de sus cosas. El Jefe de la tribu, amo de siervos, se convertía en siervo a su vez
para escuchar los mandatos, los consejos, las promesas y los anuncios de su Amo
Divino. Y entre Jehová y Abraham se hizo el Tercer Pacto, más solemne que los otros
dos.
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El hijo de un Patriarca, vendido por sus hermanos como esclavo, se hace poderoso
en Egipto y llama a todos los suyos: los Hebreos creen haber encontrado una pat
ria y crecen en número y riquezas. Pero se dejan seducir por los dioses de Egipto
y Jehová prepara el Tercer Castigo. Los Egipcios, envidiosos, los reducen a mísera e
sclavitud. El Señor, para que el castigo sea más largo, permite que se endurezca el
corazón del Faraón, pero suscita al fin el Segundo Libertador, que los saca de las t
orturas y del fango. No se ha acabado, sin embargo, la prueba. Durante cuarenta
años vagan por el Desierto: una nube de humo los guía por el día; una columna de fuego
por la noche. Dios les ha prometido una tierra maravillosa, rica en verdura y e
n agua, sombreada de viñas y olivos; pero, entretanto, no tienen agua que beber ni
pan que comer y echan de menos las cebollas y los dioses de Egipto. Dios hace b
rotar el agua de la roca y caer el Maná y las codornices del Cielo; pero los Hebre
os, cansados e inquietos traicionan a su Dios, se hacen un becerro de oro y lo a
doran. Moisés, triste como todos los Profetas, apena comprendido de los suyos como
todos los Libertadores, seguido de mala gana como todos los descubridores de nu
evas tierras, lleva tras de sí con trabajo la muchedumbre remisa y querellosa y pi
de a Dios que le conceda el sueño de la muerte. Pero Jehová quiere a toda costa hace
r el Cuarto Pacto con su pueblo. Moisés desciende del monte humoso y tonante con l
as dos Tablas de piedra donde el dedo mismo de Dio ha escrito los diez mandamien
tos. Moisés no verá la tierra prometida, el nuevo Paraíso que hay que reconquistar en
lugar del perdido. Pero el pacto divino queda firme: Josué y los demás héroes pasan el
Jordán, entran en la tierra de Canaán y vencen a los pueblos; las ciudades caen al
sonido de las trompetas; Débora puede cantar su canto de triunfo: el pueblo lleva
consigo al Dios de las Batallas, escondido tras las tiendas, sobre un carro tira
do por bueyes; pero los enemigos son muchos y no quieren hacer sitio a lo recién l
legados. Los Hebreos vagan de aquí para allá, pastores y bandidos, victoriosos cuand
o
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mantienen los pactos de la Ley, vencidos cuando los olvidan. Un gigante de cabel
los jamás cortados mata por sí solo a millares de Filisteos y Amalecitas; pero una m
ujer le traiciona; los enemigos le arrancan los ojos y le ponen a mover la piedr
a de un molino. No bastan los Héroes son menester los Reyes. Un joven de la tribu
de Benjamín, alto y bien portado, mientras va en busca de la borriquillas de su pa
dre que se habían escapado, se encuentra con un profeta que le vierte óleo santo sob
re la cabeza y le hace Rey de todo el Pueblo. Saúl, hecho guerrero poderoso, derro
ta a los Ammonitas y los Amalecitas, y funda un Reino militar, temido por los ve
cinos. Pero el mismo Profeta que le ha hecho Rey, airado contra él, le suscita un
rival. David, joven pastor, mata al gigante enemigo del Rey, endulza con el arpa
las airadas tristezas del Rey, se casa con la hija del Rey, figura entre los ca
pitanes del Rey. Pero Saúl, suspicaz y frenético, quiere matarlo. David se esconde e
n las cuevas de los montes, se hace capitán de bandidos, se va al servicio de los
Filisteos y cuando éstos han vencido y muerto a Saúl en las colinas de Gelboé, se conv
ierte a su vez en Rey de todo Israel. El temerario pastor, grande como Poeta y c
omo Rey, pero cruel y liviano, funda su casa en Jerusalén, y con ayuda de sus Ghib
borim, o valientes, vence y sojuzga a los reyes que le circundan. El Hebreo por
primera vez es temido. Durante siglos y siglos suspirará por el retorno de David y
pondrá sus esperanzas en un descendiente suyo que le salve de la abyección. David e
s el Rey de la Espada y del Canto; Salomón es el Rey del Oro y de la Sabiduría. Los
tributarios llevan el Oro a su casa; adorna con Oro la primera suntuosa casa de
Jehová; envía naves al lejano Ofir en busca de Oro; la Reina de Saba depone a sus pi
es sacos de Oro. Pero todo el esplendor del Oro y de la Sabiduría de Salomón no bast
an para salvar al Rey de la impureza y al Reino de la ruina. Se casa con las muj
eres extranjeras y adora a los dioses extranjeros. El Señor lo tolera en su vejez
en memoria de su juventud; pero
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apenas muere, su Reino es dividido y comienzan los siglos oscuros y vergonzosos
de la decadencia. Conjuras de palacio, asesinatos de reyes, revueltas de jefes,
guerras fraternas y desgraciadas, tiempos de impúdica idolatría seguidos de efímeros a
rrepentimientos llenan los tiempos de la Separación. Surgen los Profetas para amon
estar; pero los Reyes no los escuchan o los destierran. Los enemigos de Israel r
ecobran fuerzas; los Fenicios, los Egipcios, los Asirlos, los Caldeos, invaden u
no tras otro los dos reinos, los someten a tributo y finalmente, casi seisciento
s años antes del nacimiento de Jesús, Jerusalén es destruida, derrocado el templo de J
ehová y conducidos los Hebreos en esclavitud junto a los ríos de Babilonia. La medid
a de las infidelidades y de los pecados se había colmado, y aquel mismo Dios que l
os libertara de la esclavitud de los Egipcios los entrega en esclavitud a los Ca
ldeos. Es el Cuarto Castigo y el más tremendo de todos, porque ya no tendrá fin. Des
de aquel momento los hebreos estarán siempre, perpetuamente, dispersos entre los e
xtranjeros y por los extranjeros sojuzgados. Algunos de ellos volverán a construir
Jerusalén y su Templo; pero el país será invadido por los Escitas, sometido a los Per
sas, conquistado por los Griegos y, finalmente, después de la última gesta de los Ma
cabeos, entregado a una dinastía de Árabes bárbaros sujeta a los Romanos. Este pueblo
que durante tantos siglos vivió libre y rico en el desierto y un día fue dueño de rein
os y se creyó, bajo la protección de su Dios, el primer pueblo de la tierra, ahora,
diezmado, dividido, despreciado y mandado por los extranjeros, se ha convertido
poco a poco en el ludibrio de las gentes, en el Job de los pueblos. Después de la
muerte de Jesús su destino será todavía más duro: Jerusalén será destruida por segunda vez;
en la provincia devastada no mandarán más que Griegos y Romanos y los últimos restos d
e Israel serán dispersos por toda la tierra como el polvo de los caminos empujado
por el siroco. Nunca pueblo alguno fue tan amado por su Dios ni tan atrozmente c
astigado; fue elegido para ser el primero, y fue siervo de los últimos; quiso
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tener una patria propia y victoriosa, y fue desterrado y esclavo en las patrias
ajenas. Aunque más pastoril que guerrero, nunca estuvo en paz consigo mismo ni con
los demás. Guerreó con sus vecinos, con sus huéspedes, con sus príncipes; guerreó con sus
Profetas y con su mismo Dios. Podrido de maldades, gobernado por homicidas, tra
idores, adúlteros, incestuosos, bandidos, simoníacos e idólatras, vio nacer con todo,
de sus mujeres, a los más perfectos hombres del Oriente: justos, predicadores, sol
itarios, profetas. Hasta que nació de él el padre de los nuevos santos, el que era e
sperado por todos los profetas. Este pueblo, que no tuvo metafísica, ciencia, música
, escultura, pintura ni arquitectura propias, creó la más grande poesía del tiempo ant
iguo, candente de sublimidad en los Salmos y en los Profetas, perfecta de ternur
a en las historias de José y de Ruth, ardiente de pasión en el Cantar de los Cantare
s. Criado en medio de los cultos a los salvajes dioses locales llega al amor de
Dios, padre único y universal; ávido de tierra y de oro ostenta en los profetas los
primeros defensores de los pobres y llega a la negación de la riqueza; el mismo pu
eblo que ha degollado víctimas humanas sobre sus altares y ha asesinado ciudades e
nteras de inocentes, da discípulos al que ha de predicar el amor a los enemigos; e
ste pueblo celoso de su Dios celoso, le ha traicionado siempre para correr en po
s de falsos dioses; de su Templo, tres veces levantado y tres veces destruido, n
o queda más que una muralla rota, apenas suficiente para que una fila de plañideros
pueda apoyar en ella la cabeza y esconder sus lágrimas. Pero este pueblo absurdo y
problemático, sobrehumano y miserable, primero y último de todos, el más feliz y el más
infeliz de todos, aunque siervo de las naciones, sigue dominando a las naciones
con el dinero y con la palabra; aunque no tenga hace siglos una patria propia,
se cuenta entre los
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grandes señores de todas las patrias; aunque haya asesinado al más grande de sus hij
os, ha dividido en dos partes, con aquella sangre, la historia del mundo, y esta
raza de deicidas es la más infame, pero en cierto modo la más sagrada de todas las
gentes.
LOS PROFETAS
Ningún pueblo fue advertido como el Hebreo. Ninguno tuvo tantos despertadores y ad
monitores. Desde el principio de su Reino temporal hasta el desmembramiento; en
los grandes días de los reyes victoriosos, los dolorosos días del destierro, en los
tristes días de esclavitud, en el día siniestro de la dispersión. La India tuvo Asceta
s que se escondían en los bosques para vencer al cuerpo y anegar el espíritu en infi
nito; la China, Sabios familiares, plácidos abuelos que enseñaban cívicas moralidades
a los campesinos y a los Emperadores; Grecia, Filósofos que a la sombra de los pórti
cos fabricaban sistemas armoniosos o trampas dialécticas; Roma, Legistas que regis
traron en el bronce, para los pueblos y los siglos, reglas de justicia para quie
n manda y para quien posee; la Edad Media, Predicadores que se afanaron en sacud
ir a la cristiandad soñolienta con el recuerdo de la Pasión y el terror del Infierno
; el pueblo Hebreo tuvo Profetas. El Profeta no hace de adivino en los antros y
echa por la boca babas y palabras desde los trípodes. Habla de lo Futuro pero no s
olo de lo Futuro. Revela las cosas no sucedidas todavía, pero recuerda también las p
asadas. El tiempo es suyo en los tres momentos: descifra el pasado, ilumina el
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presente, amenaza con el porvenir. El Profeta Hebreo es una voz que habla o una
mano que escribe. Una voz que habla en el palacio de los Reyes y en las grutas d
e las montañas, en las escalinatas del Templo y en las plazas de la capital. Es un
a plegaria que ruega, una voz que amenaza, una amenaza que rebosa de divina espe
ranza. Su corazón se deshace de aflicción, su boca está llena de amargura, su brazo se
alza para mostrar el castigo; sufre por su pueblo, le llena de reproches porque
le ama; le anuncia los castigos para que se purifique y más allá de los estragos y
del fuego enseña la resurrección y la vida, el triunfo y la bienaventuranza, el Rein
o del nuevo David y el Pacto que ya no se romperá. El Profeta conduce a los idólatra
s al verdadero Dios; les recuerda a los traidores los juramentos; a los malos, l
a caridad; a los corrompidos, la pureza; a los feroces, la misericordia; a los R
eyes, la justicia; a los rebeldes, la obediencia, a los pecadores, la pena; a lo
s orgulloso la humillación. Va ante el Rey y le reprocha, desciende hasta la hez d
el pueblo y la corrige; se acerca a los sacerdotes y los reprende; se presenta a
los ricos y los recrimina. Anuncia a los pobres la consolación; a los afligidos,
la recompensa; a los llagados, la salud; a plebe esclava, la liberación; al pueblo
humillado, el advenimiento del Vencedor. No es Rey, Príncipe, Sacerdote ni Escrib
a; es sólo un hombre; un hombre sin armas y sin riquezas; sin investiduras y sin s
ecuaces; es una voz solitaria que habla; una voz afanosa que se lamenta; una voz
poderosa que grita y afrenta; una voz que llama a penitencia y promete eternida
d. El Profeta no es filósofo; poco le importa que el mundo esté hecho de agua o de f
uego si el agua y el fuego no bastan para hacer mejores las almas de los hombres
. Poeta, pero sin quererlo y saberlo, cuando el colmo de la indignación o del espl
endor de los sueños ponen en su boca imágenes fuertes que los retóricos no sabrán invent
ar nunca; no es Sacerdote, porque no ha sido ungido en el Templo; no es Rey, por
que no manda a los armados y tiene como espada únicamente la palabra que viene de
lo alto; no es
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Soldado, pero está dispuesto morir por Dios y su nación. El Profeta es una voz que h
abla en nombre de Dios una mano que escribe al dictado de Dios; un mensaje manda
do por Dios para avisar a quien ha perdido el camino, a quien se ha olvidado de
la alianza; a quien no hace buena guardia. Es el secretario, el intérprete y el en
viado de Dios; es, pues, superior al Rey que no obedece a Dios, al Sacerdote que
no entiende a Dios, al Filósofo que niega a Dios, al Pueblo que ha dejado a Dios
para correr tras de los ídolos de madera y de piedra. El Profeta es el que ve, con
el corazón turbado pero con ojo limpio, el mal que reina hoy, el castigo que vend
rá mañana, el reino feliz que sucederá al castigo y a la penitencia. Es la voz de quie
n no puede hablar, la mano de quien no sabe escribir, el defensor del pueblo ext
raviado y vejado, el abogado de los pobres, el vengador del humilde que llora ba
jo el pie del poderoso. No está de parte de quien tiraniza; sino de quien es pisot
eado; no va con los ahítos y los avaros, sino con los hambrientos y los miserables
. Voz molesta, voz importuna e insistente; odiado por los grandes, mal visto por
la chusma, no siempre comprendido tampoco por los discípulos. Como hiena que sien
te de lejos el hedor de las carroñas, como cuervo que grazna siempre el mismo vers
o, como lobo que aúlla de hambre en los montes, el Profeta, cuando recorre los cam
inos de Israel, va seguido por la sospecha y la maldición. Únicamente los pobres y l
os oprimidos le bendicen; pero los pobres son débiles y los oprimidos no saben más q
ue escucharle en silencio. Como todos aquellos que dicen con voz fuerte la verda
d, que turban la tranquilidad de los durmientes y rompen la vil paz de los amos,
es arrojado como un leproso y perseguido como un enemigo. Los Reyes lo toleran
apenas; los sacerdotes le hostilizan; los ricos le detestan. Elías tiene que huir
ante la ira de Jezabel, que condena a muerte a los
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Profetas; Amós es desterrado por Amasias, Sacerdote de Betel, fuera de Israel; Uri
as es muerto por orden del Rey Joaquín; Isaías es muerto por orden de Manasés; Zacarías
es degollado entre el templo y el Altar; Jonás es arrojado al mar; y está dispuesta
la espada que decapitará a Juan y la cruz de la que penderá Jesús. El Profeta es un Ac
usador, pero los hombres no se confiesan culpables; es un Intercesor, pero los c
iegos no quieren que el Iluminado les alargue la mano; es un Anunciador, pero lo
s sordos no oyen sus promesas; es un Salvador, pero los moribundos putrefactos s
e gozan en su podredumbre y rehúsan el ser salvados. Con todo, la palabra de los P
rofetas será la que dará perpetuo testimonio en favor de este pueblo que los extermi
na, pero que es capaz de engendrarlos; y la muerte de un Profeta, que es más que t
odos los Profetas, bastará para expiar los delitos de todos los demás pueblos que go
zan en el cieno de la tierra.
EL QUE HA DE VENIR
En la casa de Nazareth, Jesús medita en los Mandamientos de la Ley, en los Profeta
s, en las palabras de llanto y de fuego de los Profetas, y en ellas lee su misión.
Las promesas son insistentes como golpes a puertas que no responden: repetidas,
replicadas, reiteradas, jamás desmentidas ni borradas, siempre confirmadas y conv
alidadas. De una precisión tremenda, de una minuciosidad que espanta, casi histori
a anticipada y testimonio irrecusable. Cuando Jesús, al entrar en los treinta años,
se presenta a los hombres como Hijo de Dios, sabe lo que le espera hasta el fin;
su vida próxima está ya señalada día por día en páginas escritas antes de su nacimiento te
restre.
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Sabe que Dios ha prometido a Moisés un Nuevo Profeta: "Un Profeta haré que nazca en
medio de sus hermanos semejante a ti, y en su boca pondré mis palabras y les trans
mitirá todo cuanto le mande". Porque Dios hará con su pueblo la Nueva Alianza. "Alia
nza no como la que contraje con sus padres ... sino que imprimiré mi Ley en sus en
trañas y la escribiré en sus corazones ... Perdonaré sus iniquidades y no guardaré memor
ia de sus pecados". Alianza grabada en el alma y no sobre la piedra; Alianza de
perdón y no de castigo. Y el Mesías tendrá un Precursor que le anunciará: "He aquí que yo
mando a mi Ángel, el cual preparará el camino delante de mí". "Un niño nos ha nacido — dic
e Isaías — y se llama de nombre el Admirable, el Consejero, el Fuerte, el Padre del
Futuro Siglo, el Príncipe de la Paz". Pero las gentes estarán ciegas ante Él y no le e
scucharán. "Insensibiliza el corazón de este pueblo, endurece sus oídos y tápale los ojo
s, para que no vea con sus ojos, y no oiga con sus oídos, y no se convierta ni sea
curado". "Y será ... piedra de tropiezo y piedra de escándalo para las dos casas de
Israel y lazo y ruina para los habitantes de Jerusalén" . No intentará hacerse gran
de ni vivir con pompa; no vendrá como triunfador orgulloso. "Alégrate, hija de Sión, e
xulta hija de Jerusalén. He aquí que viene tu Rey, Rey justo y Salvador; es pobre y
cabalga en una pollina y en un jumentillo". Traerá la justicia y levantará a los inf
elices. "El Señor me ha ungido para que anunciase a los mansos la Buena Nueva, me
ha mandado para curar a los que tienen el corazón despedazado, a predicar la reden
ción a los esclavos y a los encarcelados la libertad. . ., para que consolase a to
dos los que lloran". "Los mansos se alegrarán cada día más. . . y los pobres saltarán de
gozo porque el sojuzgador es abatido, el escarnecedor es consumido y son exterm
inados todos aquellos que velaban para hacer el mal". "Entonces se abrirán los ojo
s de los ciegos y las orejas de los sordos. . . ; entonces el cojo saltará como un
cervato y se les soltará la lengua a los mudos". "Yo, el Señor, te he llamado por a
mor de la justicia. . . a fin de que abrieses los ojos de los ciegos y sacases d
e la cárcel a los presos y de la estancia de la prisión a
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los que yacían en las tinieblas". Pero será vilipendiado y torturado por aquellos mi
smos que viene a salvar. "No tiene belleza ni esplendor, y le hemos visto y noer
a hermoso a la vista y no tuvimos inclinación por él”. Despreciado, es el ínfimo de los
hombres; Varón de dolores y que conoce el sufrir. “Y su rostro estaba casi oculto y
era ultrajado y nosotros no hacíamos cuenta de ello. Verdaderamente, ha tomado nue
stros males sobre sí y ha llevado nuestros dolores y lo hemos reputado como a lepr
oso, y como flagelado por Dios y humillado. Pero ha sido traspasado por causa de
nuestras iniquidades y quebrantado por nuestras maldades. El castigo, causa de
nuestra paz, cae sobre él, y por sus llagas nosotros somos sanos. Todos hemos sido
ovejas errantes; cada cual se perdió por un camino, y el Señor puso sobre él las iniq
uidades de todos nosotros. Ha sido ofrecido porque ha querido, y no ha abierto s
u boca; como oveja será llevado a la muerte, y como un cordero permanece mudo ante
quien lo esquila: así él no abrirá su boca... Ha sido arrancado de la tierra de los v
ivos; por las maldades de mi pueblo lo he herido. Y el Señor quiso consumarlo en l
os padecimientos; pero cuando dé su vida como hostia por el pecado, verá una descend
encia de larga duración y la voluntad del Señor se cumplirá por medio de É1. Por cuanto
sufrió su alma. . ., con su doctrina libertará a muchos y tomará sobre sí todas sus iniq
uidades". No retrocederá ante los más atroces insultos: "He dado mí cuerpo a aquellos
que me golpeaban y mis mejillas a aquellos que me mesaban la barba; no he escond
ido mi rostro a los que me escarnecían y escupían". Todos le serán contrarios en la ho
ra suprema: "Han hablado contra mí con lengua mentirosa, y con discursos que trasc
ienden a mala voluntad me han reconvenido e impugnado sin razón. En lugar de amarm
e, fuéronme enemigos. Y me devolvieron mal por bien y odio por amor". "Te son cono
cidos — clama el Hijo del Padre — los oprobios que sufro y mi confusión y mi ignominia
. . . y esperé a quien compartiese mí tristeza, y no lo hubo; y a quien me trajese
consolación, y no lo hallé. Y me dieron hiel por comida, y en mi ser me abrevaron co
n vinagre".
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Y, finalmente, le clavarán y se repartirán sus vestiduras: "Una manada de perros se
me ha puesto en derredor; una turba de maliciosos me ha asediado. Han agujereado
mis manos y mis pies. . . Y me miraban, consideraban. Se repartieron mis vestid
os y echaron suerte mi túnica". Se darán cuenta demasiado tarde lo que han hecho, "y
volverán la mirada al que han taladrado y lo llorarán como puede llorarse a un hijo
único, y llevarán por él el duelo que se hace a la muerte de un primogénito". "Y le ado
rarán todos los Reye de la tierra y las gentes todas serán sus siervos. Porque él libe
rtará al pobre del poderoso, y salvará las almas de los pobres". "Y vendrán a inclinar
se a ti los hijos de aquellos que te humillaron y adorarán las huellas de tus pies
los que te insultaban". "La tierra estará envuelta en tinieblas y en oscuridad la
s naciones; pero en ti Israel, nacerá el Señor y su gloria se verá en ti. Y a tu luz c
aminarán las gentes y los Reyes al esplendor de tu aurora. Alza en derredor tu vis
ta y mira: todos éstos se han reunido para venir a ti; de lejos vendrán tu hijos y t
e nacerán hijas de todos lados". "Le he dado, por testigo a los pueblos, por guía y
por maestro a las naciones . . . y las gentes que no te conocían correrán, a ti, Isr
ael, por amor del Señor tu Dios". Estas y otras palabras recuerda Jesús en la víspera
de su partida. Lo sabe todo y no se niega; conoce ya 1a suerte que le espera, la
ingratitud de los corazones, la sordidez de los amigos, el odio de los poderoso
s, los golpes, los salivazos, los insultos, las mofas, los desprecio y los ultra
jes, los clavos de las manos y de los pies, los tormentos y la muerte; conoce la
s espantosas prueba del Varón de los Dolores y, con todo, no se echa atrás Sabe que
los hebreos, carnales, materiales, mundanos, saciados de humillaciones, llenos d
e rencores y malos pensamientos, no esperan un Mesías pobre, odiado, manso. Todos
sueñan, aparte de los videntes y los anunciadores, con un Mesías terrestre; un Rey a
rmado, un segundo David, un guerrero que haga estragos en el enemigo, que vierta
verdadera sangre, la sangre roja de los enemigos, y haga resurgir más espléndido el
palacio de Salomón y el templo de Salomón, y a quien todos los Reyes sean tributari
os,
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no con tributo de amor y veneración, sino de pesado oro y dinero contante, y que e
ste rey terrestre de la tierra presente, se vengue de todos los enemigos de Isra
el, de todos cuantos hicieron sufrir a Israel, que tuvieron en esclavitud al pue
blo de Israel, y que los esclavos sean amos y los dominadores se conviertan en s
iervos, y que todos los países del mundo tengan su capital en Jerusalén, y que los r
eyes de corona se inclinen ante el trono del nuevo rey de Israel, y que los camp
os de Israel sean más fértiles que todos los demás, y los pastos más copiosos, y los reb
años se multipliquen sin fin, y el trigo y la cebada se sieguen dos veces al año, y
las espigas estén más colmadas de grano que en el pasado, y dos hombres no basten pa
ra resistir el peso de un solo racimo de uvas, y no haya odres bastantes para co
ntener el vino nuevo, ni orzas para el aceite, y se halle la miel en los huecos
de los árboles y en los cercos de los caminos, y las ramas de los árboles se tronche
n al peso de la fruta, y las frutas sean como nunca pulposas y dulces. Esto es l
o que esperan los hebreos carnales y terrestres que viven en torno de Jesús. Y él sa
be que no les dará aquello que buscan; que él no será el guerrero victorioso y el rey
soberbio que se alza sobre los reyes sometidos. Sabe que su reino no es de este
mundo; y no podrá ofrecer más que un poco de pan, toda su sangre y todo su amor. Y n
o creerán en él, y lo atormentarán y matarán como a un falsario y charlatán. É1 sabe todo e
to; lo sabe como si lo hubiese visto ya con sus ojos y sufrido con su cuerpo y c
on su alma. Pero sabe también que la semilla de su palabra, arrojada en tierra ent
re los cardos y las espinas, pisoteada por los pies de los asesinos, despuntará en
la primera primavera, germinará poco a poco, crecerá al principio como arbusto bati
do por el viento y se convertirá, por fin, en árbol que extenderá sus ramas hacia el c
ielo y cubrirá la tierra, y todos los hombres podrán sentarse a su sombra para recor
dar la muerte de quien lo sembró.
EL PROFETA DE FUEGO
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Mientras Jesús, en el taller de Nazareth, manejaba el hacha y la escuadra, una Voz
se había elevado del Desierto, hacia el Jordán y el mar Muerto. El último de los Prof
etas, Juan el Bautista, llamaba a los Judíos a penitencia, anunciaba la proximidad
del Reino de los Cielos, predecía la próxima llegada del Mesías, reprendía a los pecado
res que acudían a él y los sumergía en el río para que aquel lavado externo fuese como u
n principio de la purificación interior. En aquella turbulenta edad herodiana, la
antigua Judea, profanada por los usurpadores Idumeos, contaminada por las infilt
raciones helenistas, despreciada por la soldadesca romana; sin rey, sin unidad,
sin gloria, medio dispersa ya por el mundo, traicionada por sus mismos sacerdote
s, añorando siempre la grandeza del reino terrestre de hacia mil años, obstinada en
esperar una gran venganza, un retorno de la victoria, un triunfo de su Dios, en
el advenimiento de un Libertador, de un Ungido que debería reinar en una Jerusalén más
fuerte y bella que la de Salomón y desde Jerusalén dominar a todas las gentes, venc
er a todos los monarcas y llevar la felicidad a su nación y a todos los hombres; l
a antigua Judea, descontenta de sus amos, oprimida por los publicanos, aburrida
por los Escribas mercenarios y por los Fariseos hipócritas; la antigua Judea divid
ida, humillada, puesta a saco, y con todo, pese a todas las vergüenzas, llena de f
e en lo futuro, prestaba de buena gana oído a la Voz del Desierto, acudía a las oril
las del Jordán. La figura de Juan era a propósito para conquistar las imaginaciones.
Hijo de la vejez y del milagro, fue consagrado desde su nacimiento a ser Nazare
o, esto es, puro; y nunca se había cortado el cabello, nunca había bebido vino ni si
dra, nunca había tocado mujer ni conocido otro amor que el de Dios. Pronto, joven
todavía, había salido de la casa de los viejos y escondidos en el
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Desierto. Allí vivía hacía muchos años, solo, sin casa, sin tienda, sin criados, sin nad
a suyo fuera de lo que llevaba encima. Envuelto en una piel de camello, ceñida por
un cinturón de cuero; alto, adusto, huesudo, quemado del sol, peludo el pecho, la
cabellera larga cayéndole por las espaldas, la barba cubriéndole casi el rostro, de
jaba asomar, bajo las cejas selvosas, dos pupilas relampagueantes e hirientes, c
uando de la escondida boca brotaban las grandes palabras de maldición. Este magnétic
o habitante de las selvas, solitario como un yoghi, que despreciaba los placeres
como un estoico, aparecía a los ojos de los bautizados como la última esperanza de
un pueblo desesperado. Había llegado a su año trigésimo: la edad justa y destinada. An
tes de los treinta años el hombre es como un esbozo, una aproximación; los sentimien
tos comunes, los amores de todos le suelen dominar; no conoce bien a los hombres
y, por tanto, no suele amarlos con ese dulce amor de piedad con que deben ser a
mados; y si no los conoce y no los sabe amar, no tiene derecho de hablarles con
entera autoridad ni poder para hacerse escuchar debidamente. Juan, quemado su cu
erpo por el sol del Desierto, quemada su alma por el deseo del Reino, es el anun
ciador del Fuego. Ve en el Mesías que va a llegar al señor de la Llama. El nuevo Rey
será justiciero Labrador: el árbol que no dé buen fruto será cortado y arrojado al Fueg
o; aventará el grano en la era y quemará la paja y el tema con Fuego inextinguible.
Será un bautista que bautizará con Fuego. Rígido, airado, áspero, como erizado de púas, pr
onto al anatema, impaciente y apremiante, Juan no acaricia a los que se acercan
a él, aunque pudiese gloriarse de haberlos traído hasta allí. Y cuando vienen a bautiz
arse Fariseos y Saduceos, hombres notables, doctos en las escrituras, reputados
entre el vulgo, acreditados en el tiempo, los apostrofa más que a los otros. "Raza
de víboras, ¿quién os ha enseñado a huir la ira que os amenaza? Haced, pues, fruto dign
o de penitencia y no queráis decir dentro de
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Giovanni Papini - Historia de Cristo
vosotros: tenemos a Abraham por padre: yo os digo que de estas mismas piedras pu
ede Dios suscitar hijos a Abraham". Vosotros, que os encerráis en las casas de pie
dra como las víboras se esconden entre los cantos; vosotros, Fariseos y Saduceos,
sois más duros que la piedra; vuestro intelecto está petrificado en la letra de la l
ey y en los ritos; está petrificado vuestro corazón egoísta; al hambriento que os pidió
pan le pusisteis en la mano una piedra; y arrojasteis la piedra a quien había peca
do menos que vosotros; vosotros, Fariseos y Saduceos, sois estatuas orgullosas d
e piedra que únicamente el Fuego podrá vencer, porque el agua no hace más que correr p
or encima y luego se seca. Pero aquel Dios que de tierra hizo con sus manos a Adán
, puede hacer de los guijarros del río, de las piedras del camino, de los cantos d
e la roca, otros hombres, otros seres, otros hijos suyos; puede trocar el pedern
al en carne y alma mientras vosotros habéis trocado el alma y la carne en pedernal
. No basta, pues, bañarse en el Jordán. La ablución es saludable, pero no es sino un p
rincipio; haced lo contrario de lo que habéis hecho hasta aquí porque sí no seréis reduc
idos a ceniza por Aquel que bautizará con Fuego. Entonces las gentes le interrogab
an: — ¿Qué debemos hacer? Y les respondía: — Quien tenga dos vestidos, dé uno a quien no lo
tenga, y quien tenga que comer haga otro tanto. También fueron publicanos a que lo
s bautizase y le dijeron: — Maestro, ¿qué haremos nosotros? Y les dijo:
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Giovanni Papini - Historia de Cristo
— No exijáis más de cuanto os ha sido tasado. Los soldados, a su vez, le interrogaron:
— Y nosotros, ¿qué hemos de hacer? Y les dijo: — No hagáis extorsiones, no calumniéis y co
tentaos con vuestras pagas. Juan, tan majestuoso y casi sobrehumano cuando anunc
ia la terrible elección entre los Buenos y los Malos, apenas desciende a lo partic
ular, dijérase que se hace vulgar. No sabe aconsejar más que la limosna: el donativo
de lo sobrante, de aquello sin lo cual se puede uno quedar. A los publicanos no
les pide más que la estricta justicia: tomen lo que es razonable y nada más. A los
soldados, gente feroz y ladrona, no les recomienda sino discreción: contentaos con
vuestro salario y no robéis. Estamos en pleno mosaísmo; Amós e Isaías, mucho antes que él
, habían ido más lejos. Ya es tiempo que el Acusador del Mar Muerto ceda el puerto a
l Libertador del Mar de Tiberíades. Triste suerte la de los Precursores, que saben
pero que no verán; que llegarán hasta las orillas del Jordán, pero no gozarán la tierra
prometida; que allanarán el camino del que marcha detrás de ellos, pero que se les
adelantará; que prepararán el trono y no se sentarán en él; servidores de un amo a quien
muchas veces no ven el rostro. Tal vez la dureza de Juan se explica mejor con e
sta conciencia suya de ser un simple embajador y nada más; conciencia que no llega
ba a la envidia, pero que dejaba un sedimento de tristeza en su misma humildad.
Fueron de Jerusalén a preguntarle quién era
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— ¿Eres Elías? — No — ¿Eres el Profeta? — No — ¿Eres el Cristo? — No Yo soy la voz del que
el Desierto Después de mí vendrá uno a quien no soy digno de desatar las correas de la
s sandalias En Nazareth, entretanto, un Obrero desconocido se ataba las sandalia
s con sus manos para ir al Desierto donde tronaba la voz que por tres veces había
contestado que no.
LA VIGILIA
Juan llama a los pecadores para que se laven en el río antes de hacer penitencia.
Jesús se presenta a Juan para que le bautice: ¿se confiesa, pues, pecador? Los texto
s parecen explícitos. El Profeta "predicaba el bautismo de penitencia en remisión de
los pecados". Quien iba a él se reconocía pecador; quien va a lavarse se siente suc
io.
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El no saberse nada de la vida de Jesús de los doce a los treinta — los años precisamen
te de la adolescencia viciable, de la juventud acalorada y fantaseadora — ha hecho
pensar a algunos si en ese tiempo habría sido, o se consideraría al menos por tal,
pecador como los demás. Lo que sabemos de los tres años que le quedan que vivir — los
más iluminados por la palabra de los cuatro evangelistas, porque de los muertos se
recuerdan mejor los últimos días y conversaciones —, no da ningún indicio de esta presu
nta inserción de la Culpa entre la Inocencia del principio y la Gloria del fin. En
Cristo no existen ni siquiera apariencias de conversión. Sus primeras palabras ti
enen el mismo acento que las últimas: el manantial del que proceden es claro desde
el primer día; no hay fondo turbio, ni pozo de malos sedimentos. Empieza seguro,
franco, absoluto; con la autoridad reconocible de la pureza; se siente que no ha
dejado nada oscuro tras de sí; su voz es alta, libre, franca, un canto melodioso
que no procede del mal vino de los placeres ni de la roca de los arrepentimiento
s. La limpidez de su mirada, de su sonrisa y de su pensamiento no es la serenida
d posterior a las nubes del temporal o la incierta blancura del alba que vence l
entamente las sombras malignas de la noche. Es la limpidez de quien sólo una vez h
a nacido, y ha permanecido niño aun en la madurez; la limpidez, la transparencia,
la tranquilidad, la paz de un día que terminará en la noche, pero que no se ha oscur
ecido antes; día constante e igual, infancia intacta que nunca se empañará. Va entre l
os impuros con la sencillez del puro; entre los pecadores, con la fuerza del ino
cente; entre los enfermos, con la franqueza del sano. El convertido está siempre,
en el fondo del alma, un poco turbado. Una sola gota amarga que haya quedado, un
a sombra ligera de inmundicia, un conato de pena, un trasvolar ligero de tentación
bastan para sumirlo de nuevo en espasmos. Le queda siempre la sospecha de no ha
berse despojado hasta la
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última piel del hombre viejo, de no haber destruido, sino adormecido tan sólo, al Ot
ro que en su cuerpo habitaba: ha pagado, ha soportado, ha sufrido tanto por su s
alud, y le parece un bien tan precioso, pero tan frágil, que siempre tiene miedo d
e ponerla en peligro, de perderla. No huye de los pecadores, pero se les acerca
con un sentimiento de involuntario espanto; con el temor, a veces ni confesado s
iquiera, de un nuevo contagio; con la sospecha de que el ver de nuevo el fango e
n que él también se complacía, le renueve demasiado atrozmente el recuerdo, irresistib
le ya, de la vergüenza y suscite en él la desesperación de la salvación postrera. Quien
ha sido criado, no suele ser, una vez señor, afable con los criados; quien ha sido
pobre no es, de rico, generoso con los pobres; quien ha sido pecador no siempre
es, después de la penitencia, amigo de los pecadores. Ese resto de soberbia que s
e esconde a veces hasta en el corazón de los santos, mezcla a la piedad con una le
vadura de desprecio: ¿por qué no hacen lo que ellos han sabido hacer? El camino para
ascender está abierto a todos, incluso a los más manchados y encallecidos; grande e
s el premio: ¿por qué permanecen allá abajo, hundidos en el ciego infierno? Y cuando e
l convertido habla a sus hermanos para convertirlos, no puede menos de recordar
su experiencia, su caída, su liberación. Se siente inclinado, acaso más por deseo de e
ficacia que por orgullo, a ofrecerse como ejemplo vivo y presente de la gracia,
como testigo verídico de la dulzura de la salud. Se puede renegar del pasado, pero
no destruirlo del todo: vuelve a salir, aun inconscientemente, en los mismos ho
mbres que vuelven a empezar la vida con el segundo nacimiento de la penitencia.
En Jesús ese supuesto pasado de convertido no se ve retoñar nunca, en ninguna forma;
no se advierte ni siquiera por alusión o supuesto; no es reconocible en el menor
de sus actos, en la más oscura de sus palabras. Su amor por los pecadores no tiene
nada del impetuoso ardor del arrepentido que quiere hacer prosélitos. Amor espontán
eo, no de deber. Ternura de
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hermano, exenta de reproches. Fraternidad espontánea de amigo que no tiene que ven
cer repugnancias. Atracción hacia el impuro, del puro que no teme ensuciarse y sab
e que puede limpiar. Amor desinteresado. Amor de los santos en los momentos supr
emos de santidad. Amor que hace que todos los demás amores parezcan vulgares. Amor
que después se ha vuelto a hallar únicamente en memoria o por imitación de aquel amor
. Amor que se llamará cristiano y nunca con otras palabras. Amor divino. Amor de J
esús. Amor. Jesús andaba entre pecadores, pero no era pecador. Iba a bañarse en el agu
a corriente bajo la mirada de Juan, pero no tenía manchas dentro de sí. El alma de J
esús era la de un niño de tal manera niño, que sobrepujaba a los sabios en sabiduría y a
los santos en santidad. Nada del rigorismo del puritano o del temblor del náufrag
o salido trabajosamente a la orilla. Pueden parecerles pecados a los sutilizador
es escrupulosos las inobservancias involuntarias de alguno de los seiscientos ma
ndamientos de la Ley. Pero Jesús no era fariseo ni maníaco. Sabía lo que era pecado y
lo que estaba bien y no perdía el espíritu en los laberintos de la letra. Conocía la v
ida; no rehusaba la vida, que más que un bien, es condición de todos los bienes. Él co
mer y el beber no eran el mal; como tampoco el mirar el mundo; ni el mirar bonda
dosamente al ladrón apostado en la sombra, ni el compadecerse de la pobre mujer qu
e se ha pintado los labios para cubrir la baba de besos no cedidos. Y con todo,
Jesús va, entre la turba de pecadores, a sumergirse en el Jordán. El misterio no es
misterioso para quien no vea en el rito renovado por Juan solamente el sentido más
familiar. El caso de Jesús es único. El Bautismo de Jesús es igual en apariencia al d
e los demás; pero se justifica por otros caminos. El Bautismo no es sólo la purgación
de la carne como símbolo de la voluntad de purgar el alma, recuerdo de la primitiv
a analogía del agua que hace desaparecer las manchas materiales y puede significar
la purificación de las manchas
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espirituales. Esta metáfora física, útil en el simbolismo vulgar, ceremonia necesaria
a los ojos carnales de los más, que tienen necesidad de un apoyo material para cre
er en lo que no es material, no estaba hecha para Jesús. Él ha ido a Juan para que s
e cumpliese la profecía del Precursor: el arrodillarse ante el Profeta del Fuego e
s el reconocimiento de éste, que ha sido embajador leal, que ha cumplido con su de
ber, que puede decir ya que ha hecho su obra. Jesús, sometiéndose a este rito, da re
almente a Juan la legítima investidura de Precursor. Si en el Bautismo de Jesús se q
uisiera ver una segunda significación, se podría tal vez recordar que la inmersión en
el agua es la supervivencia de un sacrificio humano. Los pueblos antiguos acostu
mbraron durante siglos matar a los enemigos o a algunos de sus mismos hermanos c
omo ofrenda a las divinidades airadas, para expiar algún grave delito del pueblo o
para obtener una gracia extraordinaria, una salvación que parecía desesperada. Los
Hebreos habían destinado a Jehová la vida de los primogénitos: en tiempos de Abraham e
l uso fue abolido por orden de Dios; pero no sin desobediencias posteriores. Se
mataba a las víctimas destinadas de varias maneras: entre ellas, en anegamiento. E
n Curio de Chipre, en Terracina, en Marsella, en tiempos históricos ya, se arrojab
a todos los años un hombre al mar, y la víctima era considerada como salvador de sus
conciudadanos. El Bautismo era recuerdo del anegamiento ritual, y como esta ofr
enda propiciatoria al agua se creía benéfica para los sacrificadores y meritoria par
a la víctima, era breve el paso que había que dar para considerarla como el principi
o de una nueva vida, de una resurrección: aquel a quien se sumergía en el agua moría p
or la salvación de todos y era digno de revivir. El Bautismo, aun después de haberse
olvidado este origen feroz, subsistió como símbolo del renacimiento. Jesús iba a come
nzar entonces precisamente una nueva época de su vida; es decir, su verdadera vida
. Sumergirse en el agua atestiguaba la voluntad de
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morir; pero al mismo tiempo la certidumbre de resucitar. No baja al río para lavar
se, sino para significar su muerte y su consiguiente resurrección.
EL DESIERTO
Apenas salido del agua, Jesús va al Desierto; de la Multitud a la Soledad. Había est
ado hasta entonces entre las aguas y los campos de Galilea, y las encespedadas o
rillas del Jordán; ahora va a los montes pedregosos, donde no nace fuente, donde n
o espiga grano, donde únicamente crecen reptiles y espinos. Había estado hasta enton
ces entre los braceros de Nazareth, entre los penitentes de Juan; ahora va a los
montes solitarios, donde no se ven rostros ni se oyen voces humanas. El hombre
nuevo pone por medio, entre sí y aquéllos, el Destierro. La soledad es un sacrificio
tanto más meritorio cuanto más doloroso. La soledad, para los ricos de alma, es Pre
mio y no Expiación. Una antevíspera del bien cierto, una creación de la belleza interi
or, una libre reconciliación con todos los ausentes. Únicamente en la soledad vivimo
s con nuestros semejantes: con aquellos que en la soledad hallaron los magnánimos
pensamientos que nos consuelan de los bienes que abandonamos. No puede soportar
la Soledad el mediocre, el pequeño. El que no tiene nada que ofrecer. Quien tiene
miedo de sí y de su vacío. El que vive de continuo en la soledad del propio espíritu,
desolado desierto interior donde no crecen sino las hierbas venenosas de los par
ajes incultos. El inquieto, el aburrido,
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el acobardado, cuando no puede olvidarse en los demás, aturdirse en las palabras a
jenas, engañarse en la vida ficticia de los que se engañan en él al mismo tiempo que él
en ellos. El que no sabe vivir sin mezclarse, átomo pasivo, a los arroyos que vier
ten todas las mañanas las cloacas de la ciudad. Jesús ha estado entre los hombres y
volverá entre los hombres porque los ama. Pero frecuentemente se esconderá para esta
r solo, lejos aun de los discípulos. Para amar mejor a los hombres es menester aba
ndonarlos de cuando en cuando. Lejos de ellos nos acercamos a ellos. El pequeño re
cuerda únicamente el mal que le han hecho; su noche está agitada por el rencor y su
boca atosigada por la ira. El grande no recuerda sino el bien y en gracia a aque
l poco bien, olvida el mal recibido. Hasta lo que no fue perdonado en el acto, s
e borra del corazón. Y vuelve entre sus hermanos con el amor de antes. Para Jesús, e
stos Cuarenta días de soledad son la última preparación. Durante Cuarenta años el Pueblo
Hebreo — figuración profética, en este punto, de Cristo — hubo de errar por el Desierto
antes de entrar en el Reino prometido por Dios; durante Cuarenta días hubo de per
manecer Moisés junto a Dios para escuchar sus leyes; durante Cuarenta días hubo de c
aminar Elías por el Desierto para huir la venganza de la mala reina. También el nuev
o libertador ha de esperar cuarenta días antes de anunciar el nuevo Reino Prometid
o y permanecer a solas con Dios cuarenta días para recibir de Él las supremas inspir
aciones. Pero no estará solo completamente. Están con él las Fieras y los Ángeles. Los s
eres inferiores al hombre y los seres superiores al hombre; los que le arrastran
y los que le elevan; los seres todo materia y los seres todo espíritu. El hombre
es una Bestia que ha de convertirse en Ángel. Si la Bestia prevalece, el hombre ca
e por bajo de las Bestias, porque pone su entendimiento al servicio de la bestia
lidad; si el Ángel triunfa, el hombre le
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iguala, y en vez de ser simple soldado de Dios, participa en cierto modo de la m
isma Divinidad. Pero el Ángel caído, condenado a tomar forma de Bestia, es el enemig
o encarnizado y tenaz de los hombres que se angelizan y quieren subir a la altur
a de la que él fue arrojado Jesús es el enemigo del mundo de la vida bestial de la m
ayoría. Ha venido para que las Bestias se conviertan en hombres y los hombres en Áng
eles. Ha nacido para cambiar el Mundo y para vencerlo. Es decir, para combatir a
l Rey del Mundo, al Adversario de Dios y de los hombres, al maligno, al burlador
, al seductor. Ha nacido para arrojar a Satanás de la tierra, como el Padre lo arr
ojó del Cielo. Y Satanás, al cabo de los Cuarenta días, llega al Desierto para tentar
a su enemigo. La necesidad de llenar todos los días el propio saco es el primer es
tigma de la servidumbre a la materia, y Jesús quería vencer también a la materia. Cuan
do esté entre los hombres comerá y beberá para hacer compañía a sus amigos, y también porqu
se debe dar al cuerpo lo que, según ley, le pertenece, y, en fin, por visible pro
testa contra los hipócritas ayunos de los Fariseos. Uno de los últimos actos de la m
isión de Jesús será una Cena; pero el primero, después del Bautismo, un Ayuno. Ahora que
está solo y no humilla a los compañeros de la vida sencilla ni puede ser confundido
con los pietistas, se olvida de comer. Pero al cabo de Cuarenta días tuvo hambre.
Satanás esperaba, achatado e invisible, aquel momento. Si la Materia quiere Mater
ia, le quedaba una esperanza. Y el Adversario habla — Si eres hijo de Dios, di que
estas piedras se conviertan en panes. La respuesta está pronta: — No sólo de pan vive
el hombre, sino de toda palabra de Dios.
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Satanás no se da por vencido y desde la cima de un monte le muestra los reinos de
la tierra: — Yo te daré todo este poder y la gloria de aquellos, porque a mí me han si
do dados y los doy a quien quiero Si te inclinas ante mí, todo será tuyo. Y Jesús resp
onde: — Atrás, Satanás, que está escrito: Adorarás al Señor tu Dios y a Él solo servirás. E
es Satanás le lleva a Jerusalén y le sube al pináculo del Templo: — Si eres hijo de Dios
, échate de aquí abajo. Pero Jesús, al punto: — Se ha dicho: No tentarás al Señor tu Dios.
Acabadas así las tentaciones — sigue Lucas — el diablo se alejó de él durante algún tiempo”
eremos también su vuelta y su última tentativa. Este diálogo ternario no parece, a pri
mera vista, más que un peloteo de textos de la Escritura. Satanás y Jesús no hablan co
n palabras propias, sino que compiten en lanzarse mutuamente las de los Libros.
Semeja una contienda teológica: es, por el contrario, la primera Parábola, más que hab
lada, representada, del Evangelio. No es maravilla que Satanás haya acudido con la
absurda esperanza de hacer caer a Jesús. Tampoco es maravilla que Jesús sea sometid
o, en cuanto hombre, a la tentación. Satanás no tienta más que a los grandes y a los p
uros. A los demás no tiene necesidad siquiera de susurrarles una palabra de invita
ción. Son ya suyos desde la decadencia de la niñez, en la juventud. No tiene que esf
orzarse porque le obedezcan. Caen en sus brazos antes que los llame. La mayoría no
se da cuenta ni siquiera de que existe. A ellos no se ha presentado, porque de
lejos le han obedecido. Más aún: no habiéndolo
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conocido nunca, se inclinan a negarlo. Los diabólicos no creen en el diablo. La últi
ma astucia del Diablo, se ha escrito, es propalar la voz de su muerte. Toma toda
s las formas; tan hermosas algunas, que no se diría que es él. Los Griegos, por ejem
plo, monstruos de inteligencia y elegancia, no tienen un lugar para Satanás en su
Mitología. Porque todos sus dioses, si se los estudia, muestran los cuernos de Sat
anás bajo las coronas de laurel y de pámpanos. Satánico es Júpiter, prepotente y licenci
oso; Venus, adúltera; Apolo, despellejador; Marte, homicida; Dionisios, borracho.
Son de tal manera astutos los dioses de Grecia, que dan al pueblo pociones amato
rias y esencias perfumadísimas para que no sienta el hedor del mal que embriaga a
la tierra. Pero si muchos no se dan cuenta de él y se ríen como de un espectro inven
tado en la iglesia para las necesidades de la penitencia, es porque se ensaña más pr
ecisamente contra los que le conocen y no le siguen. Engaña la inocencia de los do
s primeros seres creados; seduce a David el Fuerte; corrompe a Salomón, el Sabio;
acusa ante el trono de Dios a Job el Justo. Todos los santos que se esconden en
el desierto, todos los amantes de Dios serán tentados por Satanás. Cuanto más nos alej
amos de él, más se nos acerca. Cuanto más en lo alto estamos, más se empeña en arrastrarno
s a lo hondo. No puede ensuciar más que al limpio; no se preocupa de la porquería qu
e fermenta por sí sola en el mal, bajo el aliento cálido de la voluptuosidad. Ser te
ntados por Satanás es indicio de pureza, signo de grandeza, prueba de la ascensión.
Quien ha conocido a Satanás y le ha visto la cara puede confiar más en sí mismo. Jesús m
erecía más que nadie esa consagración. Satanás le propone dos desafíos y una oferta. Le pi
de que transforme la materia muerta en la materia que da vida, y que se arroje d
e lo alto, para que Dios, con salvarlo, lo reconozca por Hijo verdadero. Le ofre
ce la posesión y la gloría de los reinos terrenos con tal que Jesús, en vez de servir
a Dios, prometa servir al Demonio. Le pide el pan material y el milagro material
y le promete el poder material. Jesús no acepta los desafíos y rehúsa la oferta.
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El no es el Mesías carnal y temporal esperado por la plebe judía, el Mesías de la Mate
ria, como lo imagina, en su bajeza, el Tentador. No ha venido a traer alimento a
l cuerpo, sino alimento al alma: esa comida que es la verdad. Cuando sus hermano
s, lejos de sus casas, no tengan bastante pan para calmar su hambre, partirá los p
ocos panes que tienen los suyos y todos serán saciados y quedarán los cestos llenos.
Pero, a menos que no haya necesidad, no será repartidor del pan que procede de la
tierra y a la tierra vuelve. Si trocase en panes las piedras del camino, todo e
l mundo le seguiría por amor del propio cuerpo y fingiría creer todo lo que dice; in
cluso los perros acudirían a su banquete. Pero no quiere eso. El que crea en Él ha d
e creer en su palabra, a despecho del dolor, del hambre, de la minería. Es más; quie
n quiera ser perfecto ha de dejar los campos que producen trigo y los dineros qu
e se pueden gastar en pan. Ha de ir con Él sin alforja ni dinero, con una túnica sol
a, y vivir como los pájaros del aire, desgranando espigas en los campos o pidiendo
limosna a la puerta de las casas. Sin el pan terrestre se puede vivir; un higo
olvidado entre las hojas, un pez pescado en el lago, pueden sustituirlo. Pero de
l pan celestial nadie puede prescindir, a menos que no quiera morir para siempre
, como los que nunca lo probaron. No sólo de pan vive el hombre, sino también de amo
r, de entusiasmo y de verdad. Jesús está dispuesto a transformar el Reino de la Tier
ra en Reino de los Cielos, la loca Bestialidad en Santidad feliz, pero no se dig
na transformar las piedras en panes, la Materia en otra Materia. Por razones de
la misma naturaleza, Jesús rechaza el otro desafío. Los hombres aman lo maravilloso.
Lo maravilloso exterior, el Prodigio, la imposibilidad física convertida en posib
le a sus ojos. Tienen hambre y. sed de portentos. Están prontos a postrarse ante c
ualquier taumaturgo, aun diabólico y charlatán. A Jesús, todos le pedirán un signo para
ellos. Pero rehusará siempre. No quiere seducir con la maravilla. Curará a los enfer
mos — especialmente a los enfermos de espíritu y a los pecadores —, pero muchas veces
esquivará la ocasión, hasta de estos milagros, y rogará a los curados que callen el no
mbre del curador. Pero nunca usará de aquel poder para librarse a sí mismo. También en
Getsemaní le tentará Satanás para que
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no beba el cáliz de la muerte inminente, y cuando esté clavado en la cruz, Satanás rep
etirá el desafío por boca de los judíos: "Si eres el hijo de Dios, desciende de la cru
z y sálvate”. Pero en la noche de la víspera y en el mediodía de la muerte, Jesús resistirá
a Satanás y no recurrirá a ningún milagro para librarse a sí mismo. Los hombres habrán de
creer, a despecho de todas las apariencias en contrarío, en su grandeza, incluso e
n la hora más terrible de su humillación; habrán de creer en su divinidad, aun ante su
aparentemente vilipendiada humanidad. Arrojarse del Templo abajo sin la absolut
a necesidad de hacer cesar una pena ajena, con el solo objeto de conquistar a lo
s hombres por la fascinación del estupor y del terror; tentar a Dios; forzarle, ca
si, a hacer un milagro superfluo y temerario, únicamente para que Satanás no gane la
infame apuesta fundada en el sarcasmo y la protervia, no es cosa de Jesús. Corazón,
quiere hablar a los corazones; sublime, quiere sublimar; puro, quiere purificar
; amor, quiere inflamar a los demás en amor; alma grande, quiere engrandecer a las
pequeñas almas abandonadas. . . En vez de arrojarse como un mago vulgar al precip
icio que hay al pie del Templo, del Templo ascenderá a la Montaña para contar desde
lo alto las bienaventuranzas de su Reino. La oferta de los reinos de la tierra t
iene que horrorizarle, y todavía más el precio que Satanás pide. Satanás podrá ofrecer lo
que es suyo; los reinos de la tierra están con frecuencia fundados en la fuerza y
se mantienen con el engaño; allí está su campo. Satanás duerme todas las noches a la cab
ecera de los poderosos; ellos le adoran con sus hechos y le pagan tributo diario
de pensamientos y de obras. Pero si Jesús ofreciese a todos el pan sin trabajo; sí
Jesús, como un funámbulo prestigioso, abriese un teatro público de milagros populares,
podría arrancar a los reyes sus reinos sin doblar la rodilla ante el adversario.
Si quisiera parecer el Mesías que los Judíos sueñan en sus insomnios nostálgicos de escl
avos, sabe el camino; podría corromperlos con la abundancia y la maravilla, hacer
de toda la tierra un país de riquezas y de encantamientos, y al punto ocuparía todos
los puestos de los procuradores de Satanás.
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Pero Jesús no quiere ser conquistador de reinos terrenos. El reino que anuncia y p
repara apenas si tiene algo de común con los reinos de la tierra. Su reino, el Rei
no de los Cielos, crece todos los días, con un alma que cambie, porque adquiere un
ciudadano nuevo arrebatado a los reinos terrestres. Cuando todo el mundo sea bu
eno y justo; cuando cada cual ame a su hermano como los padres aman a los hijos;
cuando se amen incluso los enemigos, si quedaren todavía enemigos; cuando nadie p
iense en amontonar tesoros, y, en vez de quitar nada a los demás, cada cual dé pan a
quien tenga hambre y ropas a quien tenga frío, ¿dónde estarán aquel día los reinos de la
tierra? ¿Qué necesidad habrá de soldados cuando nadie quiera agrandar la tierra propia
usurpando la del vecino? ¿Qué necesidad de jueces ni esbirros cuando los hombres, t
ransformados, ignoren el delito? ¿Qué necesidad habrá de reyes cuando cada cual lleve
la ley en su propia conciencia y no haya ejércitos que mandar ni jueces que escoge
r? ¿Qué necesidad de monedas ni tributos cuando cada cual esté seguro de su pan, con a
quello se contente y no tenga que pagar salario a soldados ni servidores? Cuando
haya cambiado el alma de todos, esos andamiajes que se llaman sociedad, patria,
justicia, se desvanecerán como alucinaciones de una larga noche. La palabra de Cr
isto no tiene necesidad de dineros y ejércitos, y si se convierte en vida verdader
a en las conciencias, todo lo que ata y ciega al hombre: el poder injusto y arbi
trario, la gloria criminosa de las batallas, se deshará como las nieblas matutinas
ante la luz del sol y la fuerza del viento. El Reino de los Cielos, que es uno,
ocupará el lugar de los Reinos de la Tierra, que son muchos. Los hombres ya no es
tarán divididos en reyes y súbditos, en amos y esclavos, en ricos y pobres, en pecad
ores hipócritas y pecadores cínicos, en virtuosos soberbios y pecadores humillados,
en libres y prisioneros. El sol de Dios lucirá sobre todos. Los ciudadanos del Rei
no serán una sola familia de padres y hermanos, y las puertas del Paraíso se abrirán d
e nuevo ante los hijos de Adán, hechos ya semejantes a Dios. Jesús ha vencido a Sata
nás; ahora sale del Desierto para vencerlo entre los hombres.
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EL RETORNO
Apenas bajó de nuevo entre los hombres, supo Jesús que el Tetrarca Herodes había manda
do encerrar a Juan en la fortaleza de Maqueronte. La boca que clamaba en el Desi
erto estaba a la sazón amordazada, y quien fuese al Jordán no vería ya en el agua la l
arga sombra del austero Bautista. Ha cumplido su oficio y ha de dejar el puesto
a una voz más poderosa. Juan espera, en la oscuridad de la cárcel, que su cabeza, baña
da de sangre, sea llevada en una bandeja de oro a la mesa del festín de cumpleaños,
como último alimento de la mala mujer, traidora de hombres. Jesús sabe que empieza s
u día. Y, atravesando Samaria, vuelve a Galilea, para anunciar sin tardanza el adv
enimiento del Reino. No va a Jerusalén. Jerusalén es la Capital. Jesús viene para dest
ruir a Jerusalén, esa Jerusalén de piedra y de soberbia, orgullosa sobre las colinas
, dura de corazón como las piedras. Jesús viene para combatir precisamente a los que
se vanaglorian en las grandes ciudades, en las capitales, en las Jerusalenes de
l mundo. En Jerusalén viven los poderosos del mundo, los Romanos, dueños de la Tierr
a y de la Judea, con sus soldados en armas. En Jerusalén manda el representante de
los Césares: de Tiberio, borracho, asesino y felón, heredero de Augusto, el hipócrita
pederasta, y de Julio, el adúltero disipador. En Jerusalén viven los sumos sacerdot
es, los viejos custodios del Templo,
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los Fariseos, los Saduceos, los Escribas, los Levitas y sus esbirros; los descen
dientes de aquellos que arrojaron o asesinaron a los Profetas; los petrificadore
s de la ley; los fanáticos de la letra; los altaneros depositarios de la beatería árid
a. En Jerusalén están los tesoreros del Templo, los tesoreros del César, los guardiane
s de los tesoros, los amantes de los tesoros, los publicanos con sus recaudadore
s y sus parásitos, los ricos con sus siervos y sus concubinas, los mercaderes con
sus almacenes colmados, los bancos al aire libre, las bolsas sonantes de siclos,
al calor del seno, sobre el corazón. Jesús viene contra todos éstos. Viene para vence
r a los Amos de la Tierra — que pertenece a todos —; para confundir a los Amos de la
Palabra — que alienta donde Dios quiere —; para condenar a los Amos del Oro — materia
consumible y funesta. Viene para derrocar el reino de los soldados de Roma — que
oprimen los cuerpos —; el reino de aquellos sacerdotes del Templo — que oprimen las
almas —; el reino de aquellos amontonadores de moneda — que oprimen a los pobres. Vi
ene para salvar a los cuerpos, a las almas, a los pobres. Para enseñar la libertad
contra Roma, el amor contra los profanadores del Templo, la pobreza contra los
ricos. No quiere, pues, comenzar su mensaje en Jerusalén, donde sus enemigos están c
oncentrados y son más fuertes. Quiere rodearla, tomarla desde fuera, llegar a ella
más tarde con un pueblo detrás, cuando ya el Reino de los Cielos la haya cercado le
ntamente. La conquista de Jerusalén será la última prueba; la tremenda batalla entre e
l más grande de los profetas y la ciudad devoradora de profetas. Si va ahora a Jer
usalén — donde entrará luego como un rey, y será reputado como un malhechor, — le prenderán
al punto y no podrá sembrar su palabra en tierras menos ingratas, menos pedregosas
. Jerusalén, como todas las capitales, cloacas máximas donde afluyen los desechos, l
as basuras, la podredumbre de las naciones, está habitada por una mezcolanza de frív
olos, de elegantes, de ociosos, de escépticos, de
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indiferentes; por un patriciado de ritualistas, a quienes no queda sino la tradi
ción del ceremonial y el estéril rencor de la decadencia; por una aristocracia de pr
opietarios y especuladores, que componen el rebaño de Mammón, y por una plebe indócil,
turbulenta, ignorante, que vive entre la superstición y el miedo a las espadas ex
tranjeras. No era Jerusalén buen campo para la siembra de Jesús. Hombre de provincia
, vuelve a su provincia. Quiere llevar el fausto Mensaje a los que, antes que lo
s demás, deben recibirlo. A los pobres, a los pequeños, a los humildes, porque el me
nsaje es especialmente para ellos y lo esperan hace más tiempo y gozarán de él más que l
os demás. Viene primeramente por los pobres y torna a los países más pobres. Por eso,
dejando Jerusalén a un lado, llega a Galilea, y entra en la Sinagoga a enseñar. Las
primeras palabras de Jesús son sencillas, pocas. Parecen las de Juan: "Ha llegado
el tiempo; se aproxima el Reino de Dios, haced penitencia y creed en el Evangeli
o." Palabras desnudas, breves, oscuras para los modernos por su misma sobriedad.
Para entenderlas y entender la diferencia entre el mensaje de Juan y el de Jesús,
es menester volverlas a traducir a nuestro lenguaje, llenarlas otra vez de su s
ignificado eternamente vivo. Ha llegado el Tiempo. El Tiempo esperado, profetiza
do, anunciado. Juan decía que pronto vendría un Rey a fundar un nuevo Reino; el Rein
o de los Cielos. El Rey ha venido y advierte que las puertas del Reino están abier
tas. Él es el guía, el camino, la mano, antes de ser Rey en todo el esplendor de la
gloría celestial. Este Tiempo no es precisamente el año décimoquinto del gobierno de T
iberio. El tiempo de Jesús es ahora y siempre, es la eternidad, el momento
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de su aparición, el momento de su retorno, el momento de su perfecto triunfo, que
todavía, cuando escribimos, no ha llegado. El tiempo ha llegado en todo instante,
a toda hora es su plenitud con tal que los obreros estén dispuestos; todos los días
son suyos; su era no está señalada con cifras; la eternidad no admite cronologías. Cad
a vez que un hombre se esfuerza por entrar en el Reino, por realizar el Reino, p
or enriquecer el Reino, por consolidarlo, defenderlo y proclamar su perpetua san
tidad y perenne derecho frente a todos los reinos subalternos e inferiores — porqu
e son reinos humanos y no divinos, terrestres y no celestiales —, entonces, siempr
e, ha llegado el tiempo. Este tiempo se llama la época de Jesús, la era cristiana, l
a nueva alianza. No nos separan de aquel tiempo ni siquiera dos mil años; ni tampo
co dos días, porque para Dios mil años son como un solo día. El Tiempo ha llegado; tam
bién hoy estamos en la plenitud de los tiempos. También ahora nos llama Jesús; el segu
ndo día todavía no ha transcurrido: la fundación del Reino ha comenzado apenas. Nosotr
os, que estamos vivos todavía en este año, en este siglo — y que no estaremos siempre
vivos y acaso no veamos el fin de este siglo, — nosotros digo, vivos, presentes, p
odemos tomar parte en este Reino, entrar en él, vivir, gozarlo. El Reino no es tra
snochada fantasía de un pobre Judío de hace veinte siglos; no es una antigualla, un
traje viejo, una memoria muerta, un frenesí desvanecido. El Reino es de hoy. De maña
na. De siempre. Una realidad del futuro, llena de porvenir, viva, actual, nuestr
a. Un trabajo preparado hace poco. Cada cual es libre de poner luego mano en él, d
e seguirlo inmediatamente. La palabra parece vieja, el mensaje parece antiguo, r
epetido por los ecos de dos milenios, pero el Reino — como hecho, como cumplimient
o, realización —, es siempre nuevo, siempre joven; tiene todavía que crecer, que flore
cer, que prosperar, que engrandecerse. Jesús arrojó en tierra la semilla, pero la se
milla, en dos milenios humanos, transcurridos como un perezoso invierno en el es
pacio de sesenta generaciones humanas, no ha acabado todavía de germinar. ¿Será esta e
stación presente, después del diluvio de sangre, la
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divina primavera esperada? Aprenderemos lo que es este Reino, página por página, de
las mismas palabras de Jesús. Pero es menester que no lo imaginemos como un paraíso
de delicias, como una tediosa Arcadia de satisfechos, como un inmenso coro triun
fal con los pies en las nubes y la cabeza entre las estrellas. El Reino de Dios,
en las palabras de Cristo, está contrapuesto al Reino de Satanás; el Reino de los C
ielos es la antítesis del Reino de la Tierra. El Reino de Satanás es el Reino del Ma
l — del engaño, de la crueldad, de la soberbia —; el Reino de lo Bajo. Por lo tanto, e
l Reino de Dios significa el Reino del bien, de la sinceridad, del amor, de la h
umildad; el Reino de lo Alto. El Reino de la Tierra es el Reino de la materia, y
de la carne: el Reino del Oro y de la envidia, de la avaricia y de la lujuria;
el Reino de todo aquello que aman los hombres locos y podridos. El Reino de los
Cielos será su contrario: el Reino del espíritu y del alma, el Reino de la renunciac
ión y de la pureza, el Reino de todos los valores que buscan los hombres que saben
el no-valor de todo lo demás. Dios es Padre, Bondad; el Cielo es lo que está sobre
la Tierra, el Espíritu, por tanto. El Cielo es la sede de Dios; el espíritu es el do
minio de la Bondad. Quien se arrastra por la tierra, quien goza sobre la tierra,
quien se complace en la materia, es la Bestia; quien vive mirando al cielo, des
eando el cielo, esperando vivir para siempre en el cielo, trabajando eficazmente
por conseguir el cielo, es el Santo. La mayor parte de los hombres son bestias;
Jesús quiere que las Bestias se conviertan en Santos. Tal es el sentido sencillo
y siempre vivo del Reino de Dios y del Reino de los Cielos. El Reino de Dios es
de los hombres y para los hombres. "El Reino de Dios está dentro de vosotros." Emp
ieza en seguida; en esta vida, sobre la tierra, para nuestra felicidad. Depende
de nuestra voluntad, de que respondamos o
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no. Haceos perfectos y el Reino de los Cielos se extenderá sobre la Tierra; el Rei
no de Dios crecerá entre los hombres. Añade, en efecto, Jesús: “Haced penitencia”. También
quí la antigua palabra ha sido desvirtuada de su sentido verdadero y magnífico. La p
alabra de Marcos es propiamente la "mutatio mentis", el cambio de la mente, la t
ransformación del alma. Metamorfosis es cambio de forma; un cambio de espíritu. Se p
odría traducir más bien como "conversión", que es la renovación del hombre interior; aho
ra bien, las ideas de “arrepentimiento" y de "penitencia" no son más qué aplicaciones
e ilustraciones de la invitación de Jesús, el cual ponía como condición del advenimiento
del Reino — y al mismo tiempo como la sustancia misma del nuevo orden — la conversión
completa, la inversión de la vida y de los valores comunes de la vida; la transmu
tación de la vida, de los sentimientos, de los juicios de las intenciones; la que
llamó, en suma, hablando con Nicodemus, "el segundo nacimiento". Él explicará poco a p
oco en qué sentido y modo ha de acaecer esa transformación total del alma humana; to
da su vida estará consagrada a esa enseñanza y al ejemplo. Pero, entretanto, se cont
enta con añadir esta sola conclusión — Creed en el Evangelio. Por Evangelio los hombre
s de hoy entienden generalmente el cuádruple Libro donde la historia de Jesús está esc
rita y encuadernada. Pero Jesús no escribía libros ni pensaba en volúmenes. Por Evange
lio entendía — según el llano y dulce significado de la palabra — lo que la tradición lite
raria llama la "Buena Nueva" y se podría traducir mejor como "Fausto Mensaje". Jesús
es un Mensajero (en griego, Ángel) que lleva un anuncio feliz, una buena embajada
. Lleva el Alegre Mensaje, de que los enfermos serán curados, los ciegos verán, los
pobres se enriquecerán de inacabables riquezas, los hambrientos gozarán, los pecador
es podrán ser perdonados, los inmundos lavados, los imperfectos podrán hacerse perfe
ctos, las Bestias Santos y los
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Santos Ángeles, semejantes a Dios. Para que el Reino venga, para que cada cual se
preocupe de ese advenimiento, es necesario primeramente creer en tal mensaje, cr
eer que el Reino es realizable y próximo. Sí no hay fe en la promesa, nadie hará las c
osas necesarias para que la promesa pueda ser mantenida. Únicamente la certidumbre
de que el Anuncio no es un engaño y de que el Reino no es la mentira de un aventu
rero o la alucinación de un obseso; únicamente la seguridad de la sinceridad y la va
lidez del Mensaje puede empujar a los hombres a poner mano en la obra de la fund
ación. Jesús, con sus pocas palabras — oscuras para los más — ha sentado los principios de
su enseñanza. La plenitud de los Tiempos: es menester comenzar ahora, en seguida.
El advenimiento del Reino: victoria del Espíritu sobre la Materia, del Bien sobre
el Mal, del Santo sobre el Bruto. La Metanoia: transformación total de las almas.
El Evangelio: el alegre anuncio de que todo eso es verdad y perpetuamente posib
le.
CAFARNAUM
Estas cosas enseñaba Jesús a sus Galileos en los umbrales de las casitas blancas, en
las sombreadas plazuelas de las ciudades, o en las arenas del lago, apoyado en
una barca sacada a tierra, con los pies entre los guijarros, al atardecer, cuand
o el sol caía rojo en Occidente, llamando al reposo. Muchos le escuchaban y seguían
porque, dice Lucas, "su palabra era poderosa". Las palabras no eran del todo nue
vas: pero era nuevo el hombre y el calor de su voz y el bien que hacía aquella voz
que surgía del corazón y tocaba a los corazones. Era nuevo el acento de aquellas pa
labras y nuevo el
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sentido que cobraban en aquella boca, iluminadas por aquella mirada. No era el P
rofeta montaraz, vociferante en lugares áridos lejos de los hombres, solitario, di
stante, que obligaba a los demás a ir a él si querían oírlo. Este es un Profeta que vive
como hombre entre los hombres, de todos amigo, que ama aun a los que nadie ama;
un camarada, un compañero bondadoso y afable que va a sus hermanos, que se mueve
para buscarlos donde están, donde trabajan, en las casas, en los caminos habitados
, y que come el pan y bebe el vino en la mesa, y si es preciso le echa una mano
al pescador para sacar la red y dice a todo el mundo una buena palabra: al melan
cólico, al enfermo, al mendigo. Los sencillos, como los animales y los niños, compre
nden por instinto que los ama, y le creen, y son felices cuando llega — hasta varían
de cara—, y se entristecen cuando se vuelve a marchar. A veces no saben dejarlo y
van detrás de él hasta la muerte. Jesús pasaba sus días con ellos, caminando a pie de u
n pueblo a otro, o hablando, sentado, a los amigos de la primera hora. Siempre l
e fue cara la soleada playa de su Lago, a lo largo de la concha de agua plácida, s
erena, límpida, apenas movida por el viento del desierto, apenas poblada por las b
arcas que bogan silenciosas y parecen, de lejos, sin dueño. La costa occidental de
l Lago fue su primer reino; donde halló los primeros oyentes, los primer persuadid
os, los primeros discípulos. En Nazareth, aunque la visitó, se detuvo poco. Volverá más
tarde, acompañado por sus Doce y precedido por el clamor de sus milagros, y le tra
tarán como todas las ciudades del mundo — incluso más ilustres en cortesía, Atenas y Flo
rencia — han tratado a aquellos de sus ciudadanos que las han hecho grandes entre
todas. Después de haberse burlado de él —le han visto niño: ¿cómo es posible, piensan, que
ea un gran Profeta? —, intentan arrojarlo a un precipicio. En ninguna ciudad se de
tiene para quedarse. Jesús es un Errante, lo que el hombre ventrudo y sedentario,
apoyado en el quicio de la puerta, llamaría
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Vagabundo. Su vida es un perenne Viaje. Antes que el otro — aquel que fue condenad
o a la inmortalidad por Un condenado a muerte — es el verdadero Judío Errante. Nace
en la etapa de un viaje y no en una posada, porque en la de Belén no había sitio par
a la peregrina encinta. Todavía infante, lo llevan por los largos caminos abrasado
s de sol que conducen a Egipto. De Egipto vuelve al agua y al verdor de Galilea.
Desde Nazareth va muchas veces, por la Pascua, a Jerusalén. La voz de Juan le lla
ma al Jordán; una voz interior le empuja al Desierto. Y después de los cuarenta días d
e hambre y de tentación empieza su continua peregrinación de ciudad en ciudad, de pu
eblo en pueblo, de montaña en montaña, a través de la divina Palestina. Frecuentemente
lo hallaremos en su Galilea, en Cafarnaum, en Corozaín, en Caná, en Magdala, en Tib
eríades. Pero muchas más veces aun atraviesa la Samaria y se sienta de grado junto a
l pozo de Sichar. Lo volvemos a hallar de cuando en cuando en la Tetrarquía de Fil
ipo, en Bethsaida, en Gadara, en Cesarea y también en Gerasa, en la Perca de Herod
es Antipas. En Judea se detiene, de mejor gana en Betania, a pocas millas de Jer
usalén, o en Jericó. Pero no se arredra tampoco para atravesar los confines del anti
guo Reino y descender entre los gentiles. Lo hallamos, en efecto, en Fenicia por
la parte de Tiro y de Sidón, y la Transfiguración sucedió en lo alto del monte Hermón,
en Siria. Después de la Resurrección aparece en Emmaús, en las orillas de su lago de T
iberiades y, finalmente, en Betania, junto a la casa del resucitado Lázaro. Es el
Viandante sin descanso, el Errante sin casa, el Vagabundo por amor, el Desterrad
o voluntario en su propia patria. Él mismo dice que no tiene una piedra en que rec
linar la cabeza; y es verdad que no posee un lecho propio en que tenderse todas
las noches, ni una estancia que pueda decir suya. Su verdadera casa es el camino
que lo lleva, juntamente con sus primeros amigos, en busca de amigos nuevos; su
lecho es el surco de un campo, el banco de una barca, la sombra de un olivo. A
veces duerme en las casas de los que le aman; pero es huésped fugitivo, de corta e
stancia. En los primeros tiempos, lo encontramos más frecuentemente en
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Cafarnaum. Sus itinerarios allí empezaban y allí acababan. Mateo la llama "su ciudad
". Cafarnaum ha pasado a nuestras lenguas en el sentido de confusión y algarabía. En
efecto, la primera aldea de pescadores y campesinos, en los últimos tiempos, había
engrosado, había echado vientre. Situada en el camino de las caravanas que desde D
amasco, a través de la Iturea, iba al mar, había llegado a ser poco a poco un empori
o mercantil de gran importancia. Habían ido a establecerse allí artesanos, traficant
es, mercaderes, comisionistas, tenderos. Los hombres de la finanza — como las mosc
as corren a las peras podridas — allí habían acudido: publicanos, recaudadores y otros
funcionarios del fisco. El pueblecito, entre agreste y pescador, se había convert
ido en una ciudad abigarrada y heterogénea donde la sociedad de entonces, incluso
soldados y rameras, estaba toda representada. Pero Cafarnaum, mirándose en el Lago
, ventilada por el aire de las colinas próximas y por la brisa del agua, no estaba
por completo putrefacta como las ciudades sirias y como Jerusalén. Había todavía labr
adores que todos los días iban al campo y pescadores que todos los días salían en sus
barcas. Buena gente, pobre, sencilla, cordial; hombres a los que se podía hablar d
e algo más que de mercancías y de dinero. Entre ellos se respiraba. El sábado, Jesús iba
a la Sinagoga. Todo el mundo tenía derecho a entrar y leer, e incluso a hablar so
bre lo que se había leído. Era una simple casa, una estancia desnuda adonde se iba e
n compañía de amigos y de hermanos a conversar acerca de Dios. Jesús se levantaba, pedía
un volumen de las Escrituras — más frecuentemente los Profetas que la Ley — y recitab
a con voz tranquila dos, tres, cuatro, pocos versículos. Luego empezaba a hablar c
on elocuencia intrépida y tajante que confundía a los Fariseos, tocaba a los pecador
es, conquistaba a los pobres, encantaba a las mujeres. El viejo texto se transfi
guraba de improviso, se hacía transparente, actual para todos; parecía una verdad nu
eva, un descubrimiento hecho por ellos,
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un discurso oído por primera vez; las palabras acartonadas por la antigüedad y resec
as por las repeticiones, tomaban de nuevo vida y color: un nuevo sol las doraba
una por una, sílaba por sílaba; palabras frescas, como acuñadas en aquel momento, resp
landecientes a todos los ojos como una imprevista revelación. En Cafarnaum nadie s
e acordaba de haber oído a un Rabí así. Los sábados que hablaba Jesús, la Sinagoga estaba
llena; el pueblo se desbordaba hasta la calle. Todo el que podía ir, iba. El Horte
lano que aquel día había dejado la azada y no tenía que darle vueltas a la noria para
dar agua a sus verduras alineadas; el Herrero, el buen herrero del pueblo, el ho
mbre negro de humo, negro de polvo y de limaduras todos los días, pero hoy, día de sáb
ado, lavado, arreglado, con la cara un tanto fosca pero limpia, aclarada, fregad
a en varías aguas, y lo mismo las manos, con la barba peinada y ungida con ungüento
de poco precio — pero que, no obstante, huele como el de los ricos —; el Herrero que
está todos los días al fuego, sucio y sudoroso, menos este día, que es sábado y va a la
Sinagoga para escuchar las antiguas palabras del "Antiguo de los Días", del Dios
de sus padres, y va por devoción, pero también porque van sus parientes, sus amigos,
sus vecinos, y se los encuentra a todos, y también, en fin, porque es largo el día,
todo este día de fiesta sin trabajo, sin el martillo en la mano, sin tenazas, y e
n Cafarnaum no hay más refugio que éste; el Albañil — el mismo que ha trabajado en esta
pequeña casa de la Sinagoga y la ha hecho pequeña porque los viejos señores, buenas pe
rsonas y timoratas, pero un poco avaras, no querían gastar demasiado —; el Albañil que
siente todavía los brazos un poco doloridos y cansados por el trabajo de seis días
y no cuenta las piedras que ha puesto y las paletadas de cal que ha echado en la
pared entre piedra y piedra esta semana; el Albañil que se ha vestido hoy el traj
e nuevo y se ha acurrucado en el suelo, él que todos los demás días está en pie y en mov
imiento, y con el ojo atento para que el trabajo salga bien, y el amo esté content
o, también el buen Albañil ha ido a aquella casa que le parece un poco suya.
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Giovanni Papini - Historia de Cristo
Han ido también los pescadores, el joven y el viejo, ambos quemados del sol y con
los ojos entornados de tanto tenerlos a la llama del reflejo, y el viejo es más he
rmoso por el contraste que hacen la cabellera y la barba blanca con el rostro en
negrecido y arrugado; los Pescadores han volcado las barcas en la arena, las han
atado a un palo, han puesto las redes en el techo y han ido a la Sinagoga, aunq
ue no estén acostumbrados a estar entre paredes y sientan tal vez cierta confusa n
ostalgia de los remolinos del agua en la proa. También están allí los labradores de lo
s campos vecinos, labradores casi ricos, que llevan una túnica que no desdice entr
e las demás, y están contentos de la mies, que pronto pedirá la hoz; no quieren olvida
rse de Dios, que hace granar la cebada y florecer las viñas. Están los Pastores, lle
gados por la mañana, ovejeros y cabreros, que todavía conservan el tufo del redil. P
astores que viven toda la semana en los pastos del monte, sin ver un alma, sin m
algastar una palabra, solos con los plácidos animales que rumian en paz la hierba
nueva. Los pequeños propietarios, los pequeños tenderos, los señores de Cafarnaum, han
ido todos. Son hombres devotos y de bien. Están en las primeras filas, graves, co
n los ojos bajos, satisfechos de los negocios de los pasados días, satisfechos de
su conciencia porque han observado la Ley sin engañar y sin mancharse. Se ven las
filas de sus espaldas cubiertas de finas vestiduras; espaldas arqueadas, pero am
plias; espaldas de amos; espaldas de gente en regla con el mundo y con Dios. Hay
también forasteros de paso, mercaderes que van a Siria y vuelven a Tiberiades. Ha
n ido por condescendencia y por costumbre, quizás para encontrar un cliente, y mir
ando a todos a la cara con la arrogancia que da el dinero a las almas indigentes
. Al fondo de la estancia — porque la Sinagoga no es más que una habitación alargada,
blanqueada, poco más grande que una escuela, que una hostería, que una cocina —, están a
currucados, como perros juntos a la puerta, como los que tienen siempre la sospe
cha de que van a ser arrojados, los pobres del
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pueblo, los más pobres de todos, los que viven de cualquier trabajo a salto de mat
a, de tal cual limosna echada en cara y también — ¡oh, miseria! — del tal cual pequeño lat
rocinio; los harapientos, los piojosos, los esclavos, los desgraciados; las viej
as viudas que tienen a los hijos lejos; los huérfanos jóvenes que no saben todavía gan
arse el pan; los viejos encorvados a quienes nadie reconoce; los enfermos sin fu
erzas; los que padecen enfermedades incurables; aquellos a quienes la cabeza ya
no dice la verdad y no saben ni pueden trabajar; los fracasados, los rechazados,
los abandonados, los que comen cuando pueden — y nunca lo suficiente para quitars
e el hambre —los que recogen lo que los demás tiran: los mendrugos, la cabeza de los
pescados, los tronchos, las cortezas, y duermen cuándo aquí, cuándo allí, y padecen el
frío en el invierno y esperan todos los años el verano, encanto de los pobres, cuand
o hay una fruta que coger a lo largo de los caminos. También ellos, los pedigüeños, lo
s desventurados, los tiñosos, los desfallecidos, cuando llega el sábado, van a la Si
nagoga, para escuchar las historias de los libros. No los pueden echar fuera; ti
enen el mismo derecho que los demás; son hijos del mismo Padre y siervos del mismo
Señor. Se sienten aquel día un poco más consolados de su miseria porque pueden oír la m
isma palabra que los ricos y los sanos. Aquí no les sirven comida distinta, peor,
más vil, como sucede en las casas, donde el amo se toma lo mejor y el pordiosero,
en el umbral, debe contentarse con lo peor. Aquí el alimento es igual para el que
tiene y para el que no. Las palabras de Moisés son las mismas, perpetuamente las m
ismas, para el que posee el más pingüe rebaño y para el que no tiene siquiera un cuart
o de cordero para el día de Pascua. Pero las palabras de los Profetas son mejores
para ellos que las de Moisés. Más duras para los grandes, pero mejores para los pequ
eños. La pobretería espera todos los sábados que alguien lea un capítulo de Amós o de Isaía
. Porque los Profetas defendían a los desnudos y anunciaban el castigo y un mundo
nuevo: "Y alguno que fue vestido de púrpura se verá forzado a revolverse en el estiérc
ol." Y he aquí que aquel sábado había Uno que venía principalmente por ellos, que hablab
a principalmente para ellos, que había abandonado el Desierto
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para anunciar una Buena Nueva a los pobres y a los enfermos. Nadie había hablado d
e ellos como él. Nadie había demostrado quererlos tanto. Como aquellos viejos Profet
as que no habían vuelto a consolarlos, tenía por ellos una simpatía que ofendía a los af
ortunados pero llenaba sus corazones de consuelo y esperanza. Cuando Jesús termina
ba de hablar se daban cuenta de que los ancianos, los burgueses, los amos los seño
res, los fariseos, los hombres que sabían leer y ganar, movían la cabeza con actitud
de mal augurio y se levantaban torciendo el gesto y murmurando entre sí, medio de
spechados y medio escandalizados, y apenas fuera, un rumor de cauta desaprobación
salía de entre los pelos de las grandes barbas negras y plateadas. Pero nadie se r
eía. Les seguían los mercaderes erguidos, impertérritos, pensando ya en el mañana. Queda
ban en último término los Trabajadores, los Pobres, los Pastores, los Campesinos, lo
s Hortelanos, los Herreros, los Pescadores, y luego todos los mendigos en rebaño,
los huérfanos desheredados, los viejos sin salud, los leprosos sin casa, los desve
nturados sin compañía, los necesitados sin un cuarto; los roñosos, los mancos, los aba
tidos, los desechados. No podían apartar los ojos de Jesús. Hubieran querido que sig
uiese hablando, que revelase el día del nuevo Reino en que esperaban levantarse de
toda aquella miseria y ver con sus propios ojos el desquite. Las palabras del j
oven habían hecho redoblar los latidos de sus corazones fatigados y heridos. Un co
nsuelo de luz, una claridad de firmamentos y de glorias, una alucinación de vendim
ias, de banquetes, de descansos y de abundancias nacían de aquellas palabras en la
s almas ricas de los pobres. Porque ni aun ellos habían entendido bien lo que el M
aestro había querido decir, y el Reino por ellos entrevisto tenía semejanza aún con el
País de Jauja de los filisteos. Pero nadie le quería como ellos; nadie le querrá desp
ués como los hambrientos de paz y de verdad de Galilea. Hasta los pobres menos pob
res, los trabajadores, los braceros, los pescadores, los que tenían menos hambre
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Giovanni Papini - Historia de Cristo
de pan, le amaban por el amor de aquellos. Y todos, cuando salía de la Sinagoga, l
e esperaban en la calle para volverlo a ver; le seguían tímidos, atolondrados. Cuand
o entraba en casa de algún amigo para comer, casi sentían celos y había quien se estab
a frente a la puerta hasta que volvía a aparecer. Entonces, atreviéndose un poco más,
se le acercaban e iban todos juntos a lo largo de la orilla del Lago. Otros se a
gregaban en el camino, y cuándo el uno, cuando el otro — el valor, a cielo abierto,
fuera de la Sinagoga, crecía — le interrogaban. Y Jesús, parándose, respondía a aquel popu
lacho oscuro con palabras que no se olvidarán nunca.
LOS CUATRO PRIMEROS
Entre los pescadores de Cafarnaum encontró Jesús los primeros discípulos. Estaban casi
todos los días a la orilla del Lago; a veces las barcas se hacían más adentro; a vece
s las veía llegar con la vela henchida por la brisa, y de la barca descendían los ho
mbres descalzos caminando en el agua hasta medía pierna, llevando entre dos las ce
stas llenas de la húmeda plata de los peces muertos, apiñados todos, los buenos y lo
s de desecho, y las grandes redes viejas goteantes. Salían a veces, entrada la noc
he, cuando había luna, y volvían por la mañana temprano, poco después de ponerse la luna
y antes de salir el sol. Jesús con frecuencia los esperaba en la playa y era el p
rimero en saludarlos. Pero no siempre la pesca había ido bien; cuando volvían con la
s manos vacías, rendidos y malhumorados, Jesús los saludaba con palabras que hacían bi
en al corazón, y los desilusionados, aunque no hubiesen dormido, le escuchaban de
buen grado. Una mañana, mientras Jesús, a la orilla, hablaba a la gente que se había p
arado en derredor suyo, dos barcas volvían hacía Cafarnaum. Los
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pescadores, una vez en tierra, empezaron a remendar las redes. Entonces Jesús, ent
rando en una de las barcas, rogó que la separasen un poco de tierra para no ser ag
obiado por el gentío. Y en pie, junto al timón, enseñaba a los que se habían quedado, en
tierra. Y acabado que hubo de hablar, dijo a Simón: — Internaos en el mar y echad l
as redes. Respondió Simón, hijo de Jonás, patrón de la barca. — Maestro, nos hemos cansado
durante toda la noche y no hemos sacado nada, ni un pececillo. Pero, con todo,
por obedecerte, echaré las redes. Apenas estuvieron un tanto apartados de la orill
a, Simón y Andrés, su hermano, echaron en el agua una red grande. Y cuando la sacaro
n estaba tan llena de peces, que casi se rompían las mallas. Entonces los dos herm
anos llamaron a los compañeros de la otra barca para que fuesen a ayudarlos, y, ec
hadas otra vez las redes, de nuevo las sacaron colmadas. Simón, Andrés y los otros e
xclamaban: "¡Milagro!", y daban gracias a Jesús, que les había traído tal fortuna. Simón.
naturalmente impetuoso, se arrojó a los pies del Maestro, gritando: — Señor, apártate de
mí, que soy pecador y no soy digno de tener un santo en mi barca. Pero Jesús, sonri
endo, le dijo: — Ven conmigo y cree en mi palabra y te haré pescador de hombres, De
vuelta a la orilla, sacaron a tierra las barcas y, abandonadas las redes, los do
s hermanos le siguieron. Y pocos días después Jesús vio a los otros dos hermanos, Sant
iago y Juan, hijos del Zebedeo, los que antes eran compañeros de Simón y Andrés, y los
llamó mientras estaban recomponiendo las redes rotas. Y también ellos, despidiéndose
de su padre,
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que estaba en la barca con los criados, y dejando sin más las redes rotas, le sigu
ieron. Jesús ya no estaba solo. Cuatro hombres, dos parejas de hermanos que frater
nizaban más profundamente en la fe común, estaban dispuestos a acompañarlo a donde qui
siese ir, a partir el pan con él, a repetir sus palabras, a obedecerlo como a padr
e y mejor que si fuese su padre. Cuatro pobres pescadores, cuatro sencillos homb
res del Lago, hombres que apenas sabían leer y a duras penas sabían hablar; cuatro h
ombres humildes que nadie había sabido distinguir de los demás, eran llamados por Je
sús para fundar con él un Reino que había de ocupar toda la tierra. Por él habían dejado l
as fieles barcas que tantas veces empujaron al agua y tantas veces habían amarrado
al desembarcadero, y las viejas redes y las nasas que habían sacado del agua mill
ares de peces, y padre, familia y casa; lo habían dejado todo por seguir a aquel h
ombre que no prometía dineros ni tierras, y hablaba siempre de amor, de pobreza y
de perfección. Aunque su espíritu permanezca siempre harto bajo en parangón con el del
Maestro; aunque un poco toscos y rudos, y aunque a veces duden y vacilen y no e
ntiendan sus verdades y sus parábolas, y al cabo le abandonen momentáneamente, todo,
al fin, les será perdonado en atención a la cándida y segura prontitud con que le han
seguido al primer llamamiento. ¿Quién de nosotros, de cuantos vivimos, sería capaz ho
y de imitar a los cuatro pobres de Cafarnaum? Sí un Profeta viniese y dijese al Me
rcader: deja el mostrador y la caja; y al Profesor: baja de la cátedra y arroja lo
s libros; y al Ministro: abandona tus papeles y las mentiras que son redes para
los hombres; y al Obrero: deja esos utensilios, que voy a darte otro trabajo; y
al Labrador: interrumpe a la mitad el surco y deja el arado entre los terrones,
que yo te prometo una recolección más maravillosa; y al Maquinista: deja tu máquina y
ven conmigo, que el espíritu vale más que el metal; y al Rico: regala todos tus bien
es, que adquirirás conmigo un tesoro inapreciable — si un Profeta nos hablase así a no
sotros, hombres del
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presente, ¿cuántos le seguiríamos con la sencilla espontaneidad de aquellos antiguos p
escadores?—. Pero Jesús no ha hecho una señal a aquellos mercaderes que están traficando
en las plazas y en las tiendas, ni a aquellos fariseos que mascullan de continu
o las más pequeñas prescripciones legales y saben citar de memoria los versículos de l
os Libros, ni a los labradores harto apegados a la tierra y al ganado, ni mucho
menos a los hartos, a los ahítos, a los contentos que no se preocupan de otros rei
nos porque su reino ha llegado hace tiempo. No por azar elige Jesús sus primeros s
oldados entre los Pescadores. El Pescador, que vive gran parte de sus días en la p
ura soledad del agua, es el hombre que sabe esperar. Es el hombre paciente que n
o tiene prisa, que echa su red y confía en Dios. El agua tiene sus caprichos, el L
ago sus fantasías; los días no son nunca iguales. No sabe, al partir, si volverá con l
a barca colmada o sin un pez siquiera que poner al fuego para su almuerzo. Se po
ne en manos del Señor, que manda la abundancia y la carestía; se consuela del día malo
pensando en el bueno que viene y en el que vendrá. No desea enriquecimientos impr
evistos, contento con poder cambiar el fruto de su pesca por un poco de pan y de
vino. Es puro de alma y de cuerpo; lava sus manos en el agua y baña su espíritu en
la soledad. De estos pescadores de Cafarnaum, que hubieran muerto en la oscurida
d sin que nadie, ni los vecinos, se hubiesen dado cuenta, Jesús hizo Santos, a qui
enes los hombres, aun hoy, recuerdan y rezan. Los grandes hombres los crea Uno más
grande; de un pueblo soñoliento, saca los despertadores; de un pueblo muelle, los
guerreros; de un pueblo ignorante, los maestros. En todo tiempo se elevan hogue
ras si hay mano que sepa encenderlas. Si aparece un David, encuentra enseguida s
us Ghibborím; un Agamenón, sus héroes; un Arturo, sus Pares; un Carlomagno, sus Paladi
nes; un Napoleón, sus Mariscales. Y Jesús halló, entre los aldeanos de Galilea, sus Após
toles. Jesús no buscaba guerreros armados, vencedores de enemigos, conquistadores
de pueblos. Sus Apóstoles debían, sí, pelear; pero la buena
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batalla de las Perfecciones contra la Corrupción, de la Santidad contra el Pecado,
de la Salud contra la Enfermedad, del Espíritu contra la Materia, del Futuro feli
z contra el Pasado infecundo. Los Apóstoles ayudarán a Jesús a transmitir el venturoso
mensaje a los dolientes, hablarán en su nombre en los lugares que Él no visite en p
ersona, y en su nombre proseguirán su obra después que Él haya muerto.
Continuar -->
Notas
1 )-
Quiera Dios que podamos eliminar de nuestro discurso todo lo que agrada al oído, t
odo lo que se deleita la mente, todo lo que sorprende a la imaginación, dejando sólo
la simple verdad; la sola, eficaz y pura fuerza del Espíritu Santo, y nada del pe
nsamiento dirigido a convertir! Cantidad que tiene la edición italiana, impresa en
cuerpo mayor.—(N. del T.)
2 )-
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LA MONTAÑA
El Sermón de la Montaña es el título más grande de la existencia de los hombres. De la p
resencia de los hombres en el infinito universo. La justificación de nuestro vivir
. La patente de nuestra dignidad de seres provistos de alma. La prenda de que po
dremos elevarnos sobre nosotros mismos y ser más que hombres. La promesa de esta p
osibilidad suprema, de esta esperanza, de nuestra ascensión sobre la Bestia. Sí un Áng
el, descendido hasta nosotros de un mundo superior, nos pidiese lo mejor y de más
alto precio que tuviéramos en nuestras casas, la prueba de nuestra certidumbre, la
obra maestra del espíritu en lo más alto de su poder, no le llevaríamos ante las gran
des máquinas engrasadas, ante los prodigios mecánicos de los que estúpidamente nos env
anecemos siendo así que han hecho la vida más esclava, más afanosa, más corta — son, las má
de las veces, materia al servicio de necesidades y superfluidades materiales —; m
as le ofreceríamos el Sermón de la Montaña y después, únicamente después, un centenar de pá
as arrancadas de los poetas de todos los pueblos. Pero el Sermón sería siempre el di
amante único, refulgente en su límpido esplendor de luz deslumbrante entre la colore
ada miseria de las esmeraldas y de los zafiros. Y si un día fuesen llamados los ho
mbres ante un tribunal sobrehumano, y hubiesen de dar cuenta a los jueces de tod
os los errores cometidos y de las antiguas infamias renovadas todos los días, y de
los estragos que duran desde hace milenios, y de toda la sangre salida de las v
enas de nuestros hermanos, y de todas las lágrimas vertidas por los ojos de los hi
jos de los
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hombres, y de nuestra dureza de corazón, y de nuestra perfidia, que es comparable ún
icamente con nuestra imbecilidad, no llevaríamos ante ese tribunal las razones de
los filósofos, por sabias y bien hiladas que sean, ni las ciencias, sistemas efímero
s de símbolos y de recetas; ni nuestras leyes, turbias componendas entre la feroci
dad y el miedo. No mostraríamos, como compensación de tanto mal y resarcimiento de n
uestras empedernidas morosidades, como descargo de sesenta siglos de atroz histo
ria y como atenuante única de todas las acusaciones, nada más que los pocos versículos
del Sermón de la Montaña y los frutos que ha producido. Quien lo ha leído una vez y n
o ha sentido, al menos en el breve momento de la lectura, un estremecimiento de
agradecida ternura, un principio de llanto en lo más hondo de la garganta, un ansi
a de amor y remordimiento, una necesidad confusa pero punzante de hacer algo par
a que aquellas palabras no sean tan sólo palabras, para que aquel sermón no sea únicam
ente sonido y símbolo sino esperanza inminente, vida viva en todos los vivos, verd
ad presente, verdad para siempre y para todos; quien lo ha leído una vez y no ha e
xperimentado todo esto, mejor que ningún otro merece nuestro amor, porque todo el
amor de los hombres no podrá nunca compensarle de lo que ha perdido. La Montaña sobr
e la cual estaba Jesús el día del Sermón, era ciertamente menos alta que aquella desde
donde Satanás le había hecho ver los reinos de la tierra. Desde allí no se veía más que l
a campiña tendida al sol manso de la tarde, y de una parte el óvalo verde-plata del
lago y de la otra la larga cresta del Carmelo, donde Elías venció las asechanzas de
los secuaces de Baal. Pero desde aquel monte humilde, que únicamente la hipérbole de
los cronistas llamó montaña, y tal vez fuera un altozano o una roca apenas elevada
de la tierra, desde aquel monte que ni siquiera merecía el nombre de monte, Jesús hi
zo ver el Reino que no tiene fin ni confín, y escribió en la carne de los corazones —
no en tablas de piedra, como en el Sinaí — el canto del hombre nuevo, el himno de la
soberana excelencia.
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"¡Cuán bellos son los pies de aquel que sobre los montes anuncia y predica la paz!"
. Isaías no fue nunca tan profeta como en el momento en que le brotaron del alma e
stas palabras. Jesús estaba sentado en una altura en medio de los primeros Apóstoles
, cercado por centenares de ojos que miraban sus ojos, y alguien le preguntó a quién
correspondería ese Reino de Dios del que tanto hablaba siempre. Jesús respondió con l
as nueve Bienaventuranzas, que son como el peristilo, "fúlgido de fulgor", de todo
el Sermón. Las Bienaventuranzas, frecuentemente deletreadas todavía hoy por aquello
s mismos que han perdido su sentido, frecuentemente se interpretan mal. Muy a me
nudo se las amputa, se las mutila, se las deforma, se las envilece, se las tuerc
e. Y con todo, compendian el primer día, aquel festivo día de la enseñanza de Jesús. "Bi
enaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el Reino de los Cielos".
Lucas omitió las palabras "de espíritu" y dijo, sin más: los pobres. Alguien, moderno
y malicioso, entendió los simples, los tontos, los beocios. Habría que escoger, en s
uma, entre los desheredados y los imbéciles. Jesús no pensaba en aquel momento ni en
los unos ni en los otros. Jesús no simpatizaba con los ricos y detestaba con toda
su alma la avidez de la riqueza, estorbo grandísimo al verdadero enriquecimiento
del alma. Jesús prefería a los pobres, y los confortaba porque tienen más necesidad de
calor, y les hablaba porque tienen más necesidad de ser saciados con palabras de
amor; pero estaba lejos de pensar que bastase el ser pobre — material, socialmente
pobre — para sin más tener derecho a gozar del Reino. Jesús nunca mostró admiración de es
a inteligencia que es sólo inteligencia de cosas abstractas y memoria de frases; l
os puramente sistemáticos y metafísicos, los sofistas, los escudriñadores de la natura
leza, los devoradores de libros no hubieran hallado gracia ante sus ojos. Pero l
a
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inteligencia, el poder de entender los signos de lo porvenir y el sentido de los
símbolos — la inteligencia iluminadora y profética, adueñamiento amoroso de la verdad — e
ra también un don a sus ojos, y muchas veces lamentó que tan poca demostrasen sus oy
entes y sus discípulos. La suprema inteligencia consistía para él en comprender que la
inteligencia sola no basta, que es menester también dar el alma para obtener la f
elicidad — porque la felicidad no es sueño absurdo, sino siempre — posible y al alcanc
e de la mano —, pero que la inteligencia debe ayudarnos en esa total transmutación.
No eran, pues, los tontos y los mentecatos a quienes llamaba bienaventurados. Po
bres de espíritu son aquellos que tienen plena y dolorosa conciencia de su pobreza
espiritual, de la imperfección de su propia alma, de la escasez de bien que hay e
n todos nosotros, de la indigencia moral en que yace la mayoría. Solamente los pob
res que saben de veras que son pobres padecen su pobreza, y porque padecen inten
tan salir de ella. Muy diferentes de los falsos ricos, de los ciegos, de los org
ullosos ricos que se creen perfectos e imperfectibles, en regla con todos, en gr
acia de Dios y de los hombres, y no sienten el ansia de ascender, porque se cree
n en lo alto, porque no se dan cuenta de su insondable miseria. Aquellos, pues,
que se confiesen pobres y padezcan por conquistar la verdadera riqueza que es la
perfección, llegarán a ser santos como santo es Dios y de ellos será el reino de los
Cielos. Aquellos, por el contrario, que descansen satisfechos en el contento de
sí mismos, que no sientan el hedor de la basura amontonada y oculta bajo la vanagl
oria, no entrarán en el Reino. “Bienaventurados los mansos, porque ellos poseerán la t
ierra". La tierra que aquí se promete no es el campo del terruño ni las monarquías con
ciudades construidas. En el lenguaje mesiánico, "poseer la tierra" significa part
icipar en el nuevo Reino. El soldado que combate por la tierra terrestre tiene c
ierta necesidad de ser feroz. Pero el que combate en sí mismo por la conquista de
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Giovanni Papini - Historia de Cristo
la nueva tierra y del nuevo cielo, no debe entregarse a la rabia, consejera del
mal, ni a la crueldad, negación del amor. Los mansos son aquellos que soportan la
vecindad de los malos y la propia, muchas veces más ingrata; que no se revuelven c
ontra los malos, pero los vencen por la dulzura; y no se enfurecen a las primera
s contrariedades, sino que vencen al eterno adversario con aquella plácida constan
cia que manifiesta más fuerza de ánimo que los estériles y súbitos furores. Son semejant
es al agua, que es suave al contacto y hace sitio a todos, pero que asciende len
tamente, penetra en silencio y consume mansamente, con la paciencia de los años, l
os más duros pedernales.
LOS QUE LLORAN
"Bienaventurados los que lloran, porque ellos serán consolados". Los afligidos, lo
s lacrimosos, los que sienten asco de sí mismos y compasión del mundo y no viven en
la ebria y supina estupidez de la vida corriente y lloran la infelicidad propia
y la de sus hermanos, y lloran los esfuerzos fallidos y la ceguera que retrasa l
a victoria de la luz — porque la luz del cielo no aprovecha a los hombres si los o
jos de éstos no la reflejan —, y lloran la lejanía de ese bien infinitas veces soñado, i
nfinitas veces prometido y, sin embargo, por culpa nuestra y de todos, cada vez
más lejano; los que lloran las ofensas recibidas, sin aumentar los afanes con las
venganzas, y lloran el mal que han hecho y el bien que hubieran podido hacer y n
o han hecho; los que no se desesperan por haber perdido un tesoro visible, sino
que ansían los tesoros invisibles; los que así lloran, apresuran con las lágrimas la c
onversión, y es justo que un día sean consolados. "Bienaventurados los que tienen ha
mbre y sed de justicia, porque ellos serán hartos". La justicia que Jesús entiende a
quí no es la justicia de los hombres, la obediencia a las leyes humanas, la confor
midad a los códigos, el respeto de los usos y transacciones establecidos por los h
ombres. El justo,
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en la lengua de los salmistas y los profetas, es el hombre que vive según la volun
tad de Dios, arquetipo supremo de toda perfección. No según la Ley escrita por los e
scribas, registrada en los libros, diluida en la casuística talmúdica, enturbiada po
r la sutileza de los fariseos, sino según la ley única y sencilla que Jesús reduce a u
n mandamiento que los contiene todos: Ama a Dios sobre todas las cosas y a todos
los hombres, próximos y lejanos, conciudadanos y extranjeros, amigos y enemigos,
como a ti mismo. Aquellos que padecen un continuo deseo de esta justicia calmarán
en el Reino su hambre y su sed. Aunque no consigan ser en todo perfectos, mucho
les será condonado por lo que la víspera padecieron. "Bienaventurados los misericord
iosos, porque ellos hallarán misericordia". El que ame será amado, el que socorra se
rá socorrido. La ley del Talión está abolida para el Mal, pero continúa en vigor para el
Bien. Cometemos de continuo pecados contra Dios, y esos pecados no nos serán perd
onados mientras no perdonemos los cometidos contra nosotros. Cristo está en todos
los hombres, y lo que a ellos hagamos nos será hecho "Lo que hagáis al más pequeño de vo
sotros, me será hecho a mí". Si tenemos compasión de los demás podremos tener compasión de
nosotros mismos; únicamente con la condición que perdonemos el mal que los demás nos
han hecho podremos esperar que Dios nos perdone el que nos hagamos a nosotros mi
smos. "Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios”. Son limpios
de corazón los que no tienen otro deseo que la perfección, otra gloria que la victo
ria sobre el mal que por doquier nos acecha. Quien tenga el corazón rebosante de l
ocos deseos, de ambiciones terrestres y de todas las concupiscencias que acucian
a la gusanera que se retuerce sobre la tierra, no podrá ver nunca a Dios cara a c
ara, nunca le será grato naufragar en su feliz magnificencia. "Bienaventurados los
pacíficos, porque ellos serán llamados hijos de Dios". Los pacíficos no son los manso
s de la segunda Bienaventuranza. Estos no respondían al mal con el mal; los pacífico
s llevan el bien donde está el mal;
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firman las paces donde se enfurecen las guerras. Cuando Jesús dijo que había venido
a traer guerra y no paz, entendía por ello la guerra al Mal, a Satanás, al Mundo; al
Mal, que es ofensa; a Satanás, que mata; al Mundo, que es continua refriega; ente
ndía, en suma, la guerra a la guerra. Los pacíficos son precisamente los que mueven
guerra a la guerra, los aplacadores, los procuradores de la concordia. El origen
de toda guerra es el amor de si mismo — el amor que se convierte en amor de las r
iquezas, orgullo de lo poseído, envidia de quien tiene más, odio a los émulos — y la nue
va Ley viene a enseñar la propia abnegación, el desprecio de los bienes que se puede
n medir, el amor a todos los hombres, incluso a aquellos que nos odian. Los pacífi
cos que enseñan y practican este amor, arrancan la raíz de toda guerra; cuando todo
hombre ame a sus hermanos como a si mismo, no habrá guerras, ni pequeñas, ni grandes
, ni domésticas, ni imperiales, ni de palabra, ni de obra, entre hombre y hombre,
entre casta y casta, entre pueblo y pueblo. Los pacíficos habrán aquietado la tierra
y serán llamados con justicia hijos de Dios, y entrarán los primeros en el Reino qu
e Jesucristo viene a fundar, "Bienaventurados los que sufren persecución por la ju
sticia, porque de ellos es el Reino de los Cielos". Yo os mando a fundar este Re
ino que es el Reino de Dios, de esa más alta justicia que es el amor, de esa bonda
d paternal que se llama Dios; os mando, pues, para combatir a los sostenes de la
injusticia, a los lacayos de la materia, a los prosélitos del Adversario. Éstos, as
altados, se defenderán; para defenderse, os ofenderán. Seréis torturados en el cuerpo,
atormentados en el alma, privados de la libertad y tal vez de la vida. Pero si
aceptáis el sufrir alegremente para llevar a los demás la Justicia que os hace sufri
r, esa persecución será título indubitable para entrar en ese Reino que, en la parte q
ue os corresponde, habéis fundado. "Bienaventurados cuando os ultrajen y, mintiend
o, digan de vosotros toda clase de males. Alegraos y regocijaos porque grande es
vuestra recompensa en los cielos; que así antes que a vosotros han perseguido a l
os Profetas”. La persecución es especialmente material, en el orden físico, en el orde
n
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jurídico y en el político. Os podrán quitar el pan y la pura luz del sol y la libertad
y querrán quebrantaros los huesos. Pero no bastará la persecución. Aguardad el insult
o y la calumnia. No se contentarán con condenaros porque queráis cambiar a los hombr
es bestias en santos; aquellos, tendidos en la basura hedionda de la animalidad,
no quieren de ninguna manera salir de ella ni se contentarán con destrozaros el c
uerpo. Os llegarán al alma, os acusarán de toda torpeza, os lapidarán con vituperios y
contumelias; y los cerdos dirán que sois sucios, los asnos jurarán que sois ignoran
tes, los cuervos os acusarán de que coméis carroña, los carneros os arrojarán por maloli
entes, los disolutos os tildarán de lujuriosos, y los ladrones os denunciarán por hu
rto. Pero vosotros debéis alegraros cada vez más, porque el insulto de los malos es
consagración de vuestra bondad, y el barro que os lanzaren los impuros, prenda de
vuestra pureza. Esta es, como dirá San Francisco, la perfecta Alegría "Sobre todas l
as gracias que Cristo concede a sus amigos está la de vencerse a sí mismo y sufrir d
e buen grado penas, injurias, oprobios y molestias, porque de todos los demás done
s de Dios no podemos gloriarnos, porque no son nuestros, sino de Dios; pero de l
a tribulación y la aflicción podemos gloriarnos, porque eso es nuestro". Todos los P
rofetas que han hablado en la tierra han sido insultados por los hombres; lo mis
mo acaecerá a los que han de venir. Precisamente en eso se conoce a los Profetas:
cuando, llenos de fango y cubiertos de vergüenza, pasan entre los hombres, alegre
el semblante, sin dejar de decir lo que les dicta la conciencia. No basta el fan
go para cerrar los labios de los que han de hablar. Aunque maten al Profeta, no
podrán reducirlo al silencio, porque su Voz, multiplicada por las resonancias de l
a muerte, se dirá en todas las lenguas y por todos los siglos. Con esta promesa co
ncluyen las Bienaventuranzas. Los ciudadanos del Reino están hallados y contraseñado
s. Todo el mundo podrá reconocerlos. Los refractarios están advertidos; los que peli
gran, confortados. Los avaros, los soberbios, los satisfechos, los violentos, lo
s injustos, los guerreadores, los que ríen, los que no tienen hambre de perfección,
los que
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Giovanni Papini - Historia de Cristo
persiguen y ultrajan, no podrán entrar en el Reino de los Cielos. No podrán entrar h
asta que ellos, a su vez, no hayan sido vencidos y cambiados, convertidos en lo
contrario de lo que son hoy. Los que parecen bienaventurados según el mundo, aquel
los a quienes el mundo envidia, imita y admira, están más lejos de la verdadera bien
aventuranza que los demás a quienes el mundo desprecia y detesta. En este preámbulo
exultante Jesús ha invertido las jerarquías humanas; ahora, continuando, invertirá los
valores de la vida y ninguna otra evaluación será tan divinamente paradójica como la
suya.
EL RENOVADOR
Los Gimnosofistas del Eunuquismo y la secta poltronesca de los Saturninos — esos h
ombres serios que llegan cuando ya están hechas las cosas y las hechas no las reha
cen nunca, sino que las repiten y depravan —, han puesto siempre mala cara a eso q
ue se llama o parece Paradoja. Para no fatigarse en distinguir las Paradojas sag
radas de las que son mera diversión de cerebros inquietos o insanos, salen diciend
o que las Paradojas no son más que antiguas y reconocidas verdades vueltas del revés
; falsedades, por tanto — y esto lo hacen para cortar las alas a la vanidad —, de fa
cilísima invención. Porque a ellos les parece, sin duda, más difícil andar por el camino
ya trillado y volver a deletrear, línea por línea, lo ya escrito antes que ellos na
ciesen por hombres que no tenían ciertamente su misma cobarde costumbre. Si estos
papagayos de lo Ya Dicho — soportables como consignatarios de la tradición, pernicio
sos como estorbo de lo Nuevo — tuviesen a bien extraer del depósito de su atascada M
emoria las poquísimas Ideas Madres sobre las cuales vive, o, mejor, agoniza el pen
samiento moderno — porque, si las
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situaciones dramáticas, de creer a Carlos Gozzi, son treinta y seis, las filosóficas
no llegan a dos docenas, no siendo las otras más que variantes o integrantes, o j
irones o ruinas de aquellas pocas — se darían cuenta, con gran escándalo, de que todas
o casi todas son Vueltas del Revés, es decir, Paradojas. Los mismos errores moder
nos no suelen ser sino antiguas ideas invertidas. Cuando Rousseau os dice que lo
s hombres han nacido buenos, pero que la sociedad los ha hecho malos, vuelve del
revés el conocido dogma del pecado original; y cuando el teórico del Progreso afirm
a que de lo Peor viene lo Mejor; y el de la Evolución que lo Complejo es transform
ación de lo Simple; o el Monista que todas las Diversidades no son más que manifesta
ciones de lo único, y el Marxista que lo Económico engendra lo Espiritual; cuando lo
s modernos Filósofos Matemáticos afirmaron que el hombre no era, como siempre se había
creído, centro del universo, sino una minúscula especie animal sobre una de las inf
initas esferas desparramadas en el infinito; y cuando los Protestantes gritaron:
el Papa no cuenta y sí sólo las Escrituras; y los Revolucionarios de Francia: el Te
rcer Estado no es nada y debe serlo todo, ¿qué hicieron sino volver al revés opiniones
o doctrinas antiguas y comunes? Pero el verdadero, el mayor Invertidor es Jesús.
El supremo paradojista, el Renovador radical y sin miedo. En eso está parte de su
grandeza. De su eterna novedad y juventud. El secreto de que todo gran corazón, más
tarde o más temprano, gravite hacia su Evangelio. Se encarnó para rehacer a los homb
res, clavados en el error y en el mal; error y mal encuentra en el mundo; ¿cómo no h
abía de invertir las máximas del mundo? Releed las palabras de la Montaña. A cada paso
Jesús quiere que el Bajo sea reconocido como Alto, que el Último sea Primero, que e
l Descartado sea Preferido, que el Despreciado sea Venerado y, en fin, que las a
ntiguas
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opiniones sean reconocidas como Error, y la opinión entonces común como Corrupción y M
uerte. Él ha dicho al Pasado, aterido en su agonía, y a la Naturaleza harto de buen
grado obedecida, y a la Opinión universal y vulgar, el NO más contundente que regist
ra la historia del mundo. En esto es fiel al espíritu de su raza, que de su misma
caída ha podido deducir siempre razones para mayores esperanzas. El pueblo más escla
vo soñaba con dominar a los demás pueblos con el Hijo de David; el más despreciado se
sentía prometido a la Gloria; el más castigado por Dios se creía el más amado; el más peca
dor estaba confiado de ser el único que había de salvarse. Pero esta absurda revanch
a de la conciencia hebrea se convierte en Cristo en una revisión de valores que ll
ega, por la misma lógica de su principio supraterrenal, a una divina reforma de mu
chos principios que la humanidad seguía y respetaba. El supuesto de que parte Jesús
es, en este punto, semejante al del que partió Buda: los hombres son infelices. To
dos. Incluso aquellos que parecen felices; pero Siddharta, para suprimir el dolo
r, enseña que se suprima la vida. Jesús recurre a otra esperanza, tanto más sublime cu
anto más absurda parece. La mayoría de los hombres son infelices porque no han sabid
o encontrar la verdadera vida; conviértanse precisamente en lo opuesto de lo que s
on; hagan lo contrario de lo que hacen y empezará sobre la tierra la fiesta de la
felicidad. Hasta aquí han seguido a la naturaleza, se han dejado guiar por sus ins
tintos; han aceptado, y sólo de palabra, una ley provisional e insuficiente; han a
dorado a los dioses falsos; han creído encontrar la felicidad en el vino, en la ca
rne, en el oro, en el mando, en la crueldad, en el arte, en la ciencia, y no han
hecho sino irritar su mal. Eso quiere decir que el camino es el equivocado; que
se debe volver atrás, renunciar a lo que se había seguido y volver a recoger lo que
se había arrojado; adorar lo que se quemó y quemar lo que habíamos adorado; vencer lo
s instintos animales en vez de satisfacerlos; luchar con nuestra naturaleza en v
ez de halagarla; aceptar una
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nueva ley y vivirla en el espíritu sin omisiones. Si hasta ahora no se ha obtenido
lo que se buscaba, no queda más que invertir la vida presente, es decir, cambiar
nuestra alma. Nuestra infelicidad permanente es la prueba de que la experiencia
del viejo mundo resultó fallida; que nos es hostil la naturaleza; que el pasado no
tiene razón; que el vivir como bestias y según los instintos elementales de las bes
tias, apenas embellecidos y barnizados de humanidad, es lo mismo que pudrirse en
el descontento y resolverse en la desesperación. Los que, dolientes o burlones, h
an denunciado la infinita miseria del hombre, han visto bien. Los pesimistas tie
nen razón. ¿Cómo refutar a los acusadores de nuestra bribonería, a los despreciadores de
nuestra impotencia, a los burladores de nuestra ignominia? Todo aquel que no ha
nacida para resolverse contento en la lombriguera comiendo su ración de tierra; t
odo aquel que no sólo tiene dos manos y un estómago, sino un alma y un corazón; todo a
quel cuya alma es de temple más sutil y, por tanto, incesantemente herida, no pued
e menos de sentir disgusto hacia los hombres. En los de condición más áspera esa repug
nancia se trueca en odio; en los de natural más generoso y rico, en compasión y amor
. Cuando Gíacomo Leopardi, después de haber perdido, tal vez por culpa de los imperf
ectos cristianos que tenia en derredor, el amor al Cristo de su niñez, se consumía e
n la desesperación razonadora y concluía: "amargura y fastidio, eso es la vida y no
otra cosa alguna", ¿quién se atrevería a gritarle?: ¡Cállate, desventurado!; si no sient
es más que amargura, depende del ajenjo que tienes en la boca, y si te aburres, la
culpa es tuya, que has cauterizado con la piedra infernal del raciocinio los se
ntimientos que hubieran alegrado o, al menos, hecho soportable tu vida". No. Leo
pardi no se equivocaba. Cuando uno ve a los hombres como son y no tiene esperanz
a de salvarlos, es decir, de cambiarlos, y no puede vivir como viven ellos, porq
ue es muy de otra manera, y no consigue amarlos porque
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los cree condenados a la infelicidad y maldad eternas, y para él los brutos serán br
utos siempre y los cobardes siempre cobardes y los bellacos siempre bellacos y l
os sucios más enfangados cada vez en su suciedad, ¿qué otra cosa puede hacer sino acon
sejar al corazón que calle y esperar en la muerte? El problema es éste: ¿son inmutable
s los hombres, incapaces de transformación ni mejora? ¿Puede, por el contrario, el h
ombre trashumanizarse, santificarse, divinizarse? La respuesta es de tremenda gr
avedad. Todo nuestro porvenir está en esa pregunta. Incluso entre los hombres que
están sobre los demás hombres, la mayoría no han tenido plena conciencia del dilema. M
uchos han creído y creen que se puede cambiar la forma de la vida, pero no el fond
o, y que al hombre todo le será dado menos el cambiar la manera de ser de su espírit
u. El hombre, dicen, podrá ser más dueño del mundo, más rico, más docto; pero no podrá camb
ar nunca su estructura moral; sus sentimientos, sus instintos primeros serán siemp
re los mismos, como eran en los selváticos habitantes de las cavernas, en los cons
tructores de las ciudades lacustres, en los bárbaros de las primeras hordas, en lo
s pueblos de los más antiguos reinos. Otros sienten el horror por el hombre tal co
mo ha sido y como es; pero antes de ahondar en la desesperación del nihilismo cons
ideran al hombre como podría ser, tienen segura fe en una mejora del alma y se sie
nten felices en la divina pero terrible empresa de preparar la felicidad de sus
hermanos. No hay, para los hombres, otra elección. O la más desconsoladora angustia
o la fe más intrépida. O Morir o Salvar. El pasado es horrible, el presente es asque
roso. Demos toda nuestra vida, ofrezcamos todo nuestro poder de amar y de entend
er, para que el Mañana sea mejor, para que el Futuro sea feliz. Si hasta aquí nos he
mos equivocado — y la prueba irrefutable es que estamos mal —, trabajemos por el nac
imiento de un hombre nuevo y de una vida nueva. Esta es la única luz o la felicida
d no les será concedida nunca a los hombres, o si la felicidad
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puede ser nuestra común y eterna posesión — y esto es lo que enseña Jesús — no la podremos
lcanzar más que a ese precio: cambiar de camino, transformar el alma, crear valore
s nuevos, negar los antiguos, decir el NO de la santidad al SI engañador del Mundo
. Si Cristo se hubiese equivocado, no nos quedaría más que la negación absoluta y univ
ersal y el voluntario aniquilamiento. O el ateísmo riguroso y total — no el hipócrita
y manco de los pusilánimes escépticos de hoy —, o la fe operante en el Cristo y el Amo
r que salva y resucita.
FUE DICHO
La historia del hombre es la historia de una enseñanza. Historia de una guerra ent
re los menos, fuertes de espíritu, y los más, fuertes en número. Es la historia de una
educación muchas veces fallida y muchas veces recomendada; de una educación ingrata
, dificultosa, padecida de mala gana, rechazada frecuentemente; de cuando en cua
ndo preterida y de allí a poco reanudada. Los más antiguos Legisladores, los Pastore
s de las naciones nacientes y principiantes, los Reyes fundadores de ciudades e
institutores de justicia, los sabios Maestros empezaron hace mucho la doma de la
bestia. Con la palabra hablada y esculpida domaron a los hombres lobos, desbast
aron a los salvajes, refrenaron a los bárbaros, amaestraron a los infantes encanec
idos, suavizaron a los feroces, doblegaron a los violentos, a los vengadores, a
los inhumanos. Con la suavidad de la palabra o el terror de las penas, Orfeos o
Darcones, prometedores o amenazadores, en nombre de los dioses del Olimpo o de l
os dioses subterráneos, cortaron las uñas que renacieron, pusieron bozales a las boc
as dentadas, protegieron a los indefensos, a las víctimas, a los peregrinos, a las
mujeres. La vieja ley, la que se encuentra con pequeñas diferencias en el Manava
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Dharmasastra y en el Pentateuco, en el Ta-hio y en el Avesta, en las tradiciones
de Solón y de Numa, en las sentencias de Hesíodo y de los Siete Sabios, es un prime
r esfuerzo, imperfecto, grosero, inadecuado, para extraer de la confusión de la an
imalidad un esbozo, un principio, un simulacro de humanidad. Esta ley se reducía a
pocas prohibiciones fundamentales: no robar, no matar, no jurar, no fornicar, n
o forzar al débil, no vejar al extranjero y al esclavo. Son las virtudes sociales
estrictamente necesarias para una convivencia útil a todos. El legislador se conte
ntaba con disminuir el número de las maldades más comunes. Se satisfacía con un mínimum
de inhibiciones: su ideal rara vez pasaba de ser una justicia aproximada. Pero l
a ley supone antes y a su lado la existencia del mal, la tiranía del instinto. Tod
o precepto suele presuponer su infracción; toda norma, la práctica contraria. Por es
o la ley antigua, la ley de los primeros pueblos no es más que un dique insuficien
te al bruto perpetuo y triunfante Es un conjunto de tolerancias y de medias solu
ciones entre la costumbre y la justicia, entre la naturaleza y la razón, entre la
bestia recalcitrante y el modelo divino. Los hombres de los tiempos antiguos, lo
s hombres carnales, físicos, corporales, corpulentos, sanguíneos, atezados, bien for
mados; los hombres de pelo fosco, de roja faz, devoradores de carne cruda, ladro
nes de ganado, despedazadores de enemigos — dignos de ser llamados, como Héctor Troy
ano, "matadores de hombres — los guerreros de fuerza y de apetito que, después de ha
ber arrastrado por los pies al antagonista muerto, se refocilaban mordiendo gran
des pedazos de carnero y vaciando grandes tazas de vino; los hombres mal domados
, mal subyugados a la Ley, como los que vemos en el Mahabarata y en la Ilíada y en
el Poema de Izdubar, hubieran sido, sin el terror de los castigos y de los dios
es, todavía más feroces y desencadenados. En los tiempos en que por un ojo se pedía la
cabeza, por un dedo un brazo y por una vida cien vidas, la Ley del Talión,
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que pedía sólo ojo por ojo y vida por vida, era una señaladísima victoria de la generosi
dad y de la justicia, aunque a nosotros, después de Jesús, nos parezca espantosa. Pe
ro la Ley era más frecuentemente desobedecida que observada: los fuertes la soport
aban de mala gana; los poderosos, que debían protegerla, la rechazaban; los malvad
os la violaban abiertamente; los débiles la burlaban Y aunque hubiera sido obedeci
da por entero y por todos cada día, no bastaba para vencer el mal hirviente y perp
etuamente reaparecido, contenido a veces, pero nunca suprimido; hecho cada vez más
difícil, pero no imposible; condenado pero no abolido. Era una reducción de la fier
eza nativa, no su extirpación total. Y los hombres, maniatados pero recalcitrantes
habían caído en la simulación de la obediencia: hacían un poco de bien a la vista de to
dos, para poder hacer el mal en secreto con más libertad; exageraban la observanci
a de los preceptos externos, para mejor traicionar el fundamento y el espíritu de
la Ley. A este punto habían llegado cuando Jesús hablaba en la Montaña. Él sabía que la Le
y de Moisés había sido enervada, ahogada en las muertas lagunas del formalismo. La o
bra milenaria de la educación del género humano iba a empezar de nuevo. Era menester
apartar y barrer las cenizas y encenderla de nuevo con el fuego del entusiasmo
originario, volverla a conducir a su destino inicial, que es siempre la Metanoia
, la mutación del alma. Y para eso realizar la Antigua Ley, la Ley disecada y cons
umida. Mas para realizarla, nada mejor que llevarla al extremo, exasperarla hast
a la paradoja y crear, en fin, una Ley Nueva que sustituyese a la antigua y obra
se una verdadera revolución en la naturaleza humana. Un pasaje del Evangelio parec
e negar que fuese éste el supremo propósito de Jesús: "No creáis que yo he venido a abol
ir la ley ni los Profetas: no he venido para abolirla, sino para cumplirla”. Pero
en el mismo Mateo, detrás de esa afirmación tan rotunda, viene un pensamiento que la
limita o la
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explica. Este pensamiento no ha sido comprendido tal vez en su sentido propio po
r muchos que están dominados por la idea de que la Ley de Jesús no es más que la conti
nuación de la Ley de Moisés. "Hasta que no desaparezca cielo y tierra no desaparecerá
la ley ni una jota ni un ápice antes de haber tenido pleno cumplimiento”. Es decir:
no sucederá nunca — como no puede suceder que desaparezca cielo y tierra — que desapar
ezca la más pequeña parte de la ley "hasta tanto que toda cosa no haya tenido plena
efectuación”. Estas últimas palabras están traducidas a la letra, porque aquí está la soluc
del misterio. Jesús no quiere decir más que esto: Hasta que toda cosa — es decir, tod
o lo que hay de santo y perfecto en la antigua Ley — no se haya efectuado, no sea
realmente regla constante de vida, los mandamientos antiguos estarán plenamente en
vigor. Son un mínimum y, por lo tanto, el primer escalón necesario para ascender a
la Ley nueva. Pero cuando todo se haya cumplido y la Ley antigua sea sangre de v
uestra sangre y la Ley nueva se anuncie, entonces ya no tendréis necesidad de las
antiguas legislaciones defectuosas, y una Ley superior y mayor, que dejará muy atrás
a la otra y en parte la negará, ocupará el lugar de aquélla. Con los Fariseos, llevad
o de la polémica, Jesús fue más explícito: "La Ley y los Profetas han durado hasta Juan:
desde entonces está anunciada la buena nueva del Reino de Dios, y cada cual entra
en él por fuerza". (No por la violencia, sino por la fuerza íntima de su infinitame
nte grande perfección). Con Jesús se abre, pues, la Ley nueva y es abrogada la antig
ua y declarada insuficiente. Él empieza frecuentemente con las palabras: "Ha sido
dicho. . ". Y al punto, al antiguo mandamiento, purificado en la paradoja, o sim
plemente vuelto del revés, hace seguir el nuevo: "Pero yo os digo. . . ". Con esto
s "peros" empieza un nuevo día de la educación humana. No es culpa de Jesús si todavía a
ndamos a tientas en el crepúsculo de la mañana.
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PERO YO OS DIGO
"Les fue dicho a los antiguos: no matar ... pero yo os digo: quien se enfurece c
ontra su hermano será sometido al tribunal; y el que haya dicho a su hermano: "rac
a", será sometido al Sanedrín; y quien le haya dicho loco merece ser arrojado a la g
ehenna del fuego" . Jesús va derecho al extremo. No admite ni la posibilidad de ma
tar; no quiere creer que haya un hombre capaz de matar a un hermano. Ni tampoco
de herirle. No concibe siquiera la intención, la voluntad de matarlo. Un solo átomo
de ira, una sola palabra de vituperio, un solo impulso de ofensa, son como una m
anera de asesinato. Los espíritus blandos dirán: exageración. Pero la lógica de Jesús no s
e equivoca. El homicidio no es más que la última consecuencia de un sentimiento. De
la ira se pasa a las malas palabras; de las malas palabras, a las malas acciones
; de los golpes, al asesinato. No basta, pues, prohibir el acto final, el acto m
aterial y exterior. Este no es sino el momento resolutivo de un proceso interior
, del cual se deriva. Es menester, por el contrario, cortar el mal en sus primer
as raíces; quemar la mala planta del odio, que lleva frutos envenenados, desde la
primera semilla. Aquiles, el Pélida — ese mismo Aquiles que se enfureció porque le rob
aron la concubina y, ante el enemigo muerto, pide a los dioses que le conviertan
en caníbal para poder hincar los dientes en aquellas carnes —, Aquiles decía a su mad
re, la de los pies de plata: "¡Oh!, Ya proceda de los dioses o de los hombres, váyan
se enhoramala la contienda y la bilis que hacen que el hombre, aun el prudente,
se deje vencer de la ira; ira mucho más dulce que miel que gotea en la boca, y que
crece en el pecho de los hombres y sale como el humo". Aquiles, después del desas
tre de sus compañeros, después de la muerte de
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su más caro amigo, descubre al cabo lo que es la ira, que sube y vence y ni un río d
e sangre la ahoga. Lo sabe el héroe irascible, pero no se convierte. Y deja el enf
ado contra el Rey de los hombres, únicamente para desahogar sobre el destrozado cu
erpo de Héctor el ansia de venganza. La ira es como el fuego, no se puede apagar s
ino al primer chispazo. Después es tarde. Con profunda razón Jesús condenó la primera in
juria tan rigurosamente. Porque cuando todos sepan cortar al principio todo rese
ntimiento y tragarse las imprecaciones, ya no habrá riñas de palabra ni de obra entr
e los hombres, y el homicidio no será más que tétrica memoria de nuestra antigua fiere
za. "Habéis oído que fue dicho: No cometáis adulterio. Pero yo os digo que quien mira
a una mujer con deseo, ya ha cometido adulterio con ella en su corazón" Jesús no se
detiene aquí tampoco en el caso material en que únicamente se fijan los hombres gros
eros. Se eleva siempre del cuerpo al alma, de la carne a la voluntad, de lo visi
ble a lo invisible . . . El árbol se juzga por el fruto, pero la semilla se juzga
por el árbol. El mal que todos ven se ha visto harto tarde. En aquel punto de su m
adurez difícilmente se puede evitar. El pecado es la pústula que se abre de pronto,
pero que no hubiese aparecido si la sangre hubiese sido purgada a tiempo de humo
res malignos. Cuando un hombre ha convencido a la mujer de otro hombre y los dos
se desean ya, la traición es completa, el adulterio existe, consuman o no el acto
externo. El hombre no se desposa únicamente con el cuerpo de la mujer, sino también
con el alma; si esta alma se ha perdido para él, ha perdido ya lo más, y el perder
lo menos podrá ser doloroso, pero no es lo esencial. Una mujer forzada y estuprada
sin su consentimiento, por un extraño al que no ama, no es adúltera. Lo que más impor
ta es la intención, el sentimiento. El que quiere mantenerse puro ha de abstenerse
incluso de la simple
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concupiscencia pasajera y muda. Porque si no se reprime la mirada del deseo, lue
go se reitera; y de las miradas se pasa pronto a las palabras, al beso, y el amo
r a ningún amado suele perdonar. Pensar, imaginar, desear una traición, ya es traición
; quien no corta el primer hilo, difícilmente podrá salvarse de la vasta red pervers
a que nace de una mirada, y Jesús aconseja precisamente arrancarse el ojo y arroja
rlo, si el mal procede del ojo, y cortarse la mano y tirarla, si el mal procede
de la mano. Consejo que estremece a los pusilánimes e incluso a los fuertes; treme
ndo como la lógica de lo absoluto. Y con todo, los más cobardes, cuando les amenaza
la gangrena, se hacen cortar brazos y piernas, y si un tumor les supura en las vís
ceras están dispuestos a dejarse abrir el vientre con tal de salvarse. Pero se tra
ta de salvar el cuerpo: para conservar el alma sana, sin la cual el cuerpo no es
más que una máquina insensata de carne, todo sacrificio parece monstruoso. "Habéis ta
mbién oído que fue dicho a los antiguos: No perjuraréis. Pero yo os digo: No juréis en a
bsoluto; ni por el cielo, porque es el trono de Dios; ni por la tierra, porque e
s el escabel de sus pies: ni por Jerusalén, porque es la ciudad del gran Rey. No j
uréis ni por vuestra cabeza, porque no podéis hacer blanco o negro ni uno solo de vu
estros cabellos; mas sean vuestras palabras: Sí, sí; no, no; lo demás procede del mali
gno". Quien jura la verdad, tiene miedo; quien jura en falso, traiciona. El prim
ero cree que el poder invocado podría castigarlo; el otro es un impostor que se ap
rovecha de la fe de los demás para mejor engañarlos. En uno y otro caso está mal el ju
rar. Llamar, sintiéndonos impotentes, a un ser superior para que sea testigo y esb
irro en las miserables contiendas de nuestros intereses; jurar por nuestra cabez
a o por la de nuestros hijos, cuando no podemos cambiar la apariencia de la más míni
ma parte de nuestro cuerpo, es un desafío absurdo, casi una blasfemia. Quien dice
la verdad siempre, no por miedo a los daños, sino por natural voluntad del alma, n
o tiene necesidad de recurrir a los juramentos. Los cuales son casi siempre de m
ala fe y no sirven
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ni siquiera para dar entera seguridad a quien aparenta satisfacerse con ellos. P
orque son muchos más en la historia del mundo los juramentos rotos que los manteni
dos, y quien jura con más palabras es precisamente aquel que ya está pensando hacer
traición. "Les fué dicho a los antiguos. Honra a tu padre y a tu madre. Pero yo os d
igo: El que ama padre y madre más que a mí, no es digno de mí”. Antes bien: "Si uno vien
e a mí y no odia a su padre y a su madre, y a su mujer y a sus hijos, y hermanos y
hermanas, e incluso su propia vida, no puede ser mi discípulo". Jesús no condena el
amor filial, pero lo vuelve a poner en su lugar, que no es el primero, como pen
saban los antiguos. El modo máximo del amor, el más puro para él, es el amor paterno.
El padre ama en el hijo el porvenir, la novedad; el hijo ama en el padre lo pasa
do, lo viejo. Pero Jesús viene para cambiar lo pasado, para destruir lo viejo; el
honor a los padres, el encerrarse en la tradición y en la familia, no es suficient
e; puede ser un estorbo para la renovación del mundo. El amor de todos los hombres
es algo más que el amor por aquellos que nos han dado la vida; la salvación de todo
s los hombres es infinitamente preferible al servicio de la familia, constituida
por pocos. Para tener lo más, hay que abandonar, a veces, lo menos. Sería más cómodo am
ar únicamente a los nuestros y de ese amor, muchas veces forzado o fingido, servir
se como excusa para no amar a nadie más. Pero quien ha dedicado su vida a algo que
trasciende, a una empresa grande que quiere a todo el hombre y todos los minuto
s de sus horas hasta la última; quien quiere servir al universo con espíritu univers
al, debe abandonar los efectos comunes, y, si no basta, renegar de ellos. Quien
quiere ser padre en sentido profundo y divino, incluso sin la paternidad física, n
o puede ser únicamente hijo. "Deja que los muertos entierren a sus muertos”. En las
tradiciones doctorales de los fariseos había centenares de preceptos para la purif
icación del cuerpo. Preceptos minuciosos, fastidiosos, complicados y sin verdadero
fundamento terreno o celestial. Pero los,
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fariseos hacían consistir en esas tradiciones lo mejor de la fe. Porque cuesta men
os trabajo lavar un vaso que el alma propia. Para las cosas muertas, basta con u
n poco de agua y un paño; para ésta, hace falta llanto de amor y fuego de voluntad.
"No hay nada fuera del hombre que entrando en él pueda contaminarlo; pero lo que d
el hombre sale, ¡eso sí que contamina al hombre!. . . ¿No comprendéis que todo lo que de
fuera entra en el hombre no lo puede contaminar, porque le entra, no en el cora
zón, sino en el vientre, y va a la letrina? . . . Lo que sale del hombre contamina
al hombre; porque del interior, es decir, del corazón de los hombres, salen malos
pensamientos, fornicaciones, hurtos, homicidios, adulterios, avaricia, malicias
, fraudes, lascivia, envidia, calumnia, soberbia, locura”. El baño con agua de pozo
o de fuente, el baño corporal y ritual, no dispensa del lavatorio interior, mucho
más necesario, y vale más comer con las manos sucias de sudor que rechazar al herman
o hambriento con las manos lavadas a tres aguas. El excremento sale del cuerpo,
desaparece en la cloaca y enriquece los huertos y los campos. Pero hay señores bie
n vestidos tan llenos hasta la garganta de otra especie de estiércol, que el hedor
sale, junto con las palabras, de las bocas en vano enjuagadas y vueltas a enjua
gar. Y esas heces no caen por los retretes bajo tierra, sino que ensucian la vid
a de todos, emponzoñan el aire, manchan aun a los inocentes. De esos hombres excre
menticios hemos de estar lejos aunque se laven doce veces al día; las jabonaduras
de la piel no bastan si el corazón exhala pensamientos pestíferos. El vaciador de le
trinas, si no piensa en el mal, es, sin comparación, más limpio que el rico que, mie
ntras chapotea en el agua olorosa de su baño de mármol, medita alguna nueva fornicac
ión o prepotencia.
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NO RESISTIR
Pero Jesús no ha llegado todavía a la más estupenda de las revoluciones: "Habéis oído que
fue dicho: Ojo por ojo y diente por diente. Pero yo os digo: No hagáis resistencia
al malvado; antes bien, si alguien te abofetea la mejilla derecha, ofrécele la ot
ra; y si alguien quiere llamarte a juicio para quitarte la túnica, déjale también el m
anto. Y si alguien te obliga a andar mil pasos, tú anda con él dos mil”. La antigua le
y del Talión no podía ser abolida con palabras más absolutas. Muchos de los que se dic
en cristianos no sólo no han observado este nuevo mandamiento, pero ni siquiera ha
n fingido acatarle. El principio de la no resistencia frente a la violencia ha s
ido, para una infinidad de creyentes, un escándalo insoportable e inaceptable del
Cristianismo. La respuesta de los hombres a la violencia puede ser de tres maner
as: la venganza, la fuga, el poner la otra mejilla. La primera es el principio bár
baro del Talión, hoy arrinconado y enmascarado en los códigos, pero dominante en el
uso. Al Mal se suele responder con el Mal — o por sí o por medio de personas interme
diarias, mandatarios de la horda incivil, llamados jueces y carniceros. Al Mal h
echo por el primer ofensor se añaden los males cometidos por los justicieros. Much
as veces el castigo se vuelve sobre el vengador y la cadena terrible de las veng
anzas, y de las venganzas de las venganzas, se alarga sin tregua. El Mal es reve
rsible. Recae, aun hecho con voluntad de bien, sobre el que lo comete. Se trate
de naciones, de familias o de individuos, un primer crimen trae consigo y suscit
a expiaciones y castigos que se distribuyen, con siniestra imparcialidad, entre
ofensores y ofendidos. La ley del Talión puede dar un consuelo bestial al que fue
herido primero; pero en vez de detener el Mal, lo multiplica. No es mejor partid
o la fuga. Quien se esconde redobla el valor del enemigo.
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El miedo a la venganza puede, alguna rara vez, detener la mano del violento. Per
o el que huye invita al otro a seguirlo; quien se da por muerto excita al advers
ario a acabar con él: su debilidad se hace cómplice de la ferocidad ajena. También aquí
el Mal engendra el Mal. El único camino, a despecho del absurdo aparente, es el qu
e Jesús aconseja. Si uno te da un bofetón y tú le contestas con dos bofetones, el otro
contestará a puñetazos y tú recurrirás a los puntapiés y sacarás las armas, y uno de los d
s perderá, quizás por una nadería, la vida. Si huyes, tu adversario te seguirá o, apenas
te encuentre, alentado por la primera experiencia, la emprenderá contigo a puntap
iés. Poner la otra mejilla no quiere decir recibir la segunda bofetada. Significa
cortar, desde el primer anillo, la cadena de los males subsiguientes. Tu adversa
rio, que espera la resistencia o la fuga, se siente humillado ante ti y ante sí mi
smo. Todo se lo esperaba menos una cosa así. Está confundido, con confusión que es cas
i vergüenza. Tiene tiempo de recapacitar. Tu inmovilidad le hiela la rabia, le da
tiempo a reflexionar. No puede acusarte de provocación, porque no le respondes; no
puede acusarte de miedo, porque estás dispuesto a recibir el segundo golpe y tú mis
mo le muestras el punto en que puede herir. Todo hombre tiene un oscuro respeto
del valor ajeno, especialmente si ese valor es moral, es decir, de la especie más
rara y difícil. El ofendido que no se resiente ni enfurece y no escapa demuestra más
fuerza de ánimo, más dominio de sí, más verdadero heroísmo que aquel que en la ceguera de
la furia se lanza sobre el ofensor para restituirle doblado el mal recibido. La
impasibilidad, cuando no es tontería; la suavidad, cuando no es cobardía, asombran
como todas las cosas maravillosas, incluso a las almas más vulgares. Hacen compren
der a la bestia que aquel hombre es más que un hombre. La misma bestia, cuando no
se la incita a seguir, con la réplica o con la fuga cobarde, se siente desarmada,
experimenta un respeto casi temeroso ante esta fuerza nueva que no conocía y que l
a confunde. Cuanto más que entre los mayores estímulos del que hiere se cuenta el gu
sto, saboreado ya con el pensamiento, de la ira del injuriado, de su
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resistencia, de la lucha que nacerá del primer ataque. El hombre es animal agonístic
o. Pero aquí el placer desaparece, el gusto queda anulado; no hay ya un adversario
, sino un superior que dice tranquilamente: ¿No te basta? He aquí la otra mejilla, d
esahógate hasta que te hartes. Padezca mejor mi cara que mi alma. Podrás hacerme tod
o el mal que quieras pero no podrás obligarme a estar furioso como tú, frenético como
tú, a ser estúpido como tú; no podrás obligarme a hacer el mal con la excusa de que otro
me hace mal a mí. Para seguir a la letra las palabras de Jesús es menester un tal d
ominio de la sangre, de los nervios y de todos los instintos del hombre inferior
, que poquísimos tienen. Es un consejo amarguísimo y repugnante a la naturaleza. Per
o Jesús no ha dicho nunca que sea fácil seguirlo. No ha afirmado nunca que sea posib
le obedecerle sin duras renuncias, sin batallas interiores ásperas y continuas, si
n renegar del viejo Adán y sin el nacimiento de un hombre nuevo. Pero los frutos d
e la no resistencia, aunque no siempre consigan granar, aunque se malogren al pr
imer retorno del tiempo maligno, son superiores sin comparación a los de la resist
encia y de la fuga. El ejemplo de una dominación espiritual tan fuera de lo corrie
nte, tan imposible de pensar e incomprensible para el común de los hombres; la fas
cinación casi sobrenatural de una conducta tan contraria a las costumbres, a las t
radiciones, a las pasiones ordinarias; este ejemplo, este espectáculo de fuerza, e
ste absurdo milagro, inesperado como todos los milagros, difícil de comprender com
o todos los prodigios; el ejemplo de un hombre sano y válido que parece exteriorme
nte semejante a los demás hombres y con todo se comporta como un ser superior a lo
s demás seres, tan por encima de las fuerzas que mueven a sus semejantes; que se c
onduce, él, hombre, de manera tan extrañamente diversa de todos los hombres; este ej
emplo, si se repite más de una vez y no es imputable a una supina necedad, y no si
n pruebas de valor físico cuando el valor físico es necesario para ayudar y no para
dañar, este ejemplo tiene una eficacia que podemos, aunque
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empapados de las ideas de retorsión y de represalia, imaginar. Imaginar con esfuer
zo. Probar, no; porque de tales ejemplos hemos tenido harto pocos para que se pu
eda aducir una experiencia parcial, como refuerzo de la previsión. Pero si el cons
ejo de Jesús no ha sido obedecido, o lo ha sido muy rara vez, no se puede decir qu
e no sea realizable, ni mucho menos que se le haya de rechazar. Es repugnante a
la naturaleza humana; pero las mayores conquistas morales repugnan a nuestra nat
uraleza. Son como una amputación saludable de una parte de nuestra alma — para algun
os del retoño más vivo de alma — y es justo que la amenaza del corte repugne. Pero, gu
ste o no, el consejo de Cristo es el único que puede resolver totalmente el proble
ma de la violencia. No añade mal a mal, no centuplica el mal, evita el enconarse d
e la herida, resuelve el bubón cuando no es más que una ampolla. Responder con golpe
s a los golpes y con delitos a los delitos es aceptar el principio del malhechor
, reconocerse semejante a él. Responder con la fuga es, a veces, humillarse e inci
tarlo a continuar. Responder con palabras de razón al encolerizado o mal dispuesto
suele ser vana fatiga. Pero responder con un sencillo gesto de aceptación, ofrece
r el pecho a quien te ha golpeado en la espalda, dar mil a quien quiere robarte
ciento, soportar tres días a quien quiere agobiarte una hora, es el acto por excel
encia heroico en su apariencia de cobardía, tan extraordinario que vence al embrut
ecido abofeteador con la irresistible majestad de lo divino. Únicamente quien se h
a vencido a sí mismo puede vencer a los enemigos; solamente los santos persuaden a
los lobos de la mansedumbre; únicamente quien ha transformado el alma propia pued
e transformar el alma de sus hermanos y hacer que el mundo sea menos doloroso pa
ra todos.
ANTINATURA
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El no resistir a la violencia repugna profundamente a nuestra naturaleza Pero Je
sús quiere que nuestra naturaleza llegue a sentir hastío de lo que hoy le gusta y ha
lle contento en lo que ayer le causaba horror. Todas sus palabras presuponen esa
total renovación del espíritu humano. Contradice sin temor algunas de nuestras más co
munes inclinaciones y de nuestros instintos más profundos. Alaba lo que todo el mu
ndo rehuye; condena lo que todos buscamos. No desmiente únicamente lo que los homb
res enseñan — que muchas veces es diferente de lo que de veras hacen y piensan —, sino
que se opone a lo que efectivamente hacen y piensan a diario. Jesús no admite la
perfección del alma natural, del alma primitiva. Cree en su futura perfección, que úni
camente se logrará con el derrocamiento radical de su estado decaído. Su objeto es l
a reforma del hombre; más que la reforma, la reconstrucción del hombre. Con él empieza
la nueva serie: es el modelo, el arquetipo, el Adán de la humanidad, de nuevo mod
elada y refundida. Sócrates quiso reformar la razón; Moisés reformó la ley; otros se con
tentaron con cambiar un ritual, un código, un sistema, una ciencia. Pero Jesús no qu
iere mudar una parte del hombre, sino todo el hombre, de pies a cabeza. Es decir
, el hombre interior, el que es motor y origen de todas las acciones y palabras
del mundo. No hay nada, pues, que no sea de su pertenencia. No reza con él el tran
sigir y el adular. No entrará en componendas con la naturaleza mala e imperfecta;
no encontrará razones especiosas para excusarla, como hacen los filósofos. No se pue
de servir a Jesús y a la naturaleza corrompida. Quien está con Jesús está contra la natu
raleza antigua y bestial y trabaja por la angélica que ha de vencer. Todo el resto
es ceniza y charlatanería. Nada más común entre los hombres que el deseo de las rique
zas. Amontonar dinero de todos modos, aun los más infames, ha parecido siempre la
mejor y más respetada educación. Pero el que quiera ser perfecto, dice Jesús, abandone
todo lo que tiene y cambie gustoso los bienes visibles y presentes por los futu
ros e invisibles.
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Todo hombre piensa afanosamente en el mañana; tiene siempre miedo de que le falte
suelo bajo los pies, que no le baste el pan hasta la nueva cosecha, y tiembla de
no tener bastante tela con que cubrir su cuerpo y el de sus hijos. Pero Jesús ens
eña: No os preocupéis por el mañana. Bástale a cada día su trabajo. Todo hombre quisiera s
er el primero, aun entre sus iguales. Quiere ser superior de una manera o de otr
a a cuantos le rodean. Quiere dominar, mandar, parecer más grande, más rico, más hermo
so, más sabio. La historia de los hombres apenas es otra cosa que el terror de la
inferioridad. Pero Jesús enseña: El que quiera ser el primero de todos, sea el último
de todos y el servidor de todos. El más grande es el más pequeño; el más poderoso ha de
servir al más débil. El que se ensalza será humillado; quien se humille será ensalzado.
La vanidad es otra plaga universal de los hombres. Envenena hasta el bien que ha
cen, porque ese poco bien lo suelen hacer únicamente para que se les vea. Hacen el
mal a escondidas y el bien en la plaza. Jesús manda todo lo contrario. Que tu man
o izquierda no sepa lo que hace la derecha. Cuando quieras rezar, enciérrate en tu
cuarto y no te estés golpeando el pecho por las esquinas en medio de la gente. Si
ayunas, no te muestres por las calles desgreñado y tétrico para hacer ver que haces
penitencia, sino úngete los cabellos y muéstrate de semblante alegre como los demás día
s. No hagas el mal nunca, ni en público ni en secreto; pero cuando hagas el bien,
escóndete para no dar a creer que lo haces para ser alabado. El instinto de conser
var la vida es el más fuerte de cuantos nos gobiernan; no hay infamia, crueldad ni
cobardía que no hagamos cuando se trata de salvar este poco de polvo animado, Per
o quien quiere salvar su vida, advierte Jesús, la perderá, y quien la pierde, la sal
vará. Porque no es vida lo que los más llaman vida y quien renuncia al alma pierde t
ambién la carne que la encierra . Cada uno de nosotros quiere juzgar a sus hermano
s; juzgando nos parece
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estar por encima de los juzgados, ser mejores, más justos, inocentes. Acusar es co
mo decir: nosotros no somos así, En efecto, son siempre los jorobados los primeros
en señalar a quien tiene las espaldas un poco encorvadas. Pero Jesús exclama: No ju
zguéis y no seréis juzgados; no condenéis y no seréis condenados; perdonad y os será perdo
nado. Los hombres se envanecen de ser verdaderamente hombres, es decir, personas
graves, maduras y sabihondas; personas de peso y de respeto; que todo lo saben
y de todo pueden razonar y sentenciar. A las palabras demasiado sinceras se las
llama infantiles; al sencillo se le llama, con desprecio, niño. Pero cuando los di
scípulos le preguntaron quién es el más grande en el reino de los Cielos, Jesús respondió:
"Yo os digo en verdad que si no cambiáis y no os convertís en niños no entraréis en el
Reino de los Cielos". El que presume de serio, de devoto, de puro, de fariseo, r
ehuye todo lo más que puede la compañía de los pecadores, de los caídos, de los contamin
ados, y no acepta a su mesa más que a los justos como le parece serlo él. Pero Jesús a
nuncia sin cansarse que ha venido a buscar a los pecadores antes que a los justo
s, a los malos antes que a los buenos, y no se avergüenza de sentarse a cenar en c
asa de los publicanos y de dejarse ungir los pies por una pecadora. Quien en ver
dad esté limpio fácilmente se libra de ser corrompido por los corrompidos y no debe
dejarlos morir en su podredumbre por miedo a ensuciarse. La avaricia de los homb
res es tan grande que cada cual se ingenia cuanto puede en tomar mucho de los de
más y dar poco. Todos procuran tener; los elogios de la liberalidad no son, muchas
veces, más que un honesto disfraz de la avaricia. Pero Jesús afirma: Mejor es dar q
ue recibir, Solemos odiar a la mayor parte de los hombres con quienes vivimos. L
os odiamos porque tienen más que nosotros, porque no nos dan todo lo que quisiéramos
, porque no se preocupan de nosotros, porque son diferentes de nosotros, porque
existen, en fin. Llegamos a odiar a nuestros amigos, incluso a los que nos han h
echo bien. Jesús ordena amar a los hombres, aun
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a los que nos odian. El que no observa este mandamiento no puede decirse cristia
no. Aunque esté dispuesto a morir, si no ama a quien le mata, no tiene derecho a l
lamarse cristiano Porque el amor de nosotros mismos, origen primero y último de nu
estro odio hacia los demás, compendia todas las otras propensiones y pasiones. Qui
en vence el amor propio y el odio a los demás, puede ya decirse cambiado por enter
o. El resto es consecuencia y derivación natural. El odio a sí mismo y el amor a Dio
s y a los hombres, aun a los enemigos, es el principio y el fin del Cristianismo
. La mayor victoria sobre el hombre antiguo, feroz, ciego y brutal es ésta y no ot
ra alguna. Los hombres no podrán renacer a la felicidad de la paz hasta que no ame
n incluso a aquellos que los ofenden. Amar a los enemigos es el único camino para
que no quede sobre la tierra ni siquiera un enemigo.
ANTES DEL AMOR
Los que niegan a Cristo — porque para admitirle tendrían que negarse a si mismos, y
no saben ver cuanto ganarían en el cambio, y tienen demasiado miedo de perder porq
ue se preocupan de lo que es barredura y a ellos les parece magnificencia —; los q
ue niegan a Cristo, para excusarse de no seguirle, han inventado, hace tiempo, u
n pretexto, una razón "docta": no ha dicho nada nuevo. Sus palabras se encuentran
en Oriente y en Occidente, siglos antes; o las ha robado o las repite sin saber
que no le pertenecen. Y si no ha dicho nada nuevo, no es tan grande como andan d
iciendo; si no es tan grande, no hay para qué escucharle; es de ignorantes el admi
rarlo, de mentecatos el obedecerle, de tontos el respetarle.
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Entretanto, estos fisgones de genealogías ideales no dicen si las ideas de Jesús, se
an viejas o nuevas, son dignas de tomarse en cuenta o no; entretanto, no se atre
ven a pretender que el volver a consagrar con la muerte una gran verdad, una ver
dad olvidada y no practicada, sea lo mismo que nada; entretanto, no miran bien s
i entre las ideas de Jesús y las otras más antiguas hay verdadera identidad de senti
do y de espíritu o solamente simple asonancia y lejano parecido de palabras; entre
tanto, para no equivocarse, no aceptan ni la ley de Jesús ni las de los supuestos
maestros de Jesús, y siguen viviendo tranquilamente su vida puerca como si el Evan
gelio no se dirigiera también a ellos. Hubo un tiempo en que se amaban entre sí los
de la misma sangre; y los ciudadanos de la misma ciudad se toleraban mientras el
uno no hiciese mal al otro; para los extranjeros, si no eran huéspedes, no había más
que odio y exterminio. Dentro de la familia, un poco de amor; dentro de la Polis
, una justicia aproximada; fuera de las murallas y de los confines, odio inextin
guible. Se levantaron entonces, a distancia de siglos, voces que pedían un poco de
amor también para los prójimos para los que no eran de la misma casa, pero de la mi
sma nación; que pedían un poco de justicia para el extranjero, para los mismos enemi
gos. Hubiera sido un progreso admirable. Pero aquellas voces — eran tan raras, tan
débiles, tan lejanas — no fueron oídas, y si fueron oídas no fueron escuchadas. Cuatro
siglos antes de Cristo, un sabio de la China, Me-ti, escribió todo un libro, el Ki
esiang-ngai, para decir que los hombres debían amarse. Decía: "El sabio que quiera m
ejorar el mundo puede mejorarlo únicamente si conoce con certeza el origen del des
orden; si no lo sabe, no puede mejorarlo. . . ¿Por qué nacen los desórdenes? Nacen por
que no nos amamos los unos a los otros. Los súbditos y los hijos no tienen respeto
filial por los príncipes y los padres; los hijos se aman a sí mismos, pero no a sus
padres, y hacen agravio a sus padres en provecho propio. Los hermanos menores s
e aman a sí mismos, pero no aman a sus hermanos mayores; los súbditos se aman a si m
ismos pero no aman a sus príncipes . . . El padre no tiene
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indulgencia para con el hijo; el hermano mayor para con el hermano más pequeño: el p
ríncipe para con los súbditos. El padre se ama a sí mismo y no ama a su hijo y hace daño
a su hijo en provecho propio . . . Así, bajo el cielo, los salteadores aman su ca
sa y no aman a los vecinos, y por eso saquean la casa de los demás para llenar la
propia. Los ladrones aman a su cuerno y no aman a los hombres, y por eso roban a
los hombres por el bien de su cuerpo. Si los ladrones considerasen los cuerpos
de los demás hombres como el propio cuerpo. ¿quién robaría? Los ladrones desaparecerían .
Si se llegase al recíproco amor universal, los estados no se harían la guerra, las f
amilias no serían turbadas, los ladrones desaparecerían los príncipes, los súbditos, los
padres y los hijos serían respetuosos e indulgentes y el mundo se mejoraría." Para
Me-ti el amor — o por traducir mejor, una benevolencia compuesta de respeto e indu
lgencia — es la argamasa que ha de tener más unidos a los ciudadanos y al Estado, es
un remedio contra los males de la convivencia, una panacea social. "Devuelve am
abilidad por ofensa", sugiere tímidamente el misterioso Laotse. Pero la cortesía es
prudencia y suavidad; no es amor. Su contemporáneo, el viejo Confucio, enseñaba una
doctrina que, según su discípulo Tseng-tse, consistía en la rectitud del corazón y en el
amar al prójimo como a nosotros mismos El "próximo", téngase en cuenta, y no el "leja
no", el extraño, el enemigo. Confucio predicaba el amor filial y la benevolencia g
eneral, necesaria a la buena marcha de los reinos; pero no pensaba en condenar e
l odio. En los mismos Lun-yu donde se leen las palabras de Tseng-tse, encontramo
s estas otras — tomadas del más antiguo texto confuciano, el Ta-hio — : "Sólo el hombre
justo y humano es capaz de amar y de odiar a los hombres como conviene". Su cont
emporáneo Gautama recomendó el amor de los hombres, de todos los hombres, aun los más
miserables y despreciados. Pero el mismo amor — añade — también se debe a los animales,
a todos los seres vivientes. En el
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Budismo el amor del hombre hacia el hombre no se considera más que como un ejercic
io saludable para el desarraigo total del amor de sí mismo, primero y más fuerte sos
tén de la existencia. Buda quiere suprimir el dolor, y para suprimir el dolor no v
e otro camino que anegar las almas personales en un alma universal, en el nirvan
a, en la nada. El budista no ama al hermano por amor del hermano, sino por amor
de si mismo; es decir, para ahuyentar el dolor, para dominar el egoísmo, para prep
ararse al aniquilamiento. Su amor universal es gélido e interesado, egoísta: una for
ma de la indiferencia estoica para el dolor como para la alegría. En Egipto todo c
adáver llevaba consigo una copia del Libro de los Muertos, especie de apología preve
ntiva del alma ante el tribunal de Osiris. El muerto se alaba a sí mismo de haber
sido justo y dado aún a quien no había menester: "¡Yo no he hecho pasar hambre a nadie
! ¡No he hecho llorar! ¡No he matado! ¡No he ordenado el homicidio a traición! ¡No he come
tido fraudes contra nadie! ... He dado pan al hambriento, agua al sediento, vest
idos al desnudo; una barca a quien se había detenido en viaje; sacrificios a los d
ioses; banquetes fúnebres a los muertos". Está allí la justicia y están las obras de mis
ericordia — ¿todas las habrán hecho en verdad? —; pero no se encuentra el amor, y mucho
menos el amor a los enemigos. Si queremos saber cómo trataban los Egipcios a los e
nemigos, leamos una inscripción del gran rey Pepi I Miriri: "Este ejército marchó en p
az: entró como le plugo en el país de los Hirushaitu. Este ejército marchó en paz.: desh
izo el país de los Hirushaitu. Este ejército marchó en paz: cortó todas sus higueras y s
us viñas. Este ejército marchó en paz: prendió fuego a todas sus casas. Este ejército marc
hó en paz: mató sus soldados por miríadas. Este ejército marchó en paz: llevóse consigo sus
hombres, las mujeres y los niños en gran número". También Zarathustra dejó una Ley a los
Iranios. Esta ley manda a los devotos de Ahura Mazda que sean buenos con sus co
mpañeros de fe: darán un vestido a los desnudos y no negarán el pan al trabajador hamb
riento. Seguimos en la caridad material para aquellos que no pertenecen y sirven
y
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son vecinos. De amor no se habla. Se ha dicho que Jesús no ha añadido nada a la Ley
mosaica — y que ha repetido únicamente con más énfasis los antiguos mandamientos. "Ojo p
or ojo, diente por diente, mano por mano, pie por pie, quemadura por quemadura,
herida por herida, contusión por contusión..." así habla Moisés en el Exodo. "Tú devorarás
todos los pueblos que el Señor tu Dios pondrá en tu poder. No se apiade sobre ellos
tu ojo. . . ". Así estaba escrito en el Deuteronomio. Un paso más y hemos llegado a
l amor: "No harás daño ni afligirás al forastero; porque también vosotros fuisteis extra
njeros en la tierra de Egipto". Es un principio: no harás mal a extranjero en memo
ria del tiempo en que también tú fuiste extranjero. Pero el extranjero que vive entr
e nosotros no es enemigo, y el no hacerle mal no significa hacerle bien. El Éxodo
ordena que no se le aflija; el Deuteronomio es ya más generoso: "Si un forastero h
abita en vuestro país y mora entre vosotros, no le reprochéis; mas esté entre vosotros
como si entre vosotros hubiese nacido y amadlo como a vosotros mismos. . . ". S
iempre el forastero, el forastero que habita entre vosotros y se hace vuestro co
nciudadano y se hace como uno de vosotros, amigo vuestro. En el mismo libro leem
os: "No busques la venganza ni conserves memoria de la injuria de tus conciudada
nos". Es un paso más: no hagas mal a quien te ofenda, con tal que sea de tu misma
nación. Hemos llegado, si no al perdón, al olvido generoso, aunque reservado sólo a lo
s prójimos. "Amarás al amigo como a ti mismo". Al amigo, es decir, al prójimo, al conc
iudadano, que es hermano tuyo de raza, que puede ayudarte. ¿Pero al enemigo? También
hay algo para el enemigo: "Si encuentras al buey de tu enemigo o al asno que se
le ha escapado, llévalos de nuevo a él. Si ves al asno del que te odia, caer bajo l
a carga, no seguirás adelante, sino que echarás una mano para levantarlo". ¡Oh, gran b
ondad de los judíos antiguos! ¡Sería tan placentero echar al burro más lejos para que a
su amo le costase más trabajo encontrarlo! Y cuando uno se encuentra en el camino
al
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burro caído por la carga desproporcionada, ¡también sería divertido sonreír entre las barb
as y seguir adelante! Pero el corazón del antiguo Hebreo no está empedernido hasta e
se punto. Es el asno animal harto precioso en aquel país y en aquellos tiempos. No
se vive bien sin, por lo menos, una burra en la cuadra. Y todo el mundo tiene u
na burra: el amigo y el enemigo; y hoy se ha escapado la tuya y mañana podría escapa
rse la mía. No nos venguemos en las bestias aunque el amo sea un bestia. Porque si
de éste soy enemigo, también él es enemigo mío. Démosle un buen ejemplo, un ejemplo, es d
e esperar, provechoso. Llevémosle el burro a casa; echémosle una mano para ponerle d
e nuevo la albarda y cargarle. Hagamos a los demás lo que los demás harán, es de esper
ar, por nosotros . . . Y en aquel momento, sobre las orejas y la grupa del burro
, depongamos, misericordiosos, todo mal pensamiento. Es harto poco. El viejo Heb
reo ha hecho ya un tremendo esfuerzo sobre sí preocupándose de la bestia de su enemi
go. Pero los Salmos, en compensación, resuenan a cada paso de improperios contra l
os enemigos y de invocaciones violentas al Señor para que los persiga y los destru
ya: "¡Sobre la cabeza de los que me rodean, recaiga el daño de sus labios! ¡Caigan sob
re ellos carbones encendidos; sean precipitados en el fuego; en abismos de donde
no puedan salir más! ¡Sorpréndales la ruina imprevista y caigan en la red que han ten
dido; en la fosa que han cavado se precipiten en perdición! ¡Entonces mi alma se reg
ocijará en el Eterno!". En un mundo de tal suerte, es justo que Saúl se asombre de q
ue su enemigo David no le haya dado muerte y que Job se gloríe de no haberse alegr
ado de la desventura del enemigo. Únicamente en los Proverbios encontramos alguna
palabra que promete las de Jesús: "No digáis: yo devolveré el mal: espera al Señor y El
te salvará". El enemigo debe tener castigo, pero de manos más poderosas que las tuya
s. Mas el anónimo moralista llega hasta la caridad. "Si el que te odia tiene hambr
e, dale pan que comer; y si tiene sed, dale de beber agua”. Es un progreso: la mis
ericordia no se detiene en el buey, sino que se extiende al amo. Pero de estas tím
idas máximas, escondidas en un rincón de las
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Giovanni Papini - Historia de Cristo
Escrituras, no podían ciertamente brotar las maravillas de amor del Sermón de la Mon
taña. Pero ahí está, añaden, Hillel: el rabino Hillel, el gran Hillel, maestro de Gamali
el, Hillel Habbablí o Babilonío. Este célebre Fariseo vivía un poco antes de Jesús y enseña
a, dicen, las mismas cosas que después enseñó Jesús. Era, si se quiere, un Judío liberal,
un Fariseo razonable, un Rabino inteligente; pero ¿Cristiano? ¿Por qué? Ha dicho, sí, es
tas palabras: "No hagas a los demás lo que a ti no te gusta: ésta es toda la ley, lo
demás no es sino comentario". Son bellas palabras, para un maestro de la antigua
ley, pero ¡cuán distantes, todavía, de las del promulgador de la nueva ley! El precept
o es negativo: no hacer. No dice: haz el bien a quien te haga mal. Sino: No haga
s a los otros — y estos otros son ciertamente los compañeros, los conciudadanos, los
familiares, los amigos — lo que tú sentirías como mal. Es una blanda prohibición de hac
er daño, no un mandato absoluto de amar. En efecto, los descendientes de Hillel fu
eron los Talmudistas, que empantanaron la Ley en la laguna máxima de la casuística;
descendientes de Jesús fueron los mártires que bendecían a sus martirizadores. También F
ilón, hebreo alejandrino, metafísico platonizante, una veintena de años anterior a Jesús
, ha dejado un tratadillo sobre el amor de los hombres. Pero Filón, con todo su ta
lento y todas sus especulaciones místicas y mesiánicas, es siempre, como Hillel, un
teórico, un hombre de pluma, de tintero, de estudios, de libros, de sistemas, de c
onceptos, de abstracciones, de clasificaciones. Su estrategia dialéctica saca a re
lucir en orden de desfile miles de palabras, pero no sabe encontrar la palabra q
ue cambia en un instante el pasado, la palabra que reúne los corazones. Ha hablado
del amor más que Cristo, pero no ha sabido decir — y no habría sabido comprender — lo q
ue Cristo dijo a sus ignorantes amigos en la Montaña. ¿Es posible que en Grecia, man
antial donde todos han bebido, no se encuentre el amor a los enemigos? En Grecia
, gustan de decir los
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paganizantes, los enemigos de la "superstición palestinense", está todo; para las co
sas del espíritu, es la China del Occidente, madre de toda invención. En el Ayax de
Sófocles, el famoso Odiseo se conmueve ante el enemigo reducido a miserable estado
. En vano la misma Atenea, la sabiduría helénica personificada en la lechuza sagrada
, le recuerda que "la risa más placentera es reírse del enemigo”. Pero Ulises no se pe
rsuade: "Yo le compadezco aunque sea enemigo, porque le veo tan desventurado, li
gado a una mala suerte. Y mirándole pienso en mí. Porque veo que cuantos vivimos no
somos otra cosa que fantasmas, sombras ligeras . . . No es justo hacer mal a un
hombre si se muere, aunque le odiases”. Me parece que estamos todavía distantes. El
astuto Ulises no lo es tanto que no se vean los motivos de su enternecimiento in
natural. Compadece al enemigo porque piensa en sí mismo y en que le podría ocurrir u
n mal semejante, y le perdona porque lo ve en triste estado y moribundo. Uno más p
rudente que Ulises, el hijo del escultor Sofronisco, se ha propuesto, entre otro
s, el problema de cómo debe comportarse el justo con el enemigo. Pero leyendo los
textos se descubren, con extrañeza, dos Sócrates de parecer contrario. El Sócrates de
Jenofonte acepta francamente el sentir común: a los amigos se les trata bien y a l
os enemigos mal; antes bien, es mejor adelantarse a los enemigos en el hacer mal
: "Es hombre digno de alabanza — dice Cherécrates — el que se adelanta a sus enemigos
tratándoles mal y a sus amigos sirviéndoles". Pero el Sócrates de Platón no acepta la op
inión corriente: "No se debe — le dice a Critón — devolver a nadie injusticia por injust
icia, mal por mal, sea cualquiera la injuria que hayas recibido". Y lo mismo afi
rma en la República, añadiendo en apoyo de su opinión que los malos no se hacen mejore
s por la venganza. Pero lo que reina en la cabeza de Sócrates es el pensamiento de
la justicia, no el sentimiento del amor: en ningún caso el hombre justo debe hace
r el mal, pero, tengámoslo en cuenta, por respeto a si mismo, no por afecto al ene
migo; el malo debe castigarse por sí mismo o de otra manera lo castigarán, después de
muerto, los jueces infernales. El escolar de Platón,
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Aristóteles, volverá tranquilamente a la antigua idea: "El no resentirse por las ofe
nsas — dirá en la Etica a Nicómaco — es propio de un hombre vil y esclavo”. En Grecia, por
tanto, hay poco que descubrir que haga al caso de los rebuscadores de precedent
es cristianos. Pero los negadores de Jesús, para hacer creer que el Cristianismo e
xistía antes de Cristo, han encontrado también un rival a Jesús en Roma, en los mismos
palacios del César: Séneca. Séneca, el director de conciencia de los "jóvenes señores" de
l gran mundo, en el estoicismo reformado; el aristócrata abstracto que no se conmu
eve nunca ante las penas de los humildes; el propietario que desprecia las rique
zas y no las suelta; que afirma la igualdad entre libres y esclavos, y de esclav
os se sirve; el ingenioso anatomista de casos, de escrúpulos, de males, de vicios
efectivos y de virtudes deseadas; el que canalizó la antigua doctrina de Crisippo,
necia, aunque hasta cierto punto limpia, hacia el estuario del preciosismo; Sénec
a, moralista, habría sido, pues, cristiano sin saberlo, en los mismos años de la vid
a de Cristo. Porque rebuscando en sus obras, harto copiosas — y muchas fueron escr
itas después de la muerte de Jesús, porque Séneca esperó a suicidarse hasta el año 65 —, ha
encontrado que "el sabio no se venga, sino que olvida las ofensas", y que "para
imitar a los dioses hay que hacer el bien aun a los ingratos, porque el sol bri
lla también sobre los malos y el mal soporta a los corsarios", y hasta que "es men
ester socorrer a los enemigos con mano amiga”. Pero el "olvido" del filósofo no es e
l "perdón"; y el "socorro" puede ser beneficencia, pero no es amor. El soberbio, e
l estoico, el fariseo, el filósofo orgulloso de su filosofía, el justo satisfecho de
su justicia, pueden despreciar las ofensas de los pequeños, las mordeduras de los
adversarios y pueden también, por prurito de magnanimidad y por ganarse la admira
ción de los pueblos, dar un pan al enemigo hambriento para humillarle más duramente
desde la altura de su perfección. Pero ese pan fue cocido casi siempre con la leva
dura de la vanidad, y esa mano amiga no hubiera sabido enjugar una lágrima ni limp
iar una herida.
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El mundo antiguo no conoce el Amor. Conoce la pasión por la mujer, la amistad por
el amigo, la justicia para el ciudadano, la hospitalidad para el forastero. Pero
no conoce el Amor. Zeus protege a los peregrinos y a los extranjeros; y al que
llama a la puerta del griego no le será negado un pedazo de carne, una taza de vin
o y un lecho. Los pobres serán albergados, los enfermos serán asistidos, los lloroso
s serán consolados con bellas palabras; pero los antiguos no conocerán el Amor, el a
mor que sufre y se sacrifica, el amor hacia todos los que sufren y son abandonad
os, el amor hacia la gente baja, hacia la pobre gente, hacia la gente despreciad
a, pisoteada, maldita, desamparada; el amor para todos, el amor que no hace dife
rencia entre ciudadano y extranjero, entre bello y feo, entre delincuente y filóso
fo, entre hermano y enemigo. En el último canto de la Ilíada vemos a un viejo lloros
o, a un padre que besa la mano de un Enemigo, del mas terrible enemigo, del que
le ha matado a sus hijos, y hace pocos días al hijo mas querido. Priamo, el viejo
rey, el jefe de la ciudad profanada, el dueño de muchas riquezas, el padre de cinc
uenta hijos, está arrodillado a los pies de Aquiles, el mayor héroe y el mas infeliz
de los Griegos, el hijo de una mitológica diosa del mar, el vengador de Patroclo,
el matador de Héctor. La cabeza blanca del viejo arrodillado se inclina ante la j
uventud orgullosa del vencedor. Y Priamo llora al hijo amado, al más fuerte, al más
hermoso, al más amado de sus cincuenta hijos, y besa la mano que lo mató. "También tú — le
dice al matador— tienes un padre canoso, caduco, lejano, indefenso. En nombre del
amor de tu padre, devuélveme al menos el cadáver de mi hijo." Aquiles, el feroz, el
despiadado, el carnicero Aquiles, aparta suavemente al suplicante y se echa a l
lorar. Y ambos enemigos, el vencido y el vencedor, el padre que ya no tiene hijo
y el hijo que no volverá a ver a su padre, el Viejo todo blanco y el Joven de rub
ios cabellos rasurados, ambos lloran juntos, por primera vez, hermanados en el d
olor. Los demás, en derredor, miran mudos y estupefactos. Nosotros mismos, después d
e treinta siglos, no podemos dejar de conmovernos ante aquel llanto.
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Pero en el beso de Priamo no hay perdón, no hay amor. El Rey se humilla a los pies
de Aquiles porque, solo y enemigo, quiere obtener una gracia difícil y fuera de u
so. Pero Aquiles no llora sobre Héctor muerto, ni por Priamo lloroso, por el poder
oso que ha tenido que humillarse, por el enemigo que ha tenido que besar la mano
homicida. Llora por el amigo perdido, por Patroclo, caro para él sobre los hombre
s todos; por Peleo, abandonado a Ftías; por su padre, a quien nunca más verá, porque s
abe que sus jóvenes días están contados. Y devuelve al padre el cuerpo de su hijo — aque
l cuerpo que durante tantos días ha arrastrado en el polvo — porque Zeus quiere que
le sea devuelto, no porque se haya aplacado su sed de venganza. Cada cual llora
sobre sí mismo; el beso de Priamo es una dura necesidad; la restitución de Aquiles e
s obediencia a los dioses. En el más noble mundo heroico de la antigüedad no hay lug
ar para el amor que destruye al odio y ocupa el lugar del odio, para el amor más f
uerte que la fuerza del odio, más ardiente, más implacable, más fiel; para el amar que
no es olvido del daño, sino amor del daño recibido — porque el mal es una desventura
para quien lo comete más que para nosotros —; no hay lugar para el amor de los enemi
gos. De este amor ninguno habló antes de Jesús: ninguno de los que hablaron del amor
. No se conoció este amor hasta el Sermón de la Montaña. Es una de las grandezas y una
novedad de la doctrina moral de Jesús: su novedad más grande, su grandeza eternamen
te nueva, nueva también para nosotros por no entendida, imitada ni obedecida; infi
nitamente eterna como la verdad.
AMAD
"Habéis oído que fue dicho: Ama a tu prójimo y odia a tu enemigo. Pero yo os digo: Ama
d a vuestros enemigos, bendecid a los que os maldicen, haced bien a los que os o
dian, rogad por los que os hacen daño, que os ultrajan,
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que os persiguen. A fin de que seáis imitadores de vuestro Padre que está en los cie
los; porque Él hace que su sol se levante sobre los malvados y sobre los buenos, y
hace llover sobre los justos y sobre los injustos. Porque si amáis a los que os q
uieren, ¿qué mérito hay en ello? ¿No lo hacen ya los publícanos? Y si acogéis únicamente a
stros hermanos, ¿qué hacéis de singular? ¿No hacen los paganos otro tanto? Sed, pues, pe
rfectos vosotros, como es perfecto vuestro Padre celestial." Pocas palabras, des
nudas, llanas, sin filosofía; pero son la carta magna de la nueva raza, de la terc
era raza que va a nacer. La primera fue la de los Bárbaros sin Ley, y su nombre fu
e la guerra; la segunda la de los bárbaros desbastados por la Ley, y su más alta per
fección fue la Justicia, y es la raza que dura todavía, pues la Justicia no ha venci
do todavía a la Guerra, y la Ley no ha acabado aún de suplantar a la bestialidad. La
tercera debe ser la raza de los Hombres verdaderos, no sólo Justos sino Santos, n
o semejantes a las Bestias sino a Dioses. La idea de Jesús es ésta: transformar a lo
s hombres de Bestias en Santos por medio del Amor. Circe la maga, la consorte sa
tánica de las antiguas mitologías, convertía a los hombres en bestias por medio del pl
acer. Jesús es el antisatanás, el anticirce, el que salva de la animalidad con una f
uerza más poderosa que el placer. No se necesita menos para llevar a cabo esta obr
a, que parece desesperada, a todos los animales apenas desbestializados y a los
hombres abocetados, que recurrir a la imitación de Dios. Para aproximarse a la San
tidad es preciso mirar a la Divinidad. Sed santos, porque Dios es santo. Sed per
fectos, porque Dios es perfecto. Este llamamiento no suena por primera vez en el
corazón del hombre. Dijo Satanás en el jardín: "Seréis como Dioses". Dijo Jehová a sus ju
eces: "Sed Dioses: sed justos como justo es Dios." Pero ahora no se trata de ser
sabios como Dios; no basta ni siquiera con ser justos a semejanza de Dios. Dios
no es únicamente sabiduría y justicia; es nuestro Padre, es Amor. Su tierra da
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pan y flores incluso al homicida; quien blasfema de él, ve todas las mañanas, al des
pertar, el mismo sol refulgente que calienta las manos de los que rezan en el ca
mpo. El Padre ama a quien le abandona y a quien le busca, a quien le obedece en
su casa y a quien le vomita junto con el vino. Un Padre puede entristecerse, pue
de padecer, puede llorar; pero ningún malvado será capaz de conseguir que se haga se
mejante a él, nadie le inducirá a la venganza. Y nosotros, que estamos tan por debaj
o de Dios, criaturas caducas y perecederas que apenas tenemos fuerzas para recor
dar el anteayer y no sabemos el mañana, nosotros, criaturas inferiores y desventur
adas, ¿no tenemos mucho mayores motivos para portarnos con los hermanos de miseria
como Dios lo hace con nosotros? Dios es nuestro ideal supremo, el término de nues
tro querer. Dejarlo solo, alejarse de él, ¿no es alejarse de nuestro único destino, ha
cer imposible, perpetuamente, desesperadamente inasequible, aquella felicidad pa
ra la que hemos sido hechos, imaginada por nosotros, soñada por nosotros, querida,
buscada, invocada, perseguida en vano en todas las falsas felicidades que no so
n de Dios? "Seamos Dioses — exclama Bossuet —, seamos Dioses, que Él nos lo permite, p
or la imitación de su santidad." ¿Quién rechazará el ser semejante a Dios, el estar con
Dios? Dii estis. La divinidad está en nosotros; la bestialidad la envuelve y aprie
ta como una mala corteza que retarda nuestro crecimiento. ¿Quién no querrá ser a maner
a de Dios? ¿Estáis realmente contentos, hombres, de ser hombres, hombres como lo soi
s hoy, medio hombres, medio bestias, centauros sin gallardía, sirenas sin dulzura,
demonios con hocico de faunos y pies de cabra? ¿Estáis satisfechos de vuestra human
idad bastarda e imperfecta, de vuestra animalidad, apenas refrenada, de vuestra
santidad tan sólo deseada? ¿Os parece que la vida de los hombres, tal como fue ayer,
tal como lo es hoy, sea tan grata, tan feliz, tan bienaventurada, que no se deb
a intentar nada para que no siga siendo así, para que sea completamente diferente,
opuesta a la actual, más semejante a la que desde hace miles y miles de años imagin
amos en el futuro y en el cielo? ¿No se podría hacer de esta vida otra vida, trocar
este
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mundo en un mundo más divino, hacer descender, al fin, el cielo, la ley del cielo,
sobre la tierra? Esta nueva vida, este mundo terrenal, pero celeste, es el Rein
o de los Cielos. Y para que el Reino venga a nosotros, hemos de encielarnos, div
inizarnos, trashumanarnos nosotros mismos; hacernos semejantes a Dios. El secret
o de la imitación de Dios es el Amor, el camino cierto de la trashumación, el Amor,
el Amor de Dios, el amor del hombre por Dios, el amor del amigo y del enemigo. S
i este amor fuese imposible, sería imposible, sería imposible nuestra salvación. Si fu
ese repugnante, señal sería de que nos repugna la felicidad. Si fuese absurdo, nuest
ras esperanzas de redención no serían sino absurdo también. El amor hacia los enemigos
le parece locura a la razón común. Quiere decirse que nuestra salud reside en la lo
cura. El amor hacia los enemigos se parece al odio de nosotros mismos. Quiere de
cirse que llegaremos a la bienaventuranza sólo a condición de odiarnos a nosotros mi
smos. Nada debe aferrarnos al punto a que hemos llegado. Porque se ha probado to
do, se han agotado todas las experiencias. No diremos que nos ha faltado tiempo
para todas las pruebas que hemos querido hacer. Desde hace semanas de Milenios e
stamos en la tierra probando y volviendo a probar. Hemos experimentado la feroci
dad, y la sangre ha llamado a la sangre. Hemos experimentado la voluptuosidad, y
la voluptuosidad nos ha dejado en la boca sabor a podredumbre y una sed más ardie
nte. Hemos enervado nuestro cuerpo en los más refinados y perversos placeres hasta
hallarnos, consumidos y tristes, sobre un lecho de estiércol. Hemos experimentado
la Ley y no hemos obedecido la Ley y la hemos cambiado y desobedecido otra vez,
y la Justicia no ha saciado nuestro corazón. Hemos experimentado la Razón, hemos he
cho inventario de todo lo creado, contado las estrellas, descrito las plantas; l
as cosas muertas y las vivas, las hemos atado con el hilo fino de los conceptos,
las hemos transfigurado en los vapores mágicos de las metafísicas y, al fin, las co
sas eran siempre las mismas, y no nos
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bastaban y no se podían renovar, y los hombres y los números no calmaban nuestra ham
bre, y los más sabios han terminado con aburridas confesiones de ignorancia. Hemos
experimentado el Arte y nuestra impotencia ha hecho despertar a los más fuertes,
porque lo Absoluto no está en las formas, la Diversidad rebosa de lo Único, la Mater
ia trabajada no detiene lo Efímero. Hemos experimentado la Riqueza y nos hallamos
más pobres; la Fuerza y nos hemos despertado más débiles. Nuestra alma no se ha aquiet
ado en cosa alguna; nuestro cuerpo no ha encontrado descanso a ninguna sombra; y
el corazón, siempre buscando, siempre desilusionado, está más viejo, más cansado, más vací
, porque en ningún bien creado ha encontrado su Paz, en ningún placer su Contento, e
n ninguna conquista su Felicidad. Jesús nos propone una postrera experiencia: la e
xperiencia del Amor. La que casi nadie ha hecho, o pocos han intentado, o en bre
ves momentos de su vida. La más ardua, la más contraria a nuestro instinto, pero la ún
ica que puede mantener lo que promete. El hombre, tal como sale de la naturaleza
, no piensa más que en sí mismo, no ama más que a sí mismo. Consigue poco a poco, con in
decibles pero lentos esfuerzos, amar durante algún tiempo a su mujer, a sus hijos;
soportar a sus cómplices de caza, de asesinato y de guerra. Puede amar rara vez a
un amigo; más fácilmente puede odiar a quien le ama; no quiere amar a quien le odia
. Y precisamente por esto Jesús ordena el amor hacia los enemigos. Para rehacer al
hombre por entero, para crear un hombre nuevo, es menester extirpar el centro más
tenaz del hombre viejo. Del amor de sí mismo nacen todas las desventuras, los est
ragos, las miserias del mundo. Para domar al antiguo Adán, es menester arrancarle
este amor de sí mismo y sustituírselo por el amor más contrario a su naturaleza presen
te: el amor de los enemigos. La transformación total del hombre parece un absurdo
tan sublime, que únicamente se puede llegar a ella por un camino, al parecer, absu
rdo. Una empresa extraordinaria, antinatural y loca, que sólo puede
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obtenerse con una locura innatural, extraordinaria. Hasta ahora el hombre se ama
a sí mismo y odia al que le odia; el hombre futuro, el habitante del Reino, debe
odiarse a sí mismo y amar a quien le odia. Amar al prójimo como a si mismo — si este a
mor no se entiende en su recto sentido — es una fórmula insuficiente, una concesión al
egoísmo universal. Quien se ama demasiado a sí mismo no puede amar perfectamente a
los demás, y se encuentra por fuerza en conflicto con los demás. Únicamente parece res
olutivo el odio a nosotros mismos. Porque nos amamos, nos admiramos, nos acarici
amos demasiado. Para vencer ese ciego amor es bueno considerar nuestra nada, nue
stra bajeza, nuestra infamia. El odio de sí mismo es humildad y, por ende, princip
io de arrepentimiento y perfección. Y únicamente los humildes entrarán en el Reino de
los Cielos, porque ellos solos saben el largo camino que de él nos separa. Nos air
amos contra los demás porque nuestro ego ya nos parece ofendido sin razón, insuficie
ntemente servido por los demás; matamos al hermano, porque nos parece un estorbo a
nuestro bien: robamos por amor a nuestro cuerpo; fornicamos por complacer a nue
stro cuerpo; la envidia, madre de rivalidades, de contiendas, de guerras, es el
sentimiento de que otro tenga más que nosotros de lo que nosotros no tenemos; el o
rgullo es la ostentación de nuestra certidumbre de ser más que los demás, de tener más q
ue los demás, de valer y saber más que los demás. Todas aquellas cosas que las religio
nes, las morales, las leyes llaman vicios, pecados, delitos, tienen origen en es
te amor por nosotros mismos, en el odio por los demás que nace de este único, solita
rio y desordenado amor. ¿Qué derecho tenemos para odiar a nuestros enemigos, si tamb
ién nosotros hemos caído en la misma culpa por la cual nos parece lícito odiarlos, est
o es, el odio? ¿Qué derecho tenemos a odiarlos, aunque hayan cometido algún mal, aunqu
e los creamos perversos, cuando nosotros mismos, la mayoría de las veces, hemos co
metido los mismos males y estamos empecinados en las
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mismas perversidades? ¿Qué derecho tenemos a odiarlos, si casi siempre es también nues
tra la responsabilidad de su odio, somos nosotros quienes les hemos inducido a o
diarnos con los infinitos errores del monstruoso amor a nosotros mismos? Y quien
odia es infeliz; es el primero en padecer. Al menos en reparación de este padecim
iento, cuya verdadera causa, próxima o lejana, tantas veces somos, debemos respond
er con el amor a aquel odio, con la dulzura a aquella rudeza. Nuestro enemigo es
también nuestro salvador. Debemos estar todos los días agradecidos a los enemigos.
Ellos solos ven claro y dicen sin fingimientos lo que en nosotros hay de feo y d
e innoble. Nos recuerdan nuestro verdadero ser; despiertan la conciencia de nues
tra pobreza moral, principio esencial del segundo nacimiento. Les debemos, también
por este título, amor. Porque nuestro enemigo ha menester amor, y el nuestro prec
isamente. Quien nos ama ya tiene su alegría y parte de su pago. No tiene necesidad
de nuestra correspondencia. Pero el que odia es infeliz, odia porque es infeliz
; el odio es un desahogo amargo de su pena. De esta pena tenemos nosotros quizás p
arte de culpa. Y aunque por imprudente confianza en nosotros mismos creamos no t
enerla, con el amor debemos aliviar la infelicidad del que nos odia, aligerar su
mal, pacificarle, hacerle mejor, convertirle también a él a la bienaventuranza del
amor. Si le amamos le conoceremos mejor; conociéndole mejor le amaremos todavía más. Úni
camente nos quiere bien el que nos conoce; el amor hace transparente a quien se
ama. Si amamos a nuestro enemigo, su alma se nos aparecerá más clara, y cuanto más pen
etremos en él tanto más descubriremos que tiene derecho a nuestra piedad, a nuestro
amor. Porque todo enemigo es un hermano desconocido; se odia frecuentemente a aq
uellos a quienes uno se parece; algo de nosotros mismos, ignorado quizás de nosotr
os mismos, hay en nuestro enemigo y es tal vez la causa de nuestra enemistad. Am
ando al enemigo, elevamos en el conocimiento nuestro espíritu y llevamos el suyo h
acia lo alto. De un odio
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que divide se puede hacer una luz que libera. Del pésimo de los males, el máximo de
los bienes. Por eso ordena Jesús la inversión en las relaciones entre los hombres. C
uando el hombre ame lo que hoy odia y odie lo que ama, el hombre será otro, la vid
a será lo opuesto a esta vida. Y si la vida de hoy está hecha de males y desesperaci
ones, la nueva, siendo todo lo contrario, será toda bondad y consuelos. La felicid
ad, por primera vez, será nuestra; el Reino de los Cielos comenzará en la tierra. Vo
lveremos a encontrar el Paraíso para la Eternidad. Que se perdió porque los primeros
hombres quisieron conocer el bien y el mal. Pero por el amor perfecto, semejant
e al del Padre, el mal desaparecerá. El mal será do , destruido por el bien. El Paraís
o era el amor, el amor entre Dios y el hombre, entre el hombre y la mujer. El nu
evo Paraíso Terrenal será el amor de cada hombre hacia todos los hombres, el Paraíso r
econquistado. Cristo, en este sentido, es el que vuelve a conducir a Adán a las pu
ertas del Jardín y le enseña cómo puede entrar en él de nuevo y habitarlo por siempre Lo
s descendientes de Adán no le han creído; han repetido sus palabras y no las han seg
uido; y los hombres, por sordidez de su corazón, gimen aún en un Infierno Terrestre,
que de siglo en siglo se va haciendo más infernal. Hasta que los tormentos sean t
an atroces e insoportables que en aquellos que los padezcan nazca de improviso e
l odio al odio; hasta que los moribundos rebeldes, en el frenesí de la desesperación
, lleguen a amar a sus verdugos. Entonces, de la gran tiniebla dolorosa, surgirá a
l fin la casta esplendidez de una milagrosa primavera.
PADRE NUESTRO
Los Apóstoles pidieron a Jesús una Oración. Le había dicho a todos que rezasen oraciones
cortas y secretas. Pero no se contentaban con las
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Giovanni Papini - Historia de Cristo
recomendadas por los tibios sacerdotes librescos del Templo. Querían una oración pro
pia, que fuese como el distintivo de los que seguían a Jesús. Jesús en la Montaña enseñó po
primera vez el Padre Nuestro. Es la única fórmula de oración que ha aconsejado Jesús. U
na de las oraciones más sencillas del mundo. La más profunda de cuantas se levantan
de las casas de los hombres y de Dios. Una oración, sin literatura, sin pretension
es teológicas, sin jactancia y sin servilismo. La más hermosa de todas. Pero si el P
adre Nuestro es sencillo, no todos lo entienden. La secular repetición, la mecánica
repetición de la lengua y de los labios, la repetición milenaria, formal, ritual, de
satenta, indiferente, ha hecho de él una sarta de sílabas cuyo sentido primitivo y f
amiliar se ha perdido. Releyéndolo hoy, palabra por palabra, como un texto nuevo,
como si lo tuviéramos por primera vez ante la vista, pierde su carácter de vulgarida
d ritual y reflorece en su primer significado: Padre nuestro: Luego hemos venido
de ti y como a hijos nos amas: de ti no recibiremos ningún mal. Que estás en los Ci
elos: En lo que se contrapone a la Tierra, en la esfera opuesta a la Materia, en
el Espíritu, por tanto, y en aquella parte mínima y con todo eterna del reino espir
itual, que es nuestra alma. Santificado sea el tu nombre. No debemos adorarte únic
amente con las palabras, sino ser dignos de ti, acercarnos a ti, con amor más fuer
te. Porque tú ya no eres el vengador, el Señor de las Batallas, sino el Padre que en
seña la bienaventuranza en la paz. Venga a nos el tu Reino: El Reino de los Cielos
, el Reino del Espíritu y del Amor, el del Evangelio. Hágase tu voluntad así en la Tie
rra como en el Cielo. Tu ley de Bondad y de Perfección domine en el Espíritu y en la
Materia, en todo el
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universo visible e invisible. El pan nuestro de cada día dánosle hoy. Porque la mate
ria de nuestro cuerpo, morada del espíritu, tiene todos los días necesidad de un poc
o de materia para mantenerse. No te pedimos riquezas, que suelen ser estorbo per
nicioso, sino tan sólo aquello poco que nos permita vivir, para hacernos más dignos
de la vida prometida. No sólo de pan vive el hombre, pero sin ese pedazo de pan el
alma, que vive en el cuerpo, no podría nutrirse de las demás cosas más preciosas que
el pan. Perdónanos nuestras deudas así como nosotros perdonamos a nuestros deudores.
Perdónanos, pues nosotros perdonamos a los demás. Tú eres nuestro eterno e infinito a
creedor: nunca podremos pagarte. Pero muévate el que a nosotros, por nuestra natur
aleza enferma, nos cuesta, más condonar una sola deuda a uno solo de nuestros deud
ores, que a ti el cancelar todo lo que debemos. Y no nos dejes caer en la tentac
ión. Somos débiles, enligados todavía en la carnalidad, en este mundo que, a veces; no
s parece tan bello y nos llama a todas las molicies de la infelicidad. Ayúdanos pa
ra que nuestra mutación no sea demasiado dificultosa y combatida, y nuestra entrad
a en el Reino no sufra dilaciones. Mas líbranos del Mal. Tú que estás en el Cielo, que
eres Espíritu y tienes poder sobre el Mal, sobre la Materia irreductible y hostil
que por doquier nos rodea y de la que siempre no es fácil desarraigarse; tú, advers
ario de Satanás; Tú, negación de la Materia, ayúdanos. En esta victoria sobre el Mal — sob
re el Mal que siempre vuelve a retoñar, porque no será de veras vencido sino cuando
todos le hayamos vencido — está nuestra grandeza; pero esa victoria decisiva será meno
s lejana si nos socorres con su alianza. Con esta petición de ayuda termina el Pad
re Nuestro. Donde no se advierte la fastidiosa adulación de las plegarias oriental
es, adornadas de elogios y de hipérboles que parecen inventados por un perro que a
dora a su amo con su
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alma canina porque le permite existir y comer. Ni se encuentra la súplica lamentos
a, quejumbrosa, del salmista que implora de Dios todos los socorros, y con más fre
cuencia los temporales que los espirituales, y se queja si la cosecha no ha ido
bien, si sus conciudadanos no lo respetan, e invoca plagas y saetas contra los e
nemigos, a quienes no sabe vencer por sí solo. Aquí el único elogio es la palabra Padr
e. Una alabanza que es una obligación, un testimonio de amor. A este Padre no se l
e pide otro bien temporal que un poco de pan — dispuestos a ganarlo con el trabajo
, porque también el anuncio del Reino es un trabajo necesario —, y sí pide, además, el m
ismo perdón que concedemos a nuestros enemigos; una válida protección, en fin, para co
mbatir el Mal, enemigo común a todos, opaca muralla que nos impide la entrada en e
l Reino. Quien reza el Padre Nuestro no es orgulloso, mas tampoco se rebaja. Hab
la a su Padre con íntimo y plácido acento de la confidencia, casi de igual a igual.
Está seguro de su amor y sabe que el Padre no ha menester de largos discursos para
conocer sus deseos. "Vuestro Padre — advierte Jesús — sabe lo que habéis menester, ante
s que lo pidáis". La más bella de todas las oraciones es también recuerdo cotidiano de
lo que nos falta para ser semejantes a Dios.
OBRAS PODEROSAS
Jesús, después de haber promulgado la nueva Ley de la imitación de Dios, bajó de la Mont
aña. No se puede estar siempre en lo alto de la Montaña. Apenas llegados a la cima,
estamos destinados a bajar de ella. Necesaria, inapelablemente obligados a bajar
. La subida es ya un compromiso de descenso. Una
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promesa de volver a lo bajo. La ascensión se paga con el descenso; está descontada,
expiada, compensada con el descenso. La tristeza de descender es el precio con q
ue se paga la alegría de subir. El gozo de la subida es un resarcimiento anticipad
o por la melancolía del descenso. Quien tenga que hablar ha de hacerse oír: si habla
siempre en las cimas, pocos permanecen con él — en las cimas hace frío para los que n
o son todo fuego — y a pocos llega su voz. Quien haya venido para dar no puede pre
tender que los hombres — pulmones débiles, corazones gastados, piernas sin nervio — le
sigan a lo alto, lanzándose a pechos por la cuesta arriba. Ha de buscarlos en las
llanuras, en las casas donde se albergan: descender hasta ellos para elevarlos.
Jesús sabe que para que la Buena Nueva sea de todos sabida no bastan los discurso
s elevados dichos en las montañas. Sabe que son menester palabras menos generales,
palabras que se parezcan más al hecho, palabras imágenes, palabras relatos, palabra
s que sean casi hechos. Y sabe que no bastan ni estas palabras siquiera, El pueb
lo sencillo, tosco; el pueblo menudo que sigue a Jesús está compuesto de hombres que
viven en las cosas materiales, de hombres que llegan — ¡con cuánta lentitud, con cuánta
fatiga! — a las cosas espirituales solamente a través de las pruebas materiales, lo
s signos, los símbolos materiales. No entienden una cosa espiritual sin su encarna
ción material, sin su incorporación o revestimiento material. Sin un testimonio, sin
una contraprueba material. Una imagen sensible los puede poner en camino de la
revelación moral; un prodigio es la confirmación de una verdad nueva, de una misión pu
esta en litigio. La predicación, que procede por axiomas y aforismos, no bastaba a
aquellas imaginaciones orientales. Jesús recurrió a lo maravilloso y a la poesía. Hiz
o Milagros y habló en Parábolas. Los Milagros que cuentan los Evangelistas han sido
para muchos modernos
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la primera razón para dejar a Jesús y al Evangelio. No pueden creer en el Milagro; e
l Milagro no cabe en sus cerebros arrugados; así, pues — concluyen, — el Evangelio mie
nte, y si miente en tantos pasajes tampoco se le puede creer en los demás. Jesús no
puede haber resucitado a los muertos; luego sus palabras no tienen ningún valor. L
os que así razonan — y razonan mal, porque una doctrina puede dar valor a los milagr
os, pero los milagros no siempre prueban las doctrinas — dan a los Milagros un pes
o y una significación mucho mayor que los que Jesús les concediera. Si hubieran leído
los Cuatro Evangelios, hubiesen visto que Jesús muchas veces rehúsa el hacer milagro
s. Que se resiste cuando se le requiere para que los haga; que no le da una supr
ema importancia a éste su divino poder. Se niega siempre que encuentra una buena r
azón para negarse. Si insisten después de su repulsa, cede para premiar la fe de los
enfermos que se lo piden. Pero por sí, para salvarse a sí mismo, no hará milagros nun
ca. No quiere hacerlos en el desierto para quitarse de delante a Satanás; no los h
ará en Nazareth, cuando quieren matarle; ni en Gethsemaní, cuando van a arrestarlo;
ni en la Cruz, cuando le desafían a que se salve. Su poder es para los demás, el bie
n de sus hermanos mortales. ¡Son tantos los que le piden una señal, una señal del ciel
o, una señal que persuada a los incrédulos que su Palabra es Palabra de verdad! "Est
a perversa y adúltera generación pide una señal y ninguna señal le será dada si no es la s
eñal del Profeta Jonás." ¿Qué señal es ésa? Los Evangelistas, que escribieron después de la
surrección, entienden, que Jonás, salido al cabo de tres días del vientre de la ballen
a, es la figura de Jesús, que saldrá al tercer día del sepulcro. Pero lo que sigue del
texto demuestra que Jesús entendía además otra cosa: "Los Ninivitas se levantarán el día
del juicio contra esta generación y la condenarán, porque ellos se arrepintieron por
la predicación de Jonás; y he aquí que hay uno que es más que Jonás." Nínive no pidió prod
os; la sola palabra la convirtió. Los que no se convierten con
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la predicación de Jesús — que anuncia verdades infinitamente más grandes que Jonás — están
debajo de los Ninivitas, de los idólatras, de los bárbaros. No debéis creerme únicament
e porque hago milagros, pero debéis recordar que la fe puede realizar también milagr
os. A los corazones endurecidos, cerrados a la verdad, no los convierte ni el mi
lagro más grande: "Si no escuchan a Moisés ni a los Profetas no se dejarán persuadir n
i de un muerto resucitado." Las ciudades donde ha hecho los mayores prodigios le
han abandonado, "¡Ay de ti, Corozaín! ¡Ay de ti, Bethsaida! Porque si en Tiro y en Si
dón se hubieran hecho las obras poderosas que se han hecho entre vosotros, se hubi
eran ha mucho tiempo arrepentido, y tomado el cilicio y las cenizas." Algunos pu
eden hacer obras que parezcan milagros, incluso los brujos charlatanes. En su ti
empo, un tal Simón las hacia en Samaria; y también las hacían los discípulos de los Fari
seos. Pero no se les tendrá en cuenta. No bastan los milagros para entrar en el Re
ino. "Muchos me dirán aquel día: Señor, Señor, ¿no hemos profetizado en tu nombre y en tu
nombre ahuyentado a los demonios y hecho en tu nombre muchas obras poderosas? Y
entonces yo les diré abiertamente: No os conozco; apartaos de mí vosotros todos, hac
edores de iniquidad." No basta arrojar a los demonios si no has arrojado lo que
hay en ti, demonio de soberbia o de concupiscencia. También después de su muerte ven
drán otros a hacer milagros: "Se levantarán falsos mesías y falsos profetas, y harán gra
ndes señales y prodigios capaces de seducir, si fuese posible, a los mismos elegid
os." Os he puesto en guardia: no creáis en tales señales ni prodigios hasta que no v
enga el Hijo del Hombre. Los milagros de los falsos profetas no prueban la verda
d de sus palabras. Por todas estas razones, Jesús se abstenía, cuanto le era posible
, de los Milagros; mas no siempre podía resistir a las peticiones de los dolientes
, y a veces su piedad no esperaba las demandas. Porque el Milagro es potencia de
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fe, y era grande la fe de los demandantes. Pero muchas veces, apenas efectuada l
a curación, recomendaba a los agraciados el secreto: "Ve y no lo digas a nadie." D
e tres cosas no pueden prescindir los hombres para vivir. Y son el Pan, la Salud
y la Esperanza. Sin las demás consiguen — bufando, imprecando — vivir. Pero si no tie
nen al menos esas tres, llaman aprisa a la muerte. Porque entonces la vida se as
emeja a la muerte. Es una muerte con dolor por añadidura. Una muerte agravada, emp
eorada, exasperada, sin el lenitivo de la insensibilidad siquiera. El hambre con
sume el cuerpo; el dolor hace odiar al cuerpo; la desesperación — el no esperar ya u
n mejoramiento, un descanso, un refrigerio — le quita sabor a todo. Toda razón de se
r y toda razón de obrar. Hay quien no se mata, porque aun matarse es hacer algo. Q
uien quiera atraerse a los hombres debe dar el Pan, la Salud y la Esperanza. Deb
e quitarles el hambre, curarlos y crear la fe en una vida más bella. Jesús ha dado e
sta fe. A los que le seguían en los desiertos y por los montes, les ha distribuido
el pan espiritual y el material. No ha querido transformar las piedras en panes
, pero ha hecho que los panes verdaderos bastasen para millares de personas. Y l
as piedras que los hombres llevaban dentro del pecho las ha cambiado en corazone
s que aman. Y no ha rechazado a los enfermos. Jesús no es un atormentador de sí mism
o, un flagelante. No cree que el dolor sea necesario para vencer al mal. El mal
es mal y se le ahuyenta; pero también el dolor es mal. Bastan, para llegar a la ve
rdadera salud, los dolores del alma; ¿por qué ha de padecer sin necesidad también el c
uerpo? Los Hebreos antiguos veían en la enfermedad un castigo únicamente: los Cristi
anos, sobre todo, una ayuda a la conversión. Pero Jesús no cree en la venganza sobre
los inocentes y no espera de los
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tormentos, de las úlceras o de los cilicios la verdadera salvación. Dad al cuerpo lo
que es del cuerpo y al alma lo que es del alma. No le disgusta estar sentado en
torno a la mesa cordial de la cena; no rechaza a quien le sirve el vino viejo n
i a la mujer que le vierte perfume sobre los cabellos y los pies. Jesús puede ayun
ar varios días; puede contentarse con una rebanada de pan y medio pez asado y pued
e dormir en el suelo con la cabeza sobre una piedra. Pero no busca, mientras no
es indispensable, el cansancio, el hambre, el padecimiento. La salud es un bien
para él, y son bienes aceptables, cuando nadie sufre con ello, el placer inocente
de un almuerzo con los amigos, una copa de vino bebido en compañía, la fragancia de
un vaso de nardo. Si un enfermo se le acerca, le cura. Jesús no ha venido a negar
la vida, sino a afirmarla. A afirmar, a instaurar una vida más perfecta y feliz. N
o va a buscar deliberadamente a los enfermos. Su misión es ahuyentar el dolor espi
ritual, llevar la alegría espiritual. Pero si de paso acaece calmar también los dolo
res carnales, calmar un tormento, devolver con la salud del alma la del cuerpo,
no sabe negarse. Se muestra, a veces, reacio, porque su oficio no es aquel; mira
más alto, y no quisiera parecer a los ojos del mundo un hechicero vagabundo o el
Mesías mundano que la mayoría espera. Pero, en fin, como quiere vencer el mal y hay
hombres que le saben capaz de vencer todos los males, su amor accede a ahuyentar
también los del cuerpo. Cuando por las calles pisoteadas por los sanos le salen a
l encuentro, en grupos de diez, los leprosos, los repelentes, los desfigurados,
horribles leprosos, y ve aquella blanca tumidez, las escamas a través de las túnicas
desgarradas, y aquella piel manchada, arrugada, escamosa, resquebrajada, la pie
l endurecida y rugosa que deforma la boca, ahoga los ojos, hincha las manos; míser
os espectros dolientes de los que todo el mundo huye, separados de todos, que a
todos dan asco, y gracias si tienen un poco de pan, una escudilla para el agua,
el abrigo de una cueva para guarecerse, y con trabajo pronuncian las palabras co
n sus labios hinchados y tumefactos, y le piden, a Él, tan poderoso en palabras y
en obras, a Él, última esperanza de aquellas desesperaciones, la salud, la curación, e
l prodigio, ¿cómo podría
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Jesús apartarse como los demás, sin escucharlos? Y los epilépticos que se retuercen en
el polvo de la tierra, con el rostro contraído en un espasmo inmóvil, la baba en la
boca; los obsesos que ululan entre los sepulcros en ruina, como perros siniestr
os, nocturnos, inconsolables; los paralíticos, troncos que sienten lo preciso para
padecer, cadáveres habitados por un alma encarcelada y suplicante; y los ciegos,
los espantosos ciegos encerrados desde su nacimiento en la noche — anticipación de l
a negrura bajo tierra — que andan tropezando entre los felices que van donde quier
en; los ciegos abstraídos, con la cabeza en alto y los ojos fijos, como si les hub
iese de llegar la luz del fondo del infinito, y para quienes el mundo no es más qu
e una gradación de durezas tentadas con las manos; los ciegos siempre solitarios q
ue no saben del sol sino la tibieza o la quemazón. ¿Cómo podía Jesús responder que “no” a a
llas miserias? Su amor, que sobrepuja a la piedad común cuando su perfección trascie
nde sobre la de los demás, no puede rechazar imploraciones que conmoverían incluso a
un pagano. Que aun siendo mudas enternecen.
LA RESPUESTA A JUAN
Jesús cura, pero no tiene nada de brujo ni de exorcista. No recurre a tetragramas,
a encantamientos, talismanes, humaredas, velos ni misterios. No llama en su ayu
da ni a los Cielos ni a los Infiernos. Le basta una palabra, un grito, una dulce
voz una caricia. Basta su voluntad y la fe de quien pide. A todos les pregunta:
¿Crees tú que yo pueda hacer eso? Y cuando la curación está hecha: Ve, tu fe te ha cura
do. El Milagro, para Jesús, es la confluencia de dos buenas voluntades; el contact
o vivo entre el poder de quien opera y la fe del paciente. La colaboración de dos
fuerzas. Una combinación, una convergencia de certidumbres salvadoras.
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Pasa de aquí para allá, pasaría . . . “Si tuvieseis tanta fe como un grano de mostaza, p
odríais decir a este monte: Pasa de aquí allá, pasaría . . . Si tuvieseis tanta fe cuant
o es el tamaño de un grano de mostaza, podríais decir a esta morera: Desarráigate y plán
tate en el mar, y os obedecería." Los que no tienen ni siquiera la fe de una milésim
a parte de una semilla de mostaza juran que nadie tiene ese poder y que Jesús es u
n impostor. En los Evangelios se llama a los Milagros con tres palabras: Dunamei
s, fuerzas; Terata, maravillas; Serneia, señales. Son señales para quien recuerda lo
s anuncios mesiánicos; maravillas para quien es testigo de ellos. Mas para Jesús son
Dunameis, obras poderosas, relámpagos victoriosos de un poder sobrehumano. Las cu
raciones de Jesús tienen un doble carácter. No son sólo curaciones de cuerpos, sino de
espíritus. Y precisamente de aquellas enfermedades espirituales que Jesús quiere sa
nar para que el Reino de los Cielos pueda fundarse sobre la tierra. La mayor par
te de las enfermedades tienen doble naturaleza y se prestan por modo singular a
la metáfora. Jesús cura mancos, paralíticos, calenturientos, a un hidrópico, a una mujer
que padecía un flujo de sangre. Cura incluso una herida de espada, la oreja de Ma
lco cortada por Pedro en la noche de Gethsemaní; pero únicamente para que su Ley — haz
el bien a quien te hace mal — sea observada hasta el fin. Pero los curados por Je
sús son, casi siempre, Endemoniados, Paralíticos, Leprosos, Ciegos, Sordomudos. Ende
moniados es la antigua palabra para los enfermos de la mente: también el profesor
Aristóteles creía en la posesión de los demonios. Creíase que los Obsesos, los Lunáticos,
los Epilépticos, los Histéricos, estaban invadidos por espíritus malignos. Las contrad
ictorias y muchas veces verbosas explicaciones modernas de estos males no desvir
túan el hecho de que los Demoníacos, en muchos casos, lo sean en sentido verdadero y
propio.
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Esta interpretación docta y popular de las enfermedades del espíritu se acomodaba ad
mirablemente para la enseñanza alegórica y alusiva que Jesús tanto apreciaba. Quería fun
dar el Reino de Dios y desarraigar el de Satanás. Ahuyentar a los demonios era cos
a que entraba en su misión. Entre las enfermedades corporales y las espirituales h
ay un paralelismo consagrado por el lenguaje y que tiene su fundamento en afinid
ades efectivas: El Colérico y el Epiléptico, el Holgazán y el Paralítico, el inmundo y e
l Leproso, el Ciego y el que no sabe ver la Verdad, el Sordo y el que no quiere
escuchar la Verdad. Cuando Juan, encerrado en la prisión, envió a dos discípulos a Jesús
para que le preguntasen si era Él el esperado o si debían esperar a otro, Jesús les r
espondió: "Id y referid a Juan lo que habéis visto y oído: los ciegos recuperan la vis
ta y los cojos andan; los leprosos quedan limpios y los sordos oyen; los muertos
resucitan y el Evangelio es anunciado a los pobres." Jesús no separa el Evangelio
de las curaciones milagrosas. Son obras de orden semejante: quiere decir con es
a respuesta que ha curado a los cuerpos para que las almas estén mejor dispuestas
a recibir el Evangelio. Los que no veían la luz del sol ven ahora también la luz de
la verdad; los que no oían siquiera las palabras de los hombres oyen ahora las de
Dios; los que eran poseídos de Satanás están ahora libres de Satanás; los que estaban po
dridos y llagados son ahora limpios como niños; los que no se podían mover, impedido
s y baldados, siguen ahora mis pasos; los que habían muerto a la luz del alma, han
resucitado a una palabra mía; y los pobres, después de la Buena Nueva, son más ricos
que los ricos. He aquí mis credenciales, mis cartas de legitimidad. Jesús, médico y li
bertador, no es lo que sus modernos enemigos quieren imaginarse de pésima fe. Es e
l Dios, dicen, de los enfermos, de los débiles, de los sucios, de los miserables,
de los impotentes, de los siervos. Pero toda la obra de Jesús es un don de Salud,
de Fuerza, de Pureza, de Riqueza, de Libertad. Porque se acerca a los enfermos p
ara ahuyentar la enfermedad; a
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los débiles, para librarlos de la flaqueza; a los sucios, para lavarlos; a los esc
lavos, para libertarlos. No ama a los enfermos sólo por enfermos; ama, como los an
tiguos, la salud, y de tal manera, que quiere devolvérsela al que la ha perdido. J
esús es el profeta de la felicidad, el defensor de la vida, de una vida más digna de
ser vivida. Los Milagros son prendas de su promesa.
TALITHA QUMI
"Los muertos resucitan". Es una de las señales que deben bastar al Bautista prisio
nero. A la buena hermana, a la hacendosa Marta, le dice: "Yo soy la resurrección y
la vida; el que cree en mí, aunque esté muerto, vivirá; y todo aquel que viva y crea
en mí, ese no morirá nunca." Las palabras del Evangelista Juan son parábola abstracta,
casi teológica, que invita a una experiencia rigurosamente individual. Pero los E
vangelistas conocen tres resurrecciones, acontecimientos históricos narrados con e
l aparato sobrio, pero explícito del testimonio. Jesús ha resucitado a tres muertos:
un joven, una niña y un amigo. Estaba por entrar en Naín — "la bella" acurrucada al p
ie de un montecillo a pocas millas de Nazareth — cuando se encontró con un entierro.
Llevaban al sepulcro al hijo de una viuda. Ésta había perdido a su marido poco tiem
po antes; le había quedado sólo aquel hijo; ahora le llevaba a enterrar también. Jesús v
io a la viuda madre que iba entre las mujeres, llorando con ese llanto atónito y c
ontenido de las madres que consterna. Tenía en el mundo a tan sólo dos hombres que l
a amaban; había muerto ya el primero, había muerto el segundo, uno tras otro: los do
s desaparecidos. Quedaba sola, una mujer sola, sin un hombre. Sin marido, sin hi
jo, sin una ayuda, un apoyo, un
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consuelo — ¡si tuviera alguien con quien poder desahogarse, a quien poder contar sus
penas, con quien poder llorar siquiera! — Desaparecido el amor, memoria de la juv
entud; desaparecido el amor, esperanza de la edad declinante. Acabados aquellos
dos pobres, sencillos amores. Un marido puede consolar de la pérdida del hijo; un
hijo puede compensar el esposo. ¡Si al menos le hubiese quedado uno! Ya su rostro
no será besado. Jesús tuvo compasión de aquella madre. Aquel llanto era como una acusa
ción. — No llores — dijo. Se acercó al cadáver y lo tocó. Yacía el joven inmóvil, envuelto
sudario: pero con el rostro descubierto, con la lividez ansiosa de los muertos.
Los conductores se detuvieron. Todos callaron. Incluso la madre, sorprendida, s
e aquietó. — ¡Muchacho, te digo, levántate! A ti te digo. No es tiempo de yacer; tú duerme
s tranquilo y tu madre se acongoja. ¡Levántate! Y el hijo, obediente, se incorporó en
el féretro y empezó a hablar. "Y Jesús lo devolvió a su madre." Lo "devolvió" porque ya er
a suyo. Lo había recobrado de manos de la muerte para restituírselo a quien no podía v
ivir sin él. Para que una madre dejase de llorar. Otro día, volviendo de Gadara, se
echó a sus pies un padre. Su hijita única estaba a punto de morir. El hombre se llam
aba Jairo, y aunque era de los jefes de la Sinagoga, creía en Jesús. Se dirigieron j
untos hacia la casa. A medio camino les salió al encuentro un criado de Jairo. — Tu
hija ha muerto; ya es inútil que lleves al Maestro...
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Giovanni Papini - Historia de Cristo
Pero Jesús no cree en esa muerte — No temas — le dijo al padre; — solamente ten fe y será
salva. Llegan a la casa. Fuera había músicos y otros que hacían ruido. Dentro, mujeres
y familiares. — Salid. No lloréis. Porque la niña no está muerta, sino que duerme. Entró
en la estancia con sólo tres discípulos y los padres y tomando la manecita de la mue
rta exclamó: — ¡Talitha qumi! ¡Niña, levántate! Y al punto la niña se levantó y echó a anda
a habitación, porque, añade Marcos, tenía doce años. ¡Pero estaba tan débil y enflaquecida
espués de todos aquellos días de enfermedad! Jesús mandó que la dieran enseguida de come
r. No era un espíritu visible, un espectro, sino un cuerpo vivo, que había resucitad
o un tanto cansado para una nueva jornada, como quien despierta después de sueños de
fiebre. Lázaro y Jesús se amaban. Más de una vez Jesús había comido en su casa de Betania
con él y con sus hermanas. Un día Lázaro enfermó y enviaron a decírselo a Jesús. Y Jesús r
ondió: Esta enfermedad no es de muerte. Y se detuvo aún dos días más. Pero al tercer día d
ijo a sus discípulos: nuestro Lázaro se ha dormido; voy a despertarlo. Estaba cerca
de Betania, cuando Marta le salió al encuentro, como reprochándole: — ¡Si tú hubieras esta
do aquí, mi hermano no hubiese muerto!
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Y poco después llegó también María: — ¡Si hubieras estado aquí, mi hermano no habría muerto
el reproche repetido conmovió a Jesús, no porque temiese haber llegado tarde, sino p
orque siempre le entristecía la poca fe de los que le eran más caros. — ¿Dónde le habéis pu
sto? Y le dijeron: — Ven a ver. Y Jesús lloró, y llorando — es la primera vez que le ven
llorar — se encaminó al sepulcro. — Quitad la piedra. Marta, el ama de la casa, la mu
jer práctica y de la realidad, interrumpió: — Señor, ya hiede, que hace cuatro días que mu
rió. Pero Jesús no le prestó atención: — Quitad la piedra. Quitaron la piedra y Jesús, una
ez que hubo hecho una breve plegaria con el rostro levantado al cielo, se acercó a
l sepulcro y llamó a grandes voces a su amigo: — ¡Lázaro, sal fuera! Y Lázaro salió del sep
lcro, a los tropiezos, porque todavía tenía fajados pies y manos y el rostro cubiert
o con el sudario.
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— Soltadle y dejadle andar. Y los cuatro, seguidos de los Doce y de un buen montón d
e Judíos estupefactos volvieron a acostumbrarse a la luz; sus pies caminaban, aunq
ue doloridos, y se tocaban las manos. Ya la ágil María preparó la cena lo mejor que pu
do en aquella confusión, después de cuatro días de luto, y el Resucitado comió con sus h
ermanas y con los amigos. María apenas si probaba bocado de tanto como miraba al v
encedor de la muerte que, enjugando el rostro, partía su pan y bebía su vino como si
aquel día fuese igual a todos los demás. Estas son las resurrecciones que narran lo
s Evangelistas. Y de sus relatos podemos sacar algunas observaciones que nos dis
pensan de todo comentario doctoral, esto es, intempestivo. Jesús resucita, por lo
que sabemos, a tres muertos, y no los resucita para hacer ostentación de su poder
y herir la imaginación de los pueblos, sino únicamente movido de dolor de quien amab
a a aquellos muertos: para consolar a una madre, a un padre, a dos hermanos. Dos
de estas resurrecciones fueron públicas; una sola, la de la hija de Jairo, en pre
sencia de pocas personas, y a estas pocas personas les recomendó Jesús que nada dije
sen. La cosa más importante es otra. En los tres casos Jesús habla al muerto como si
no estuviese muerto, sino tan solo dormido. Del hijo de la viuda no tiene tiemp
o de hablar porque la decisión es repentina; pero también le dice, como a un muchach
o que empezara en dormir pasada la hora: ¡Joven, a ti te digo: levántate! Cuando le
dicen que la niña de Jairo ha muerto, responde: "No ha muerto: duerme". Cuando le
confirman la muerte de Lázaro, insiste: "No está muerto: duerme." No pretende resuci
tar: sí despertar. La Muerte no es para él más que un
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Sueño. Un sueño más profundo que el sueño común diario. Tan profundo, que sólo un amor sobr
humano lo rompe. Amor de los supervivientes más que del durmiente. Amor de uno que
llora cuando ve el llanto de aquellos a quienes ama,
LAS BODAS DE CANA
Jesús no rehusaba asistir a las bodas. Para el hombre del pueblo, que tan rarament
e se expansiona y divierte, que no come ni bebe nunca cuando quiere, el día de la
boda es el más memorable de toda la vida. Un paréntesis de riqueza, de generosidad,
de contento, en la larga y gris mediocridad de sus días. Los señores, que todas las
noches pueden banquetear; los modernos, que se tragan en un día lo que a un pobre
antiguo le bastaba para una semana, no sienten la solemne alegría de ese día. Pero e
l pobre antiguo, el trabajador, el hombre de los campos, el oriental que vivía tod
o el año con pan de cebada, higos secos, algún pez que otro y tal vez huevo cocido,
y únicamente en las grandes fiestas mataba un cordero o un cabrito; el hombre acos
tumbrado a penar, a medir, a pasarse sin tantas cosas, a contentarse con lo pura
mente necesario, veía en las bodas la fiesta más verdadera y grande de toda la vida.
Las demás fiestas, las populares y las religiosas, eran de todos, iguales para to
dos. Y se repetían todos los años. Pero la boda era una fiesta completamente suya, s
olamente suya, y no venía para él más que una vez en el curso de los años. Así, pues, toda
s las delicias y todos los esplendores del mundo eran convocados en torno a los
esposos para que no se olvidasen nunca de aquel día. Por la noche, las antorchas s
alían al encuentro de los esposos, rodeados
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de músicos, bailarines, acompañantes. En casa todas las abundancias: la carne de var
ias maceras; los odres de vino apoyados en las paredes; los vasos de ungüento para
los amigos. La luz, la música, el perfume, la alegría, la danza: nada faltaba al co
ntentamiento de los sentidos. Todas las cosas que son lujo cotidiano de los prínci
pes y de los ricos triunfaban, en aquel día único, en la pobre casa del pobre. A Jesús
le gustaba aquella alegría ingenua. El regocijo de aquellos seres sencillos, arra
ncados por tan pocas horas a la melancólica parquedad de la vida usual, le conmovía.
En las bodas no veía únicamente una fiesta. El matrimonio es una tentativa de la ju
ventud del hombre para sobrevivirse con el amor, con el encuentro de dos amores,
con el acuerdo de dos juventudes enamoradas. Es la afirmación de una doble fe en
la vida, en la continuidad y deseo de la otra vida. El hombre que se casa es un
rehén en poder de la sociedad de los hombres. Haciéndose jefe de una sociedad nueva
y padre de una generación, se hace más libre y se profesa más esclavo. El matrimonio e
s una promesa de felicidad y una aceptación de martirio. En la ilusión y la concienc
ia que proyecta sobre el porvenir una temblorosa esperanza de alegría, está la grand
eza heroica y santa del matrimonio. Que se hace y, sin embargo, si se escuchase
a la razón egoísta, no se haría. ¿Quién ha visto fuera de ahí una condena tan vorazmente de
eada? Para Jesús, el matrimonio tiene una significación todavía más profunda: es el prin
cipio de una perennidad. Lo que Dios ha atado no lo puede desatar el hombre. Cua
ndo los corazones se han entendido y los cuerpos se han acercado, mediante el vínc
ulo del matrimonio, no hay espada ni ley que pueda separarlos. En esta vida muda
ble, efímera, fugitiva, decadente, hay un lazo que debe durar siempre, hasta la mu
erte: el matrimonio. Un anillo de perpetuidad en un collar perecedero. Frecuente
mente, en los sermones de Jesús, se repetía el recuerdo de las bodas y de los banque
tes. Entre las parábolas más hermosas, está la del rey
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que invita a las bodas de su hijo; las vírgenes que esperaban por la noche al amig
o del esposo; el señor que ofrece el convite. Él mismo se compara al esposo festejad
o por los amigos, cuando responde a quien se escandaliza porque sus discípulos com
an y beban. No despreciaba el vino, como los hipócritas abstemios, y cuando dé a sus
Doce aquel vino que es su sangre, pensará en el vino místico del Reino. No hay que
maravillarse, pues, de que haya aceptado la invitación para las bodas de Caná. Todo
el mundo sabe el prodigio que hizo aquel día. Seis tinajas llenas de agua fueron c
ambiadas en vino, y en vino mejor que el que se había terminado. Los viejos racion
alistas dicen que fue el regalo de un vino guardado hasta aquel momento, una sor
presa de Jesús al acabar la comida, para honrar a los esposos. Seiscientos litros
de buen vino, añaden, es un buen regalo, y que acredita la generosidad del Maestro
. Estos infelices volterianos no han tenido en cuenta que sólo Juan — el hombre de l
as alegorías y los filosofemas — relata el hecho de las bodas de Caná. Que no fue un j
uego — ni de sorpresa ni de prestidigitación —, sino una verdadera transmutación obtenid
a con el poder que Dios tiene sobre la materia, y, al mismo tiempo, una de aquel
las parábolas representadas, en vez de referidas, por medio de acontecimientos ver
daderos. Para quien no se detiene en lo literal de la narración, el agua convertid
a en vino es otra figuración de la época nueva que comienza con el Evangelio. Antes
del Anuncio, la vigilia. En el desierto, el agua bastaba: el mundo estaba como a
bandonado y doliente. Pero ha venido la Buena Nueva: el Reino está próximo, la felic
idad cercana. De la tristeza se está a punto de entrar en la alegría; de la viudez d
e la antigua Ley se pasa a las nuevas nupcias con la Ley nueva. El Esposo está con
nosotros. No es hora de desfallecimiento, sino de alborozo.
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¿Recordáis las palabras del director del banquete al esposo? "Todos empiezan por pon
er en la mesa el vino bueno; luego, cuando la gente comienza a embriagarse, pone
n el menos bueno; pero tú has reservado el bueno hasta el último momento”. Tal era el
uso antiguo, el uso de los viejos Hebreos y de los Paganos. Pero Jesús quiere tras
tocar también esta vieja costumbre anfitriónica. Los viejos daban primero lo bueno y
luego lo malo; y Él, después de lo bueno, da lo mejor. El vino agrio e inmaduro, el
mosto que se bebe al principio de la comida es el vino de la antigua Ley, vino
agrio y áspero, difícil de beber. El vino que lleva Jesús, más exquisito y generoso, que
alegra el corazón y calienta la sangre, es el vino nuevo del Reino, el vino desti
nado a las bodas del cielo con la tierra, el vino que da esa divina embriaguez q
ue se llamará más tarde la "locura de la cruz”. Las Bodas de Caná, que San Juan refiere
como el primer milagro de Jesús, son una alegoría de la renovación evangélica. Otra parábo
la expresada en forma de milagro es la de la higuera seca. Una mañana, por la Pasc
ua, volviendo de Betania a Jerusalén, Jesús tuvo hambre. Se acerca a una higuera, y
sólo encuentra hojas. Aunque nacida en tierra de Mediodía, era harto pronto para que
tuviera fruto, aun siendo de especie temprana. Pero Jesús, según Mateo y Marcos, se
irritó contra la pobre planta y la maldijo: — ¡Que nadie coma nunca tu fruto! ¡Que jamás
nazca de ti fruto alguno! Y la higuera, cuando por la tarde volvieron a pasar po
r allí se había secado. Los Evangelistas, después del relato de los efectos de la mald
ición, vuelven a insistir sobre el pensamiento, muchas veces expresado por Jesús, de
que se
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puede obtener todo cuanto se pide con fe poderosa. Muchos ven al mismo tiempo en
este milagro una trasposición figurada de un lamento que se repite muchas veces e
n boca de Jesús. La higuera es Israel, la vieja nación judaica, que ya apenas tiene
más que hojas inútiles, incomestibles, de ritos y ceremonias, hojas que dañan con su s
ombra, hojas vanas, destinadas a secarse sin haber nutrido a nadie. Jesús, hambrie
nto de justicia, hambriento de amor, buscaba entre aquellas hojas los frutos sus
tanciosos de la misericordia y de la santidad. No los ha encontrado. Israel no h
a saciado su hambre, no ha correspondido a sus esperanzas. Ya no se puede espera
r nada de ese viejo tronco frondoso, pero estéril: ¡que se seque para siempre! El fr
uto lo darán los demás pueblos. El milagro de la higuera maldita no es, en el fondo,
más que una glosa visible de la parábola de la higuera estéril que se lee en Lucas: "
Un hombre tenía una higuera plantada en su viña; y fue a coger el fruto y no lo halló.
Entonces, díjole al viñador: "He aquí que hace ya tres años que vengo a buscar el fruto
de esta higuera y no lo hallo; córtala; ¿qué hace ahí ocupando sitio inútilmente?". Pero
el otro le respondió: "Señor, déjala todavía este año hasta que yo la haya cavado y abonad
o bien; y si en adelante da fruto, bien; y si no, la cortas". El árbol no es conde
nado de buenas a primeras, sino al cabo de tres años de esterilidad. Y se prorroga
la condena un año, por intercesión del servidor, y en aquel año la planta será cuidada
y guardada con amor. Será la última prueba. Si falla, le espera el hacha y el fuego.
Hacía tres años que Jesús predicaba a los Judíos, y piensa abandonarlos para anunciar e
l Reino a otros. Pero un servidor suyo, un discípulo, todavía afecto a su pueblo, pi
de gracia: todavía una tregua: Veamos si, a fuerza de amor, esta generación adúltera y
bastarda se convierte. Pero cuando están en el camino de Betania, la prueba está ya
hecha: del Judaísmo no hay que esperar más que dos maderos en cruz; la mala higuera
judaica merece ser quemada, y nadie más comerá sus frutos, dañados y tardíos.
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PANES Y PECES
Dos fueron las multiplicaciones de los panes, y se parecen en todo menos en la p
roporción de la cantidad — es decir, precisamente donde reside el sentido espiritual
que de ello se puede deducir. Miles de pobres han seguido a Jesús a un lugar desi
erto, lejos de las aldeas. Hace tres días que no comen: tanta es el hambre del pan
de vida de su palabra, Pero al tercer día, Jesús se apiada de ellos — hay mujeres y n
iños— y ordena a sus discípulos que den de comer a la multitud. Pero no tienen sino un
os cuantos panes y unos cuantos peces; y son miles de bocas. Entonces Jesús los ha
ce sentarse a todos en tierra, sobre la hierba verde, en grupos de cincuenta y d
e cien; bendice la poca comida que hay, todos se sacian y sobran cestas de vitua
lla. Si confrontamos las dos multiplicaciones, advertiremos un hecho singular. L
a primera vez, los panes eran cinco y las personas cinco mil, y quedaron doce es
puertas de sobras. La segunda vez, los panes eran siete — dos más—, las personas cuatr
o mil — mil menos —, y al cabo sobraron sólo siete espuertas. Con menos pan se calma e
l hambre de más gente y sobra más; cuando los panes son más, se satisface a menos pers
onas y queda menos. ¿Cuál es el sentido moral de esta proporción a la inversa? Cuanto
menos comida tengamos, más podremos distribuir. Lo menos da lo más. Si los panes hub
iesen sido menos, se hubiese saciado el doble de gente y se tendrían más sobras. Si
con cinco panes se ha satisfecho a cinco mil personas, con un pan solo se calmab
a el hambre de cinco veces más gente. El verdadero pan, el pan de la verdad, satis
face tanto más cuanto menos hay. La Antigua Ley es abundante, copiosa, dividida en
porciones innumerables. La componen cientos de preceptos escritos en los libros
y otros mil inventados por los Fariseos. A primera vista, es una mesa
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gigantesca donde puede saciarse todo un pueblo. Pero aquellos preceptos, aquella
s reglas, aquellas fórmulas son ya, en gran parte, hojas secas, virutas, costras,
jirones. Nadie puede vivir con esos alimentos: cuanto más son, menos sacian. El pu
eblo de los humildes y de los sencillos no consigue calmar su hambre de justicia
con aquellas innumerables, pero incomestibles viandas. Basta, por el contrario,
una sola palabra que las reúna todas y sobrepase las petrificadas gazmoñerías de los
saciados y los hartos: una palabra que llene el alma, que reconcilie el corazón, q
ue calme el hambre de justicia, y las multitudes serán hartas y habrá que comer aun
para aquellos que no estaban presentes aquel día. El pan espiritual es por sí mismo
milagroso. Un pan de trigo da para pocos, y cuando se ha acabado no queda ya par
a nadie. Pero el pan de verdad, el pan de la alegría, el pan místico, no se acaba, n
o puede acabarse nunca, Partidlo en mil pedazos, y siempre hay; distribuidlo a m
illones, y siempre queda intacto. Cada cual ha tomado su parte como los hombres
y las mujeres que tenían hambre en el desierto, y cuanto más se repartió más queda para
los que vengan. Otro día que los discípulos se hallaron sin pan, Jesús les advirtió que
se guardasen de la levadura de los Fariseos y de los Saduceos. Y los discípulos, t
ardos casi siempre en entenderlo, decían entre sí: "Habla así porque no hemos traído pan
. Pero Jesús, notándolo, les reprochó: "¡Oh, gente de poca fe! ¿Qué es eso de hablar de que
no tenéis pan? ¿No comprendéis todavía ni os acordáis de los cinco panes, de los cinco mil
hombres y de las cestas que recogisteis? . . . ¿Cómo no os percatáis de que no es de
pan de lo que os hablaba? ¡Pero guardaos de la levadura de los Fariseos y de los S
aduceos! Esto es, de los ciegos guardianes de la Ley”. Son Doce, los elegidos, y,
con todo, no saben penetrar la primera intención ni creen cuanto es menester. Tamb
ién en la barca, la noche de la Tempestad, tuvo Jesús que reprenderlos. El Maestro s
e había quedado dormido a popa, reclinada la
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cabeza sobre el cabezal de un remo. De pronto se levantó viento; un huracán se desen
cadenó sobre el lago; las olas chocaban contra la barca y parecía que de un momento
a otro fuesen a volcarla. Los discípulos, aterrados, despiertan a Jesús: "Sálvanos; es
tamos perdidos. ¿Por qué no te cuidas de nosotros?”. Y Jesús, levantándose, dijo al viento
: "Calla", y al mar: "Cálmate", y, cesado el viento, tornó la bonanza. Entonces gritó
a los discípulos: "¿Por qué habéis tenido miedo, gente de poca fe? ¿Por qué no tenéis fe? ¿
stá, pues, vuestra fe?". Y los salvados, avergonzados, decían: "¿Qué hombre es éste a quie
n el mar y los vientos obedecen?". Es uno, ¡oh, Simón Pedro!, que no tiene miedo. Es
uno que sobrepasa la naturaleza humana, uno que tiene grande la fe, grande el a
mor, grande la voluntad. Ninguna cosa animada o inanimada resiste a estas tres g
randezas. Ha renunciado a todo lo que es temporal y obtiene la victoria sobre el
tiempo; ha renunciado a los bienes de la carne y, con todo, puede salvar a la c
arne; ha renunciado a lo que viene de la materia, y, sin embargo, es dueño de la m
ateria. Antes de Cristo, pocos años antes de Cristo, un gran hombre de Italia, cap
itán de muchas guerras, corrompido, pero digno de mandar en la putrefacción de la Re
pública, se encontró en el mar, en un verdadero mar, en una navecilla de pocos remos
, en busca de un ejército que no llegaba con suficiente rapidez para darle la vict
oria. Y se levantó viento y la tempestad se ensañó con la barca y el piloto quería volve
r al puerto. Pero César, tomando de la mano al piloto, le dijo. "Sigue adelante y
no tengas miedo. César está contigo, y contigo su fortuna navega”. Aquellas palabras d
e orgullosa fe envalentonaron a la tripulación, y cada cual, como si en sus almas
hubiese entrado un poco de la fuerza de César, se
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ingenió en vencer la violencia del agua. Pero, no obstante el esfuerzo de los mari
neros, la nave estuvo a punto de sumergirse y tuvo que volverse atrás. La fe de Césa
r no era más que orgullo y ambición, fe en sí mismo; la fe de Jesús era toda amor; amor
del Padre, amor de los hombres. Con esa fe pudo ir al encuentro de la barca de l
os discípulos que bogaban penosamente con viento contrario, caminando sobre las ag
uas como sobre los pastizales de una pradera. Creyeron, en la oscuridad, que era
un fantasma, y también aquella vez tuvo que tranquilizarlos: "No temáis: soy yo”. Ape
nas subió a la barca, cesó el viento, y en pocos instantes estuvieron a la orilla. Y
también aquella vez los discípulos se asombraron, porque — añade Marcos — su corazón estab
endurecido y no habían comprendido el suceso de los panes. El recuerdo, aunque pa
rezca ingenuo, es revelador. Porque el milagro de los panes explica, en cierta f
orma, todos los demás. Toda parábola, dicha con palabras de poesía, o expresada con pr
odigios visibles, no es más que un pan elaborado de distintas maneras para que los
suyos — ¡al menos los suyos! — comprendan la única verdad necesaria: el espíritu es el úni
o alimento digno del hombre, y el hombre que de ese alimento se nutre es señor del
mundo.
OCULTISTA, NO: POETA
A primera vista Jesús parece un ocultador propenso al secreto. Ordena a los favore
cidos por el milagro que no digan a nadie quién los curó; quiere que oraciones y lim
osnas se hagan en secreto; cuando los discípulos reconocen en él al Mesías, les recomi
enda que no lo repitan; después de la Transfiguración, pide silencio a los tres test
igos; y cuando enseña, habla casi siempre en parábolas, que no todos son capaces de
entender.
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A la segunda vista, que vale más que la primera, este misterio ya no es misterio.
Jesús no tiene nada de esotérico. No tiene una doctrina secreta para transmitirla a
pocos hierofantes. Su obra fue pública y ostensible. Habló siempre en las plazas de
las ciudades, a las orillas de los lagos, en las sinagogas, en medio de la gente
. Prohibió que hablasen de sus milagros para no ser confundido con brujos y exorci
stas; aconsejó hacer el bien ocultamente, para impedir que la vanagloria destruyes
e el mérito; quiso que los Doce no dijeran que era el Cristo, antes de su entrada
en Jerusalén, pública inauguración de su Mesianismo, y habló por parábolas para que le ent
endieran mejor los sencillos, que escuchan de mejor gana un relato que un sermón y
recuerdan mejor una historia que un razonamiento. Tres Evangelistas refieren un
discurso de Jesús que parece decir lo contrario: haberlo hecho a propósito para que
no lo entendiesen todos. "Porque a vosotros — les dice a los Discípulos — os es dado
conocer los misterios del Reino de los Cielos; pero a ellos no les es dado... Po
r eso les hablo en parábolas, porque aunque tienen ojos no ven, y aunque tienen or
ejas no oyen ni entienden". Pero Jesús no quiere decir más que esto: Vosotros entendéi
s estos misterios; pero la mayoría no los entiende, aunque tengan orejas y entendi
miento como vosotros. Y a esos, para que entiendan, les hablo en parábolas, es dec
ir, en un lenguaje figurado de sucesos y, sin embargo, más fácil y familiar. A los n
iños se les enseña con apólogos; a los sencillos, con historias; y esos son tardos com
o los sencillos e incipientes como los niños. Para vencer su sordera adapto mi pal
abra a su condición. Son todo fantasía y poca inteligencia, y las parábolas son un lla
mamiento a la imaginación antes que al raciocinio. No las uso, pues, para esconder
sino para revelar mejor las verdades incluso a aquellos que no sabrían verlas en
formas puramente intelectuales. Que si luego siguen sin entenderlas, la culpa es
de la terquedad que obtura muchas veces los ojos y los oídos del alma. Jesús no tenía
arcanos que enmascarar . Quería que todos, incluso los más humildes, los más ignorant
es, le entendiesen. Las parábolas no eran
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para ocultar su enseñanza a los profanos, sino para hacerla más explícita y aprehensib
le al vulgo. Que algunas veces también la inteligencia de los Doce fuese inferior
a esta tarea, es una melancólica conclusión que Jesús no ignoraba. La maravillosa exce
pcionalidad de su Mensaje ha oscurecido su originalidad poética, no menos maravill
osa. Jesús no ha escrito nunca nada — escribió una sola vez en la arena y el viento bo
rró para siempre su escrito —; pero hubiera sido el mayor poeta de todos los tiempos
en un pueblo de tan poderosa imaginación, en el pueblo que ha producido el Salter
io, la Historia de Ruth, el Libro de Job y el Cantar de los Cantares. Su victori
osa juventud de espíritu, el terruño agreste y popular en que había crecido, la lectur
a de pocos libros — pero de los más ricos de todas las poesías —, su amorosa comunión con
la vida de los campos y de los animales y, sobre todo y ante todo, el divino y a
pasionado afán de iluminar a quien sufre en la oscuridad, de salvar al que se está p
erdiendo para siempre, de llevar la felicidad suprema a los más infelices — porque l
a verdadera poesía no se enciende a la luz de las antorchas, sino a la luz de las
estrellas y del sol, y no se encuentra en los legados escritos por los tatarabue
los, sino en el amor, en el dolor, en la profundidad conmovida del alma — hicieron
de Jesús un inventor de imágenes vivas y eternas, con las cuales ha realizado un mi
lagro nuevo no rubricado por los Evangelistas. El milagro de comunicar las verda
des más altas por medio de relatos tan sencillos, familiares, llenos de gracia, qu
e al cabo de veinte siglos resplandecen con esa juventud única de la eternidad. Al
gunos de esos relatos no son más que refundiciones idílicas o épicas de revelaciones e
xpuestas por él otras veces con palabras conceptuales; pero hay algunos que dicen
cosas nunca dichas en otra forma en sus predicaciones. Las parábolas son el coment
ario figurado del Sermón de la Montaña, como podía hacerlo un Poeta al que correspondía,
con más propiedad que a todos los nacidos en la tierra, el nombre de Divino.
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LA LEVADURA
Las señoras de ciudad no hacen pan en su casa. Pero las viejas campesinas, las ama
s de casa, saben lo que es la Levadura. Un pedazo de masa del amasijo anterior,
grande como el puño de un niño. Disuelto en agua hirviendo y amasado con la masa nue
va, hace fermentar y crecer hasta tres fanegas de harina. De las semillas de las
plantas, la de la Mostaza es de las más pequeñas. Apenas si se ve. Pero de aquel gr
anito, puesto en buena tierra, nace un bello arbusto, en cuyas ramas pueden posa
rse los pájaros. Y tampoco es grueso el grano del Trigo. El labrador lo siembra y
se va a sus quehaceres. Duerme, se despierta, sale de casa, vuelve. Pasan los días
, pasan las noches y no piensa en el grano. Pero en la tierra húmeda ha germinado
la semilla; nace una hierbecilla y sobre la hierbecilla una espiga, grácil y verde
primero, que poco a poco grana y amarillea; y ya el campo pide la hoz y el labr
ador puede empezar la siega. Así sucede con el Reino de los Cielos y su Anuncio. L
a palabra parece cosa de nada — ¿qué es una palabra? Sílabas, sonidos que muchas veces s
alen de los labios y con dificultad entran en los oídos, y únicamente cuando procede
n del corazón llegan a los corazones; es una cosa de nada, pequeña, corta, un alient
o, un soplo, un sonido, que va y viene y el viento se la lleva. Y con todo, la p
alabra del Reino es como la Levadura: si se la mezcla con la harina buena, harin
a limpia, sin cizaña ni arvejas, fermenta y crece. Es como la semilla de los campo
s que germina en tierra, paciente como la tierra que la esconde; pero cuando lle
ga la primavera, verdea y se vigoriza, y apenas comienza el estío hétela dispuesta p
ara la recolección. El Evangelio consta de pocas palabras: el Reino está próximo, camb
iad vuestras almas; pero si caen en hombres bien dispuestos, en sencillos que
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quieran ser grandes, en justos que quieran ser santos, en pecadores que busquen
en el bien la felicidad que en vano buscaron en el mal, entonces esas palabras e
chan raíces, arraigan en lo hondo, echan yemas y capullos, florecen en racimos y e
spigas y triunfan en un estío espléndido que no será seguido de agostamientos otoñales.
Son pocos en torno a Jesús, los que creen de veras en el Reino y se preparan para
el Gran Día. Pocos hombres y pequeños, dispersos como briznas de levadura en medio d
e las naciones divididas y de los imperios sin confines. Pero esas pocas docenas
de hombrecillos de ninguna importancia, en medio de un pueblo predestinado, lle
garán a ser, por contagio del ejemplo, miles y miles y al cabo de trescientos años r
einará en el puesto de Tiberio un hombre que se arrodillará ante los herederos de lo
s Apóstoles. Pero para disfrutar del Reino prometido hay que renunciar a todo lo d
emás ¿No hacen lo mismo en los intereses temporales los hombres temporales? Si un ho
mbre, labrando en campo ajeno, encuentra un Tesoro al punto lo esconde de nuevo
y corre a vender cuanto posee para comprar aquella tierra. Si un mercader, en bu
sca de joyas maravillosas, dignas de reyes, encuentra una más gruesa y pura de cua
ntas ha visto en su vida, una perla que ni siquiera el gran Rey en su palacio ti
ene, va y vende cuanto posee, incluso las demás perlas de menos precio, para compr
ar aquella perla única y extraordinaria. Si el cavador y el mercader, hombres mate
riales que se contentan con ganancias caducas, están dispuestos a vender todos sus
bienes para adquirir un Tesoro que les parece más precioso que cuanto poseen — y es
o que se trata de un tesoro material y perecedero —, ¿con cuánta mayor razón no han de r
enunciar, si es preciso, aun a cuanto tienen de más caro los que quieran conquista
r el Reino de Dios? Si el cavador y el mercader, por una ganancia de dinero, exp
uesta al hurto y a la consunción, están dispuestos a un sacrificio provisional que l
es dará tal vez el cien por cien, ¿no debemos, a cambio de una ganancia infinitament
e superior, de naturaleza mucho más
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alta, por un tesoro eterno, dar lo que de mejor tenemos, aunque nos haya parecid
o hasta hoy de precio inestimable? Pero antes de la renunciación debemos considera
r la nueva empresa. Hay que sondear nuestra alma, medir las fuerzas. No nos suce
da como a aquel hombre que quería fabricar una Torre, una hermosa Torre que se ele
vase al cielo como las de Jerusalén y no hizo primero el cálculo de los gastos, sino
que llamó a los cavadores y les hizo cavar los fundamentos; llamó a los albañiles e h
izo que empezasen las cuatro paredes maestras. Pero cuando la torre empezaba ape
nas a elevarse del suelo y todavía no llegaba a los techos de las casas, tuvo que
dejarlo porque ya no tenía para pagar la cal y los ladrillos, las piedras y los ca
nteros. Y la Torre quedó de aquella suerte baja y truncada, en memoria de su presu
nción, y sus vecinos se burlaban de él. Un Rey que quiere llevar a la guerra a otro
Rey, hace primero el recuento de sus soldados y, si no puede contar más que con di
ez mil y el otro tiene veinte mil, abandona toda idea de guerra y envía una embaja
da de paz antes de que el enemigo se mueva. En el Reino no se entra más que haciéndo
nos dignos y limpios. El Reino es un festín y es preciso ir a él vestidos de fiesta.
Aquel Rey que celebraba las bodas de su hijo y cuyos invitados no acudieron, ll
amó a la gente baja, los transeúntes, los mendigos, a cualquiera que fuese; pero cua
ndo entró en la sala del banquete y vio a uno todo lleno de fango y suciedad, le h
izo arrojar fuera, a rechinar los dientes en el hielo de la noche. Al banquete d
el Reino, si los primeramente llamados no acuden, todos son invitados: incluso l
os miserables y los pecadores. El Rey había invitado con tiempo a los elegidos; pe
ro el uno había comprado una heredad; el otro, cinco pares de bueyes; un tercero,
se casaba precisamente aquel día. Todos atendían a su interés y no acudieron a la invi
tación. Y hubo quien ni siquiera se excusó. Entonces el Rey mandó que recogiesen por l
a calle a los tuertos, a los cojos, a los desarrapados, a la ínfima plebe. Y aún que
daba sitio: entonces dio orden de hacer entrar a la fuerza a los que pasaban al
pie del
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palacio, fuesen quienes fuesen, y empezó el banquete. Era una cena real, una rica
fiesta, una magnificencia. Pero, en fin de cuentas, consistía en atracarse de cord
ero y pescado, en embriagarse de vino y de sidra. Con el nuevo día, terminado el h
olgorio y levantadas las mesas, cada cual había de volver a su casa y a su miseria
. Si alguno de los primeros invitados prefirió otro placer material a aquel placer
material, se le podía disculpar. Pero la invitación al banquete del Reino promete u
na felicidad espiritual, absoluta, saciante, perpetua. ¡Qué diferencia de los recreo
s pasajeros de la vida terrestre, las borracheras que hacen vomitar, los atracon
es que llenan el vientre, las crápulas que dejan los huesos cansados y el alma env
ilecida? Y, sin embargo, los invitados que Jesús ha escogido entre todos los hombr
es, y ha llamado antes que a nadie para la fiesta divina de los renacidos, no ha
n contestado. Tuercen el gesto, murmuran, escapan y van a sus acostumbrados y su
cios quehaceres. Prefieren la inmundicia de los bienes carnales al esplendor de
la alta esperanza, única razón razonable de vivir. Entonces todos los demás son llamad
os en su lugar: los mendigos, en vez de los ricos; los pecadores, en vez de los
fariseos; las prostitutas, en vez de las damas; los ignorantes, en vez de los in
struidos; los enfermos y dolientes, en vez de los sanos y de los felices. Hasta
los últimos que lleguen, con tal que lleguen a tiempo, serán admitidos a la fiesta.
El dueño de la viña vio en la plaza a unos braceros que esperaban trabajo y les mandó
a podar sus cepas y contrató en un denario el jornal. Más tarde, a mediodía, vio a otr
os sin trabajo y también los envió. Y más tarde todavía otros más, y a todos los contrató.
todos trabajaron, quiénes en podar, quiénes en cavar. Y llegó la noche. Al amo a todo
s pagó y a todos el mismo denario. Pero los que habían empezado por la mañana temprano
se quejaban: ¿por qué los que han trabajado menos que nosotros ganan lo
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mismo? Pero el amo les oyó y les respondió: ¿No he convenido acaso con vosotros el dar
os un denarío? ¿Por qué, pues, os quejáis? ¿Si me place dar lo mismo a los trabajadores de
última hora, os quito algo a vosotros? La aparente injusticia del amo no es sino
generosa justicia. A todos da cuanto ha prometido, y el que llegó el último, pero tr
abajó con igual esperanza, tiene derecho como los demás a gozar de aquel Reino por e
l cual ha penado hasta la noche. ¡Ay, sin embargo, del que tarda demasiado! El día p
reciso nadie lo sabe, y el que después de la hora no haya entrado, llamará a la puer
ta, pero nadie le abrirá y padecerá en las tinieblas de afuera. El amo ha ido a las
bodas y sus criados no saben cuándo volverá. Bienaventurados aquellos que le hayan e
sperado y a quienes encuentre despiertos. El mismo amo los sentará a la mesa y los
servirá. Pero si los encuentra dormidos y ninguno sale luego a recibirlo y le hac
en golpear a la puerta antes de abrirle y salen a su encuentro somnolientos, des
arreglados, medio desnudos, y no halla en casa la luz encendida ni el agua calie
nte, cogerá a los criados por un brazo y los echará sin misericordia. Todo el mundo
esté dispuesto porque el Hijo del Hombre vendrá como Ladrón nocturno y no hace saber d
e antemano la hora de su venida. O como un Esposo que debe llegar y alguien le h
a detenido en el camino y ha tardado. En la casa de la Esposa esperan Diez Vírgene
s para salir a su encuentro con las luces del acompañamiento. Cinco, las Previsora
s, han preparado el aceite para la lámpara y están a la escucha para oír las voces y l
os pasos del que se acerca. Cinco, las Descuidadas, no han pensado en el aceite
y, cansadas de esperar, se adormecen. Y he aquí que de pronto se oye a lo lejos el
murmullo de la comitiva nupcial que se acerca. Las Cinco Previsoras encienden l
as lámparas y salen luego contentas al encuentro del Esposo. Las otras Cinco se de
spiertan sobresaltadas y acuden a las compañeras para tener un poco de aceite; per
o aquéllas dicen: "¿Por qué no lo habéis preparado antes? ¡Id a quien lo vende!". Y las De
scuidadas corren
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de una casa a otra para conseguir un poco de aceite, pero todos duermen y nadie
responde y las tiendas están cerradas y los perros vagabundos corren ladrando tras
sus túnicas ligeras. Vuelven a la casa de las bodas, pero hallan la puerta cerrad
a. Las Cinco Prudentes han entrado ya y festejan al Esposo. Las Cinco Locas llam
an, suplican, gritan, pero nadie acude a abrir. Por las rendijas de las celosías v
en la roja luz de la cena; sienten el ruido de los platos, el tintineo de las co
pas, los cánticos de los jóvenes, el son de los instrumentos, pero no pueden entrar.
Tendrán que quedarse allí, en la oscuridad, y el viento y el miedo harán temblar a la
s excluidas del festín.
LA PUERTA ESTRECHA
"Entrad por la puerta estrecha, porque la puerta ancha y el camino espacioso con
ducen a la perdición y son muchos los que por ella pasan; pero la puerta estrecha
y el camino angosto conducen a la vida y son pocos los que la encuentran”. Los que
quieran entrar al fin, no podrán, porque el amo de la casa, cuando haya cerrado l
a puerta, ya no admitirá a nadie. Hasta el Día Grande, hasta que no sea demasiado ta
rde, pedid y os será dado, llamad y se os abrirá. Los hombres, que son duros, perezo
sos, despiadados, no resisten a la obstinación del postulante, y, al cabo, ceden.
Si los hombres, que son hombres, no son siempre insensibles a las súplicas, ¿cuánto más
segura no será la respuesta de un Padre que nos quiere? Un hombre, a medianoche, l
lama a la puerta de un amigo y le despierta. Y a través de la puerta le dice: "Prést
ame tres panes, que me ha llegado de improviso un huésped y no tengo nada que darl
e. Pero el otro, medio dormido, responde: "No me molestes, que estoy cansado y n
o quiero levantarme. Y tengo aquí en la cama conmigo a mis niños que duermen, y si m
e levanto se despertarán y lloriquearán”. Pero el otro no se da por vencido y llama de
nuevo a la puerta y levanta la voz y le pide con las manos juntas
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que le haga ese favor, porque por allí no tiene otros amigos y es tarde ya y el hués
ped, hambriento, le espera. Y tanto importuna a la puerta, que el amigo se tira
de la cama y le hace pasar y le da cuantos panes necesita. El amigo era poltrón, p
ero de corazón generoso. Además, incluso los malos, hacen lo que él. Había en una ciudad
un juez que no respetaba a nadie. Un hombre triste y desdeñoso que todo lo quería h
acer según su comodidad. Cierta viuda iba todos los días en su busca pidiéndole justic
ia y, aunque tenía razón, siempre la rechazaba y no quería escucharla. Pero la viuda s
oportaba en paz los desdenes y no se cansaba de importunarle. Al cabo, el juez,
para quitarse de encima a aquella mujer que le rompía los oídos con tantas súplicas, i
nstancias y solicitaciones, extendió la sentencia y la mandó en paz. Pero es meneste
r no pedir más de lo justo. Quien haya realizado lo que debía, comerá y beberá, pero no
tendrá sitio especial ni será mejor servido que su hermano y mucho menos que su supe
rior. Cuando el criado, después de haber estado en el campo sembrando o guardando
el ganado, vuelve a casa, el amo no le llama consigo a la mesa, sino que primero
se hace servir él y luego le da a su vez la cena justa. Es una parábola dedicada po
r Jesús a sus Apóstoles, que ya se disputan los mejores puestos del Reino. ¿Se conside
rará, por ventura, obligado a su servidor porque ha hecho lo que le había sido manda
do? Así también vosotros, cuando hayáis hecho todo lo que os ha sido mandado, decid: "
Somos criados inútiles; hemos hecho lo que teníamos el deber de hacer”. Hacer es la únic
a cosa que importa. Los hay que dicen que sí a las órdenes que se les dan y luego no
trabajan. Ellos son más culpables que aquellos que se negaron de palabra, pero lu
ego, arrepentidos, obedecieron. Un padre tenía dos hijos y le dijo al mayor: "Ve a
la viña y trabaja”. Y el hijo dijo que sí, pero, en vez de ir a la viña, se tumbó a la so
mbra a dormir. Y el padre le dijo al menor: "Ve tú también a la viña a trabajar con tu
hermano”. Pero el hijo respondió: "No; hoy quiero descansar, porque no me siento bi
en”. Pero
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después, pensando en el anciano que no podía hacer por sí las faenas y que se había entr
istecido con la negativa, se sobrepuso a su cansancio y fue a la viña, y trabajó has
ta la tarde de buena gana. Escuchar la palabra del Reino no basta. Consentir sólo
con la boca y seguir la vida de antes, sin intentar siquiera la transmutación del
corazón, es menos que nada. "El que a mí viene y escucha mis palabras y las pone en
práctica, será semejante a un hombre previsor que, queriendo construirse una casa, h
a cavado y cavado profundamente, y ha sentado los cimientos sobre la roca. Y cua
ndo ha llovido y llegado la crecida, el aluvión ha arremetido contra la casa y ha
soplado el vendaval, pero la casa no se ha derrumbado porque estaba asentada sob
re la roca. Pero el que oye mis palabras y no las pone en práctica, es semejante a
un hombre necio que ha fundado su casa sobre la arena, sin base. Y ha caído la ll
uvia y llegado la crecida y han soplado los vendavales, y la riada ha embestido
la casa y la ha echado por tierra y la ruina ha sido grande”. La misma enseñanza hay
en la parábola del sembrador: "El sembrador salió a sembrar su semilla; y en tanto
sembraba, una parte de la semilla cayó al borde del camino; fue pisoteada, y los páj
aros del cielo la picotearon. Y otra cayó en lugares rocosos, donde no había mucha t
ierra; y luego apuntó, porque el terreno no era profundo; pero, al salir el sol, s
e agostó; y como no tenía raíces, se secó. Y otra cayó entre los espinos, y los espinos, n
acidos al mismo tiempo que la semilla, le ahogaron. Y otra cayó en buen terreno, y
, una vez nacida, dio el ciento por uno”. Esta es la parábola que los Doce no fueron
capaces de entender. Y Jesús tuvo que ser el glosador de sí mismo. La semilla es la
Palabra. En aquel que no la entiende, viene Satanás y se la lleva. Quien la entie
nde y la recibe con alegría, pero no la arraiga en su alma, a la primera persecución
se olvida. Hay quien la escucha y acoge, pero no sabe sobreponerse a los cuidad
os del mundo, de las riquezas, de los honores, y estos espinos usurpadores la so
focan. Pero el que escucha la Palabra y la entiende y la hace dueña de su espíritu y
regla de su vida es, en verdad, semejante al campo feraz donde el grano produce
ciento por uno.
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Y no basta tampoco escucharla, entenderla, practicarla. El que la ha recibido no
ha de guardarla solamente para sí. ¿Quién es el que teniendo una luz la pone debajo d
e la cama o debajo del celemín? La luz ha de estar en medio de la casa y en alto p
ara que todos la vean y sean por ella iluminados. Un señor que tenía que partir para
un largo viaje dio a cada uno de sus criados una mina [1] para que la hiciese p
roducir. Y cuando volvió les pidió cuenta. El primero le dio diez minas, porque con
la primera había ganado otras diez. Y el señor le hizo administrador de todos sus bi
enes. Y el segundo le dio cinco. Pero el tercero se presentó ante él todo temeroso y
le mostró, envuelta en un pequeño pañuelo, la mina que le había entregado. — "Señor, aquí
nes tu mina; yo sabía que eres hombre duro que siegas donde no has sembrado y reco
ges donde no has repartido; tuve miedo y la escondí". Y el señor: — "Criado malicioso
y holgazán, te juzgaré por tus propias palabras. Tomadle la mina y dádsela al que tien
e diez. — "Pero ya tiene bastante". — "Yo os digo — replicó el señor — que al que más tiene
le será dado, pero al que no tiene, incluso lo que tiene le será quitado. Y al criad
o inútil, arrojadlo a las tinieblas de fuera, donde habrá llanto y crujir de dientes
". El que ha recibido la Palabra debe hacer que redoble sus beneficios. Le fue d
ado un Tesoro tal, que si lo deja infructuoso es justo que le sea arrebatado. A
quien nada añadió, le será quitado incluso lo que tiene; y el que lo ha duplicado, más r
ecibirá. No son pobres éstos, a los que es menester regalar
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porque no tienen, sino labradores infieles y holgazanes a quienes se les confió el
campo más fructífero del universo. Bienaventurado el mayordomo a quien el amo halle
atento a repartir razonablemente a sus inferiores la parte de trigo que les cor
responde. Pero si el mayordomo empieza a pegar a los criados y criadas y no pien
sa más que en comer y en emborracharse, cuando el amo vuelva — el día que menos se esp
era — hará que le den de latigazos y le condenará a la misma suerte que a los infieles
. Porque el criado que no sabe la voluntad del amo y, no conociéndola, no la cumpl
e, recibirá pocos golpes; pero el que la sabía y, no obstante, hace todo lo contrarío,
será golpeado y arrojado de la casa donde mandaba. Los Portadores de la Palabra n
o tienen excusa si no son los primeros en obedecerla. Al que mucho le fue dado,
mucho le será también pedido.
EL HIJO PRÓDIGO
Un hombre tenía dos hijos. Se le había muerto la mujer, pero le habían quedado aquello
s dos hijos. Sólo dos. Pero dos son siempre mejor que uno. Si el primero está fuera,
está en casa el segundo; si el más pequeño se pone enfermo, el mayor trabaja por los
dos; y si uno se muere — también los hijos se mueren, también los jóvenes se mueren, y a
veces antes que los viejos —, y si uno de los dos se muere, queda, al menos, uno
que cuida a su pobre padre. Este hombre amaba a sus hijos, no sólo porque eran san
gre suya, sino porque era de condición afectuosa. Quería a los dos, al mayor y al pe
queño; tal vez un poco más al pequeño que al mayor, pero tan poco más, que ni él se daba c
uenta. Por el último hijo, todos los padres y todas las madres tienen cierta prefe
rencia; por más pequeños; por más guapo que todos, y
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por menos favorecido ante la ley; y además es el último que ha sido niño y después del s
uyo no ha habido en la familia otro nacimiento; de suerte que su niñez, todavía tan
reciente, se alarga, se prolonga, se extiende casi hasta los umbrales de la juve
ntud, como una persistente sombra de ternura. ¿No parece que fue ayer cuando mamab
a, cuando daba los primeros pasos con la faldita corta, cuando le saltaba al cue
llo a su padre para ir a caballo? Pero este hombre no se mostraba parcial. Tenía a
sus dos hijos como a sus ojos y sus manos, igualmente queridos, uno a la derech
a y uno a la izquierda, y cuidaba que el uno y el otro estuviesen contentos y a
ninguno de los dos le faltase nada. Pero entre los hijos de un mismo padre, hay
quién piensa de una manera y quién de otra, No sucede casi nunca que dos hermanos te
ngan la misma índole. O que se parezcan siquiera. El mayor era un joven serio, pru
dente, reposado, que parecía ya un hombre hecho y derecho, maduro, un marido, un p
adre de familia. Respetaba a su padre, pero más como a amo que como a padre, sin u
na palabra ni señal de sentimiento; trabajaba puntualmente, pero era agrio y duro
con los criados; cumplía las devociones que están mandadas, pero que no se le acerca
sen los pobres. A prestarle crédito, aunque la casa estuviese llena de bendiciones
de Dios, nada era para ellos. Fingía querer a su hermano, pero en su interior le
roía el gusano de la envidia. Cuando se dice “quererse como hermanos", se dice lo co
ntrario de lo que se quisiera decir. Rara vez los hermanos se quieren de verdad.
La historia hebrea, dejando a un lado las demás, empieza con Caín; sigue con Jacob,
que engaña a Esaú; con José, vendido por sus hermanos; con Absalón, que mató a Ammón; con
alomón, que mandaba degollar a Adonías. Gotear de sangre sobre un largo camino de ce
los, de luchas, de traiciones. Dígase, en vez de fraternal, amor paterno; nos equi
vocaremos menos. El segundo hijo parecía de otra sangre. Era más joven y no se averg
onzaba de la juventud. Chapoteaba en la juventud como en un lago caliente. Tenía
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todos los caprichos, los ardores, las gracias — y desgracias — de su edad. Con su pa
dre, según las lunas: un día hubiera renegado de él y al siguiente levantándole a las nu
bes; era capaz de mostrársele enfadado semanas enteras y después, de pronto, echarse
a su cuello todo contento. Más que trabajar, le gustaba pasear con los amigos, y
no decía que no cuando le convidaban a beber; y miraba a las mujeres, y ambicionab
a vestir bien y presentarse mejor que los demás. Pero de buen corazón: pagaba a quie
n no podía pagar, a escondidas hacía caridades a los hermanos, no despedía a nadie deján
dole desconsolado. Rara vez se le veía en la sinagoga, y por eso, y por otras mane
ras suyas de portarse, los burgueses de la vecindad, las gentes de bien, las per
sonas ejemplares y timoratas, religiosas y hacendosas, no le veían con buenos ojos
, y le recomendaban a sus hijos que no anduviesen con él. Cuanto más que aquel joven
quería hacer de gran señor más de lo que le permitía el haber de su padre — buen hombre,
según decían, pero débil y ciego, — y decía cosas que no están bien en un hijo de familia e
ucado como es debido. La vida humilde de aquel humilde pueblo le asqueaba; decía q
ue era mejor correr aventuras en los países ricos, populosos, lejanos, más allá de los
montes y los mares, donde están las grandes ciudades lujosas y los pórticos de mármol
y los vinos de las islas, y las tiendas llenas de sedas y plata, y las mujeres
vestidas de gala, como reinas maceradas en aromas, que daban, sin hacerse rogar,
su carne a cambio de un puñado de oro . . . Allí, en el campo, había que vivir ordena
damente y no había manera de desahogar el humor gigantesco y nómada. El padre, aunqu
e rico, aunque bueno, medía las dracmas como si fuesen talentos; su hermano le mir
aba de mal ojo si se compraba una túnica nueva o volvía a casa un poco alegre; en su
familia no se conocía más que el campo, el surco, el pastoreo, el ganado: una vida
que no le parecía vida, sino agotamiento. Y un día — había pensado en ello varias veces
sin valor para decirle — endureció su corazón y su rostro y le dijo a su padre:
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—Dame la parte que me toca de lo mío, y nunca jamás te volveré a pedir nada. El anciano
sufrió ante tales palabras, pero nada dijo, y fuese a su aposento para no dejar ve
r que lloraba. Y ninguno de los dos habló más de aquello durante cierto tiempo. Pero
su hijo padecía, estaba enfadado y había perdido con el ímpetu y brío, hasta los colore
s del rostro. Y el padre, al ver llorar a su hijo, padecía cada vez más, pensando qu
e lo perdía. Pero al cabo el amor paterno venció al amor de sí mismo. Se hizo la estim
ación pericial y el padre dio a sus dos hijos la legítima y se reservó lo demás para sí. E
l joven no perdió tiempo: vendió lo que no podía llevarse consigo y, juntando una buen
a cantidad, sin decir nada a nadie, una noche montó en un buen asno y partió. Al her
mano mayor no le disgustó en modo alguno aquella marcha: "Este ya no se atreverá a v
olver, y ahora soy yo el hijo único, y yo solo mando, y nadie me quitará el resto de
la herencia." Pero el padre lloró en secreto todas sus lágrimas, todas las lágrimas d
e sus viejos y arrugados párpados, y cada surco de su viejo rostro se bañó de llanto.
Desde aquel día ya no fue él, y se necesitó todo el amor que tenía al hijo que le quedab
a para vencer el descorazonamiento de aquella separación. Pero una voz le decía, que
acaso no le había perdido para siempre, que vería a su segundo vástago y obtendría la g
racia de volver a besarlo antes de morir, y aquella voz le ayudaba a soportar la
separación con menos angustia. Entretanto, el joven fugitivo se acercaba a grande
s jornadas al país opulento y en fiesta donde pensaba vivir. Y a cada vuelta del c
amino palpaba los saquillos del dinero que pendían de la silla. Presto llegó al país d
e su deseo y empezó la fiesta. Le parecía que aquellos dineros que había llevado consi
go no se acabarían nunca. Tomó en alquiler una hermosa casa, compró cinco o seis escla
vos, se vistió como un príncipe; pronto tuvo amigos y amigas que le acompañaban a almo
rzar y a comer y bebían vino cuanto les cabía en el vientre. Con las mujeres no rega
teó y escogió las más bellas que había en la ciudad que supieran bailar y tocar y vestir
se con magnificencia.
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Nunca le parecían demasiados los regalos para gozar las más desesperadas torturas de
l placer. El señorito provinciano, venido del campo sin distracciones, tenido a ra
ya en la época de la sensualidad prepotente, sediento de grandezas, desahogaba aho
ra la lujuria contenida y la afición al fausto en aquella vida enervante peligrosa
como un puente sin baranda. Una vida que no podía durar. Quita y no pon, presto s
e acaba el montón, dicen los labradores cuando van al granero para llevar el trigo
al molino. Los sacos del Pródigo tenían un fondo, como todos los sacos, y llegó el día
en que ya no hubo ni oro ni plata ni cobre siquiera, sino pedazos de tela y de c
uero que se amontonaban lacios, sobre los ladrillos del suelo. Desaparecieron lo
s amigos y desaparecieron las mujeres; esclavos, lechos y mesas fueron vendidos,
y con lo recaudado hubo para comer mal que bien, pero poco. Para mayor desgraci
a, hubo en aquel país una gran carestía, y el Pródigo se halló hambriento en medio de un
pueblo de hambrientos. Nadie le miraba; las mujeres se habían ido a otras ciudade
s, y los amigos de las noches de borracheras a duras penas conseguían ir viviendo
ellos mismos. El desventurado, casi desnudo, se fue al campo con un señor que poseía
una heredad. Tanto se recomendó a su favor, que le aceptó en calidad de porquero, p
orque era joven y sano y no sobraban porqueros, que nadie, por poco que pudiese,
quería tal oficio. Para un judío no podía haber mayor castigo que aquél. Hasta en Egipt
o, a pesar de que allí se adoraba a los animales, únicamente a los porqueros les est
aba prohibida la entrada en el templo, y ningún padre les daba a sus hijas por muj
eres, ni nadie se hubiera casado por todo el oro del mundo con la hija de un por
quero. Pero el Pródigo no tenía donde escoger y tuvo que cuidar a los cerdos. No le
daban salario, y la comida era escasa porque había poco para todos. Mas para los c
erdos no hay carestía, porque comen de todo y en aquel país tenían bellotas a placer y
se hartaban. El mísero hambriento miraba con envidia a aquellos animalotes negros
y rosados que hozaban en la tierra, mascullando cáscaras y raíces, y deseaba llenar
el vientre de aquella comida
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y lloraba recordando la justa abundancia de su casa y los festines de la gran ci
udad. A veces, vencido del hambre, cogía debajo del hocico gruñente de los cerdos un
a cáscara negruzca de bellota, templando la amargura del arrepentimiento con aquel
desabrido y leñoso dulzor... ¡Y ay, si le viera el amo! Su vestido era una sucia za
marra de esclavo que hedía a establo; su calzado, un par de sandalias rotas, atada
s con juncos, de cualquier manera; en la cabeza, un trapo de ningún color. Su bell
o rostro de mozo galán, tostado por el sol de las colinas, se le había descarnado y
alargado, tomando un color mortecino entre plomizo y barroso. ¿Quién llevará ahora sus
nítidas capas de lana hilada y tejida en casa, que dejó en las arcas de su hermano?
¿Dónde estarán las bellas túnicas de seda teñida de púrpura, que hubo de vender por pocos
ineros a los prenderos? Los criados de su padre vestían mejor que él. Y comían más que él.
Y, volviendo en sí, dijo: "¿Cuántos criados de mi padre tienen pan de sobra, mientras
yo me muero de hambre?" Hasta entonces, apenas apuntaba el pensamiento del regr
eso, lo había rechazado. ¡Volver en aquel estado, después de haber hecho llorar a su p
adre y haber cedido ante su hermano! ¡Volver sin un traje, descalzo, sin un dracma
, sin el anillo — signo de libertad — desfigurado, afeado por aquella famélica esclavi
tud, hediondo, contaminado de aquel oficio abominable, y dar la razón a los pruden
tes vecinos, al prudente hermano, humillarse a los pies del anciano a quien aban
donó sin un saludo! Volver como un andrajo de oprobio donde le vieron salir como u
n rey. Volver a la escudilla en que había escupido. A una casa donde ya no había nad
a suyo. No. Algo suyo había siempre. Su padre. Si él pertenecía a su padre, su padre l
e pertenecía a él. Era descendencia suya, carne de su carne, había sido engendrado por
él en un momento de amor. El padre, aún ofendido, no podría renegar su propia sangre.
Si no le quiere como a hijo, al menos le
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tendrá como criado. En el puesto de un extraño, de un hombre nacido de otro padre. "
Me levantaré y llegaré a mi padre y le diré: Padre, pequé contra el cielo y contra ti, y
no soy digno de seguir llamándome hijo tuyo; tenme como a uno de tus criados." No
vuelvo como hijo, sino como servidor, como trabajador: no te pido amor, al que
no tengo derecho sino un poco de pan en tu cocina. Y el joven, entregando los ce
rdos a su amo, se encaminó a su tierra. Pedía un pedazo de pan a los campesinos, que
se lo daban, y regaba aquel pan de misericordia y de limosna con la sal de sus
lágrimas, a la sombra de los sicomoros. Los pies, despellejadas y heridos, apenas
le sostenían; estaba descalzo, pero la fe en el perdón le llevaba, paso a paso, haci
a su casa. Al cabo, un día, cuando el sol estaba ya en lo alto, llegó a la vista de
la quinta de su padre. Pero no se atrevía a llamar ni a entrar. Y daba vueltas en
torno a la casa, espiando si alguien salía. Y he aquí que su padre se asoma a la pue
rta y le ve de lejos — su hijo no es aquél, cuán cambiado está; pero los ojos de un padr
e, aun consumidos por el llanto, no pueden por menos de reconocerlo — y corre a él,
y le aprieta contra su pecho, y le besa una y otra vez, y no se cansa de posar s
us viejos labios pálidos en aquel rostro consumido, en aquellos ojos que han cambi
ado de expresión, pero que siguen siendo hermosos; en aquellos cabellos polvorient
os, pero rizados y suaves; en aquella carne que es suya. El hijo, confuso y ente
rnecido, no sabe responder a los besos. Y apenas libre de los brazos paternales,
se arroja al suelo y repite temblando el discurso preparado: —Padre, pequé contra e
l cielo y contra ti, y no soy digno de que me llames tu hijo. Pero si el joven s
e humilla hasta rehusar el nombre de hijo, el viejo se siente, en aquel momento,
más padre: le parece que vuelve a ser su padre por segunda vez. Y sin responderle
siquiera, con los ojos nublados y húmedos,
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pero con la voz sonora de los buenos tiempos, llama a los esclavos: —Traed la mejo
r y más bella túnica y vestidle con ella: ponedle un anillo en la mano y calzado en
sus pies. El hijo del Amo no ha de entrar en su propia casa como un mendigo. El
traje más bello, el calzado nuevo, el anillo al dedo. Y los criados han de servirl
e, porque también él es amo. — Y traed un ternero cebado y matémoslo, y comamos y hagamo
s fiesta, porque mi hijo había muerto y resucitó; se había perdido y ha sido encontrad
o. El ternero cebado se reservaba para la fiesta; pero ¿qué fiesta más hermosa que ésta
para mí? Había llorado por muerto a mi hijo, y helo aquí conmigo: lo había perdido en el
mundo, y el mundo me lo restituye. Estaba lejos, y está con nosotros; era un mend
igo en puertas extrañas; y ahora banqueteará en su propia mesa. Y los siervos obedec
ieron, y el ternero fue muerto, desollado, descuartizado y puesto a cocer. Y se
sacó de la bodega el vino más viejo. Y fue aparejada la mejor estancia para la cena
del regreso. Y algunos criados fueron a llamar a los amigos del padre, y otros a
los músicos para que acudan luego con sus instrumentos. Y cuando todo estuvo disp
uesto, el hijo se hubo bañado, y su padre lo besó repetidas veces — como para comproba
r con la boca que estaba allí con él su verdadero hijo y no la visión de un sueño — empezó
l banquete y se escanciaron los vinos, y los músicos acompañaron los cantos de la al
egría. El mayor estaba en el campo a trabajar, y al volver por la tarde, cuando es
tuvo cerca de su casa, oyó música y ruido y palmoteo y el pisotear de los danzantes.
Y no salía de su asombro: "¿Qué ha sucedido? ¿Acaso mí padre se ha vuelto loco? ; O ha ll
egado de improviso a nuestra casa un cortejo de bodas?"
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Enemigo del bullicio y de las caras nuevas, no quiso entrar para ver por sí qué pasa
ba. Sino que, llamando a un muchacho que de la casa salía, le preguntó el porqué de to
do aquel ruido. — Tu hermano ha venido. Y tu padre ha matado el ternero cebón, por h
aberle vuelto a tener consigo sano y salvo. A estas palabras, sintió un ahogo en e
l corazón y se quedó pálido. No de contento, sino de rabia y celos. Volvió a encendérsele
en su interior la antigua envidia, porque le parecía que toda la razón estaba de su
parte. Y no quiso entrar en su casa; y permaneció fuera, airado. — Ven, que tu herma
no ha vuelto y ha preguntado por ti y se alegrará de verte y le festejaremos junto
s. Pero el Prudente no pudo contener sus palabras y, por primera vez en su vida,
se atrevió a condenar a su padre en su propia cara: — Eso es; hace tantos años que te
sirvo como un esclavo y nunca traspasé una orden tuya, y jamás me diste un cabrito
para cenar con mis amigos. Y ahora que ese hijo tuyo vuelve a casa, después de hab
er malgastado tu hacienda en los lupanares, has matado para él el ternero cebado.
Con estas pocas palabras descubre toda la bajeza de su ánimo, escondida hasta ento
nces bajo el manto farisaico de la prudencia. Echa en cara a su padre la obedien
cia propia, le echa en cara su avaricia — "Y no me has dado un cabrito siquiera" — y
le reprocha, él, hijo sin amor, el ser un padre demasiado amante: "Este hijo tuyo
." No dice hermano. Que lo reconozca, si quiere, el padre como tal hijo, que él no
quiere reconocerlo como hermano. "Se ha gastado tu dinero con prostitutas." Los
dineros que no son suyos, con mujeres que no son suyas. "Mientras que yo he est
ado contigo, sudando en tus tierras, sin recompensa alguna." Pero el padre, del
mismo modo que ha perdonado al otro hijo, perdona a éste también:
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— Hijo mío, tú estás siempre conmigo y todo lo mío es tuyo. Pero era menester banquetear y
alegrarse porque tu hermano había muerto y ha resucitado, se había perdido y lo enc
ontramos. El padre está seguro de que estas palabras bastan para cerrarle la boca:
"Había muerto y ha resucitado, se había perdido y lo encontrarnos." ¿Qué más razones son
menester? ¿Y cuáles serían más fuertes? Haya hecho lo que haya hecho: "Ha malgastado lo
mío con las mujeres, ha malgastado cuanto ha podido. Me abandonó sin un adiós, dejándome
llorando. Aunque se hubiera portado peor aún, no por eso dejara de ser mí hijo. Aun
que hubiese robado por los caminos, asesinado a inocentes y me hubiera ofendido
mucho más, no puedo olvidar que es hijo mío, sangre mía. Se había ido y ha vuelto, había d
esaparecido y ha reaparecido, había muerto y ha resucitado. Y para festejar este m
ilagro no me parece demasiado un ternero. Tú no me has dejado nunca; he gozado sie
mpre de ti; todos mis cabritos son tuyos con sólo pedírmelos; todos los días has comid
o a mi mesa. Pero él, ¡estaba tan lejos hace tantos días, tantas semanas, tantos meses
! No le veía sino en sueños. ¡Hacía tanto tiempo que no comía un pedazo de pan conmigo! ¿No
tengo derecho de celebrarlo, al menos hoy?" Jesús se detuvo aquí. No siguió la parábola.
No era menester. El significado de la parábola no necesita añadiduras. Pero ninguna
boca humana ha contado una historia más hermosa que ésta y que tan profundamente se
apodere del corazón de los hombres, después de la de José. Están en libertad ciertos in
térpretes para sus conjeturas y entretenimientos. Que el Pródigo es el hombre nuevo
purificado por la prueba del dolor, y el Prudente el Fariseo que observa la anti
gua ley, pero no conoce el amor. O bien que el Prudente es el pueblo judaico que
no comprende el amor del Padre, el cual acogerá al pagano, a pesar de que se haya
revolcado en los torpes amores de la gentilidad y haya vivido en compañía de los ce
rdos. Jesús no proponía enigmas. Él mismo dijo, al fin de la parábola, que hay
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más alegría en el cielo por un pecador arrepentido que por todos los justos que se g
lorían de su justicia espuria, por todos los puros que se enorgullecen de su purez
a externa, por todos los rígidos fariseos que ocultan la sequedad de su corazón bajo
el aparente respeto a la ley. Los verdaderos justos serán acogidos en el Reino, p
ero de ello estábamos seguros. No nos han hecho temblar y sufrir y no es menester
alegrarse. Pero por el que ha estado a punto de perderse, que ha padecido más por
rehacerse su alma, por vencer la bestialidad que en él había, que ha merecido más su p
uesto porque para obtenerlo ha tenido que renegar de todo su pasado, por ese se
elevarán los cantos de júbilo. "¿Quién de vosotros que tenga cien ovejas y ha perdido un
a, no deja a las noventa y nueve en el desierto y va tras la perdida hasta haber
la hallado? Y una vez que la halla se la echa a la espalda, lleno de gozo, y, ll
egado a casa, llama a sus amigos y a sus vecinos, diciéndoles: "Alegraos conmigo,
que hallé la oveja que se me había perdido." "¿O qué mujer que tenga diez dracmas, si ha
perdido una, no enciende el candil y barre la casa y busca cuidadosamente hasta
hallarla? Y, una vez hallada, llama a las amigas y a las vecinas, diciendo: "Al
egraos conmigo, porque hallé la dracma que había perdido?" Y ¿qué es una oveja en compar
ación de un hijo resucitado, de un hombre salvo? Ni ¿qué vale una dracma en parangón de
un extraviado que recobra la santidad?
Continuar -->
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Notas
1 )-
La mina, usada como unidad de peso y como unidad monetaria en muchos pueblos ant
iguos, tuvo distinto valor en cada región y en cada época. La usada por los hebreos
en tiempo de Jesucristo pesaba, según los datos de Flavio Josefo, 1068,65 gramos.
Las había de oro y plata.—(N. del T.)
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Giovanni Papini - Historia de Cristo
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LAS PARÁBOLAS DEL PECADO
Pero el perdón crea una obligación a la que no se admiten exenciones. Es transmisibl
e y ha de ser transmitido. El amor es como fuego que, si no se comunica, se apag
a. Te han abrasado con el gozo, abrasa a quien se te acerque; si no, te conviert
es en piedra, ahumada, pero fría. El que ha recibido debe restituir; cuanto más, mej
or, pero al menos una parte. Un día un Rey quiso ajustar cuentas con sus subaltern
os. Y uno por uno los fue llamando a su presencia. Entre los primeros le llevaro
n a uno que le debía diez mil talentos, Como no tuviera con qué pagar al Rey, mandó qu
e éste fuese vendido juntamente con su mujer, sus hijos y cuanto poseía para satisfa
cer una parte de la deuda. El siervo, desesperado, se arrojó a los pies del Rey. P
arecía un montón de ropas del que surgían sollozos y promesas: Ten paciencia, espera u
n poco más y te lo pagaré todo; pero no consientas que mi mujer y mis hijos sean env
iados a la feria como ovejas, separados de mí, llevados quién sabe adónde. El Rey se e
nterneció — también él tenía hijos pequeños — y le dejó en libertad, condonándole aquella d
andísima. El siervo salió que parecía otro; pero su corazón, aun después de tan gran favor
, era el mismo. Y habiéndose encontrado con uno de sus compañeros que le debía cien di
neros — una pequeñez en comparación con los diez mil talentos — lo cogió por el cuello: “¡P
lo que me debes o hago que te
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prendan los esbirros!”. El desventurado agredido de aquella suerte, hizo lo que su
perseguidor había hecho poco antes en presencia del Rey: se arrojó a sus pies, se e
ncomendó a su favor, lloró, juró que le pagaría de allí a pocos días, le besó la orla del v
ido, le recordó su antigua hermandad, le rogó que esperase en nombre de sus hijos qu
e en casa le esperaban. Pero aquel desalmado, que era Siervo y no Rey, no tuvo c
ompasión: tomó al deudor por un brazo, lo entregó al tribunal e hizo que lo metiesen e
n prisión. Se extendió la nueva entre los demás siervos de palacio y a todos los entri
steció. Y como luego llegó a oídos del Rey, éste, mandando llamar al despiadado, le entr
egó a los torturadores: “Yo te condoné aquella tan gran deuda; ¿no debías tú condonar la de
tu hermano, que era mucho más pequeña?; ¿no debías tener compasión de él?” Los pecadores, c
do reconocen el mal que hay en ellos y lo abjuran con corazón humillado, están más cer
ca del Reino que los falsos devotos que se adornan con la alabanza de la propia
devoción. Dos hombres subieron al Templo a orar: el uno era Fariseo y el otro Publ
icano. El Fariseo, con las fílacterias colgadas sobre la frente y en el brazo izqu
ierdo relucientes las largas cenefas de su manto, arrogante y en pie, como quien
se encuentra en su casa, oraba así: Te doy gracias, oh Dios, de que yo no sea com
o los demás hombres, rapaces, injustos, adúlteros, o como ese publicano. Yo ayuno do
s veces por semana, pago todos los diezmos y observo todos los artículos de la Ley
. El Publicano, por el contrario; no tenía siquiera valor para levantar los ojos y
parecía como avergonzado de comparecer ante el Señor. Suspiraba y se golpeaba el pe
cho, y no decía sino estas palabras: Oh, Dios, ten misericordia de este pecador. "
Yo os digo que éste volvió a su casa justificado, con preferencia a aquél otro; porque
el que se ensalza será humillado y el que se humilla será ensalzado."
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Un doctor de la Ley preguntó a Jesús quién es el prójimo. Jesús contestó: Un hombre, un heb
eo, bajaba de Jerusalén a Jericó, por las gargantas de los montes. Lo asaltaron unos
ladrones y, después de haberle herido y despojado, le dejaron en el camino medio
muerto. Pasa un Sacerdote, uno de aquellos que iban a fiestas y reuniones y se v
anagloriaban de conocer por lo menudo la voluntad de Dios, ve al desgraciado ten
dido en tierra, pero no se detiene y, para evitar contactos inmundos, atraviesa
al otro lado del camino. Poco después he ahí un Levita. También era de los rígidos, de l
os intransigentes, y conocía al dedillo todas las ceremonias sagradas, y creíase, más
que sacristán, uno de los dueños del Templo. Mira de soslayo el cuerpo sangrante y s
igue su viaje. Y pasa, por último, un Samaritano. Para los Judíos, los Samaritanos,
eran infieles, traidores, poco menos detestables que los Gentiles, porque no que
rían sacrificar en Jerusalén ni aceptar la reforma de Nehemías. El Samaritano, sin emb
argo, no se detiene a ver si el infeliz tendido entre las piedras del camino es
circunciso o no, si es de Judá o de Samaria. Pero se acerca, y al verlo reducido a
tal extremo se mueve al punto a compasión. Y sacando de la alforja las cantimplor
as, le vierte en las heridas un poco de aceite y de vino, le venda como puede co
n un pañuelo, pone al desconocido atravesado sobre su borrica, le lleva a una pobl
ación, manda que lo acuesten, intenta hacerle volver en sí llevando a su boca algo c
aliente y no lo deja hasta verlo recobrado, pudiendo hablar y comer. Al día siguie
nte, llama aparte al huésped y le da dos dineros: Cuídalo, atiéndelo lo mejor que pued
as, y lo que gastes de más yo te lo pagaré cuando vuelva por aquí. El prójimo, pues, es
el que sufre, el que ha menester ayuda. Sea el que sea. Incluso tu enemigo, si n
ecesita de ti, aunque no te lo ruegue, es tu prójimo. La caridad es título valiosísimo
para la admisión en el Reino. Lo supo el Rico Epulón, vestido de púrpura y lino finísim
o, que diariamente banqueteaba con sus amigos. A la puerta de su palacio estaba
Lázaro, el pobre, el hambriento, lleno de úlceras, que se hubiera contentado con las
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migajas y los huesos que caían debajo de la mesa de Epulón. Los perros tenían compasión
de Lázaro y de su miseria y, no pudiendo hacer otra cosa por él, le lamían las llagas,
y él acariciaba aquellas dóciles bestias amorosas con su mano descarnada. Pero el r
ico no tenía compasión de Lázaro y no se le ocurrió invitarlo ni una sola vez a su mesa,
ni le mandaba siquiera un bocado de pan o las sobras de la cocina destinadas a
la basura, que los marmitones mismos rehusaban. Sucedió que uno y otro, el pobre y
el rico, murieron, y el pobre fue recibido en el seno de Abraham, y el rico fue
precipitado a sufrir en el fuego. Y una terrible sed le atormentaba, sin que na
die le consolase. De lejos vio a Lázaro en compañía de los Patriarcas, y de entre las
llamas gritó: Padre Abraham, ten piedad de mí y ordena a Lázaro que me moje los labios
con la punta del dedo, porque me consumo en esta llama. No le había dado una miga
ja siquiera cuando vivían, y ahora no pedía ser librado del fuego, ni un vaso de agu
a, o un sorbo siquiera, ni una gota; se contentaba con la poquísima humedad que po
día llevarle la punta de un dedo, del dedo pequeño del pobre. Pero Abraham respondió:
Hijo mío: recuerda que recibiste en vida toda clase de bienes y Lázaro todos los mal
es. Ahora él es consolado y tú torturado. Si tú le hubieses dado la mínima parte de tu c
ena, pues que sabías que tenía hambre y estaba acurrucado a tu puerta peor que un pe
rro, y hasta los perros le tenían más compasión que tú; si le hubieras dado un bocado de
pan tan sólo una vez, tendrías ahora algún título para pedir la punta de un dedo suyo m
ojada en agua. El rico se complace en su patrimonio y se duele de tener que dar
una mínima parte, porque cree que la vida no pasa nunca y que el futuro ha de ser
igual al pasado. Pero la muerte llega para él también y cuando menos lo piensa. Había
una vez un Propietario que un año obtuvo de sus tierras más que ningún otro. Y fantase
aba a propósito de aquella nueva riqueza. Decía: Echaré abajo mis graneros y construiré
otros más grandes en que quepan
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todas mis cosechas de trigo, de cebada, de maíz, y haré otros parajes para el heno y
la paja, y otros establos para los bueyes que compre, y un gran establo en que
quepan todas mis ovejas y cabras. Y diré a mi alma: Ya tienes en reserva mucha riq
ueza para muchos años; descansa, come, bebe, disfruta y no pienses en más. Y no le p
asó por la mente ni un instante la idea de destinar una parte de aquellos benefici
os de la tierra a consolar a los pobres de su pueblo. Pero aquella misma noche e
n que había imaginado tantas mejoras, murió el rico, y al día siguiente fue sepultado,
solo y desnudo, bajo tierra, y no hubo nadie que intercediese por él en el Cielo.
Quien no sabe hacerse amigo de los pobres, quien no emplea la riqueza en alivia
r la miseria, no piense que entrará en el Reino. A veces, los Hijos del siglo sabe
n hacer mejor sus negocios terrenales que no los suyos celestiales los Hijos de
la luz. Como aquel mayordomo que había engañado a su amo y tenía que dejar su puesto.
Y llamando a todos los deudores, condonó a cada uno parte de su deuda, de suerte q
ue cuando fue despedido de su mayordomía, se había granjeado aquí y allá, con su estrata
gema fraudulenta, muchos amigos que no le dejaron morirse de hambre. Se habíase pr
ocurado un bien para sí y para los demás engañando y robando a su amo: era un ladrón, pe
ro un ladrón juicioso. Si los hombres emplearan en salvar su espíritu la diligencia
que éste usó para mantener su cuerpo, ¡cuántos más no serían los convertidos a la fe del Re
no! El que no se convierte a tiempo será cortado como la higuera improductiva. Per
o la conversión ha de ser perfecta, porque las recaídas alejan mucho más de lo que había
n acercado los remordimientos. Un hombre estaba poseído de un espíritu maligno y con
siguió ahuyentarlo de sí. El demonio se fue a lugares áridos en busca de descanso; mas
como no lo hallase, pensó en volver a donde primero estaba. Se da cuenta, sin emb
argo, de que la casa, el alma de aquel hombre, está desocupada, barrida, adornada,
de tal suerte que cuesta trabajo reconocerla. Entonces va, llama a otros siete
espíritus
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más malignos que él y al frente de la banda consigue entrar de nuevo en la casa, de
modo que el hombre aquel se halló en peor situación que antes. En el día del triunfo l
os lamentos y las justificaciones valdrán menos que el susurro del viento entre la
s cañas. Entonces se hará la última e inapelable Selección. Como la del pescador que, lu
ego de sacar del mar la red llena de peces, se sienta en la playa y echa en las
cestas los que son comestibles, y arroja el resto a la basura. Se les otorga una
larga tregua a los pecadores para que tengan tiempo de cambiar. Pero, venido el
día, quien no ha llegado a las puertas o no es digno de franquearlas, quedará fuera
eternamente. Un buen labrador había sembrado su campo de buen trigo. Pero he aquí q
ue un enemigo suyo va de noche a aquel campo y lo siembra, a manos llenas, de ci
zaña maléfica. Al cabo de cierto tiempo, el campo comienza a verdear, y los criados
advierten la cizaña y van a decírselo al amo. — ¿Quieres que la arranquemos? — No; no sea
que por arrancar la cizaña arranquéis también el trigo. Dejad que todo crezca. Cuando
llegue el día de la siega; diré a los segadores: segad primero la cizaña, atadla en ha
ces y quemadla hasta reducirla a cenizas; pero el trigo, el buen trigo, llevadlo
a mis graneros. También Jesús espera, como buen colono, el día de la siega para hacer
la separación definitiva de los buenos y de los malos. Cierto día le rodeaba una mu
ltitud inmensa para escucharle, y al ver a todos aquellos hombres y mujeres que
tenían hambre de justicia, tuvo compasión de ellos y dijo a sus Discípulos: — La siega e
s, en verdad, abundante; pero son pocos los obreros; rogad, pues, al dueño de la m
ies que mande más segadores. Su voz no llegaba a todas partes; no bastan los Doce;
son menester otros anunciadores, para que la Buena Nueva sea llevada a todos cu
antos padecen y esperan.
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LOS DOCE
La suerte, no sabiendo de qué otro modo hacer pagar a los grandes su grandeza, los
castiga con discípulos. Todo discípulo, precisamente por serlo, no lo comprende tod
o, sino solamente a medias, es decir, a su manera, según la capacidad de su espíritu
; por eso, aun sin querer, traiciona la enseñanza del maestro; la deforma, la hace
vulgar, la empequeñece, la corrompe. El discípulo tiene casi siempre compañeros, y, n
o estando solo, siente celos de los demás, quisiera ser, al menos, el primero entr
e los segundos; y por eso difama y acecha a sus condiscípulos; cada cual cree ser,
o por lo menos quiere que se le crea, único intérprete perfecto del maestro. El dis
cípulo sabe que es discípulo y alguna vez se avergüenza de ser uno que come a la mesa
de otro. Entonces tuerce y destroza el pensamiento del maestro, para hacer creer
que tiene un pensamiento propio, diverso de aquél. O enseña todo lo contrario de lo
que le ha sido enseñado: que es la manera más grosera y servil de ser discípulo. En t
odo discípulo, aun en los que parecen más adictos y leales, hay la semilla de un Jud
as. Un discípulo suele ser un parásito, un pasivo. Un intermediario que roba al vend
edor y estafa al comprador. Un gorrón que, invitado a almorzar, pellizca los entre
meses, lame las salsas, prueba la fruta, pero no se atreve con los huesos porque
no tiene dientes — o tiene sólo los de leche — para romperlos y chupar la medula sust
anciosa. El discípulo, tal vez, parafrasea las frases, oscurece lo elevado, compli
ca las cosas claras, multiplica las dificultades, nubla la evidencia, aumenta lo
accesorio, enerva lo esencial, enagua el vino fuerte, y, no obstante, despacha
su vomitivo como elixir
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Giovanni Papini - Historia de Cristo
destilado o quintaesenciado. En vez de antorcha que difunde luz y fuego, es luce
cilla que humea y no le alumbra ni aún a él mismo. Con todo, nadie ha podido prescin
dir de tales discípulos y secuaces. Porque los grandes, demasiado extraños a la mult
itud, tan distantes y solitarios, han menester sentir alguien cerca de sí: no se s
ostienen sin la ilusión de que hay alguien que oye sus palabras, que recibe su ide
a y la transmite lejos a los demás, antes de su muerte y después de la muerte. Este
nómada, que no tiene casa propia, desea un hogar amigo. Este desarraigado, que no
puede tener una familia de su carne, quiere a sus hijos espirituales. Este capitán
, cuyos soldados han de nacer únicamente después que su sangre haya impregnado la ti
erra, tiene la ambición de sentirse rodeado de un pequeño ejército. Hay aquí una de las
formas de lo trágico inmanente en toda grandeza: los discípulos suelen ser repugnant
es y peligrosos; pero nadie puede prescindir de ellos, aun de los falsos. Los pr
ofetas sufren si no los encuentran; sufren, más quizá, cuando los han hallado. Porqu
e un pensamiento está unido por muchos hilos, más aún que un hijo, a toda el alma. Tan
preciso, delicado, frágil — tanto más incomunicable cuanto más nuevo. Confiárselo a otro,
injertarlo en un pensamiento ajeno, necesariamente más bajo, ponerlo en manos de
quien no ha de saber respetarlo —un depósito tan raro: un pensamiento grande, un pen
samiento nuevo — es una responsabilidad desmesurada, una tortura continua, un cont
inuo padecer. Con todo, los grandes hombres sienten el afán de repartir a todos lo
que han recibido, y para ellos solos es demasiado grande el trabajo; sienten la
vanidad, que logra sentarse aun junto a la más alta sabiduría, y la vanidad ha mene
ster palabras cariñosas, elogios aun ofensivos, asentimientos aun puramente verbal
es, consagraciones, por mediocres que sean: victorias, aun en apariencia.
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Giovanni Papini - Historia de Cristo
Cristo estaba exento hasta de las pequeñeces de los grandes: pero al aceptar todas
las cargas de la humanidad, no quiso tampoco eximirse de las que dan los discípul
os. Antes que por los enemigos quiso ser atormentado por los amigos. Los sacerdo
tes le hicieron morir sólo una vez: los discípulos le hicieron sufrir todos los días.
Su Pasión no hubiera sido completa de crueldad de no haberle herido, además de los S
aduceos, y los Esbirros, y los Romanos, y la Plebe, el abandono de los Apóstoles.
Sabemos quiénes eran. Como Galileo, entre Galileos los escogió; pobre, los adoptó entr
e los pobres; sencillo, pero de una sencillez divina que sobrepujaba a todas las
filosofías, llamó a los sencillos, cuya sencillez permanecía envuelta en la tierra. N
o quería escoger entre los ricos, porque venía a combatir el abuso de las riquezas:
no entre los Escribas y los Doctores, porque venía a derogar su Ley; no entre los
filósofos, porque en Palestina no los había, y de haberlos hubieran intentado apagar
su mística sobrenatural bajo el celemín de la dialéctica. Sabía que a aquellas almas ru
das pero intactas, ignorantes pero entusiastas, hubiera podido, al fin, cambiarl
as según su deseo, hacerlas ascender hasta Él, moldearlas como el limo de río, que es
barro, pero una vez modelado y cocido, puede convertirse en sublime belleza. Per
o fue menester, para tal mutación, la llama descendida de la Tercera Persona. Hast
a Pentecostés prevaleció demasiadas veces su imperfecta naturaleza, cómplice de todas
las caídas. A los Doce se les debe perdonar mucho porque, excepto en algún momento,
tuvieron fe en Él: porque se esforzaron en amarle como quería ser amado, y sobre tod
o porque, después de haberle abandonado momentáneamente en el huerto de Getsemaní, no
le olvidaron nunca y dejaron para la eternidad la memoria de sus palabras y de s
u vida.
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Giovanni Papini - Historia de Cristo
Pero si miramos de cerca, en los Evangelios, a aquellos discípulos de que tenemos
alguna noticia, no podemos menos de sentir apretado el corazón. Aquellos hombres a
fortunados que recibieron la gracia inestimable de vivir con Cristo, junto a Cri
sto, de caminar, de comer con él, de dormir en la misma habitación, de verle el rost
ro, de tocar su mano, de besarlo, de escuchar sus palabras de su misma boca, est
os doce afortunados, a quienes millones de almas han envidiado eternamente a tra
vés de los siglos, no siempre se mostraron dignos de la suprema felicidad que sólo a
ellos tocó. Los vemos, duros de cabeza y de corazón, incapaces de entender las más límp
idas parábolas del Maestro; torpes para entender, aun después de su muerte, quién era
Jesús y de qué suerte era el Reino que anunciaba; faltos muchas veces de fe, de amor
, de fraternidad; ambiciosos de recompensas; envidiosos unos de otros; impacient
es de la recompensa con que han de cobrarse de su espera; intolerantes para quie
n no está con ellos; vengativos con quien no quiere recibirlos; soñolientos, indecis
os, terrenos, avaros, cobardes. Uno le niega tres veces; otro espera a venerarlo
cuando ya está en el sepulcro; uno no cree en su misión, porque procede de Nazareth
; otro no quiere creer en su Resurrección; otro, en fin, lo vende a sus enemigos y
lo señala, con el último beso, a sus captores; algunos, después de discursos harto el
evados, "se echaron atrás y ya no iban con él." Jesús hubo de reprocharles varías veces
su tarda comprensión. Cuenta la parábola del Sembrador y no comprenden su sentido: "
No entendéis esta parábola; pues ¿cómo entenderéis las otras?" Les advierte que se guarden
de la levadura de los Fariseos y creen que habla del pan material: "No reflexio
náis ni comprendéis todavía? ¿Tenéis el corazón endurecido? Teniendo ojos, ¿no veis? ¿Y no
memoria?" Creen, casi siempre, como la baja plebe, que Jesús es el Mesías carnal, po
lítico, guerrero, venido a levantar de nuevo el trono temporal de David. Incluso c
uando está para subir al cielo, siguen preguntándole: "Señor, ¿es éste el tiempo en que pi
ensas restablecer el Reino de Israel?" Y antes, el día
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de la Resurrección, los dos discípulos de Emmaús dicen: "Nosotros esperábamos que sería él
uien rescatase a Israel, y en cambio. . . " Litigaron entre sí por saber quién tendría
el primer puesto en el nuevo Reino, y Jesús tuvo que amonestarles: "¿De qué veníais hab
lando por el camino?" Y callaban, porque habían discutido sobre quién de ellos era e
l más grande. Y él, una vez que se hubo sentado, llamó a los Doce y les dijo: "Si algu
ien quiere ser el primero, sea el último de todos y el servidor de todos . . . " C
elosos de sus privilegios, denuncian ante Jesús a uno que ahuyentaba demonios en s
u nombre. "No se lo prohibáis — respondió Jesús —, porque no hay nadie que después de haber
hecho alguna obra poderosa en mi nombre pueda hablar mal de mí. Porque quien no es
tá contra nosotros está con nosotros." Después de un sermón en Cafarnaum, algunos se mol
estaron por sus palabras. Por lo cual muchos de sus discípulos, una vez que las oy
eron, decían: "Duro es este lenguaje, ¿quién puede escucharlo?" Y lo dejaron. Con todo
Jesús no economiza avisos a quien quería seguirle. Un Escriba le dice que le seguirá
por doquier. Y Jesús a él: "Las raposas tienen sus guaridas y los pájaros del cielo su
s nidos; pero el Hijo del Hombre no tiene donde reclinar la cabeza." Otro, y era
discípulo suyo, quería enterrar primero a su padre. Pero Jesús le respondió: "Sígueme y d
eja que los muertos entierren a sus muertos." Y otro: "Señor: te seguiré, pero antes
permíteme que me despida de los de casa." Jesús le respondió: "Quien después de haber p
uesto la mano al arado mira atrás, no es apto para el Reino de Dios." Se le acercó t
ambién un Joven Rico que observaba los mandamientos. Y Jesús, mirándole con ternura, l
e dijo: "Te falta una cosa: vete, vende cuanto tienes y dáselo a los pobres, y ten
drás un tesoro en el cielo; luego, sígueme." A estas palabras, aquél se entristeció y se
fue dolido, porque tenía muchas
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riquezas. Para seguir más perfectamente a Jesús ha de dejar el hombre su Casa, sus M
uertos, su Familia, su Dinero — todos los amores comunes, todos los bienes comunes
. Lo que Él da a cambio compensará toda renunciación. Pero pocos son capaces de semeja
nte abandono, y algunos, después de haber creído, sucumbirán. A los Doce, pobres casi
todos, les era fácil renunciar, y, con todo, no consiguieron siempre ser como Jesús
quería.
SIMON, LLAMADO PIEDRA
Pedro, antes de la Resurrección, es como un Cuerpo junto a un Espíritu, como una voz
de la Materia que acompaña a la sublimación de un Alma. Es la Plebe que espera junt
o a una Aristocracia esperanzada. Es la Tierra que cree en el Cielo pero que per
manece terrestre. El Reino de los Cielos es todavía, en su imaginación de hombres ru
do, harto parecido al Reino Mesiánico de los escribas. Jesús pronuncia sus famosas p
alabras contra los ricos: "Es más fácil a un camello pasar por el ojo de una aguja q
ue a un rico entrar en el reino de Dios." A Pedro, estas palabras tan intransige
ntes respecto de la riqueza le parecen duras. Y se atrevió a decirle: — ¿Ves? Lo hemos
dejado todo y te hemos seguido: ¿qué se nos dará por ello?" Parece un prestamista que
pregunta qué intereses le pagarán. Y Jesús, para consolarlo, le promete que se sentará
en un trono para juzgar a una tribu de Israel — las once restantes serán juzgadas po
r los otros once — y añade que cada cual tendrá cien veces más de lo que ha dejado.
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Jesús afirma que únicamente lo que sale del hombre puede contaminarlo; pero Pedro no
entiende. Pedro entonces le dice: "Explícanos esa parábola". Y Jesús: "¿También vosotros
seguís todavía privados de inteligencia? No comprendéis. . . " De los Discípulos, tan es
casos de entendimiento, Pedro es uno de los más duros. Su sobrenombre — Cefas, Piedr
a, pedazo de roca — no procede únicamente de la solidez de su fe — frecuentemente Jesús
le reprochaba su poca fe y la negación de la última noche es dolorosa prueba de ello
— sino de su dureza de cabeza. No era un espíritu despierto ni en el sentido propio
ni en el translaticio. Tenía el sueño fácil, aun en los momentos supremos. Se adormiló
en el monte de la Transfiguración, se adormiló la noche de Getsemaní, después de la última
cena, donde Jesús había hablado con palabras que darían perpetuo insomnio a un escrib
a. Con todo, su petulancia era grande. Cuando Jesús, la última noche, anuncia que ha
de sufrir y morir, Pedro prorrumpe: "Señor, contigo estoy dispuesto a ir a la pri
sión y a la muerte. Aunque tú fueses para todos ocasión de caída, no para mí. Aunque hubie
ra de morir contigo, no te negaré." Y Jesús: "Pedro, yo te digo que hoy, antes que c
ante el gallo me habrás negado tres veces." Jesús le conocía mejor de lo que él se conocía
a sí mismo. Y cuando estaba en el patio de Caifás, calentándose en el brasero, mientr
as los sacerdotes interrogaban e insultaban a su Dios, negó por tres veces que él fu
era uno de los que iban con Él. En el momento de la detención había hecho — contra lo qu
e Jesús enseñaba — un simulacro de resistencia: había cortado una oreja a Malco. No había
entendido aún, tras los años de cotidiana compañía, que a Jesús le repugnaba toda forma de
violencia material. No comprendía que si Jesús hubiera querido salvarse se hubiera
escondido en el desierto sin que nadie
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lo supiese, o hubiera escapado de las manos de los soldados, como tiempo atrás en
Nazareth. Jesús dio tan poco valor a aquella acción, contraría a su voluntad, que curó a
l punto la herida y reprendió al intempestivo vengador. No era la primera vez que
Pedro se mostraba inferior a la grandeza de los sucesos. Tenía, como todos los espír
itus incultos, cierta tendencia a ver la escoria material en las manifestaciones
espirituales, lo bajo en lo elevado, lo vulgar en lo trágico. En el monte de la T
ransfiguración, cuando se despertó, vio a Jesús, todo refulgente de blancura, hablando
con otros dos, con dos Profetas: Moisés y Elías. Y lo primero que se le ocurrió, en v
ez de adorar y callar, fue construir un refugio para aquellos personajes: "Maest
ro — dijo Pedro —, es bien que permanezcamos aquí; hagamos tres tiendas; una para ti,
una para Moisés y otra para Elías." Y San Lucas añade, para disculparlo: "No sabía lo qu
e se decía." Cuando vio a Jesús andar seguro sobre el lago, se le ocurrió hacer lo mis
mo. "Y Pedro, saltando de la barca, empezó a caminar sobre las aguas hacia Jesús. Pe
ro viendo la violencia del viento, se asustó y, como empezaba a hundirse, gritó: "Seño
r, sálvame." Y Jesús, tendiendo al punto su mano, le agarró, y: "Hombre de poca fe — le
dijo — ¿por qué has dudado?" El buen pescador, familiarizado con el lago y con Jesús, cr
eía poder hacer lo que su Maestro, y no sabía que es menester un alma mucho más grande
, una fe mucho más firme que la suya para domeñar las tempestades. El fuerte amor ha
cia Cristo, que compensa todas sus debilidades, le llevó un día casi a contradecirle
. Había anunciando Jesús a sus discípulos que padecería y que le matarían. Entonces, Pedro
, llevándoselo aparte, empezó a reprocharle, diciendo: "¡Dios no lo quiera, Señor; eso n
o sucederá en modo alguno!" Pero Jesús, volviéndose a Pedro, le dijo: "Vete de aquí, apárt
ate, Satanás, que me eres un escándalo. No piensas conforme al pensamiento de Dios,
sino como los hombres." Nadie ha pronunciado un juicio tan tremendo sobre Simón, a
podado Piedra. Fue llamado a trabajar por el Reino de Dios y pensaba como los ho
mbres. Su mente, empañada todavía por las
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ideas populares del Mesianismo perseguido, condenado y ajusticiado. No vivía todavía
en su ánimo la idea la Expiación divina, la idea de que no hay salud sin un ofrecim
iento de dolor y de sangre. Amaba a Jesús, pero su amor, con ser tan afectuoso y g
rande, tenía todavía algo de terrenal, y se rebelaba contra el pensamiento de que su
Dios hubiera de ser vilipendiado, de que su Rey hubiera de morir. Pero había sido
el primero en reconocer en Jesús al Cristo, y esa primacía es de tal manera grande
que nada ha podido borrarla. Únicamente después de la Resurrección fue por completo de
su Maestro. Y cuando se le aparece, a las orillas del Mar de Tíberíades, Jesús le pre
gunta: "¿Me amas?" Pero Pedro no se atreve a decir, después de haberle negado, que l
e ama. Le responde, como asustado: "Sí, tú sabes que te quiero bien." Pero Jesús pedía a
mor y no simple amistad. Y repite otra vez: "¿Me amas?" Y Pedro de nuevo: "Sí, te qu
iero bien." Pero Jesús insta: "Simón de Jonás, ¿me quieres de veras?" Y entonces Pedro,
vencido, responde al cabo, casi impaciente con palabras que Jesús le arranca: "Señor
, tú lo sabes todo y ya sabes que te amo." Por tres veces, en la noche que precedió
a su muerte, le había negado Pedro. Ahora, después de la victoria sobre la muerte, P
edro confirma de nuevo su amor por tres veces. Y a ese amor, que será iluminado de
ntro de poco por la sabiduría perfecta, permanecerá fiel hasta el día en que muera, en
Roma, en un árbol de suplicio igual al de Cristo.
LOS HIJOS DEL TRUENO
Los dos hermanos pescadores, Santiago y Juan, que habían dejado en la playa de Caf
arnaum, barca y redes, por acompañar a Jesús, y que juntamente con Pedro, constituían
una especie de triunvirato preferido — ellos solos son los que acompañan a Jesús a cas
a de Jairo, y en la cima de la
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Transfiguración, y son ellos a los que conserva consigo la noche de los Olivos — no
habían adquirido, en el largo trato con el Maestro, humildad suficiente. Jesús les h
abía dado el sobrenombre de Bonaerges, Hijos del Trueno, sobrenombre un poco irónico
, que aludía tal vez a su carácter impetuoso e iracundo. Cuando echaron a andar todo
s juntos hacia Jerusalén, Jesús mandó por delante a algunos de ellos para que le prepa
rasen alojamiento. Atravesaban la Samaria y en un poblado fueron acogidos malame
nte. "Pero aquéllos no quisieron recibirle, porque se dirigía a Jerusalén. Viendo lo c
ual, dijeron Santiago y Juan, sus discípulos: Señor, ¿quieres que digamos que caiga fu
ego del cielo y los abrase? Pero él, volviéndose a ellos, les reprendió”. Para ellos, Ga
lileos fíeles a Jerusalén, los Samaritanos eran siempre enemigos. En vano habían oído el
Sermón de la Montaña — "haced el bien a los que os odian, rogad por los que os persig
uen" —; en vano habían recibido las instrucciones sobre la manera de comportarse ent
re los pueblos — " si alguno no os recibe . . . al salir de aquella casa y de aque
lla ciudad sacudid el polvo de vuestros pies". Ofendidos en la persona de Jesús, p
resumían de poder mandar el fuego del cielo. Les parecía hacer justicia justa reduci
endo a cenizas a una aldea culpable de inhospitalidad. Con todo, aunque tan leja
nos de aquella renovación amorosa que constituye la realidad del Reino, pretendían o
cupar, en los días del triunfo, los primeros puestos. "Y Santiago y Juan, hijos de
l Zebedeo, se le acercaron y le dijeron: Maestro, nosotros deseamos que nos haga
s lo que vamos a pedirte. Y él les preguntó: ¿Qué queréis que os haga? Y ellos: Concédenos
ue cuando estés en tu gloria, nos sentemos uno a tu diestra y a tu siniestra el ot
ro. Pero Jesús les dijo: No sabéis lo que pedís . . . Y los otros diez, oído que hubiero
n tal, se indignaron con Santiago y con Juan. Pero Jesús, llamándoles a sí les dijo: E
l que quiera ser grande entre vosotros, sea vuestro servidor; y el que quiera se
r el primero, sea siervo de todos; porque el mismo Hijo del Hombre no ha
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venido para ser servido, sino para servir." El Salvador aprovechó la ingenua petul
ancia de los Hijos del Trueno para repetir la palabra que conviene a todos los m
agnánimos. Solamente los nulos, los pusilánimes, los parásitos, los inútiles, quieren se
r servidos también por los inferiores — si es que alguien existe por bajo de ellos.
Pero el que es superior, precisamente por superior, está siempre al servicio de lo
s pequeños. Este milagroso absurdo — que repugna al egoísmo de los egoarcas, a la alta
nería de los superhombres y a la miseria de los avaros, porque lo poco que tienen
ni a ellos mismos les sirve — es prueba del fuego del Genio. El que no puede o no
quiere servir es señal de que no tiene nada que dar: está enfermo, impotente, imperf
ecto, vacío. Pero el genio no es verdadero si no se desborda en beneficio de los i
nferiores. Servir no siempre es lo mismo que obedecer. A veces se puede servir m
ejor a un pueblo poniéndose a la cabeza de él, para salvarlo aunque no quiera. En el
servir no hay servilismo. Santiago y Juan entendieron las fuertes palabras de J
esús. A uno de ellos, a Juan lo encontraremos después entre los más amorosos y próximos.
En la última cena apoya su cabeza en el pecho de Jesús y desde lo alto de la cruz e
l Crucificado le encomendará la Virgen Madre para que la tenga consigo como un hij
o. Tomás le debe su popularidad a lo que debiera ser su vergüenza. Tomás el Gemelo pod
ría ser el patrón de la modernidad, al contrario de Tomás de Aquino, que fue el oráculo
de la Edad Media. Tomás fue el precursor de Spinosa y de todos los demás negadores d
e las resurrecciones. El hombre que ni siquiera se contenta con el testimonio de
los ojos — más respetuoso pero más engañador — sino que quiere el de las manos. Pero su a
mor por Jesús le hizo digno de perdón. Cuando fueron a decirle al Maestro que Lázaro h
abía muerto, a los discípulos les repugnaba la idea de ir a Judea,
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entre los enemigos. Tomás fue el único que dijo: "Vayamos nosotros también, para morir
con él”. El martirio que entonces no tuvo, lo halló, después de la muerte de Cristo, en
la India. Mateo es el más simpático entre los Doce. Era un alcabalero, una especie
de subpublicano, y, probablemente, el más instruido de todos sus compañeros. Su adhe
sión a Jesús no fue por eso menos espontánea que la de los pescadores. "Al pasar vio a
un hombre llamado Mateo, sentado en el banco de la recaudación de contribuciones,
y le dijo: Sígueme. Y él, dejándolo todo, se levantó y se dispuso a seguirle. Y le dio
un gran convite en su casa. . . ". Mateo no dejaba tan sólo un montón de redes rotas
, sino un empleo, un sueldo, una ganancia segura y creciente. La renuncia a las
riquezas era fácil para quien no tenía casi nada. De los Doce, Mateo era ciertamente
el más rico antes de la conversión — de ningún otro se cuenta que pudiese ofrecer "un g
ran convite" — y por eso su rápida obediencia y el levantarse, al primer llamamiento
, del banco donde se amontonaba la plata, es un sacrificio mayor y, por tanto, más
meritorio. A Mateo debemos, según el antiquísimo testamento de Papías, la primera col
ección de dichos y hechos memorables de Jesús, esto es, el primer Evangelio. En este
libro hallamos el texto más completo del Sermón de la Montaña. La gratitud de los hom
bres hacia el pobre alcabalero debiera ser mayor aun. Sin él muchas palabras de Je
sús — las más hermosas — tal vez se habrían perdido. Este manejador de dracmas, siclos y m
inas, a quien su oficio, tenido por infame, debía predisponer a la avaricia, ha gu
ardado para nosotros un tesoro que vale más que todas las monedas acuñadas en la tie
rra antes y después de él. También Felipe de Betsaida sabía hacer cuentas. A él se dirige
Jesús, cuando la multitud hambrienta le rodea, para preguntarle cuánto será menester p
ara comprar pan a toda aquella gente. "Doscientos dineros no bastan", respondió Fe
lipe; y aquella suma — que hoy serían ciento sesenta pesetas — tal vez le pareció un des
propósito. Pero Felipe había de ser un
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propagandista de la fama de su maestro. El fue quien anunció a Natanael el advenim
iento de Jesús y a él se dirigieron los Griegos de Jerusalén que querían hablar con el n
uevo Profeta. Natanael — hijo de Tolmai, más conocido por el nombre de Bartolomé — respo
ndió con un sarcasmo al anuncio de Felipe: "¿Puede nunca salir nada bueno de Nazaret
h?". Pero tanto insistió Felipe, que lo condujo a la presencia de Jesús, el cual, ap
enas lo hubo visto, exclamó: "He aquí un verdadero Israelita, en el que no hay engaño”.
Natanael le preguntó: ¿De qué me conoces? Jesús le respondió: Antes de que Felipe te llama
se, te he visto cuando estabas bajo la higuera. Natanael exclamó: ¡Maestro, tú eres el
Hijo de Dios, tú eres el Rey de Israel! Jesús replicó: "¿Porque te he dicho que te he v
isto bajo la higuera crees? Cosas mayores verás”. Menos entusiasta e inflamable fue
Nicodemus, que, en efecto, nunca quiso aparecer como discípulo de Jesús. Nicodemus e
ra viejo, había estado en las escuelas de los Rabinos, era amigo de los sanedritas
jerosolimitanos. Pero las referencias de los milagros le habían impresionado y fu
e de noche en busca de Jesús para decirle que le creía enviado por Dios. Jesús le resp
ondió: "En verdad, en verdad te digo que el que no nace de nuevo no puede ver el R
eino de Dios". Nicodemus no entendió estas palabras o acaso le espantaron: había ido
a ver a un taumaturgo y creía hallar una sibila. Y con ese burdo sentido práctico d
el hombre que no se quiere dejar coger, pregunta: "¿Cómo puede renacer un hombre cua
ndo ya es viejo? ¿Puede entrar por segunda vez en el seno de su madre y nacer?" Je
sús le responde con profundas palabras: "Sí no nace una segunda vez en el Espíritu, no
podrá entrar en el Reino". Pero Nicodemus sigue sin entender: "¿Cómo es posible todo
eso?" Jesús le responde: "¡Cómo? ¿Tú eres doctor de Israel y no comprendes estas cosas?" .
Siempre le queda cierto respeto por el joven Galileo; pero su simpatía fue tan ci
rcunspecta como su visita. Cierta vez, cuando los jefes de los sacerdotes y los
Fariseos idearon coger a Jesús, Nicodemus se aventuró a
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defenderle: "¿Condena nunca nuestra ley a ningún hombre sin antes oírle y saber lo que
ha hecho?" . Es un legalista. Habla en nombre de “nuestra ley”, no en nombre del ho
mbre nuevo. Nicodemus es siempre el hombre viejo, el curial, el cauto amigo de l
a letra. Bastan unas cuantas palabras para que calle: "¿Eres tú, por ventura, también
de Galilea? Investiga y verás que de la Galilea no sale ningún Profeta”. Pertenecía de d
erecho al Sanedrín; pero no hay memoria de que levantara su voz en defensa del acu
sado, cuando fue llevado ante Caifás. Era de noche también entonces; pero probableme
nte, para escapar a la burla de sus colegas y al remordimiento del asesinato leg
al, se quedó en la cama. Despertó cuando Jesús ya había muerto, y entonces — ¡fuera la avar
cia! — compró cien libras de mirra y áloe para el embalsamamiento. Nicodemus es el per
petuo arquetipo de los tibios a quienes la boca de Dios escupirá en el día de la ira
. Es el espíritu medio que quisiera decir que sí con el alma y a quien la carne le s
ugiere el no del miedo. Es el hombre de los libros, el discípulo nocturno, que qui
siera ser, pero no quisiera parecer; a quien no le disgustaría renacer, pero que n
o sabe romper la corteza arrugada del cuerpo envejecido: el hombre de los respet
os y las precauciones. Cuando aquel a quien admiraba ha sido ajusticiado, cuando
los enemigos están saciados y no hay peligro de comprometerse, entonces llega a d
erramar bálsamos en aquellas heridas que fueron abiertas también por su cobardía. Pero
una antigua tradición cuenta que, al fin, fue bautizado por Pedro y condenado a m
uerte por haber creído en aquel a quien no supo salvar de la muerte.
OVEJAS, SERPIENTES Y PALOMAS
Jesús sabía quiénes eran los hombres que habían de llevar su palabra a los
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lejanos. Pero el feo sebo, cuando tiene pábilo, puede alumbrar las cavernas; la ra
ma vieja del pino, cuando está encendida, puede dar luz a los extraviados y asusta
r a las hienas. El jefe de la guerra contra el mundo quiso servirse de los pobre
s soldados que halló al lado. En cualquier otra época de la historia difícilmente habría
hallado nada mejor. Pero ex profeso los escogió mediocres, por misterioso designi
o, para que resplandeciese más el prodigio de la sobrehumana victoria póstuma. Su co
metido era tal que hubiera dado que pensar incluso a hombres que fueran más ricos
en inteligencia y en ciencia. La ingenuidad y la ignorancia deprimen menos el ánim
o que otras cualidades del espíritu más odoríferas para el moderno olfato. Cristo pedía
a sus enviados una prueba que parece imposible y no se puede pedir sino a los se
ncillos, para los cuales, por un milagro de su misma sencillez, lo imposible se
hace posible alguna vez. "Os envío como a ovejas entre los lobos”. Como animales pacíf
icos entre bestias feroces; pero con orden de no dejarse devorar, sino de reduci
r a los despedazadores de corderos a la mansedumbre del cordero”. Y para triunfar
en tan paradójica hazaña, el divino paradojista exhorta a sus embajadores a ser al m
ismo tiempo serpientes y palomas. "Sed, pues, prudentes como serpientes y sencil
los como palomas”. La grosera psicología animalista del vulgo se rebelaría contra seme
jante aproximación. El reptil de la traición no puede vivir en el mismo nido del cándi
do volátil del amor. La serpiente, que hizo que fuese arrojado Adán del Paraíso, tiene
cualidades harto diversas de la paloma fiel que anunció a Noé la vuelta de la Paz.
El envenenador que se desliza en la sombra no tiene nada que ver con el pájaro que
eleva al sol su leve blancura. Pero los groseros yerran casi siempre en sus pen
samientos. La sencillez es una fuerza que vence a todas las astucias. La prudenc
ia no es astucia. Los astutos casi vencen siempre en el primer momento y suelen
ser vencidos antes del fin. Por más que puedan los ingenuos parecer imbéciles, el últi
mo
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resultado demuestra que su sencillez ocultaba una prudencia superior a todas las
malicias. Los sencillos, los ignorantes, los cándidos, tienen una fuerza que conf
unde a los más avispados: el poder de la Inocencia. El niño que hace callar al viejo
con sus preguntas; el aldeano que tapa la boca del filósofo con sus respuestas, s
on los símbolos ordinarios de la fuerza victoriosa de la Inocencia. La sencillez s
ugiere palabras y actos que vencen todas las artimañas de las diplomacias usuales.
Aquellos hombres a quienes enviaba Jesús a la conquista de almas eran rudos lugar
eños, pero podían, sin contradicción ni dificultad, ser humildes como ovejas, avisados
como serpientes, sencillos como palomas. Pero ovejas sin cobardía, serpientes sin
veneno, palomas sin lascivia. La desnudez era el primer deber de aquellos solda
dos. Iban a buscar a los pobres. Debían ser más miserables que los pobres. Pero mend
igos, no, "porque el obrero es digno de su alimentación”. El pan de vida que habían de
distribuir a los hambrientos de justicia merecía en compensación el pan de trigo. P
ero los obreros habían de ir a su maravilloso trabajo enteramente desprovistos. "N
o hagáis provisiones de oro, ni de plata, de ni de cobre, en vuestros cinturones,
ni de alforjas, ni de dos túnicas, ni de calzado, ni de bastón". Los metales, pesado
s mediadores de la Riqueza, son un peso para el alma; un peso que arrastra hacía e
l fondo. El brillo del oro hace olvidar el esplendor del sol; el brillo de la pl
ata hace olvidar el esplendor de las estrellas; el brillo del cobre hace olvidar
el esplendor del fuego. Quien se apega al Metal se esposa con la Tierra y perma
nece unido a la tierra; no conoce el Cielo y el Cielo no lo reconoce. No basta p
redicar a los pobres el amor de la pobreza, la rica hermosura de la pobreza. Los
pobres no creen en las palabras de los ricos hasta que los ricos se hacen volun
tariamente pobres. Los Discípulos, destinados a predicar la bienaventuranza de la
pobreza a pobres y ricos, tenían que dar todos los días a todos los hombres, en toda
s las casas, el ejemplo de la Miseria feliz. No habían de llevar nada consigo, sal
vo el traje que llevaban encima y las
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sandalias con que se calzaban; no habían de aceptar nada: únicamente el poco "pan co
tidiano" que hallaban en la mesa de su huésped. Los sacerdotes errantes de la dios
a Siria o de otras divinidades de Oriente, llevaban consigo, juntamente con los
simulacros, la alforja para los donativos, el saco de la colecta. Porque el vulg
o no da valor a las cosas que no se pagan. Los Apóstoles de Jesús, por el contrario,
habían de rechazar cualquier don o paga. "Dad gratuitamente lo que gratuitamente
habéis recibido". Y como la riqueza, por mejor ocultarse, cambia su forma originar
ia de metal en ropa, los mensajeros del Reino habían de renunciar incluso a los tr
ajes para mudarse, al calzado, al bastón — a todo aquello de que se puede prescindir
. Han de entrar en las casas — abiertas a todos en un país que no conocía todavía los ce
rrojos del miedo y conservaba algún recuerdo de la hospitalidad de los nómadas — y hab
lar a los hombres y las mujeres que las habitan. Su misión es advertir que está próxim
o el Reino de los Cielos; explicar de qué modo el Reino de la Tierra podía convertir
se en el Reino del Cielo, y exponer la única condición para el feliz cumplimiento de
todas las profecías: el arrepentimiento, la conversión, la transformación del alma. P
ara probar que eran enviados por Uno que tenía autoridad para pedir este cambio, t
ienen poder para devolver la salud a los enfermos, para ahuyentar con la palabra
a los "espíritus inmundos", es decir, a los demonios y los vicios que hacen a los
hombres semejantes a los demonios. Mandan a los hombres que se renueven; pero a
l momento los ayudan con todos los poderes que les están concedidos para comenzar
esta renovación. No los dejan solos con una orden de tan difícil ejecución. Después de l
a palabra profética — el Reino está próximo —volvían a ser obreros; trabajaban en restaurar
en repulir, en rehacer aquellas almas que habían sido abandonadas por sus pastore
s legales en la selva desnuda de hojas del formalismo farisaico. Decían lo que era
menester hacer para ser dignos de la nueva tierra celestial y al punto, como au
xiliares solícitos, ponían manos a la obra que requerían. Eran, en suma, para colmo de
la
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paradoja, asesinos y resucitadores. Mataban en cada convertido al hombre viejo;
pero sus palabras eran como bautismo eficaz de un segundo nacimiento. Llevaban c
onsigo, peregrinos sin bolsa ni equipaje, la verdad y la vida — la paz. "Y cuando
entréis en la casa, saludadla". Y el saludo era éste: "La paz sea con vosotros"; qui
en los acoja tendrá paz; quien los rechace continuará su dura guerra. Y al salir de
aquella casa o de aquella ciudad que no los ha querido, han de sacudir el polvo
de sus pies. No ya porque el polvo de las casas o de las ciudades que no los han
querido escuchar sea infecto o venenoso. El sacudirse los pies es una respuesta
simbólica a aquella sordidez y avaricia de corazón. Lo habéis rechazado todo y nosotr
os no querernos aceptar nada vuestro, ni lo que se ha pegado a nuestras sandalia
s. Como vosotros no queréis darnos un momento de vuestro tiempo ni un pedazo de vu
estro pan, os dejaremos hasta el último átomo de polvo de vuestros caminos. Porque l
os Apóstoles, por fidelidad a la sublime paradoja de Aquel que los envía, llevan con
sigo la paz y al mismo tiempo la guerra. No todos querrán convertirse. Y en la mis
ma casa, habrá algunos que crean y otros que no. Y nacerá entre ellos la división y la
guerra — áspera prenda para obtener la paz absoluta y estable. Si todos escuchasen
la voz al mismo tiempo, si todos pudieran ser transformados el mismo día, el Reino
de los Cielos sería fundado en un instante, sin sangrientos prefacios de batallas
. Y aquellos que no quieren cambiar — porque no entienden el anuncio o se creen ya
perfectos — echarán mano a los convertidores y los acusarán ante los tribunales. Los
detentadores de la Riqueza y de la Antigua Ley serán crueles contra los pobres que
enseñan a los pobres la Nueva Ley. Habrá Ricos que no querrán conceder que su dinero
es miseria peligrosa; los Escribas no querrán admitir que su ciencia no es más que i
gnorancia homicida: "Y os fustigarán en las sinagogas".
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"Pero cuando os pongan en sus manos, no estéis preocupados de cómo hablaréis o de lo q
ue habréis de decir". Jesús está seguro de que los pobres pescadores, aunque no hayan
asistido nunca a las cátedras de elocuencia, hallarán por inspiración suya las palabra
s necesarias en la hora de la acusación. Un solo pensamiento, cuando es grande y e
stá profundamente inculcado en el corazón, engendra otros pensamientos derivados o a
ccesorios y al mismo tiempo la forma perfecta para expresarlos. El hombre seco,
que no tiene nada en sí, que no tiene fe en nada, que no siente, no arde, no sufre
, será inhábil aun después de haber encanecido escuchando a los sofistas de Atenas y a
los retóricos de Roma, para improvisar una de aquellas réplicas iluminadoras y pode
rosas que conturban la conciencia de los jueces más sordos. Que hablen, pues, sin
miedo y sin ocultar nada de lo que les fue enseñado. Antes bien "lo que yo os digo
en las tinieblas, decidlo vosotros en la luz; y lo que os fue susurrado al oído,
predicadlo sobre los techos”. Jesús, con estas palabras, no pide a sus discípulos mayo
r ardor del que se había impuesto a sí mismo. Él ha hablado en las tinieblas, es decir
, en la oscuridad: ha hablado a sus primeros fieles, pero lo que les ha dicho a
lo largo de los caminos desiertos o en las estancias solitarias deben repetirlo,
a ejemplo suyo, en las plazas de las ciudades, ante las multitudes. Ha susurrad
o en sus oídos la verdad, porque la verdad puede espantar, las primeras veces, a l
os que no están preparados, y porque ellos eran pocos y no había necesidad de gritar
. Pero aquella verdad se grita ahora para que todos la oigan y no pueda haber na
die que diga, en aquel Día, que no la ha oído. El tesoro de la Buena Nueva se distri
buye generosamente como los tesoros de la tierra y de metal. Si los hombres pued
en matar el cuerpo del que reparte la verdad, no podrán matar su alma; de la muert
e de un solo cuerpo nacerán a la vida miles de almas nuevas. Pero ni siquiera mori
rá vuestro cuerpo, porque hay Uno que lo protege. "¿No se venden dos pájaros por un cu
arto? Pues ni uno de ellos cae a tierra sin la voluntad de vuestro Padre. En cua
nto a vosotros, hasta los cabellos de vuestra cabeza están contados. No temáis, pues
: valéis mucho
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más que los pájaros". Los pájaros del aire, que no siembran, no se mueren de hambre; v
osotros, que ni siquiera lleváis un bastón, no moriréis a manos de vuestros enemigos a
ntes de la hora señalada”. Llevan consigo un secreto harto precioso para que pueda d
eshacerse la carne que lo contiene. Jesús, aun estando lejos, está siempre con ellos
. Lo que se les hace a ellos, a Él se le hace. Entre el mandante y el mandatario s
e crea por siempre una mística identidad "Y quien haya dado de beber, aunque no se
a más que un vaso de agua fresca, a cualquiera de mis pequeños, porque es discípulo mío,
os digo en verdad que no dejará de tener su premio". Cristo es la fuente de agua
viva destinada a calmar la sed de todos los fatigados, y, sin embargo, tendrá en c
uenta el vaso de agua que haya restaurado al más pequeño de sus amigos. Aquellos que
llevan consigo el agua viva que purifica y salva, pueden haber menester un día de
l agua pesada, sumida en el fondo de los pozos de las aldeas. Quien les ofrezca
un poco de esa agua común y material tendrá, en cambio, un manantial que da al alma
una embriaguez más fuerte que los más fuertes vinos. Los Apóstoles, que viajan con una
sola túnica, con un solo par de sandalias, sin cinturones ni sacos, pobres como l
a pobreza, desnudos como la verdad, sencillos como la alegría, son, pese a su apar
ente miseria, como formas diversas de un Rey que ha venido a fundar un Reino más v
asto y feliz que todos los reinos, para regalar a los pobres una riqueza que val
e más que todas las riquezas mensurables, para ofrecer a los infelices una alegría más
profunda que todos los deleites. Le place a este nuevo Rey, como a los Reyes de
Oriente, manifestarse bajo diferentes formas, aparecerse a los hombres de incógni
to, con otras vestiduras. Pero las que prefiere, aun hoy, son estas tres: de Poe
ta, de Pobre y de Apóstol.
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MAMÓN
Jesús es el Pobre. El Pobre infinita y rigurosamente pobre, pobre de absoluta pobr
eza. El príncipe de la pobreza, el señor de la perfecta miseria. El pobre que está con
los pobres, que ha venido para los pobres primeramente, que habla a los pobres,
que da a los pobres, que trabaja para los pobres. El pobre de la grande, absolu
ta pobreza. El pobre feliz y rico, que acepta la pobreza, que quiere la pobreza,
que se desposa con la pobreza, que canta a la pobreza. El mendigo que da limosn
a. El desnudo que viste a los desnudos. El hambriento que da de comer. El pobre
milagroso y sobrenatural que cambia a los falsos ricos en pobres y a tantos pobr
es en ricos verdaderos. Hay pobres que son pobres porque nunca fueron capaces de
ganar nada. Hay otros pobres que son pobres porque reparten todas las tardes lo
que han ganado por la mañana. Y cuanto más dan, más tienen. Su riqueza — la riqueza de
estos segundos pobres — aumenta a medida que se distribuye. Es un acervo que cuant
o más se quita de él, más crece. Jesús era uno de estos pobres. Frente a uno de ellos, l
os ricos, según la carne, según el mundo, según la materia: los ricos, con sus cajas d
e talentos, de minas, de rupias, de florines, de cequíes, de escudos, de esterlina
s, de francos, de marcos, de coronas, de dólares, no son sino lamentables pordiose
ros. Los argentarios del oro, los epulones de Jerusalén, los banqueros de Florenci
a y de Francfort, los lores de Londres, los multimillonarios de Nueva York no so
n, en comparación de estos pobres, sino desventurados indigentes, desnudos y neces
itados de todo, servidores sin salario de un amo feroz, ocupados en asesinar tod
os los días su propia alma. La miseria de estos indigentes es de tal manera espant
osa, que se ven reducidos a recoger los pedruscos que encuentran en el polvo de
la tierra y a hurgar en los excrementos. Una miseria tan repugnante que ni los p
obres
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consiguen hacerles la caridad de una sonrisa. La riqueza es un castigo como el t
rabajo. Pero un castigo más duro y vergonzoso. El señalado con el sello de la riquez
a ha cometido, quizá sin saberlo, un crimen infame, uno de esos delitos misterioso
s e imposibles de imaginar que no tienen nombre en las lenguas de los hombres. E
l rico está bajo el peso de la venganza de Dios y Dios quiere probarle para ver si
aquél sube a la divina pobreza. Porque el rico ha cometido el pecado máximo, el más a
bominable e imperdonable. El rico es el hombre que ha caído por haber permutado. P
odía tener el Cielo y ha querido la Tierra: podía habitar en el paraíso y ha escogido
el infierno; podía conservar su alma y la ha cedido a cambio de la materia: podía am
ar y ha preferido ser odiado; podía tener la felicidad y ha deseado el poderío. El d
inero, en sus manos, es el metal que lo entierra, vivo todavía, bajo su helado pes
o; es el tumor que le consume, vivo aún, en su putrefacción: es el fuego que lo carb
oniza y lo reduce a aterradora momia negra, sorda, ciega, muda, paralítica momia n
egra, carroña espectral que extiende eternamente la mano vacía en los camposantos de
los siglos. Porque nadie dará la limosna de un recuerdo a este pobre imposible de
reconocer. No hay para él más que una salvación: volver a ser pobre, convertirse en u
n verdadero y humilde pobre, arrojar de sí la horrenda miseria de la riqueza para
entrar de nuevo en la pobreza. Pero tal resolución es la más difícil que pueda tomar e
l rico. El rico, por el hecho mismo de estar dañado y podrido por la riqueza, es i
mpotente incluso para imaginar que la renuncia de la riqueza sería el principio de
su redención. Y como no sabe imaginar una abdicación semejante, no puede deliberar
siquiera, no puede pesar las alternativas. Está prisionero en la cárcel infranqueabl
e de sí mismo. Para libertarse tendría que estar ya en libertad. El rico no se perte
nece, sino que pertenece, como una cosa animada, a las cosas inanimadas, El dine
ro es un dueño despiadado que no consiente junto a sí otros amos. El rico, dado por
entero al cuidado de sus riquezas, al afán
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de aumentar sus riquezas, a los goces materiales que le ofrecen los pedazos de m
ateria que se llaman riquezas, no puede pensar en el alma. No puede suponer siqu
iera que su alma enferma, asfixiada, mutilada, carcomida, tenga necesidad de cur
a. Se ha trasladado por completo a aquella parte de mundo que tiene derecho a ll
amar suya según los contratos y las leyes, y frecuentemente ni tiempo tiene, ni fu
erza, ni ganas de disfrutarla. Ha de servirla, salvarla — pero no puede servir, no
puede salvar a su alma. Toda su potencia de amor es prisionera de esa porción de
materia que lo gobierna, que ha sustituido a su alma, que le ha arrebatado todo
resto de libertad. La horrible suerte del rico está en este doble absurdo: que par
a tener el poder de mandar a los hombres se ha convertido en esclavo de las cosa
s muertas; que para adquirir una parte — ¡y una parte tan pequeña, al fin y al cabo! — h
a perdido el todo. Nada es nuestro mientras es sólo nuestro. El hombre no puede po
seer nada — poseer realmente — fuera de sí mismo. El único secreto para poseer las demás c
osas es renunciar a ellas. Al que todo lo rehúsa todo se le da. Pero al que quiere
para sí, todo para sí, una porción de los bienes del mundo, pierde al mismo tiempo la
que adquiere y todas las demás. Y asimismo es incapaz de conocerse, de poseer, de
engrandecerse él mismo. Y ya no tiene nada, nada definitivamente: ni siquiera las
cosas que en apariencia le pertenecen, pero de las cuales, en realidad, es poseíd
o; y nunca ha poseído su alma, es decir, la única propiedad que vale la pena poseer.
Es el más abandonado y despojado mendigo de todo el universo. No tiene nada. No p
uede dar nada. ¿Cómo, pues, podría amar a los demás, darse a sí mismo y cuanto le pertenec
e a los demás, ejercer aquella amorosa caridad que tan cerca del Reino le llevaría?
No es nada y no tiene nada. El que no existe no puede cambiar; el que no posee n
o puede dar. ¿Cómo podría, pues, el rico, que ya no se pertenece, que ya no tiene alma
, transformar la única propiedad del hombre en algo más grande y precioso?
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"¿Y qué le aprovecha al hombre ganar el mundo entero si luego pierde su alma?" . Est
a pregunta de Cristo, ingenua como todas las revelaciones, da el sentido exacto
de la amenaza profética. El rico no pierde únicamente la eternidad, sino que, arrast
rado al fondo por su riqueza, pierde también su vida de aquí abajo, su alma, la feli
cidad de la vida terrestre. "No se puede servir a Dios y a Mammón". El espíritu y el
oro son dos amos que no toleran partición ni comunidad. Son celosos: quieren todo
el hombre. Y el hombre, aunque quiera, no se divide en dos. O todo de aquí o todo
de allá. El oro, para quien obedece al espíritu, no es nada; el espíritu, para quien
obedece al oro, es una palabra que no tiene sentido. Quien escoge el espíritu arro
ja el oro y todas las cosas que con oro se compran; quien desea el oro renuncia
al espíritu y a todos los beneficios del espíritu: la paz, la santidad, el amor, la
perfecta alegría. El primero es un pobre que no consigue gastar toda su inmensa ri
queza; el otro es un rico que nunca llega a evadirse de su infinita miseria. El
pobre posee, por la ley misteriosa de la renunciación, incluso lo que no es suyo,
es decir, el universo entero; el rico no posee siquiera, por la dura ley del per
petuo deseo, lo poco que cree suyo. Dios da inmensamente más de lo mucho que ha pr
ometido. Mammón quita hasta lo poquísimo que promete. Quien renuncia a todo, lo tien
e todo por añadidura; el que quiere una parte para sí solo, al fin se encuentra con
que no tiene nada. Cuando se ahonda en el horrible misterio de la riqueza, se co
mprende por qué los maestros del hombre han visto en ella el propio reino del demo
nio. Una cosa que cuesta menos que todas las demás se paga más que todas las demás, se
compra con todas las demás. Una cosa que no es nada, cuyo valor
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efectivo es nulo, se adquiere con todo el resto, dando en cambio toda el alma, t
oda la vida. Se trueca la cosa más preciosa por la más vil. Con todo, este absurdo i
nfernal tiene su explicación en la economía del espíritu. El hombre se siente tan natu
ral y universalmente atraído por esa nada llamada riqueza, que para disuadirle de
este insensato anhelo era necesario poner un precio tan fuerte, tan elevado, tan
desproporcionado, que el hecho mismo de pagarlo fuese una prueba perentoria de
demencia y de culpa. Pero ni aun estos duros pactos del mercado — lo eterno por lo
efímero, el poderío por la servidumbre, la santidad por la condenación — bastan para al
ejar a los hombres de la absurda permuta demoníaca. Los pobres se desesperan porqu
e no pueden ser ricos; su alma está inficionada como la de los ricos. Son, casi to
dos, pobres involuntarios, que no han podido asir el oro y han perdido el espíritu
; son miserables ricos que todavía no tienen cuartos. Porque la única pobreza que da
la verdadera riqueza — la espiritual — es la pobreza voluntaria, aceptada, gozosame
nte deseada. La pobreza absoluta que deja libres para la conquista de lo absolut
o. El Reino de los Cielos no promete a los pobres hacerlos ricos, sino que quier
e que los ricos, para entrar en él, se hagan libremente pobres. La trágica paradoja
que implica la riqueza justifica el eterno consejo de Jesús a los que querían seguir
lo. Todos deben dar lo que tienen de más a los que están necesitados, pero el rico h
a de darlo todo. Al joven que se les acerca y pregunta qué debe hacer para ser de
los suyos, responde: "Si quieres ser perfecto, vete, vende lo que tienes y dáselo
a los pobres y tendrás un tesoro en los cielos". El despojarse de la riqueza no es
un sacrificio, ni una pérdida. Por el contrario, para Jesús y para todos los que sa
ben es una ganancia inmensa. "Vended vuestros bienes y haced limosnas; haceos bo
lsas que no se desgasten, un tesoro que no se agote nunca, en el cielo, donde el
ladrón no se acerca ni la polilla lo roe. Porque donde está vuestro tesoro allí está
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vuestro corazón . . . Da, pues, a quien te pide, y a quien te quite lo tuyo no se
lo exijas . . . Porque hay más felicidad en dar que en recibir". Es menester dar,
y dar sin tacañería, con ánimo alegre y sin cálculo. El que da para obtener algo a cambi
o, no es perfecto. El que regala para tener compensación de los demás en otra cosa,
no adquiere nada. La recompensa está en otra parte: en nosotros. Es menester dar l
as cosas, no para que nos sean pagadas con otras, sino sólo con bienes de mayor pr
ecio. "Cuando des una comida o una cena no llames a tus amigos, a tus hermanos,
a tus parientes, ni a los vecinos ricos, no sea que ellos a su vez te inviten y
te devuelvan el favor. Cuando hagas un convite, llama a los pobres, los cojos, l
os ciegos, y serás dichoso de que no tengan manera de corresponderte, porque el pr
emio te será dado en la resurrección de los justos". Antes de Jesús, ya había sido acons
ejada a los hombres la renuncia de las riquezas. Jesús no ha sido el primero en po
ner en la pobreza uno de los grados de perfección. Vardhâmana, el Jina o Triunfador,
añadió a los mandamientos de Parcva, fundador de los Desarraigados, el aparigraha,
la renuncia a toda posesión. Su contemporáneo Budha, exhortó a igual renunciación a sus
discípulos. Los Cínicos se despojaron de todo bien material para ser independientes
del trabajo y de los hombres y poder consagrarse, con ánimo libre, a la verdad. Cr
atetes, noble tebano, discípulo de Diógenes, distribuyó sus riquezas a sus conciudadan
os y se hizo mendigo. Platón quería que los guerreros de su República no poseyeran nad
a. Los Estoicos, vestidos de púrpura y sentados en mesas incrustadas de piedras pr
eciosas, prodigaron elogios elocuentes a la pobreza. Arístófanes representó en escena
al ciego Plutón que dispensa la riqueza, a modo de castigo, solamente a los malvad
os. Pero en Jesús el amor de la pobreza no es sólo una regla ascética ni es una túnica o
rgullosa de la ostentación. Timón de Atenas, que a fuerza de generosidades imprudent
es se quedó pobre, luego de haber dado de comer a un rebaño de parásitos, no es el pob
re según el corazón de Cristo. Timón es
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pobre por culpa de su vanidad: dio a todos, sin distinción, incluso a quien no lo
necesitaba, por adquirir fama de magnánimo y liberal. Cratetes, que se despoja de
cuanto tiene por imitar a Diógenes, es esclavo del orgullo; quiere hacer algo dist
into de los demás, conquistarse un nombre de filósofo y de sabio. La mendicidad de l
os Cínicos es una forma pintoresca de la vanidad; la pobreza de los guerreros de P
latón es una medida de prudencia política. Las primeras repúblicas vencieron y floreci
eron mientras los ciudadanos se contentaron, como en la antigua Esparta y en la
antigua Roma, con una estrecha pobreza, y decayeron apenas estimaron el oro más qu
e la vida "sobria y púdica”. Pero los antiguos no despreciaron la riqueza en sí. La co
nsideraban peligrosa cuando estaba acumulada en pocas manos; la estimaban injust
a cuando no se gastaba con juiciosa liberalidad. Pero Platón, que desea para los c
iudadanos una condición media, igualmente distante de la abundancia y de la inopia
, incluye la riqueza entre los bienes del hombre. El último de todos, pero no lo o
lvida. Aristófanes se arrodillaría ante Plutón si el ciego dios recobrase la vista y c
oncediese las riquezas a los hombres de bien. En el Evangelio, la pobreza no es
un adobo filosófico ni una moda mística. No basta ser pobres para tener derechos a l
a ciudadanía del Reino. No basta abandonar las riquezas y hacerse pobre para, sin
más, ser perfecto. La pobreza del cuerpo es un requisito preliminar, como la pobre
za de espíritu. Quien no está convencido de su bajeza no piensa ascender a la altura
; quien no se ha desprendido de toda propiedad material, faja que venda los ojos
y ata las alas, no sabe recobrar el apetito por los bienes esenciales. El pobre
, cuando no le pesa su pobreza, cuando se gloría de la pobreza en vez de afanarse
por convertirla en riqueza, está bastante más cerca de la perfección moral que el rico
. Pero el rico que se ha despojado a favor de los pobres y ha preferido vivir al
lado de sus nuevos hermanos, está más próximo aún de la perfección que quien nació y creci
n la pobreza. El que
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le haya tocado una gracia tan rara y prodigiosa, es ya una prenda de mayores esp
eranzas. Renunciar a lo que nunca se ha tenido puede ser meritorio, porque la im
aginación agranda las cosas ausentes; pero renunciar a cuanto se ha poseído y que de
todos fue envidiado es indicio de suprema perfectibilidad. El pobre, que es sob
rio, casto, sencillo y contentadizo, porque le faltan facultades y ocasiones, ti
ende a buscar una compensación en placeres más altos que no cuestan dinero y en una
superioridad espiritual que los satisfechos no pueden discutirle. Pero muchas ve
ces sus virtudes derivan de impotencia o de ignorancia; no prevarica porque no p
uede; no atesora porque no tiene más que lo necesario; no es borracho, ni frecuent
a el burdel porque los taberneros y las rameras no fían. Su vida, muchas veces dur
a, servil, sin luz, atenúa sus culpas. El dolor le hace volver los ojos a la altur
a en busca de consuelo. Hacemos tan poco por los pobres que no tenemos derecho a
juzgarlos. Tal como son, abandonados por sus hermanos, lejos de quien podría habl
ar a su corazón, esquivados por quien no puede soportar su asquerosa proximidad, e
xcluidos de los mundos de la inteligencia y del arte que les harían más soportable l
a miseria en algunos momentos, los pobres son, en la miseria universal, los meno
s impuros de todos los hombres. Cuanto más amados serían más perfectos: quiénes los han
dejado solos, ¿tendrán corazón para condenarlos? Jesús amaba a los pobres. Los amaba por
la compasión que tenía de ellos; los amaba porque los sentía más cerca de su alma, más pr
eparados para entenderlo. Los amaba porque todos los días le daban la felicidad de
servir, de poder dar pan a los hambrientos, fuerza a los débiles, esperanza a los
dolientes. Jesús amaba a los pobres porque en ellos, por cierta equidad, veía a los
más legítimos habitantes del Reino; amaba a los pobres porque hacían más fácil, con el es
tímulo de la caridad, la renuncia de los ricos. Pero más que a nadie
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amaba a los pobres que fueron ricos y que por amor del Reino se habían hecho pobre
s. Su renuncia era el acto más grande de fe en su promesa. Habían dado lo que en lo
absoluto no es nada, pero lo es todo a los ojos del mundo, por la esperanza de p
articipar de una vida más perfecta. Habían tenido que vencer en sí mismos uno de los i
nstintos más profundamente arraigados en el hombre, Jesús, nacido pobre, entre los p
obres, para los pobres, no ha abandonado nunca a sus hermanos. Les ha dado la ab
undancia fructífera de su divina pobreza. Pero buscaba, en su corazón, al pobre que
no fue siempre pobre; al rico dispuesto a hacerse pobre por amor suyo. Lo buscab
a: tal vez nunca lo halló a su paso. Pero se sentía más tiernamente hermano de aquel i
nvocado ignoto que de todos los dóciles mendicantes que se apretaban a su alrededo
r.
EL ESTIERCOL DEL DEMONIO
Consideren bien, los hombres que han de nacer todavía: Jesús no quiso tocar nunca co
n sus manos una moneda. Las manos que amasaron el polvo de la tierra para dar vi
sta al ciego; las manos que tocaron las carnes infectas de los leprosos y los mu
ertos; las manos que abrazaron el cuerpo de Judas — mucho más infecto que el polvo,
que la lepra y que la putrefacción — las manos blancas, puras, saludables, curadoras
, que de nada podían contaminarse, jamás han soportado uno de esos discos de metal q
ue ostentan en relieve el perfil de los amos del mundo. Jesús podía nombrar, en sus
parábolas, las monedas; podía mirarlas en manos ajenas: pero tocarlas, no. Le repugn
aban, con repugnancia cercana al horror. Todo su ser se rebelaba ante el pensami
ento de un contacto con esos sucios símbolos de la riqueza. Cuando le piden el tri
buto para el Templo no quiere recurrir a la bolsa de los amigos, y ordena a Pedr
o que eche la red: en la boca del primer pez que
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saque habrá el doble del dinero que se le pide. Hay en tal milagro una sublime iro
nía que nadie ha visto. Yo no poseo monedas; pero las monedas son tan despreciable
s y sin valor, que el agua y la tierra las vomitarían a una palabra mía. El lago está
lleno de ellas. Yo sé dónde están y en cantidad suficiente para comprar, con sólo las su
eltas, a todos los sacerdotes del templo de Jerusalén y a todos los reyes de las n
aciones, pero no muevo un dedo para recogerlas. Un subalterno mío las tomará de la b
oca de un pez y se las dará al recaudador, porque los sacerdotes, a lo que parece,
las necesitan para vivir. Los animales mudos pueden llevar monedas; yo soy rico
hasta tal punto que ni verlas quiero. Yo no soy animal mudo, sino alma que habl
a, y las almas no tienen plata ni alforjas. No soy yo, pues, quien te da esas dr
acmas, sino el lago. Yo no tengo nada que comprar y regalo cuanto poseo. Mi patr
imonio inacabable es la Verdad. Pero un día Jesús tuvo que considerar una moneda. Le
preguntaron si era lícito al verdadero israelita pagar el censo. Y respondió al pun
to: "Mostradme la moneda del censo”. Y se la mostraron; mas no quiso tomarla en su
mano. Era una moneda imperial, una moneda romana, que llevaba impresa la faz de
Augusto. Pero él quería ignorar de quién era aquel rostro. Preguntó: "¿De quién es esta im
gen y esta inscripción?". Le respondieron: "De César”. Entonces arrojó a la cara de los
ladinos demandantes la palabra que les llenó de estupor: "Dad, pues, a César lo que
es de César y a Dios lo que es de Dios". Muchos son los sentidos de estas pocas pa
labras: baste, por ahora, detenerse en la primera: dad. Dad lo que no es vuestro
. Los dineros no nos pertenecen. Son hechos para los poderosos, para las necesid
ades del poder. Son propiedad de los reyes y del reino — del otro reino, del que n
o es nuestro. El rey representa la fuerza y es protector de la riqueza; pero nos
otros nada tenemos que ver con la violencia y rehusamos la riqueza. Nuestro Rein
o no tiene poderosos ni ricos; el Rey que está en los Cielos no acuña moneda. La mon
eda es un medio para el cambio de bienes terrenales; pero nosotros no buscamos l
os bienes terrenales. Lo poco que necesitamos
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— un poco de sol, un poco de aire, un poco de agua, un pedazo de pan, un manto — nos
es dado gratuitamente por Dios y por los amigos de Dios. Vosotros os afanáis toda
la vida por juntar un gran montón de esos discos grabados. Nosotros no sabemos qué
hacer con ellos. Para eso los restituimos; los restituimos a quienes los han hec
ho acuñar, a quien ha puesto en ellos su retrato, para que todo el mundo sepa que
son suyos. Jesús nunca tuvo necesidad de restituir, porque nunca tuvo una moneda.
Ordenó a sus discípulos que en sus viajes no llevasen sacos para los donativos. Hizo
una sola excepción — que da espanto. Del inciso de un Evangelio se deduce que un Após
tol tenía en depósito la bolsa de la comunidad. Este discípulo era Judas. Con todo, ta
mbién él devolverá el dinero de la traición antes de desaparecer en la muerte. Judas es
la misteriosa víctima inmolada a la maldición de la moneda. La moneda lleva consigo,
juntamente con la grasa de las manos que la han cogido y sobado, el contagio de
l crimen. De todas las cosas inmundas que el hombre ha fabricado para ensuciar l
a tierra y ensuciarse, la moneda es, acaso, la más inmunda. Esos pedazos de metal
acuñado que pasan y vuelven a pasar todos los días por las manos, todavía sucias de su
dor y de sangre; gastados por los dedos rapaces de los ladrones, de los comercia
ntes, de los banqueros, de los intermediarios, de los avaros; esos redondos y vi
scosos escupitajos de las casas de la moneda, que todo el mundo desea, busca, ro
ba, envidia, ama más que el amor y aun que la vida; esos asquerosos pedacitos de m
ateria historiada que el asesino da al sicario, el usurero al hambriento, el ene
migo al traidor, el estafador al cohechador, el hereje al simoníaco, el lujurioso
a la mujer vendida y comprada; esos sucios y hediondos vehículos del mal, que pers
uaden al hijo a matar a su padre, a la esposa a traicionar a su esposo, al herma
no a defraudar a su hermano, al pobre malo a acuchillar al mal rico, al criado a
engañar a su amo, al malandrín a despojar al viajero, al pueblo a asaltar a otro pu
eblo; esos dineros, esos emblemas materiales de la materia,
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son los objetos más espantosos de cuantos el hombre fabrica. La moneda, que ha hec
ho morir a tantos cuerpos, hace morir todos los días a miles de almas. Más contagios
a que los harapos de un apestado, que el pus de una pústula, que las inmundicias d
e una cloaca, entra en todas las casas, brilla en los mostradores de los cambist
as, se amontona en las cajas, profana la almohada del sueño, se esconde en las tin
ieblas fétidas de los escondrijos, ensucia las manos inocentes de los niños, tienta
a las vírgenes, paga el trabajo del verdugo, circula a la faz del mundo para encen
der el odio, para atizar la codicia, para acelerar la corrupción y la muerte. El p
an, santo ya en la mesa familiar, se convierte en la mesa del altar en el cuerpo
inmortal de Cristo. También la moneda es el signo visible de una transubstanciación
. Es la hostia infame del Demonio. Los dineros son los excrementos corruptibles
del Demonio. El que pone su corazón en el dinero y lo recibe con afán, comulga visib
lemente con el Demonio. Quien toca el dinero con voluptuosidad, toca, sin saberl
o, el estiércol del Demonio. El puro no puede tocarlo; el santo no puede soportarl
o. Saben con indudable certeza cuál es su repugnante esencia. Y sienten hacia la m
oneda el mismo horror que el rico hacia la miseria.
LOS REYES DE LAS NACIONES
— ¿De quién es esa imagen? — pregunta Jesús cuando ponen ante sus ojos la moneda de Roma.
Conoce aquel rostro. Sabe, como todos, que Octaviano llegó a ser, por una sucesión d
e circunstancias exorbitantes, monarca del mundo con el sobrenombre adulador de
Augusto. Conoce aquel perfil de fingido joven, la cabeza llena de ondulantes riz
os, la gran nariz que avanza, como queriendo ocultar la crueldad de la boca, peq
ueña, fina, apretada. Es una cabeza, como
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todas las de los reyes, separada del busto, destacada del cuerpo, truncada al te
rminar el cuello: imagen siniestra de una voluntaria y eterna decapitación. Pero J
esús no quiere nombrar con sus labios al emperador, porque no reconoce su poder. Cés
ar es el rey del mundo; Jesús es el rey de un nuevo reino contrapuesto al mundo y
donde no habrá reyes. César es el rey de lo pasado, el jefe de los armados, el acuñado
r de la plata y el oro, el administrador falible de la justicia insuficiente. Je
sús es el rey de lo futuro, el libertador de los siervos, el que renuncia a toda r
iqueza, el maestro del amor. No hay nada común entre ellos. Jesús ha venido para des
arraigar la dominación de César, para disolver el imperio de Roma y todo imperio ter
renal; pero no a sustituir a César. Si los hombres le escuchan, ya no habrá ningún César
. Jesús no es el heredero que conspira contra el reinante para sentarse en su pues
to, sino el disolvente pacífico de todos los reinantes. César es el más fuerte y famos
o de sus rivales, pero también el más extraño. Porque su fuerza está en el sueño de los ho
mbres, en la enfermedad de los pueblos. Pero ha llegado el que despierta a los d
urmientes, el que abre los ojos a los ciegos, el que restituye la fuerza a los déb
iles. Cuando todo se haya cumplido y se haya fundado el Reino — un Reino que no ha
menester de soldados, jueces, esclavos ni moneda, sino únicamente de almas nuevas
y amantes — el imperio de César se desvanecerá como un montón de cenizas bajo el hálito v
ictorioso del viento. Mientras dure su apariencia, podemos darle lo que es suyo.
El dinero, para los hombres nuevos, no es nada. Demos a César, prometido a la nad
a, esa nada de plata que no nos pertenece. Jesús, que anticipa siempre, con la pas
ión del deseo, advenimiento del segundo Paraíso Terrenal, no se preocupa de los gobi
ernos, porque la nueva tierra que anuncia no necesitará gobiernos. Un pueblo de sa
ntos no sabría qué hacer de los reyes, de los tribunales y los ejércitos. El Divino Li
bertador ha venido, aun en la política humana, para derrocar. Una sola vez habla d
e los reyes, y sólo para desarraigar la idea vulgar y establecida. "Los reyes de
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las naciones — dice a sus discípulos — dominan sobre ellas, y a los que las mandan se
les llama bienhechores. Que no sea así entre vosotros; antes bien, el mayor de vos
otros sea igual al pequeño, y el que gobierna como el que obedece." Es la teoría de
la perfecta igualdad en el orden humano. El grande es pequeño; el amo es servidor;
el rey es esclavo. Si el que gobierna ha de ser como el que obedece, también la r
ecíproca es verdadera, y el que sirve tiene los mismos derechos y honores del que
gobierna. Puede haber santos eminentes entre los santos, bienaventurados que fue
ron pecadores hasta la víspera; inocentes que fueron ciudadanos del Reino desde su
nacimiento. Puede haber diferencias de grandeza espiritual en la perfección común;
pero toda categoría de superior e inferior, de señor y súbdito, será, al fin, abolida. L
a autoridad presupone, aun mal ejercida, un rebaño que conducir, una minoría que cas
tigar, una bestialidad que amansar. Pero cuando todos los humanos sean santos, y
a no serán menester el mando y la obediencia, la ley y el castigo, guías ni defensas
. El reino del espíritu puede desentenderse de los mandatos de la fuerza. Los homb
res ya no se odian ni desean las riquezas: toda razón y necesidad de gobierno desa
parece al día siguiente de esos dos inmensos cambios. El camino que conduce a la l
ibertad perfecta no se llama destrucción, sino santidad, y no se encuentra en los
sofismas de Godwin o de Stirner, de Proudhon o de Kropotkin, sino únicamente en el
Evangelio de Jesucristo. Pero la total conversión de los hombres al Evangelio no
se ha verificado aún, y los reyes son todavía necesarios. Los animales necesitan un
pastor, y cuanto más rebeldes y tercos, tanto más fuertemente armado debe estar el p
astor. Pero las bestias humanas, enfurecidas por la soberbia, creen que el número
puede sustituir a la unidad y lo bajo colocarse en el lugar de lo alto, y no qui
eren a los reyes. Los reyes verdaderamente reyes, aun los mediocres, están por enc
ima de los indecisos caprichos de las multitudes ciegas y locas. Los reyes que g
obiernan con esa autoridad que ha de ser única para que sea eficaz, y que responde
n de sus errores, siempre menos atroces que los de la plebe, únicamente ante Dios.
Pero los hombres de hoy
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no quieren esos reyes. No son capaces de amarlos, ni de soportarlos siquiera. Pr
efieren un enjambre de tiranuelos, inhábiles y viciosos, que los oprimen y ordeñan e
n nombre de la libertad. Los prefieren porque disimulan su tiranía con cierto aspe
cto de licencia que tiene todas las cargas de la autoridad sin sus beneficios. H
ace siglos que los verdaderos Reyes han desaparecido de la tierra, y los bellotívo
ros que la habitan no son mejores. Incapaces ya de la obediencia necesaria a los
brutos e indignos todavía de la libertad divina de los santos.
ESPADA Y FUEGO
Siempre que los aduladores de los poderosos han querido santificar la ambición de
los ambiciosos, la violencia de los violentos, la ferocidad de los feroces, la b
elicosidad de los belicosos, las conquistas de los conquistadores; siempre que l
os sofistas asalariados o los declamadores frenéticos han intentado conciliar la b
rutalidad pagana y la mansedumbre cristiana, hacer servir a la cruz de empuñadura
de la espada, justificar la sangre vertida por instigación del odio con la sangre
que corrió en el Calvario para enseñar el amor; siempre, en suma, que se quiere legi
timar la guerra con la doctrina de la paz y hacer de Cristo el fiador de Gengis
Khan, de Bonaparte, o, con refinamiento infame, el heraldo de Mahoma, veréis aduci
r, con la puntualidad inexorable de los lugares comunes, el célebre texto evangélico
que todo el mundo se sabe de memoria y muy pocos han entendido. "No creáis que yo
he venido a traer la paz a la tierra; he venido a traer la espada." Algunos, de
smesuradamente doctos, añaden: "He venido a traer el fuego a la tierra." Otros, va
lidos de una memoria monstruosa, se arrancan con el versículo decisivo: "El Reino
de los Cielos lo arrebatan los violentos." ¿Qué ángel de elocuencia, qué iluminador sobr
enatural podrá revelar a estos endurecidos eruditos el verdadero sentido de las pa
labras que repiten
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con tan frívola petulancia? Las arrancan del contexto evangélico con la misma delica
deza con que un orangután puede arrancar las flores del jardín de Titania. No consid
eran las palabras que anteceden ni las que siguen; no consideran la ocasión en que
fueron dichas; no dudan un instante que puedan tener un valor diferente del vul
gar. Cuando Jesús dice que ha venido a traer la espada — o, como está escrito en el pa
saje paralelo de Lucas, "la división" — está hablando a los discípulos que van a partir
a anunciar la proximidad del Reino. Y después de haber nombrado la espada explica
con ejemplos familiares lo que ha querido decir: "Porque he venido a poner divis
ión entre el hijo y el padre, la hija y la madre, la nuera y la suegra y tendrá cada
cual por enemigos a los de su misma casa. Porque de ahora en adelante, de cinco
que haya en una casa, tres estarán contra dos y dos contra tres. . . " La espada,
pues, no significa la guerra. Es una imagen para significar la división. La espad
a corta, divide, desune; y la predicación del Evangelio dividirá también a los hombres
de una misma familia. Porque entre los hombres están los sordos y los oyentes, lo
s tardos y los diligentes, los que niegan y los que creen. Hasta que todos hayan
sido convertidos y hermanados por la Palabra, la discordia reinará en la tierra.
Pero la discordia no es la guerra ni el estrago. Los que han oído y creído — los Crist
ianos — no asaltarán a los que no escuchan ni creen. Usarán, sí, las armas contra los he
rmanos refractarios y remisos; pero esas armas serán la predicación, el ejemplo, el
perdón, el amor. Los no convertidos provocarán, tal vez, la verdadera guerra, la gue
rra de violencia y de sangre; pero la provocarán precisamente porque no están conver
tidos, precisamente porque aun no son cristianos. El triunfo del Evangelio es el
fin de todas las guerras — de las guerras de hombre a hombre, de familia a famili
a, de casta a casta, de pueblo a pueblo. Si el Evangelio, al principio, es causa
de separaciones y discordias, la culpa no es de las verdades que enseña el Evange
lio, sino de quienes no se deciden a practicarlas.
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Cuando Jesús proclama que viene a traer el fuego, únicamente un bárbaro puede pensar e
n el fuego homicida, digno auxiliar de las guerras. "¿Cómo quisiera que ya estuviera
encendido?" Porque el fuego deseado por el Hijo del Hombre es el ardor del sacr
ificio, la llama fulgurante del amor. Hasta que todas las armas ardan en ese fue
go, el Reino perfecto estará lejos aún. Para renovar la infecta familia de los hombr
es es necesario un incendio de dolor y de pasión. Los gélidos deben arder; los insen
sibles, gritar; los tibios, encenderse como antorchas en la noche. La suciedad a
masada en la vida secreta de los hombres, que hace de cada alma una cloaca, la p
odredumbre que obtura los oídos y sofoca los corazones, ha de ser reducida a ceniz
as por el fuego espiritual que ha venido a encender Jesús, y que no es destrucción,
sino salvación. Pero para atravesar ese muro de llamas es necesario un valor que n
o todos tienen. Que sólo los valientes poseen. Por eso puede decir Jesús que "el Rei
no de los Cielos lo conquistan los violentos" — y la palabra violentos tiene, efec
tivamente, en el texto, el significado manifiesto de "fuertes", de hombres que s
aben tomar por asalto las puertas, sin dudar ni temblar. La espada, el fuego, la
violencia son palabras que no pueden ser tomadas en el sentido literal que gust
a a los abogados del exterminio. Son palabras figuradas que nos vemos forzados a
usar para hacernos entender por las torpes imaginaciones de la multitud. La esp
ada es el símbolo de las divisiones entre los primeros y los últimos persuadidos; el
fuego es el amor purificador; la violencia es la fuerza de ánimo necesaria para c
onquistar el Reino. Quien lo entiende de otro modo o no sabe leer o voluntariame
nte hace traición. Jesús es el hombre de la Paz. Ha venido a traer la paz. Todo el E
vangelio es anuncio y enseñanza de paz. La misma noche del nacimiento las voces ce
lestiales cantan en el cielo el augurio profético: Paz en la tierra a los hombres
de buena voluntad. En la montaña, una de las primeras promesas que fluyen del cora
zón y de los labios de Cristo es la dirigida a los pacíficos. "Bienaventurados los q
ue procuran la paz, porque serán llamados hijos de
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Dios." A los Apóstoles que están a punto de partir les ordena que auguren la paz en
todas las casas donde entren. A los discípulos, a los amigos, les recomienda perfe
cta concordia: "Estad en paz los unos con los otros". Al acercarse a Jerusalén, la
contempla llorando y exclama: "¡Oh, si hubieses conocido en este día las cosas que
pueden dar la paz!" Y la noche decisiva, mientras los mercenarios armados le ata
n, pronuncia la suprema condenación de la violencia. "Todos aquellos que echan man
o a la espada, por la espada perecerán." No ignora los males de la discordia. "Tod
o reino dividido en partes contrarías será convertido en desierto; y toda ciudad o c
asa dividida en partes contrarias no podrá sostenerse." Y en el sermón sobre los últim
os tiempos anuncia, entre las señales del fin, junto con las carestías, los terremot
os y las tribulaciones, las guerras: "Porque se levantarán nación contra nación y rein
o contra reino . . . y oiréis hablar de guerras y rumores de guerras." La discordi
a, para Jesús, es un mal; la guerra, un delito. Los apologistas de las grandes mat
anzas confunden adrede el Antiguo y el Nuevo Testamento. Pero el nuevo es nuevo
precisamente porque reforma el antiguo. La guerra puede llamarse divina cuando e
s considerada como un castigo. Pero es castigo también de sí misma. La guerra es la
manifestación más cruel del odio que alienta y hierve en los corazones de los hombre
s. Para desahogar el odio que llevan dentro de sí, los hombres se ven inclinados a
destruirse por medio de las armas. La guerra aparece al mismo tiempo como una c
ulpa porque existía, aun antes de las hostilidades, en el alma de los enemigos; es
castigo porque el odio, al estallar, lleva a la mutua matanza de los que odian.
Pero si el odio fuese abolido en todos los corazones, la guerra sería incomprensi
ble; la pena más horrible desaparecería juntamente con el máximo pecado. Llegaría al fin
el día en que, con el deseo, Isaías, "de sus espadas harán azadas, y hoces de sus lan
zas; una nación no levantará ya la
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espada contra otra nación, y no volverán a ejercitarse para la guerra." Este día anunc
iado por Isaías será aquel en que el Sermón de la Montaña sea ley reconocida sobre toda
la tierra.
UNA SOLA CARNE
Jesús santifica la unión, aun la carnal, del hombre y la mujer en el matrimonio. Has
ta que todos los reyes estén de sobra daremos las monedas que llevan su nombre; ha
sta que todos los hombres sean semejantes a los ángeles, ha de multiplicarse el géne
ro humano. La familia y el Estado, asociaciones imperfectas cuando se piensa en
la bienaventuranza del cielo, son necesarias en la espera terrestre del paraíso. P
ero en tanto sean necesarias, deberán, por lo menos, ser menos impuras y menos imp
erfectas. El que gobierna deberá sentirse igual al que obedece; la unión del hombre
y la mujer ha de ser perpetua y leal. En el matrimonio ve Jesús en primer término, l
a unión de dos cuerpos. En este punto ratifica la imagen de la Antigua Ley. "No so
n ya dos carnes, sino una sola." El esposo y la esposa son un solo cuerpo, indiv
isible, inseparable. Aquel hombre no tendrá otra mujer; aquella mujer no conocerá ot
ro hombre hasta que la muerte los separe. El apareamiento del varón y la hembra, c
uando no es el desahogo de una lujuria vagabunda, o de una fornicación furtiva, cu
ando es el encuentro y el ofrecimiento de dos virginidades sanas; cuando está prec
edido por una libre elección, una pasión casta, un pacto público y sagrado, tiene un c
arácter casi místico incancelable. La elección es irrevocable, la pasión está confirmada,
el pacto es perpetuo. En los dos cuerpos que se unen hay dos almas que se recono
cen y encuentran en el amor. Las dos carnes se convierten en una carne; las dos
almas como que se hacen un alma sola.
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Los dos han confundido su sangre; pero de tal comunión nacerá una criatura nueva, fo
rmada con la sustancia de uno y otra, y que será la forma visible de su unidad. El
amor los hace semejantes a Dios, obreros de la siempre nueva y maravillosa crea
ción. Pero esta carnal y espiritual unión de los dos — la más perfecta de las imperfecta
s asociaciones de los hombres — no ha de ser nunca turbada ni interrumpida. El adu
lterio la corrompe; el divorcio la despedaza. El adulterio es la corrupción disimu
lada de la unidad; el divorcio, su negación. El adulterio es un divorcio secreto f
undado en la mentira y en la traición; el divorcio, seguido de otra unión matrimonia
l, es un adulterio con apariencias legales. Jesús condena siempre, de una manera s
olemne y absoluta, el adulterio y el divorcio. Todo su ser tenía horror a la infid
elidad y a la traición. Llegará el día, advierte hablando de la vida celestial, en el
cual no se desposarán hombres y mujeres; pero hasta ese día el matrimonio tiene que
tener, al menos, todas las perfecciones que su imperfección permite. Y Jesús, que si
empre procede de lo exterior a lo interior, no llama adúltero tan sólo al que roba l
a mujer del hermano, sino también al que la mira, por la calle, con ojos de deseo.
Y no es adúltero únicamente el que comercia ocultamente con la mujer ajena, sino el
que después de haber repudiado a la suya, se casa con otra. En un pasaje parece,
a primera vista, conceder el divorcio al marido de la adúltera; pero, ni aun en es
te caso, el delito de la esposa repudiada podría justificar el delito que el traic
ionado cometería tomando otra mujer. Ante una ley tan absoluta y rigurosa, hasta l
os discípulos se rebelan. "Si tal es el caso del hombre respecto a la mujer, no ti
ene cuenta casarse." Pero él les respondió: "No todos son capaces de comprender esta
palabra; mas sólo aquellos a quienes les es dado. Porque hay eunucos que han naci
do así del seno de su madre; hay eunucos que lo han sido por los hombres, y hay eu
nucos que se han hecho eunucos por amor del Reino de los Cíelos. ¡Que el que puede c
omprender, comprenda!"
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El matrimonio es una concesión a la naturaleza humana y a la propagación de la vida.
"No todos se sienten capaces de permanecer siempre castos, vírgenes y solos, sino
únicamente aquellos a quienes les es dado." El perfecto celibato es una gracia y
un premio de la victoria del espíritu sobre el cuerpo. El que quiera dar todo su a
mor a una obra grande, debe condenarse a la castidad. No es fácil servir a la huma
nidad y al individuo. El hombre que ha de realizar una misión difícil, que exigirá tod
os sus días hasta lo último, no puede atarse a una mujer. El matrimonio quiere el ab
andono a otro ser — pero el salvador ha de concederse a todos los seres. La unidad
de dos almas no le basta — y haría más difícil, tal vez imposible, la unión con todas las
demás almas. Las responsabilidades que lleva consigo la elección de una mujer, el n
acimiento de los hijos, la creación de una pequeña comunidad en medio de la grande s
on de tal manera graves, que serían cotidiano impedimento a empresas mucho más grave
s. El hombre que quiere conducir a los hombres, transformarlos, no puede atarse,
para toda la vida, a una sola criatura. Tendría que ser infiel a su mujer o a su
misión. Ama demasiado a la universalidad de sus hermanos para amar a una sola de s
us hermanas. El héroe es solitario. La soledad es su condena y su grandeza. Renunc
ia a los goces del amor marital; pero el amor que hay en él se multiplica para com
unicarse a todos los hombres en una sublimación de sacrificio que sobrepuja a todo
s los éxtasis terrenales. El hombre sin mujer está solo, pero libre; su alma, sin es
torbo de pensamientos comunes y materiales, puede ascender más arriba. No procrea
hijos de carne, pero puede mejor hacer renacer a segunda vida a los hijos de su
espíritu. Los resucitados, en el gran día del triunfo, ya no tendrán tentaciones. En e
l Reino de los Cielos la conjunción del hombre y la mujer, aun santificada por la
perpetuidad del matrimonio, será abolida. Su fin máximo es la procreación de nuevos ho
mbres; pero en ese tiempo la muerte será vencida
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y no será necesaria la continua renovación de generaciones. "Los hijos de este siglo
se casan y son dados en matrimonio; pero aquellos que sean reputados dignos de
tener parte en el mundo futuro y en la resurrección de los muertos, no toman mujer
ni tienen marido, ni pueden morir ya; son semejantes a los ángeles y son hijos de
Dios al ser hijos de la resurrección." Con la conquista de la vida eterna y del e
stado angelical — dos promesas y dos certezas de Cristo — lo que parecía soportable se
hace increíble; lo que parecía puro se hace torpe; lo que era santo, imperfecto. En
ese mundo supremo están ya consumadas todas las pruebas de la especie humana. El
decaído hombre primitivo se contentó con el ayuntamiento fugaz de la mujer robada; s
e elevó después hasta el matrimonio, hasta la unión única con la mujer única; el santo se
elevó más todavía y llegó a la castidad voluntaria. Pero el hombre angelizado en el ciel
o ha vencido a la carne, incluso en el recuerdo: su amor, en un mundo donde no e
xisten pobres, infelices ni enemigos, se transfigura en una contemplación trashuma
na. Cuando esto llegue, el ciclo de los nacimientos quedará cerrado. El cuarto rei
no estará para siempre constituido. Los ciudadanos de ese reino serán los mismos ete
rnamente, aquéllos y no otros, por todos los siglos. La mujer no parirá con dolor. L
a sentencia de destierro está revocada; la serpiente está vencida. El Padre acoge de
nuevo con fiestas al Hijo huido. El paraíso ha sido recuperado y ya no se perderá n
unca más.
PADRES E HIJOS
Jesús hablaba en una casa, tal vez en Cafarnaum. Y hombres y mujeres, hambrientos
de justicia, deseosos de alivio y de consuelo, habían llenado la casa, y se apreta
ban a su alrededor, mirándole como se mira al padre recobrado, al hermano que cura
, al benéfico salvador. Aquellos hombres y mujeres tan hambrientos estaban pendien
tes de su palabra, de tal modo que
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Giovanni Papini - Historia de Cristo
Jesús y sus amigos ni siquiera podían comer un bocado. Habló mucho tiempo y hubieran q
uerido que siguiese hablando hasta la noche, sin dejarlo, sin descansar un insta
nte. ¡Hacía tanto tiempo que le esperaban! Sus padres y sus madres habían esperado en
dura miseria y larga resignación miles de años. Ellos mismos habían esperado mucho tie
mpo en la penumbra lastimosa de una confusa nostalgia. Todos habían suspirado, noc
he tras noche, por un resquicio de luz, una promesa de felicidad, una palabra de
amor. Y ahora tenían ante sus ojos al que daba los premios de tan larga espera. A
hora los exigían sin más tardanza. Aquellos hombres y aquellas mujeres estaban en to
rno a Jesús como acreedores privilegiados e impacientes que, al fin, tenían a mano a
l divino Deudor, tanto tiempo esperado, y querían su parte hasta el último céntimo. Po
día dejar de comer el pan — siglos y siglos habían estado sus padres sin probar apenas
el pan de la verdad, y años y años llevaban ellos mismos sin poder calmar el hambre
con el pan de la esperanza. Jesús, pues, sigue hablando a la gente que ha llenado
la casa. Repite las imágenes más impresionantes de su inspiración, cuenta las nuevas
más persuasivas del Reino, los mira con aquellos ojos anhelantes que penetran en e
l fondo de las almas como el sol mañanero en la cerrada oscuridad de las casas. To
dos nosotros daríamos los días que nos quedan porque nos mirasen aquellos ojos, por
mirar un minuto aquellos ojos rutilantes de infinita ternura, por escuchar una v
ez siquiera aquella voz arrobadora que transforma en música melodiosa la lengua po
pular semita. Aquellos hombres, que ya murieron; aquellas mujeres, que ya están mu
ertas; aquellos hombres y mujeres pobres; aquellos infelices, cuyos cuerpos hoy
son polvo en el aire del desierto o barro bajo las pezuñas de los camellos; aquell
os hombres y aquellas mujeres, a quienes nadie envidiaba en vida y que nosotros,
vivos, nos vemos reducidos a envidiar después de tan remota y oscura muerte; aque
llos hombres y aquellas mujeres escuchaban aquella voz, veían aquellos ojos. Pero
he aquí que se oye un rumor, un susurro a la puerta de la casa. Alguien
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Giovanni Papini - Historia de Cristo
quiere entrar. Uno de los presentes, advierte a Jesús: "Ahí están tu madre, y tus herm
anos y tus hermanas, que vienen a buscarte [1]. Pero Jesús no se mueve: "¿Quién es mi
madre? ¿Y quiénes son mis hermanos?" Y mirando en derredor a los que allí estaban sent
ados en torno a Él, dice: "¡He aquí mi madre y mis hermanos! El que cumpla la voluntad
de Dios, ése es mi hermano y hermana, y madre." Mi familia está aquí. Y no tengo más fa
milias. Los lazos de sangre no tienen importancia, si no están confirmados en el e
spíritu. Mi padre es el Padre Celestial: mis hermanos son los pobres que han llora
do; mis hermanas son las mujeres que han dejado los amores por el Amor. No enten
día renegar con estas palabras de la Virgen Dolorosa, de cuyo vientre era fruto: q
uería decir que desde el día de su voluntario destierro no pertenecía ya a la pequeña fa
milia de Nazareth, sino sobre todo a su misión de salvador de la gran familia huma
na. La filiación espiritual, en la nueva economía de la salvación, supera y sobrepuja
a la simple filiación carnal. "Si uno viene a mí y no odia a su padre y a su madre y
a su mujer e hijos y hermanos y hermanas, e incluso a su propia vida — es decir,
quien prefiere estos amores a mi amor — no puede ser mí discípulo." El amor particular
debe subordinarse al amor universal. Es necesario elegir entre los antiguos efe
ctos del hombre antiguo y el amor único del hombre nuevo. La familia desaparecerá cu
ando los hombres, en la vida celestial, serán mejor que hombres. Ahora suele ser e
storbo para el que ayuda a los demás a conquistar el paraíso. "Y no llaméis a nadie en
la tierra vuestro Padre, porque uno solo es Padre vuestro: es decir, el de los
Cielos." El que deja la familia será recompensado hasta lo infinito: "En verdad os
digo que no hay nadie que haya dejado casa, o mujer, o hermanos, o padres, o hi
jos por amor del reino de Dios, que no reciba otro tanto cien veces en este tiem
po, y en el siglo venidero la vida eterna." El Padre que está en los cielos es seg
uro; vuestros hermanos en el Reino son
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seguros; pero los padres y hermanos de aquí abajo pueden convertirse hasta en vues
tros asesinos. "Seréis traicionados incluso de vuestros padres, hermanos, pariente
s y amigos; y condenarán a muerte a muchos de vosotros. . . " Con todo, los padres
, principalmente, deben ser fieles. Porque los padres, según Jesús, tienen muchos más
deberes para con los hijos que éstos para con los padres. La antigua Ley sólo recuer
da expresamente los derechos de los primeros. "Honra a tu padre y a tu madre", d
ice Moisés. Pero añade: "Protege y ama a tus hijos." Se cree que los hijos son propi
edad de quien los ha hecho. La vida en esa edad parece tan bella y preciosa, que
nunca podrán pagar su deuda. Siempre habrán de ser siervos, perpetuamente sometidos
. No han de vivir sino para el padre y a las órdenes del padre. También aquí el genio
divino del gran Renovador ve lo que les falta a los antiguos, e insiste sobre la
otra parte. Los padres deben dar, sin ahorro ni descanso. Aunque los hijos sean
malos, aunque abandonen a su padre, aunque nada merezcan a los ojos de la obtus
a prudencia del mundo. El Padre Nuestro es en su mitad un requerimiento de los h
ijos al Padre. Es el ruego que todo hijo podría dirigir a su propio padre. Y los p
adres, aun dándolo todo, pueden ser abandonados. Si los hijos los dejan para lanza
rse a la mala vida, deben ser perdonados cuando vuelvan arrepentidos, como fue p
erdonado el hijo pródigo. Si los dejan en busca de una vida más alta y perfecta — como
los que se convierten al Reino —, serán premiados doblemente en esta vida y en la o
tra. Pero los padres, de todas suertes, son deudores. La tremenda responsabilida
d que han aceptado con dar vida a nuevas criaturas debe ser satisfecha. Para ser
semejantes al Padre que está en los cielos, deben dar a los que piden y a los que
callan, a los que lo merecen y a los que han desmerecido, a los que se sientan
a la mesa familiar y a los que andan vagabundos por la tierra, a los buenos y a
los malos, a los primeros y a los
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últimos. No deben cansarse nunca, ni siquiera con los hijos que les huyen, que los
ofenden, que reniegan de ellos. "¿Quién hay de vosotros que al hijo que le pide pan
le dé una piedra? ¿O que si le pide un pez le dé una serpiente?" ¿Quién negará, pues, al h
jo que se aleja sin pedir nada el don supremo: el amor aun sin esperanza de corr
espondencia? Todos son hijos del Hijo del Hombre, pero nadie podía llamarle padre
según la carne. La única alegría que no engaña entre las engañadoras alegrías de los hombre
es la de abrazar, o tener en las rodillas, a un niño de cara rosada por una sangr
e que es también nuestra, que nos ría con el primer esplendor de sus ojos, que balbu
cee nuestro nombre, que nos haga recobrar la ternura perdida de la primera infan
cia. Sentir junto a la piel adulta, endurecida por soles y vientos, una carne nu
eva, naciente, en la que parece conservar la sangre todavía un poco de la dulzura
de la leche; una carne que parece hecha de pétalos tibios y vivientes, y sentir qu
e esa carne es nuestra, formada en la carne de nuestra mujer, nutrida con la lec
he de sus pechos, y espiar las manifestaciones, la floración lenta del alma en esa
carne que nos pertenece, que pertenece a aquella que nos pertenece; ser el único
padre de esa criatura única, de esa flor que está abriéndose a la luz del mundo, recon
ocerse en ella, ver de nuevo nuestras miradas en sus pupilas estupefactas, volve
r a oír nuestra voz en su boca fresca, aniñarnos con ese niño, para ser dignos de él, pa
ra estar más cerca de él; hacernos más pequeños, mejores, más puros; olvidar todos los años
que nos acercaron silenciosos a la muerte, olvidar por un momento la soberbia de
la virilidad, el orgullo de la ciencia, las primeras arrugas del rostro, las am
arguras, las suciedades, las indignidades de la vida y volver a ser vírgenes junto
a aquella virginidad, serenos al lado de aquella serenidad, y buenos con una bo
ndad desconocida antes ser, en suma, padres de ese hijo nuestro, que crece día por
día en nuestro lecho, en nuestra casa, en brazos de nuestra esposa, es quizás, y si
n quizás, el más alto deleite humano concedido al hombre, que posee un alma dentro d
e su barro.
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Jesús, a quien nadie llamó padre, se sintió especialmente atraído por los niños y por los
pecadores. La inocencia y la caída eran, para él, prendas de salvación: la inocencia,
porque no necesita limpieza alguna; la abyección, porque siente más agudamente la ne
cesidad de limpiarse. La gente de en medio está más en peligro: esa, medio corrompid
a y medio intacta; los hombres que están infectos por dentro y quieren parecer cándi
dos y justos; los que han perdido en la niñez la limpieza nativa y no sienten toda
vía el hedor de la putrefacción interna. Jesús amaba con ternura a los niños y con pieda
d a los criminales; a los puros y a aquellos que necesitan purificarse. Iba haci
a los pecadores porque ellos no siempre tenían fuerzas para encaminarse a él; pero l
lamaba a sí a los niños porque los niños comprenden por instinto quién les quiere y corr
en a él de buen grado. Las madres le ofrecían sus hijos para que los tocase. Los dis
cípulos, con su acostumbrada rudeza, las increpaban, y Jesús tuvo que reprenderles e
sta vez también: "Dejad a los niños y no impidáis que se acerquen a mí, porque de ellos
es el Reino de los Cielos. Y en verdad, en verdad os digo que el que no reciba e
l Reino de Dios, como un niño no entrará en él en modo alguno." Los discípulos, hombres
burdos, orgullosos de su autoridad de hombres hechos y de lugartenientes del Señor
, no comprendían por qué su Maestro quería emplear el tiempo con los muchachos que tod
avía no saben silabear bien ni entendían el sentido de las palabras de los mayores.
Pero Jesús, poniendo en medio de ellos a uno de aquellos niños, respondió: "En verdad
os digo que si no cambiáis y no os hacéis como niños no entraréis en el Reino de los Cie
los. Quien se haga, por tanto, humilde como este párvulo, ése será grande en el Reino
de los Cielos. Y el que recibe a un párvulo como éste en mi nombre, me recibe a mí. Pe
ro a quien escandalice a uno de estos pequeñuelos que creen en mí, mejor le sería que
le fuera atada al cuello una rueda de molino, y se le precipitara en el fondo de
l mar."
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También aquí es total la revisión de valores. En el tiempo antiguo, el niño era quien de
bía respetar al hombre, venerar al viejo e imitarlos en su conducta. El pequeño debía
tomar al mayor como modelo. La perfección tenía lugar señalado en la madurez y, mejor,
aún, en la vejez. El hijo era respetado únicamente en cuanto contenía la esperanza de
una futura virilidad. Jesús vuelve las cosas del revés. Los mayores deben tomar eje
mplo de los pequeños; los ancianos deben esforzarse por volverse niños; los padres d
eben imitar a sus pequeñuelos. En el mundo donde prevalecía la fuerza, donde únicament
e se apreciaba el arte de enriquecerse y de sobresalir, el niño era tenido apenas
por una larva de humanidad. En el nuevo mundo, en el mundo anunciado por Cristo,
donde reinarán la pureza confiada y el amor de la inocencia, los niños son los arqu
etipos de la ciudadanía feliz. El niño, que parecía un hombre imperfecto, es más perfect
o que el hombre. El hombre, que se imaginaba haber llegado a la plenitud de la e
dad y del alma; debe volver atrás, despojarse de la complicación satisfecha, retroce
der hacia la infancia. De imitado se convierte en imitador, del primer puesto de
sciende al último. Jesús, por su parte, reafirmaba su niñez, y se declaraba sin recato
, idéntico a los niños que le rodeaban: "El que recibe a un párvulo como éste, a mí me rec
ibe." El santo, el pobre, el poeta, se presenta bajo esta nueva forma que las reún
e todas; el niño: limpio y cándido como el santo, desnudo y necesitado como el pobre
, maravillado y contemplador como el poeta. Jesús no ama a los niños únicamente como m
odelos inconscientes de los candidatos a la perfección del Reino, sino como a verd
aderos mediadores de la verdad. Su ignorancia está más iluminada que la doctrina de
los doctores; su ingenuidad es más fuerte que el ingenio que se refleja en las pal
abras tejidas en razonamientos. Un espejo nítido y libre recibe más fácilmente los ref
lejos de la revelación. "Yo te bendigo, oh Padre — exclamó un día — porque has ocultado es
tas cosas a los sabios y a los inteligentes y se las has revelado a los párvulos."
A
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los sabios le hace sombra su misma sabiduría, porque creen saberlo todo; a los int
eligentes les estorba su misma inteligencia, porque no son aptos para recibir ot
ra luz que la intelectual. Únicamente los sencillos comprenden la sencillez, los i
nocentes la inocencia, los amantes el amor. La revelación de Jesús, manifestada con
preferencia a las almas virginales, quiere humildad, purificación, misericordia. P
ero el hombre, al crecer, se corrompe, se enorgullece, aprende la horrible volup
tuosidad del odio. Se aleja cada día más del paraíso: es cada vez menos capaz de volve
rlo a hallar; se complace en el descenso progresivo; se vanagloria de la ciencia
inútil que oculta la única verdad necesaria. Para hallar el nuevo paraíso, el reino d
e la inocencia y del amor, es necesario volverse niños, que son ya, por privilegio
nativo, lo que los demás habrán de volver a ser con gran trabajo. Jesús busca, sí, la c
ompañía de los hombres y de las mujeres, de los pecadores y de las pecadoras, pero sól
o se siente con sus verdaderos hermanos cuando toca la cabeza de los niños que las
madres galileas le tienden como una ofrenda.
MARTA Y MARÍA
También las mujeres sentían el divino encanto de Jesús. Este ser, que tiene ser y carn
e de hombre y no ha escogido esposa, se ve envuelto durante toda su vida, y desp
ués de la muerte, en un suave calor de santa ternura femenina. El virgen peregrino
es amado de las mujeres como nadie fue ni podrá ser amado nunca. El casto que ha
condenado el adulterio y la fornicación tiene sobre ellas el inestimable prestigio
de la inocencia. Las mujeres que no sean puramente hembras se arrodillan ante q
uien no se les doblega. El marido con todo su amor legal y su imperio, el mujeri
ego que
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corre como un sátiro tras de su presa, el elocuente adúltero, el temerario estuprado
r no tiene sobre el espíritu de la mujer el dominio que puede tener sobre ellas el
que las ama sin tocarlas, el que las salva sin pedirles a cambio ni siquiera un
beso. La mujer, aun la esclava de su cuerpo, de su debilidad, de su deseo y del
deseo del varón, se siente atraída por quien la ama sin pedirle más que un vaso de ag
ua, una sonrisa, un poco de atención callada. Las mujeres amaban a Jesús. Se paraban
cuando le veían pasar, le seguían cuando hablaba a los amigos y a los desconocidos,
se cercaban a la casa donde había entrado, le presentaban sus hijos, le bendecían a
grandes voces, le tocaban sus vestiduras para curarse de sus males, eran felice
s viéndole. Todas hubieran podido gritar como la mujer que alzó la voz en medio de l
a multitud: "Bendito el vientre que te llevó y los pechos que te dieron de mamar."
Muchas le seguirán hasta la muerte: Salomé, madre de los Hijos del Trueno: María de C
leofás, madre de Santiago el Menor, Marta y María de Betania. Hubieran querido ser s
us hermanas, sus siervas, sus esclavas; para asistirle, para ofrecerle el pan, p
ara servirle el vino, para lavar sus vestiduras, para ungir sus pies cansados, s
us cabellos largos y flotantes. Algunas tuvieron la felicidad de seguirle, y la
mayor quizá de poderle ayudar con sus dineros. "Y con él estaban los Doce y ciertas
mujeres que habían sido curadas de espíritus malignos y de enfermedades, a saber: Ma
ría, llamada Magdalena, de la cual habían salido siete demonios, y Juana, mujer de C
usa, intendente de Herodes y Susana, y muchas otras, las cuales ayudaban a Jesús c
on sus recursos." Las mujeres, cuya piedad es don natural del corazón antes de ser
voluntad de perfección, eran, como lo han sido siempre, más generosas que los hombr
es. Cuando aparece en casa de Lázaro, dos mujeres, las dos hermanas del resucitado
, parecen locas de alegría. Marta se precipita a su encuentro para
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preguntarle si no le falta nada, si quiere lavarse, si quiere comer en seguida.
Y, entrando en su casa, le guía al lecho para que descanse, y 1e lleva una manta p
or si tiene frío, y corre al pozo a traer agua nueva y fresca. Y luego, se pone en
movimiento para preparar al peregrino una buena comida, más abundante que la acos
tumbrada en la familia. Enciende a toda prisa un buen fuego, va en busca de pesc
ado fresco, de huevos del día, de higos, de aceitunas; hace que una vecina le pres
te un trozo de cordero matado el día antes; de otra se hace dar un perfume de prec
io; de otra tercera, más rica que ella, una escudilla florida. Saca del arca el ma
ntel más nuevo y de la bodega el vino más viejo. Y mientras los leños crepitan en la c
himenea, y el agua del caldero empieza a borbotar anunciando el próximo hervor, la
pobre Marta, sudorosa, sofocada, afanosa, prepara la mesa, va del hogar a la ma
sera y da un vistazo a la calle para ver si el hermano vuelve a casa, y otro a s
u hermana, que no hace nada. María, en efecto, apenas Jesús ha traspasado el umbral,
cae en una especie de éxtasis inmóvil del que nadie puede sacarla. No ve sino a Jesús
, no oye más que la voz de Jesús. Nadie más existe en aquel momento para ella. No se h
arta de mirarlo, de escucharlo, de sentirlo presente, vivo, cerca de ella. Si la
mira, goza con sentirse mirada; si no la mira, se queda fija; si habla, sus pal
abras se le quedarán grabadas una por una en el corazón hasta la muerte; si calla, e
ntiende su silencio como una revelación más directa. Casi la fastidia todo aquel tra
jín y aquel ajetreo de su hermana. ¿Necesita, Jesús, acaso, una cena rica? María se ha s
entado a sus pies y no se mueve, aunque Marta y Lázaro la llamen. Está al servicio d
e Jesús, pero de otra manera. Le ha dado su alma, solamente el alma, pero toda su
alma embelesada, y el trabajo de sus manos sería intempestivo y superfluo. Es una
contemplativa, una adoratriz. Se moverá tan sólo para cubrir con perfumes el cadáver d
e su Dios; se moverá si él le pidiese su vida y su sangre. Lo demás, el afán de Marta, e
s quehacer material que no le compete. Las mujeres, pues, le amaban y él correspon
día a este puro amor con la piedad. Ninguna mujer que a él se dirigiera fue despedid
a descontenta. El
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llanto de la viuda de Naín le hace llorar tanto, que le resucita al hijo muerto; l
as imploraciones de la Cananea, no obstante ser extranjera, le vencen, y cura a
su hija; la Desconocida paralítica hacía dieciocho años, "toda encorvada e incapaz de
enderezarse", es curada, aun siendo sábado, y a pesar de que los jefes de la sinag
oga clamasen que era sacrilegio. En los primeros tiempos de su viaje, libra de l
a fiebre a la suegra de Pedro y de los malos espíritus a la Magdalena; resucita a
la hija de Jairo y sana a la desconocida que padecía hacía doce años un flujo de sangr
e. Los doctores de su tiempo no estimaban a las mujeres en las cosas espirituale
s. Las toleraban en las fiestas divinas, pero nunca hubieran pensado en enseñar a
una mujer las razones mayores y secretas. "¡Quema las palabras de la Ley — decía un pr
overbio rabínico de aquellos tiempos — antes que enseñárselos a las mujeres!" Jesús, por e
l contrario, no desdeñaba hablar con ellas incluso de los más altos misterios. Cuand
o descansa, solo, junto al pozo de Sichar, y llega la Samaritana de los cinco ma
ridos, no se arredra, aunque sea mujer y enemiga de su pueblo, de anunciarle la
verdad de su mensaje. "Está por llegar la hora, más aún, ha llegado ya, en que los ver
daderos adoradores adorarán al Padre en espíritu y verdad; porque tales son los ador
adores que el Padre pide; Dios es espíritu y los que le adoran es menester que le
adoren en espíritu y verdad." Llegan en esto los discípulos y no comprenden lo que e
l Maestro está haciendo: "y se quedaron sorprendidos al ver que hablaba con una mu
jer." No sabían aún que la Iglesia de Cristo tendría una Mujer como mediadora entre lo
s hijos y el Hijo —aquella que reúne en sí, única entre todas, las dos supremas perfecci
ones de la mujer: la Virgen Madre que sufrió por nosotros desde la noche de Belén ha
sta la noche del Calvario.
PALABRAS. EN LA ARENA
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En otra ocasión, en Jerusalén, Jesús se encuentra frente a una mujer: la adúltera. Una c
aterva vociferante la empuja hacia delante. La mujer, oculto el rostro con las m
anos, y los cabellos, está frente a él sin hablar. Jesús ha enseñado la unidad perfecta
del esposo y de la esposa y detesta el adulterio. Pero detesta todavía más la vileza
de los espías, el encarnizamiento de los despiadados, el impudor de los pecadores
que quieren constituirse en jueces del pecado. Jesús no puede defender a la mujer
que ha desobedecido bestialmente la ley de Dios; pero tampoco quiere condenarla
, porque sus acusadores no tienen derecho a pedir su muerte. Y se inclina a la t
ierra y escribe en el polvo, con la punta del dedo. Es la primera y última vez que
vemos a Jesús humillarse en esta mortificante operación. Nadie ha sabido nunca lo q
ue escribió en aquel momento, ante aquella mujer que temblaba en su vergüenza como u
na cierva alcanzada por una jauría de perros malos. Escribió precisamente sobre la a
rena para que el viento se llevase las palabras que los hombres tal vez no hubie
ran podido leer sin miedo. Pero los desvergonzados azuzadores insistían, porque qu
erían lapidar a la mujer. Entonces Jesús, alzándose del suelo, los miró uno por uno a lo
s ojos y en el alma: "El que de vosotros esté sin pecado, arroje la primera piedra
contra ella." Todos nosotros somos, con frecuencia, solidariamente culpables de
los delitos de nuestros hermanos, cómplices de sus pecados, aunque muchas veces s
in castigo. La adúltera no hubiera hecho traición sin la tentación de los hombres, si
su marido hubiese sabido hacerse amar; el ladrón no robaría si el corazón de los ricos
fuese menos duro: el asesino no mataría, si antes no le hubiesen maltratado y ofe
ndido; no habría prostitutas si los hombres supiesen mortificar la lujuria. Únicamen
te los inocentes tendrían derecho a juzgar. Pero no hay inocentes en la tierra, y
si los hubiese, su misericordia sería más fuerte que la justicia misma. Los petulant
es espías no habían pensado nunca semejantes pensamientos; pero las palabras de Jesús
tuvieron el poder de turbarlos. Cada uno de ellos volvió a ver sus traiciones, sus
secretas, y tan recientes, fornicaciones. Cada
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alma fue como una cloaca, que, levantada la lápida, envía al aire tufaradas de horre
ndo hedor. Los más viejos fueron los primeros en marcharse. Luego, poco a poco, to
dos los demás, sin mirarse a la cara, se escaparon, y se perdieron de vista. La pl
aza quedó vacía. Jesús se había inclinado de nuevo al suelo, y escribía; la mujer había sen
ido las pisadas de los fugitivos y ya no oía ninguna voz de muerte, pero no osaba
alzar los ojos, porque sabía que uno solo había quedado, el inocente, el único que tenía
derecho a arrojar las piedras homicidas. Jesús, por segunda vez, se alzó de nuevo y
no vio a nadie. — Mujer, ¿dónde están tus acusadores? ¿Ninguno te ha condenado? — Ninguno,
Señor. — Tampoco yo te condeno; vete y no peques más. Por primera vez la adúltera tuvo f
uerzas para mirar a la cara de su libertador. No entendía bien sus palabras. Su pe
cado era también pecado, según él, puesto que le ordenaba que no pecase más. Con todo, h
abía hecho que los demás no la condenasen, y ahora tampoco él quería condenarla. ¿Quién era
aquel hombre, tan diferente de todos los demás, que detestaba el pecado, pero se c
ompadecía de los pecadores? Hubiera querido dirigirle una pregunta, murmurar una p
alabra de agradecimiento, recompensarle, al menos, con una sonrisa. Pero Jesús había
comenzado de nuevo a escribir en el polvo del patio, con la cabeza baja, y se v
eían únicamente las ondas de sus cabellos brillar al sol y los dedos que se movían con
lentitud sobre la tierra iluminada.
LA PECADORA
Pero ninguna mujer le amó como la Pecadora que le ungió con óleo de nardo y le bañó con su
s lágrimas en casa de Simón.
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Todos tenemos presente el hecho. La imagen de la llorosa, sueltos los cabellos s
obre los pies del caminante, sobrevive en todas las memorias. Pero a pocos se le
s aparece claro el verdadero sentido del hecho. Tanto lo han desfigurado las int
erpretaciones vulgares y literarias. Los decadentes del siglo pasado, los cincel
adores de preciosidades lascivas, que se sienten atraídos del hedor de la corrupción
, como las moscas por los excrementos y los cuervos por la carroña, han buscado en
el Evangelio las mujeres que olían a pecado y que se pudieran parecer más a las muj
eres de sus frenéticos sueños de impotentes. Y se han apropiado, vistiéndolas con los
terciopelos de los adjetivos, con la seda de los verbos, con las joyas y pedrería
de las metáforas, a la desconocida arrepentida — con el nombre de María de Magdala — a l
a desconocida adúltera de Jerusalén, a la bailarina Salomé, a la siniestra Herodías. El
episodio de la unción ha sido profundamente falseado por esos injustos disfraces.
Es más sencillo, pero mucho más profundo. El elogio de Jesús a la portadora de nardo n
o es el elogio del pecado carnal, ni siquiera del amor común tal como lo entiende
la generalidad de los hombres. La Pecadora que entra silenciosamente en casa de
Simón con un vaso de alabastro, ya no es una pecadora. Ha visto y contemplado ante
s de aquel día a Jesús; ha oído sus palabras; su voz la ha conturbado; sus palabras la
han estremecido. La mujer pecadora ha aprendido que hay un amor más dulce que la
voluptuosidad, una pobreza más rica que los estateres y los talentos. Cuando entra
en casa de Simón, no es la misma mujer de antes, la que los hombres del país señalaba
n con el dedo haciéndose un guiño, la que el Fariseo conoce y desprecia. Su alma ha
cambiado. Ha cambiado toda su vida. Su carne, ahora, es casta; su mano es pura;
sus labios ya no saben de la acidez del minio; pero sus ojos han aprendido a llo
rar. Está lista, según la promesa del Rey, para entrar en el Reino. Sin esa promesa
no se puede entender la historia que sigue. La Pecadora
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salvada quiere recompensar con algún agradecimiento a su salvador. Y toma una de l
as cosas más preciosas que le han quedado, un vaso sellado, lleno de nardo, y va a
ungir con aquel óleo costoso los cabellos de su Rey. Su primer pensamiento, pues,
es un pensamiento de gratitud. Su acto lo es de público reconocimiento. La Pecado
ra quiere dar gracias ante todo el mundo a aquél que ha limpiado su alma, que ha r
esucitado su honor, que la ha apartado de la vergüenza, que la ha dado una esperan
za tan gloriosa que sobrepuja a todas las alegrías. Entra con su alabastro cerrado
, apretado contra el pecho, tímida y cautelosa como una niña que entra el primer día e
n la escuela, como una absuelta que sale de la cárcel en aquel momento. Entra con
la vasija de perfume, sin hablar, y alza los ojos tan sólo un momento, el momento
que basta para ver, entre el batir de sus párpados, dónde está Jesús echado [2]. Se acer
ca al lecho temblándole las piernas, las manos, los finos párpados, las rodillas — por
que siente que todos la miran, que están fijas en ella las pupilas de tantos hombr
es, curiosos de su cuerpo ondulante, de lo que va a hacer. Rompe el cuello del f
rasco de alabastro y vierte la mitad del óleo sobre la cabeza de Jesús. Las gruesas
y pesadas gotas brillan sobre los cabellos como gemas líquidas. Toda la estancia s
e llena de aquella fragancia; todos los ojos se quedan estupefactos. La mujer, s
iempre en silencio, vuelve a tomar el vaso abierto y se arrodilla a los pies del
portador de paz. Vierte en la palma de su mano el óleo que quedaba y va ungiendo
poco a poco el derecho y el izquierdo, con la atención delicada de una madre que l
ava por primera vez a su primera criatura. Luego ya no resiste más, no se puede so
stener, no consigue contener por más tiempo la ola de ternura que le aprieta el co
razón, le agarrota la garganta, le hincha los ojos. Quisiera hablar para decir que
su agradecimiento es un puro, simple, cordial agradecimiento por el bien que ha
recibido, por la nueva luz que la ha hecho abrir los ojos. Pero ¿cómo hallar en aqu
el momento, ante todos aquellos hombres, las palabras que
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debiera decir, las palabras expresivas de la inmensa gracia, dignas de él? Por otr
a parte, los labios le tiemblan de tal suerte que no podría pronunciar dos sílabas;
no sería su discurso sino un balbuceo roto por los sollozos, Así, pues, no pudiendo
hablar con la boca, habla con los ojos: sus lágrimas caen una a una, rápidas y calie
ntes, sobre los pies de Jesús, como otras tantas silenciosas ofrendas de su recono
cimiento. Aquel llanto libra a su corazón de la opresión; sus lágrimas refrescan su pe
na; no ve ni siente nada, como no sea un deleite inefable, que no ha conocido nu
nca, ni en las rodillas de su madre ni en los brazos de los hombres, que penetra
su sangre, que le hace temblar y desfallecer, que la tortura con punzante delic
ia, deshaciendo todo su ser en el éxtasis extremo en que el gozo hace sufrir y el
dolor llega al júbilo, en que el dolor y la alegría son una sola cosa terrible. Llor
a con aquel llanto su vida interior, su miserable vida de la víspera. Piensa de nu
evo en su pobre carne manchada por los hombres. A todos ha tenido que sonreír; ha
tenido que mostrar falso rostro de alegría a los que la despreciaban, a los que od
iaba. Pero sus lágrimas son, al propio tiempo, lágrimas de alegría y de consuelo. No l
lora únicamente su vergüenza, ya redimida, sino por la demasiada dulzura de la vida
que empieza de nuevo. Llora su castidad rescatada, su alma reconquistada contra
el mal, su pureza milagrosamente recobrada, su condena abrogada, felizmente revo
cada. Su llanto es el llanto de alegría del segundo nacimiento, del júbilo por la ve
rdad descubierta, de la alegría por la conversión repentina, por el hallazgo de su a
lma que parecía perdida, por la esperanza maravillosa que la ha sacado de la sucie
dad de la materia para elevarla a la iluminación del espíritu. Las gotas de nardo y
de llanto son otras tantas ofrendas por esas gracias inefables. Con todo, no llo
ra únicamente sobre sí misma, no llora únicamente su dolor y su alegría. Las lágrimas que
bañan los pies de Jesús son también por él. La Desconocida ha ungido a su Rey como a un
Rey antiguo. Le ha ungido la
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cabeza, como se ungía a los sumos sacerdotes y a los monarcas de Judea; le ha ungi
do los pies como se unge a los señores y a los huéspedes los días de fiesta. Pero al m
ismo tiempo le unge para la muerte y la sepultura. Jesús, que está por entrar a Jeru
salén, sabe que aquellos son los últimos días de su vida terrena. "Esta — dice a sus dis
cípulos — vertiendo tal perfume sobre mi cuerpo, ha querido prepararme para la sepul
tura”. Todavía vivo, lo ha embalsamado la piedad de una mujer. Cristo recibirá todavía,
antes de morir, un tercer bautismo, el bautismo de la infamia, el bautismo de la
ofensa suprema: los soldados del Pretorio le escupirán a la cara. Pero, entre tan
to, ha recibido al propio tiempo el bautismo de la gloria y el bautismo de la mu
erte. Es ungido como Rey que ha de triunfar en el Reino celestial, y perfumado c
omo cadáver que será depositado en la gruta. El símbolo de la unción reúne los dos misteri
os gemelos: del Mesianismo y de la Crucifixión. La pobre Pecadora, escogida mister
iosamente para ese rito profético, tiene acaso un presentimiento confuso del terri
ble sentido de aquel anticipado embalsamamiento. La segunda vista del amor, más fu
erte en la mujer que en el hombre, esa especie de poder premonitorio de la sensi
bilidad exaltada y conmovida, debe haberle hecho notar que aquel cuerpo por ella
perfumado será, de allí a pocos días, un cadáver helado y sangriento. Otras mujeres, y
acaso ella misma, irán a la tumba para cubrirle una vez más de aromas; pero ya no le
hallarán. Por tal presentimiento, la llorosa sigue llorando sus lágrimas a los pies
de Jesús entre la estupefacción de todos, que no saben ni entienden nada. Y ahora,
los pies del Libertador están húmedos de llanto, y la sal del llanto se ha mezclado
con el perfume del nardo. La pobre Pecadora no sabe cómo enjugar aquellos pies que
sus ojos han regado. No lleva consigo un paño blanco, y su túnica no le parece dign
a de tocar la carne de su señor. Entonces piensa en sus cabellos, en sus largos ca
bellos que tanto gustaron por su finura y suavidad. Se suelta las trenzas, se qu
ita horquillas y peinetas.
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La abundancia negroazul de la cabellera le cae sobre el rostro cubriendo su rubo
r y su piedad. Y con las trenzas deshechas de sus cabellos, tomadas con ambas ma
nos, enjuga lentamente los pies que han llevado a su Rey hasta aquella casa. Ya
ha cesado de llorar. Todas sus lágrimas han sido derramadas y enjugadas. Ha termin
ado su papel; pero sólo Jesús ha comprendido su silencio.
HA AMADO MUCHO
Entre los hombres que estaban presentes a la cena, ninguno, excepto Jesús, compren
dió el amoroso servicio de aquella desconocida. Y todos, como sorprendidos y marav
illados, callaban. No comprendían, pero respetaban oscuramente la gravedad de la e
nigmática ceremonia. Todos menos dos, que quisieron juzgar el acto de la mujer par
a ofender al huésped. Aquellos dos fueron el Fariseo y Judas Iscariote. El primero
no habló; pero sus miradas hablaron más claramente que sus labios. El traidor, prev
aliéndose de su familiaridad con el Maestro, se atrevió a hablar. Pensaba Simón: "Sí éste
fuese profeta, debería saber qué clase de persona es la que lo toca; debería saber que
es una pecadora." El viejo hipócrita tiene para las meretrices el desprecio de qu
ien las ha frecuentado mucho o de quien nunca las ha conocido. Pertenece, como s
us hermanos, al cementerio sin límites de los sepulcros blanqueados, que por dentr
o están llenos de suciedad. Se contentan con evitar el contacto material con lo qu
e creen impuro, aunque el alma sea una cisterna de impureza. Su moral es un sist
ema de abluciones y lavados: dejan morir a un herido abandonado en el camino par
a no mancharse de sangre; harán padecer hambre a un pobre para no tocar moneda en
día de sábado. Cometen
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latrocinios, adulterios y homicidios; pero se lavan tantas veces al día, que se im
aginan que sus manos son puras como las de los niños de pecho. Ha leído la Ley y tod
avía resuenan en sus oídos las execraciones y los anatemas del antiguo Israel contra
las meretrices: "No haya ninguna meretriz entre las hijas de Israel . . . Ningún
nacido de meretriz pública entre en la asamblea del Señor . . . No llevéis a la casa d
el Señor, por voto alguno, la ganancia de la meretriz ni el precio del perro, porq
ue una y otro son cosas abominables a ojos del Señor." Y Simón, prudente burgués, reco
rdaba con igual satisfacción las admoniciones del autor de los Proverbios: "`Por u
na meretriz se queda uno sin pan que comer . . . La meretriz es fosa profunda; e
l compañero de las meretrices disipa sus bienes." Y el viejo propietario no sabe q
ué hacer porque una de esas mujeres haya entrado en su casa y toque a su huésped. Sa
be que la meretriz Rahal dió la victoria a Josué y fue la única que escapó del estrago d
e Jericó; pero se acuerda de que el invencible Sansón, terror de los Filisteos, se p
erdió por una ramera. El Fariseo no acierta a comprender cómo un hombre a quien el p
ueblo llama profeta no se ha percatado aún de qué clase de mujer ha ido a hacerle ta
n deshonroso honor. Pero Jesús ha leído en el corazón de la Pecadora y lee en el corazón
de Simón, y responde con la parábola de los Dos Deudores. Un acreedor tenía dos deudo
res: el uno le debía quinientos dineros y el otro cincuenta. Y como no tenían con qué
pagarle, perdonó la deuda a los dos. ¿Quién de ellos le querrá más? Y Simón respondió: Supo
que aquel a quien más perdonó. Y Jesús le dijo. Has juzgado rectamente. Y volviéndose a
la mujer, dijo a Simón: ¿Ves a esta mujer? He entrado en tu casa y no me has dado a
gua para los pies; pero ella me ha regado los pies con lágrimas y me los ha enjuga
do con sus cabellos. Tú no me has dado el beso; pero ella, apenas ha entrado, no h
a dejado de besarme los pies. No me has ungido la cabeza con óleo; pero ella me ha
ungido los pies con perfume. Por eso te digo que ha amado mucho, porque muchos
pecados le han sido perdonados; mientras que poco ama aquel a quien se le ha per
donado poco. Luego dijo a
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la mujer: "Tus pecados te son perdonados . . . Tu fe te ha salvado; vete en paz"
. La parábola y la glosa de Jesús muestran cuán grande es, hoy mismo, la incomprensión d
e tal episodio. Nadie, o casi nadie, recuerda más que estas palabras: "mucho le se
rá perdonado porque ha amado mucho”. Una lectura atenta del texto persuade que la in
terpretación común y vulgar es contraria a la verdad. Algunos llegan a imaginar que
Jesús le ha perdonado sus pecados, porque ha amado mucho a los hombres. La mayoría p
iensa que fue perdonada por haber manifestado su amor por Él. El ejemplo de los Do
s Deudores nos advierte que el sentido de las palabras de Jesús — mal repetidas y pe
or estudiadas — es el contrario. La mujer había pecado mucho, y, en virtud de su con
versión, le fue perdonado mucho, y porque le fue perdonado mucho, ama mucho a quie
n la convirtió, a quien la salvó, a quien la perdonó: el nardo y las lágrimas derramadas
son expresión de su agradecido amor. Si la Pecadora, antes de entrar en la casa a
quella noche, no hubiera sido otra ya, si no estuviera ya transformada por la vi
rtud del perdón, no habrían bastado todos los perfumes de la India y del Egipto, ni
todos los besos de su boca y todas las lágrimas de sus ojos para obtener de Jesús la
remisión de su vida transcurrida en el mal. El perdón no es la compensación de estos
actos de homenaje, sino que tales actos son el agradecimiento por el perdón obteni
do, y son grandes porque grande fue el perdón, como grande había sido también el pecad
o. Jesús quizá no hubiera rechazado a la Pecadora aunque siguiera siendo Pecadora; p
ero tal vez no habría aceptado aquellas pruebas de amor de no haber tenido la cert
eza de su arrepentimiento y de su cambio: ahora podía ya, aun según los preceptos de
l rigorismo fariseo, hablar con ella. "Tu fe te ha salvado; vete en paz”. Simón no s
abe qué responder; pero de entre los Discípulos se eleva una voz ronca y colérica, que
Jesús conoce hace mucho tiempo: es la voz de Judas. "¿A qué tanto desperdicio? Ese pe
rfume hubiérase podido vender en
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trescientos dineros a beneficio de los pobres". Y los demás discípulos, cuentan los
Evangelistas, aprobaban las palabras de Judas y se indignaban contra la mujer. J
udas es el hombre que tiene la bolsa: el más infame de todos ha escogido la cosa más
infame: el dinero. Y a Judas le gusta el dinero. Le gusta en sí, le gusta cómo posi
bilidad de poderío. Judas habla de los pobres; pero no piensa en los pobres a los
cuales Jesús ha distribuido el pan en las soledades del campo, sino en sus propios
compañeros, harto pobres todavía para conquistar Jerusalén, para fundar el imperio te
mporal, donde Judas espera ser uno de los amos. Es envidioso además de avaro; envi
dioso como todos los avaros. Aquella unción silenciosa que recuerda la consagración
del Rey y del Mesías; aquellos honores que una mujer ha rendido a su jefe, le hace
n sufrir. Pero Jesús responde a las palabras de Judas como ha respondido al silenc
io de Simón. No ofende a los ofensores; pero defiende a la mujer postrada a sus pi
es: "¿Por qué dais ocasión de tristeza a esta mujer? Ha hecho una buena acción para conm
igo; porque a los pobres los tendréis siempre con nosotros y podréis hacerles todo e
l bien que queráis; pero no me tendréis siempre a mí. Ha hecho cuanto podía: ha querido
ungir por anticipado mi cuerpo para la sepultura. En verdad os digo, que por tod
o el mundo, dondequiera que sea predicado el Evangelio, lo que esta mujer ha hec
ho será contado, en memoria suya”. La tristeza inefable de esta profecía escapó, tal vez
, a los que junto a él estaban sentados. Todavía no se pueden persuadir de que Jesús,
para vencer, habrá de ser derrotado; que, para triunfar eternamente, tendrá que mori
r. Pero Jesús siente que se acerca el día. "No me tendréis a mí siempre . . . Me ha emba
lsamado para la sepultura”. La mujer escuchó con terror la confirmación de su presenti
miento, y otra oleada de lágrimas subió a sus ojos. Entonces, oculto el rostro por l
os cabellos destrenzados, salió sin decir palabra, como sin decir palabra había entr
ado.
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Los discípulos callaban: no persuadidos, pero confusos. Simón, para hacer olvidar su
mortificación, llenaba los vasos de los invitados con su mejor vino. Pero la mesa
taciturna parecía, al amarillo parpadeo de las luces, un banquete de espectros po
r donde hubiera pasado la sombra de la muerte.
¿QUIEN SOY?
Con todo, los Discípulos lo sabían. Aquellas palabras de muerte no eran las primeras
para ellos. Debían acordarse de aquel día, no muy lejano, cuando en un camino solit
ario, por la parte de Cesarea de Filipo, Jesús había preguntado qué decía de él la gente.
Debían recordar la respuesta que brotó, como una llamarada repentina, como un impetu
oso grito de fe, del fondo del alma de Pedro. Y el resplandor que había deslumbrad
o a tres de ellos en la cima de la montaña. Y las puntuales profecías de Cristo acer
ca de la infamia de su muerte. Habían oído y habían visto, y no obstante todos — menos u
no — esperaban todavía. Las verdades resplandecían en ellos, breves instantes, como re
lámpagos en la oscuridad. Luego volvía la noche, más negra que antes. El hombre nuevo
que reconocía al Cristo en Jesús, el hombre nacido por segunda vez, el Cristiano, de
saparecía para dejar el sitio al Judío, ciego y sordo que no veía más allá de la Jerusalén
e cal y canto. La pregunta que Jesús había dirigido a los Doce en el camino de Cesar
ea hubiera debido ser el principio de la total conversión a la nueva doctrina. ¿Qué ne
cesidad podía tener Jesús de saber lo que los demás pensaban de él? Semejante curiosidad
prende tan sólo en las almas inciertas, en los que no se conocen, en los débiles qu
e no saben leer en sí mismos, en los ciegos, poco seguros del terreno que pisan. E
n cualquiera de nosotros parecería más legítima que en Él una pregunta como esa. Porque
nadie sabe verdaderamente quién es; nadie conoce con certeza su condición, su misión,
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el nombre con que se le ha de llamar. El nombre eterno rigurosamente adecuado a
nuestro destino; nuestro nombre en lo absoluto. El que se nos da cuando todavía so
mos mudos, juntamente con la sal y el agua del bautismo; el nombre que la madre
pronuncia con tanta dulzura; el nombre registrado en los registros de la ciudad,
escrito en los volúmenes del nacimiento y de la muerte; el nombre inscrito, por últ
ima vez, sobre el rectángulo del sepulcro, no es nuestro verdadero nombre. Cada un
o de nosotros tiene un nombre secreto, que expresa nuestra invisible y auténtica c
ondición, y que nosotros mismos no sabremos hasta el día del nuevo nacimiento, hasta
la plena luz de la resurrección. Pocos tienen el valor de preguntarse a sí mismos: ¿Q
uién soy? Y todavía menos los que pueden responder. La pregunta: ¿Quién eres?, es la más g
rave que un hombre puede dirigir a otro. Los demás son, para cada uno de nosotros,
un misterio cerrado, incluso en los tormentos supremos de la pasión, cuando dos a
lmas intentan desesperadamente ser un alma sola. Pero todos somos un misterio pa
ra nosotros mismos. Vivimos, desconocidos, entre desconocidos. Muchas de nuestra
s miserias nacen de esa universal ignorancia. Este que hace de rey y se ve rey,
no es, en absoluto, más que un pobre servidor, predestinado desde antes del princi
pio de los tiempos a la mediocridad de las mansiones subalternas. Mirad bien a a
quel otro que viste y hace de juez: ha nacido mercader; su puesto está en la feria
. Aquel que escribe poesías, no ha entendido la voz que le habló interiormente: tenía
que ser orfebre, porque el oro que puede convertirse en moneda, le gusta, y las
filigranas, el mosaico, las piedras falsas, le atraen. Ése otro a quien han hecho
jefe de ejército, estaba preparado para la cátedra: ¡qué profesor tan experto y elocuent
e hubiera sido! Y aquél que vocea en la plaza, alborotados los cabellos, llamando
al pueblo a la revolución, es un hortelano malogrado: el rojo de los tomates, las
hileras de cebollas, las cabezas de ajo y las coles serían el premio debido a sus
verdaderas aptitudes. Por el contrario, éste, que renegando poda la viña y extiende
el abono sobre la tierra cavada, hubiera podido estudiar en los códigos el arte de
eludirlos; nadie sabe inventar lazos y trampas como él; ¡y
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cuánta elocuencia gasta, aun ahora, en los pequeños duelos de intereses, pobre aboga
do, príncipe desterrado en cuadras y terruños! Solemos caer en tales errores porque
no sabemos. Porque no tenemos ojos espirituales lo bastante fuertes para leer en
el corazón que late dentro de nosotros y en los corazones que laten bajo la carne
de los prójimos, tan hondamente separados. Nos engañamos tantas veces por culpa de
esos nombres que no sabemos, ilegibles para nosotros, que sólo el genio suele visl
umbrar. ¿Pero qué podía importarle a Jesús lo que decían de Él los hombres del lago y de lo
pueblos? A Jesús, que podía leer en las almas los pensamientos ocultos a ellos mism
os. A Jesús, que era el único que sabía, con indecible certeza, sin necesidad de compr
obación, y mucho antes de aquel día, cuál era su verdadero nombre y su verdadero ser.
En efecto, no interroga para saber, sino para que sus fieles, al cabo, supiesen
también. Sabemos, ahora que tocamos al fin, su verdadero nombre. Y a las primeras
respuestas ni siquiera contesta. "Algunos dicen que eres Juan Bautista resucitad
o; otros, que Elías o Jeremías, o uno de los antiguos profetas resucitados" . ¿Qué le im
portan tales groseras suposiciones de los simples y los extraños? Quiere que de el
los, precisamente de los apóstoles, destinados por Dios a dar testimonio de Él entre
los pueblos, venga la respuesta definitiva, Quiere oír la confesión espontánea de aqu
ellos que más de cerca le ven vivir y le oyen hablar. El nombre que ninguno de ell
os ha pronunciado hasta entonces; como si a todos les diese miedo, debe interrum
pir como una confesión de amor de una de aquellas almas; debe ser deletreado por u
na de aquellas bocas. — "Pero vosotros, ¿quién decís que soy yo?". Y entonces en Simón Ped
ro sucede la iluminación que le supera a sí mismo, y le hace en verdad Primero defin
itivamente. Ya no contiene sus palabras: acuden a sus labios casi sin quererlo él,
en un grito del que él mismo, un
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minuto antes, no se creía capaz: "Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios Vivo. Tus palab
ras lo son de vida eterna y nosotros hemos creído y conocido que eres el Santo de
Dios”. Al cabo, de la dura Piedad ha fluido el manantial que ha calmado la sed, ha
sta hoy, de sesenta generaciones. Era su derecho y su premio. Pedro había sido el
primero en seguirle en su divina peregrinación: le corresponde a él ser el primero e
n reconocer, en el peregrino anunciador del Reino, al Mesías que todos esperan en
el desierto de los siglos y que al cabo ha llegado, y es el que está ante sus ojos
, pisando el polvo del camino. El Rey Puro, el Sol de Justicia, el Príncipe de la
Paz, aquél que el Padre debía enviar en su día, que los Profetas habían anunciado en los
crepúsculos de la tristeza y del castigo y habían visto descender sobre la tierra c
omo un rayo, en la plenitud de la victoria y de la gloria; el que los pobres, lo
s heridos, los hambrientos, los ofendidos esperaban siglo tras siglo como la hie
rba seca espera el agua, como la flor espera el sol, como la boca espera el beso
y el corazón el consuelo; el Hijo de Dios y el Hijo del Hombre, el Hombre que esc
onde a Dios en su masa de carne, el Dios que ha envuelto su divinidad en el barr
o de Adán, es Él, el dulce hermano cotidiano, que se mira tranquilo en los ojos estu
pefactos de los elegidos. Ha terminado la espera; se cerró la vigilia. ¿Y por qué no l
e habían sabido reconocer hasta aquel día? ¿Por qué no se lo habían dicho a nadie? ¿Cuándo
nacido, en aquellas almas, harto sencillas, la primera idea del verdadero nombre
de aquel que tantas veces los ha tomado de la mano y les ha hablado al oído? ¿Podían
pensar nunca que uno de ellos — humilde como ellos, obrero y pobre como ellos — pudi
era ser el Mesías salvador, anunciado y esperado por los santos y los pueblos? No
lo descubrieron con las solas fuerzas ni con el sentido de todos, ni por las señal
es de las escrituras. Únicamente con una inspiración de lo alto que se manifestó por l
a iluminación repentina del entendimiento. Como sucedió aquel día en el alma de Pedro.
"Bienaventurado tú, Simón, hijo de Jonás, porque esto no te
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ha sido revelado por la carne y la sangre, sino por mi Padre que está en los cielo
s". Los ojos carnales no hubieran sabido ver lo que han visto sin una revelación d
e lo alto. Pero no dejará de tener consecuencias el que Pedro haya sido elegido pa
ra semejante proclamación. Es un premio que atrae otras recompensas. "Tú eres Piedra
y sobre esta Piedra edificaré mi Iglesia, y las puertas del Infierno no prevalece
rán contra ella. Yo te daré las llaves del Reino de los cielos, y todo lo que atares
en la tierra será atado en los cielos, y todo lo que desatares en la tierra será de
satado en los cielos". Graves palabras de las cuales ha surgido el mayor reino q
ue los hombres han conocido sobre la tierra: el único de los antiguos reinos que t
odavía vive en la misma ciudad que vio nacer y deshacerse el más soberbio de los imp
erios temporales. Por esas palabras padecieron muchos, muchos fueron martirizado
s, muchos fueron muertos. Por negar o mantener, por interpretar o cancelar esas
palabras, millones de hombres se dejaron matar en las plazas y en las batallas,
se dividieron los reinos, las sociedades fueron sacudidas, escindidas, guerrearo
n las naciones, se conmovieron los emperadores y los mendigos. Pero su sentido,
en boca de Cristo, es sencillo y llano. Tú, Pedro, debes ser duro y fuerte como la
roca, y sobre la roca de tu fe en mí, que has sido el primero en confesar, se fun
da ahora la sociedad cristiana, humilde núcleo del Reino. Contra esta Iglesia, que
ahora tiene doce ciudades tan sólo, pero que se extenderá hasta los confines de la
tierra, no podrán prevalecer las fuerzas del mal, porque vosotros sois el espíritu,
y ese espíritu no puede ser domeñado y apagado por la materia. Vencerás para siempre — y
cuando te hablo a ti entiendo hablar a todos aquellos que te sucederán, unidos en
la misma certidumbre — a las puertas del infierno y abrirás a todos los elegidos la
s puertas del Cielo. Atarás y desatarás en mi nombre; lo que por ti sea prohibido de
spués de mí muerte, será prohibido mañana también, en la nueva humanidad que encontraré a m
vuelta; lo que tú mandes será justo, porque no harás sino repetir, aunque sea con otr
as palabras, lo que te he dicho y enseñado. Serás, en tu persona y en la de tus here
deros legítimos, el pastor del interregno, el guía temporal y provisional que prepar
a, juntamente con los compañeros obedientes a ti, el Reino
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glorioso de Dios y del Amor. A cambio de esta revelación y esta promesa, te pido u
na prueba difícil: la del silencio. A nadie, por ahora, debes decir quién soy. Mí día es
tá próximo, pero no ha llegado aún; y asistiréis a lo que no esperáis, antes bien, a lo co
ntrario de lo que esperáis. Yo sé la hora en que debo hablar y en que debéis hablar. P
ero cuando rompamos el silencio, mi grito y el vuestro serán oídos en los espacios más
distantes de la tierra y del cielo.
SOL Y NIEVE
Altísimo es el monte Hermón y tiene tres cimas, cubiertas de nieve incluso en la est
ación del fuego. Es el monte más alto de la Palestina, más alto que el Tabor. Del mont
e Hermón, dice el Salmista, viene el rocío de las colinas de Sión. En ese monte, el mo
nte más alto en la vida de Cristo, que tiene por etapas las alturas — Montaña de la Te
ntación, Montaña de las Bienaventuranzas, Montaña de la Transfiguración, Montaña de la Cru
cifixión —, Jesús se transfiguró, tornándose resplandeciente de luz. Sólo tres discípulos e
ban con él: Pedro y los Hijos del Trueno. El alpestre y los tempestuosos; compañía apr
opiada al lugar y al momento. Oraba solo, aparte, en lo alto, más en lo alto que e
llos y que todos, tal vez con las rodillas en la nieve. ¿Quién no ha visto, por el i
nvierno, en el monte, parecer oscura y gris, en comparación, toda otra blancura? U
n rostro pálido parece extrañamente ennegrecido, la ropa blanqueada con lejía parece s
ucia, el papel tiene el color del barro seco. Aquel día se vio lo contrario, sobre
aquella altura cándida y desierta, sola en el cielo. Jesús, solo, oraba aparte. De
pronto, su rostro resplandeció como el sol, y sus vestiduras se hicieron cándidas co
mo la nieve que brilla al sol, cándidas como no podría teñirlas o imaginarlas pintor a
lguno. Sobre la candidez de la
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nieve un candor más fuerte, un esplendor más poderoso que todos los esplendores cono
cidos, vencía a toda luz terrenal. La Transfiguración es la fiesta y la victoria de
la luz. La carne de Jesucristo toma el aspecto más sutil, más leve, más espiritual, po
r decirlo así, de la materia. Su cuerpo, que esperaba la muerte, como que se convi
erte en luz de sol, luz de cielo, luz intelectual y sobrenatural; su alma, extas
iada en la oración, se hace ostensible a través de la carne, traspasa con fulgor can
dente la consistencia del cuerpo y de la tela, como llama que, penetrando las pa
redes donde estaba encerrada, las hace transparentes. Pero la luz no es igual en
el rostro y en las vestiduras. La luz del rostro es la del sol; la de las vesti
duras se asemeja al brillo de la nieve. El rostro, espejo del alma, tiene el col
or del fuego; la túnica, materia adjunta y servil, el del hielo. Porque el alma es
sol, fuego, amor; pero las vestiduras, todas las vestiduras, incluso esa pesada
vestidura que se llama cuerpo, es opaca, gélida, muerta y no puede brillar sino p
or luz refleja. Pero Jesús, todo luz, fulgurante el rostro de tranquilos relámpagos,
relucientes sus vestiduras de radiante blancura — oro que brilla en medio de la p
lata —, no está solo. Dos grandes muertos, cándidos como él, se le acercan y hablan. Moi
sés y Elías. El primero de los Libertadores, el primero de los Profetas. Hombres de
luz y de fuego vienen a atestiguar la nueva Luz que brilla sobre el Hermón. Todos
los que han hablado con Dios quedan envueltos, caldeados en luz. La piel del ros
tro de Moisés, cuando descendió del Sinaí, resplandecía de tal forma que tuvo que cubrir
se con el velo para no deslumbrar a los presentes. Y Elías fue arrebatado al cielo
en un carro de fuego, tirado por caballos de fuego. Juan, el nuevo Elías, anunció e
l bautismo de Fuego, pero su faz, aunque ennegrecida por el sol, no brilló como el
sol. El único esplendor que le tocó fue el de la bandeja de oro donde colocaron su
cabeza sangrienta, donativo regio a la tétrica concubina de Herodes. Pero en lo al
to del Hermón está Aquél cuyo rostro resplandece más que el
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de Moisés y que ha de ascender al cielo de modo mucho más perfecto que Elías —aquél que Mo
isés había profetizado, y que había de venir después de Elías. Han venido a su lado, pero
para eclipsarse después. Ya no son necesarios luego de este último testimonio. El mu
ndo podrá prescindir, de ahora en adelante, de sus leyes. Una nube luminosa oculta
a los tres resplandecientes a los ojos de los tres oscuros que esperan, y de la
cumbre desciende una Voz que grita: "Este es el Hijo que amo. ¡Oídle!”. La nube no ve
la la luz, sino que la aumenta. Como de la nube en la tempestad procede el relámpa
go que ilumina de pronto el campo, de esta nube, luminosa de por sí, desciende la
llama que aniquila el antiguo pacto y confirma para siempre la nueva promesa. La
nube de humo que guiaba a los Hebreos fugitivos en el desierto hacia el Jordán, l
a nube negra que envolvía al Arca y la ocultaba en los días del miedo y la abominación
, se ha convertido finalmente en una nube de tan fuerte luz que oculta incluso e
l candor solar del rostro que será abofeteado en las tinieblas inminentes. Pero, d
esaparecida la nube, Jesús está otra vez solo. Los dos precursores y testigos han de
saparecido. Su rostro ha recobrado el color natural; su túnica es la de todos los
días. El Cristo vuelto a ser el hermano amoroso de antes, se dirige a los compañeros
amortecidos: "Levantaos y no temáis, pero no contéis a nadie lo que habéis visto hast
a que el Hijo del Hombre haya resucitado de entre los muertos" . La Transfigurac
ión es una prefiguración y sombra de la Ascensión; pero, para que Jesús resucite con glo
ria, ha de morir antes en ignominia.
SUFRIRE MUCHAS COSAS
Que había de morir, dentro de poco y de muerte infamante, Jesús lo había sabido siempr
e. Era el premio que aquí le aguardaba y que nadie le podía
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defraudar. Quien salva está dispuesto a perderse; quien rescata a los demás, forzoso
es que pague con su vida, es decir, con el valor que sobrepasa y contiene en sí t
odos los demás valores; quien ama a los enemigos, será odiado incluso por los amigos
mismos, muerto por su pueblo; quien ofrece la vida, será juzgado digno de recibir
la muerte. Todo beneficio es una ofensa tal para la ingratitud de los hombres q
ue sólo puede ser vengado con la máxima pena. Prestamos oído únicamente a las voces que
se levantan de los sepulcros, y nuestra escasa capacidad de veneración está reservad
a a aquellos a quienes hemos asesinado. No suelen quedar, en la memoria indelebl
e del género humano, más que las verdades escritas con sangre, Jesús sabía lo que le esp
eraba en Jerusalén, y en todos sus pensamientos, como dirá más tarde uno que fue digno
de representarle, llevaba esculpida la muerte. Por tres veces habían intentado ma
tarlo antes de entonces. La primera vez en Nazareth, cuando lo condujeron al bor
de del monte sobre el cual estaba construida la ciudad y querían despeñarlo. Una seg
unda vez, en el Templo, los Judíos, ofendidos de sus palabras, echaron mano a las
piedras para lapidarlo. Y una tercera vez, por la fiesta de la Dedicación, en invi
erno, cogían ya las piedras del camino para hacerle callar. Pero las tres veces se
libró, porque su día aún no había llegado. Conservó en el alma estas promesas de muerte,
para sí solo, hasta sus últimos tiempos. No quería entristecer a sus discípulos, que tal
vez se hubieran escandalizado de seguir a un condenado a muerte, moribundo ya e
n su ánimo. Pero después de la triple consagración de su Mesianidad — el grito de Pedro,
la luz del Hermón, el ungüento de Betania — ya no podía callar. Conocía muy bien los inge
nuos deseos de los Doce. Sabía que, pasados los raros momentos de entusiasmo y de
iluminación, no siempre eran capaces de pensamientos que no fuesen los acostumbrad
os del pueblo, humanos hasta en los más altos sueños. Sabía que esperaban al Mesías como
victorioso restaurador de la edad de oro y no como al Hombre de los Dolores. Le
esperaban Rey en el trono y no ajusticiado en el patíbulo; triunfante entre homen
ajes y no despreciado con salivazos y golpes; viniendo a resucitar a
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los muertos y no para ser crucificado como un malhechor. Era necesario — para que
la nueva certidumbre no se hundiese en ellos el día de la ignominia — que fuesen ant
es advertidos. Que aprendiesen de la misma boca del Mesías que el Mesías había de ser
condenado, que el victorioso había de morir en una aparente pero atroz derrota, qu
e el Rey de todos los Reyes había de ser insultado por los servidores del César, que
el Hijo de Dios había de ser crucificado por los ciegos servidores de Satanás. Tres
veces habían intentado darle muerte; por tres veces anuncia a los Doce, después de
la confesión de Pedro, su próxima muerte. Y de tres clases serán los hombres que den l
a orden de su muerte: los Ancianos, los Sumos Sacerdotes, los Escribas. Tres serán
los coautores de su muerte: Judas, que lo traiciona; Caifás, que lo condena; Pila
tos que concede la ejecución de la condena. Y serán de tres clases los ejecutores ma
teriales de la pena: los esbirros, que lo arrastrarán; los judíos que gritarán bajo el
pretorio: "¡Crucifícale!"; y los soldados romanos, que lo clavarán en el madero. Tres
grados, como él mismo dice a los discípulos, tendrá el castigo. Primero será escarnecid
o y ultrajado; luego, escupido y flagelado, y, finalmente, muerto. Pero no deben
asustarse ni llorar. Su muerte es promesa de una segunda vida. Al cabo de tres
días resucitará del sepulcro para no morir ya nunca. El Cristo no trae abundancia de
oro ni de trigo, sino la inmortalidad para cuantos le obedezcan y la cancelación
de todo pecado. Pero la inmortalidad y la liberación han de ser pagadas con sus co
ntrarios: con la prisión y la agonía, El precio es duro y caro, pero los pocos días de
la pasión y del sepulcro son necesarios para comprar milenios de vida y de libert
ad. Los discípulos, ante estas revelaciones, se turban y no quieren creer. Pero Je
sús ha empezado ya a sufrir, representándoselos en su pensamiento y diciéndoles con pa
labras, los días terribles del fin. Ahora ya los herederos de
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su palabra lo saben todo, y Cristo puede encaminarse hacia Jerusalén, porque cuant
o estaba anunciado se ha cumplido hasta el final.
MARAN ATHA
Pero, por un día al menos, será semejante al Rey que los pobres esperan todas las maña
nas del año a las puertas de la santa ciudad. Esta vez Jesús no entra, como otras ve
ces, oscuro caminante mezclado con el río de la peregrinación, en la metrópoli malolie
nte, tendida, con sus casas blancas como sepulcros, bajo las soberbias torres de
l Templo destinado al incendio. Esta vez, que es la última, Jesús está acompañado de sus
fieles, de sus próximos, de sus paisanos, de las mujeres que llorarán, de los Doce
que se esconderán, de los Galileos que van para conmemorar un milagro antiguo pero
con la esperanza de asistir a un milagro nuevo. Esta vez no está solo: la vanguar
dia del Reino está con él. Y no llega ignorado: el grito de las resurrecciones le ha
precedido. También en la capital donde reinan el hierro de los Romanos, el oro de
los Mercaderes, la casta de los Fariseos, hay ojos que espían hacia el Monte de l
os Olivos, y corazones que laten de un modo desusado. Esta vez no quiere entrar
a pie en la ciudad que, debiendo ser trono de su reino, le ofrecerá un sepulcro. L
legado a Betfagé, envía dos discípulos en busca de un asno. Lo hallarán atado en una cer
ca: que lo suelten y se lo lleven, sin pedir permiso a nadie. Si el amo os dice
algo, responded que el Señor lo necesita. Se ha dicho con harta frecuencia que Jesús
quiso por cabalgadura un asno en señal de humildad y mansedumbre, como si quisier
a significar simbólicamente que iba hacia su pueblo como Príncipe de la Paz. Pero se
ha olvidado que los asnos, en la juventud de los tiempos y de la fuerza, no era
n
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los pacientes burros de carga de hoy día, huesos cansados en desgarrada piel, veni
dos a menos en tantos siglos de esclavitud, dedicados únicamente a llevar cestas y
sacos por los pedruscos de las cuestas empinadas. El asno antiguo era un animal
bravo y guerrero; hermoso y gallardo como el caballo. Homero entendía de parangon
es y no quiso ciertamente menospreciar a Ayax el forzudo, el magnífico Ayax, cuand
o se le ocurrió compararlo con el asno. Pero los Hebreos veían en los asnos sin doma
r ocasión para otros parangones. "El hombre es mentecato y temerario de corazón — dice
Sofar Naomatita a Joby — nace semejante a un potro de asno salvaje”. Y Daniel cuent
a que cuando Nabucodonosor, en expiación de sus tiranías, "fué arrojado de entre los h
ombres, su corazón descendió hasta semejar el de los animales y su morada fue con lo
s asnos salvajes". Jesús ha pedido expresamente un asno sin domar, en el cual no h
aya montado nunca nadie, semejante, en suma, al asno salvaje. Porque en aquel día
la bestia por Él escogida no representa simbólicamente la humildad del caballero, si
no más bien al pueblo Judío, que será domado por Cristo; al animal indócil y terco, duro
de cuello, que ningún monarca ni profeta pudo domar y que hoy está atado al palo, c
omo Israel está atado con la cuerda romana bajo la torre Antonia. Mentecato y teme
rario de corazón, como en el libro de Job; compañía adecuada al rey de la pésima vida; e
sclavo de los extranjeros, pero al mismo tiempo recalcitrante y rebelde hasta el
término de todo tiempo, el pueblo hebreo ha hallado al fin su jinete. Sólo por un día
: también se rebelará contra él, contra el legítimo, aquella misma semana, pero por poco
tiempo. La capital nefanda será destruida, el templo derrocado y la estirpe deici
da será dispersada, como la paja del eterno acribador, sobre la faz de la tierra.
Tan dura es la grupa del asno, que los amigos le echan sus capas encima. Pedrego
sa es la cuesta que baja del Monte de los Olivos, y los compañeros, jubilosos, arr
ojan sobre el pedregal sus mantos de fiesta. Acto, también, de consagración. Quitars
e el manto es principio de desnudez, principio de esa desnudez que es deseo de c
onfesión y muerte de la falsa vergüenza.
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Desnudez del cuerpo, promesa de la verdadera desnudez del espíritu. Voluntad de am
or en la suprema limosna: dar cuanto tenemos. "Sí alguien te pide la túnica, tú dale t
ambién el manto". Y empieza el descenso al calor del sol y de la gloria, entre ram
os recién cortados e himnos del saludo de esperanza. Era el comienzo del bello abr
il y de la primavera. La hora dorada del mediodía se extendía en torno a la ciudad,
por los campos despiertos, por las viñas verdes y los huertos, con su rusticidad f
ortificante. El cielo, abierto al infinito, era de una serenidad maravillosa. El
inmenso cielo flor de lis, lindo y gozoso como una dulce promesa. No se veían las
estrellas, pero, sin embargo, parecía relucir, junto con nuestro sol, el quieto b
rillo de los demás soles distantes. Un viento tibio, todavía con sabor a paraíso, incl
inaba con suavidad las ingenuas cimas de los árboles y cambiaba el color de las ti
ernas hojas vírgenes. Era uno de esos días en que el azul parece más azul, el verde más
verde, la luz más brillante, el amor más amoroso. Los que acompañaban a Cristo en su d
escenso se sentían arrobados en aquel feliz arrebato del mundo y del momento. Nunc
a, como en aquel día, se habían sentido tan llenos de esperanza y de adoración. El gri
to de Pedro se convertía en el grito del ejército pequeño y fervoroso que bajaba hacia
la ciudad reina. "¡Hossanna al hijo de David!", decían las voces de los jóvenes y de
las mujeres. También los discípulos, aun advertidos de que aquél sería el último sol, aunq
ue saben que aquél es el acompañamiento de un moribundo, también los Discípulos, tras aq
uel júbilo impetuoso, vuelven a esperar. El cortejo se aproximaba a la ciudad, mis
teriosa, sorda y enemiga, con la furia sonora de un torrente desbordado. Estos c
ampesinos, estos aldeanos, van delante, rodeados de un móvil simulacro de bosque,
como queriendo llevar dentro de las murallas hediondas, a las estrechas callejas
, un poco de campo y de libertad. Los más atrevidos han cortado a lo largo del cam
ino ramas de palmera, ramas de olivo, ramas de mirto, ramas de sauce, como
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para la fiesta de los Tabernáculos. Y las agitan en alto mientras claman las apasi
onadas palabras de los salmos mirando al ardiente rostro del que viene en nombre
de Dios. Ahora ya la primera legión cristiana está a las puertas de Jerusalén y las v
oces de homenaje no se acallan: "¡Bendito el Rey que viene en nombre del Señor! ¡Paz e
n el cielo y gloria en las alturas!". Estos gritos llegan a oídos de los Fariseos
que han acudido, altivos y severos, a ver qué sediciosa gritería era aquélla. Y los gr
itos han escandalizado a aquellos prudentes oídos, han conturbado a aquellos coraz
ones recelosos. Algunos de ellos, bien envueltos en sus capas doctorales, gritan
a Jesús de entre la muchedumbre: "¡Maestro, reprende a tus discípulos! ¿No sabes que ta
les palabras sólo al Señor pueden dirigirse y al que venga en su nombre?". Y él, sin d
etenerse: — ¡Yo os digo que si éstos callan, gritarán las piedras! Las piedras tácitas e i
nmóviles que Dios, según Juan, hubiera podido transformar en hijos de Abraham; las a
rdientes piedras del Desierto, que Jesús no quiso cambiar en panes, aunque invitad
o a ello por el Adversario; las enemigas piedras de los caminos que por dos vece
s fueron ya recogidas para lapidarlo; las piedras sordas de Jerusalén eran menos s
ordas, menos insensibles que el alma de los Fariseos. Pero con aquella respuesta
Jesús ha confirmado ser el Cristo. Es, además, una declaración de guerra. En efecto,
el nuevo Rey, apenas entrado en su ciudad, da la señal del asalto.
LA CUEVA DE LOS LADRONES
Subió al Templo. Todos sus enemigos se habían reunido allí. El castillo sagrado, en lo
alto de la colina, ostentaba su blancura nueva en la
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magnificencia del sol. El Arca antigua de los nómadas, tirada por bueyes en el her
vor de los desiertos y de las batallas, se había detenido, petrificada, allá arriba,
guardando la ciudad real. El carro móvil de los fugitivos se había convertido en pe
sada ciudadela de piedra y mármol, fastuoso burgo de palacios y escalinatas, umbro
so de columnatas, luminoso de patios, cerrados por murallas a plomo sobre el val
le, protegido por torres y baluartes como una fortaleza. No era únicamente el reci
nto para el santo de los santos y el altar de los sacrificios; no era ya tan sólo
el Templo, el lugar sagrado, el santuario místico de un pueblo. Con sus torreones,
sus casas para los centinelas, los almacenes para las ofrendas, las cajas de de
pósito, las plazas para el comercio, las estancias de reunión y esparcimiento, era t
odo menos un asilo de recogimiento y oración. Todo: fortaleza en caso de asedio, b
anco de depósito, feria en tiempo de peregrinaciones y de fiestas, bazar en toda o
casión, bolsa de contratación, foro para las disputas de los politiquillos, las peda
nterías de los doctores, los chismes de los desocupados: lugar de paseo, de cita,
de tráfico. Construido por un rey infiel para ganar la fidelidad de un pueblo sofi
stico y sedicioso, y para satisfacer la soberbia y la avaricia de la casta sacer
dotal, arnés de guerra y plaza de mercado, había de aparecer a los ojos de Cristo co
mo natural punto de reunión de todos los enemigos de su doctrina. Jesús sube al Temp
lo para destruir el Templo. Dejará a los Romanos de Tito el trabajo de desmantelar
las murallas, de resquebrajar los muros, de quemar los edificios, de reducir a
escombros humeantes y malditos el gran castillo de Herodes. Pero destruye, ha de
struido ya no pocos de los valores que aquel Templo orgulloso manifiesta en sus
bloques sobrepuestos y alineados, con sus terrazas enlosadas y sus puertas de or
o. Jesús, al subir hacía el templo, es el Transfigurado de la montaña contra los escri
bas disecados entre los pergaminos, el Mesías del nuevo Reino contra el usurpador
del reino envilecido en las componendas y putrefacto en las infamias; es el Evan
gelio frente a la Torah [3], el Futuro frente al Pasado, el Fuego del Amor frent
e a la Ceniza de la Letra. Ha llegado el día del choque y del golpe. Jesús, entre lo
s cánticos de la banda fervorosa, sube hacia el
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suntuoso cubil de sus enemigos. Conoce el camino, lo reconoce. ¡Cuántas veces lo ha
recorrido de niño, yendo de la mano, confundido entre los peregrinos, en medio del
clamor y el polvo de los grupos galileos! Más tarde, mozo ignorado confundido en
la muchedumbre, bajo el ardor del sol, fatigado y rendido, ha mirado a lo alto d
e los muros, con el ansia vehemente de llegar a la cima, de encontrar allá arriba,
en el recinto solemne, un poco de sombra para sus ojos, un poco de agua para su
boca, una palabra de consuelo para su corazón. Pero hoy todo ha cambiado. No es c
onducido sino que conduce. No va precisamente para adorar, sino para castigar Sa
be que allí dentro, tras las bellas fachadas del sepulcro excelso, no hay más que ce
nizas y podredumbre: sus enemigos, que venden cenizas y se nutren de podredumbre
El primer adversario que le sale al paso es el Demonio del Lucro. Entra en el P
atio de los Gentiles, el más espacioso y poblado de todos. La gran terraza enlosad
a y llena de sol no es el atrio de un santuario, sino una sucia plaza de feria.
Un estrépito inmenso, un gran vocerío se levanta de la apretada gusanera de banquero
s, de revendedores, de corredores y compradores que dan y toman dinero. Allí están l
os ganaderos con sus bueyes y pequeños rebaños de ovejas; los vendedores de palomas
y de tórtolas junto a los jaulones alineados en el suelo; los pajareros con las ja
ulas rumorosas de pajarillos; los bancos de los cambiadores con sus bolsas llena
s de cobre y de plata. Los mercaderes palpan los flancos de los animales destina
dos a los sacrificios, con los pies hundidos en el estiércol reciente, o llaman co
n monótonos gritos a las esposas recién paridas, a los peregrinos que han ido a ofre
cer un pingüe sacrificio, a los leprosos que han de ofrecer pájaros vivos por la cur
ación obtenida y deseada. Los plateros, con la moneda pendiente de la oreja para s
er reconocidos, manejan con sus uñas afiladas y casi libidinosas los montones relu
cientes y sonoros; los corredores se deslizan por entre el barullo de los tender
etes; los provincianos, avaros y recelosos, se desahogan en confabulaciones
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misteriosas antes de desatar las bolsas para cambiar la calderilla de las ofrend
as votivas, y de cuando en cuando un carnero hastiado ahoga con su mugido profun
do el grácil balido de los corderillos, las estridencias de las mujeres, el tintin
eo de dracmas y siclos. No es nuevo para Jesús el espectáculo. Sabía que la casa de Di
os se había convertido en la Casa de Mammón, y que en vez de orar el espíritu en silen
cio, los hombres materializados, en complicidad con los sacerdotes, traficaban a
llí con el estiércol del demonio. Pero esta vez no se guardó para sí el desdén y el asco.
Para deshacer el Templo empieza por deshacer el mercado. El divino pobre, acompaña
do de sus pobres, se precipita contra los servidores del dinero. Cogiendo unos p
edazos de cuerda y trenzándolos a manera de látigo, se abre camino entre la gente es
tupefacta. Los bancos de los cambiadores caen al primer empuje, las monedas se d
esparraman por el suelo entre gritos de sorpresa y de rabia; se vuelcan los asie
ntos de los vendedores de pájaros sobre los pichones picoteadores. Los pastores, v
iéndolas mal dadas, empujan hacia las puertas a bueyes y ovejas; los pajareros cog
en las jaulas bajo el brazo y se las ingenian para desaparecer. Los gritos llega
n al cielo, gritos de escándalo o de aprobación; de los demás patios acude más gente al
estrépito. Jesús, rodeado por los más decididos de los suyos, blande el látigo en alto y
persigue a los monederos hasta las puertas, repitiendo a grandes voces: "¡Llevaos
de aquí todo esto! ¡La casa de Dios es casa de Oración, y vosotros habéis hecho de ella
una cueva de ladrones!". Los últimos manipuladores de dinero desalojan el patio c
omo harapos desperdigados por el viento. El acto de Jesús no era tan sólo la justa p
urificación del santuario, sino también la manifestación pública de su repugnancia hacia
Mammón y los siervos de Mammón. El Negocio — ese ídolo moderno — es para él una forma de l
trocinio. Un mercado, pues, es una cueva de bandidos corteses, de salteadores to
lerados. Pero quien no desciende a las transacciones del
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mundo ni busca ganancia que no sea espiritual, no puede soportar eso que la cost
umbre alaba y las leyes permiten. De todos los modos del latrocinio legal que se
llama comercio, ninguno es tan detestable y merecedor de vituperio como el de l
a moneda. Sí uno da una oveja a cambio de dinero, podemos estar seguros de que se
hace dar asaz más dinero de lo que la oveja vale efectivamente. Pero, al menos, te
da algo que no es el odioso símbolo mineral de la riqueza, te da un ser vivo que
te proporciona lana en primavera, que te parirá el corderos y que podrás, si gustas,
comértelo. Pero el cambio de dinero por dinero, de metal acuñado por metal acuñado, e
s algo antinatural, absurdo y demoníaco. Todo lo que huele a banco, a cambio, a de
scuento, a usura, es una vergüenza misteriosa y repelente que ha aterrado siempre
a las almas sencillas, es decir, limpias y profundas. El campesino que siembra e
l trigo, el sastre que cose el traje, el tejedor que teje la lana y el lino, tie
nen, hasta cierto límite, pleno derecho a que su ganancia aumente, porque añaden alg
o que no había en la tierra, en la tela, en el vellón. Pero que un monte de monedas
dé en parir otras monedas, sin fatiga ni esfuerzo, sin que el hombre produzca nada
visible, consumible ni fructuoso, es un escándalo que excede y confunde a todas l
as fantasías. En el mercader de moneda, en el amontonador de plata y oro, se ve más
directamente al esclavo de los sortilegios del Demonio. Y el Demonio, reconocido
, les da precisamente a ellos, a los hombres de la banca y de la finanza, el dom
inio de la tierra: ellos son, aun hoy, los que mandan en los pueblos, los que su
scitan las guerras, los que matan de hambre a las naciones, los que atraen hacia
sí, con un sistema infernal de succión, la vida de los pobres transmutada en oro re
luciente de sudor y de sangre. Cristo, que tiene compasión de los ricos, pero que
menosprecia la riqueza, primera muralla que dificulta la vista del Reino de los
Cielos, ha limpiado la cueva de los ladrones y ha purificado el Templo donde ens
eñará todavía grandes verdades que le quedan por decir. Pero con aquel acto justiciero
ha puesto en contra suya a toda la burguesía mercantil de Jerusalén. Los desahuciad
os pedirán a sus amos el castigo de aquel que arruina el comercio de la colina san
ta. Los hombres de Dinero hallarán fácil atención en los
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hombres de la Ley, ya envenenados por otros motivos. Cuanto más que Jesús, al desbar
atar el mercado del Templo, ha condenado la conducta de muchos sacerdotes y aun
los ha herido en sus mismos intereses. Precisamente los bazares más acreditados er
an propiedad de los hijos de Anás, es decir, de próximos parientes del sumo sacerdot
e Caifás. Todas las palomas que se vendían a las recién paridas en el Patio de los Gen
tiles eran de los nidos de los cedros de Anás, y el sacerdote abastecedor obtenía cu
arenta saas al mes sólo de las tórtolas. Los cambiadores, que no hubieran debido est
ar en el Templo, pagaban a las grandes familias saduceas de la aristocracia sace
rdotal un buen diezmo sobre los muchos millares de ciclos que producía al año el cam
bio de monedas extranjeras en moneda hebraica. Y el Templo mismo, ¿no era, acaso,
un gran banco nacional, con cajas de caudales y de seguridad en las cámaras del te
soro? Jesús ha herido a los veinte mil sacerdotes judíos en el prestigio y en la bol
sa. Destruye el valor de la letra falseada, en nombre de la cual ordenan y prosp
eran. Arroja de allí, además, a sus asociados, traficantes y banqueros. Si vence, es
la ruina común. Pero las dos castas amenazadas se hermanan más estrechamente para q
uitar de en medio al peligroso rival. Mercaderes y sacerdotes del Templo se pone
n de acuerdo, tal vez aquella misma noche, para la compra de un traidor y de una
cruz. La burguesía proporcionará el poco dinero que es menester; aquellos sacerdote
s hallarán el pretexto; el gobierno extranjero, a quien interesa el congraciarse c
on la burguesía y la casta sacerdotal, prestará sus soldados. Pero Jesús, al salir del
Templo, se ha encaminado, por entre los olivos, hacia Betania.
Continuar -->
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Notas
1 )-
Los hebreos llamaban frecuentemente con el nombre de “hermanos” a todos los pariente
s inmediatos y no exclusivamente a los hermanos o hermanas propiamente dichos. (
N. del T.)
En los banquetes, los hebreos (al igual que los griegos), comían recostados sobre
lechos o divanes colocados en torno de la mesa.—(N. del T.) Con el nombre de Torah
designaban los hebreos la Ley de Moisés y los libros que la contenían. (N. del T.)
3)-
2)-
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LAS VÍBORAS DE LOS SEPULCROS
La mañana siguiente, cuando volvió, ganados y mercaderes se habían quedado afuera, en
las cercanías de las puertas; pero los patios estaban llenos de gente rumorosa. La
sentencia pronunciada y llevada a cabo por Jesús contra los honrados ladrones había
levantado gran rumor en la ciudad. Aquellos latigazos habían hecho el efecto de o
tras tantas pedradas en la madriguera de Jerusalén. Los zurriagazos del látigo justi
ciero habían despertado de pronto a los pobres con estremecimientos de alegría y a l
os señores con aprensiones de miedo. Y a la mañana temprano todos habían subido allá arr
iba, de las callejuelas umbrosas y de los barrios nobles, del taller y de la pla
za, dejando todo quehacer, con la inquieta ansiedad de quien espera milagros o v
enganzas. Habían ido los braceros, los laneros, los tintoreros, los zapateros, los
carpinteros, todos cuantos detestaban a los mercaderes, a los usureros, a los e
squilmadores de la mísera pobreza, a los logreros que conseguían enriquecerse inclus
o a expensas de la indigencia. Habían ido de los primeros los lamentables desechos
de la ciudad, los andrajosos, los desastrados, los piojosos, presa de la eterna
mendicidad, con las costras de la lepra, las llagas al descubierto, los huesos
a flor de piel, certificando su hambre. Habían ido los peregrinos extraviados, los
de Galilea que acompañaban a Jesús en su descenso triunfal y con ellos los hebreos
de las colonias de Siria y de Egipto, con sus mejores vestiduras, como parientes
lejanos que reaparecen de cuando en cuando en la casa paterna para las
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fiestas de familia. Pero subían también, en grupos de cuatro o cinco, los Escribas y
los Fariseos. Coligados y hermanados, eran dignos de estar juntos. Los Escribas
eran los Doctores de la Ley; los Fariseos, los puritanos de la Ley. Casi todos
los Escribas eran Fariseos; muchos Fariseos eran Escribas. Imaginad un profesor
que añada a la pedantería doctoral la gazmoñería de los hipócritas, o un santurrón doblado
e pedagogo casuista, y tendréis la imagen moderna de un Escriba fariseo o de un Fa
riseo escriba. Un tartufo laureado, un académico hipócrita, un cuáquero filosofante, p
ueden dar, poco más o menos, una idea parecida. Subían, pues, aquella mañana al Templo
con mucha altanería por fuera y pésimas intenciones por dentro. Iban, orgullosament
e, envueltos en sus largos mantos, con las franjas al viento, henchido el pecho,
turbios los ojos, enarcadas las cejas, la boca desdeñosa, la nariz inquieta y tem
blorosa, a un paso que denotaba la majestad y la indignación de quienes se tenían po
r jerifes de Dios. Jesús, en medio de millares de pupilas que le estaban mirando,
les esperaba. No era la primera vez que se le acercaban, en derredor. ¡Cuántas escar
amuzas, aquí y allá, por los pueblos, entre él y los Fariseos provincianos! Eran Faris
eos los que querían la señal del cielo como prueba sobrenatural del mesianismo — porqu
e los Fariseos, al contrario de los escépticos Saduceos, ahogados en el epicureísmo,
creían en el próximo advenimiento del Salvador. Pero lo imaginaban únicamente como a
un judío de estrecha observancia, al par de ellos, y hasta llegaban a pensar que p
ara ser dignos de recibirlo les bastaba conservarse limpios por fuera y guardars
e de la transgresión de la regla más insignificante del Levítico. El Mesías, el hijo de
David — creían ellos — no se dignaría salvar al que tuviese el menor contacto, aun lejan
o, con los extranjeros y los paganos; a quien no observara el más pequeño mandamient
o de la purificación legal; a quien no estuviese al corriente en el pago de todos
los diezmos; a quien no respetase a toda
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costa el descanso del sábado. Jesús no podía ser, a sus ojos, en modo alguno, el divin
o Esperado. Señales aparatosas y mágicas no se habían visto: se había contentado con san
ar a los enfermos, con predicar, con enseñar y practicar la caridad. Le habían visto
comer con los publicanos y con los pecadores y, además, se habían dado cuenta, con
sobresalto, de que sus discípulos no siempre se lavaban las manos antes de sentars
e a la mesa. Pero lo peor, el máximo horror, el escándalo insoportable para ellos er
a la inobservancia del sábado: ¡Jesús no vacilaba en curar aunque fuese día sábado, ni con
sideraba delito hacer el bien ese día a sus hermanos infelices; antes bien, se pre
ciaba de ello francamente, proclamando que el sábado había sido hecho para el hombre
y no el hombre para el sábado! Una sola duda había en el ánimo de los Fariseos acerca
de Jesús: ¿era un mentecato o un impostor? Para ponerlo a prueba habían intentado var
ias veces hacerle caer en trampas teológicas o en lazos dialécticos; pero sin result
ado. Mientras erraba por los pueblos, llevando detrás unas docenas de aldeanos, le
habían dejado, seguros de que un día u otro hasta el último pedigüeño, desengañado, le dej
ría solo. Pero ahora la cosa se ponía grave. He aquí — se decían — que, acompañado de una p
ida de campesinos, se ha permitido entrar en el Templo con aires de señorío, inducie
ndo a esos desgraciados ignorantes a aclamarlo como Mesías, y, usurpando funciones
de los sacerdotes, y como dándoselas de rey, ha desalojado de mala manera a los m
ercaderes. Hasta ahora hemos sido harto condescendientes y misericordiosos; desd
e ahora nuestra bondad sería contraproducente e intempestiva. El escándalo insoporta
ble —agregaban los humanísimos profesores — la reiterada profanación, el público reto pide
n castigo y venganza; el falso Cristo debe ser quitado de en medio, y pronto. Y
Escribas y Fariseos subían al Templo para convencerse de si el flagelador de los m
ercaderes se atrevería a comparecer en el lugar sagrado. Jesús, en medio del mareant
e aflujo de los peregrinos, los esperaba a ellos precisamente. Precisamente a el
los quería decirles, delante de todos, a la luz del sol, lo que de ellos pensaba.
Lo que Dios pensaba de ellos. La verdad
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definitiva sobre ellos. El día anterior había condenado con el látigo a los revendedor
es de ganado y a los defraudadores de la moneda. Hoy le tocaba a los mercaderes
de la palabra, a los usureros de la ley, a los estafadores de la verdad. La sent
encia de aquel día no los ha exterminado; a cada generación resurgen con nuevos homb
res; pero en sus rostros está escrito para siempre, imborrable, dondequiera que ha
yan nacido y manden: "¡Ay de vosotros, Escribas y Fariseos hipócritas?" Los pecados
de éstos pueden reducirse a uno; pero es el más venenoso de todos, el que menos se p
uede perdonar. El pecado contra el Espíritu. La ofensa a la verdad, la traición a la
verdad y al espíritu; la devastación de las más puras riquezas que tiene el mundo. Lo
s ladrones roban los bienes deleznables, los asesinos matan el cuerpo perecedero
. Pero estos hipócritas ensucian las palabras de lo absoluto, roban las promesas d
e eternidad, asesinan las almas. En ellos todo es ficción: el hábito y el discurso,
la enseñanza y la práctica. Sus hechos niegan sus palabras, su interior no responde
a lo externo, su secreta suciedad desmiente todas sus exigencias. Hipócritas, porq
ue echan sobre los hombros de las gentes cargas pesadas, que ellos no quieren to
car ni con el dedo. Hipócritas, porque se cubren con mantos de amplías franjas y anc
has filacterias para que se los reverencie en las plazas y se los llame maestros
, siendo así que han escondido la llave del conocimiento y pretenden cerrar las pu
ertas del reino de los cielos y ni ellos entran ni quieren dejar entrar a los de
más. Hipócritas, porque hacen largas oraciones a la vista de todos y luego devoran l
as casas de las viudas y se aprovechan de los débiles y los abandonados. Hipócritas,
porque lavan la parte de fuera del plato y del vaso y por dentro están llenos de
rapiña e intemperancia. Hipócritas, porque cuidan de la minuciosidad de los ritos y
purificaciones exteriores y no se cuidan de lo demás: cuelan el mosquito y se trag
an el camello. Hipócritas, porque observan las mínimas prescripciones, pagan el diez
mo de la menta, de la ruda, del eneldo y del comino, pero no tienen en sí mismos j
usticia, misericordia ni fidelidad. Hipócritas, porque levantan monumentos a los p
rofetas y adornan los sepulcros de los antiguos justos, pero persiguen a los jus
tos que viven en su tiempo y se disponen a matar a los profetas.
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"Serpientes, raza de víboras, ¿cómo escaparéis a la condenación y al fuego? He aquí que os
ando profetas, sabios y doctores; de ellos, a unos mataréis y crucificaréis; a otros
los flagelaréis en vuestras sinagogas, persiguiéndolos de ciudad en ciudad, para qu
e caiga sobre vosotros toda la sangre justa vertida en la tierra, desde la sangr
e del justo Abel a la sangre de Zacarías, a quien matasteis entre el templo y el a
ltar." Han aceptado la herencia de Caín. Son los descendientes, los nietos de Caín.
Los degolladores de sus hermanos, los verdugos de los Santos, los crucificadores
de los Profetas. Y, como a Caín, Dios ha impreso en sus rostros una señal misterios
a. El fratricida fugitivo se libró por esa señal, a través de los primeros seres vivos
, y así se librarán también los Fariseos homicidas, porque Dios quiere servirse de ell
os para las altas obras de aquella justicia suya que parece a los pequeños ojos de
los pequeños estolidez y locura. Un decreto eterno conmina con la muerte, y la más
atroz, a muchos de los imitadores de Dios. Pero jamás un hombre sencillo asesinará a
un Santo y ni siquiera a un pecador, crisálida maravillosa de posible santidad. Y
el Santo ya no lo sería sí truncase la vida de otro Santo, del hermano que le ha da
do su Padre. Pero ahí está, para todos los siglos y para todos los pueblos, la raza
perdurable de los Fariseos. De los que nunca fueron sencillos como el niño, ni con
ocen el camino de la salvación; de los que no son pecadores a los ojos de la carne
, pero sí de la cabeza a los pies, encarnación del pecado más feo; de los que quisiera
n parecer santos y odian a los santos verdaderos. Ellos serán quienes, adecuados e
lementos de una espantosa matanza, ejerzan el oficio de verdugos de los profetas
. Fieles a este oficio, invulnerables como los indígenas del infierno, señalados com
o Caín, vivaces como la hipocresía y la crueldad, han sobrevivido a todos los imperi
os y a todas las disgregaciones. Con rostros diversos, con procedimientos y pret
extos diversos, han llenado el mundo, prolíficos y tenaces, hasta el día de hoy. Y c
uando no han podido matar con los clavos y con el fuego, con el hacha y la cuchi
lla, han empleado, con eficaz resultado, la lengua y la pluma.
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Jesús, mientras les habla en la clara luz del patio, rodeado de testigos, sabe que
habla a sus jueces y a los que serán, por mediación de terceras personas, los verda
deros autores de su muerte. Su silencio ante Caifás y Pilatos está ya justificado de
sde ese día. Los ha condenado y le condenarán; los ha juzgado antes y no tendrá nada q
ue añadir cuando quieran juzgarlo. Al hablar de ellos, le acuden a los labios imágen
es de muerte. Víboras y sepulcros. Las negras sierpes traidoras que apenas te acer
cas vacían en tu sangre todo el veneno que en sus dientes tenían escondido. Los blan
cos sepulcros, bellos por de fuera, pero por dentro llenos de podredumbre pestil
ente. Los fariseos, los que estaban ante Jesús y todos cuantos de ellos descienden
por fecunda filiación, se ocultan de grado en la sombra de los muertos para prepa
rar sus maleficios. Gélidos como la piel de las sierpes y la piedra de las tumbas,
ni el fuego del sol, ni el fuego del amor, les calentarán nunca. Saben todas las
palabras, menos la palabra de la vida. "¡Ay de vosotros, Escribas y Fariseos hipócri
tas, porque sois como sepulcros que no se ven y de los que nada sabe quien sobre
ellos anda?" El único que lo sabía era Jesús, y por eso no permanecerá más de tres días en
el sepulcro que le están preparando.
PIEDRA SOBRE PIEDRA
Salían los Trece del Templo para subir como los demás días al Monte de los Olivos. Uno
de los discípulos — ¿quién sería? — tal vez Juan el de Salomé, todavía un tanto niño, y, p
iguiente, capaz de maravillarse, o Iscariote, admirador de la riqueza, dijo a Je
sús: — ¿Ves qué hermosura de edificio? ¡Qué hermosas piedras?
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El Maestro se volvió a contemplar los altos muros vestidos de mármol que el fausto c
alculador de Herodes había elevado sobre la colina y respondió: — ¿Ves ese edificio gran
de? Pues no quedará piedra sobre piedra que no sea derribada. El admirador de un m
omento antes, palideció. Nadie tuvo ánimo para contestar, pero todos, perplejos y es
tupefactos, rumiaban entre sí tales palabras. Duras palabras para aquellos oídos de
Judíos carnales, para aquellos corazones mezquinos de lugareños ambiciosos. Otras pa
labras duras, duras de oír, duras de comprender, duras de creer, había dicho en los úl
timos tiempos el que los amaba. Pero de palabras tan duras como éstas no tenían recu
erdo. Sabían que era el Cristo y que había de sufrir y morir; pero esperaban que lue
go resucitaría en la gloria victoriosa del nuevo David y que daría a Israel la abund
ancia y a ellos, fieles en la peligrosa peregrinación de la miseria, los premios m
ayores y el dominio. Y si la tierra había de ser regida por la Judea, en la Judea
debería mandar Jerusalén y los sitiados del mundo deberían estar en el Templo del gran
rey. Si ahora la ocupaban los Saduceos infieles, los Fariseos hipócritas, los Esc
ribas traidores, el Cristo los arrojaría para poner en su lugar a sus Apóstoles. ¿Cómo p
odía, pues, ser destruido el Templo, memoria esplendorosa del Reino pasado, fortal
eza esperada del Reino nuevo? Esta frase de las piedras resultaba más dura que las
piedras mismas para Simón, llamado Piedra, y para sus compañeros. ¿No había dicho el Ba
utista que Dios podía cambiar las piedras del Jordán en hijos de Abraham? ¿No había dich
o Satanás que el Hijo de Dios podía cambiar las piedras del desierto en panes de har
ina? ¿No había dicho el propio Jesús, al penetrar en el reino de Jerusalén, que las pied
ras mismas, en defecto de los hombres, gritarían el saludo y cantarían los himnos? ¿Y
no era él quien había hecho caer de las manos de los enemigos las piedras que habían r
ecogido para matarlo, y de las manos de los que acusaban a la adúltera?
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Pero los discípulos no acertaban a comprender la frase de las piedras del Templo.
No podían, no sabían comprender que aquellas piedras, grandes y macizas, arrancadas
pacientemente de los montes, arrastradas de lejos por los bueyes, escuadradas y
pulimentadas por mazas y escalpelos, puestas una sobre otra según las reglas del a
rte por los maestros para hacer el templo más maravilloso del universo, que aquell
as piedras cálidas y relucientes de sol, fuesen de nuevo separadas y deshechas por
la ruina. Apenas hubieron llegado al Monte de los Olivos y sentado Cristo frent
e al Templo no supieron contener su curiosidad: — Explícanos, pues, cuándo sucederán esa
s cosas y cuál será la señal de tu venida. La respuesta fue el Discurso de las últimas C
osas; el segundo Sermón de la Montaña. Entonces, al comienzo del anuncio, había dicho
de qué modo era menester renovar toda el alma para fundar el Reino; ahora, a dos p
asos de la muerte, enseña cuál será el castigo de los obstinados y cómo será su segundo de
scenso. Este discurso, menos oído que el otro y todavía más olvidado, no responde, com
o creen muchos, a una pregunta sola. Las preguntas de los discípulos son dos: ¿Cuándo
sucederá eso que has dicho, esto es, la ruina del Templo? ¿Y cuáles serán las señales de t
u venida? Y dos son las respuestas. Jesús anuncia los sucesos que precederán al fin
de Jerusalén y, después, describe las señales de su nueva aparición. El discurso profético
, aunque aparezca seguido todo él en los Evangelios, tiene dos partes. Las profecías
son dos, bien distintas: la primera, se cumplió antes de desaparecer la generación
de Jesús, cuarenta años apenas después de su muerte. Los días de la otra profecía, no han
llegado aún, pero tal vez no pase esta generación sin que se vean las primeras señales
. (¿Escrito después de la Primera y antes de la Segunda Guerra Mundial?)
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OVEJAS Y CABRITOS
Jesús conoce las flaquezas de sus discípulos. Flaqueza del espíritu y también de la carn
e. Y los pone en guardia contra los dos peligros que les amenazan: el engaño y la
persecución. "Cuidad que nadie os seduzca, porque muchos vendrán bajo mi nombre y di
rán: Yo soy el Cristo . . . y seducirán a muchos . . . Entonces, si alguno os dice:
He aquí o he allí el Cristo, no le creáis, porque se levantarán falsos cristos y falsos
profetas para seducir, si fuese posible, aun a los elegidos. Vendrán bajo mi nombr
e, y dirán: Yo soy; y el tiempo está próximo. No los sigáis." Pero si escapan a los lazo
s de los mesías hechiceros, no podrán librarse de las persecuciones de los enemigos
del Cristo verdadero. "Entonces os pondrán en tribulación y os matarán y seréis odiados
por todas las gentes a causa de mi nombre. Os prenderán y os perseguirán, entregándoos
a las sinagogas y encarcelándoos, llevándoos ante reyes y gobernadores, a causa de
mi nombre. . . Seréis traicionados incluso de padres y hermanos, de parientes y am
igos. Y el padre al hijo, y los hijos se levantarán contra los padres y los harán co
ndenar a muerte. Y entonces muchos se escandalizarán y se harán traición y se odiarán un
o a otro. Y con multiplicarse la iniquidad se enfriará la caridad de muchos. Pero
ni un cabello de vuestra cabeza se perderá. En premio a vuestra constancia tendréis
la vida, y quien haya perseverado hasta el fin será salvo." Entonces comenzarán las
señales del castigo inminente. "Y cuando oigáis hablar de guerras y de rumores de gu
erras no os espantéis, porque es menester que estas cosas sucedan primero; pero el
fin no vendrá tan luego. Se levantarán nación contra nación y reino contra reino; habrá g
randes terremotos y en diversos lugares pestes y hambres; habrá fenómenos espantosos
y grandes señales del cielo."
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Tales serán las escaramuzas preliminares. El orden del mundo se turbará. La tierra,
que está en paz, verá a hombre contra hombre, pueblo contra pueblo. Y la tierra mism
a, empapada en sangre, se levantará contra los hombres; temblará bajo sus pies: desm
oronará sus casas; vomitará cenizas, como si arrojase por la boca de los montes todo
s sus muertos, y negará a los fratricidas hasta el alimento que todos los estíos ama
rillea en los campos. Entonces, cuando todo esto haya acaecido, vendrá el castigo
sobre el pueblo que no quiso renacer en Cristo y no aceptó el Evangelio sobre la c
iudad que degüella a los profetas, que clava en el Monte de la Calavera a su Señor y
persigue a sus testigos. "Cuando veas a Jerusalén rodeada de ejércitos, sabed que s
u desolación está próxima. Cuando veáis la abominación de la desolación de que ha hablado e
profeta Daniel instalada en el lugar santo, los que estén en Judea huyan a los mo
ntes y los que estén en las ciudades váyanse de ellas y los que estén en los campos no
entren en la ciudad. El que esté en el terrado de la casa no baje a coger lo que
en su casa tenga, y quien esté en el campo no vuelva para recoger el manto. ¡Y ay de
las mujeres encinta o de las lactantes en aquellos días! Y rogad que vuestra fuga
no sea en invierno ni en día de sábado, porque entonces habrá tan gran aflicción como n
o la hubo nunca desde el principio del mundo hasta ahora, ni la habrá jamás. Porque
habrá en la tierra gran angustia y gran cólera contra este pueblo. Caerán bajo el filo
de la espada y serán conducidos como esclavos entre todas las naciones, y Jerusalén
será pisoteada por los Gentiles hasta que los tiempos de los Gentiles se hayan cu
mplido." La primera profecía ha terminado. Jerusalén será tomada y destruida y del tem
plo, manchado por la "abominación de la desolación", no quedará piedra sobre piedra. P
ero Jesús todavía no lo ha dicho todo, no ha hablado hasta aquí de su segunda venida.
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“Jerusalén será pisoteada por los Gentiles hasta que los tiempos de los Gentiles se ha
yan cumplido." ¿Cuáles son los "tiempos de los Gentiles, tempora nationum?" La palab
ra del texto griego lo expresa con mayor precisión que las otras lenguas: son los
tiempos adecuados, apropiados, convenientes a los Gentiles: es decir, aquellos e
n los cuales los no Judíos se convertirán al Evangelio que fue, antes que a los demás,
anunciado a los Judíos. Por eso el verdadero fin no llegará hasta que el Mensaje no
sea llevado a todas las naciones. "Y este Evangelio del reino será predicado en t
odo el mundo, para ser testimonio a todas las naciones; y entonces vendrá el fin."
El segundo advenimiento de Cristo desde el cielo, la Parusía, será el término de este
mundo y el principio del verdadero mundo, del reino entero. El fin de la Judea
fue anunciado por señales principalmente humanas y terrenales; este otro fin será pr
ecedido de señales principalmente divinas y celestiales. "El sol se oscurecerá y la
luna no dará su luz y las estrellas caerán del cielo; y sobre la tierra habrá constern
ación entre las naciones, angustiadas por el estrépito del mar y de las olas; los ho
mbres desfallecerán de terror en expectación de lo que ha de suceder a la tierra ent
era, porque las potencias de los cielos se conmoverán. Y entonces aparecerá en el ci
elo la señal del Hijo del Hombre y todas las tribus de la tierra se golpearán el pec
ho y verán al Hijo del Hombre venir sobre las nubes con gran poder y gloria." Por
el fin de Jerusalén, solo la pequeña Tierra se afanaba. Pero por este fin universal
se conmueve el Cielo. En la gran oscuridad repentina no se oirá más que el zumbido d
e las aguas y los gritos de espanto. Es el Día del Señor. El día de la ira del Señor que
de antiguo anunciaron Ezequiel y Jeremías, Isaías y Joel. "El Día del Señor está cercano
y vendrá como tempestad mandada por el Omnipotente. Día de tinieblas y de calígine . .
. La tierra, que a su venida era un paraíso de delicias, queda devastada y desier
ta . . . Se aterrorizarán las gentes y sus rostros palidecerán. Todos los brazos lan
guidecerán y desfallecerán todos los corazones. Y serán heridos de
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espanto; angustias y dolores les sobrecogerán; pasarán fatigas como una parturienta;
cada cual mirará estupefacto a su vecino. . . He aquí que llega el día del Señor, día de
horror, de indignación, de ira y de furor, para reducir la tierra a desierto y bar
rer de ella a los pecadores. Las estrellas del cielo y sus constelaciones no darán
luz y se ennegrecerán; el sol se oscurecerá en su salida y la luna no esparcirá su cl
aridad. Los cielos se enrollarán como un pergamino y toda su milicia caerá como cae
la hoja de la viña y de la higuera." Este es el día del Padre, día de oscuridad en el
cielo y de terror en la tierra. Pero luego empieza el día del Hijo. No aparece est
a vez en el fondo de un Establo, sino en lo alto del Firmamento; no ya escondido
y miserable, sino en la potencia y esplendor de la gloria. "Y enviará a sus ángeles
, los cuales, a son de trompeta vibrante, reunirán a sus elegidos por los cuatro v
ientos, de un extremo al otro del cielo." Y cuando los sonidos celestiales hayan
despertado a todos los durmientes en los sepulcros, comenzará la irrevocable elec
ción. "Cuando el Hijo del Hombre venga en su gloria con todos los ángeles, entonces
se sentará en su trono glorioso. Y todas las gentes estarán reunidas ante él; y él separ
ará a los unos de los otros como el pastor separa las ovejas de los cabritos; y po
ndrá las ovejas a su derecha y los cabritos a su izquierda. Entonces, el Rey dirá a
los de su derecha: Venid, vosotros, benditos de mi Padre; tomad posesión del reino
que os ha sido preparado desde el origen del mundo. Porque tuve hambre y me dis
teis de comer; tuve sed y me disteis de beber; era extranjero y me acogisteis; e
stuve desnudo y me vestisteis; enfermo, y me visitasteis; en prisión, y vinisteis
a verme. Entonces los Justos le responderán: Señor: ¿cuándo te hemos visto con hambre ni
te hemos dado de comer? ¿O con sed y dándote de beber? ¿Cuándo te hemos visto forastero
y te hemos hospedado, o desnudo y te hemos vestido? ¿Cuándo te hemos visto enfermo
o en prisión y hemos ido a verte? Y el Rey les responderá: “En verdad os digo que cuan
to habéis hecho al más pequeño
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de uno de estos hermanos míos a mí lo habéis hecho." Entonces dirá también a los de la izq
uierda: "Idos, malditos, al fuego eterno, que está preparado para el diablo y sus án
geles. Porque tuve hambre y no me disteis de comer; tuve sed y no me disteis de
beber: fui forastero y no me acogisteis: estuve desnudo y no me vestisteis; enfe
rmo y en prisión y no me visitasteis." Entonces aquéllos responderán a su vez: "Señor: ¿cuá
do te hemos visto tener hambre o sed, o ser forastero o estar desnudo o enfermo
o en prisión, y no te hemos asistido?” Entonces él les responderá: “En verdad os digo que
lo que no le habéis hecho a uno de los más pequeños de éstos, tampoco a mí me lo habéis hec
o”. Y éstos irán al castigo eterno, y los justos a la vida eterna. Jesús, ni aun en su g
loria de juez del último día, olvida a los pobres y los infelices a quienes tanto ha
amado en su primera venida. Quiso aparecer como uno de los "más pequeños" que tiend
en la mano a las puertas y de los que tienen asco los "grandes". Fue sobre la ti
erra, en tiempo de Tiberio, el que tuvo hambre de pan y de caridad, el que tuvo
sed de agua y de martirio, el que fue como extranjero en su país y no reconocido p
or sus hermanos, el que se desnudó por vestir al que tiritaba, el que estuvo enfer
mo de tristeza sin que nadie le consolase, el encarcelado en la vil prisión de la
carne, en la angosta prisión llamada Tierra. Fue el divino hambriento de almas, el
sediento de fe de esas mismas almas, el forastero venido de una patria inefable
, el desnudo bajo el látigo y los salivazos, el enfermo de la sagrada locura del a
mor hacia los hombres. El código de la elección tiene un solo título: caridad. Él ha seg
uido viviendo todo el tiempo que corre entre el primero y el segundo advenimient
o bajo las apariencias de los desgraciados y de los pobres, de los enfermos y de
los martirizados, de los peregrinos y de los esclavos. Y ahora paga sus deudas.
Las misericordias hechas por amor de Dios a "los pequeñuelos", a él le fueron hecha
s, y él dará las recompensas en nombre de todos. Aquellos que no le recibieron cuand
o apareció en los innumerables cuerpos de los
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Giovanni Papini - Historia de Cristo
miserables serán condenados a la pena eterna, porque, apartando de sí al desventurad
o, apartaron a Dios; negando el pan, el agua y el abrigo al pobre, condenaron al
Hijo de Dios al frío, a la sed, al hambre. El Padre no ha menester de vuestros so
corros, porque todo es suyo y os ama hasta en el momento en que lo maldecís. Pero
se debe amar al Padre, no sólo por sí mismo, sino también en la persona de sus hijos.
Y los que no calmaron la sed del sediento tendrá sed por la eternidad; los que no
consolaron al preso, serán presos de la Gehenna por toda la eternidad; los que no
recibieron al forastero, jamás serán recibidos en los cielos; y los dientes de aquel
que no asistió al calenturiento rechinarán con escalofríos de eterna fiebre. El gran
Pobre, en el día de su gloria, retribuirá a cada cual con sus infinitas riquezas, se
gún justicia. Quien ha amado a Dios sobre todo, y por él dado un poco de vida a los
pequeños, tendrá la vida para siempre; quien ha abandonado a los pequeños en las penas
, tendrá pena para siempre. Y entonces el cielo desnudo se poblará de otros soles más
potentes, las estrellas brillarán con más fuerza en el cielo y habrá un nuevo cielo y
una nueva tierra, y los elegidos vivirán, no como hoy aquí, abajo, sino semejantes a
ángeles.
PALABRAS QUE NO PASAN
Pero, ¿cuándo sucederán estas cosas? Ya se saben las señales y los modos; pero ¿y el tiemp
o? Nosotros que escuchamos ¿estaremos todavía bajo la luz del sol, o tendrán que esper
ar estos sucesos los nietos de los nietos, cuando nuestro cuerpo sea ya osamenta
cinerea en el viento de la tierra? Hasta el fin, los Doce quedan callados como
doce piedras. Tienen al lado la verdad y no la ven; tienen en medio de ellos la
Luz y la Luz no les penetra. ¡Si estuviesen, al menos, entre las piedras, como los
diamantes, que devuelven, partido en reflejos, el rayo que los hiere! Pero son
piedras toscas,
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sacadas apenas de la oscuridad de la cantera; piedras sordas, piedras opacas, pi
edras a las que calienta el sol, pero sin abrasarlas; piedras que se encienden p
or fuera, pero no restituyen el resplandor. No han comprendido aún que Jesús no es u
n vulgar adivino, discípulo de los Caldeos o de Tagetes, y que nada tiene que ver
con las presuntuosas bravatas de los astrólogos. No han comprendido que una predic
ción a fecha fija no tendría sobre los hombres eficacia inmediata para una reforma q
ue requiere perpetua vigilancia. Tal vez no han comprendido bien que el Apocalip
sis revelado en el Monte de los Olivos es una doble profecía, que se refiere a dos
sucesos diferentes y lejanos uno de otro. Tal vez aquellos pescadores, para los
que un lago era el mar y la Judea el universo, confundieron el fin del pueblo h
ebreo con el fin del género humano, el castigo de Jerusalén con la segunda venida de
Cristo. Pero los discursos de Jesús, aunque aparezcan yuxtapuestos en la redacción
de los Sinópticos, nos demuestran dos predicciones distintas, dos grandes plazos.
La primera anuncia el fin del reino judaico, el castigo de Jerusalén, la destrucción
del Templo; la segunda, el fin del mundo, la reaparición de Jesús, el juicio univer
sal y el principio del reino glorioso. La primera se da como próxima — "no pasará esta
generación sin que estas cosas hayan sucedido" — y como local y limitada, porque se
refiere únicamente a la Judea y de modo particular a su metrópoli. No se saben el día
ni la hora de la segunda, porque algunos acontecimientos, lentos en realizarse,
han de preceder al fin que será, a diferencia del otro, universal. La primera, en
efecto, se cumplió ya al pie de la letra, punto por punto, sin haber pasado siqui
era cuarenta años después de la Crucifixión, cuando todavía vivían muchos de los que habían
conocido a Jesús. La segunda venida, la Parusía triunfante, cotidianamente recordada
en el Símbolo de los Apóstoles, es esperada aún por los que creen a quien dijo en aqu
el día: "Pasarán el cielo y la tierra; pero mis palabras no pasarán."
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Pocos años hacía que había muerto Jesús cuando se empezaron a mostrar las señales del prim
er anuncio. Los falsos profetas, falsos cristos, los falsos apóstoles pulularon en
Judea como las culebras que salen de sus escondrijos a la llegada de la canícula.
Antes de que Poncio Pilato saliese para el destierro se alzó en Samaria un impost
or que prometía descubrir los vasos sagrados del Tabernáculo enterrados por Moisés en
lo alto del Monte Garizim. Los Samaritanos creían que esa exhumación sería el preludio
del advenimiento del Mesías, y una gruesa mesnada se reunió amenazadora en el monte
hasta que la dispersaron las espadas romanas. Bajo Cuspio Fado, el procurador q
ue gobernó del 44 al 66, surgió cierto Teuda que se las daba de gran personaje y pro
metía grandes prodigios. Cuatrocientos hombres lo siguieron; pero fue preso y deca
pitado; y los que le habían prestado fe reducidos a nada. Después llegó un hebreo de E
gipto, que consiguió reunir cuatro mil desesperados y acampó en el Monte de los Oliv
os, anunciando que a una señal suya se verían caer las murallas de Jerusalén. El procu
rador Félix lo atacó y le obligó a huir al desierto. Entre tanto, en Samaria se hacía un
gran nombre el famoso Simón Mago, que embaucaba a las gentes con prodigios y enca
ntamientos y se llamaba la Potencia de Dios, y todos le seguían. Viendo los milagr
os de Pedro quiso hacerse cristiano, imaginándose que el Evangelio no era más que un
o de tantos misterios orientales y que bastaba iniciarse en él para adquirir nuevo
s poderes. Simón Mago, rechazado por Pedro, se convirtió en padre de herejías. Creía que
de Dios salió la Ennoia y que ésta se halla ahora prisionera en los seres humanos.
Según él, la Ennoia había encarnado en Elena de Tiro, ramera que le seguía por doquier,
y la fe en él y en Elena era condición necesaria para salvarse. De él aprendieron Ceri
nto, el primer gnóstico, contra el cual escribió Juan su Evangelio, y Menandro, que
se vanagloriaba de ser el salvador del mundo. Otro, Elkasai confundía el antiguo y
el nuevo pacto, fantaseaba acerca de múltiples encarnaciones además de la del Verbo
, y se perdió en la magia y la astrología con sus discípulos. Hegesipo cuenta que un t
al Tebutis, por celos de Simeón,
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segundo obispo de Jetusalén, creó una secta que reconocía en Jesús al Mesías, pero que en
todo lo demás permanecía fiel al antiguo judaísmo. Pablo, en las epístolas a Timoteo, po
ne en guardia a los "santos" contra Himeneo, Fileto y Alejandro, "obreros fraudu
lentos, disfrazados de apóstoles de Cristo", que tergiversaban la verdad y esparcían
la mala semilla de las herejías en las primeras iglesias. Un Dositeo se atribuía el
nombre de Cristo, y un Nicolás engendraba con sus errores la secta de los Nicolaíst
as, condenados por Juan en el Apocalipsis. Y los Zelotes fomentaban continuos tu
multos afirmando que se debía expulsar a los Romanos y a todos los gentiles para q
ue Dios volviese al fin a triunfar con su pueblo. La segunda señal, la persecución,
no se hizo esperar. Apenas los discípulos empezaron a predicar el Evangelio en Jer
usalén, Pedro y Juan fueron arrojados a la prisión; puestos en libertad, de nuevo fu
eron presos y flagelados, con orden de no volver a hablar en nombre de Jesús. Este
ban, uno de los neófitos, más ardientes, es conducido fuera de la ciudad por el pueb
lo y lapidado. Bajo el gobierno de Agripa, comienzan de nuevo las tribulaciones.
En el 42, el descendiente de Herodes hizo morir por el hierro a Santiago el May
or, hermano de Juan, y por tercera vez Pedro fue encarcelado. En el 62, Santiago
el Menor, llamado el Justo, fue arrojado desde el terrado del Templo, y muerto
a pedradas. En el 50, Claudio había expulsado de Roma a los Judíos convertidos al cr
istianismo. En el 58, por la conversión de Pomponia Grecina, empezó también en la capi
tal del Imperio la guerra a los convertidos. En el 64, el incendio de Roma, quer
ido y llevado a cabo por Nerón, da pretexto a la primera gran persecución. Una muche
dumbre innumerable de cristianos obtiene el martirio en Roma y en las provincias
. Muchos son crucificados; otros, envueltos en la túnica “molesta”; algunos, embutidos
en pieles de animales, son dados a comer a los perros; muchos, figurantes forza
dos de comedias infernales, constituyen un espectáculo en los anfiteatros y acaban
su vida entre los dientes de los leones. Proceso, Martiniano, Basiliso y Anasta
sio, en Roma; Hermágoras, Fortunato,
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Eufemia, Dorotea, Tecla y Erasma, en Aquileya; Ursicino, Vital y Valeria, en Ráven
a; Gervasio, Protasio, Nazario y Celso, en Milán; Alejandro, en Brescia; Paulino,
Félix y Constanza, en Etruria, son asesinados en aquellos años. Pedro muere en la cr
uz clavado cabeza abajo. Pablo acaba bajo el hacha una vida que había sido, después
de su conversión, una serie de tormentos. Diez años antes de su muerte, el 57, había s
ido flagelado cinco veces por los Judíos, azotado con varas por los Romanos tres v
eces, siete veces encarcelado, tres veces náufrago y en Listra lapidado y dejado p
or muerto. La mayor parte de los demás discípulos sufrieron la misma suerte. Tomás fué m
artirizado en la India, Andrés crucificado en Patras y Bartolomé en Armenia. En la c
ruz, como su Maestro, acabaron Simeón Zelotes y Matías. No faltaron las guerras y lo
s rumores de guerras. Cuando Jesús fue muerto, duraba todavía en el mundo la paz de
Augusto. Pronto, sin embargo, se levanta "pueblo contra pueblo, y nación contra na
ción". Bajo Nerón, los Britanos derrotan y hacen una gran matanza a los Romanos; los
Partos se rebelan y hacen pasar bajo el yugo a las legiones; la Armenia y la Si
ria se agitan contra el dominio extranjero; la Galia se alza con Julio Vindez. N
erón está próximo a su fin: las legiones de España y de la Galia proclaman emperador a G
alba; Nerón, tras huir de la Casa de Oro, consigue ser cobarde hasta en el suicidi
o. Galba entra en Roma, pero no portador de paz. Ninfidio Sabino en Roma, Capito
en Germania, Clodio Marco en África, le disputan el Imperio. Todos están descontent
os de él: el 15 de enero del 69 los pretorianos le asesinan y aclaman a Otón. Pero l
as legiones de Germania habían proclamado ya a Vitelio, y se dirigen hacia Roma. V
encido Otón en Bedriaco, se mata. Pero tampoco Vitelio consigue reinar. Las legion
es de Siria eligen a Vespasiano, el cual manda a Italia a Antonio Primo. Los vit
elianos, son derrotados en Cremona y en Roma; Vitelio, el cerdo voraz, es asesin
ado el 20 de diciembre del 69. Entre tanto, estalla en el septentrión la insurrecc
ión de los Bátavos con Claudio Civil, cuando todavía no está domada en Oriente la de los
judíos. En menos de dos años es invadida Italia por dos veces, dos veces tomada Rom
a, dos emperadores se matan y otros dos son muertos. Y hay
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guerras y rumor de guerras en el Rhín y en el Danubio, en el Po y en el Tíber, a ori
llas del mar del Norte, a los pies del Atlante y del Tabor. Los demás azotes anunc
iados por Jesús acompañan en aquellos años la conmoción del Imperio. Calígula el Loco se l
amentaba que durante su reino no sucediese nada espantable, y deseaba carestías, p
estes y terremotos. No se cumplieron los deseos del epiléptico pederasta e incestu
oso; pero en tiempo de Claudio una serie de cosechas escasas llevó la carestía hasta
Roma. Bajo Nerón, a la carestía se añadió la peste, y sólo en Roma, en un solo otoño, el t
soro de Venus Libitina registró treinta mil muertos. En el 61 y el 62 los terremot
os sacudieron el Asia, la Acaya, la Macedonia; especialmente las ciudades de Hie
rápolis, de Laodicea y de Colosas experimentaron graves daños. En el 63, le tocó a Ita
lia: en Nápoles, Nocera y Pompeya tembló la tierra; toda la Campania fue presa del t
error. Y, por si no bastase, tres años después, en el 66, la Campania fue devastada
por trombas aéreas y marinas que destruyeron las cosechas y agravaron las amenazas
del hambre. Y mientras Galba entraba en Roma (68), la tierra, con un ruido form
idable, tembló bajo sus pies. Todo había sucedido: ahora había llegado la plenitud de
los tiempos para el suplicio de la Judea. El terremoto que sacudió a Jerusalén el vi
ernes del Gólgota fue como la señal de las convulsiones judaicas. Durante cuatro años
el país de los Deicidas no tuvo paz — la paz de la derrota y de la esclavitud — hasta
el día en que no quedó piedra sobre piedra del Templo. Pilatos, Cuspio Fado y Agripa
habían tenido que dispersar las bandas de los falsos Mesías. Bajo el procurador Tib
erio Alejandro, el primer levantamiento serio del partido de los fanáticos, de los
Zelotes, terminó con la crucifixión de Santiago y Simeón, hijos de Judas el Galileo,
que lo habían capitaneado. El procurador Ventidio Cumano (48—52) no tuvo un día de tra
nquilidad; los Zelotes, a los que se unían, más feroces aún, los Sicarios, no cedieron
. Bajo el procurador Félix no cesaron los tumultos; bajo Albino, las llamas de la
revolución estallaron con mayor ímpetu. Por último, en
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tiempo de Gessio Floro (64—66), último procurador de Judea, el incendio que desde ta
nto tiempo apuntaba sin apagarse nunca, prendió en todo el país. Los Zelotes se apod
eraron del Templo; Floro tuvo que huir; Agripa, que fue en calidad de pacificado
r, fue apedreado. Jerusalén cayó en poder de Menahen, otro hijo de Judas el Galileo;
Zelotes y Sicarios, dueños del campo, hicieron estragos en los no judíos y en los j
udíos que parecían tibios a sus ojos furiosos. Y he aquí, por fin, "la abominación de la
desolación" profetizada por Daniel y recordada por Cristo. La profecía de Daniel se
había cumplido ya una primera vez cuando Antíoco Cuarto Epifanes había profanado el T
emplo poniendo en él la imagen de Júpíter Olímpico. En el 39, Calígula el Loco, que se habí
proclamado Dios y como Dios se hacía adorar en varios lugares, había ordenado al pr
ocurador Petronio que colocase la estatua imperial en el recinto del Templo; per
o había muerto antes de que la orden fuese llevada a cabo por el procurador. Jesús,
sin embargo, aludía a muy otra cosa que a las imágenes. El lugar santo, ocupado por
los Sicarios durante la gran rebelión, se convirtió en refugio de asesinos, y los pa
tios majestuosos fueron bañados en sangre, incluso en sangre sacerdotal. Y la Ciud
ad Santa padeció también la abominación de la desolación porque, en septiembre del 66, C
estio Gallo, a la cabeza de cuarenta mil hombres, llegando para dominar a los in
surrectos, acampó en torno a Jerusalén con aquellas enseñas imperiales de las que los
Judíos tenían horror corno idolátricas y que, por condescendencia de los emperadores,
no habían sido hasta entonces introducidas en la ciudad. Pero Cestio Gallo, encont
rando más resistencia de la que imaginaba, se retiró, y la retirada se trocó en fuga,
con gran júbilo de los Zelotes, que vieron en aquella victoria una señal de la divin
a ayuda. En aquel tiempo, entre el primero y el segundo asedio, cuando ya la dob
le abominación había desolado el templo y la ciudad, los cristianos de Jerusalén, reco
rdando el vaticinio de Jesús, huyeron a Pella, del otro lado del Jordán. Pero Roma n
o quería ceder ante los Judíos. Se le dio el mando de la empresa punitiva a
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Tito Flavio Vespasiano, que, reuniendo el ejército en Tolemaide, en el 67, marchó co
ntra Galilea y la sometió. Mientras los romanos tomaban cuarteles de invierno, Jua
n de Giscala, uno de los jefes de los Zelotes, refugiándose en Jerusalén, al frente
de bandas de Idumeos, derribó el gobierno aristocrático y la ciudad se vio llena de
tumultos y de sangre. Vespasiano, al partir para Roma y asumir el imperio, confió
el mando a su hijo Tito que, por las fiestas de Pascua del 70, llegó ante Jerusalén,
y la cercó. Entonces comenzaron los días horribles. Los Zelotes, tomados de frenesí f
uribundo, aun en el colmo del peligro, se dividieron en facciones, que se disput
aron por las armas el dominio de la ciudad. Juan de Giscala ocupaba el Templo; S
imón de Gerasa, la ciudad baja; y sus partidarios degollaban a aquellos a quienes
los Romanos no habían muerto aún. Entre tanto, Vespasiano se apoderaba de dos recint
os de murallas y de una parte de la ciudad; el 5 de julio cayó en su poder también l
a Torre Antonia. A los horrores de los asesinatos fratricidas se añadieron los del
hambre. La carestía era tal, que, según refiere Flavio Josefo, se vio a madres que
mataron a sus hijos para comérselos. El 10 de agosto, el Templo fue tomado y quema
do; los Zelotes consiguieron guarecerse en la ciudad alta, pero, vencidos por el
hambre, tuvieron que rendirse el 7 de septiembre. Las profecías de Jesús se cumplían.
La ciudad fue destruida por orden de Tito, y del Templo, arruinado por el incen
dio, no quedó piedra sobre piedra. Los Judíos que habían sobrevivido al hambre o a la
espada de los Sicarios, fueron asesinados por la soldadesca victoriosa. Los que
todavía quedaron fueron deportados a Egipto, a trabajar en las minas, y muchísimos f
ueron muertos, para diversión de la plebe, en los anfiteatros de Cesarea y de Beri
to. Algunos centenares, de los más bellos, fueron llevados prisioneros a Roma, par
a figurar en el triunfo de Vespasiano y de Tito, y en Roma, Simón de Jaira y otros
Jefes Zelotes fueron degollados ante los ídolos que odiaban. "Yo os digo que no p
asará esta generación sin que todas estas cosas se hayan cumplido." Era el año 70 desp
ués de Cristo, y muchos de sus
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contemporáneos no habían descendido aún al sepulcro cuando estas cosas ocurrían. Uno al
menos de los que le escuchaban en el Monte de los Olivos, Juan, fue testigo del
castigo de Jerusalén y de la ruina del Templo. En el tiempo profetizado, las palab
ras de Jesús fueron confirmadas, con atroz exactitud, por una historia de sangre y
de fuego.
LA PARUSIA
El primer fin, el fin parcial, local, el fin del pueblo deicida, se ha cumplido.
Conforme a la sentencia de Cristo, las piedras del Templo están diseminadas entre
los escombros, y los fieles del Templo han muerto en los suplicios o están disper
sos entre las naciones. Queda la otra profecía, la segunda. ¿Cuándo volverá el Hijo del
Hombre sobre la nube del cielo, precedido por las tinieblas, anunciado por las t
rompetas de los ángeles? Nadie, dice Jesús, puede decir el día de su advenimiento. El
Hijo del Hombre es comparado a un relámpago que alumbra de pronto de Levante a Pon
iente, a un ladrón que viene cautelosamente en la noche, a un amo que se ha ido le
jos y vuelve de improviso a sorprender a sus servidores. Es menester velar y est
ar dispuestos. Purificaos, porque no sabéis cuándo llegará, y ¡ay del que no sea digno d
e presentarse ante él? "Cuidad de vosotros mismos, no sea que vuestros corazones s
e entorpezcan por la crápula, por la embriaguez y por las afanosas solicitudes de
esta vida, y ese día os coja de improviso, como un lazo; porque de esa manera prec
isamente vendrá sobre todos los habitantes del mundo entero”. Pero si Jesús no anuncia
el día, nos dice qué cosas han de cumplirse antes de ese día. Esas cosas son dos: que
será predicado el Evangelio del Reino a todos los pueblos y que los Gentiles no p
isotearán más a Jerusalén. Esas dos condiciones están cumplidas en nuestros tiempos y ta
l vez el gran día se
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acerca. No hay ya en el mundo nación civil o tribu bárbara donde los sucesores de lo
s Apóstoles no hayan predicado el Evangelio; desde 1918, los Musulmanes ya no mand
an en Jerusalén, y hasta se habla de una resurrección del Estado judaico. Cuando, se
gún las palabras de Oseas, los hijos de Israel, durante tanto tiempo sin rey y sin
altar, se convierten al hijo de David y se vuelven temblorosos a la bondad del
Señor, el fin de los tiempos estará próximo. La Parusía no puede estar lejos. Una vez más,
en estos años, las naciones se han lanzado contra las naciones, y la tierra ha te
mblado haciendo estragos de vidas, y las pestes, las carestías, los motines han di
ezmado los pueblos. Las palabras de Cristo son traducidas y predicadas en todas
las lenguas. Soldados que creen en Cristo, aunque no todos fieles a los heredero
s de Pedro, mandan en aquella ciudad que después de su ruina estuvo en poder de Ro
manos, de Persas, de Arabes, de Egipcios y de Turcos. Pero los hombres no se acu
erdan de Jesús y su promesa. Viven como si el mundo hubiese de durar siempre como
hasta aquí y no se afanan más que por sus intereses terrestres y carnales. "En efect
o — dice Jesús —, como en los días antes del Diluvio se comía y se bebía, se tomaba mujer o
marido, hasta el día en que Noé entró en; el arca, y nada advirtió la gente hasta que vi
no el diluvio que se los llevó a todos, así sucederá al advenimiento del Hijo del Homb
re. Así sucedió en los días de Lot: se comía, se bebía, se compraba y se vendía, se plantab
, se edificaba; pero el día en que Lot salió de Sodoma cayó del cielo una lluvia de fu
ego y azufre que a todos los hizo perecer. Lo mismo sucederá el día en que el Hijo d
el Hombre se manifieste". Lo mismo sucede en nuestros días, pese a las guerras y l
as pestes que han segado millones de vidas en pocos años. Se come y se bebe, se ca
san, se fabrica, se compra y se vende, se escribe y se juega. Y nadie piensa en
el gran día que, como el ladrón, llegará, ignorado, en la noche; nadie espera al verda
dero dueño que volverá de improviso; nadie escruta el cielo para ver si el relámpago s
urge de Oriente para brillar hasta Poniente.
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La vida larval de los vivos es como un sueño delirante de febril pesadilla. Parece
n despiertos porque deliran tras los bienes que son barro y veneno. No miran a l
o alto, no temen más que a sus hermanos. Tal vez esperan que los despierten, a últim
a hora, los muertos que resucitarán al aproximarse el Resucitado.
EL INDESEADO
Mientras Jesús condena a Jerusalén y su Templo, los vividores del Templo y los señores
de Jerusalén están preparando su condena. Todos cuantos poseen, enseñan y mandan, esp
eran únicamente el momento propicio para asesinarlo sin peligros. El que tiene un
nombre, una dignidad, una escuela, una tienda, un oficio sagrado, una fracción de
autoridad, está contra él. Creen, con la imbecilidad propia de los tribunales popula
res, que se salvarán condenándolo a muerte, y no saben que su muerte señalará precisamen
te el principio de los castigos. Para imaginarse bien el odio que acumulaban las
clases altas de Jerusalén contra Jesús — odio de los sacerdotes, odio de los escribas
, odio de los mercaderes — es menester recordar que la santa ciudad vivía en aparien
cia para la fe; pero, en realidad, a costa de la fe. Sólo en la metrópoli del judaísmo
se podían ofrecer a Dios sacrificios valederos y aceptables, y por eso acudían todo
s los años, especialmente en los días de las grandes fiestas, masas de Israelitas de
las tetrarquías palestinenses y de todas las provincias del Imperio. El Templo no
era solamente el único santuario de los judíos, sino que, para cuantos estaban adsc
ritos a él y para los demás que a sus pies vivían, era la gran ubre nodriza que alimen
taba a la capital con los productos de las víctimas, de las ofrendas, de los diezm
os y, sobre todo, con las ganancias que lleva consigo la continua afluencia de f
orasteros. Flavio Josefo cuenta que se reunieron en Jerusalén, en circunstancias
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extraordinarias, hasta tres millones de peregrinos. La población estable comía todo
el año mientras el Templo existió; la fortuna de los traficantes de ganado, de los v
endedores de víveres, de los cambistas de moneda, de los posaderos y de los artesa
nos mismos, dependía de la fortuna del Templo. La casta sacerdotal, que sin los Le
vitas — que eran un buen número — contaba en tiempos de Cristo veinte mil descendiente
s de Aarón, obtenía sus rentas de los diezmos en especie, de los impuestos del Templ
o, del rescate de los primogénitos — los primogénitos de los hombres pagaban cinco sic
los por cabeza — y se alimentaban con la carne de los animales sacrificados, de lo
s cuales sólo se quemaba la grasa. Les correspondían las primicias de los rebaños y de
las cosechas; hasta el pan les daba el pueblo, porque toda cabeza de familia ha
bía de entregar a los sacerdotes la vigésimo cuarta parte del pan que se cocía en su c
asa. Muchos de ellos, como hemos visto, lucraban incluso con la cría de los animal
es que los fieles habían de comprar para las ofrendas; otros estaban en sociedad c
on los cambistas, y no es imposible que algunos de ellos fueran verdaderos banqu
eros, porque el pueblo solía depositar sus ahorros en las cajas del Templo. Un haz
convergente de intereses procedía, pues, de la mole herodiana para llegar hasta e
l tenderete del feriante y el zaquizamí del vendedor de sandalias. Los sacerdotes
vivían del Templo y muchos de ellos eran mercaderes y ricos; los ricos se aprovech
aban del Templo para aumentar sus ganancias y mantener el pueblo a raya; los mer
caderes hacían negocios con los ricos que pueden gastar, con los sacerdotes que le
s asociaban a ellos y con los peregrinos atraídos al Templo de todas partes del mu
ndo; los braceros y los pobres vivían de los residuos y migajas que caían de la mesa
de los sacerdotes, de los ricos, de los mercaderes y de los peregrinos. La reli
gión era, pues, entonces, la industria máxima y tal vez única de Jerusalén; el que atent
ase contra aquella religión, contra sus representantes y contra el monumento visib
le que era la sede más famosa y fructífera del
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culto judío, por fuerza había de ser considerado como enemigo del pueblo de Jerusalén,
y particularmente de las castas más acomodadas y prósperas. Jesús, con su Evangelio,
amenazaba indirectamente las posiciones y los medios de vida de tales clases. Si
todas aquellas prescripciones rituales iban a ser abolidas, ya no había lugar par
a los Escribas y doctores de la Ley, que de su enseñanza sacaban para vivir. Si Di
os desdeñaba los sacrificios de animales, los sacerdotes judíos podían cerrar ya su sa
ntuario y cambiar de oficio; los traficantes de bueyes, de corderos, de ovejas,
de cabritos, de palomas y de pájaros verían disminuir y. acaso, desaparecer sus ingr
esos. Si para ser amados de Dios era necesario cambiar de vida y no bastaba lava
r el vaso y pagar puntualmente los diezmos, la influencia y la autoridad de los
Fariseos se reducían a la nada. Si llegaba el Mesías, en fin, y declaraba abolida la
primacía del Templo de Jerusalén e inútiles aquellos sacrificios, la capital del cult
o se convertiría, de un día a otro, en ciudad desposeída y, andando el tiempo, en oscu
ro lugar de empobrecidos, en un desierto. Jesús, que prefería a los pescadores, con
tal que fuesen puros y amantes, antes que a los sinedritas; que prefería los pobre
s a los ricos: que estimaba más a los niños ignorantes que a los escribas orgullosos
de su ciencia, había de atraer por fuerza sobre su cabeza el odio de los levitas,
de los mercaderes y de los doctores. El Templo, la Academia y el Banco estaban
contra él. Cuando la víctima esté dispuesta llamarán, aunque a regañadientes, a la espada
romana para que la sacrifique por la tranquilidad de ellos. Ya desde hacía algún tie
mpo la vida de Jesús era blanco de asechanzas. Al decir de los Fariseos, desde los
últimos tiempos de su estancia en Galilea, Herodes lo buscaba para matarlo. Tal v
ez fue ese aviso lo que le llevó a Cesarea de Filipo, fuera de Galilea, donde pred
ijo su Pasión. Desde su llegada a Jerusalén los jefes de los sacerdotes, los Fariseo
s y los Escribas, estaban en derredor suyo para tenderle lazos y espiar sus pala
bras. Aquel enjambre inquieto y venenoso soltó tras él a algunos espías que, dentro de
pocos días, se convertirán en testigos falsos y, como refiere Juan,
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hasta se dio orden a ciertos guardias de prenderlo; pero no tuvieron valor para
ejecutarlo. Los latigazos a los ganaderos y los cambiadores, la invectiva contra
Escribas y Fariseos pronunciada a grandes voces, las alusiones a la ruina del T
emplo colmaron la medida. El tiempo apremiaba. Jerusalén estaba llena de forastero
s y muchos le escuchaban. Podía producirse algún desorden, un tumulto, una sublevación
tal vez de las bandas provincianas, menos afectas a los privilegios e intereses
de la metrópoli. Para cortar el riesgo desde el principio, no veían medio más seguro
que quitar de en medio a Jesús. No había tiempo que perder. Y las vulpejas del altar
y del negocio, que ya se habían entendido con medias palabras, decidieron reunir
el Sanedrín para poner en consonancia la ley con el asesinato. El Sanedrín era la as
amblea de los notables, el consejo supremo de la aristocracia dominante en la ca
pital. Estaba compuesto de sacerdotes, celosos de la clientela del Templo que se
habían erigido en depositarios de la ley y de la tradición: de Ancianos, que repres
entaban los intereses de la burguesía opulenta y moderada. Todos estuvieron de acu
erdo en que había que prender a Jesús con engaño y matarlo por blasfemo del sábado y del
Señor. Únicamente Nicodemus intentó una defensa procesal; pero al punto le taparon la
boca. "¿Qué hacemos?” — decían — “Este hombre hace milagros y muchos le siguen. Si le deja
, todo el mundo creerá en él y los Romanos vendrán a destruir nuestra ciudad y nuestra
nación". Es la razón de Estado, la salvación de la Patria a que apelan siempre los hi
pócritas para enmascarar de legalidad ideal la defensa de su particular interés. Cai
fás, que aquel año era Gran Sacerdote, resolvió las dudas con la máxima que ha justifica
do siempre ante la sabiduría del mundo la inmolación del inocente. "Vosotros no ente
ndéis nada y no reflexionáis que os tiene cuenta que un hombre solo muera por el pue
blo y que no perezca toda la nación". La máxima, en boca de Caifás, y en aquella ocasión
, y por lo que se
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sobrentendía, era infame y, como todos los discursos pronunciados en el Sanedrín, hi
pócrita. Pero elevada a un sentido superior — cambiando "nación" por "humanidad" —, el p
residente del patriciado circunciso enunciaba un principio que el propio Jesús había
aceptado en su corazón. No sabía Caífás — él, a quien estaba reservado, como Sumo Sacerdot
, el entrar en el Sancta Sanctorum para ofrecer expiaciones por los pecados del
pueblo — hasta qué punto sus palabras tan groseras de expresión y cínicas en la intención,
se conformaban en el fondo con el pensamiento de su víctima. La idea de que sólo el
Justo podía satisfacer por la injusticia, de que sólo el Perfecto podía purgar los de
litos de los pecadores, de que sólo el Puro podía liquidar las deudas de los innoble
s, de que sólo Dios, en su infinita magnificencia, podía expiar las culpas que el ho
mbre ha cometido contra Él; esa idea, que le parece al hombre el ápice de la locura,
precisamente porque es el summum de la sabiduría divina, no brillaba ciertamente
en el alma infecta del Saduceo, cuando arrojaba como cebo a los setenta cómplices
el sofisma destinado a acallar los eventuales remordimientos. Caifás, que había de s
er, juntamente con las espinas de la corona y la esponja del vinagre, uno de los
instrumentos de la Pasión, no creía ofrecer en aquel momento un testimonio solemne,
aunque velado e involuntario, de la divina tragedia que estaba por comenzar. Co
n todo, el principio de que el inocente puede pagar por los culpables, de que la
muerte de uno solo puede favorecer la salvación de todos, no era completamente aj
eno a la conciencia antigua. Los mitos heroicos de los paganos conocían y celebrab
an los sacrificios voluntarios de los inocentes. Recordaban a Pílades, que se ofre
cía al suplicio, en lugar de Orestes, culpable; a Macaria, de la sangre de Heracle
s, que salvaba con su propia vida la de sus hermanos; a Alcestes, que aceptaba l
a muerte para desviar de su Admeto la venganza de Artémide; a las hijas de Erecteo
, que se inmolaban para que su padre escapase a los golpes de Neptuno; al viejo
rey
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Codro, que se arrojaba al Iliso para que sus Atenienses alcanzasen la victoria;
a Decio Mure y su hijo, que se consagraban a los Manes en el fragor de la batall
a, para que triunfasen los Romanos de los Samnitas, y a Curcio, que se lanzaba a
rmado al precipicio por la salud de la patria, y a Ifigenia, que ofrecía el cuello
al cuchillo para que la flota de Agamenón navegase felizmente hacia Troya. En Ate
nas, durante las fiestas Tergelias, se mataba a dos hombres para apartar de la c
iudad las sanciones divinas; Epiménides el sabio, para purificar Atenas profanada
por el asesinato de los secuaces de Cilón, recurrió a sacrificios humanos sobre las
tumbas; en Curio de Chipre, en Terracina, en Marsella, se arrojaba todos los años
al mar, en pago de los delitos de la comunidad, a un hombre, considerado como sa
lvador del pueblo. Pero estos actos, aun si eran espontáneos, solían ofrecerse por l
a salvación de un hombre solo o de un grupo reducido de hombres; y lejos de expiar
los pecados, añadían casi siempre un nuevo crimen a los que se pretendía expiar; caso
s de afecto privado o de delitos supersticiosos. No se había visto un hombre que c
argase con todos los pecados de los hombres, a todo un Dios que se encarcelase e
n la carne para salvar al género humano y hacerle capaz de ascender de la bestiali
dad a la santidad, de la humillación de la tierra al Reino de los Cielos. El Perfe
cto que, sin mancharse, asume todas las imperfecciones, el Puro que carga con to
das las infamias, el Justo que toma sobre sí las injusticias de todos, había apareci
do, con aspecto de miserable y fugitivo, en los días de Caifás. El que ha de morir p
or todos, el pobre Galileo, que inquieta a los ricos y a los sacerdotes de Jerus
alén, está allí en el Monte de los Olivos, a poca distancia del Sanedrín. Los setenta, q
ue no saben que en aquel momento cooperan a los designios del perseguido, decide
n mandarlo prender antes que llegue la Pascua. Pero como son cobardes, como todo
s los tiranos, no tienen más que un temor: el miedo a la gente que ama a Jesús: "Y l
os príncipes de los sacerdotes y los escribas buscaban la manera de prenderlo con
engaño y matarlo, porque decían: No lo hagamos durante la fiesta, no suceda algún
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tumulto popular”. A sacarlos de apuros vino, al día siguiente, uno de los Doce: el q
ue tenía la bolsa, Judas Iscariote.
EL MISTERIO DE JUDAS
Dos únicos seres en el mundo han sabido el secreto de Judas: Cristo y el Traidor.
Sesenta generaciones han fantaseado acerca de ello, pero el hombre de Carioth, a
unque ha dejado en la tierra nubes de discípulos, sigue permaneciendo tenazmente i
ndescifrado. Comprendemos sin esfuerzo lo demoníaco de los Herodes, el rencor de l
os Fariseos, la cólera vengativa de Anás y de Caifás, la cobarde debilidad de Pilatos.
Pero no comprendemos con igual evidencia la abominación de Judas. Los cuatro evan
gelistas nos dicen poco de él y de las razones que le persuadieron a vender a su R
ey. "Satanás — dicen — entró en él". Pero estas palabras no son más que la definición de su
lito. El mal se apoderó de su corazón: de improviso, pues antes de aquel día; antes ta
l vez, de la cena de Betania, Judas no estaba en manos de su adversario, Pero, ¿po
r qué se precipitó en ellas de repente? ¿Por qué Satanás entró precisamente en él y no en n
uno de los demás? Los Treinta Dineros son una suma bien pequeña, especialmente para
un hombre a quien la riqueza le atraía. En moneda de hoy no llegan a cien pesetas,
y aunque su valor efectivo, o, como dicen los economistas, su poder adquisitivo
fuese en aquel tiempo diez veces mayor, no nos parece que cien pesetas sean pre
cio suficiente para inducir a un hombre, que sus compañeros lo describen como avar
o, a cometer la más repugnante perfidia que recuerda la historia. Se ha dicho que
treinta dineros eran el precio de un esclavo Pero el texto del Éxodo dice, por el
contrario, que treinta siclos eran la indemnización que tenía que pagar el amo de un
buey que hubiese
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coceado a un esclavo o a una esclava. El caso era harto diverso para que los doc
tores del Sanedrín pudiesen pensar en aquel momento en la observancia escrupulosa
de un precedente. El indicio más tremendo en favor de la tradición que atribuye a av
aricia el crimen de Judas, es el oficio que éste se había reservado entre los Doce.
Entre ellos había un antiguo recaudador, Mateo, al cual casi por derecho hubiera c
orrespondido la guarda de los pocos dineros necesarios a la comunidad para sus g
astos. En lugar de Mateo vemos, como depositario de las ofrendas, al hombre de C
arioth. El simple manejo de las monedas, aunque sean de oro, suele contagiar; y
el evangelista San Juan terminantemente dice que Judas era "ladrón", y añade: "como
tenía la bolsa, se llevaba lo que en ella le echaban”. Con todo, no se puede por men
os de pensar: ¿Cómo un hombre avariento de dinero permaneció tanto tiempo en tan pobre
compañía? De querer vivir del robo, hubiera buscado un puesto más adecuado y fructífero
del que aceptó. Y de tener necesidad de aquellos miserables Treinta Dineros, ¿no se
los hubiera podido procurar de otra manera, incluso huyendo con la bolsa, sin n
ecesidad de proponer a los sacerdotes la compra de Jesús? Estas reflexiones de sen
tido común en torno a un delito tan extraordinario han llevado a muchos, desde los
primeros tiempos cristianos, a buscar, además de la avaricia, otros motivos de la
venta infame. Una secta de herejes, los Cainitas, inventó que sabiendo Judas que
Jesús, por voluntad suya y del Padre, había de morir a traición — para que nada faltase
al dolor de la gran expiación —, se había sometido a aceptar con tristeza la gran infa
mia de la venta para que todo se cumpliese. Instrumento necesario y voluntario d
e la Redención, según ellos, Judas habría sido héroe y mártir digno de ser venerado y no m
aldecido. Según otros, el Iscariote, que amaba a su pueblo, esperaba su liberación y
tal vez propendía a los sentimientos de los Zelotes; se había unido a Jesús esperando
que fuese el Mesías tal como la gente baja se lo imaginaba
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entonces: el Rey del desquite y de la restauración de Israel. Cuando, poco a poco,
y pese a su cerrazón, se dio cuenta, por las palabras de Jesús, de haber tropezado
con un Mesías muy diferente, para desahogar la rabia de su desilusión lo entregó a sus
enemigos. Pero esta fantasía, a la que ni los textos canónicos ni los apócrifos mismo
s dan fundamento alguno, no bastaría para explicar la conducta del vendedor de Cri
sto: hubiera podido abandonar a los Doce y echarse en busca de compañeros más adecua
dos, que entonces, como se ha visto, no faltaban. Otro ha dado la siguiente expl
icación: Judas había creído firmemente en Jesús, pero ya no creía en Él. Ante sus palabras
cerca del fin próximo, ante el retraso de la manifestación victoriosa, había acabado p
or perder toda fe en aquel a quien hasta entonces había seguido. No veía acercarse e
l Reino y sí venir la muerte. Tal vez, husmeando entre el pueblo, había oído algo de l
o que la pandilla tramaba, y temía que el Sanedrín no se contentase con una sola vícti
ma y condenase a cuantos desde tiempo atrás andaban con Jesús. Vencido por el miedo —
que habría sido la forma adoptada por Satanás para apoderarse de él — pensó adelantarse, y
así salvar la vida por medio de la traición. La incredulidad y la cobardía habrían sido
, pues, los móviles ignominiosos de su ignominia. Un inglés, célebre comedor de opio,
hace, por un camino contrario, una nueva apología del Traidor. Judas, según él, creía; e
s más: creía demasiado. Estaba de tal manera persuadido de que Jesús era el Cristo, qu
e quiso empujarle, entregándolo al Tribunal, a manifestar por fin su legítima Mesian
idad. No podía creer — tan fuerte era su esperanza — que Jesús muriese. O, si verdaderam
ente había de morir, sabía con certeza que resucitaría al punto, para comparecer de nu
evo a la diestra del Padre como Rey de Israel y del mundo. Para apresurar el gra
n día, en el cual les sería dada por fin a los discípulos la recompensa de su fidelida
d, Judas, seguro de la intangibilidad de su divino Amigo, quiso forzarle la mano
y, poniéndolo frente a frente de aquellos a quienes había de desheredar, ofrecerle
la ocasión de mostrar su condición de verdadero Hijo de Dios. El acto de
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Judas, según esta teoría, no habría sido una traición, sino error debido a no haber ente
ndido en su sentido exacto la enseñanza del Maestro. No habría traicionado, pues, po
r afán de ganar, por venganza o cobardía, sino por imbecilidad. Otros, por el contra
río, prefieren razonar acerca de la venganza. No se traiciona sin odiar. ¿Por qué odia
ba Judas a Jesús? Piensan de nuevo en la cena en casa de Simón y en el nardo de la M
agdalena. El reproche de Jesús, dicen, debió de enfadar al discípulo, que acaso otras
veces fuera reprendido ya por su hipocresía y falsedad. Al rencor por la reprensión
se añadió la envidia, que alienta siempre en las almas vulgares. Y apenas le pareció q
ue podía vengarse sin peligro, se fue al palacio de Caifás. ¿Pero pensaba, en verdad,
que su denuncia llevaría a Jesús a la muerte? ¿O suponía más bien que se contentarían con a
otarlo y prohibirle que hablase al pueblo? La continuación de su historia hace pen
sar que la condena de Jesús le estremeció como una consecuencia terrible e inesperad
a de su beso. Mateo cuenta la desesperación de Judas de tal manera que hace supone
r que verdaderamente el traidor experimentó el horror de lo que por su culpa había s
ucedido. Las monedas que ha recibido le queman; y cuando los sacerdotes las rehúsa
n, las arroja en el Templo. Tampoco después de la restitución tiene tranquilidad, y
corre a ahorcarse para morir el mismo día que su víctima. Un remordimiento tan furib
undo, que con tanta vehemencia le impulsa a quitarse la vida, hace pensar en los
terrores de descubrimientos imprevistos y repentinos. Las oscuridades, pese a l
os aspavientos de los descontentadizos, se amontonan en torno al misterio de Jud
as. Pero todavía no hemos invocado el testimonio de Aquel que sabía mejor que todos,
mucho mejor que Judas, el verdadero secreto de la traición. Solamente Jesús, que veía
en el fondo del alma de Iscariote, como en el alma de todos, y que sabía antes lo
que Judas había de hacer, podría decir la última palabra. Jesús escogió a Judas para que
fuese uno de los Doce, y portador, como los otros, del Feliz Anuncio.
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¿Lo habría escogido, lo habría tenido consigo, junto a sí, en su mesa, durante tanto tie
mpo, de haberle tenido por malhechor incurable? ¿Le habría confiado lo que le era más
caro, lo que en el mundo había para él de más precioso: la predicación del Reino de Dios
? Hasta los últimos días, hasta la última noche, Jesús no trata a judas de diferente man
era que a los demás. A él también, como a los otros Once, da su cuerpo bajo la especie
de pan, y su sangre bajo la especie de vino. También los pies de Judas — aquellos p
ies que le habían llevado a casa de Caifás — son lavados y enjugados por aquellas mano
s que iban a ser clavadas, con la complicidad de Judas, al día siguiente. Y cuando
llega Judas, entre el reflejo de las espadas y el resplandor de las antorchas,
bajo la negra sombra de los Olivos y besa el rostro bañado todavía de sudor sanguíneo,
Jesús no le rechaza, sino que le dice: — Amigo, ¿qué vienes a hacer? ¡Amigo! Es la última
ez que Jesús habla a Judas, y aun en este momento no sabe hallar otra palabra que
la acostumbrada, que aquélla que le dirigió la primera vez. Judas no parece ser, par
a Él, el hombre de las tinieblas que viene en la oscuridad para entregarle a los e
sbirros, sino el amigo, el mismo que pocas horas antes se sentara junto a Él, en t
orno al plato del cordero y de las hierbas, y que ha puesto la boca en su vaso;
el mismo que tantas veces, en la hora del descanso, a la sombra de las frondas o
de los muros, escuchó junto con los demás, como discípulo, como compañero, como hermano
, las grandes palabras de la Promesa. Cristo ha dicho en la mesa de la Cena: "¡Ay
de aquel hombre por quien es traicionado el Hijo del Hombre! Más le valiera a ese
hombre no haber nacido". Pero ahora que el Traidor está ante Él y se ha consumado la
traición, y a la perfidia de la traición añade Judas el ultraje del beso, a los labio
s de Aquel que ha ordenado el amor a los enemigos acude la dulce, la acostumbrad
a, la divina palabra: — Amigo, ¿qué vienes a hacer?
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El testimonio mismo del traicionado aumenta nuestra perplejidad, en vez de desco
rrer el velo del aterrador secreto. Sabe que Judas es un ladrón y le confía la bolsa
; sabe que Judas es perverso, y le confía un tesoro de verdades infinitamente más pr
ecioso que todas las monedas del universo; sabe que Judas ha de traicionarlo, y
le hace participe de su Cuerpo y de su Sangre en la última cena; ve a Judas guiand
o a los que le ofenden, y le llama una vez más, como antes, como siempre, con el s
anto nombre de la amistad. "¡Más le valiera no haber nacido!". Estas palabras, más que
una condena, pueden ser una frase compasiva al considerar el triste destino de
Judas. Si Judas odia a Jesús, no vemos en ningún momento que Jesús sienta enfado por J
udas. Porque Jesús sabe que el infame comercio de Judas es, en cierta manera, nece
sario, como la debilidad de Pilato, la rabia de Caifás, los salivazos de los solda
dos, los maderos de la cruz. Sabe que Judas hará lo que piensa, y no le llena de i
mprecaciones, como no maldice al pueblo que le quiere ver muerto o el martillo q
ue lo clava en el leño. Una sola súplica le dirige: "Haz pronto lo que piensas hacer”.
El misterio de Judas está atado con doble nudo al misterio de la Redención, y segui
rá siendo para nosotros, tan pequeños, un misterio. Ninguna analogía nos puede ilumina
r. También José fue vendido por uno de sus hermanos que se llamaba Judas, como el Is
cariote, y fue vendido a los mercaderes Ismaelitas por veinte monedas de plata.
Pero José, figura carnal de Cristo, no fue vendido a sus enemigos, no fue vendido
para que lo mataran. Y en compensación de aquella perfidia llegó a ser tan rico que
pudo enriquecer a su padre, y tan generoso que pudo perdonar a sus hermanos. Jesús
no fue tan sólo traicionado, sino vendido; traicionado, por dinero; vendido a baj
o precio, cambiado por moneda corriente. Fue objeto de cambio, mercadería pagada y
consignada. Judas, el hombre de la bolsa, el cajero, no se presentó únicamente como
delator, no se ofreció como sicario,
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sino como traficante, como vendedor de sangre. Si Jesús no hubiera sido vendido fa
ltaría algo a la completa ignominia de la expiación; si lo hubieran pagado caro, con
trescientos siclos en vez de treinta, en oro y no en plata, la ignominia habría d
isminuido. Y si hubiera sido vendido como esclavo, como tantos cuerpos dotados d
e alma eran vendidos en aquellos tiempos en las plazas; si hubiera sido vendido
como una propiedad en renta, como un capital humano, como viviente instrumento d
e trabajo, la ignominia también hubiera sido menor. Pero fue vendido como se vende
el inocente cordero que el carnicero compra para matar, para vender después en pe
dazos a los que han de comer la carne. El carnicero Caifás no tuvo nunca tan inmen
sa víctima. Hace casi dos milenios que los cristianos se alimentan de aquella víctim
a, y todavía está intacta. Cada uno de nosotros ha contribuido, con su parte, para c
omprar a Judas esa víctima inagotable. Todos hemos contribuido a reunir la cantida
d visible que costó la sangre del Libertador; Caifás fue nuestro mandatario. El camp
o de Aceldama, que fue pagado con aquella moneda; el campo que fue pagado con el
precio de la sangre, es nuestra herencia, es cosa nuestra. Y aquel campo se ha
agrandado extraordinariamente, se ha dilatado hasta ocupar media faz de la tierr
a, ciudades enteras, ciudades populosas, pavimentadas, iluminadas, barridas, ciu
dades de tiendas y burdeles, que resplandecen de norte a mediodía. Y para que el m
isterio sea cada vez mayor, los dineros de Judas, multiplicados mil veces por la
s traiciones de tantos siglos, por los sucios negocios realizados, y lo que es más
, aumentado con los intereses, han llegado a ser incontables. Ahora ya — los conta
dores arúspices de esta edad pueden atestiguarlo — todos los recintos del Templo no
bastarían para contener las monedas producidas hasta el día de hoy por aquellas Trei
nta que arrojó allí, en el delirio del remordimiento, el hombre que vendió a su Dios.
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EL HOMBRE DEL CANTARO
Estipulado y pagado el precio, los compradores no quieren esperar demasiado la e
ntrega. Antes de la fiesta, han convenido. La fiesta grande, la Pascua, cae en e
l sábado y ya estamos a jueves. A Jesús no le queda más que un solo día de libertad — el úl
imo día. Antes de dejar a sus amigos — los que esta noche le abandonarán — quiere, una v
ez más, en la mesa de la paz, probar un bocado en el mismo plato que ellos. Antes
de que le laven la cara los salivazos de la soldadesca siria y de la hez judaica
, quiere arrodillarse a lavar los pies de aquellos que han de caminar hasta la m
uerte sobre los caminos de la tierra para contar su muerte. Antes de que su sang
re corra de las manos, de los pies, del pecho, quiere dar las primicias de ella
a aquéllos que han de ser como una alma sola con Él hasta el fin. Antes de sufrir la
sed, clavado en los maderos clavados, quiere beber con sus compañeros el jugo de
la uva en el mismo vaso. La víspera de su muerte será como una anticipación del místico
banquete de la gloria. Era la mañana del jueves, el primer día de los ázimos. Los Discíp
ulos preguntan: — ¿Dónde quieres que vayamos a hacer los preparativos para comer la Pa
scua? El Hijo del Hombre es menos que las raposas y no tiene casa. Ha dejado la
de Nazareth para siempre; está lejos la de Simón de Cafarnaum, que fue, en los prime
ros tiempos, como suya, y muy fuera de la ciudad la de Marta y María, en Betania,
donde era casi el amo. En Jerusalén no tiene más que enemigos o amigos vergonzantes:
José de
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Arimatea le acogerá como huésped solamente la noche después, en la oscura gruta del se
pulcro. Pero el condenado a muerte, el último día, tiene derecho a la gracia que pid
e. Todas las casas de Jerusalén son suyas. El Padre le dará aquélla que mejor se acomo
de a esconder la última satisfacción del perseguido. Y Jesús envía a dos discípulos con es
ta orden misteriosa: — Id a la ciudad y os saldrá al encuentro un hombre que llevará u
n cántaro de agua. Seguidle, y donde entre, decid al dueño de la casa: El Maestro ma
nda que te digamos: mi tiempo está próximo. ¿Dónde está la habitación en que he de comer la
Pascua con mis discípulos? Y él os enseñará, en lo alto de la casa, una estancia amuebla
da y dispuesta: haced luego allí los preparativos necesarios. Se ha dicho que aque
l amo era un familiar de Jesús y que entre ellos había ya un acuerdo anterior. Es un
error: Jesús hubiera mandado a aquellos dos directamente a él, diciéndoles su nombre,
y no recurriría al expediente del hombre del cántaro. Muchos eran aquella mañana de f
iesta los hombres que debían de subir de la fuente de Siloé con cántaros de agua. Los
discípulos no han de elegir: el primero que les salga al paso. No lo conocen, porq
ue si no, le pararían, en vez de ir detrás de él para ver dónde entra. Su amo, puesto qu
e tiene un servidor, no ha de ser de los más pobres, y en su casa, como en la de t
oda persona acomodada, habrá ciertamente una habitación a propósito para una cena. Y ést
e debe saber, al menos de oídas, quién es el Maestro: en aquellos días no se habla en
Jerusalén sino de él. La embajada es tal que no podrá rehusarse. "El Maestro manda que
te digamos: Mi tiempo está próximo". Su tiempo es el de la muerte. ¿Quién podrá rechazar
de su casa a un moribundo que quiere saciar su hambre por última vez? Fueron los d
iscípulos, hallaron al hombre de la herrada, entraron en la casa, hablaron con el
dueño y prepararon lo necesario para la cena: el cordero
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asado, los panes redondos sin levadura, las hierbas amargas, la salsa roja, el v
ino de acción de gracias, el agua caliente. En la estancia dispusieron los divanes
y las almohadas en torno a la mesa, y sobre la mesa extendieron su buen mantel
blanco, y sobre el mantel, los pocos platos, los candelabros, el jarro lleno de
vino y la copa, una sola copa, donde todos posarían los labios. No se olvidaron de
nada: los dos eran prácticos en tales preparativos. Desde niños, en la casa materna
que se espejaba en el lago, habían asistido, con curiosa mirada, a los preparativ
os de la fiesta más cordial del año. Y no era la primera vez que comían juntos la Pasc
ua desde que estaban en compañía de aquel a quien amaban. Pero en este día, que era el
último, y acaso la atroz verdad había por fin penetrado en sus espíritus obtusos: par
a esta cena, que era la última que los trece iban a gustar juntos; para esta Pascu
a, que era la última de Jesús y la última verdaderamente válida del viejo judaísmo — porque
se iba a sellar un nuevo pacto para los hombres de todos los países —; para este ban
quete de fiesta, que es un recuerdo de vida y un aviso de muerte, los discípulos h
icieron las humildes faenas serviles con una ternura nueva, con esa alegría tranqu
ila y pensativa que casi mueve a las lágrimas. Al ponerse el sol, llegaron los otr
os diez con Jesús y se colocaron en torno a la mesa preparada. Todos estaban mudos
, como apesadumbrados por presentimientos que les daba miedo hallar en los ojos
de sus compañeros. Se recordaba la cena, casi fúnebre, en casa de Simón, el olor del n
ardo, la mujer y su llanto silencioso, las palabras de aquellos días, las adverten
cias reiteradas de la infamia y de la muerte, y las señales del odio que aumentaba
en derredor suyo los indicios ya manifiestos de la conjura que estaba por salir
de la sombra con sus antorchas. Pero dos de ellos — por razones opuestas — estaban
más tristes, más impresionados que todos: los dos que no verían la noche siguiente. Lo
s que iban a morir — Cristo y Judas — el vendido y el vendedor, el Hijo de Dios y el
aborto de Satanás. Judas lo había estipulado ya todo; llevaba encima los treinta di
neros, bien
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apretados para que no sonasen ¡no se los volverían a coger! Pero no estaba tranquilo
. El enemigo había entrado en él, pero tal vez no había muerto del todo el amigo de Cr
isto. Verle allí, en medio de los suyos, sereno, pero con la expresión dolorida de q
uien es único en saber un secreto, en conocer un delito, una traición; verlo todavía l
ibre, junto a quienes le aman, todavía vivo, con toda su sangre en las venas, bajo
la delicada protección de la piel . . . Pero los compradores no querían esperar más;
para aquella misma noche estaba concertada la entrega, y sólo a él se esperaba. Pero
, ¿ y sí Jesús, que debía de estar enterado, lo denunciase a los Once? ¿Y si éstos, para sa
var al Maestro, se le echasen encima, para atarlo, tal vez para matarlo? Empezab
a a percatarse de que precipitar a Cristo a la muerte no bastaría para salvarse él d
e la muerte, tan temida y, sin embargo, tan próxima. Todos estos pensamientos ente
nebrecían cada vez más su tétrico rostro, y de cuando en cuando lo consternaban. Mient
ras los más diligentes andaban dando los últimos toques a los preparativos, él miraba
de soslayo los ojos de Jesús — límpidos ojos velados apenas por la amorosa melancolía de
la separación — como para leer en ellos la revocación de la muerte inminente. Jesús rom
pió el silencio. —He deseado ardientemente comer esta Pascua con vosotros; porque os
digo que ya no comeré ninguna otra, hasta que no se cumpla en el Reino de Dios. ¡En
ninguna otra palabra de Cristo a sus amigos se había mostrado tanta fuerza de amo
r contenido como en ésta! Tanta nostalgia del día de la unión íntima, de la fiesta tan a
ntigua, y, con todo, destinada a una renovación superior. Saben que los ama; pero,
pobres corazones combatidos, cuánto, nunca lo han sabido con tanta agudeza como e
n esta noche. Esta cena, él lo sabe, es la pausa extrema de reposada dulzura antes
de la muerte, y, con todo, la ha deseado "ardientemente", con ese ardor con que
se desean las cosas más deseables, más largamente deseadas; con ese fervor del que
algo
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conocen los apasionados, los que aman, los que combaten por la luz de una victor
ia, los que padecen por la alteza de un premio. Ha deseado ardientemente comer c
on ellos esta Pascua. Había celebrado otras; había comido con ellos mil veces, en lo
s bancos de la barca, en las casas de los amigos, de los desconocidos, de los ri
cos, al borde de los caminos, en los prados de las montañas, a la sombra de las ro
cas y de las frondas. ¡Con todo, hacía mucho tiempo que deseaba ardientemente comer
con ellos esta cena, que es la última! Los cielos de la Galilea feliz, los mansos
vientos de la pasada primavera, el sol de la Pascua anterior, los ramos de pocos
días ha: ¡quién se acuerda ahora de ellos! Ahora no piensa más que en sus primeros amig
os, en sus últimos, que diezmará la traición, que desbandará el miedo, pero que están hast
a este momento, alrededor de él, en la misma habitación, a la misma mesa, unidos por
el mismo dolor que sobre ellos pesa, pero también por la luz de una certidumbre s
obrenatural. Ha sufrido hasta este día, pero no por sí: por el deseo ardiente de est
a hora nocturna en que ya se respira el triste aíre de los adioses. Y en aquella c
onfesión de amor el rostro de Cristo, que dentro de poco será abofeteado, se ilumina
con esa imperial tristeza que por modo tan extraño se parece a la alegría.
EL LAVATORIO DE PIES
En trance de ser separado de los que ama, quiere dar una prueba suprema de ese a
mor. Siempre los amó a todos, incluso a Judas; siempre los amó con un amor que exced
e a todo amor, con un amor tan sobreabundante que a veces no supieron contenerlo
en sus pequeños corazones; tan grande era. Pero ahora, cuando está por dejarlos, to
do el afecto que aun no ha dicho en palabras se deshace en un desbordamiento de
melancólica ternura.
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En esta cena, donde ocupa el lugar de jefe de la familia, quiere ser para sus am
igos más benigno que un padre y más humilde que un siervo. Es Rey y se humillará al of
icio de los esclavos; es Maestro y se pondrá por debajo de los Discípulos; es Hijo d
e Dios y aceptará el papel del más despreciado de los hombres; es el Primero y se ar
rodillará ante los inferiores, como si fuese el Último. Muchas veces les ha dicho a
ellos, soberbios y celosos, que el amo debe servir a sus siervos, que el Hijo de
l Hombre ha venido para servir, que los primeros deben ser como los últimos. Pero
sus palabras no han llegado a ser todavía comprendidas por aquellas almas, que has
ta aquel último día han disputado entre ellos acerca de prioridades y precedencias.
El acto tiene más poder sobre los espíritus incultos que la palabra. Jesús se apresta
a repetir, bajo la especie simbólica de un servicio humillante, una de sus enseñanza
s capitales. "Se levantó de la mesa — refiere Juan —, se quitó el manto y, tomando una t
oalla, se la ciñó. Luego echó agua en la jofaina y comenzó a lavar los pies a los Discípul
os y a secárselos con la toalla que se había ceñido". Únicamente una madre o un esclavo
hubieran podido hacer lo que hizo aquella noche Jesús. La madre, a sus hijos pequeño
s y a nadie más; el esclavo, a sus dueños y a nadie más. La madre, contenta, por amor;
el esclavo, resignado, por obediencia. Pero los Doce no son ni hijos ni amos de
Jesús. Su doble filiación le eleva sobre todas las madres terrestres; Rey de un Rei
no futuro, pero más legítimo que todas las monarquías, es el Señor todavía no reconocido p
or todos los señores. Sin embargo, está satisfecho de lavar y secar aquellos veintic
uatro pies callosos y malolientes, con tal de imbuir en los corazones remisos, t
odavía llenos de orgullo, la verdad que su boca ha dicho en vano durante tanto tie
mpo. El que se ensalza será humillado; el que se humilla será ensalzado. "Después que
les hubo lavado los pies y puéstose su manto, se acomodó de nuevo a la mesa y les di
jo: ¿Comprendéis lo que os he hecho? Vosotros me
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llamáis Señor y Maestro: si yo, pues que soy el Señor y el Maestro os he lavado los pi
es, también vosotros debéis lavaros los píes uno a otro. Porque yo os he dado ejemplo,
a fin de que vosotros hagáis también lo que yo he hecho. En verdad, en verdad os di
go que el servidor no es más grande que su señor, ni el apóstol más grande que aquel que
lo ha enviado. Pues que sabéis estas cosas, dichosos vosotros si las ponéis en prácti
ca." Porque Jesús no ha hecho sólo una advertencia de condescendiente humildad, sino
dado un sublime ejemplo de amor. "Este es mí mandamiento: que os améis los unos a l
os otros como yo os he amado. Ningún amor es más grande que el amor de aquel que da
la vida por sus amigos, y vosotros sois mis amigos si hacéis las cosas que os mand
o." Pero en aquel acto, tan profundo en su aparente bajeza, había, además de un sent
ido de amor, otro de purificación. "El que se ha bañado — dice Jesús — no ha menester sino
lavarse los pies; todo lo demás está completamente limpio; y también vosotros estáis li
mpios, pero no todos." Los Once tenían cierto derecho al beneficio del lavatorio.
Durante semanas y meses aquellos pies habían andado los polvorientos, los fangosos
, los sucios caminos de Judea, para seguir a Aquel que daba la vida. Y después de
su muerte han de caminar, años y años, por caminos más largos, más desconocidos, en países
de los cuales hoy no saben ni aun siquiera el nombre. Y el barro extranjero ens
uciará, a través de las sandalias, los pies de quienes irán, como peregrinos y foraste
ros, a repetir el llamamiento del Crucificado.
TOMAD Y COMED
Aquellos trece hombres parecen reunidos para obedecer al antiguo rito convival q
ue rememora la liberación de su pueblo de la miseria egipcia.
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Parecen, a primera vista, trece aldeanos observantes, que esperan ante la mesa b
lanca, que huele a cordero y a vino, la hora de una cena íntima y festiva. Pero únic
amente en apariencia. Es, por lo contrario, una víspera de despedidas y separacion
es. Dos de aquellos Trece — el que es Dios y el que tiene dentro de sí a Satanás — morirán
, antes que sea noche otra vez, de muerte tremenda. Los otros se desperdigarán mañan
a, como los segadores al primer turbión de la granizada. Pero aquella cena, que es
preparativo para un fin, es también maravilloso principio. La observancia de la p
ascua judaica está por transformarse, en medio de aquellos trece hebreos, en algo
incomparablemente más alto y universal, en algo imposible de igualar, en algo inef
able: en el gran Misterio Cristiano. La Pascua, para los Hebreos, no es más que la
fiesta conmemorativa de la salida de Egipto. Aquella victoriosa evasión de la aby
ección de la dependencia, acompañada por tantos prodigios, guiada por el manifiesto
patrocinio de Dios, no fue nunca olvidada por aquel pueblo que, sin embargo, debía
sentir en el cuello el yugo de otras deportaciones. Para perenne recuerdo del p
recipitado Éxodo fue prescrita una festividad anual que tomó el nombre de Tránsito: Pe
sach, Pascua. Era una especie de banquete, que había de recordar la comida improvi
sada y presurosa de los fugitivos. Un cordero o un cabrito asado al fuego, es de
cir, del modo más simple y hacedero, y el pan sin levadura, porque no había tiempo d
e que fermentase la masa. Y había de comerse con el cíngulo puesto, las sandalias en
los pies, los bastones en las manos y deprisa, como gente que está por salir de v
iaje. Las hierbas amargas son las míseras verduras arrancadas del camino por los f
ugitivos para engañar el hambre de la interminable peregrinación. La salsa rojiza en
que se moja el pan recuerda los ladrillos que los esclavos judíos habían de cocer p
ara el Faraón. El vino es una añadidura: la alegría de la huida, la promesa de las viñas
esperadas, la
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embriaguez del agradecimiento al Eterno. Jesús no trueca el orden del ágape milenari
o. Después de la oración hace pasar de mano en mano la copa del vino invocando el no
mbre de Dios. Luego, reparte a cada cual las hierbas amargas y llena, por segund
a vez, la copa que, bebiendo de ella un sorbo cada uno, da la vuelta a la mesa. ¿Q
ué sabor tendrá aquel vino en la boca del traidor cuando Jesús, en el oprimente silenc
io, pronuncia las palabras de nostalgia y de esperanza que no son ya para Judas,
sino para los que puedan subir al eterno banquete del Paraíso? — Tomad y bebed, por
que en verdad os digo que no volveré a beber del jugo de la vid hasta el día en que
lo beba con vosotros en el Reino de Dios. Adiós doloroso, pero, al mismo tiempo, c
onfirmación de una solemne promesa. Ante los ojos de los pobres apóstoles pasó la resp
landeciente visión del inmenso festín celeste. No creían que hubiese que aguardar much
o tiempo. Después de la vendimia, ya próxima, pensaban, luego que el mosto ha cocido
y se echa en las cubas el vino dulce, el Maestro volverá, como ha prometido, para
invitarnos a las grandes bodas de la Tierra con el Cielo, al convite eterno. So
mos hombres entrados en años, hombres ancianos, más que maduros, en cuanto hace a la
edad: si el esposo tardase, ya no nos encontraría entre los vivos, y su promesa s
ería una irrisión para los que han creído. Y tranquilizados por esa esperanza de una r
eunión próxima y gloriosísima, entonan a coro, según es uso, los salmos de la primera ac
ción de gracias. Es un canto de alabanza al Padre de Aquel que les está sirviendo. "
Tiembla, oh tierra, en presencia del Señor, en presencia del Dios de Jacob, que co
nvierte la roca en lago, la dura piedra en manantial . . . Él levanta al desgracia
do del polvo, saca del estiércol al pobre, para darle un puesto entre los nobles,
entre los nobles de su pueblo."
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¡Con qué alegre persuasión entonan estas antiguas palabras, coloreadas, en aquel momen
to, de un sentido nuevo! También ellos son miserables y serán sacados del polvo de l
a miseria por mediación del Hijo de Dios; también ellos son pobres y él los sacará dentr
o de poco del barro de la mendicidad para hacerlos dueños de una riqueza inagotabl
e. Entonces Jesús, que ve la insuficiencia de su conocimiento, toma los panes que
hay sobre la mesa, los bendice, los parte, y en el acto de ofrecer un pedazo a c
ada cual, pone ante sus ojos la verdad: —Tomad, comed; este es mí cuerpo que por vos
otros se da: haced esto en memoria mía. No volverá, pues, tan presto como creen. Tra
s de los breves días del retorno después de la Resurrección, su segundo advenimiento s
e retrasará tanto que podrían olvidarse de él y de su muerte. "Haced esto en memoria mía
." La fracción del Pan, en la mesa común, entre los que esperan, será la señal de la nue
va hermandad. Cada vez que partáis el Pan no sólo estaré presente entre vosotros, sino
que por medio de él os uniréis íntimamente a mí. Como el pan que habéis comido en la cena
será vuestro alimento hasta mañana, así este Pan que ahora os doy, que es mi propio c
uerpo — mi cuerpo, que yo ofreceré por todos en la muerte — saciará vuestra hambre hasta
el día en que se abran los graneros inacabables del Reino y seáis como ángeles bajo l
a mirada del Padre. No os dejo, pues, sólo un recuerdo: estaré presente, con una pre
sencia misteriosa, pero real, en cada partícula de pan que sea consagrada, y este
Pan será alimento necesario para las almas y de este modo quedaré con vosotros hasta
la consumación de los siglos. Esta noche, entre tanto, comed estos panes sin leva
dura, estos panes amasados por mano del hombre, hechos de agua y de trigo; estos
panes que sintieron el ardor del horno y que mis manos, no frías aún, han partido y
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que mi amor ha transmutado en mi carne, para que sea vuestro perenne alimento. E
n verdad que es muy dulce cosa comer el pan bueno con los amigos: la blanca miga
del pan de harina, cubierto con la corteza tostada y crujiente. Muchas veces lo
habéis mendigado conmigo, en casa de los pobres, y tendréis que mendigarlo en mi no
mbre durante toda la vida. Os darán las migajas sobrantes en el fondo del arca, lo
s mendrugos mohosos que los perros rechazan, las cortezas que los niños y los viej
os abandonaron, medio masculladas, en el hogar. Pero vosotros conocéis el cansanci
o, y las noches en ayunas, y el pálido rostro de la pobreza. Sois sanos, tenéis las
mandíbulas fuertes de los masticadores de pan duro. No perderéis ánimos porque no se o
s invite a las mesas de los satisfechos. Pero, en verdad, es infinitamente más sua
ve al corazón de quien os ama el transmutar el pan que procede de la dura tierra y
del trabajo duro en su propio Cuerpo, cuerpo que será eternamente ofrecido por vo
sotros, en el Cuerpo que descenderá todos los días del cielo como vehículo de la graci
a. Acordaos de la oración que os he enseñado: El pan nuestro de cada día dánosle hoy. Vu
estro verdadero pan de hoy y de siempre es este pan: mi Cuerpo. El que dignament
e coma mi cuerpo, que todas las mañanas, por innumerables siglos, se ofrecerá en boc
ados innumerables de pan transustanciado, nunca tendrá hambre. El que lo rechace n
o será saciado por toda la eternidad. Jesús llenó por tercera vez el cáliz y, ofreciéndose
lo al más próximo, dijo: — Bebed de él todos, porque esta es mi sangre, la sangre del Nu
evo Testamento, la cual es vertida en pro de muchos. Su sangre no ha caído todavía e
n la tierra, mezclada con sudor, bajo los Olivos, y no ha goteado aún de los clavo
s sobre la cima del Gólgota. Pero su deseo de dar vida con su vida, de comprar con
su padecer todo el dolor del
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mundo, de entregarse por entero a quienes ama es de tal manera fuerte, que desde
luego supone cumplida la inmolación cruenta y posible del donativo. Con sangre, q
ue representa visiblemente la vida, el Dios de Abraham y de Jacob había establecid
o el pacto con el pueblo de su propiedad. Cuando Moisés hubo recibido la Ley mandó m
atar unos terneros y la mitad de su sangre recogió en vasijas y la otra derramó sobr
e el altar. “Entonces Moisés tomó aquella sangre y roció con ella al pueblo y dijo: he a
quí la sangre del pacto que el Señor ha hecho con vosotros, sobre todas aquellas pal
abras." Pero después de un experimento de siglos Dios había anunciado, por boca de l
os Profetas, que el Antiguo Pacto iba a caducar y que otro era ya necesario. La
sangre de los animales, esparcida sobre las cabezas tercas y sobre los rostros b
lasfemos, no tenía en sí misma virtud alguna. Otra sangre, de más alta y preciosa cond
ición, se requería para el Nuevo Pacto — para el último pacto del Padre con la descenden
cia perjura. Con diversos modos había intentado inducir a los antiguos hacía la puer
ta estrecha de la salvación. La lluvia de fuego sobre Sodoma, el lavatorio en el a
gua del Diluvio, la esclavitud de Egipto, el hambre del Desierto los habían aterra
do sin reformarlos. Ahora ha venido un libertador divino y al propio tiempo más hu
mano que el antiguo capitán del Éxodo. Moisés liberta a un Pueblo, habla en lo alto de
l monte, anuncia una tierra prometida. Pero Jesús viene a salvar no sólo a su pueblo
, sino a todos los pueblos, y no escribe la ley sobre piedra, sino en los corazo
nes; su tierra prometida no es un país de pingües pastos y viñas de grandes racimos, s
ino un reino de santidad y de perenne alegría. Moisés mató a un hombre, y Jesús resucita
a los muertos; Moisés cambió el agua en sangre y Jesús, después de haber cambiado el ag
ua en vino en el banquete nupcial de Caná, cambia el vino en sangre, en su Sangre,
en la melancólica cena de su desposorio con la muerte. Moisés muere, colmado de años
y de gloria, en la cima solitaria, glorificado por su gente, y Jesús morirá joven, e
ntre los insultos de aquellos a quienes ama.
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La sangre de los terneros, sangre impura de animales terrestres, de víctimas invol
untarias e inferiores, ya no tiene eficacia alguna. El Nuevo Pacto es sellado es
ta noche con las palabras de aquel que ofrece, bajo la apariencia del vino, su p
ropia Sangre. — Esta es mi sangre, la sangre del pacto, que es derramada por vosot
ros. No sólo para los Doce que allí están; ellos representan a sus ojos, toda la human
idad que vive en aquel tiempo y toda la que ha de nacer. La sangre que verterá mañan
a en la Colina del Calvario es sangre verdadera, sangre limpia y ardiente, que s
e agrumará en la cruz en manchas que todas las lágrimas cristianas no podrán borrar nu
nca. Pero aquella sangre es, a la vez, figura de un alma que se ha ofrecido para
hacer semejantes a sí las almas encerradas en los cuerpos de los hombres; que se
ha prodigado a aquéllos que la han buscado y a los que la han rehuido; que ha pade
cido por los que la han amado y por los que la han maldecido. Este bautismo de s
angre, que viene después del bautismo de agua de Juan, después del bautismo de lágrima
s de la mujer de Betania, después del bautismo de salivazos de Judíos y Romanos; est
e bautismo de sangre, que parece, por su rojez, el de fuego anunciado por el Pro
feta del Fuego, y que se mezclará a las lágrimas que las mujeres derramarán sobre el c
adáver ensangrentado, es el misterio máximo que el traicionado enseña a sus traidores.
Os he repartido bajo las apariencias del pan mi cuerpo, que mañana será quebrantado
, y ahora os ofrezco mi sangre bajo las apariencias de este vino que bebo por últi
ma vez. Óptimo alimento es el pan de trigo, y excelente bebida el vino de la uva;
pero el Pan y el Vino que os he dado esta noche saciarán vuestra hambre y vuestra
sed, por virtud de mi sacrificio y del amor que me hace buscar la muerte y que r
eina aun más allá de la muerte. Ulises aconsejaba a Aquiles que hiciese dar a los Aq
ueos, antes de la batalla, "pan y vino, porque aquí están la fuerza y el valor." Par
a el griego la fuerza de los miembros está en el pan, y el valor homicida en el vi
no: ¡en el vino
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que embriaga a los hombres para que puedan destruir sin cansancio! El Pan que re
parte Cristo no refuerza la carne, sino el alma, y su Vino da la divina embriagu
ez del amor, ese amor que el Apóstol llamará, con escándalo de los descendientes de Ul
ises, la locura de la cruz. También Judas ha mordido aquel pan y ha tragado aquel
vino — ha gustado aquel Cuerpo del que ha hecho comercio, ha bebido aquella Sangre
que él ayudará a derramar; pero no ha tenido fuerza bastante para confesar su infam
ia, para arrojarse al suelo, llorando, a los pies del que hubiera llorado con él.
Entonces el único amigo que le queda a Judas le advierte: — Yo os digo en verdad que
uno de vosotros me entregará. Los Once, que tendrán valor para dejarlo solo entre l
os esbirros de Caifás, pero que nunca hubieran pensado en venderlo por dinero, se
estremecen. Y cada cual mira al otro a la cara con desconfianza, casi con terror
de ver en el compañero la lividez acusadora. Y todos, uno tras otro, preguntan: — ¿So
y yo? ¿Soy acaso yo? También Judas, escondiendo bajo las apariencias del estupor ofe
ndido su confusión creciente, consigue sacar un hilo de voz: — ¿Soy acaso yo, Maestro?
Pero Jesús, que mañana no se defenderá, no quiere acusar tampoco y se contenta con re
petir, con palabras más precisas, la dolorosa profecía — El que mete conmigo la mano e
n el plato, ése me traicionará. Y como todos seguían mirándole fijamente, suspensos en p
enosa duda, insiste por tercera vez: — La mano del que me traiciona está aquí sobre la
mesa.
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No añadió más. Pero, siguiendo hasta el fin el uso antiguo, llenó la copa por cuarta vez
y la dio a todos para que bebiesen. Y de nuevo las trece voces se elevaron para
cantar el himno, el gran Hallel que cerraba la liturgia pascual. Jesús repetía las
fuertes palabras del salmista, que son como profética oración fúnebre antes de la sepu
ltura: "El Eterno está a favor mío; no tengo miedo; ¿qué me pueden hacer los hombres? .
. . Me habían rodeado como abejas; se han apagado como fuego de espinos. . . Yo no
moriré, no; viviré. . . El Eterno me ha castigado severamente, pero no me ha entreg
ado en poder de la muerte. ¡Abridme las puertas de la justicia para que pueda entr
ar y celebrar al Eterno! . . . La piedra rechazada por los constructores se ha c
onvertido en piedra angular. Atad con cuerdas a la víctima y conducidla a los lado
s del altar. . . " La víctima estaba dispuesta y los habitantes de Jerusalén verían al
día siguiente un altar nuevo, de pino y hierro. Pero los Discípulos, confusos y soñol
ientos, no entendieron, tal vez, ni las alusiones infaustas ni las triunfantes d
e los antiguos cánticos. Acabado el himno, salieron al punto de la habitación y de l
a casa. Judas, una vez fuera, desapareció en la noche. Los Once que quedaban sigui
eron, sin decir palabra, a Jesús que se dirigía, como otras noches, hacia el Monte d
e los Olivos.
ABBA, PADRE
Había allí arriba un huerto y un molino de aceite que le daba nombre: Getsemaní. En aq
uel lugar pasaban las noches Jesús y los suyos, ya porque, acostumbrados al aire l
ibre y quieto de los campos, los olores y ruidos de la ciudad no les molestasen,
ya porque temiesen ser presos a traición en medio de las casas de sus enemigos.
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Apenas llegados, Jesús le dijo a sus Discípulos: — Sentaos aquí mientras yo voy a orar.
Pero tan triste y afanoso estaba que no supo estar solo. Llamó a los tres que más am
aba: Simón Pedro, Santiago y Juan. Y cuando estuvieron aparte de los otros, "comen
zó a dar señales de tristeza y de angustia." — Mi alma está triste hasta la muerte; perm
aneced aquí y velad conmigo. Si le contestaron y qué le contestaron, nadie lo sabe.
Pero no debieron de consolarle con las palabras que proceden del corazón cuando se
sufre del sufrimiento del amado, porque se alejó también de ellos y se fue más lejos,
solo, a orar. Hinca las rodillas en tierra, se inclina hasta tocar el rostro en
el suelo y ora así: — Abba, Padre, toda cosa te es posible. Padre mío, si es posible,
pase de mí este cáliz. Está solo, solo en la noche, solo en medio de los hombres, sol
o ante Dios y puede mostrar sin vergüenza su debilidad. Al cabo, es hombre también,
hombre de carne y sangre, hombre que respira y se mueve y sabe que su muerte está
próxima, que se va a parar la máquina de su cuerpo, que su carne será traspasada, que
correrá su sangre por la tierra. Es la segunda tentación. Según la palabra del Evangel
ista, después que Satanás fue derrotado, en el Desierto, "se retiró de él por algún tiempo
". Lo ha dejado hasta este instante. Ahora, en este nuevo Desierto, en esta tini
ebla en que Jesús está solo, espantosamente solo, más solo que en el Desierto, donde l
as bestias feroces le servían — y ahora, por el contrario, las fieras doctas y disfr
azadas le están cerca, pero para despedazarlo — en este Desierto consternado y noctu
rno, Satanás vuelve a acechar a su enemigo. La
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otra vez le prometía grandezas de reinos, victorias, prodigios; quería atraerlo haci
a sí con el cebo del poderío. Ahora recurre a lo contrario: confía en su debilidad. El
Cristo que comienza su vida pública, encendido en confiado amor, no se doblegó. Per
o Satanás espera que el Cristo que está por morir, abandonado de los más queridos, tra
icionado por el discípulo, buscado por los enemigos, será vencido por el miedo, ya q
ue no lo fue por la codicia. Jesús sabe que debe morir, que ha venido para morir,
para dar la vida con su muerte, para confirmar con la muerte la verdad de la may
or vida anunciada; no ha hecho nada para no morir; ha aceptado voluntariamente m
orir por los suyos, por todos los hombres, por los que no le conocen, por los qu
e le odian, por los que no han nacido; ha profetizado su muerte a los amigos, le
s ha dado una prueba de su muerte al darles su Cuerpo y su Sangre. ¿Cómo pues, pide
al Padre que aleje el cáliz de su boca? Ha escrito sus palabras en el polvo de la
plaza y las ha borrado al punto; las ha escrito en el corazón de unos pocos, pero
sabe cuán delebles son las palabras esculpidas en los corazones de los hombres. Si
su doctrina ha de quedar para siempre en la tierra, y de modo que no pueda olvi
darse nunca, debe escribirla con sangre, porque sólo con la sangre de nuestras ven
as se pueden escribir las verdades sobre las páginas de la tierra, para que las pi
sadas de los hombres y las lluvias de los siglos no las decoloren. La cruz es, e
n cierto modo, la conclusión lógica del Sermón de la Montaña. El que trae el Amor es obj
eto de odio, y no se vence al odio más que aceptando la condena. El máximo bien, que
es el Amor, será pagado por los hombres con el máximo mal que tienen a su disposición
: el asesinato. Pero todo cuanto sabemos, por fe y revelación, de su divinidad, se
rebela poderosamente contra la idea de que pueda haber sucumbido a la tentación.
Si la muerte, conocida de antemano, le hubiese de veras aterrado, ¿no estaba todavía
a tiempo de librarse? Sabía, de muchos días atrás, que querían prenderlo, y no le falta
ba manera, aun en aquella noche, de escapar a los perros que estaban preparados
para morderle. Bastaba con que, solo o
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con unos cuantos fieles, tomase el camino del Jordán y, atravesando la Perea, por
caminos a trasmano, se acogiese a la Tetrarquía de Filipo, donde ya se había refugia
do poco antes, para evitar la enemiga de Antipas. La policía judaica era tan escas
a y primitiva que difícilmente lo habría alcanzado. Si se queda, quiere decir que no
teme a la muerte ni a los horrores que la acompañarán. Considerado con la grosera lóg
ica humana, aquello es un suicidio — divino suicidio por mano ajena, en nada semej
ante a aquellos de los héroes antiguos, que recurrían a la espada de un amigo o de u
n esclavo. Había predicado la Verdad y únicamente faltaba ya, para que fuese perpetu
amente recordada, asociarla a lo terrible de una muerte inolvidable. Y aquella s
angre, como un licor estimulante, despertará por siempre también a los discípulos. Per
o si el cáliz que Jesús quiso apartar de sí no es el terror de la muerte, ¿qué otra cosa p
uede ser? ¿La traición del discípulo a quien alimentó aquella noche con su Cuerpo y con
su Sangre? ¿O la próxima negación del otro discípulo, en cuya fidelidad, después del grito
de Cesarea, había grandes motivos para confiar? ¿O el abandono de todos los demás, qu
e huirán como corderos asustados cuando el lobo ha arrebatado a la madre? ¿O el dolo
r de la negación, más vasta, del abandono de todo su pueblo, del pueblo que, después d
e haberlo aplaudido, ahora lo desprecia, ignorando que la sangre del que vino a
salvarlo nunca será lavada de su frente? ¿O tal vez ha entrevisto, en la última oscuri
dad de aquella vigilia, la suerte que iba a corresponder a sus hijos más lejanos e
n el tiempo, los extravíos de muchos cristianos, las divisiones que surgirán entre e
llos, las deserciones, los tormentos, los estragos, y, apenas llegada la hora de
l triunfo, la debilidad de algunos de los mismos que debieran guiar a las multit
udes, los cismas funestos, los desmembramientos de la Iglesia, los delirios de l
a locura herética, la propagación de las sectas, las confusiones introducidas por lo
s falsos profetas, las innovaciones de los reformistas rebeldes, las locuras per
niciosas de los amontonadores de abismos, las simonías y disolución de algunos que l
e niegan con sus obras mientras le glorifican con gestos y
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palabras, las persecuciones de cristianos contra cristianos, el abandono de nuev
os Fariseos y de nuevos Escribas que torcerán y traicionarán su enseñanza, la incompre
nsión de sus palabras cuando caigan en manos de los cavilosos, de los sutilizadore
s, de los visionarios, de los contadores de sílabas, pesadores de lo imponderable,
divisores de lo inseparable, que destripan y desmenuzan, con prosopopeya doctor
al, las cosas vivas con la presunción de resucitarlas? El cáliz, en suma, no sería el
propio mal, sino el que los demás cometerán, los vivos y próximos y los no nacidos y l
ejanos. No pedirá, pues, al Padre, la conmutación de su muerte, sino que sean libres
de los males que les amenazan, ahora y más tarde, los que creen en él. Su tristeza
sería de amor y no de miedo. Pero acaso, nadie sabrá nunca el verdadero significado
de las palabras que el Hijo dirige al Padre, en la soledad de los Olivos. Un gra
n cristiano de Francia ha llamado a la narración de esta noche el Misterio de Jesús.
El Misterio de Judas es el mayor misterio humano del Evangelio; la Oración de Get
semaní es el más inescrutable misterio divino de la historia de Cristo.
SUDOR Y SANGRE
Y cuando hubo orado se volvió atrás, para reunirse con los discípulos que acaso le esp
eraban. Pero los tres se habían dormido. Acurrucados en el suelo, envueltos como p
udieron en sus mantos, Pedro, Santiago y Juan, los fieles, los elegidos, se habían
dejado vencer por el sueño. Las oscuras aprensiones, las continuas emociones de l
os últimos días, la opresora melancolía de la cena, acompañada de palabras tan graves, d
e presentimientos tan luctuosas, los habían sumergido en aquel decaimiento, que más
parece sopor que sueño.
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La voz del Maestro — ¿quién oirá dentro de sí el acento de aquella voz en el oscuro silenc
io siniestro? — los llama: — ¿No habéis sido capaces de velar conmigo ni una hora siquie
ra? Velad y orad para no caer en tentación porque el espíritu está pronto, pero la car
ne es débil. ¿Oyeron, entre sueños, aquellas palabras? ¿Respondieron, avergonzados, lleván
dose las manos a sus enturbiados ojos, que ni aun la vaga luz de la noche soport
aban? ¿Qué podían responder, en el sobresalto del despertar, al que ya no dormirá más? Jesú
se aparta de nuevo, más angustiado que nunca. ¿Le acecha también a él aquella tentación c
ontra la que ha puesto en guardia a los durmientes? ¿Va quizás a huir? ¿O a renegar de
sí mismo, como renegarán de él los demás? ¿O a oponer violencia a violencia y hacer pagar
la vida propia con la de otros? ¿O a pedir una vez más, con más insistente súplica, que
el peligro sea apartado de su cabeza? Ahora Jesús está solo de nuevo, más solo que an
tes, en una soledad absoluta que parece la desolación del infinito. Hasta entonces
podía creer que allí cerca velaban los amigos más amados. También ellos, en el colmo de
la pena, le han abandonado con el alma antes de abandonarlo con el cuerpo. Le h
an dejado solo. No han sabido concederle ni la última gracia que pide, ellos que t
anto han recibido. A cambio de su sangre y de su vida, de todas sus promesas, de
todo su amor, una sola cosa les pide aquella noche: que resistan al sueño. Pero n
i ese poco ha obtenido. Con todo, padece y combate en aquel momento, también por e
llos, que duermen. Él, que se dio todo, no recibe nada. En esta noche de repulsas
se rechaza toda demanda. Ni el Padre parece oírle ni le oyen los hombres. También Sa
tanás se ha esfumado en la oscuridad que le pertenece, y Cristo está solo, tremendam
ente solo. Solo como suelen estarlo todos aquellos que
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sobre todos se elevan, que sufren en la oscuridad para dar luz a todos. Todo héroe
es siempre, el único despierto en un mundo de dormidos, como el piloto que vela e
n la nave, en la soledad del mar y de la noche, mientras los compañeros descansan.
Jesús es el más solo de estos perpetuos solitarios. Todos duermen en derredor suyo.
Duerme la ciudad que dilata su blancura cortada por sombras más allá del Cedrón; y du
erme a aquella hora en todas las ciudades, en todas las casas del mundo, la cieg
a casta de los efímeros. Vela únicamente en aquella hora la mujer que espera la llam
ada del hombre, el ladrón apostado en la sombra con la mano en el mango del cuchil
lo; tal vez algún filosofastro que anda buscando si acaso no existirá Dios. Pero no
duermen aquella noche los jefes de los judíos y sus esbirros. Los que deberían defen
der a Jesús, los que podrían, al menos, consolarle, los que dicen amarle y que, a su
manera, de cuando en cuando le aman realmente, están aletargados. Pero no duermen
los que le odian, los que quieren ofenderle y matarle. Caifás no duerme, y el único
discípulo que vela en aquel momento es Judas. Y hasta que no llega Judas, su Maes
tro está solo, con su tristeza semejante a la muerte. Y para sentirse menos solo,
vuelve a rogar a su Padre y acuden a sus labios de nuevo las palabras de implora
ción. En el conflicto que conmueve su ser — porque la voluntad acepta alegre lo que
ha querido, mientras que la carne se estremece — el esfuerzo sobrehumano, le da po
r último la victoria. Tiembla, pero vence; está agotado, rendido, pero vence. El espír
itu ha triunfado una vez más de la carne; pero el cuerpo es ya solamente como un t
ronco que sangra y se deshace. La tensión del extremo contraste ha violentado hast
a las raíces su parte terrestre, y suda corno si hubiera realizado un trabajo inso
portable. Suda por todas partes; pero no solamente con ese sudor que cae de las
sienes del hombre que camina al sol o trabaja en el campo o delira con la fiebre
. Sobre la hierba del Monte de los Olivos empieza a verter la sangre que ha prom
etido a los hombres, Gruesas
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gotas de sangre mezcladas al sudor caen sobre la tierra como una primera ofrenda
de la carne sometida. Es el principio del triunfo definitivo, como desahogo y d
escanso de aquella humanidad suya, que es la mayor carga de su expiación. Entonces
, de aquellos labios húmedos de lágrimas, húmedos de sudor, húmedos de sangre, brota la
nueva oración — Padre mío, si no es posible que este cáliz se aparte de mí sin que yo lo b
eba, hágase tu voluntad. ¡No como yo quiero, sino como quieres tú! Se levanta del suel
o, tranquilo, y vuelve con los discípulos De nada había valido el contristado reproc
he de Jesús, Extenuados por el sopor, se habían vuelto a dormir los tres. Pero esta
vez Jesús no los llama — ha hallado un consuelo mayor del que pueden darle y se arro
ja al suelo otra vez para decir al Padre de nuevo las grandes palabras de la abn
egación: — No como yo quiero, sino como quieres tú. Antes los hombres solían pedir a Dio
s que satisficiera sus deseos particulares a cambio de cánticos y ofrendas. Quiero
la prosperidad — decía el orante —, quiero la salud, la fuerza, el florecimiento de l
os campos, la ruina de los enemigos. Pero he aquí que ha venido el Renovador y tru
eca aquella vulgar plegaria. No se haga, dice, lo que a mí me place, sino lo que t
e place a ti. "Hágase tu voluntad, así en la tierra como en el cielo". Únicamente en l
a concordia entre la voluntad soberana del Padre y la voluntad subordinada del h
ombre, en la convergencia e identificación de las dos voluntades, está la bienaventu
ranza. ¿Qué importa, pues, que la voluntad del Padre me entregue a los torturadores
y me clave, como a bestia maldita y dañina, sobre dos trozos de madera? Si creo en
el Padre, sé que me ama más de lo que yo pueda amarme y que conoce más de lo que yo p
ueda saber. No puede, pues querer más que mi bien, aunque ese bien sea, ante los o
jos humanos, el más horrible de los males, y yo quiero mi
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verdadero bien si quiero lo que el Padre quiere. Si su aparente locura es infini
tamente más cuerda que nuestra sabiduría, el martirio por él dispuesto será incomparable
mente más benéfico que todo placer terrenal. Que los discípulos duerman, que todos los
hombres duerman, Cristo no está solo. Está contento de padecer, contento de morir;
en los tormentos de la agonía goza de la paz. Ahora puede prestar oído, casi con des
eo, para escuchar, en el estupor de la noche, los pasos de Judas que ya sube. De
pronto no siente más que el latido de su corazón, tanto más tranquilo cuanto que está más
próxima la hora de la abominación. Pero después de un instante le llega el eco de pas
os cautelosos que se acercan, y allá abajo, entre los arbustos que adornan el cami
no, rojos temblores de luz aparecen y desaparecen en la oscuridad. Son los servi
dores de los asesinos que suben detrás del Iscariote. Jesús se acerca a los discípulos
que siguen durmiendo y los llama con voz firme; — He aquí que ha llegado la hora. L
evantaos, vamos!; el que me traiciona se acerca. Los otros ocho, que dormían más lej
os, se han despertado ya al ruido; pero no tienen tiempo de responder al Maestro
, porque, según está hablando, llega la chusma y se detiene.
LA HORA DE LAS TINIEBLAS
Es la gentuza que murmura y bulle alrededor del Templo, asalariada por el Sanedrín
: los más bajos parásitos del santuario, disfrazados de guerreros de
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cualquier manera; barrenderos y porteros que aquella noche han tomado la espada
en vez de escobas y llaves. Eran muchos, "una gran turba", dicen los Evangelista
s, aunque supiesen que iban sólo contra doce que tienen dos solas espadas. Los Pro
fetas dan que temer, aun desarmados, a la chusma subalterna. Este ejército de ocas
ión ha subido con antorchas y linternas, como si se tratase de una fiesta nocturna
. Los rostros pálidos de los Discípulos, la cara lívida de Judas, parecen temblar en l
a móvil rojez de los hachones. El semblante de Cristo, manchado de sangre coagulad
a, pero más resplandeciente que las luces, se ofrece al beso del Iscaríote. — Amigo, ¿ a
qué has venido? ¿Con un beso entregas al Hijo del Hombre? Tú sabes lo que vienes a ha
cer, y sabes que aquel beso es el primer tormento y el más duro de soportar. Aquel
beso es la señal para los esbirros que no conocen las facciones de Jesús — "aquél a qui
en yo bese, él es, cogedlo y llevároslo, asegurándolo bien", había dicho el comerciante
de sangre, por el camino, a los galopines que lo seguían — pero aquel beso es, al mi
smo tiempo, una horrible mancha en aquella Boca que dijo, acá en el infierno de la
tierra, las palabras más paradisíacas. Los salivazos, los moquetes, las bofetadas d
e la canalla judaica y de la soldadesca romana, y la esponja empapada en vinagre
que tocará aquellos labios, son menos insoportables que aquel beso de una boca qu
e le llamó amigo y maestro, que bebió en su vaso, que comió en su mismo plato. Hecha l
a señal, los más atrevidos se acercan al Maestro. — ¿A quién buscáis? — A Jesús Nazareno. —
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Y apenas hubo dicho "Yo soy", ya fuese por el timbre de la voz segura o por el r
elámpago de los divinos ojos, los perros se echan atrás, Pero Jesús piensa, aun en aqu
el momento, en la salvación de los suyos: — Os he dicho que soy yo; si me buscáis a mí,
dejad, pues, marchar a éstos. En el mismo momento, aprovechando la confusión de los
esbirros, Simón, recobrándose de pronto del sueño y del espanto, echa mano a una espad
a y corta una oreja a Malco, criado de Caifás. Pedro, aquella noche, es todo impul
sos y contradicciones. Después de la cena había jurado que él, sucediese lo que sucedi
ese, no dejaría a Jesús; luego, en el huerto, se duerme y no hay manera de tenerle d
espierto; ahora, de improviso y tardíamente, se convierte en defensor sanguinario;
y un poco más tarde negará haber conocido a su Maestro. El acto intempestivo y absu
rdo de Simón es al punto rechazado por Cristo: — Vuelve tu espada a la vaina; porque
todo el que hiere con la espada, perecerá por la espada. ¿Me negaré, acaso, a beber e
l cáliz que el Padre me ha dado? Y ofrece las manos a los verdugos más próximos, que s
e apresuran a atarlo con la cuerda que llevan. Mientras están ocupados en atarle,
el prisionero les echa en cara su cobardía: — Habéis salido con espadas y con palos pa
ra prenderme, como si fuese un ladrón. Todos los días me sentaba en el Templo a enseña
r y no me habéis echado mano; pero ésta es vuestra hora: el poder de las tinieblas. Él
es la luz del mundo, y las tinieblas quieren apagarla. Pero únicamente podrán tapar
la, y por poco tiempo, como el sol, en un medio día de julio, se ve envuelto de pr
onto por los nubarrones foscos del temporal; pero de nuevo se enciende al cabo d
e una hora, más alto y refulgente. Los guardias,
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que tienen prisa de volver en triunfo a recibir la propina, no se dignan respond
er. Y se encaminan hacia la bajada, arrastrándolo por la cuerda como los carnicero
s llevan el cordero al matadero. "Entonces — confiesa Mateo — todos los discípulos le
abandonaron y huyeron". El Maestro les había prohibido defenderle con la fuerza; e
n vez de herir con rayos a los enemigos, ofrecía las manos para que le atasen; Sal
vador de los otros, no quería librarse a sí mismo. ¿Qué hacer? Resolvieron desaparecer,
no fuese que les tocase a ellos también el ser conducidos ante los poderosos a qui
enes el día antes soñaban con derrocar, pero que ahora, al resplandor de las luces y
de las espadas, les parecían, en su imaginación deslumbrada, repentinamente formida
bles. Dos únicamente siguieron, si bien a distancia, al infame cortejo, y los enco
ntraremos después en el patio de Caifás. Todo aquel ruido había despertado a un joven
que dormía en la casa del molino. Curioso, como todos los jóvenes, no quiso perder t
iempo en vestirse, y envuelto en una sábana salió a ver qué sucedía. Los esbirros, creyénd
ole un discípulo que no había tenido tiempo de escapar, lo atraparon; pero el joven,
desembarazándose de la sábana, la dejó en sus manos y huyó desnudo. No se ha sabido nun
ca quién fuese este misterioso personaje que desaparece de pronto en la noche, com
o de pronto había aparecido. Tal vez el joven Marcos —único de los Evangelistas que cu
enta el suceso —, y si fuera él podría pensarse que aquella noche nació en el ánimo del in
voluntario testigo del principio de la Pasión el primer impulso de ser, como fue,
en efecto, su historiador.
ANAS
En poco tiempo el Reo fue conducido al palacio de Anás, donde habitaba también su ye
rno, el gran sacerdote Caifás. Aunque la noche iba ya de
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vencida y desde el día antes la pandilla había sido advertida de que se esperaba ten
er a buen recaudo al Nazareno por la mañana temprano, muchos de los jueces estaban
en la cama y no era posible comenzar enseguida el proceso. La prisa de acabarlo
todo aquella misma mañana, para no dar tiempo a que el pueblo se conmoviese, ni a
que reflexionase Pilato, era muy grande en los jefes. Pero no sólo se dejan vence
r del sueño los defensores de la justicia, sino también los hacedores de injusticia.
Fueron enviados algunos guardias, que habían vuelto del Monte de los Olivos, a de
spertar a los principales de los Escribas y de los Ancianos, y entre tanto el vi
ejo Anás, que no había dormido en toda la noche, quiso interrogar, por su cuenta, al
profeta. Anás, hijo de Seth, había sido durante siete años sumo sacerdote y aun cuand
o depuesto, en el 14, a la elevación de Tiberio, seguía siendo el jefe real de la As
amblea judía. Saduceo, jefe de una de las más preponderantes y opulentas familias de
l patriciado sacerdotal, seguía disfrutando de la hegemonía en su casta por mediación
de la persona de su yerno. Cinco hijos suyos fueron, uno tras otro, sumos sacerd
otes, y será uno de ellos, también Anás de nombre, quien mandará lapidar a Santiago, el
pariente del Señor. Jesús es llevado ante él. Por primera vez el antiguo carpintero de
Nazareth se encuentra frente a frente con el príncipe religioso de su pueblo, con
su mayor y más encarnizado enemigo. Hasta entonces se ha encontrado en el Templo
con subalternos y gregales, Escribas y Fariseos; ahora está ante el cabecilla, com
o acusado y no como acusador. Es el primer interrogatorio del día. Cuatro autorida
des le interrogarán en el transcurso de pocas horas: dos poderosos del Templo, Anás
y Caifás, y dos poderosos de la Tierra, Antipas y Pilato. Con la primera demanda A
nás quiere saber de Jesús quiénes son sus discípulos. Al antiguo sacerdote político, que n
o da importancia como todos los Saduceos, a las esperanzas mesiánicas, le interesa
conocer quiénes son los que siguen al nuevo profeta, y en qué medio han sido reclut
ados, para
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ver hasta qué punto se ha extendido la nueva Religión. Pero Jesús le mira sin responde
rle. ¿Cómo ha podido pensar el revendedor de palomas que Jesús pueda traicionar a quie
nes le han traicionado? Entonces le pregunta en qué consiste su enseñanza. Jesús le co
ntesta que no es a él a quien le toca responder: — Yo he hablado abiertamente al mun
do; he enseñado siempre en las sinagogas y en el Templo donde se reúnen todos los Ju
díos, y no he dicho nada en secreto. ¿Por qué me preguntas a mí? Pregunta a los que me h
an oído: ellos saben lo que he dicho. Es la verdad: Jesús no es un esotérico; aunque h
aya dicho alguna vez a sus discípulos palabras que no ha repetido por las plazas,
los ha exhortado, sin embargo, a predicar públicamente lo que les ha dicho en sus
casas. Pero Anás debió de poner mala cara ante una respuesta que implicaba la suposi
ción de un juicio justo, porque uno de los guardias que estaba junto al acusado le
dio un bofetón y dijo: — ¿Así respondes al sumo sacerdote? La bofetada del fámulo es el p
rincipio de las injurias que acompañarán a Cristo hasta la Cruz. Pero el ofendido, c
on la mejilla enrojecida por aquellas sucias huellas, se vuelve al abofeteador: —
Si he hablado mal, di qué he dicho de malo; pero si he hablado bien, ¿por qué me golpe
as? El malandrín, confuso por tanta mansedumbre, no sabe replicar. Anás empieza a en
trever que el Galileo no es un aventurero adocenado, con lo que le aumenta el de
seo de quitarlo de en medio. Viendo, con todo, que no consigue averiguar nada, s
e lo manda atado a Caifás para que se dé luego principio a la ficción del juicio regul
ar.
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EL CANTO DEL GALLO
Dos tan sólo, de los once fugitivos, se habían arrepentido de su cobardía y habían segui
do de lejos, temblorosos en la sombra de los muros, a las ondulantes antorchas q
ue acompañaban a Cristo a la cueva de los fratricidas: Simón de Jonás y Juan de Zebede
o. Juan, que no era una cara nueva para los familiares de Caifás, entró en el patio
del palacio casi al mismo tiempo que Jesús; pero Simón — más vergonzoso o miedoso — no qui
so entrar y permaneció, en pie, a la puerta. Entonces, Juan, después de un instante,
no viendo a su compañero y deseando, tal vez, tenerlo al lado para consuelo o def
ensa, salió, y convenciendo a la desconfiada portera, le hizo entrar a su vez. Per
o al pasar el umbral, la mujer le reconoció: — ¿No eres tú también de los discípulos de ese
hombre a quien han prendido? Pero Pedro se mostró ofendido: — No comprendo lo que qu
ieres decir. No le conozco. Y junto con Juan se sentó en torno a un brasero que lo
s criados habían encendido en el patio, porque la noche, no obstante ser de abril,
era fría. Pero la mujer no se dio por vencida, y acercándose al fuego y mirándole bie
n: — Tú también — dijo — estabas con Jesús Nazareno. Y él, de nuevo, negó con juramento. —
que no le conozco.
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La portera se volvíó, torciendo la cabeza, a la puerta; pero los hombres, desconfian
do de aquellas calurosas negativas, se fijaron más y decían: — Tú debes de ser de esos t
ambién, porque tu habla te descubre. Entonces Simón comenzó a jurar y perjurar que no
le conocía; pero otro, pariente de aquel Malco a quien había cortado una oreja, puso
término a la disputa con su testimonio: — ¿Pues qué, no te he visto en el huerto con él?
Pero Pedro, enredándose más y más en sus mentiras, empezó a protestar diciendo que lo co
nfundían con otro y que no era de los amigos de aquel Hombre. En tal momento, Jesús,
atado entre los guardias, atravesaba el patio, después del coloquio con Anás, para
ir a la otra parte, donde estaba Caífás, y oyó las palabras de Símon y le miró. Un momento
tan sólo fijó sus ojos en él — aquellos ojos en los cuales el que ahora renegaba había sa
bido descubrir un día el resplandor de la divinidad —; un momento tan sólo le miró con a
quellos ojos, más irresistibles en la dulzura que en el enojo. Y aquella mirada hi
rió para siempre el pobre corazón convulso del pescador, y hasta la muerte no pudo o
lvidar aquellas pupilas suaves y dolorosas posadas sobre él en aquella noche de so
bresaltos; aquellos ojos que dijeron en un relámpago más cosas y más conmovedoras que
las que pudieran decir mil palabras. — ¿También tú, que has sido el primero, en el que más
he confiado, el más duro, pero el más inflamable; el más ignorante, pero el más fervien
te; también tú, Simón, el mismo que proclamaste cerca de Cesarea mi verdadero nombre;
también tú que conoces todas mis palabras y que tantas veces me has besado con esa m
isma boca que dice que no me conoce; también tú, Simón Piedra, hijo de Jonás, reniegas d
e mí ante los que se
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Giovanni Papini - Historia de Cristo
disponen a matarme? Tenía razón aquel día en llamarte escándalo y reprocharte el que no
pensabas según Dios, sino según los hombres. Tú podías, al menos, desaparecer, como han
hecho los demás, sí no te sentías con fuerzas para beber conmigo el cáliz de infamia que
tantas veces te describí. Huye, que yo no te vea más hasta el día en que esté verdadera
mente libre, y tú verdaderamente rehecho en la fe. Si tienes miedo por tu vida, ¿por
qué estás aquí?; si no tienes miedo, ¿por qué me repudias? Judas, al menos en el último mo
ento, ha sido más sincero que tú; ha ido con mis enemigos, pero no ha negado que me
conociese. Simón, Simón: te había dicho que me dejarías como los demás; pero ahora eres más
cruel que los demás. Te he perdonado ya en mí corazón; perdono a quienes me hacen mori
r, y te perdono a ti también y te amo como te he amado siempre; pero ¿podrás tú perdonar
te a ti mismo? Simón, bajo el peso de aquella mirada, había bajado la cabeza, y el c
orazón le latía dentro del pecho como un encarcelado furibundo, y no habría podido pro
nunciar otro no. Un escozor insoportable le quemaba el rostro descompuesto como
si en vez del brasero tuviese cerca la boca del infierno. El remordimiento y el
dolor 1e hacían desfallecer; una angustia intolerable lo deshacía; le parecía como si
de pronto se helase y de repente se consumiera en llamas. Había dicho un minuto an
tes que no conocía a Jesús; pero ahora le parecía conocerlo en verdad, por vez primera
en aquel momento, como si aquellos ojos le hubieran traspasado con el fulgor de
una espada de arcángel. Consiguió levantarse con trabajo, y se dirigió, tambaleándose,
a la puerta. Apenas afuera, en la taciturna soledad del crepúsculo, cantó un gallo l
ejano. Aquel canto risueño y gozoso fue para Simón como el grito que despierta de pr
onto al adormecido bajo una pesadilla. Como el recuerdo imprevisto de palabras oíd
as en otro tiempo, como el regreso a la casa de la infancia, al huerto mañanero, t
endido entre el lago y la campiña; como una voz hace mucho tiempo olvidada, que il
umina una vida cual un relámpago en la noche. Entonces pudo verse, en la incierta
luz de la alborada, a un hombre
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que iba caminando como un borracho, escondida la cabeza entre el manto, sacudida
s las espaldas por los sollozos de un llanto inconsolable. Llora, Simón, ahora que
Dios te concede la gracia de llorar. Llora por ti y sobre Él, llora por tu herman
o traidor, llora por tus hermanos fugitivos, llora por la muerte de quien muere
también por tu pobre alma, llora por todos aquellos que vendrán después de ti y harán lo
que tú, y renegarán de su libertador, y no pagarán el rescate con precio de arrepenti
miento. Llora por todos los apóstatas, por todos los renegados, por todos los que
dirán, como tú, "yo no soy de los suyos" ¿Quién hay de nosotros que no haya hecho, al me
nos una vez, lo que Simón? ¿Cuántos de nosotros, nacidos en la Iglesia de Cristo, desp
ués de haber invocado con los labios infantiles su nombre y haber doblado la rodil
la ante su rostro manchado de sangre, no hemos dicho, por miedo a una sonrisa: N
unca le he conocido? Al menos tú, desventurado Simón, aunque seas Piedra, viertes to
das las lágrimas de tus ojos y escondes tu rostro desfigurado. Y no pasarán muchos día
s sin que el Resucitado te bese otra vez, porque el llanto del arrepentimiento h
a lavado tu boca perjura.
LA TUNICA SAGRADA
El verdadero nombre de Caifás es José. Caifás es sobrenombre y es la misma palabra que
Cefas, sobrenombre de Simón — esto es, Piedra. Entre estas dos Piedras está cogido, e
n aquel amanecer de viernes, el Hijo del Hombre. Simón Piedra representa a los ami
gos medrosos que no saben librarlo; José Piedra, a los enemigos que a toda costa l
e quieren perder. Entre la negación de Simón y el odio de José; entre el jefe de la Si
nagoga moribunda y el jefe de la Iglesia que va a nacer; entre esas dos piedras,
Jesús es como el grano de vida entre dos piedras de molino.
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El Sanedrín está ya reunido y le espera. Están, con Anás y Caifás, que lo presiden, Juan,
Alejandro y toda la espuma humeante de las clases altas. Estaba compuesto, regul
armente, por veintitrés sacerdotes, veintitrés Escribas, veintitrés Ancianos y dos pre
sidentes: setenta y uno en total, tantos como los discípulos de Jesús, sobre poco más
o menos. Pero algunos faltaban aquel día: aquellos en los cuales podía más el temor a
los tumultos que la indignación contra el acusado; aquellos pocos que no levantarían
el dedo para condenarlo, pero tampoco para disculparlo abiertamente: entre ello
s, ciertamente, Nicodemus, el discípulo nocturno, y José de Arimatea, el piadoso sep
ulturero. Pero con los presentes bastaba para ratificar con canallesca máscara de
legalidad el decreto de homicidio escrito ya en sus corazones. [1] A los delegad
os del Templo, de la Escuela y de la Banca se les hacían mil años la espera del mome
nto de firmar, cada cual por su motivo, la sentencia de venganza. La gran sala d
el Consejo, llena ya de gente, daba la impresión de un cubil de espectros. Se anun
ciaba tímidamente el nuevo día: las llamas anaranjadas de las antorchas lengüeteaban,
apenas visibles, entre las blanquecinas claridades del alba. En aquella siniestr
a semioscuridad esperaban los jueces: viejos, rechonchos, narigudos, displicente
s, envueltos en sus blancos mantos, cubierta la cabeza con un paño, las barbas aca
riciadas y reverendas, los ojos retadores, sentados en semicírculo, parecían un conc
ilio de brujos esperando un banquete vivo. El resto de la sala estaba ocupado po
r los clientes de la camarilla, sentados, por los guardias, con sus bastones en
mano; por la baja servidumbre de la casa. Pero el ambiente era denso y pesado, c
omo sino hubiese allí únicamente alientos de vivos. Jesús, con la cuerda anudada a los
pulsos, fue empujado al centro del cubil como se empujaba al condenado a las be
stias en los anfiteatros imperiales. Anás, un poco herido por la primera respuesta
del acusado, había reunido a toda prisa, entre la gentuza allí presente, algunos te
stigos falsos para desbaratar, si fuese menester, toda eventual contestación y def
ensa. El
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simulacro de juicio empezó con el llamamiento de estos papagayos amaestrados. Se a
delantaron dos que juraron haberle oído decir estas palabras: — Puedo destruir este
Templo, construido por mano de hombre, y en tres días reedificaré otro que no será hec
ho por mano de hombre. La acusación, para aquellos tiempos y aquella audiencia, er
a gravísima: de sacrilegio y blasfemia. Porque el Templo de Jerusalén, en el pensami
ento de sus parásitos, era el domicilio único e intangible del Señor, y amenazar al Te
mplo era reputado por ofensa a su verdadero dueño, al dueño de todos los Judíos. Pero
Jesús no había dicho nunca aquellas palabras; o a lo menos, no en aquella forma ni c
on tal significado. Había, sí, anunciado que del Templo no quedaría piedra sobre piedr
a, pero no por obra suya. Y la referencia al templo no hecho por el hombre y reh
echo en tres días formaba parte de otro discurso, en el que había hablado figuradame
nte de su Resurrección. Así es que los falsos testigos no lograban ponerse de acuerd
o sobre aquellas palabras confusa y maliciosamente referidas y discutían entre sí; d
e suerte que hubiera bastado una réplica de Jesús para confundirlos y dejarlos pegad
os a la pared. Pero Jesús callaba. El Gran Sacerdote no podía soportar aquel silenci
o y, puesto en pie, gritó: — ¿No contestas nada a lo que afirman éstos contra ti? Pero J
esús no respondió nada. Los silencios de Jesús están de tal manera llenos de sobrenatura
l elocuencia que tienen la virtud de irritar a sus jueces. Ha callado a la prime
ra demanda de Anás, calla ahora al primer apóstrofe de Caifás y callará ante Antipas y a
nte Pilato. Las cosas que podría decir las ha dicho mil veces; otras que pudiera r
esponder no las comprenderían o servirían de nuevos pretextos para morderle. Jesús no
habla, pero mira en derredor, con sus grandes ojos serenos, los
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rostros anhelantes y convulsos de los asesinos y juzga para la eternidad a aquel
los fantasmas de jueces. En un instante, cada cual es sopesado y condenado por a
quella mirada que va derecha al alma. ¿Son, pues, dignas de escuchar sus palabras
aquellas almas corrompidas e infectas, aquellas almas viles e innobles? ¿Llegará nun
ca, por un increíble prodigio de humillación, rebajarse hasta el punto de justificar
se ante ellos? Lo podría hacer el hijo de la partera, el obtuso discípulo y rival de
los sofistas. [2] A los jueces de Atenas podía declamarles el septuagenario discu
tidor que durante tantos años había fastidiado a los desocupados del ágora, un bellísimo
y bien repartido discurso apologético, que de las regiones intrincadas de la dialéc
tica descendía poco a poco a las cavilaciones curialescas. El viejo ironista, que
se había propuesto una reforma del arte de pensar más bien que de la manera de vivir
, tanto que no había desdeñado el prestar con usura, y no bastándole Xantípa, había tenido
dos hijos con la concubina Mirto, y le gustaba acariciar, más de lo conveniente,
a los jovenzuelos bien formados. Estaba, sí, dispuesto a morir y supo morir con en
tereza; pero en el fondo hubiera preferido bajar al sepulcro por el camino más nat
ural. Tan es así, que al fin de su especiosa memoria de defensa intentó aplacar a lo
s jueces recordando su vejez —"Es inútil que me matéis; he de morir pronto lo mismo" —,
y ofreció pagar treinta minas de multa para que le pusiesen en libertad. Pero Cris
to — a quien tantos Pilatos póstumos, con intento de rebajarle, han querido parangon
ar con Sócrates — no tiene nada de sofista ni de abogado y desdeña, como el ángel de Dan
te, los "argumentos humanos —, responde con el silencio, y si se ve obligado a con
testar, habla cándida y brevemente. Caifás, irritado por aquella taciturnidad que ju
zga irrespetuosa, halla, por fin, la manera de hacerle hablar. — ¡Te conjuro; por Di
os vivo, que nos digas si eres de veras el Cristo, el Hijo de Dios vivo!
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Mientras le examinaban con el acostumbrado procedimiento insidioso, acumulándole f
alsedades, o preguntándole verdades de todos sabidas, Jesús no dice palabra. Pero la
invocación al Dios Vivo, aun en la boca infame del Gran Sacerdote, es decisiva. A
l Dios que vive, al Dios que vivirá eternamente y vive en todos nosotros y está pres
ente aun en aquella caverna de infames, no puede negarse Jesús. Con todo, como que
vacila un momento, antes de cegar a aquellos tuertos con el resplandor de su fo
rmidable secreto. — Aunque os lo dijera no me creeríais, y si os hiciese alguna preg
unta, no me responderíais. Ahora ya no es Caifás únicamente el que pregunta, sino que,
concitados todos, se alzan y gritan, tendiendo hacia él sus uñas afiladas: — ¿Eres, pue
s, el Hijo de Dios? Jesús no puede negar, como ha hecho Simón, la irrecusable certid
umbre que es razón de toda su vida y de su muerte. Tiene una responsabilidad para
con su pueblo y para con todos los pueblos. Responsable es el que puede responde
r, el que sabe responder, el que finalmente, llamado cara a cara, responde. Pero
quiere, como en Cesarea de Filipo, que sean los demás quienes proclamen su nombre
verdadero, y cuando lo dicen, no lo rechaza, aunque la muerte sea la pena de ta
l confirmación. — Vosotros mismos lo habéis dicho. Además, os digo que un día veréis al Hij
del Hombre estar sentado a la diestra del Todopoderoso y venir sobre las nubes
del cielo. Con sus mismos labios ha pronunciado su sentencia. La jauría rabiosa qu
e le rodea tiene en la boca la baba del júbilo y de la cólera. Ha proclamado ante lo
s asesinos lo que había confesado secretamente a sus más amantes amigos. Si le han t
raicionado, no se ha traicionado a sí mismo ni ha traicionado a su Padre. Ahora pu
ede apurar ya el cáliz hasta las heces: ha dicho cuanto tenía que decir.
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Caifás triunfa. Fingiendo un horror que no experimenta — porque, como todos los Sadu
ceos, no cree en el Reino Mesiánico ni se preocupa, por lo demás, sino de los honore
s y provechos del Templo — se rasga las vestiduras sacerdotales, gritando: —¡Ha blasfe
mado! ¡Ha blasfemado! ¿Qué menester hemos de más testigos? ¡Nosotros mismos lo hemos oído d
su boca! ¿Qué decís? Y el cubil tumultuoso ladró a coro — Es reo de muerte. Todos, sin más
examen y sin que nadie se levantase a contradecir, lo condenaron a muerte como b
lasfemo y falso profeta. La comedia jurídica ha terminado y las larvas enmascarada
s se sienten libres de un peso insoportable. El Gran Sacerdotes ha rasgado su túni
ca y deja colgando sus jirones como señales gloriosas de una batalla ganada. No sa
be que el mismo día se rasgará un paño más precioso que el que lleva, ni imagina que su
actitud, miedosamente simbólica, es el reconocimiento de otra condena. El sacerdoc
io que le tiene por jefe está invalidado y abolido para siempre. Sus sucesores serán
meras apariencias, sacerdotes espurios e ilegítimos, y de allí a pocos años también la
suntuosa vestidura de mármol y piedra del santuario judaico será despedazada por la
cólera romana.
LOS OJOS VENDADOS
Concluida, con la promesa de muerte, la comedia trágica representada por los amos,
empieza la algazara de los subalternos,
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Mientras los cabecillas se retiran para aconsejarse de la manera de obtener la r
atificación del Procurador y de llevar a cabo por modo expedito la sentencia aquel
la misma mañana, Jesús es arrojado como pasto a la canalla presente en el palacio, i
gual que se arrojan las entrañas del animal muerto a la jauría que tomó parte en la ca
za. También a los malandrines que comen los residuos del Templo se les concede, en
concepto de propina, el derecho a alguna diversión. El hombre bestia, cuando está s
eguro de su impunidad, no conoce mejor solaz que éste: desahogarse contra el inerm
e, y con mayor gusto cuando el inerme es inocente. El natural fiero, adormilado,
pero no domado, que hay en el fondo de cada cual, surge imprudente y rechinante
: el rostro se convierte en hocico, los dientes en agudos colmillos, las manos e
n garras; y la voz no sale ya en armonías articuladas, sino como rebuzno o rugido.
Si brilla una gota de sangre, todos quieren lamerla; no hay entonces licor más em
briagador que la sangre, ni mosto más confortante ni más hermoso a la vista, tan ber
mejo como es, que el agua de Pilato. Pero la tigrería desatraillada toma con facil
idad las formas del juego; también los tigres juguetean; también los niños, en cuanto
son capaces con sus pequeñas fuerzas, tigrean. Los captores, esperando que el extr
anjero dé el visto bueno para la muerte del más inocente de sus hermanos, quieren da
r a la víctima un jocoso anticipo del suplicio. Se divierten. Se les da permiso pa
ra jugar con su Rey; para divertirse con su Dios. Se lo creen bien merecido. En
vela toda la noche —y la noche ha sido fría — luego, la caminata hasta el Alto de los
Olivos, con temor de una resistencia, temor no del todo vano, puesto que uno de
ellos ya ha dejado una oreja; luego, la espera hasta la mañana: un trabajo extraor
dinario, precisamente en aquellos días de fiesta, en que la Ciudad y el Templo se
llenan de forasteros y hay tanto que hacer para todos. Mas no saben por dónde empe
zar. Está atado, sus amigos han desaparecido; pero aquel hombre que los mira con u
nos ojos como hasta entonces no han encontrado nunca, con una mirada fija que pa
rece más allá de las cosas, y
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que, no obstante, les llega dentro como el rayo de un sol penetrante; aquel homb
re atado, extenuado, con el rostro bañado por un nuevo sudor que deshace las gotas
de la sangre coagulada en las mejillas; aquel hombre desvalido; aquel provincia
no sin protectores ni defensores, condenado a muerte por el más alto tribunal de l
a gente judía; aquel harapo con forma humana, destinado a la cruz de los esclavos
y los ladrones; aquel juguete que los poderosos han entregado a sus lacayos como
un muñeco de saturnal; aquel hombre que no habla, no gime, no llora, sino que les
mira como si tuviese compasión de ellos, como un padre puede mirar a un hijo enfe
rmo, como un amigo mira al amigo delirante; aquel hombre, ludibrio de todos, inf
unde en sus almas de tunantes un misterioso respeto. Pero uno de los Escribas o
de los Ancianos dio el ejemplo, y acercándose a Jesús, le escupió en la cara. Harto pr
eocupado de su limpieza ritual, no quería contaminar sus manos lavadas, preparadas
para la Pascua, tocando a un hombre, a quien ya se podía considerar impuro como u
n cadáver: tan próximo a la muerte estaba. Pero queda la saliva. ¿Qué es la saliva? Dese
cho del cuerpo, desprecio materializado en un líquido. Y sobre el rostro iluminado
por el sol virgen de la mañana y por la divinidad; sobre el rostro transfigurado
por la luz del sol y por la luz del amor; sobre el áureo rostro de Cristo, los sal
ivazos de los Judíos cubrieron la primera sangre de la Pasión. Pero la chusma de cri
ados y de esbirros no se contenta con los salivazos ni tiene miedo a ensuciarse
las manos. El ejemplo de los principales ha vencido también el respeto a la mirada
fraternal y doliente del Sentenciado. Los guardias que están más cerca de él le abofe
tean; los que no pueden llegarle a la cara, le dan puñetazos y empujones, y las pa
labras que profieren las bocas de aquellos feroces insensatos hieren más que los g
olpes. El rostro que fue blanco como flor de espino y refulgente como el oro del
sol se empaña con la lividez amoratada de los golpes. El cuerpo gentil y hermoso,
empujado de una y otra parte, se tambalea en aquella oleada tumultuosa. A los q
ue vomitan sobre él las heces de sus pechos pervertidos,
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Jesús no les dice palabra. Había respondido al guardia que le abofeteó en presencia de
Anás; a estos bellacos desencadenados no tiene nada que decirles. Pero uno de ell
os coge un trapo sucio, tapa con él el rostro sanguinolento y abofeteado, anudando
atrás las puntas y apartándose. —Vamos a jugar a la gallina ciega. — dice — Veremos si ac
ierta quién le pega. El rostro está velado. ¿Hubo en aquel acto de aquel bribón una comp
asión inconsciente, pues que le evita, al menos, la vista de sus feroces hermanos?
¿O les era insoportable aquella mirada de amor doliente? Los crueles aniñados se di
sponen en corro, y ora el uno, ora el otro, le tiran del borde de la túnica, le da
n un puñetazo en la espalda, un golpe en el dorso, un palo en la cabeza. —¡Oh, Cristo!
¡Profetízanos quién te ha pegado! ¿Por qué no responde? ¿No ha profetizado — exclaman — la
a del Templo, guerras y terremotos, la ascensión del Hijo del Hombre a las nubes y
tantas otras patrañas? ¿Pues cómo no adivina un nombre tan fácil, una persona tan próxima
? ¿Qué profeta es éste? ¿Ha perdido de pronto toda su virtud, o no la ha tenida nunca? A
esos pobres galíleos rústicos ha podido embaucarlos con sus historias; pero aquí esta
mos en Jerusalén, que lo que es de profetas algo entiende, y, cuando no andan a de
rechas, los mata." Y otras muchas cosas — refiere Lucas — decían contra él, blasfemando.
Pero Caifás y los otros tienen prisa y piensan que la jauría servil se ha divertido
ya bastante. Hay que llevar a Cristo ante Pilato para que éste dé su visto bueno a
la sentencia: el Sanedrín puede juzgar; pero desde que la Judea está bajo los Romano
s, no tiene ya el jus gladii. Y los príncipes de los sacerdotes, los escribas y lo
s ancianos, seguidos por los guardias que llevan a Jesús atado, y por la horda voc
iferante que aumenta a lo largo del camino,
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se dirigen hacia el palacio del Procurador [3].
PONCIO PILATO
Desde el 26 era Procurador, en nombre de Tiberio César, Poncio Pilato, ignorado de
los historiadores antes de su llegada a Judea. Si Pilatus viene de Pileatus, pu
ede suponerse que fuera liberto o descendiente de liberto, porque el píleo era el
gorro de los esclavos libertados. Hacía pocos años que estaba allí, pero bastantes par
a haberse ganado el odio aspérrimo de sus gobernados. Es verdad que todo cuanto sa
bemos de él nos es referido casi únicamente por Judíos, es decir, por enemigos declara
dos, pero parece que al fin llegó a cansar a sus mismos amos, porque en el 36 el l
egado de Siria, Lucio Vitelio, le mandó a Roma a disculparse ante Tiberio. El empe
rador murió antes que Pilato llegase a la metrópoli; pero, según una antigua tradición,
fue desterrado por Calígula a las Galias, donde se suicidó. El odio de los judíos cont
ra él había nacido del profundo desprecio que mostró desde un principio por aquel pueb
lo indócil e intratable, que a Pilato, educado en las ideas de Roma, debió de parece
rle un nidal de víboras, estirpe sucia e inferior, digna apenas de ser domada con
el palo de los mercenarios. Imaginémonos a un Virrey inglés de la India, suscrito al
Times, lector de Stuart Mill o de Shaw, que tiene en su biblioteca a Byron y a
Swinburne, admirador de las "magníficas suertes progresivas", destinado a administ
rar a un pueblo andrajoso, sofístico, hambriento y turbulento, teniendo que habérsel
as con una selva de castas, de mitologías, de supersticiones que él detesta en su in
terior, desde lo alto de su dignidad de hombre blanco, de europeo, de británico y
de liberal. Pilato, como de sus preguntas a Jesús aparece, es uno de aquellos escépt
icos del romanismo decadente, infestados de pirronismo y devotos de Epicuro, un
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enciclopedista del helenismo, que ni creía en los dioses de la patria, ni se imagi
naba que existiese un Dios verdadero, ni mucho menos que se pudiese hallar entre
aquella plebe piojosa y andrajosa, en medio de aquel sacerdocio faccioso y rece
loso, en aquella religión que quizás a él se le antojaba mezcolanza bárbara de oráculos si
rios y caldeos. La única fe que le quedaba, o que aparentaba tener por razón de ofic
io, era la nueva religión romana, cívica y política como la republicana, pero centrali
zada por entero en el culto del emperador. Su primer conflicto con los judíos nació
precisamente de esa religión. Al cambiarse la guarnición de Jerusalén, ordenó que los so
ldados entrasen de noche en la ciudad sin quitar de sus insignias las imágenes de
plata del César. A la mañana siguiente, apenas los Judíos se dieron cuenta, fue muy gr
ande el horror y el tumulto: era la primera vez que los Romanos faltaban al resp
eto exterior que habían guardado siempre a la religión de sus súbditos palestinos. Las
imágenes del César divinizado, ostentadas junto al Templo, eran para ellos una prov
ocación idolátrica, el principio de la abominación de la desolación. Todo el país se conmo
vió; se envió una diputación a Cesarea para que Pilato las mandase quitar; durante cin
co días estuvieron, día y noche, en torno suyo con ruegos y súplicas. Finalmente, el P
rocurador, para librarse de aquel fastidio, los convocó en el anfiteatro, y a trai
ción los mandó rodear de soldados con las espadas desnudas, prometiendo que ni uno s
iquiera escaparía si no cejaban en su actitud. Pero los Judíos, en vez de pedir clem
encia, ofrecieron el cuello a las espadas, y Pilato, vencido por aquel tesón heroi
co, dio orden de que volviesen las enseñas a Cesarea. Pero si esta condescendencia
no aplacó el odio de los Judíos hacia el nuevo Procurador, aumentó en Pilato el despr
ecio y el deseo del desquite. Poco tiempo después introdujo en el palacio de Herod
es — donde residía cuando estaba en Jerusalén — unas tablas votivas dedicadas al Emperad
or. Mas los sacerdotes se enteraron y de nuevo el pueblo se consternó y se irritó. L
e pidieron que al punto desistiese de aquella ostentación de idolatría, amenazándole c
on recurrir a César y referirle las vejaciones y crueldades cometidas por él hasta e
ntonces. Pilato tampoco se doblegó esta vez. Los
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Judíos apelaron a Tiberio, el cual respondió que se devolviesen las tablillas a Cesa
rea. Por dos veces había sido vencido Pilato; pero a la tercera se salió con la suya
. Procedente de la ciudad de las termas y de los acueductos, amigo, como todos s
aben, de los lavatorios, se dio cuenta de que en Jerusalén faltaba el agua y pensó e
n mandar construir una hermosa cisterna y un acueducto de varias millas de longi
tud. El trabajo era costoso, y para pagarlo, usurpó una buena suma del tesoro del
Templo. El tesoro era muy rico — porque todos los Judíos dispersos por el imperio ac
udían con las ofrendas y las mandaban de lejos cuando no podían ir en persona —; pero
los sacerdotes denunciaron el sacrilegio, y el pueblo, azuzado por ellos, se con
movió de tal suerte que, al llegar Pilato para las fiestas de Pascua a Jerusalén, mi
les de hombres se amontonaron tumultuosamente en torno a su palacio. Mas esta ve
z distribuyó entre la multitud un gran número de soldados disfrazados que, en un mom
ento dado, empezaron a repartir palos entre los más exaltados; así que en poco tiemp
o todos huyeron y Pilato pudo proveerse de agua tranquilamente en la cisterna pa
gada con el dinero de los Hebreos y servirse de ella en sus diversas abluciones.
[4] No había pasado mucho tiempo después de este conflicto, cuando aquellos mismos
príncipes de los sacerdotes que por tres veces se habían levantado contra Pilato; aq
uellos mismos que habían intentado obtener su deposición; los mismos que le odiaban
denodadamente, como Romano, como símbolo de la dominación extranjera y de su esclavi
tud, y más aun como persona como tal Poncio Pilato, como insidioso enemigo de su c
ulto y rapaz de su dinero, recurrían a él para poder desahogar otro odio, más poderoso
en aquel momento en sus corazones infectos, porque no había modo de llevar a cabo
las sentencias de muerte si no eran ratificadas por el representante del César. E
n aquel alba del viernes, Poncio Pilato, todavía soñoliento y bostezante, los espera
, envuelto en su toga, en el palacio de Herodes, mal dispuesto hacía
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aquellos voceadores fastidiosos que, con sus embrollos, le han obligado a levant
arse antes de lo que acostumbra. La chusma de los acusadores y azuzadores desemb
oca, por fin, en la explanada que hay delante del Pretorio. Pero se detienen fue
ra, porque si entraran en una casa donde hay levadura y pan cocido con levadura
estarían, contaminados para todo el día y no podrían comer la Pascua. ¡Creen que la sang
re del inocente no mancha; pero la levadura, sí! Advertido Pilato, sale al umbral
y pregunta de mal talante — ¿Qué acusación traéis contra este hombre? Aquellos que se adel
antan son enemigos suyos, y aquel hombre, a lo que parece, es enemigo de ellos,
y Pilato, instintivamente, se inclina en favor de él. No es que le tenga compasión — ¿no
es también judío, como los demás, y pobre, por añadidura? —; pero si, por ventura, fuese
inocente, no se allanará, en verdad, a satisfacer el capricho de aquella aborrecid
a gusanera. Caifás, molesto, respondió al punto: — Sí no fuese un malhechor no te lo hub
iéramos traído aquí. Entonces Pilato, que no quiere gastar tiempo en querellas religio
sas, y que no cree que se trate de un crimen capital, contesta secamente: — Pues c
ogedlo vosotros y juzgadlo conforme a vuestra ley. Apunta ya en estas palabras l
a veleidad de salvar al hombre aquél sin tomar partido ostensiblemente por él. Pero
la concesión del Procurador, que en otro caso hubiera alegrado a Caifás y a los suyo
s, esta vez les sabe a remilgo, porque el Sanedrín no puede condenar sino a penas
leves, mientras que ellos quieren a la sazón la más grave de todas y para ejecutarla
no pueden prescindir del brazo romano.
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— Tú sabes muy bien — replican — que no tenemos derecho a dar muerte a nadie. Pilato com
prende al punto la sentencia que han pronunciado contra aquél que está ante él y quier
e saber de qué delito se le acusa; lo que parece merecedor del último suplicio a est
os rabiosos santurrones, podría ser culpa venial a los ojos de un Romano. Las rapo
sas del Templo han resuelto ya esta dificultad antes de ponerse en movimiento. S
aben bien que Pilato no les daría satisfacción si le dijesen que aquel hombre predic
a una nueva religión y que anuncia el Reino de Dios. Dirán, pues, una falsedad. Al q
ue comete una infamia no le importa añadir otras, accesorias y subordinadas. Pilat
o no puede ser vencido más que con sus armas, haciendo un llamamiento a su lealtad
para con Roma y el Emperador, y a motivos de su mismo cargo. Se han entendido y
a para dar a la acusación un color político. Si le dicen que Jesús es un falso Mesías, P
ilato sonreirá; pero si afirman que es un sedicioso, un levantisco, que incita a l
a plebe contra Roma, no vacilará en condenarle a muerte. "Hemos descubierto — afirma
n — que este hombre soliviantaba a nuestra nación y prohibía pagar los tributos al César
, diciendo ser el Cristo, Rey de los, Judíos. Levanta al pueblo, predicando por to
da la Judea; ha comenzado por la Galilea y ha venido hasta aquí”. Tantas mentiras co
mo palabras. Jesús ha ordenado dar al César lo que es del César; no ha hablado de los
Romanos; dice ser Cristo, pero no en el sentido grosero y político de Rey de los J
udíos, y no solivianta al pueblo, en fin, sino que quiere hacer de un pueblo infel
iz y grosero un pueblo dichoso y de santos. Aquellas acusaciones, no obstante su
gravedad en caso de ser verdaderas, aumentan las sospechas de Pilato. ¿Se puede p
ensar nunca que estas víboras traidoras, que detestan a Roma y le detestan a él, y q
ue muchas veces han intentado hacerle saltar, ni piensan en otra cosa que en bar
rer a los dominadores extranjeros, se hayan encendido de pronto en tanto celo qu
e se convierten en delatores de un supuesto rebelde de su
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misma nación? Pilato no está persuadido y quiere enterarse por sí mismo, interrogando
en secreto al acusado. Vuelve a entrar en el Pretorio y ordena que sea llevado J
esús a su presencia. Dejando a un lado las acusaciones de menor importancia, va a
lo esencial: — ¿Eres el Rey de los Judíos? Pero Jesús no responde. ¿Cómo va a entender este
Romano, que ignora las promesas de Dios; este ateo pirroniano, que restringe tod
a su religión al culto facticio y demoníaco de un hombre vivo — ¡y de qué hombre, de Tiber
io! —; cómo va a comprender en un instante este liberto, educado por los legistas y
los retóricos de Roma en el lodazal más hediondo de aquellos tiempos, en qué sentido p
uede llamarse Jesús Rey de un Reino no fundado todavía, de un reino espiritual, tan
diverso de todos los demás reinos? Jesús lee en el fondo del alma de Pilato y no le
responde, como no respondió antes a Anás ni a Caifás. El Procurador no acierta a compr
ender aquel silencio de un hombre sobre el cual pende la muerte. — ¿No oyes cuantas
cosas afirman contra ti? Pero Jesús sigue callando. Pilato, que de ninguna manera
quisiera darse por vencido ante los que le odian a él al mismo tiempo que a aquel
hombre, insiste con la esperanza de arrancarle un no al cual asirse para ponerlo
en libertad. — Entonces, ¿eres el Rey de los Judíos? Si Jesús negase se traicionaría a sí
ismo: Ha confesado ser el Cristo a sus Discípulos y a sus Jueces: no quiere librar
se y mentir. Para hacer recapacitar al Romano, responde, según su costumbre, con o
tra pregunta:
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— ¿Dices eso por tu cuenta o te lo han dicho otros de mí? Pilato casi se ofende: — ¿Soy yo
acaso judío? Tu nación y los príncipes de los sacerdotes te han puesto en mis manos. ¿Q
ué has hecho? ¿Eres de veras el Rey de los Judíos? La respuesta de Pilato, aparte el a
póstrofe desdeñoso del principio, es conciliadora. ¿Por quién me tomas? ¿No sabes que soy
Romano y que no creo en lo que creen tus enemigos? Son los sacerdotes los que te
acusan, no yo; pero han tenido que ponerte en mis manos; tu salvación está en mí; dim
e que no es verdad lo que aseguran y eres libre. Jesús no quiere escapar a la muer
te; pero, no obstante, intentará todavía iluminar a este pagano. El Padre lo puede t
odo: ¿no podría, pues, Pilato ser convertido por aquel Moribundo? — Mi potestad real — d
ice — no procede de este mundo. Si fuese de este mundo, mis súbditos combatirían para
que no fuese entregado a los Judíos; pero mi reino no es de aquí abajo. El servidor
de Tiberio no entiende. La diferencia entre el "aquí abajo" y el "allá arriba" es os
cura para él. Allá arriba — piensa él — están, si es que en verdad existen, los dioses bien
echores o envidiosos de los hombres; en el Hades están las sombras de los muertos,
si es que queda algo de nosotros cuando consumen el cuerpo el fuego o los gusan
os; la única realidad verdadera es el "aquí abajo", la gran tierra con todos sus rei
nos. Y de nuevo pregunta: — ¿Luego tú eres rey? Ya no hay ninguna razón para callar. Le
dirá también a este ciego: — Sí, es verdad, yo soy Rey. He nacido para esto y para esto
he venido: para dar testimonio de la verdad. El que es de la verdad escucha mi v
oz.
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Entonces Pilato, molesto por lo que le parece truculenta mistiquería, responde con
el célebre apóstrofe: — ¿Qué es la verdad? Y sin esperar la respuesta se levanta para mar
charse. El escéptico Romano, que acaso ha asistido muchas veces a las infinitas di
sputas de los filósofos de su tiempo y se ha persuadido, oyendo tantas metafisique
rías contradictorias y tantas cavilaciones sofísticas, que la verdad no existe o que
si existe no les es dado a los hombres conocerla, no piensa un solo momento que
pueda decirle la verdad aquel humilde hebreo, que está ante él como un malhechor. A
Pilato le fue concedida la suerte, en aquel único día de su vida, de contemplar el
rostro de la Verdad, la suprema Verdad humanada, y no lo supo ver. La Verdad viv
iente, la Verdad que podría resucitarlo y hacer de él un hombre nuevo, está ante él, cub
ierta de carne humana, de simples vestiduras, con el rostro abofeteado y las man
os atadas. Pero no adivina tampoco, en su soberbia, cuán extraordinaria fortuna le
ha correspondido, fortuna que millones de hombres le envidiarán después de su muert
e, Quien le hubiese dicho que sólo por este encuentro, sólo por el terrible honor de
haber hablado con Jesús y haberlo entregado a la cruz, será conocido su nombre, aun
que infame y maldito, de todos los siglos y de todo el género humano, le hubiera p
arecido un orate.
CLAUDIA PROCULA
En el momento en que Pilato se disponía a salir afuera de nuevo a dar respuesta a
los Judíos que barbotaban impacientes e inquietos a las puertas, se le acercó un cri
ado enviado por su mujer. — No hagas daño alguno a ese justo — le mandaba a decir —, por
que esta noche he sufrido mucho en sueños por causa suya.
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Ninguno de los Cuatro Historiadores nos dice cómo recibió el Procurador la imprevist
a intercesión de su mujer. Ni sabemos nada de ella, fuera de su nombre. Se llamaba
, según el Evangelio apócrifo de Nicodemus, Claudia Prócula, y si el nombre es verdade
ro, puede ser que perteneciese a la familia Claudia, ilustre y poderosa en Roma.
Puede suponerse que fuese, por nacimiento y relaciones, de condición superior a s
u marido y que Pilato, simple liberto, le debiese precisamente a ella, a su infl
uencia, su importante magistratura en Judea. Si fuese así, el ruego de Claudia Prócu
la no debió de dejar insensible a Pilato, especialmente si la amaba. Y que en verd
ad la amase es muy probable por el hecho de haber pedido permiso para llevarla c
onsigo al Asia, ya que la antigua ley Oppia, aunque mitigada por un senadoconsul
to del tiempo en que eran cónsules Cetego y Varrón, prohibía a los procónsules el llevar
consigo a sus mujeres, y habría sido menester un permiso particular de Tiberio pa
ra que Claudia Prócula pudiera seguir a Poncio Pilato a Judea. Las razones de su i
ntercesión quedan, por la brevedad del relato, en el misterio. Las palabras de Mat
eo aluden a un sueño que la había hecho sufrir por causa de Jesús. Es probable que hub
iera oído hablar, tiempo atrás, del nuevo profeta; acaso le había visto en aquellos días
, y aquel hombre, tan diferente de los demás judíos y que no tenía nada del vulgar dem
agogo o del fariseo de ojos bajos, debió de impresionar gratamente a su imaginación
de romana fantasiosa. Ella no entendía el lenguaje que se hablaba en Jerusalén; pero
algún dragomán de la curia pudo haberle referido algunas palabras de Jesús, bastantes
para persuadirla que no podía ser, como decían, un criminal peligroso. Por aquel ti
empo los Romanos, y especialmente las mujeres, empezaban a sentirse atraídas por l
os cultos de Oriente, que satisfacían el deseo de inmortalidad personal mejor que
la vieja religión latina, frío comercio legal de sacrificios para fines utilitarios
y políticos. Muchas damas patricias, en la misma Roma, se habían hecho iniciar en lo
s misterios de Mitra, de Osiris y
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de la Gran Madre, y algunas mostraban también cierta propensión al judaísmo. Precisame
nte bajo Tiberio la gran cantidad de hebreos que había en Roma fueron expulsados d
e la capital porque, según Flavio Josefo, algunos de ellos habían engañado a una matro
na, Fulvia, convertida al judaísmo. Y Fulvia, según resulta de una indicación de Sueto
nio, no era la única. Posible es que Claudia Prócula, viviendo en Judea, sintiese cu
riosidad por conocer más de cerca las creencias del pueblo administrado por su esp
oso y que, deseosa de novedades, como todas las mujeres, intentase saber qué nueva
s doctrinas iba predicando el profeta galileo de quien se hablaba en Jerusalén. El
hecho es que ella se convenció de que Jesús era un "Justo", inocente, por tanto. El
sueño de aquella noche — sueño terrible, pues que le había hecho sufrir — la afirmó en tal
persuasión, y no es de maravillar que, confiando en el ascendiente que las mujeres
tienen sobre los maridos, aunque los maridos ya no las amen, hiciese llegar has
ta Pilato aquel mensaje implorante. A nosotros nos basta con que haya llamado "J
usto" al que los Judíos querían asesinar. Junto con el Centurión de Cafarnaum y la muj
er Cananea, Claudia Prócula es la primera pagana que creyó en Jesús, y la iglesia grie
ga la venera como santa. En el ánimo de Pilato, ya inclinado a la neutralidad, si
no a la clemencia, por su animadversión contra Caifás y acaso también por las palabras
del acusado, la embajada de su mujer reforzó su buena disposición primera. Claudia
Prócula no había dicho: Sálvalo; sino: Guárdate de hacerle daño alguno. Era el mismo pensa
miento de Pilato, que, como si tuviese un confuso presentimiento de la gravedad
de cuanto iba a suceder, no quería participar en la muerte de aquel misterioso men
digo que se presentaba como Rey. Había dicho al punto que lo juzgasen ellos; pero
no quisieron. Entonces se le ocurrió otro expediente para librarse del compromiso.
Vuelve de nuevo adonde está Jesús y le pregunta si es galileo.
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Pilato se cree a salvo. Jesús no pertenece a su jurisdicción, sino a la de Herodes A
ntipas. Este, por coincidencia, está por aquellos días en Jerusalén, adonde ha ido, co
mo de costumbre, para la Pascua. El Procurador ha encontrado una escapatoria leg
al para contentar a su esposa y eximirse de aquella enojosa cuestión. Además, se hac
e simpático a los Judíos con remitir a uno de ellos el juicio decisivo, y al mismo t
iempo mortifica al Tetrarca, a quien odia de todo corazón, porque sospecha, y no s
in motivo, que es un espía cerca de Tiberio. Y sin perder tiempo manda a los solda
dos que lleven a Jesús a Antipas.
EL MANTO BLANCO
El tercer juez ante el cual es llevado Jesús era hijo del Sanguinario cerdo Herode
s "el Grande", que lo había tenido de una de sus cinco mujeres. No desmentía la cast
a, porque hizo mal a sus hermanos como aquél había hecho mal a sus hijos. Cuando su
hermano Arquelao, hermano uterino precisamente, fue acusado por sus súbditos, se i
ngenió en hacerlo desterrar. A otro hermano — Herodes Filipo — le quitó la mujer. A los
diez y siete años comenzó a reinar como Tetrarca de Galilea y de Perea, y para congr
aciarse con Tiberio se le ofreció como relator secreto de los hechos y dichos de s
us hermanos y de los dignatarios romanos que había en Judea. En uno de sus viajes
a Roma se enamoró de Herodías, que era sobrina y cuñada suya, por hija de su hermano A
ristóbulo, y esposa de su hermano Herodes, y sin titubear ante el doble incesto, l
a persuadió a seguirle, juntamente con Salomé, hija de la adúltera. Su primera mujer,
hija de Aretas, rey de los Nabateos, se acogió a su padre, que le hizo la guerra a
Antipas y le derrotó. Esto sucedía mientras Juan el Bautista adquiría renombre entre
el pueblo. El Profeta dijo algunas palabras de condenación contra los dos incestuo
sos adúlteros, y ello bastó para que Herodías persuadiese al Tetrarca de que lo mandas
e prender y encerrar en la fortaleza de Maqueronte. Todos saben
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cómo el sucio Tetrarca, encendido por las lascivias de la procaz Salomé y meditando
acaso un nuevo incesto, acabó por entregarle en una bandeja de oro, la cabeza del
Profeta del Fuego. Pero la sombra de Juan, después de la decapitación, le intranquil
izaba, y cuando se empezó a hablar de Jesús y de sus milagros, dijo a sus cortesanos
: — Ése es Juan Bautista resucitado. Parece que tenía entre ceja y ceja al nuevo profe
ta y que en cierto momento pensó jugarle la misma pasada que al Precursor. Pero pe
nsándolo más despacio, decidió, por política o por superstición, no habérselas más con prof
s, y creyó preferible obligar a Jesús a salir de la Tetrarquía. Cierto día, algunos Fari
seos, ganados muy probablemente por Herodes, fueron a decirle a Jesús: — Vete de aquí,
porque Herodes quiere hacerte matar. — Id a decirle a esa raposa — respondió — que conv
iene que yo siga mi camino hoy, mañana y pasado mañana, porque no es conveniente que
un profeta muera fuera de Jerusalén. Y ahora en Jerusalén, próximo a la muerte, compa
rece ante la raposa. Este traidor espía, adúltero e incestuoso, asesino de Juan y en
emigo de los profetas, es el más adecuado para condenar a la inocencia. Pero Jesús l
e ha caracterizado bien: es más raposa que tigre y no siente vergüenza de sustituir
a Pilato. Antes bien, refiere Lucas, "se alegró grandemente, porque de mucho tiemp
o atrás deseaba verle, porque había oído hablar de él y esperaba verle hacer algún milagro
." El hijo del Idumeo y de la Samaritana se ha escaldado con el fuego de Juan y
acoge a Jesús como un viejo domador. Con el brazo señalado por la dentellada, de un
león, mira a una nueva fiera que le llevan a ver. Pero tiene el empeño como todos lo
s bárbaros orientales, de ver algún prodigio, y se
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imagina a Jesús como a un milagrero vagabundo que pudiese repetir a voluntad cualq
uier brujería. Le odia como ha odiado a Juan; pero le odia también porque le tiene m
iedo: los profetas tienen un poder que él no comprende, pero que le atemoriza: aca
so la decapitación de Juan le había acarreado alguna desgracia. Desea también que Cris
to muera; pero no tiene ningún deseo de hacerse cómplice de su muerte. Viendo que en
aquel momento no había que esperar milagros, empezó a hacerle muchas preguntas: per
o Jesús nada responde. Ha roto su silencio por Anás, por Caifás, por Pilato; pero no l
o romperá por este bribón coronado. Anás y Caifás son enemigos suyos declarados; Pilato,
un ciego que anda a tientas creyendo salvarlo; pero éste es una raposa cobarde y
astuta que no merecería siquiera un insulto. Los jefes de los sacerdotes y los Esc
ribas, por miedo de que al matador de Juan le faltasen, como en efecto le faltar
on, ánimos para matar a Jesús, habían seguido a su víctima hasta allí y le acusaban con ve
hemencia. Estas furiosas imputaciones y el silencio del acusado atizaron el ocul
to rencor de Antipas, que, después de haber vilipendiado con sus soldados al divin
o silencioso, le echó sobre los hombros un manto blanco y lo devolvió a Pilato. Tamb
ién él, como el Romano, pero por razones diferentes, tiene repugnancia en condenar a
l que fue bautizado por Juan, y del que piensa que es tal vez el mismo Juan resu
citado de entre los muertos para vengarse. Pero al despedirlo le hace un regalo
que es inconsciente testimonio de la condición del que va a morir. El manto respla
ndeciente de blancura es, como atestigua Flavio Josefo, el hábito del Rey de los J
udíos, y Jesús es acusado precisamente de querer ser Rey de los Judíos. El astuto Anti
pas quiso escarnecer la supuesta pretensión de Jesús con la ironía del regalo: pero al
mismo tiempo, cubriéndolo con aquella blancura, que es señal de inocencia y de sobe
ranía, la innoble raposa envió a Pilato una embajada simbólica, que confirmaba involun
tariamente el mensaje de Claudia
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Prócula, la pregunta de Caifás y la confesión de Cristo.
"¡QUE MUERA!"
Pilato creía haberse quitado de encima el molesto encargo que sus adversarios quería
n imponerle. Pero cuando vio de nuevo ante él a Jesús, envuelto en aquel manto cándido
y regio, comprendió que había de decidirse a toda costa. El encarnizamiento de aque
llos que por tantos motivos le eran sospechosos, la compasión de su mujer, las res
puestas del acusado, la abstención de Antipas, le inclinaban a negar a los Judíos la
vida que le pedían. Tal vez, mientras Jesús era conducido al Tetrarca, había interrog
ado a alguno de su séquito acerca del supuesto sedicioso, y tales noticias, sí las o
btuvo, le confirmaron en su decisión. En las palabras de Jesús no había nada que pudie
se dar recelo a Pilato; antes bien, había mucho que podía agradarle o, por lo menos,
parecerle ventajoso para la autoridad de Roma. Jesús enseñaba el amor a los enemigo
s, y los Romanos eran tratados en Judea como enemigos; llamaba bienaventurados a
los pobres, con lo que exhortaba a la resignación y no a la resistencia; aconseja
ba dar al César lo que es del César, es decir, pagar los tributos al emperador; era
contrario al formulismo farisaico que hacía tan espinosas las relaciones de los Ro
manos con los dominados; comía con los publicanos y con los gentiles y, finalmente
, anunciaba que su Reino no era de este mundo sino de un mundo que a Pilato le p
arecía tan metafísico y remoto que no creía pudiese poner en peligro a Tiberio y a qui
en le sucediese. Pilato, si conoció todas estas cosas, debió de pensar, con la super
ficialidad de todos los escépticos, máxime cuando se creen políticos finos, que hubier
a sido bueno para él y para Roma el que muchos Judíos siguiesen a Jesús en vez de prep
ararse para la rebelión en los conciliábulos de los Zelotes.
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Está, pues, decidido a salvar a Jesús; pero quiere en su indulgencia poner un toque
sarcástico, una intención ofensiva para los jefes de los sacerdotes que por tres vec
es se han levantado contra él y ahora le molestan para que haga de verdugo en su f
avor. Hasta el último momento fingirá considerar a Jesús como Rey de los Judíos. ¡He aquí—
e —a vuestro Rey, el Rey que os merecéis, pueblo miserable y pérfido! Un carpintero de
pueblo, un vagabundo, un loco que fantasea reinos más allá de la tierra y se hace s
eguir de unas cuantas docenas de pescadores y aldeanos como una mujerzuela. ¡Vedlo
a qué estado está reducido, cuán deshecho, cómo le habéis maltratado! ¿Y por qué le queréi
ar? Conservadlo: no sois dignos de tener un Rey mejor que éste. También yo, como habéi
s hecho vosotros, me divertiré un rato atormentándolo, y luego lo soltaré. Y, haciendo
sacar a Jesús, salió a la puerta y dijo a los príncipes de los sacerdotes y a los demás
que se amontonaban alargando el rostro para oír, al cabo, la sentencia — Me habéis tr
aído a este hombre como soliviantador del pueblo; y he aquí que después de haberle exa
minado en presencia vuestra no he hallado en él ninguna de las culpas que le imputái
s. Y tampoco Herodes, pues que nos lo ha vuelto a mandar. No ha hecho, pues, nad
a que merezca la muerte. Así es que le infligiré un castigo y luego le pondré en liber
tad. No era aquella la respuesta que esperaban los perros ansiosos que se agitab
an en la plaza. Un grito bestial se alzó de pronto de aquellas bocas desencajadas:
— ¡Que muera! Harto leve pena les parecían los azotes para aquel a quien juzgaban pel
igroso enemigo del Dios de los Ejércitos y . . . del Dios Negocio. Muy otra cosa s
e necesita para satisfacer a los carniceros del Templo. Han venido a pedir sangr
e y no perdón.
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— ¡Que muera! — gritaban Anás y Caifás, y a su lado silbaban las víboras fariseas, chillaba
los negociantes de los animales para los sacrificios, los cambistas de moneda d
el tributo, los alquiladores de burros de carga, los mozos de las caravanas. — ¡Que
muera! — clamaban los Escribas envueltos en sus capas doctorales, los mercaderes d
e la feria pascual, los taberneros de la ciudad, los Levitas, los servidores del
Templo, los dependientes de los usureros, los galopines de los sacerdotes, toda
la gentuza servil apretujada ante el Pretorio. Apenas se hubo aquietado un tant
o el estrépito, preguntó Pilatos: — ¿Qué haré, pues, de Jesús, que llaman Cristo? Y todos r
ondieron: — ¡Crucifícale! Pero el Procurador se resiste: — ¿Qué ha hecho de malo, en suma?
ellos gritaban cada vez más: — ¡Crucifícale! ¡Crucifícale! Jesús, pálido y sereno en la bl
a de su manto burlesco, mira dulcemente a la multitud que quiere darle lo que en
su corazón ha aceptado tanto tiempo ha. Muere por ellos, con la divina esperanza
de salvarlos a ellos también con su muerte, y ellos están allí encima, gritando como s
i pretendiera escapar a la muerte que tiene aceptada. Sus amigos no están allí, se e
sconden; todo su pueblo quiere clavar su carne; únicamente un extranjero, un roman
o, un idólatra, defiende su vida; pero no advierte que con su falsa piedad no logr
a otra cosa que alargar y hacerle más amarga la agonía. Amó y es odiado; resucitó a los
muertos e intentan matarlo; quiere salvar y se conjuran para perderlo; es inocen
te y va ser sacrificado a los
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culpables. Pero el testarudo Pilato no se rinde a los gritos de los Judíos. Quiere
salvarlo a toda costa. No quiere que se salgan con la suya tampoco esta vez aqu
ellos puercos enfurecidos. No ha conseguido transferir a Antipas la ingrata resp
onsabilidad de una condena capital; no consigue persuadir a aquel pueblo tigresc
o y obtuso de la inocencia de su Rey. Quieren ver un poco de sangre; están ansioso
s de disfrutar, en aquellos días de fiesta, del espectáculo de una crucifixión. Intent
ará contentarlos con un cambio, dándoles la carroña de un homicida en vez del cuerpo d
e un inocente. — Os digo que no hallo en él culpa alguna. Pero es costumbre que por
la Pascua yo os suelte un preso. ¿A quién queréis que ponga en libertad: a Barrabás o a
Jesús, que llaman Cristo? El pueblo, cogido de improviso, no sabía qué contestar. Hast
a entonces el nombre era uno solo, única la víctima, único el suplicio pedido: todo le
s parecía claro como el cielo de aquella mañana de mediados de abril. Pero este paga
no vengativo — se dicen entre sí — con tal de poner a salvo a ese inventor de escándalos
, echa a rodar otro nombre que todo lo embrolla. Quería apalearle únicamente, en vez
de clavarlo en la cruz, y ahora quiere darnos otro delincuente en lugar del que
nosotros queremos. Pero allí estaban los Ancianos, los Escribas y Sacerdotes, dis
puestos a no dejar escapar a Jesús de ninguna manera, y en un instante sugirieron
lo que había que decir. De suerte que cuando Pilato les preguntó por segunda vez: — ¿A q
uién de los dos queréis que libre? Todos a una vez respondieron — ¡Libra a Barrabás! ¡Que m
era ése!
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El hombre que el Procurador ofrecía como sangre de rescate a los aficionados a las
crucifixiones no era un espantaperros cualquiera. En la tradición vulgar ha queda
do memoria de él como de un salteador de caminos, adscrito a la plebe de los crimi
nales de oficio. Pero su sobrenombre — Bar Rabban, que quiere decir Hijo del Rab,
o más bien Discípulo del Maestro, porque los alumnos de los Rabinos eran también llama
dos hijos — nos advierte que pertenecía, por nacimiento o por estudio, a la casta de
los Doctores de la Ley. Marcos y Lucas dicen expresamente que estaba acusado de
haber cometido un homicidio durante una sedición, un asesinato político, por tanto.
Barrabás, educado en las escuelas de los Escribas en la nostalgia del triunfo y e
n el odio hacia los dominadores paganos, era probablemente un Zelote y había sido
apresado en algún motín, fallido, tan frecuentes en aquellos años. ¿Era, pues, posible q
ue la bandería saducea y farisea, que en el fondo tenía los mismos sentimientos que
los Zelotes, aunque los ocultase por razón de estado o los olvidase por falta de áni
mos, se contentase con aquel trueque? A los ojos de aquella gente Barrabás, aunque
asesino, — es más: por asesino precisamente — era un patriota, un mártir, un perseguido
por los extranjeros, y Jesús, por el contrario, aunque no hubiera matado a nadie,
quería hacer algo que estimaban más pernicioso que un homicidio: sustituir la ley d
e Moisés, arruinar el Templo. En el primero, en suma, veían una especie de héroe nacio
nal; en el otro, un enemigo de la Nación. No dudaron mucho en la elección. — ¡Suelta a B
arrabás! ¡Muera ése! Tampoco esta vez ha sabido salvar y salvarse Poncio Pilato. Debie
ra haberse dado ya cuenta de que los jefes de los Judíos no iban a dejar que se es
capara la carne en que ya habían dejado la señal de sus dientes, la única que podía apla
car su hambre. La ansiaban aquel día, como el aire y el pan. No se apartarían de allí,
no se irían a comer hasta no ver a Jesús clavado con cuatro clavos en dos maderos.
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Poncio Pilato es cobarde. Tiene miedo a cometer una injusticia; tiene miedo de n
o dejar contenta a su mujer; tiene miedo de dar una satisfacción a sus enemigos; p
ero, al mismo tiempo, tiene miedo de librar a Jesús, tiene miedo de mandar que los
soldados dispersen aquel rebaño gruñidor y osado, tiene miedo de imponer, con decid
ido acto de imperio, que Jesús el inocente sea puesto en libertad y no Barrabás, el
asesino. Un Romano verdadero, un Romano a la antigua, de buena estirpe, o bien h
ubiera luego dado satisfacción a aquellos borrachos pedigüeños sin perder un minuto en
defender a quien creía un oscuro alucinado, o bien habría decretado desde un princi
pio que aquel hombre era inocente y estaba bajo la augusta protección del Imperio.
Pilato, a fuerza de estratagemas, de dilaciones, de indolentes interrogatorios,
de términos medios y medias tintas, de titubeos, de resoluciones torpes y luego r
etractadas, de movimientos mal hechos, se encontraba precipitado de pronto donde
no hubiera querido caer. Pero el no haber acabado desde luego la cuestión con un
sí o un no, había aumentado la insolencia de los jefes y la efervescencia del pueblo
. Y ahora no le quedaba ya más que dos caminos: o ceder vergonzosamente después de t
antos repliegues y resistencias, o ponerse en trance de suscitar un tumulto que
podía convertirse, en aquellos días en que Jerusalén albergaba a casi un tercio de la
Judea, en un levantamiento peligroso. Zarandeado por el ondear de sus cobardes p
ensamientos, aturdido por los gritos, no sabe sino pedir consejo otra vez a aque
llos a quienes debiera y quisiera mandar. — ¿Qué debo hacer entonces de Jesús, llamado C
risto? — ¡Crucifícale! ¡Crucifícale! — ¡Pero si no ha hecho nada malo! — ¡Crucifícale! ¡Cru
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¿Qué sabe este odioso extranjero — murmuran entre sí — si ha hecho algún mal o no? Según nu
ra fe, es un impostor, un blasfemo, un enemigo del pueblo y debe morir; aunque n
o haya fecho nada, debe morir, porque sus palabras son más peligrosas que toda mal
dad. — ¡Crucifícale! ¡Crucifícale! — Tomadle — grita Pilato — y crucificadle vosotros, porq
no hallo en él culpa alguna. — ¡Nosotros tenemos una Ley, y según esa Ley debe morir, p
orque se ha llamado Hijo de Dios! El silencio de Jesús domina sobre el tumulto bes
tial. Se disputan su cuerpo y apenas parece darse cuenta de ello. De una parte,
un Gentil, que no sabe nada de él y que nada comprende, que no le defiende por amo
r, sino por odio; que no le defiende abiertamente, sino con astucias y cabildeos
; que tiene más terror de una revuelta que de una injusticia; que se obstina en su
parecer por amor propio y no por certidumbre de la inocencia. De otra parte, un
sacerdocio amenazado, una burguesía flagelada, un vulgo más fácil de llevar a lo peor
, como todos los vulgos. Cualquiera puede profetizar fácilmente la solución. Pero Po
ncio Pilato no abandona la partida. Regalará a Barrabás a sus cómplices, pero no les d
a a Jesús. Vuelve a su primera idea: castigarlo. Tal vez cuando vean la lividez y
la sangre arrancada por los golpes, se contenten con tal anticipo de suplicio y
dejen en paz al Inocente que mira con la misma compasión al cobarde pastor y a los
lobos furiosos. El Procurador ha dicho que no halla en él culpa alguna, y sin emb
argo lo castigará con los azotes. Esta contradicción, esta media injusticia, este co
mpromiso, es muy del estilo de Pilato; pero será, como las demás tentativas, un frac
aso y, a la postre, una vergüenza más antes de la derrota
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final. Los Judíos se desgañitan todavía gritando: — ¡Crucifícale! Pero él entra en el Preto
de nuevo y entrega a Jesús a los soldados romanos para que lo azoten.
Continuar -->
Notas
1 )-
En realidad, no bastaba. Todo el juicio a Jesús, tanto el efectuado por los farise
os como el posterior ante Pilatos, está viciado de irregularidades jurídicas insalva
bles, ya sea que se tome como referencia la ley hebrea o bien la romana. Cf. Den
es Martos, Los Deicidas, La Editorial Virtual http:// www.laeditorialvirtual.com
.ar (N. del E.) La referencia es a Sócrates (N. del E.) En realidad, Poncio Pilato
no era procurador sino prefecto (N. del E.)
2 )3 )4 )-
G. Papini aparentemente sigue en esto fielmente a Flavio Josefo. Un análisis más det
allado de los hechos revela una casi necesaria complicidad
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entre Pilato y la casta sacerdotal de Jerusalén. Cf. Denes Martos, Los Deicidas, L
a Editorial Virtual http://www.laeditorialvirtual.com.ar (N. del E.)
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REY CORONADO
La soldadesca mercenaria, que en las provincias constituía el grueso de las legion
es, no esperaba otra cosa. Todo aquel tiempo los militares de guardia en el pret
orio habían tenido que asistir, inmóviles y callados, a aquella misteriosa algazara
colonial, de la que sólo entendían una cosa: que su jefe no era ciertamente quien ha
cía mejor papel. Se habían divertido un rato viendo las muecas, los gritos, las gest
iculaciones de aquel bullicio judaico, y se habían dado cuenta de que el Procurado
r, cejijunto, y embarazado, no acertaba a salir de aquel barullo matinal. Le mir
aban como los perros miran al cazador poco diestro que anda dando vueltas de aquí
para allá, sin decidirse a tirar, por más que la presa no esté lejos. Ahora, por fin,
se sacaba algo. También para ellos iba a haber diversión. Apalear las espaldas de un
Judío odiado por los Judíos mismos era para ellos un juego en el que podían interveni
r, sin peligros ni gran trabajo. Con eso se calentaban las manos, estiraban los
miembros entumecidos por el fresco de la mañana y se desperezaban. Llamada toda la
compañía al patio del palacio, le quitaron de encima a Jesús el manto blanco regalado
por Antipas — es el primer botín de la empresa — y luego las demás vestiduras. Los lict
ores desataron las varas, que se disputaron los más robustos. Era gente avezada y
que sabía flagelar con gallardo continente y según las reglas del arte. Jesús, medio d
esnudo, atado a una columna, para que al doblarse no amortiguase la fuerza de lo
s golpes, ruega en silencio a su Padre por los
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soldados que sudan azotándolo. ¿No ha dicho, por ventura: Amad a los que os odian; h
aced bien a los que os persiguen; ofreced la mejilla izquierda a quien os abofet
ea la derecha? No puede en aquel momento recompensar a sus fustigadores mejor qu
e intercediendo cerca del Padre para que sean perdonados. También ellos son prisio
neros y obedientes y no saben quién es Aquél a quien flagelan con tanta alegría; ellos
mismos fueron azotados alguna vez por haber faltado, y no les parece cosa singu
lar que el Procurador, un Jefe, un Romano, haga castigar de aquel modo a un homb
re a quien tienen por delincuente de una raza sometida e inferior. Dad con fuerz
a, legionarios, que un poco de esa sangre que empieza a correr de la carne viva
también se vierte por vosotros. Es la primera sangre que quitan los hombres al Hij
o del Hombre: en la Cena, su sangre tenía la apariencia del vino; en el Alto de lo
s Olivos, la sangre que juntamente con el sudor goteaba procedía de una tortura co
mpletamente espiritual e interna. Pero hoy, al cabo son manos de hombres las que
hacen salir aquella sangre de las venas del Cristo; manos nudosas de soldados a
l servicio de los poderosos y los ricos, manos de flageladores en espera de los
clavadores. Aquella espalda lívida, hinchada, sanguinolenta, está ya dispuesta para
adherirse al leño; escoriada y desollada de aquella suerte, le escocerá más aún cuando l
a tiendan sobre el palo mal cepillado de la cruz. Ahora podéis dejarlo ya; el pati
o del cobarde extranjero está manchado de sangre también. El ostiario lavará hoy mismo
esas manchas; pero aun después de lavadas volverán a florecer en las blancas manos
de Poncio Pilato. Los golpes prescriptos le han sido administrados ya por los le
gionarios; pero una vez que han tomado gusto, no quieren dejar escapar a su jugu
ete. Hasta el momento han obedecido una orden; ahora quieren divertirse a su mod
o. Este hombre, según dicen los voceadores de la plaza, pretende ser Rey; démosle, p
ues, gusto al loco, y así haremos rabiar también a los que no quieren reconocer su d
ignidad real. Un soldado se quita la capa de escarlata — la clámide bermeja de los
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legionarios — y se la echa encima de los hombros sangrientos; otro reúne un haz de e
spinos secos, que están allí para encender por la noche el brasero del cuerpo de gua
rdia, teje un par de ellos a modo de corona y le ciñe la cabeza; un tercero se hac
e dar por un esclavo una caña, se la pone a la fuerza entre los dedos de la mano d
erecha y luego, riendo a carcajadas, le empujan a un asiento. Pasando uno a uno
ante él, se arrodillan en son de burla y gritan: — ¡Salve, oh, Rey de los Judíos! Pero n
o todos se contentan con aquel homenaje burlesco. Uno larga una bofetada en la m
ejilla donde aún se advierte la huella de los dedos de los servidores de Caifás; otr
os le escupen en los ojos; otro, más ingenioso, le arranca la caña y le da con ella
en la cabeza, de suerte que los espinos de la corona, clavándosele más, forman en to
rno a su frente un cerco de gotas, rojas cual su manto. Y hubieran tal vez dado
con alguna nueva y más grosera invención si el Procurador, acudiendo a la jovial alg
azara, no hubiese dado orden de sacar afuera otra vez al apaleado Rey. Los legio
narios habían adivinado, con aquel burlesco disfraz, la intención sarcástica de Pilato
, el cual sonrió y tomando de la mano a Jesús lo llevó a la terraza embaldosada del Pr
etorio, y mostrándolo a las bestias allí amontonadas, gritó: — ¡He aquí al Hombre! Y vuelve
a Cristo de espaldas hacia la turba ululante, para que vean los cardenales de lo
s golpes y los cuajarones sanguinolentos. Como si dijera: — ¡Contemplad a vuestro Re
y, el único Rey que os merecéis, en su verdadera majestad, con el atuendo que mejor
le conviene! Su corona es de espinas punzantes, su manto purpúreo es la clámide de u
n mercenario; su cetro es una caña seca, cortada en uno de vuestros áridos barrancos
. Son los ornamentos que merece este Rey de burlas, renegado injustamente por un
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pueblo innoble como sois. ¿Teníais sed de su sangre? Ahí tenéis su sangre; mirad cómo se h
ace grumos en torno a las llagas de los azotes y cómo gotea de las espinas de la c
orona. Es poco, pero debiera bastar, porque es sangre inocente, y es ya una grac
ia muy grande el que por daros contento la haya hecho yo derramar. ¡Y ahora, march
aos de aquí, que bastante me habéis atronado los oídos! Pero los Judíos no se aquietaron
con aquellas palabras ni ante aquella vista. ¡Harto más se necesitaba que una azota
ina y un disfraz para que se fuesen en paz! Pilato creía burlarlos; pero se daría cu
enta de que no estaba el tiempo para bromas. Dos veces había chocado con ellos por
querer contrariarles, y no serán las últimas. Unos cuantos golpes y una farsa solda
desca — dicen entre sí — no bastan para castigar como se merece al enemigo de Dios; to
davía hay árboles en Judea y clavos para clavarlo. Y las voces enronquecidas repiten
a coro: — ¡Crucifícale! ¡Crucifícale! Pilato se da cuenta, demasiado tarde, de que se ha
metido en un avispero del cual ya no sabrá salir. Todas sus decisiones son contrar
iadas con una pertinacia que no ha sabido prever. Una última iluminación le ha dicta
do aquellas grandes palabras: — ¡He aquí al Hombre! Pero él mismo no sabría darse cuenta d
e su verdadero significado, que está muy por encima de la bajeza de su espíritu. No
advierte que ha hallado la verdad que buscaba: una media verdad, pero más profunda
que todas cuantas pueden haberle enseñado los filósofos de Roma y de Grecia. No sab
ría decir por qué Jesús es verdaderamente el Hombre, el símbolo de toda la humanidad dol
orida y humillada, traicionada por sus jefes, engañada por sus maestros, crucifica
da todos los días por los reyes que devoran a los súbditos, por los ricos que hacen
llorar a los pobres, por aquellos sacerdotes que piensan en su vientre más que en
Dios. Jesús es el Hombre de Dolores
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anunciado por Isaías, el hombre de mísero aspecto a quien todos rechazan y que será mu
erto por todos; pero también el Hijo único de Dios único, que ha tomado la naturaleza
de hombre y descenderá de nuevo, un día, en la gloria del poder y del nuevo sol, ent
re el clamor de las trompetas anunciadoras de la Resurrección. Pero hoy, a los ojo
s de Pilato, a los ojos de los enemigos de Pilato, no es más que un hombre mísero, u
n hombre de nada, carne de varas y de clavos, un hombre y no el Hombre, un morta
l y no un Dios. ¿Qué espera, pues, Pilato, con sus discursos sibilinos, para entrega
rlo al verdugo? Con todo, Pilato no cede aún. Junto a este Silencioso el romano se
siente invadido por un desfallecimiento opresor que nunca ha sentido. ¿Quién es, pu
es, éste, a quien todo un pueblo quiere ver muerto, y a quien él no se decide a salv
ar ni a sacrificar? Se vuelve una vez más a Jesús: — Dime, pues, ¿de dónde eres? Pero Jesús
no responde. — ¿No me hablas? ¿No sabes que tengo poder para librarte y para crucifica
rte? Entonces el vituperado Rey levanta la cabeza: — No tendrías poder alguno sobre
mí si no te viniese de lo alto; por eso el que me ha puesto en tus manos es más culp
able que tú. Caifás y sus camaradas son los culpables principales: los demás son canes
azuzados e instrumentos obedientes. El mismo Pilato es un instrumento indócil del
odio sacerdotal. Pero el Procurador, desorientado, no hallando ningún nuevo exped
iente para cortar el nudo que le aprieta, vuelve a insistir: —¡He aquí a vuestro Rey!
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Los Judíos, sintiéndose nuevamente ultrajados, estallan furibundos: —Si le sueltas, no
eres amigo de César. El que se alza por rey es contrario a César. Habían hallado, al
fin, el punto flaco y sensible para herir al pusilánime. La fortuna de cualquier m
agistrado romano, por elevado que fuese, dependía, en aquel tiempo, del favor de Cés
ar. Una acusación de aquella suerte, presentada con habilidad por abogados malicio
sos — y no faltaban entre los Hebreos, como advertirá más tarde leyendo el memorial de
Filón — podía perderle. Pero, no obstante la amenaza, Pilato grita la última y más estúpid
pregunta — ¿Voy yo a crucificar a vuestro Rey? Los jefes de los sacerdotes, dándose c
uenta de que están a punto de vencer, responden con la última mentira — ¡Nosotros no ten
emos más rey que a César! Y el pueblo acompaña la mentira de sus jefes con un grito si
ncero: — ¡Que muera! ¡Que muera! ¡Crucifícale! Pilato se rinde. Si no cede, teme suscitar
un tumulto que puede prender en toda la Judea. Su conciencia le parece tranquila
; cree haber probado todos los caminos para librar a ese hombre que no quiere li
brarse. Ha intentado salvarlo remitiendo el juicio a los mismos sanedritas, que
no pueden condenar a muerte; ha intentado salvarlo mandándoselo a Herodes; ha inte
ntado salvarlo afirmando que no ha hallado en él culpa alguna; ha intentado salvar
lo ofreciendo soltarlo en vez de Bar Rabban; ha intentado salvarlo mandándolo azot
ar, con la esperanza de que aquel ignominioso castigo bastase a calmar los ánimos;
ha intentado salvarlo queriendo
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suscitar un movimiento de compasión en aquellos corazones endurecidos. Pero todos
sus intentos han fallado y él no quiere que por aquel hombre se levante toda una p
rovincia. Y mucho menos que, por causa de él, le acusen ante Tiberio y sea destitu
ido. Pilato se cree inocente de la sangre de este inocente. Y para que todos ten
gan una idea visible y memorable de tal inocencia, manda traer una palangana, co
n agua y se lava las manos a la vista de todos, diciendo: — Yo soy inocente de la
sangre de este justo: ¡allá vosotros! Y todo el pueblo replicó: — Caiga su sangre sobre
nosotros y sobre nuestros hijos. Entonces ordenó que se soltase a Bar Rabban y ent
regó al Justo a los soldados para que lo crucificasen. Pero el agua que ha corrido
por sus manos no basta para lavarlo. Sus manos han quedado ensangrentadas hasta
el día de hoy y rojas seguirán perpetuamente. Tenía poder para salvar a aquel hombre,
y no ha querido. Sus tergiversaciones, las múltiples formas de cobardía de su alma
atosigada por la ironía del escepticismo, han llevado a Jesús al lugar de la Calaver
a. Si le hubiera creído culpable de veras y consentido en el asesinato sería menos v
il. Pero sabe que Jesús no tiene culpa; que Jesús, como le ha dicho Claudia Prócula, c
omo él mismo ha repetido, es un Justo. Un Poderoso que por miedo de que le venga a
él algún mal deja asesinar a un Justo, él, que ha sido mandado para proteger a los ju
stos contra los asesinos, no tiene excusa. Pero yo he hecho, dice Pilato, cuanto
he podido por arrancarlo de manos de los injustos. No es verdad. Ha probado muc
hos caminos y no ha escogido el único eficaz para su intento. No se ha ofrecido él,
no se ha sacrificado a sí mismo, no ha querido poner en peligro su dignidad y su f
ortuna. Los Judíos odian a Jesús, pero tanto como a él odian a Pilato, que de tantas m
aneras los ha vejado y escarnecido. En vez de proponer, a
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cambio de Jesús, al sedicioso Bar Rabban, hubiera debido proponerse él, Poncio Pilat
o, Procurador de Judea, y el pueblo tal vez aceptara el cambio. Ninguna otra vícti
ma fuera de él hubiera podido saciar la rabia de los Judíos. Pero no era menester mo
rir. Bastaba con desafiarlos a que lo denunciasen a César como enemigo de César. Tib
erio le hubiera quitado de su puesto y tal vez desterrado; pero en el destierro
y la desgracia hubiera tenido el feliz consuelo de la inocencia. La temida pena,
que ahora le persuade a arrojar a Jesús en manos de sus adversarios como víctima pr
opiciatoria, igual ha de caer sobre él a los pocos años. Los Judíos y los Samaritanos
le acusarán; el presidente de Siria lo depondrá y Calígula le enviará al confín de las Gal
ias. Pero al destierro le seguirá la sombra del gran silencioso, asesinado con su
consentimiento. En vano ha hecho construir en Jerusalén la hermosa cisterna llena
de agua; en vano se ha lavado ante la multitud con aquel agua. Aquel agua es agu
a judía, agua turbia y maleficada, agua que no limpia. Ningún lavado podrá limpiar sus
manos de las manchas que ha dejado en ellas la sangre divina de Jesús.
LA PARASCEVE
Ascendía el sol en el desnudo cielo de abril y estaba ya en lo más alto de su camino
. En la lucha entre el tímido defensor y los rabiosos acusadores había transcurrido
la mayor parte de la mañana, y había que darse prisa. No podían, por antigua ley mosai
ca, permanecer los cuerpos de los ajusticiados en el lugar del suplicio, después d
e la puesta del sol, y los días de abril no son tan largos como los de junio. Caifás
, además, aunque apoyado por tantos acalorados partidarios, no estará tranquilo hast
a tanto que los pies del peregrino se detengan fijos en la cruz con puntas de hi
erro. Se acuerda de cuando entró, pocos días antes, entre el ondear de las palmas y
el júbilo de los himnos. En la ciudad tiene confianza; pero está lleno por aquel ent
onces de provincianos llegados de
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todas partes, que no tienen los mismos intereses y las mismas pasiones que la cl
ientela que vive junto al Templo. En particular aquellos Galileos, que han acomp
añado hasta ahora a Jesús, que le querían, podrían intentar un golpe de mano, y retrasar
, ya que no impedir, la fiesta votiva de aquel día. También Pilato tiene prisa por q
uitar de su vista aquel intempestivo inocente; no quiere pensar más en él; espera ol
vidar cuando esté ya muerto aquellas miradas, aquellas palabras y, sobre todo, aqu
el agrio malestar suyo que tanto se parece al remordimiento. Aunque sus manos es
tén lavadas y secas, le parece que aquel hombre, en su silencio, le condena a una
pena más atroz que la misma muerte; le parece ser él el culpable ante aquel flagelad
o moribundo. Para ahogar su despecho contra los que son la principal causa de to
do aquello, dicta a un escribano la leyenda del titulus o cartel que el sentenci
ado ha de llevar colgado del cuello en tanto no se clave en lo alto de la cruz.
Dice así: Jesús Nazareno, Rey de los Judíos. Y el escribano traza aquellas palabras en
tres lenguas, en grandes caracteres rojos, sobre la madera blanqueada. Los jefe
s judíos que se han quedado allí, para apresurar los preparativos, leen, alargando e
l cuello, el sarcástico escrito y se ofenden: — No escribas — le dicen a Pilato — Rey de
los Judíos, sino que este hombre ha dicho: Yo soy el Rey de los Judíos. Pero el Pro
curador, con seca brevedad. corta el diálogo: — Lo que he escrito, escrito está. Son l
as últimas palabras suyas que recuerda la historia y las más profundas. Me habéis cond
ucido a regalaros la vida de este hombre; pero no reniego de lo que he dicho: Je
sús es un Nazareno, que quiere decir también Santo; y es vuestro Rey, y quiero que t
odos sepan — y por eso he mandado escribir esas palabras en latín y griego, además de
en hebreo — cómo trata a Santos y Reyes vuestra raza mal nacida. Y marchad, que ya o
s he soportado bastante.
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Quod scripsi, scripsi. Entretanto, los soldados habían vuelto a vestir al Rey con
sus vestiduras de pobre y le habían colgado el cartel al cuello. Otros habían sacado
de los almacenes del Pretorio tres macizas cruces de pino, los clavos, el marti
llo y las tenazas. La escolta estaba dispuesta. Pilato pronunció la fórmula usual: — I
, lictor, expedi crucem. Y la tétrica caravana se puso en movimiento. Iba delante
el Centurión, a caballo, aquél a quien Tácito llama, con terrible brevedad, exactor mo
rtis. Inmediatamente detrás, en medio de los legionarios armados, Jesús y dos ladron
es que habían de ser crucificados con él. Los tres llevan la cruz a cuestas, según el
uso romano. Y tras ellos el tumulto y pisoteo de la chusma necia, que iba aument
ando a cada paso, de cómplices y de curiosos. Era la Parasceve, el día de la Prepara
ción, la última vigilia de Pascua. Pieles de cordero estaban tendidas al sol, por mi
llares, en los terrados; y cada casa lanzaba su columna de humo que se abría en el
aire, delicadamente, como la corola de una flor, para perderse luego en el ciel
o, vibrante de fiesta. De los callejones desembocaban en las calles las viejas n
arices malignas, mascullando anatemas; niñitos con la cara sucia, que correteaban
con paquetes bajo el brazo; hombres barbudos que llevaban a cuestas un cabrito o
una barrica de vino; burreros llevando de la cabezada a los asnos con el hocico
bajo; muchachas que clavaban sus ojos desvergonzados y melancólicos en los forast
eros que andaban, muy circunspectos, aturdidos por aquel barullo de fiesta. Las
amas de casa estaban en los hogares muy afanadas, disponiendo lo necesario para
el día siguiente, porque, una vez caído el sol, todas las manos estaban dispensadas,
durante veinticuatro horas, de la condena de Adán. Los corderos, despellejados, d
escuartizados, estaban dispuestos ya para el fuego; los ázimos, oliendo todavía a ho
rno, estaban amontonados en la masera; los hombres trasvasaban el vino, y los
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niños, para echar una mano a su vez, limpiaban sobre la mesa las hierbas amargas.
No había nadie que no tuviese quehacer, nadie que no gozase en su corazón pensando e
n aquel día reposado y festivo, en que todas las familias estarían en derredor del p
adre y comerían en paz y beberían el vino de acción de gracias, y Dios sería testigo de
aquella alegría, porque le llamarían de todas las casas los salmos de los agradecido
s. Incluso los pobres, en tal día, se sentían casi ricos; y los ricos, por las insólit
as ganancias, casi más generosos: y los hijos, en quienes la experiencia no había am
ortiguado aún las ilusiones, más amantes; y las mujeres, más amadas. Se veía por doquier
aquella confusión pacífica, aquel tumulto bonachón, aquel risueño holgorio que antecede
a las grandes solemnidades populares. Un olor de esperanza y de primavera purif
icaba el hedor antiguo de aquella gusanera de circuncisos. Y un diluvio de luz s
e volcaba del gran sol oriental sobre las cuatro colinas. En tal ambiente de fie
sta, a través de tal ajetreo de fiesta, en medio de tal multitud en fiesta, va, le
nto como un entierro, el cortejo siniestro de los que llevan la cruz. Todo habla
en derredor de ellos de alegría y de vida, y ellos van a la tristeza y a la muert
e. Todos esperan ansiosos la noche para reunirse con aquellos a quienes aman, pa
ra sentarse a la mesa preparada, para beber el vino ardiente y claro de los días f
elices, para tenderse en la cama a esperar la mañana del sábado más deseado del año; y a
quellos Tres, separados de los que les besaron, se tenderán sobre el leño de la infa
mia y no beberán más que un sorbo de vino amargo, y serán arrojados, fríos, a la fría tier
ra. La gente se aparta ante el pisotear del caballo del Centurión y se detiene a m
irar a los míseros que jadean y sudan bajo la temerosa carga. Los dos ladrones par
ecen más seguros y valientes; pero el primero, el Hombre de los dolores, parece a
cada paso no tener fuerza para dar el siguiente. Extenuado
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por la terrible noche, por los cuatro interrogatorios, por las penosas andanzas,
por las bofetadas, los palos, la flagelación; desfigurado por la sangre, el sudor
, los salivazos, el esfuerzo de este último trabajo, no parece ya el joven animoso
que días atrás había desembarazado con el látigo la cueva del Templo. Su hermoso rostro
iluminado se deformaba ahora en la contracción del dolor; los ojos, rojos de llan
to contenido, se habían escondido en las fosas de las órbitas; sobre las espaldas, l
aceradas por las varas, se le pegaban las vestiduras en las partes llagadas aume
ntando su martirio; las piernas sentían la fatiga más que todos los otros miembros y
se doblaban al peso del cuerpo y de la cruz. "El espíritu está dispuesto; pero la c
arne es débil." Y desde la víspera, que había sido el principio de su agonía, ¡cuántos golp
s habían herido aquellas carnes! El beso de Judas, la huída de los amigos, las ligad
uras de las manos, las amenazas de los jueces, las injurias de los guardias, la
cobardía de Pilatos, los gritos de muerte, los ultrajes de los legionarios, y aque
l ir con la cruz a cuestas entre las sonrisas y los desprecios de aquellos a qui
enes ama. Los que le ven pasar no se apiadan de él: "Lo llevan — dicen — a crucificar;
bien empleado está." O intentan, a lo sumo, los que saben leer, descifrar el cart
el que le cuelga sobre el pecho. Muchos, sin embargo, le conocen de vista o de n
ombre y le señalan con el dedo a los más próximos con aire resabido y satisfecho. Algu
nos se mezclan con la turba que sigue detrás, para disfrutar hasta el fin el espec
táculo, siempre nuevo, de la muerte de un hombre; y muchos más harían lo mismo si no f
uese día de gran quehacer. Los que habían empezado a esperar en Él ahora le desprecian
porque se ha dejado prender como si fuera un ladronzuelo, y para hacerse querer
de los Sacerdotes y los Ancianos mezclados al acompañamiento, arrojan sobre él algún
fuerte vituperio. Raros eran los que en su corazón se estremecían al verle en aquel
estado y ante aquel aparato en derredor; ya porque sintiesen, sin saber quién era,
la compasión natural que tiene el pueblo por los condenados; ya porque conservase
n en el fondo de su alma un resto de amor hacia el Maestro que amaba a los pobre
s, que curaba a los enfermos, que anunciaba un Reino mucho más justo que estos otr
os que suelen
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desgarrar la tierra. Pero eran los menos y casi se avergonzaban de aquella secre
ta ternura hacia uno a quien habían creído menos odiado y más poderoso. La mayor parte
reían tranquilos y contentos, como si aquel cortejo mortuorio formase parte de la
fiesta inminente. Sólo algunas mujeres, la cabeza envuelta en sus velos, le seguían
, un tanto apartadas, llorando, pero intentando ocultar aquel llanto que podía par
ecer delictuoso. No habían llegado aún a la puerta de los Jardines, pero estaban por
llegar, cuando Jesús, agotadas sus fuerzas, tropezó, cayó al suelo y allí quedó tendido b
ajo la Cruz. Su rostro había palidecido, haciéndosele de pronto como de nieve; sus pár
pados, enrojecidos, cerraban los ojos: se le hubiera tenido por muerto a no ser
por el aliento afónico que salía de su boca entreabierta. Todos se detuvieron y un a
pretado cerco de hombres alargaba rostro y manos hacia el caído, gritando desafora
dos. Los Judíos que le seguían desde la casa de Caifás, no querían darse a razones. — ¡Es u
engaño! — gritaban — ¡Levantadlo! Es un hipócrita. Tiene que llevar la cruz hasta el fin.
Esa es la ley. ¡Un puntapié, como a los borricos, y adelante! Otros chanceaban — ¡Mirad
al gran Rey, que iba a conquistar reinos! ¡No sabe llevar siquiera dos trozos de
madera, y quería ponerse armadura! Decía que era más que hombre y es una mujercilla qu
e se desmaya al primer esfuerzo. ¡Hacía andar a los paralíticos, y él no sabe tenerse en
pie! ¡Echadle entre los dientes un vaso de vino, que le devuelva la fuerza! Pero
el Centurión, que tenía prisa, como Pilato, de terminar aquel molesto servicio, comp
rendió, como conocedor de hombres que era, que el
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infortunado no podría arrastrar la cruz hasta el alto de la Calavera, y buscó, con u
na mirada, alguien que pudiese tomar sobre sí aquel peso. Volvía en esto, del campo,
un hombre de Cirene, llamado Simón, que al ver tanta gente se había escondido entre
la muchedumbre y contemplaba, con aire de asombro y conmiseración, el cuerpo aquél,
abatido y anhelante bajo los dos maderos. El Centurión, al verle, y como le parec
iese bien dispuesto, y además de fuerte complexión, le llamó y le dijo: — Toma esa cruz
y ven tras de nosotros. El Cirineo, sin decir palabra, obedeció. Acaso por bondad,
pero de todas maneras, por necesidad, porque los soldados romanos, en los países
de ocupación, se toman el derecho de obligar a ayudarles a quien quiera que fuese.
"Si un soldado te impone un trabajo — escribe Arriano — guárdate de resistir y hasta
de murmurar, porque de otra manera serás apaleado." Del misericordioso que prestó su
s buenas espaldas campesinas para aliviar las de Cristo nada más sabemos; pero sí qu
e sus hijos, Alejandro y Rufo, fueron cristianos, y es muy probable que fuese él p
recisamente quien los convirtió con el relato de la muerte de la que fue obligado
testigo. Dos soldados levantaron en pie al caído y lo empujaron hacia adelante. La
caravana emprendió de nuevo el camino bajo el sol de mediodía. Pero los dos ladrone
s murmuraban entre dientes que nadie pensaba en ellos; que no era justo que se l
e quitase todo el peso a aquel hombre que fingía caerse y a ellos no, y que era un
a parcialidad real y verdadera, tanto más cuanto él, según los sacerdotes, era mucho más
culpable. Desde aquel momento, también los dos compañeros de pena empiezan, envidio
sos, a odiarle y llegarán hasta el insulto cuando estén clavados, a su lado, en las
cruces que llevan a cuestas.
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EL JUDIO ERRANTE
En este punto se intercala en el relato de la Pasión, una antigua leyenda. Es una
leyenda florecida en la imaginación de los cristianos más de mil años después de la muer
te de Cristo; pero contiene un símbolo tan profundo, que la humanidad no la ha pod
ido olvidar y más de un poeta la ha hecho suya para resucitarla. Entre los Judíos qu
e insultaban a Jesús cuando cayó, había uno más despiadado y ladrado que todos. Cuando l
os soldados hubieron, al fin, levantado al inmortal moribundo, le dio un manotaz
o en un hombro, gritándole: —¡Arriba, arriba, y anda de prisa! El golpeado, según el Judío
habría referido más tarde, se volvió, y, mirándole fijamente, respondió: — Y tú andarás ha
ue yo vuelva. Y aquel hombre, dejando en el suelo a un hijo suyo que llevaba en
brazos, se alejó, y desde entonces anda los caminos de la tierra, sin parar más de t
res días en un mismo lugar, sin cansarse, sin poder morir. Uno de los muchos que d
icen haberle conocido, refiere que es de "estatura mediana, color moreno, delgad
o, ojos hundidos y barbilla con pocos pelos”; conoce todas las lenguas, pero no ha
bla sino a los cristianos. Afirma que volvió a Jerusalén para verla destruida; anda
descalzo, no tiene bolsa, no se sabe de dónde le vienen los dineros ni nunca le so
bran. Si le dan más de lo que necesita, él se los da de limosna a los pobres. Su nom
bre más conocido, y tiene muchos, es Ahasverus, el hombre que ha rechazado a Dios.
La leyenda no está corroborada por ningún texto de los primeros tiempos cristianos.
Pero es verdadera con una verdad más tremenda que histórica.
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Que en aquellos días innumerables Judíos escarnecieron el agotamiento y la desventur
a de Jesús, es ciertísimo, e igualmente cierto que Alguien vaga errante aún por todos
los países, esperando el retorno de aquel a quien apartó de su cuerpo como un miembr
o podrido. Ese Alguien es el pueblo judío que, pocos años después de la crucifixión de a
quél a quien había rechazado, hubo de dispersarse, como rebaño acosado por el fuego, p
or todas las tierras conocidas, y aún sigue fugitivo y errabundo, en todas partes
extranjero y sospechoso, sin sede estable, sin reino que pueda decir suyo, desan
idado de la antigua patria que costó tanta sangre a sus padres. A ese Alguien, que
quitó la vida al Salvador, le ha sido concedida una inmortalidad material, carnal
, visible, en la persona de los hijos sobre los que ha de caer por voluntad de s
us padres la sangre de Cristo. Porque ese espectador viviente de la Pasión, que ll
eva allí donde emigra los textos de los Profetas desatendidos y de la Ley traicion
ada, debe quedar como testigo de los anuncios, que precedieron al primer advenim
iento y debe esperar el segundo, hasta que se convierta al Hijo nacido de una vi
rgen de su sangre. El Judío Errante no es, pues, como piensan muchos, imagen de un
a humanidad empujada a andar por la tierra el perenne camino de los siglos y mar
cada en la frente con una señal roja e imborrable, como Caín, por haber matado a su
hermano. El Judío Errante es verdaderamente el Judío, distinto y separado del resto
de los hombres; pero no es una sola persona, sino un pueblo entero. Su perenne l
ongevidad es la longevidad, verdaderamente extraordinaria, de esta nación, que tod
os los pueblos, durante siglos y siglos han diezmado y asesinado, a la que le ha
sido arrebatada y quemada la casa, que fue perseguida y vejada en todos aquello
s lugares donde ha buscado refugio, y, sin embargo, vive todavía, con su lengua y
su ley, separada de los demás, sobreviviendo a todas las estirpes coetáneas suyas po
r caso único en la historia. Pero esa raza no se ha convertido aún ni tiene la misma
repugnancia a llevar dinero encima que el Judío de la leyenda. Antes bien, ha enc
ontrado una patria nueva en el Oro, y por medio del oro amontonado en sus cajas
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domina a muchos que dicen creer en el menospreciador del dinero, y ella los ha c
orrompido a su imagen y semejanza. Pero los Judíos pobres, los Judíos descalzos, los
Judíos hambrientos, los Judíos piojosos que todos los años salen de sus hediondos ghe
ttos de Eslavia para pedir al otro lado del mar un pan más blanco y más seguro, sin
la obsesión de la matanza repentina, son figura viviente del verdadero Ahasverus q
ue no ha visto aún volver al Crucificado. Un oráculo inefablemente misterioso afirma
que la segunda venida de Jesús a la tierra no se verificará hasta que no sea cristi
ano su pueblo. Y el Judío seguirá recorriendo, provisto de muchos bolsillos, los cam
inos del mundo, para acaparar los dineros producidos por los treinta siclos de J
udas, hasta el día en que obedezca a la invitación milenaria de Cristo. Y entonces,
dejando de rastrillar el oro que cae del orificio excremental de Satanás, comparti
rá con los pobres sus bienes para seguir al divino Pobre a quien no quiso conceder
, hace diecinueve siglos, ni siquiera la caridad de un instante de reposo.
EL LEÑO VERDE
La fúnebre procesión, cada vez más engrosada por los desocupados que en aquella víspera
de fiesta no tenían otra diversión, continuaba su camino hacia el Calvario. Las muje
res, que al principio se habían mantenido alejadas del sentenciado, ahora que se a
cercaba el momento en que ya no podrían tocarle siquiera, se habían aproximado y dej
aban oír sus sollozos y ver sus lágrimas sin miedo a los sacerdotes que las miraban
de reojo. Jesús, libre de la cruz, podía hablar ya y se volvió a las sollozantes: — Hija
s de Jerusalén, no lloréis por mí, sino llorad por vosotras mismas y
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por vuestros hijos, porque vendrán días en que se dirá: Bienaventuradas las estériles, b
ienaventuradas las entrañas que no han parido y los pechos que no han amamantado.
Entonces los hombres comenzarán a decir a los montes: ¡Caed sobre nosotros! Y a los
collados: ¡Cubridnos! Porque sí así han tratado al leño verde, ¿qué harán con el que está s
Sufre con toda su carne que de allí pronto será sujeta al patíbulo, colgada de unos cl
avos, como el carnicero cuelga al cordero abierto en canal, del techo de la tien
da. Pero sabe que descenderá de la cruz para ir luego a sentarse, con sus fieles s
ervidores, al eterno banquete del Reino. El llanto de las mujeres es una prueba
de amor y no lo rechaza; pero antes que por él debieran llorar por ellas mismas, q
ue sufren y sufrirán más todavía, y por sus hijos, que verán las señales, los estragos y r
uinas que él ha descrito. Y pensando en aquellos días, mucho más próximos de lo que cree
n los doctores que van a su lado para vigilar su agonía, añade una imprevista y trem
enda bienaventuranza a las de la Montaña: — ¡Dichosas las estériles, porque no padecerán e
ntonces en sus hijos! La sangre pedida por los Judíos no tardará en llover de nuevo
sobre ellos; llenas estarán de ella las calles de esta ciudad que ahora vomita a C
risto fuera de sus murallas, como si fuese una podredumbre, y el fuego no dejará p
iedra sobre piedra de la casa de Caifás. Entonces los aterrados, no hallando salid
a por parte alguna, porque los asediados se matarán unos a otros, y de fuera estarán
acampadas, dispuestas a la matanza, las legiones de Tito, invocarán desesperadame
nte a las montañas silenciosas para que los salven de las espadas de los Sicarios
y de los Romanos. Pero las colinas, hechas de piedra como el corazón de los deicid
as, no responderán sino con el eco de sus alaridos, y los pequeñuelos de las madres
caerán en los tibios charcos de sangre que han de compensar, aunque sólo en pequeña pa
rte, la sangre de Cristo. El castigo se aproxima. Sí esto hacen con el leño verde, ¿qué
no harán con el
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leño seco? El leño verde es el todavía vivo, el que sigue teniendo sus raíces en la tier
ra fresca, y recibe la lluvia sobre sus hojas y los pájaros sobre sus ramas; es el
árbol que todavía florece bajo el calor del sol y los soplos del viento. Es la buen
a planta que da sombra al peregrino, frutos para el hombre, ramas para el frío. Es
imagen del Santo que a todos distribuye sus bienes y tiene, dentro de su cortez
a seca, un alma viva. Pero el Leño Seco es el árbol estéril que el buen leñador derribó co
n el hacha, el tronco muerto que se ennegrece en la tierra, porque la medula está
podrida y la corteza no sirve sino para quemar en la chimenea. Es el hombre inútil
y avaro, el pecador que no da buen fruto, y en vez de espíritu vivificador tiene
dentro de sí una hez putrefacta, a quien el Juez arrojará, según la palabra de Juan, a
l fuego inextinguible. Si los hijos y los maridos de las mujeres Judías crucifican
al inocente que da vida, ¿cómo han de ser castigados los malhechores que dan la mue
rte? Entretanto, llegan al lugar de la Calavera, y los soldados, tomando azadone
s y palas, empiezan a hacer hoyos en que plantar las cruces. El Centurión se ha de
tenido fuera de la antigua muralla, en medio del tierno verdor juvenil de los hu
ertos suburbanos. La ciudad de Caifás no quiere suplicios dentro de sus muros; ens
uciarían el aire embalsamado por las virtudes de los Fariseos y conmoverían el suave
corazón de los Saduceos; por eso expele a los condenados a muerte, antes de la mu
erte. Se detienen en lo alto de una gibosidad del terreno que se parece, por lo
redonda y calcárea, a una Calavera. Aquella semejanza parece predestinar aquel lug
ar a las matanzas; pero el verdadero motivo de la elección es que allí se cruzan los
caminos de Jaffa y de Damasco y hay siempre numeroso tránsito de peregrinos, merc
aderes, provincianos y correos, y se quiere que la cruz, destinada a infundir te
rror y escarmiento, se alce donde muchos puedan verla.
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El sol, el benigno sol de primavera, el alto sol del medio día, hace brillar la bl
ancura del altozano y los azadones que cortan el suelo con sonoras mordeduras. E
n los huertos próximos, las primeras flores gozan la tibieza del aire; los pajaril
los cantores, escondidos en el follaje, hienden el cielo con las saetas argentin
as de sus gorjeos; las palomas vuelan en parejas sobre aquella cálida paz geórgica. ¡C
uán hermoso sería vivir aquí, en los jardines bien regados, junto a un pozo, en el per
fume de la tierra que se despierta y torna a vestirse, esperando la luna de la s
iega, en compañía de seres amados y que aman! ¡Días de Galilea; días de paz; días de sol y
e amistad entre las viñas y el lago; días de luz y de libertad, transcurridos a lo l
argo de los caminos con los que saben escuchar, que acaban en el justo contento
de la cena; días tan breves que parecía que no se habían de acabar! A nadie tienes ya
contigo, Cristo. Estás solo como estabas solo en la noche. Y no brilla para ti ese
sol que calienta las espaldas de tus asesinos. Ya no tienes ningún día ante ti ni más
camino que andar; ha terminado tu peregrinación; podrás descansar al cabo; este Cráne
o de piedra es la meta de llegada. Aquí, dentro de pocas horas, tu espíritu encarcel
ado volará libre de su cárcel. El rostro del Dios-Hombre está húmedo de sudor frío. Los go
lpes de la azada le martillean la cabeza como si se la golpearan; el sol, que ta
nto le agradaba, imagen del Padre, justo aun con los injustos, ahora le deslumbr
a y exaspera el escozor de sus párpados. Siente por todo su cuerpo una languidez,
un temblor, un deseo de descanso al que con toda su alma se resiste — ¿no ha prometi
do padecer hasta lo último, cuanto sea necesario? —, y al mismo tiempo le parece ama
r con más desgarradora ternura a los que deja, incluso a los que trabajaron por su
muerte. Y del fondo de su alma, como un canto de victoria sobre la carne rota y
debilitada, brotan las palabras que nunca olvidaremos: —¡Padre, perdónalos, porque no
saben lo que hacen! Ninguna plegaria más divina que esta se elevó a los cielos desd
e que hay
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hombres y oran. Los hombres, que ni la inocencia perdonan a los inocentes, no ha
n imaginado nunca antes de aquel día que se pudiera pedir perdón por los que nos dan
la muerte. Perdón condicionado por la ignorancia, pero siempre inefablemente supe
rior al poder natural del hombre cuando no sea aumentado por Dios o conseguido p
or la imitación de Cristo. Porque no saben lo que hacen. La motivación limita la amp
litud del perdón; pero es postulada por la necesidad de no perdonar sin la garantía
de arrepentimiento el mal voluntariamente querido. La ignorancia de los hombres
es tan desmesurada que muchas veces no sabemos verdaderamente lo que hacemos; co
n frecuencia, bajo el impulso de la maldad terrena, de la imitación, de la costumb
re, de las pasiones, la voluntad, sin dar tiempo a que la conciencia intervenga,
obedece ciegamente, aun conservando una ficción de mando, y cuando, a lo último, la
conciencia aparece, ya no quedan más que cenizas y vergüenzas. Jesús había enseñado lo qu
e debían saber; pero, ¿cuántos lo sabían? Incluso los suyos, los únicos que sabían que Jesú
ra Cristo, habían sido vencidos por el miedo de perder esta última víspera de vida; ta
mbién ellos, al huir, habían demostrado no saber lo que hacían. Y mucho menos lo sabían
los Fariseos, temerosos de perder su preeminencia; los Doctores, temerosos de pe
rder sus privilegios; los Ricos, temerosos de perder su dinero; Pilatos, temeros
o de perder su cargo, y menos todavía los Judíos, soliviantados por sus jefes, y los
soldados, obedientes a sus oficiales. Ninguno de ellos sabe quién es Cristo y qué h
a venido a hacer y por qué razón muere. Algunos lo sabrán, pero después, más tarde, y lo s
abrán por suprema intercesión de aquel a quien están matando. Ahora ha vuelto a confir
mar, a punto de morir, su más divina y difícil enseñanza — el amor a los enemigos — y pued
e tender las manos al martillo. Las cruces están ya levantadas: las calzan luego c
on piedras para que no se venzan al peso, y rellenan de tierra los hoyos, apisonán
dola con los pies. Las mujeres de Jerusalén se acercan a él con un jarro. Es una mez
cla de
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vino, incienso y mirra, imaginada por la misericordia de los verdugos, para ador
mecer la conciencia. Porque los mismos que hacen sufrir fingen, como último insult
o, tener compasión de aquel sufrimiento y creen que atenuándolo una gota, tienen may
or derecho a hacer apurar el resto del cáliz. Pero Jesús, apenas prueba el menjurje,
de una amargura de hiel, lo rechaza. Mejor que el vino del consuelo hubiera ace
ptado una sola palabra; pero aquel día únicamente la supo decir uno de los Ladrones
arrastrados con él a lo alto de la Calavera. El incienso y la mirra que le ofrecían
hoy no tenían el mismo perfume de aquel incienso y aquella mirra que le llevaron a
l Establo los magos venidos de las lejanías de Oriente. Y en vez del oro que ilumi
nó la sucia oscuridad del portal está el hierro gris de los clavos que han de teñirse
de rojo. Y aquel vino, que parecía un tósigo de tan amargo, no se parecía al vino nupc
ial de Caná, ni tampoco al que había bebido la noche antes, negro y tibio como la sa
ngre que brota de una herida.
CUATRO CLAVOS
En lo alto de la cuesta de la Calavera, las Tres Cruces, altas, oscuras, con los
brazos abiertos, como gigantes dispuestos al abrazo, campean sobre el gran ciel
o amoroso de primavera. No dan sombra, pero están orladas por las reverberaciones
centelleantes del sol. Es tanta la belleza del mundo aquel día, a aquella hora, qu
e no parece posible pensar en tormentos; ¿no sería cosa de adornar con flores del ca
mpo aquellas antenas de madera y colgar de una a otra festones de hojas nuevas,
cubrir los patíbulos con murallas de verdor y sentarse a la sombra, hermanos recon
ciliados y benévolos, durante la siesta? Pero los Sacerdotes, los Escribas, los Fa
riseos, los sádicos, los vengativos, venidos allí para estimular el apetito con el e
spectáculo de tres agonías,
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pisotean de impaciencia y espolean, a fuerza de dicterios, la lentitud de los Ro
manos. El Centurión da una orden. Dos soldados se acercan a Jesús y le quitan con rápi
dos y bruscos movimientos cuantas vestiduras lleva. El Crucificado ha de estar c
ompletamente desnudo: como el que entra en un baño, dice un antiguo. Apenas despoj
ado le pasan dos cuerdas por las axilas y le izan sobre la cruz. A la mitad del
tronco hay una clavija que hace de asiento, donde el cuerpo encontrará precario y
doloroso sostén. Otro soldado, apoyada la escalera en uno de los brazos de la cruz
, sube allá con un martillo, coge la mano que curó a los leprosos y acarició los cabel
los de los niños, la extiende sobre el leño y coloca un clavo en medio de la palma a
bierta. Los clavos son más bien largos y con una cabeza ancha, en la que se puede
dar fácilmente. El herrero improvisado da un golpe que traspasa la carne, y luego
otro y un tercero, de suerte que se clava la punta y va entrando hasta no dejar
fuera sino la cabeza. Un poco de sangre salpica de la mano horadada a la mano ma
rtilladora; pero el diligente obrero no para atención en ello y sigue golpeando co
n fuerza sobre el delicado yunque, hasta que el trabajo no está concluido. Entonce
s baja y hace lo mismo con la otra mano. Todos han guardado silencio, con la esp
eranza de oír los alaridos del crucificado. Pero Jesús calla ante los verdugos como
ha callado ante los jueces. Ahora les toca el turno a los pies. Es un trabajo qu
e se puede hacer desde el suelo, porque las cruces romanas no son muy altas, tan
to, que dejando en ellas por mucho tiempo los cuerpos de los ajusticiados, puede
n llegar perros y chacales a hozar en las entrañas y comérselas. El enclavador levan
ta las rodillas de Jesús, para que las plantas de los pies se adhieran por complet
o a la madera, y tomando la medida a tientas, para que la punta de hierro penetr
e entre los dos metatarsos, asesta el golpe en el
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Giovanni Papini - Historia de Cristo
dorso del primer pie e hinca el clavo hasta asegurarlo fuertemente. Lo mismo hac
e con el otro pie y, por fin, vuelve arriba la vista, para cerciorarse de si la
obra está acabada o falta algo que hacer. Se le ha olvidado el cartel, que le habían
quitado a Jesús del cuello y tirado al suelo. Lo coge, vuelve a tomar la escalera
y con dos tachuelas lo clava en lo alto de la cruz, sobre la cabeza coronada de
espinas. Al cabo, vuelve a bajar, arroja el martillo a un lado y mira a ver si
sus compañeros han terminado. También los Ladrones están ya clavados y las tres Cruces
tienen su ofrenda de carne. Los soldados pueden descansar ya y repartirse las v
estiduras de aquellos que no han de necesitarlas más. Los despojos eran los gajes
eventuales de los ejecutores y les pertenecían por la ley. Cuatro eran los soldado
s que tenían derecho a las ropas de Jesús y cuatro partes hicieron de ellas. Quedaba
la túnica, que estaba tejida toda de una pieza y no tenía costura. Era una lástima co
rtarla y que luego a nadie sirviera. Pero uno de ellos, viejo jugador, halló el re
medio. Sacó los dados, los arrojó en el casco, como los asaeteadores de la paloma en
Virgilio, y la túnica fue echada a suertes. El que es Rey ya no posee en el mundo
más que las espinas de la corona, que le han dejado en la cabeza para mayor vilip
endio. Todo ha concluido; las gotas de su sangre caen lentas de las manos al sue
lo y las de los pies tiñen de rojo el zócalo de la cruz. Los asesinos pueden estar c
ontentos de sí mismos y de los verdugos extranjeros. Ya están seguros de que no se l
es escapará: su boca se abrirá dentro de poco en la agonía; pero quedará vacía de palabras
. El que ellos creían envenenador del pueblo, enemigo del Templo y del Negocio, es
tá sujeto con cuatro sólidos sostenes en el árbol de la ignominia. Los señores de Jerusa
lén podrán, desde aquella noche, dormir sueños más tranquilos. Un clamor de carcajadas d
emoníacas, de exclamaciones jubilosas, de feroces insultos, se elevó de la chusma qu
e hormigueaba sobre el Calvario. He ahí en alto — exclamaban — aquel pajarraco de mal
agüero, como
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lechuza clavada por las alas a la puerta del campesino; el pobre que no quería más q
ue una sola túnica está completamente desnudo; el peregrino que no tenía una piedra do
nde descansar la cabeza, tiene hoy buena almohada de madera; el impostor que eng
añaba con sus milagros no tiene ya las manos libres para amasar el barro que da vi
sta a los ciegos; el que odiaba a Jerusalén, está colgado a la vista de la santa ciu
dad; el maestro de tantos discípulos tiene por toda compañía a dos ladrones que le ins
ultan y cuatro soldados que se aburren. Llama ahora a tu Padre para que te salve
o a una legión de ángeles que te quite de ahí y nos disperse con espadas de fuego. En
tonces creeremos nosotros también que eres el Cristo y hundiremos la cara en el po
lvo para adorarte. Y algunos de los Sacerdotes, moviendo la cabeza, decían —¡Tú que dest
ruyes el Templo y en tres días 1o reedificas, sálvate a ti mismo! ¡Si de veras eres el
Hijo de Dios, baja de esa cruz! Es una invitación que recuerda la de Satanás en el
Desierto. También ellos, como Satanás, quieren un prodigio. ¡Se los han pedido tantas
veces! Un gran milagro — le dicen — sería que consiguieras desclavar los cuatro clavos
y bajar de la cruz, y que relampaguease en el cielo el poder del Padre asaeteándo
nos como a deicidas; pero tú ves muy bien que los clavos son fuertes y no ceden y
que nadie viene, ni del cielo ni de la tierra, en tu socorro. Al mismo tiempo le
escarnecían los Escribas, los Ancianos y hasta los soldados que nada tenían que ver
, e incluso los Ladrones que padecían al par que él: —¡Ha salvado a otros y no puede sal
varse a sí mismo! ¿No es el Rey de Israel? Si es Cristo, el Elegido de Dios, descien
da de la cruz para que veamos y creamos. Y confíe en Dios; si Dios lo quiere, libért
elo ahora, ya que ha dicho: Yo soy el Hijo de Dios. ¡Ha dicho — seguían blasfemando — qu
e venía a dar la vida; pero no
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consigue salvarse él de la muerte! Se ha vanagloriado de ser Hijo de Dios y Dios n
o se mueve para arrancar del patíbulo a su primogénito. De modo que siempre ha menti
do: no es verdad que haya salvado a nadie, ni es verdad que Dios sea su padre, y
si ha mentido en eso, ha mentido también en lo demás y merece esa muerte. No era me
nester esta prueba; pero también esta prueba ha sido clara, como todo el mundo pue
de ver; nuestra conciencia no puede estar más tranquila A estas horas, si fuese po
sible el milagro, no estaría ahí agonizando; pero el cielo está vacío y el sol, linterna
de Dios, nos alumbra para que podamos ver mejor las contracciones de su rostro
y el estertor de su pecho. Lástima — terminaban — que los Romanos no permitan nuestra
antigua pena contra los blasfemos, porque nos hubiéramos desahogado mejor lapidándot
e, y cada cual hubiera tenido su parte de satisfacción en tomar tu cabeza por blan
co de nuestras piedras, en llenarte de golpes, de cardenales, de sangre y revest
irte de una túnica de piedras, y ocultarte bajo un montón de cascotes. Una vez, ante
la adúltera, dejamos las piedras; pero hoy nadie se hubiera echado atrás y hubieras
pagado por ti y por ella. También la cruz es cosa buena; pero hay menos satisfacc
ión para quien mira. ¡Sí al menos estos extranjeros nos hubieran permitido dar un mart
illazo en los clavos! ¿No respondes? ¿No tienes ganas ya de predicar? ¿No logras bajar
? ¿Por qué no te dignas convertirnos también a nosotros? ¡Sí hemos de amarte, demuéstranos
rimero que Dios te ama hasta el punto de hacer un gran milagro para arrancarte a
la muerte! Pero el divino crucificado calla. El tormento de la fiebre que ya em
pieza no es tan atroz como las palabras de los hermanos que lo crucifican una se
gunda vez sobre la cruz de la espantosa ignorancia.
DIMAS
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Los Ladrones que habían sido crucificados con Jesús empezaron a tenerle mala volunta
d por el camino, cuando le vieron libre del peso de la cruz. En ellos nadie se f
ijaba, que hubiesen de morir ellos también de la misma muerte, a nadie les conmovía;
a Él le maltrataban pero se daban cuenta, al menos, de que existía, y todos se preo
cupaban de Él y a Él acudían como si estuviese solo. Por Él venía detrás toda aquella gente
gente importante, gente instruida y de dinero — por Él lloraban las mujeres y hasta
el Centurión se conmovía. Este embaucador provinciano — pensaban — es el Rey de la fiest
a y llama la atención de todos como si, en efecto, fuera un rey. Quién sabe si nos h
ubiera llegado a nosotros el vino con mirra, de no haberlo Él rechazado con asco.
Pero uno de ellos, cuando oyó las grandes palabras del compañero envidiado —"perdónalos,
porque no saben lo que hacen" — se calló de pronto. Aquella oración era para él tan nue
va, le producía sentimientos tan extraños a su espíritu y a toda su vida, que le recor
dó de improviso aquella edad, la más olvidada, la primera, cuando él era también inocent
e y pensaba que había un Dios al que se podía pedir paz como los pobres piden pan a
la puerta de los señores. Pero en ningún cántico, por mucho que quisiera recordar, había
una petición como aquélla, tan fuera de lo corriente, tan inesperada en uno a quien
van a matar. Con todo, aquellas inesperadas palabras hallaban en el disecado co
razón del Ladrón cierto enlace con algo en que hubiera querido creer, especialmente
en aquel momento que estaba por comparecer ante un Juez más terrible que los de lo
s tribunales. Aquella oración de Jesús hallaba un encastre imprevisto entre pensamie
ntos que él, el ladrón, no hubiera podido expresar con razones habladas, pero que le
parecían, de vez en vez, iluminaciones en la oscuridad de su destino. ¿Había sabido c
on toda verdad lo que hacía? Y los demás, ¿habían pensado en él, habían hecho por él lo que
a menester para apartarlo del mal? ¿Había habido alguien que de veras le quisiese, q
ue le hubiera dado de comer cuando tenía hambre y una capa cuando tenía frío, y una pa
labra de amistad cuando surgían, en su alma amargada y solitaria, las tentaciones?
A tener un poco más de pan y de amor, ¿hubiera cometido lo que le había llevado al
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Calvario? ¿No estaba él también entre los que no saben bastante lo que hacen? ¿No eran a
caso Ladrones como él los Levitas que traficaban con las ofrendas, los Fariseos qu
e estafaban a las viudas, los Ricos que a fuerza de usuras estrujaban a los desg
raciados? Ellos eran los que le habían condenado a muerte; pero, ¿qué derecho, en fin,
tenían a matarlo si nunca habían hecho nada por salvarlo y se manchaban con su mism
o delito? Esto pensaba en su corazón sobresaltado, mientras esperaba que le clavas
en a él también. La proximidad de la muerte, — ¡y de qué muerte! — aquella plegaria inaudit
del que no era ladrón, pero había de sufrir la misma pena que los ladrones; el odio
que deformaba los rostros de los mismos que le habían condenado a él también, trabaja
ban su pobre alma herida inclinándola a sentimientos que no había experimentado nunc
a desde la infancia, a sentimientos cuyo nombre no sabía siquiera, pero que podían a
semejarse al arrepentimiento y a la ternura. Cuando estuvieron los tres en la cr
uz, el otro Ladrón, aun entre el espasmo producido por los clavos, continuó insultan
do a Jesús. Y probaba a su vez a vomitar de su boca, rodeada de babosa pelambre, l
os desafíos de los Judíos. — ¿No eres el Cristo? Pues sálvate a ti mismo y a nosotros cont
igo. Si era verdaderamente el Hijo de Dios, ¿por qué no pensaba en libertar también a
sus compañeros de desgracia? ¿Por qué no se apiadaba de ellos? Luego tenían razón — argüía
e abajo: era un embustero, un hijo de nadie, un abandonado, un maldito. Y el sar
casmo del rabioso Ladrón se aumentaba por despecho de una esperanza fallida. Una e
speranza que apenas si había asomado como sueño inverosímil de una salvación milagrosa.
Pero un desesperado espera hasta en lo imposible, y aquel desengaño casi le parecía
una traición. Pero el Buen Ladrón, que hacía un rato le escuchaba y escuchaba también lo
que vociferaban los demás rabiosos allá abajo, se dirigió al compañero:
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— ¿Ni siquiera tienes miedo de Dios, tú que te hallas aquí sufriendo el mismo suplicio?
En cuanto a nosotros, es justicia, porque recibimos la pena digna de nuestras ac
ciones; pero él no ha hecho nada de malo. El Ladrón ha llegado, a través de la concien
cia de su culpa, a la certidumbre de la inocencia del misterioso perdonador que
tiene al lado. Nosotros hemos cometido crímenes dignos de castigo; pero éste "no ha
hecho nada de malo" y, sin embargo, se le castiga igual que a nosotros; ¿por qué, pu
es, le insultas? ¿No temes que Dios te castigue por haber humillado a un inocente?
Y le volvía a la mente lo que había oído contar de Jesús, pocas cosas, y para él poco cla
ras. Pero sabía que había hablado de un Reino de paz y que él mismo habría de presidir.
Entonces, en un ímpetu de fe, como si invocase cierta comunidad entre aquella sang
re que brotaba al mismo tiempo de sus manos de criminal y la de aquellas manos d
e inocente, prorrumpió en estas palabras: — ¡Jesús, acuérdate de mí cuando vayas a tu Reino
Hemos sufrido juntos; ¿no reconocerás al que estaba a tu lado en la cruz; al único qu
e te ha defendido cuando todos te ofendían? Y Jesús, que a nadie había respondido, vol
vió la cabeza cuanto podía hacia el Ladrón compasivo, y le respondió — En verdad te digo q
ue hoy estarás conmigo en el Paraíso. No le promete nada terrestre; ¿de qué le aprovecha
ría que le desclavasen de la cruz y se arrastrase unos cuantos años más, llagado y men
esteroso, por los caminos del mundo? No ha pedido, en efecto, como el otro, ser
salvado de la muerte. Se contenta con que le recuerde después de la muerte, cuando
vuelva glorioso. Jesús, en vez de la vida temporal y perecedera, le promete la vi
da eterna, el Paraíso, y sin tardanza: "hoy mismo". Ha pecado. Ha quitado a los ri
cos una parte de su riqueza; tal vez ha robado
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también a los pobres. Pero Jesús ha tenido siempre por los pecadores enfermos de una
enfermedad más atroz que las del cuerpo, una compasión que no ha querido esconder. ¿N
o ha venido, acaso, para devolver el calor del establo a la oveja perdida entre
las zarzas del campo? Un solo instante de verdadera contrición le basta. El ruego
del Ladrón fue inmediatamente escuchado. El Buen Ladrón es el último convertido por Je
sús en el tiempo de su vida mortal. Nada más sabemos de él; solamente su nombre, conse
rvado por un apócrifo. La Iglesia, fundada en aquellas promesas de Cristo, lo ha r
ecibido entre sus santos con el nombre de Dimas.
LA OSCURIDAD
####La respiración de Jesús se hacía cada vez más trabajosa. De le dilataba el pecho con
afanosa convulsión por aspirar un poco más de aire; la cabeza le martilleaba, por c
ausa de las heridas; el corazón le latía acelerado, vehemente, como si quisiera esca
pársele; la fiebre ardorosa de los crucificados le quemaba todo el cuerpo, como si
la sangre se hubiera convertido en sus arterias en fuego corriente. Estirado en
aquella incómoda postura; clavado en el madero sin libertad alguna de movimientos
; sostenido por las manos que se le desgarraban si se abandonaba, pero que cansa
ban mucho el tronco azotado y maltrecho si, para no gravitar sobre ellas, se man
tenía recto, descansando sobre los clavos de los pies, aquel cuerpo joven y divino
, que tantas veces había sufrido en fuerza de contener un alma demasiado grande, e
ra ya una hoguera de dolor en que ardían, al mismo tiempo, todos los dolores del m
undo. La crucifixión era, en verdad, como confesó un gran retórico y verdugo que
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murió asesinado antes de Cristo, el más cruel y horrible de los suplicios. El que ca
usaba más dolor y por más tiempo. Si sobrevenía el tétano, un sopor compasivo apresuraba
la muerte; pero los había que resistían, padeciendo más cada vez, hasta el día siguient
e y más. La sed de la fiebre, la congestión del corazón, la turgencia de las venas, el
estiramiento de los músculos, los vértigos y los dolores agudísimos de cabeza, la ang
ustia lacerante y creciente, no bastaban para vencerlos. Pero los más, al cabo de
doce horas, expiraban. La sangre de las cuatro heridas de Jesús se había coagulado e
n torno a la cabeza de los clavos; pero cada sacudida hacía fluir otros hilos que
caían, lentos, a lo largo de la cruz y goteaban en tierra. La cabeza se había doblad
o, por el dolor del cuello, hacia un lado; los ojos, aquellos ojos mortales a lo
s que se había asomado Dios para mirar la tierra, estaban ya vidriados por la agonía
; y los labios, lívidos, agrietados por el llanto, resecados por la sed, contraídos
por la afanosa respiración, mostraban los efectos del último beso, del beso apestoso
de Judas. Así muere el Hombre-Dios, que ha librado de la fiebre a los afiebrados,
que ha dado el agua de la vida a los sedientos, que ha despertado a los muertos
de los féretros y de los sepulcros, que ha devuelto el movimiento al petrificado
por la parálisis, que ha ahuyentado a los demonios de las almas bestializadas, que
ha llorado con los que lloraban, que ha hecho renacer a vida nueva a los malos
en vez de castigarlos, que ha enseñado con palabras de poesía y pruebas milagrosas e
l amor perfecto que los brutos delirantes, revolcándose en el sueño y en la sangre,
nunca hubieran podido descubrir. Ha cerrado las llagas y han llagado su cuerpo i
ntacto; ha perdonado a los malhechores, entre malhechores; ha amado infinitament
e a todos los hombres, incluso a aquellos que no merecían su amor, y el odio le ha
clavado aquí, donde el odio es castigado y castiga; ha sido justo como la justici
a y se ha consumado en su perjuicio la injusticia más dolorosa; ha llamado a la sa
ntidad a los hombres envilecidos y ha sucumbido a manos de los envilecedores; ha
traído la vida y le dan, en cambio, la muerte más
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ignominiosa. Tanto se necesitaba para que los hombres pudiesen aprender de nuevo
el camino del Paraíso; elevarse de la borracha bestialidad a la embriaguez de los
santos; resucitar de la inerte imbecilidad, que parece vida y es muerte, a las
magnificencias del Reino de los Cielos, Que la mente se incline ante el misterio
indescifrable de esta necesidad que a algunos escandaliza; pero que el corazón de
los hombres no olvide a qué precio se saldó nuestra enorme deuda. Diecinueve veces
cien años los hombres renacidos en Cristo, dignos de conocer a Cristo, de amar a C
risto y de ser amados de Cristo, han llorado, al recuerdo de aquel día y de aquel
martirio. Pero todas nuestras lágrimas, recogidas como en amargo mar, no bastan pa
ra apagar una sola de aquellas gotas que cayeron, rojas y lentas, sobre el monte
de la Calavera, Un bárbaro rey de bárbaros ha dicho la palabra más fuerte salida de b
oca cristiana pensando en aquella sangre. Le leían a Clodoveo la historia de la Pa
sión, y el rey feroz suspiraba y lloraba, cuando de pronto, no pudiendo contenerse
, echando mano al puño de su espada, gritó: — "¡Ah, si hubiese estado yo allí con mis Fran
cos! Palabras ingenuas, palabras de soldado violento que contradicen las palabra
s de Cristo a Pedro entre los Olivos; pero hermosa con la hermosura de un amor cán
dido y vigoroso. Porque no basta llorar, por quien no ha dado lágrimas únicamente, s
ino que es necesario combatir. Combatir en nosotros todo lo que nos separa de Cr
isto; combatir entre nosotros a todos los enemigos de Cristo. Porque si más tarde
millones de hombres han llorado pensando en aquel día, aquel viernes, alrededor de
la Cruz, todos — menos las Mujeres — reían. Y los que reían no todos han muerto, que ha
n dejado hijos y nietos y muchos de ellos están bautizados; pero también hoy se ríen a
nuestro lado, y
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sus descendientes se reirán hasta el Día en que Uno solo pueda reírse. ¡Si el llanto no
borra la sangre, qué pena podrá expiar aquella tremenda risa! ¡Mirad todavía una vez más a
los que ríen en torno a la cruz donde muerden a Cristo los dolores más devoradores!
Helos allí, arracimados en las laderas del Calvario como una banda de chivos ence
ndidos por el odio. Miradlos bien, miradlos a la cara uno por uno; los reconoceréi
s a todos, porque no han muerto todavía. Ved cómo alargan los hocicos oliscadores, l
os cuellos nudosos, las narices enarcadas y ganchudas, los ojos rapaces que asom
an por entre las cejas hirsutas. Observadlos cuán horribles son en aquellas postur
as espontáneas de implacable cainismo. Contadlos bien, por que están todos, iguales
a los que conocemos, hermanos de quienes encontramos a toda hora en nuestro cami
no. No falta ninguno. Están, en primera fila, los Bonzos de abultado vientre, de c
orazón algodonoso, de grandes orejas enzarzadas de pelos, de grandes labios que so
n, en ciertos momentos, cráteres de blasfemias. Y codo con codo, los Escribas prot
ervos, lagañosos y glandulosos, con el rostro de un amarillo excrementicio, zurcid
ores de mentiras, eructando podredumbre y tinta. Y los Epulones que echan hacia
delante el impúdico embarazo de su bandullo repleto, brutos que se lucran con el h
ambre, que engordan en las carestías, que convierten en numerario la paciencia de
los pobres, la belleza de las vírgenes, el sudor de los esclavos. Y los torpes Mon
ederos, expertos en tráficos ilícitos y vejaciones, que viven para robar y alcahuete
ar. Y los leñosos Legistas, adiestrados en vulnerar la Ley contra el inocente. Y d
etrás, los altaneros pilares de la sociedad, la mezcolanza de los tunantes defraud
adores, de los pícaros matones, de los bribones deslenguados, de los pedigüeños lastim
eros, de los haraganes desarrapados; la baja hez lobuna que come debajo de las m
esas y gruñe entre las piernas de quien no alarga un mendrugo o un puntapié.
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Ellos son los eternos enemigos de Cristo, que parecen hoy alegres coribantes de
infame saturnal, y han vomitado sobre la faz de Cristo la saliva infecta, la bab
a hedionda, las heces fangosas del alma. Alguno de ellos tal vez ha pasado esta
noche en la crápula y el día antes ha jurado en falso; tal vez alguno ha engendrado
un bastardo, ha pesado con pesas falsificadas, ha dicho que no a quien lloraba.
Y esta espuma fangosa de humanidad sucia y ladrona exhala de la letrina del cora
zón su desprecio por quien la redime, se encarniza contra aquel que perdona, lanza
sus vituperios sobre Cristo, que arde en amor por ella, sobre Cristo que por el
la muere. Nunca como en aquel día se vieron tan netamente contrapuestos, en la antít
esis de una tragedia voraginosa, el bien y el mal, la inocencia y la infamia, la
luz y las tinieblas. Parece como si la misma naturaleza quisiera esconder el ho
rror de aquel espectáculo. El cielo, que había estado raso toda la mañana, se oscureció
de improviso. Una niebla densa, como procedente de las marismas del infierno, se
alzó detrás de las colinas, y poco a poco se extendió a todos los puntos del horizont
e. Un escuadrón de negras nubes avanzó sobre el sol, aquel dulce y claro sol de abri
l que había calentado las manos de los homicidas, lo cercó, lo asedió y; por fin, lo c
ubrió de un denso velo de tinieblas. "Y hasta la hora nona hubo oscuridad en toda
la región”.
LAMMA SABACTANI
Muchos, atemorizados por la invasión de aquellas tinieblas misteriosas, huyeron de
l alto del Calvario y se volvieron enmudecidos a sus casas. Pero no todos. El ai
re estaba tranquilo; todavía no llovía y en la sombra blanqueaban, destacándose, los t
res pálidos cuerpos colgados. Querían saturarse hasta el fin de aquella agonía: ¿por qué a
bandonar el teatro antes de que el drama haya concluido con el último grito?
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Y los que quedaban alargaban el oído en la oscuridad para oír si el abominado protag
onista entremezclaba alguna palabra con su estertor gemebundo. Los padecimientos
del Crucificado se agrandaban por minutos. Su cuerpo, de temple delicado de suy
o, desfallecido por la tensión de los últimos tiempos, deshecho por la lucha de la últ
ima noche, extenuado por los espasmos de las últimas horas, no se sostenía ya, Y el
espíritu sufría aún más que el cuerpo desgarrado, que todavía, por poco tiempo, le encarce
laba. Parecía como que le habían dejado para siempre y que su alma de niño divino enve
jecía de pronto con una vejez sin precedente. Todos estaban lejos de Él: los compañero
s de los años felices, los confidentes de su ternura, los pobres que le miraban co
n amor, los niños que ofrecían la cabeza a sus caricias, los curados que no acertaba
n a separarse de sus pasos, los discípulos cuya alma había rehecho. Junto a Él no había
más que una partida de caníbales furiosos que esperaban, mofándose, su muerte. Únicament
e las mujeres no le habían abandonado. Apartadas a un lado, lejos de la Cruz, por
miedo a los hombres voceadores, María, su madre; María Magdalena, María de Cleofás, Salo
mé, madre de Juan y de Santiago — y tal vez también Juana de Cusa y Marta — asistían, ater
radas, a su fin. Tuvo todavía fuerzas para confiar a Juan la herencia más cara y sag
rada que dejaba en la tierra: la Virgen Dolorosa. Pero después, a través del velo de
l llanto, ya no vio a nadie y pareció estar solo en la muerte, como solo había estad
o en los momentos más solemnes de su vida. ¿Dónde estaba el Padre, propicio y benévolo,
al que hablaba antes con la certidumbre de la respuesta y de la ayuda? ¿Por qué no l
e socorría ofreciéndole una señal de su presencia o, al menos, haciéndole la gracia de l
lamarlo así sin más tardanza? Y entonces se oyeron en el aire sombrío, en el silencio
de la oscuridad, estas palabras: — ¡Eli, Eli, lama sabactani! – Señor, Señor, ¿por qué me h
abandonado?
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Era el primer verso de un salmo [1] que se había repetido a sí mismo infinitas veces
, porque en él hallaba muchos vaticinios de su vida y de su muerte. Ya no tenía fuer
za de gritarlo, como en el Desierto; pero a su conturbado espíritu volvían una por u
na las invocaciones dolientes: "Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado? ... En t
i confiaron nuestros padres; confiaron y tú los salvaste; clamaron a ti y viéronse l
ibres . . . Pero yo soy un gusano y no un hombre: el oprobio de la gente, el des
precio del pueblo. Todos los que me ven se mofan de mí, tuercen el gesto, mueven l
a cabeza diciendo: ¡Encomiéndese al Eterno y que el Eterno lo libre, lo salve, ya qu
e le ama! Sí, tú eres quien me ha sacado del seno de mi madre, y me has hecho descan
sar en paz sobre el pecho materno. ¡No te alejes de mí, que la angustia está próxima y n
o hay quien me ayude! Los toros de Basán me rodean, abren la boca contra mí, como león
que desgarra, que ruge. Yo soy como agua que se esparce; todos mis huesos están d
escoyuntados; mi corazón es como de cera: se deshace en mis entrañas. Mi fuerza se s
eca como la arcilla; la lengua se me pega al paladar; tú me tiendes en el polvo de
la muerte. Porque perros me rodean; una caterva de malvados me cerca; me han ta
ladrado manos y pies. Me miran, me observan; se reparten entre ellos mis vestido
s y echan mi túnica a suerte. Pero tú, Señor, no te alejes; tú, que eres mi fuerza, ven
presto en mi ayuda". Las súplicas de este salmo profético que tan de cerca recuerdan
al Hombre de Dolores de Isaías, suben del corazón herido del Crucificado como último
aliento de su humanidad agonizante. Pero ciertas bestias más próximas a la cruz crey
eron que llamaba a Elías, el profeta siempre vivo, que en la imaginación popular est
aba ligado a la aparición del Cristo. —Éste llama a Elías. En aquel momento uno de los s
oldados cogió una esponja, la impregnó en vinagre, la clavó en una caña y la acercó a los
labios de Jesús.
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Pero los Judíos decían: — Déjalo, vamos a ver si Elías viene a bajarle. El legionario, que
no quiere molestias, deja la caña. Pero luego de algún tiempo — y el tiempo parece in
finito y quieto en aquella oscuridad, en aquella expectación, en aquella penosa su
spensión de todos — se oyó de lo alto la voz, que parecía ya lejana, de Cristo: — Tengo se
d. El soldado cogió de nuevo la esponja, la mojó otra vez en su cantimplora llena de
posta — la mixtura de agua y vinagre de los soldados romanos — y de nuevo la acercó a
la ávida boca que también para él había pedido el perdón. Jesús, apenas hubo acercado los
abios, exclamó: — Todo se ha consumado. Aquél que tantas veces apagó la sed ajena y deja
en el mundo una fuente de vida que nunca se ha de secar — donde los cansados encu
entran la fuerza, los putrefactos la juventud, los inquietos la paz — ha sufrido s
iempre una sed de amor jamás satisfecha. Y aun ahora, en la sequedad agotadora de
la fiebre, no tiene sed de agua, sino de una palabra de compasión que rompa la opr
esión de la desconsoladora soledad. El Romano le da, en vez del agua pura de los t
orrentes galileos; en vez del vino cordial de la última cena, un poco de su agria
bebida; pero el acto pronto y benigno de aquel oscuro esclavo le dice, entre las
sombras de muerte que ya le rodean, que un corazón ha sentido piedad de su corazón.
Si un extranjero a quien nunca ha visto antes de hoy ha hecho algo, aunque sea
tan poco, por compasión hacia él, es señal de que el Padre no le ha abandonado. El cáliz
está vacío: toda la amargura está apurada. Con el fin de los tormentos, va a llegar l
a hora del triunfo. Y recogiendo sus últimas
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fuerzas grita en medio de la oscuridad —¡Padre, en tus manos entrego mi espíritu! Y Je
sús, clamando de nuevo con gran voz, e inclinando la cabeza, rindió el espíritu. Aquel
alto grito, tan potente que consiguió librar el alma de la carne, resonó en las tin
ieblas y se perdió en los espacios de la tierra. "A aquel grito, cuenta Mateo, el
velo del Templo se rasgó en dos, de arriba abajo, y la tierra tembló y las rocas se
resquebrajaron y las sepulturas se abrieron y los cuerpos de muchos santos que d
ormían en el sueño de la muerte resucitaron y, saliendo de los sepulcros, se apareci
eron a muchos". Pero los corazones de los espectadores fueron más duros que las ro
cas: estos muertos, que tenían apariencia de vida, no resucitaron al supremo llama
miento. Casi mil novecientos años han pasado desde el día en que se dio aquel grito,
y los hombres han centuplicado los fragores de su vida para no oírlo. Pero entre
la bruma y el humo de nuestras ciudades, en la oscuridad cada vez más profunda en
que los hombres encienden las hogueras de su miseria, aquel grito supremo de ale
gría y de liberación, aquel grito inmenso que continuamente nos llama a cada uno de
nosotros, resuena aún en el alma de quien no ha sabido olvidar. Cristo ha muerto.
Ha muerto en la cruz como los hombres han querido, como ha escogido el Padre y c
omo el Hijo aceptó. La agonía ha terminado y los Judíos están satisfechos. Ha expiado ha
sta lo último y ha muerto. Ahora comienza nuestra expiación.
LA CRUZ INVISIBLE
Cristo ha muerto y su cuerpo agujereado sigue pendiente de una Cruz invisible pl
antada en medio de la tierra. Bajo esa cruz gigantesca, goteando
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sangre todavía, van a llorar los crucificados en el alma, y todos los tirones de l
os Judas no han podido desarraigarla Pero los escarnecedores no han muerto. Su e
stirpe es longeva. Los bisnietos de Caín y de Caifás no han cesado de infamar ni de
burlarse. La locura de la cruz es un escándalo demasiado fuerte para su prudencia.
Cuánto ruido, cuánta maravilla — vocean los grajos de la erudición — por un hombre muerto
en la cruz. Vosotros — nos arguyen — decís que ese hombre era un Dios; pero nosotros
sabemos, nosotros que lo sabemos todo y hemos leído todos los libros, que la muert
e violenta de un héroe, de un semidiós, de un ser divino, en suma, no es cosa tan nu
eva que justifique tan duradero apasionamiento. Jesús es uno más en la lista: ¿queréis q
ue la desmenucemos desde el principio? No hay necesidad de ello. También nosotros
conocemos a esos fantoches fabulosos de la edad legendaria. Y sabemos que no es
el caso de sacarlos de los adornados poetas y los viejos mitógrafos para hacer de
ellos objeto de comparaciones sacrílegas. ¿Queréis, acaso, recordarnos al pobre Osiris
, a quien su envidioso hermano Set el Rojo, después de haberlo encerrado en un cajón
, arrojó al mar, donde los peces hicieron menudos pedazos el mísero cuerpo del monar
ca de Egipto? ¿O al bello Tammuz babilonio, que murió bajo las patas del jabalí como s
u hermano y primo Adon? ¿O al monstruo Eabani, muerto en una riña por los habitantes
de Nipur cuando acompañaba al amigo Izdubar? ¿O al cantarín Orfeo, a quien las Basárida
s despedazaron porque honraba únicamente a Anoto y no se dignaba tocar su cítara en
honor de Baco? ¿O al casto Hipólito que, por no haber correspondido a los abrazos de
Fedra, fue muerto por un toro salido del mar? ¿O al valiente cazador Orión, que fue
asaeteado por Artemisa porque se atrevió a desafiarla a jugar al disco? ¿O a la otr
a víctima de Artemisa, Acteón, que fue despedazado por los perros yendo de caza, por
haber incurrido en el enojo de la diosa? ¿O al forzudo Hércules, barrendero de cuad
ras, que después de haber gozado de varias mujeres murió abrasado
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por la camisa que Neso, el centauro experto en esguazos, había dado con engaño a la
celosa Deyanira? ¿Al buen Hércules, a quien poco después habría resucitado su hermano Io
lao, poniéndole ante las narices, al glotón, un buen plato de codornices? ¿O al Titán, q
ue por haber enseñado a los hombres el uso del fuego y otras útiles industrias, fue
dado como cebo a los buitres, pero siempre vivo e inmortal y consolado por las O
ceánidas? ¿O al famosísimo Dionysos Zagreo, a quien sus hermanos hicieron pedazos y ec
haron a cocer en una caldera, pero que no mucho después resucitó, según la fábula, para
consuelo de las ménades y los vendimiadores? Todos ellos son creaciones de la mito
logía popular, refundidas y embellecidas por los poetas; seres alegóricos, a quienes
ningún viviente ha conocido. Pero Jesús fue hombre real y verdadero, y vivió entre lo
s hombres que contaron su historia poco después de su muerte, en tiempos próximos y
conocidos. Aquellos otros no fueron muertos por haber dado una ley nueva, una re
velación inolvidable, sino que todos, exceptuando Prometeo, representación de los pr
imeros civilizadores y dispensador únicamente de bienes materiales, murieron por v
enganza, por desgracia, por celos, por orgullo, por casualidad. Los motivos del
padecer y del morir de estas criaturas fantásticas fueron personales, privados, me
zquinos. Ninguno de ellos sacrificó su vida por la salud de los hombres, y el mism
o Prometeo, de haber previsto la ira de Júpiter, hubiera ocultado a los mortales d
esagradecidos el terrible don del fuego. Pero sin recurrir a la mitología — arguyen
los descendientes de Caifás — sabemos de otros que, a la par de Jesús, sufrieron por d
ar a los hombres la verdad y fundaron, como él, escuelas y religiones. ¿Pero cuáles, p
or favor, que sean comparables, ni aun de lejos, a Jesús? ¿Acaso el buen burócrata Con
fucio, que tuvo mujer e hijos, y fue recaudador de los impuestos sobre los pasto
s, superintendente de obras públicas, y murió pacíficamente en su lecho a los setenta
y tres años? ¿O Verdhamana, jefe del jainismo, que murió de muerte natural a los seten
ta y dos? ¿O
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Zarathustra, que fue muerto en guerra durante el asedio de Bakhdi? ¿O el Budha Sid
harta, nacido de rey, que engendró un hijo hermoso de una bella esposa, y se apagó a
los ochenta años por haber comido carne de cerdo demasiado gorda? El único muerto p
or sentencia de un tribunal fue Sócrates; pero nadie ha creído nunca que Sócrates fues
e un Dios o hablara en nombre de Dios, y mucho menos que revelase verdades sobre
humanas. No quiere salvar a los hombres, sino que se esfuerza en enseñar a los ate
nienses el arte de razonar con mayor precisión. Ha traído, dicen, la filosofía del cie
lo a la tierra. Pero Jesús ha traído, por decirlo así, el cielo a la tierra. Sócrates pr
omete una reforma parcial de la inteligencia; Jesús la felicidad y la eternidad. Y
, por otra parte, el agudo profesor de Mayéutica había llegado ya a los setenta años y
no fue martirizado; antes bien, le permitieron larga defensa y murió de muerte si
n dolor, entre sus discípulos, que no le habían hecho traición ni abandonado. Jesús ha e
nseñado algo infinitamente mejor que una sofística depurada o una moral cívica a los h
ombres a su semejanza, según las palabras de su anunciado Ezequiel: "Yo os daré un c
orazón nuevo y depositaré en vosotros un nuevo espíritu y arrancaré de vuestra carne el
corazón de piedra y pondré en vosotros mi espíritu." Nos invita a la imitación de Dios,
a someternos al gobierno de Dios, es decir, a ser divinamente libres. Sed santos
, como Dios es santo; perfectos, como Dios es perfecto; perdonad como Dios perdo
na; amaos como Dios os ama. También Jesús, como la serpiente del jardín, pero con fin
opuesto, ha dicho a los hombres: Sed semejantes a Dios. Pero muchos de los hombr
es no han querido obedecerle. Dios está muy alto y el fango tiene sus dulzuras. Al
gusano envuelto en la suciedad del cieno le hace falta mucho trabajo para troca
rse en santo y aproximarse a aquella perfección que es la única felicidad digna de s
er buscada, la única que no desilusiona.
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Y han rechazado lo que Cristo había ofrecido con toda su sangre implorante. Y por
no oír su voz que llamaba a una empresa harto difícil, han intentado ahogarla en la
cruz. Han tenido terror a perder sus bienes de piedra, de metal y de papel y no
han creído en los infinitos bienes que en cambio prometía. Y por esa negativa y ese
temor han clavado a Cristo en la cruz, donde ha muerto aquel día en el alto de la
Calavera, clamando en la obscuridad. Y cada vez que uno de nosotros no responde
a su grito, da un nuevo golpe en los clavos que le sujetaron hace tantos siglos
a la indestructible Cruz.
AGUA Y SANGRE
Cristo ha muerto, al fin, como han pedido los jefes de su pueblo, pero ni el últim
o grito los ha despertado. Y toda la multitud que se había reunido para este espec
táculo, dice Lucas, se retiraba dándose golpes de pecho. ¿Pero hay dentro de aquellos
pechos corazones que de veras laten por el gran corazón que se ha parado? No habla
n, se apresuran a irse a casa, a cenar: tal vez hay en ellos más espanto que amor.
Pero un extranjero, el Centurión Petronio, que había asistido silencioso al suplici
o, se recobra y suben a sus labios de pagano las palabras de Claudia Prócula: — Cier
tamente, este hombre era justo. No conoce el verdadero nombre del muerto; pero s
abe, al menos, con certeza que no es un malhechor. Es el tercer testimonio roman
o en favor de la inocencia de aquel que, por Pedro y sus sucesores, será perpetuam
ente romano. Los Judíos no piensan en palinodias. Pero piensan, por el contrario,
en que
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se les echará a perder la Pascua si no llevan al punto de allí los cadáveres sangrient
os. La noche se acerca y apenas se ponga el sol empezará el Gran Sábado. Por eso man
dan a decir a Pilato que haga romper las piernas a los condenados y los mande en
terrar. El crurifragio era uno de los crueles hallazgos de la crueldad para acor
tar el padecimiento de los crucificados: una especie de gracia, que permitía acaba
r pronto en casos apresurados. Los soldados, recibida la orden, se acercan a los
Ladrones y les quiebran las rodillas y los muslos a golpes de maza. A Jesús le ha
bían visto morir y podían ahorrarse el trabajo de los mazazos. Pero uno de ellos, co
mo para descargo de su conciencia, echando mano a la lanza, le dio un gran golpe
en el costado y vio con maravilla que de la herida salía sangre y agua. Aquel sol
dado se llamaba, según antigua tradición, Longinos, y se dice que algunas gotas de a
quellas sangre cayeron sobre sus ojos, que tenía enfermos, y los sanaron de repent
e. Cuenta el Martirologio que desde aquel día Longinos creyó en Cristo y fue monje d
urante veintidós años en Cesarea, hasta que, por su fe, le cortaron la cabeza. Claud
ia Prócula, el Legionario compasivo que ha mojado por última vez los labios del agon
izante, el Centurión Petronio y Longinos son los primeros Gentiles que han recibid
o a Jesús el mismo día en que Jerusalén lo expulsó. Pero no todos los Judíos se han olvida
do de él. Ahora que está muerto; ahora que está frío como todos los muertos e inmóvil como
los verdaderos cadáveres; ahora que es un cadáver mudo, inofensivo, tranquilo, un c
uerpo sin alma, una boca silenciosa, un corazón que ya no palpita, he aquí que asoma
n de las casas donde se habían encerrado desde primera noche, los amigos de la hor
a vigésimo quinta, los secuaces tibios, los discípulos secretos, los admiradores de
incógnito, que por la noche ponen el candil bajo el celemín, y de día, cuando hay sol,
desaparecen. Todos hemos conocido a esos amigos: almas cautas, temblorosas ante
la idea del "qué dirán", que le siguen a uno, pero de lejos; nos reciben, pero cuan
do nadie
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nos pueda ver juntos; nos estiman, pero nunca tanto que confiesen esa estimación a
nadie más que a sí mismos; nos quieren, pero no hasta el punto de perder una hora d
e sueño o un céntimo roñoso para socorrernos. Mas cuando llega la muerte, a la que ha
contribuido también la avaricia y la vileza de tales hombres nauseabundos, comienz
a la fiesta para ellos. Son ellos los que lloran las lágrimas más selectas y brillan
tes, guardadas precisamente para aquel día; ellos son los que tejen con las mismas
manos industriosas las flores de las guirnaldas y las flores de la retórica funer
aria, y es preciso ver con cuánto garbo, con cuánta valentía y compunción se avienen a s
er plañideras, necrologistas, epigrafistas y conmemoradores. Al verlos multiplicar
se de aquella manera se diría que el muerto no tuvo más fieles compañeros que ellos, y
las almas buenas casi sienten un poco de lástima por aquellos desventurados super
vivientes que han perdido, a lo que parece, la mitad, o, por lo menos, una cuart
a parte de su ser. A Cristo, para su mayor martirio, no le faltaron amigos de ta
l condición, y dos de ellos salieron a la luz al oscurecer del viernes. Eran dos g
raves y egregias personas, dos notables de Jerusalén y del Consejo, dos señores rico
s — por lo común, estos fetos de amigos son, como es natural, ricos — en una palabra,
dos Sanedritas: José de Arimatea y Nicodemus. Para no mancharse las manos con la s
angre de Jesús, no se habían dejado ver en la sesión del Sanedrín, y se habían encerrado e
n su casa, lanzando acaso, de su amoroso pecho, algún suspiro, y creyendo salvar a
sí su reputación y su conciencia. Pero no pensaron que la complicidad, aun siendo pa
siva, hace el juego de los asesinos, y que el abstenerse, cuando es un deber el
oponerse, equivale a consentir. José de Arimatea y Nicodemus habían, pues, participa
do, aunque ausentes y no consentidores, en la muerte de Cristo, y su póstumo duelo
pudo expiar en parte su culpa, pero no eximirlos de ella. Mas por la noche, cua
ndo los colegas no pueden ya desconfiar de ellos y han dejado, satisfechos, el a
lto de la Calavera y no hay riesgo ya de comprometerse ante los ojos de la alta
sociedad sacerdotal y burguesa, porque el muerto muerto está y no molesta ya a nad
ie, los dos discípulos
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nocturnos, "ocultos por miedo a los Judíos", creen amansar su remordimiento ocupándo
se en sepultar al ajusticiado. El más valiente de los dos, José — "cobrando ánimos", com
o observa Marcos, que pone de relieve un hecho tan insólito en aquel conejo togado
—, se presenta a Pilato y le pide el cuerpo de Jesús. Pilato, estupefacto porque hu
biese muerto ya — pues muchas veces los crucificados resistían hasta dos días — llamó a Pe
tronio que había presidido la ejecución, y oída su referencia, "donó" el cuerpo al Saned
rita. El Procurador, aquel día, fue generoso, porque, generalmente, los soldados r
omanos hacían pagar a los parientes aun los cadáveres. No podía decir que no a persona
tan notable, y rica por añadidura, y acaso la facilidad del donativo fue más bien e
fecto del tedio que del bien parecer. ¡Le habían molestado toda la mañana con aquel in
tempestivo Rey, y ni aun después de muerto le dejan tranquilo! José, obtenido el per
miso, se fue en busca de una buena sábana blanca y de vendas, y se encaminó al lugar
del Calvario. De camino, o allí arriba, se encontró con Nicodemus, que tal vez era
amigo suyo por semejanza de carácter y que iba allí con el mismo pensamiento. Tampoc
o Nicodemus se había parado en gastos y llevaba consigo, a lomos de un criado, cie
n libras de una mixtura de mirra y áloe. Llegados a la cruz, mientras los soldados
desclavaban a los dos Ladrones para arrojarlos a la fosa común de los condenados,
se pusieron a desclavar a Jesús. José, Ayudado por Nicodemus y de algún otro, arrancó c
on trabajo — tan bien clavados estaban — los clavos de los pies. La escalera seguía al
lí. Uno de ellos, subiéndose en ella, quitó también los de las manos, apoyando el cuerpo
, ya sin sostén, sobre su hombro, para que no cayese. Luego los otros le ayudaron
a bajarlo y el cuerpo fue depositado sobre las rodillas de la Dolorosa, que lo h
abía dado a luz. Después se encaminaron todos a una huerta próxima, donde había una grut
a destinada para la sepultura de Jesús. El huerto era del rico José y la gruta la ha
bía hecho cavar él para sí y
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los suyos, porque en aquel tiempo todo judío acomodado tenía una tumba familiar apar
tada de todas las otras, y los muertos no estaban condenados a esa promiscuidad
de nuestros cementerios administrativos provisionales, geométricos y democráticos co
mo toda nuestra moderna magnífica barbarie. Apenas llegados al jardín los dos honora
bles enterradores, hicieron sacar agua del pozo y lavaron el cuerpo. Las Tres Ma
rías — la Virgen, la Contemplativa, la Liberada — no se habían movido del lugar en que m
urió aquel a quien amaban. También ellas, más expertas y delicadas que los hombres, an
daban solícitas para que el sepelio, hecho así de noche y a toda prisa, no fuese ind
igno de aquél a quien lloraban. Les correspondió a ellas arrancar de la cabeza la in
juriosa corona de los legionarios de Pilatos y las espinas que se le habían clavad
o en la piel; a ellas, desenredar y rizar los cabellos emplastados con sangre, y
cerrar los ojos que tantas veces les habían mirado con casta ternura. Muchas lágrim
as de las piadosas mujeres cayeron sobre aquel rostro, que recobraba en la tranq
uila palidez de la muerte la antigua dulzura de rasgos, llanto que lo lavó con agu
a más pura que la del pozo de José. Todo el cuerpo estaba sucio de sudor, de sangre,
de polvo: las heridas de las manos, de los pies y del pecho todavía manaban una a
güilla sanguinolenta. Terminado el lavatorio, el cadáver fue envuelto en los perfume
s de Nicodemus, que no se escatimaron, pues eran abundantes, y se cubrieron incl
uso las bocas negras que los clavos dejaron. Desde la noche en que la Pecadora,
anticipándose a este día, había vertido sobre los pies y la cabeza del Perdonador el v
aso de nardo, el cuerpo de Jesús no había recibido más que salivazos y golpes. Pero ah
ora el pálido ajusticiado era cubierto, como aquel día, de perfumes y de lágrimas, más p
reciosas que los perfumes. Luego, cuando las cien libras de Nicodemus hubieron c
ubierto a Jesús de una colcha olorosa, ataron la sábana alrededor del cuerpo con lar
gas vendas de lino y la cabeza fue envuelta en un sudario, y sobre el rostro, de
spués que todos le besaron en la frente, tendieron otro paño.
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La gruta estaba abierta y no tenía más que un nicho, porque, hecha hacía poco tiempo,
aun no había servido. José de Arimatea, que no supo salvar a Cristo vivo en alguna d
e sus casas, le cedía, ahora que el furor del mundo se debilitaba, la oscura habit
ación subterránea que para su futura carroña se había hecho cavar. Los dos Sanedritas re
citaron en alta voz, según el uso, el salmo mortuorio, y finalmente, depuesto con
cuidado el cándido envoltorio en el antro, cerraron la abertura con una gran piedr
a y se alejaron taciturnos, seguidos de los demás. Pero las mujeres no les siguier
on. No lograban apartarse de aquella piedra que las separaba de aquel a quien ha
bían amado más que a su propia belleza. ¿Cómo podían dejar solo, en la doble tiniebla de l
a noche y del sepulcro, a quien tan tristemente solo había estado en su larga agonía
? Y oraban, con voz que apenas se oía; y recordaban juntas un día, un gesto, una pal
abra del Maestro; y si una intentaba consolar a otra, sollozaba ésta más fuerte y le
llamaban por su nombre, apoyadas en la piedra, y desahogaban, por fin, en la so
mbra húmeda y negra del huerto, aquel puro y santo amor, más grande que el amor, que
ya no podían contener en sus pequeños corazones. Luego, finalmente, las venció el frío
y el terror de la noche y partieron también, con los ojos abrasados, tropezando, y
a en la maleza, ya en las piedras, prometiéndose una a otra volver allí apenas trans
currida la fiesta.
LA LIBERACION DE LOS DURMIENTES
El cuerpo herido de Jesús reposaba, al fin, sobre un lecho de perfumes en el inter
ior de la roca del huerto. Pero su espíritu, desencarcelado del pesado envoltorio
carnal, no reposaba. Había transmitido a los vivos el Feliz Anuncio y le habían paga
do con la muerte; ahora había de llevárselos a los muertos que de siglos y milenios
atrás le esperaban en las profundidades del
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Sheol. En uno de los Evangelios apócrifos más antiguos leemos que los testigos de la
resurrección oyeron una voz que decía: “¿Anunciaste la obediencia a los que dormían? Y se
oyó responder desde la cruz: Sí”. En la primera epístola de Pedro encontramos la afirma
ción de esta predicación a los durmientes. Y Pablo, que supo de las cosas divinas mu
cho más de lo que le fue concedido decir, afirma que Cristo "había descendido también
a las regiones inferiores de la tierra". El Símbolo de los Apóstoles ha ratificado d
e modo inapelable la antigua certidumbre cristiana. La imaginación de los pueblos
antiguos había fantaseado varias veces sobre un descenso a los infiernos. En Babil
onia se contaba que Istar había penetrado en el terrible reino de Nergal para devo
lver la vida a su Tammuz, y que fue también el héroe Izdubar para pedir al sabio Sit
napistim el secreto de la eterna juventud. En Grecia los poetas contaban de Hércul
es que por una boca del cabo Tenaro había penetrado en el mundo inferior, para sac
ar de él como trofeo al espantoso Cerbero; de Teseo y Peritoo, que se habían aventur
ado allí para devolver entre los vivos a la raptada Persifone; de Dionysos, que en
tre tantas proezas, quiso descender allá para rescatar a Semelé, su madre; de Orfeo,
que quiso arrancar a Plutón a la perdida Eurídice; de Ulises, que forzó a las sombras
, con el hechizo de la sangre, a que acudiesen hacia él para que Tiresias pudiese
decirle cómo volvería a la patria; de Eneas, que fue conducido a los infiernos para
que Virgilio encontrase modo de alabar a los héroes no nacidos aún. También de Pitágoras
se decía que una vez había ido al infierno; pero el único relato que de su viaje nos
queda es una tardía parodia. En todos estos cuentos acerca de personas fabulosas v
emos que los héroes quieren dar una prueba de su arriesgada bravura o desean conoc
er alguna cosa que a ellos solos interesa, como Izdubar y Ulises, o también, y es
el caso más común, desean librar de la muerte a un ser que les fue caro sólo a ellos.
Cuando no se trata, como en la Eneida, de un mero expediente literario.
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Pero ninguno de ellos va para salvar a los muertos olvidados, para liberarlos de
l poder infernal, para llevarles a su vez un mensaje de más alta vida. Istar, para
atemorizar al portero del Aralu, amenaza con resucitar a los muertos; pero ¡con q
ué salvajes intenciones! "Yo resucitaré a los muertos — grita la hija de Sin — para que
vayan a comerse a los vivos, y así serán más numerosos los muertos que los vivos". En
estas imaginaciones harto humanas del vulgo no hay nada que recuerde, ni aun de
lejos, el descenso de Cristo. A Él le mueve el impulso divino de una justicia que
no está sujeta a las humanas divisiones del tiempo. Entre los que duermen en el su
eño de la tierra no están sólo los brutos que nada conocieron fuera de sus bueyes y su
mujer; los perversos, que mancharon su alma con todos los malos deseos y las ma
nos con sangre fraterna; los perezosos, que se dejaron abrasar del sol sin recon
ocer siquiera en aquel ojo fulgurante la imagen de un Padre exorable; los ricos,
que no tuvieron ante sí otros dioses que la Riqueza y el Comercio; los Reyes que
fueron, como decía Aquiles, en su ira, no pastores, sino devoradores de pueblos; l
os idólatras, que creyeron congraciarse con sus dioses adorando imágenes de piedra,
revolcándose en la embriaguez de orgías lascivas, degollando hombres y animales, ceg
ados por supersticiones abominables; los satisfechos, que se detenían en la letra
de unas leyes groseras, que se creían perfectos en un mundo que juzgaban perfecto
y no tenían la esperanza, ni siquiera la idea, de una futura renovación del mundo. E
staban, bien que raros y dispersos en el interminable cementerio milenario de la
s antiguas edades, aquellos que sin tener todavía la ayuda de una revelación complet
a habían logrado una pureza de vida que, aun estando muy lejos de la perfección, se
parecía a ésta, como la sombra representa, con su negro diseño, el cuerpo coloreado y
vivo. Algunos de ellos no sólo habían fijado las primitivas leyes y precarias alianz
as de los hombres, sino que las habían perfeccionado y, en ocasiones, superado. Lo
s más señalados habían reunido a los pueblos primeramente divididos en tribus y habían h
echo de ellos una sola nación dentro de la cual el fiero derecho de la guerra sin
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perdón, al menos, se mitigaba y refrenaba; otros habían libertado a su pueblo de la
esclavitud extranjera o habían enseñado las artes que hacen más fácil la vida y las que
hacen olvidar, por un instante, el dolor. Entre la innumerable legión de los besti
alizados y los podridos había surgido, de cuando en cuando, un hombre de temple más
noble, que no había negado al pobre su fuego y su pan, que había domado su cuerpo, d
omesticado las pasiones más innobles y obedecido, aunque penosamente, a una regla
interior, que era como un presentimiento de santidad. Y habían existido, finalment
e, en el pueblo que Cristo ha escogido por suyo, los Patriarcas, guardianes amor
osos de rebaños y familias; los Legisladores que escucharon en la montaña, en medio
de las llamas, los mandamientos del Eterno; los Profetas que, durante tantos sig
los, con tanto amor y tanta esperanza, habían anunciado el advenimiento de un libe
rtador que disolvería las injusticias y los dolores del mundo como barre el mistra
l las nubes sofocantes de los valles. Para esos pocos justos, primicias de santi
dad antes de los santos, bienhechores de los hombres antes del Salvador; que anu
nciaron a Cristo y le prepararon los caminos, que fueron, en suma, al menos en e
l deseo, cristianos antes de Cristo, era necesario, con esa necesidad que es al
mismo tiempo justicia y amor, el descenso de Jesús al vasto reino de los muertos.
Aquel a quien habían prefigurado sin saber su nombre, y esperado sin poderlo ver c
uando gozaban de la luz del sol, apenas muere en la cruz se acuerda de ellos y d
esciende a libertarlos para llevarlos consigo a la gloria. Un antiguo texto apócri
fo refiere ese descenso: el derribo de las puertas, la victoria sobre Satanás, la
exultación de los justos de la antigua ley y la ascensión de aquel pequeño ejército de b
ienaventurados al Paraíso. Y en tanto se encuentran allí arriba a Enoch y Elías, que n
o murieron en la tierra, como los demás, sino que fueron arrebatados, vivos aun, a
l cielo, ven llegar a un hombre desnudo y ensangrentado, con una cruz al hombro.
Es el Buen Ladrón, al que le fue cumplida la promesa que el Crucificado le ha hec
ho, aquel mismo día, en el Calvario. Estas representaciones son más bellas que
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ciertas. Pero la tradición cristiana, sin pretender conocer al pormenor la histori
a del descenso y los nombres de los libertados, ha puesto entre los artículos de l
a fe la evangelización de los muertos, y la sombra de Virgilio, trece siglos después
, le podrá recordar a Dante, en el humo del infierno, el advenimiento del "poderos
o, con signo de victoria coronado.”
NO ESTA AQUI
No había nacido aún el sol del día que para nosotros es el domingo, cuando las mujeres
se encaminaron al huerto. Pero sobre las colinas de Oriente una esperanza blanc
a, ligera como el reflejo remoto de una tierra vestida de lirios y plata, se ele
vaba lentamente entre el palpitar de las constelaciones, venciendo el tenue fulg
or y el centelleo de la noche. Era una de esas albas serenas, que hacen pensar e
n los inocentes que duermen y en la belleza de las promesas, y en que el aire li
mpio y benigno parece haber sido conmovido un momento antes por un vuelo de ángele
s. Días virginales que se preparan con lúcidas palideces, con alegre verecundia, con
frescos estremecimientos, con alentadoras candideces. Iban las mujeres, abstraída
s por la tristeza, en el crepúsculo perfumado, como hechizadas por una inspiración q
ue no sabían explicar. ¿Volvían a llorar sobre la roca? ¿O a ver una vez más a quien supo
ganar sus corazones sin maltratarlos? ¿O a deponer en torno al cadáver del inmolado
aromas más fuertes que los de Nicodemus? Y hablando para sí, decían: — ¿Quién nos apartará
piedra del sepulcro? Eran cuatro, porque a María de Magdala y María de Betania se ha
bían unido Juana de Cusa y Salomé; pero eran mujeres y debilitadas por el dolor. Per
o cuando llegaron allá el estupor las detuvo. La oscura boca de la gruta se abría en
la oscuridad. No creyendo en sus ojos, la más atrevida tanteó el
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umbral con mano temblorosa. A la luz del día, que aumentaba a cada instante, viero
n la piedra allí al lado, apoyada en las peñas. Las mujeres, mudas de espanto, se vo
lvieron para mirar a su alrededor, como esperando que alguien llegase a decirles
qué había sucedido en aquellas dos noches que habían estado lejos de allí. María de Magda
la pensó al punto que los Judíos habían hecho robar entretanto el cuerpo de Cristo, no
satisfechos aún de lo que le habían hecho sufrir estando vivo. O que, tal vez, desp
echados por aquella sepultura que les parecía harto honrosa para un ajusticiado, l
e hubieran arrojado a la fosa infame de los lapidarios y los crucificados. Pero
no era más que un presentimiento. ¿No descansaría tal vez Jesús todavía allí dentro, en sus
fajas olorosas? A entrar no se atrevían; pero tampoco podían decidirse a volver sin
haber sabido algo de cierto Y apenas el sol, emergiendo por entre las crestas de
las colinas, alumbró la abertura de la gruta, cobraron ánimos y entraron. Al pronto
no vieron nada; pero un nuevo espanto las estremeció. A la derecha, sentado, un j
ovencito vestido de blanco — sus vestiduras, en aquella oscuridad, eran cándidas y r
esplandecientes como la nieve — parecía esperarlas. — No os asustéis. El que buscáis no es
tá aquí: ha resucitado. ¿Por qué buscáis entre los muertos al que vive? ¿No recordáis lo qu
ijo en Galilea, que sería entregado a los pecadores y resucitaría al tercer día? Las m
ujeres escuchaban, temblorosas y atónitas, sin poder responder. Pero el joven cont
inuó: —Id a sus hermanos y decidles que Jesús ha resucitado y que pronto volverán a verl
e. Las cuatro, temblando de espanto y de alegría, salieron de la gruta para
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correr de inmediato adonde las mandaban. Pero cuando hubieron dado unos pasos, q
ue ya estaban casi fuera del huerto, María de Magdala se detuvo, y las demás, sin es
perarla, siguieron su camino hacia la ciudad. Ni ella misma sabía por qué se quedaba
. Acaso las palabras del desconocido no le habían persuadido y no se había dado cuen
ta siquiera de si el recinto estaba de veras vacío; ¿no podía ser aquél un cómplice de los
sacerdotes que quisiera engañarlas? De pronto se volvió y vio, cerca de ella, desta
cándose sobre el follaje y el sol, a un hombre. Pero no lo reconoció, ni aun cuando
le dijo: — Mujer, ¿por qué lloras? ¿A quién buscas? María creyó que era el hortelano de Jos
e había ido allí temprano a trabajar. — Lloro porque se han llevado a mi Señor y no sé dónd
le han puesto. Si has sido tú, dime dónde lo has puesto, y yo iré por él. El Desconocid
o, enternecido por tan apasionado candor, por tan ingenua puerilidad, no respond
ió más que una sola palabra, un nombre, el de ella; pero con la voz conmovida e inol
vidable con que otras veces la había llamado: — ¡María ! Entonces, como despertándose de p
ronto, reconoció al que lloraba como perdido: —¡Rabboni! ¡Maestro! Y cayó a sus pies, en l
a hierba húmeda, y quiso estrechar en sus manos aquellos pies desnudos que aun mos
traban la doble llaga de los clavos.
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Pero Jesús le dijo: — No me toques, porque aun no he subido a mi Padre; pero ve a mi
s hermanos y diles: Subo hacia mi Padre y vuestro Padre. Y diles que les precede
ré en Galilea. Y al punto se separó de la arrodillada y se alejó entre los árboles, coro
nado de sol. María le siguió con la vista hasta que desapareció; luego se levantó de la
hierba, alterado el semblante, como fuera de sí, ciega de felicidad, y corrió a unir
se con sus compañeras. Estas habían llegado poco antes a la casa donde los discípulos
estaban escondidos, y con palabras presurosas y anhelantes habían referido el extr
aordinario caso: el sepulcro abierto, el joven vestido de blanco, las cosas que
había dicho, el Maestro resucitado, la embajada a los hermanos. Pero los hombres,
todavía amedrentados por la catástrofe y en aquellos días de peligro más torpes e indole
ntes que las pobres mujeres, no querían creer aquellas novedades. Alucinaciones, d
elirios de mujeres, decían. ¿Cómo puede haber resucitado tan pronto? Nos dijo que volv
ería, pero no enseguida: ¡tantas cosas terribles tendremos que ver antes de ese día! C
reían en la resurrección del Maestro; pero nunca antes del día en que resuciten todos
los muertos, cuando Él retorne glorioso, Ahora, no, repetían: es demasiado pronto, n
o puede ser verdad: sueños matutinos de exaltadas, engaños de espectros. Llegó en esto
, anhelante por la carrera y la excitación, María de Magdala. Lo que habían dicho las
otras era verdad en todo. Pero había más: ella misma le había visto con sus propios oj
os y le había hablado, y de pronto no le había reconocido; pero le reconoció luego, no
bien la llamó por su nombre; había tocado sus pies con sus mismas manos, había visto
las heridas de aquellos
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pies; era él, vivo, como antes, y la había mandado, como el joven del sepulcro, que
fuera en busca de sus hermanos para que supiesen que había resucitado como tenía pro
metido. Simón y Juan, saliendo, al fin, de su estupor, se lanzaron fuera de la cas
a y corrieron hacia el jardín de José. Juan, que era el más joven, adelantó al otro y ll
egó primero al sepulcro. Y asomando la cabeza a la entrada, vio en el suelo las ve
ndas, pero no entró, Simón lo alcanzó anhelante, y se precipitó hacia la gruta. Las vend
as estaban caídas por el suelo; pero el sudario que cubría la cabeza del cadáver estab
a doblado a una parte. También Juan entró y vio y creyó. Y sin decir palabra se volvie
ron a casa a toda prisa, siempre corriendo, como si esperasen hallar al Resucita
do entre los demás que allí habían dejado. Pero Jesús, apenas dejó a María, se había alejad
e Jerusalén.
EMMAÚS
Empieza de nuevo para todos, después del solemne intervalo de la Pascua, el quehac
er de los días pobres e iguales. Dos amigos de Jesús, de los que estaban en la casa
con los discípulos, habían de ir aquel día, para sus faenas, a Emmaús, pueblecito distan
te de Jerusalén un par de horas de camino. Partieron apenas Juan y Simón volvieron d
el sepulcro. Todas aquellas noticias les habían impresionado un tanto, pero sin ac
abar de persuadirlos de un hecho tan portentoso e inesperado. Gente que iba a lo
seguro y nada crédula, no acertaban a comprender que fuese verdad todo aquello qu
e habían oído contar: si el cuerpo del Maestro no estaba allí, ¿no podían habérselo llevado
manos de hombres? Cleofás y su compañero eran dos buenos Judíos que dejaban un lugar p
ara
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el ideal en su ánimo, preocupado por solicitudes harto reales. Pero aquel lugar no
era, en verdad, muy grande, y aquel ideal tenía que adaptarse al hueco que le que
daba libre, si no quería verse expulsado como un huésped molesto. También ellos, como
todos los Discípulos, esperaban la venida de un libertador, pero que antes que nad
a libertase a Israel. Un Mesías, en suma, que fuese hijo de David más bien que hijo
de Dios; guerrero a caballo en vez de un pobre andariego; azote de enemigos y no
acariciador de enfermos y de niños. Las palabras de Cristo habían logrado ablandar
la antigua cáscara de aquel mesianismo carnal; pero la Crucifixión los conturbó. Querían
a Jesús y sufrieron con su sufrimiento; pero aquel fin repentino, infamante, sin
gloria y sin resistencia, contrastaba demasiado con lo que ellos esperaban y esp
ecialmente con lo mucho más que deseaban. Que fuese un salvador humilde, caballero
en asnos mansos y no en caballos de batalla, y un poco más espiritual y suave de
lo que hubieran querido, podían comprenderlo, aunque con trabajo, y soportarlo, si
bien de mala gana. Pero que el libertador no hubiese querido libertar ni a los
demás ni a sí mismo; que el salvador no hubiese hecho nada por librarse; que el Mesías
hubiera acabado, a manos de los Judíos, en el patíbulo de los bandidos y de los par
ricidas, era, en opinión de ellos, una desilusión demasiado fuerte y un escándalo sin
disculpa. Se compadecían del Crucificado con toda sinceridad; pero al mismo tiempo
estaban tentados de suponer que se habían engañado acerca de su ser verdadero. Aque
lla muerte — ¡y qué muerte! — tomaba en las almas estrechas de aquellos hombres prácticos
un aire luctuoso de derrota. Hablando de estas cosas iban, en la tarde paternal
encendida de sol, y de cuando en cuando se acaloraban, porque no siempre estaban
de acuerdo. De pronto vieron, con el rabillo del ojo, moverse una sombra en el
suelo cerca de ellos. Se volvieron. La sombra era de un hombre que los seguía como
queriendo escuchar lo que hablaban. Se detuvieron, según se acostumbra, a saludar
lo, y el viajero les hizo compañía. No les parecía cara desconocida la suya; pero por
más que le miraban no acertaban a reconocerlo. El recién llegado, en vez de responde
r a sus mudas preguntas, les interrogó:
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— ¿Qué es eso que venís diciendo mientras camináis tristes? Cleofás, que debía ser el más v
respondió con cierto movimiento de extrañeza: — Tú solo eres forastero en Jerusalén, que
nada sabes de las cosas que han pasado estos días. — ¿Qué cosas? — preguntó el desconocido.
Lo de Jesús de Nazareth, profeta poderoso en obras y en palabras ante el pueblo y
ante Dios, y a quien los jefes de los sacerdotes y nuestros jueces han condenado
a muerte en la cruz. En cuanto a nosotros, esperábamos que fuese destinado a resc
atar a Israel; pero ya hace tres días que estas cosas han sucedido. Es verdad que
algunas mujeres nos han asombrado porque, habiendo ido esta mañana al sepulcro, lo
hallaron vacío; y dicen que han tenido ciertas visiones y que Jesús vive. Algunos d
e los nuestros han ido al sepulcro y lo han hallado desierto como habían dicho las
mujeres; pero a él no le han visto. — ¡Cuán insensatos sois — exclamó el forastero — y len
en creer las cosas que han dicho los profetas! ¿No era, acaso, necesario que Cris
to padeciese todas esas cosas antes de entrar en la gloria? ¿No recordáis lo que fue
anunciado, desde Moisés hasta nuestros tiempos? ¿No habéis leído a Ezequiel y Daniel? ¿No
conocéis siquiera nuestros cantos al Señor y sus promesas? Y con voz casi airada re
citaba las antiguas palabras, declaraba las profecías, rememoraba los rasgos del H
ombre de Dolores representado por Isaías. Los dos le escuchaban, dóciles y atentos,
sin replicar, porque hablaba enardecido y las viejas admoniciones cobraban en su
s labios un calor tan nuevo y significados tan claros, que les parecía imposible n
o haberlos visto por sí mismos. Aquellas palabras les causaban la misma impresión qu
e si
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fuesen el eco de otras parecidas, oídas en otros tiempos pero confusamente, como u
na voz tras una pared, durante la noche. Habían llegado, entretanto, a las primera
s casas de Emmaús y el peregrino hizo ademán de despedirse, como queriendo proseguir
su camino. Pero los dos amigos no acertaban a separarse del misterioso compañero
y le suplicaron que permaneciese con ellos. Caía el sol y, casi al ponerse, daba u
n tono más dorado y cálido al campo; pero las tres sombras eran más largas que antes s
obre el polvo del camino. — Quédate con nosotros — decían — que pronto se hace de noche y
declina el día. También tú estarás desfallecido y es hora de probar un bocado. Le tomaro
n de la mano e le hicieron entrar en la casa adonde iban. Cuando estuvieron a la
mesa, el Huésped, sentado en medio, cogió el pan, lo partió y dio un poco a cada uno
de los amigos. Ante aquel acto, los ojos de Cleofás y del otro se abrieron, como c
uando se nos despierta de pronto y el sol está dando en el lecho. Ambos se levanta
ron, con un sobresalto de escalofrío, pálidos, lívidos, y, al cabo, reconocieron al mu
erto a quien habían comprendido mal y calumniado. Pero aun no habían tenido tiempo d
e besarle, cuando desapareció de su vista. No habían sabido reconocerle por el rostr
o ni por sus palabras, que, sin embargo, tanto se parecían a sus palabras de cuand
o vivía; no le habían conocido, mientras hablaba, en la luz de las pupilas, ni en el
sonido de la voz. Pero bastó que tomase en las manos aquel pan, como un padre que
lo reparte a sus hijos, por la noche, después de una jornada de trabajo y de viaj
e, para que en aquel acto amoroso, que tantas veces le habían visto hacer en las c
enas improvisadas y familiares, descubriesen, al fin, sus manos, sus manos bendi
cientes y heridas. Y la niebla se disipó y se hallaron cara a cara con el esplendo
r del Resucitado. Cuando, viviendo entre ellos, fue su amigo, no le habían entendi
do; cuando, a lo largo del camino, fue su maestro, no le habían reconocido; pero a
penas cumple el amoroso oficio de servir a sus
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siervos y les ofrece el pedazo de pan que era vida y esperanza de vida, entonces
al punto lo reconocieron. Y así, sin comer y cansados como estaban, emprendieron
de nuevo el camino que habían hecho, y llegaron, ya de noche, a Jerusalén. Y mientra
s iban caminando, como avergonzados, decían: — ¿No nos ardía el corazón en el pecho mientr
as nos hablaba y nos explicaba los profetas? ¿Por qué no supimos reconocerle entonce
s? Los Apóstoles seguían velando. Los recién llegados, sin tomar aliento, contaron el
encuentro y lo que les había dicho en el camino, y cómo no le reconocieron hasta el
momento de partir el pan. Y en respuesta a la nueva confirmación, tres o cuatro vo
ces gritaban a un tiempo: — Sí, el Señor ha resucitado en verdad y se ha aparecido tam
bién a Simón. Pero aquellas cuatro apariciones, aquellos cuatro testimonios no basta
ron a disipar las dudas de todos. A varios, aquella resurrección tan pronta, tan f
uera de lo corriente, que se había realizado de noche, de una manera oculta, les p
arecía más bien una alucinación del dolor y del deseo que verdad efectiva. ¿Quiénes afirma
ban haberle visto? Una mujer — se decían — que tiempo atrás había sido posesa de los demon
ios; un calenturiento que no parecía el mismo desde que había negado a su Maestro, y
dos simples que ni siquiera pertenecían al número de los Apóstoles y que Jesús había pref
erido, quién sabe por qué, a los amigos más íntimos. A María pensaban — podía haberla engañ
n fantasma; Simón, para recobrarse de su cobardía, no había querido ser menos; los otr
os podían ser unos impostores o unos visionarios. Si Cristo había resucitado verdade
ramente, ¿no se hubiera dejado ver de todos, cuando estaban reunidos? ¿Por qué aquella
s preferencias? ¿Por qué aquella aparición a sesenta estadios de Jerusalén? Tales eran l
os pensamientos de varios de los apóstoles.
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Creían en la resurrección; pero se la imaginaban como una de las señales de la última re
volución del mundo, cuando todo se hubiera cumplido. Pero ahora que se hallaban an
te la resurrección de Él solo, en aquel día que todo lo demás seguía como antes, se daban
cuenta de que el retorno de la vida a la carne, y a una carne que no se había dorm
ido plácidamente en el último sueño, sino de la que había sido arrancada la vida con el
hierro; de que aquella idea de la resurrección, retrocediendo del futuro lejano al
inmediato presente, chocaba con todas las demás ideas que formaban el tejido de s
u pensamiento, y que existían antes, pero no aparecían en contraste hasta que se pre
sentó bruscamente el emparejamiento entre dos órdenes superpuestos: el milagro que e
llos esperaban como remoto y el hecho actual. Si Jesús ha resucitado — pensaban — quie
re decir que es verdaderamente Dios; pero ¿hubiera nunca accedido un verdadero Dio
s, un hijo de Dios, a dejarse matar y de una manera tan infame? Si su poder era
tal que vencía a la muerte, ¿por qué no había fulminado a los jueces, confundido a Pilat
o, petrificado los brazos de los que le clavaban. ¿Por qué misterio incomprensible e
l Omnipotente se había dejado arrastrar a la ignominia de los débiles? Así razonaban p
ara sí algunos discípulos, que habían escuchado y no habían comprendido. Cautos como tod
os los sofistas, no se aventuraban a negar francamente la Resurrección en la propi
a cara de los que la afirmaban; pero se reservaban su opinión, rumiaban para sí las
razones de lo posible y de lo imposible, deseando una confirmación manifiesta, que
no se atrevían a esperar.
¿NO TENÉIS NADA QUE COMER?
Habían apenas ingerido los últimos bocados de una cera improvisada y melancólica, cuan
do apareció ante la mesa, alto y esplendoroso, Jesús. Los
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miró uno a uno y con voz melodiosa les saludó: — La paz sea con vosotros. Nadie respon
dió. El estupor pudo más que la alegría, incluso en aquellos que no era la primera vez
que volvían a verlo. En sus rostros leyó el Resucitado la duda que en casi todos al
entaba, la pregunta que no osaban exteriorizar con palabras: — ¿Estás, en verdad, vivo
o eres una sombra que viene a tentarnos de las cavernas de los muertos? — ¿Por qué os
turbáis? — dijo el Resucitado —. ¿Por qué alientan dudas en vuestros corazones? Mirad mis
manos y mis pies; yo soy, yo; tocadme y ved; porque un espíritu no tiene carne y
huesos como veis que los tengo yo. Y extendió hacia ellos las manos, mostró por una
y otra parte las señales todavía sangrientas de los clavos y se abrió la túnica por el p
echo, para que vieran la herida de la lanza en el costado. Algunos, levantándose e
n sus lechos, se arrodillaron y vieron, en los pies desnudos, los dos agujeros p
rofundos, entre dos anillos amoratados. Pero no se arriesgaron a tocarlo, como s
i temieran verlo desaparecer de improviso, así como de improviso se había aparecido.
Se preguntaban, además: ¿sentiría, quien se aventurase a abrazarle, la tibia reciedum
bre del cuerpo o pasarían sus brazos a través de la inconsistencia de una sombra van
a? Era él, con su rostro, y su voz y los rasgos innegables de la crucifixión; con to
do, había en su aspecto algún cambio, que no habrían podido describir, aunque hubiesen
tenido en aquel momento el espíritu tranquilo. Aun los más recalcitrantes se veían ob
ligados a creer que el Maestro estaba entre ellos, con todas las apariencias de
una vida recomenzada; pero su
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pensamiento se abismaba en las últimas dudas, y permanecían callados, casi temerosos
de tener que creer en sus sentidos, como si esperasen despertar de un momento a
otro, y atrapar de nuevo el perdido mundo de las realidades cómodas, desconcertad
os por aquella flagrante aparición que destruía sus sueños. También Simón callaba: ¿qué hub
a podido decir, sin traicionarse con el llanto, a aquel que le había mirado con su
s mismos ojos, en el patio de Caifás, mientras él, Simón, juraba no haberle conocido n
unca? Para deshacer sus últimos titubeos, preguntó Jesús: — ¿No tenéis nada que comer? No q
ería ya otro alimento que aquel que había pedido, casi siempre en vano, en toda su v
ida. Pero para aquellos hombres carnales era necesaria una prueba también carnal;
a quien piensa únicamente en la materia y de materia se alimenta, le era necesaria
esta demostración material. La última noche habían cenado juntos; también ahora, que se
encuentran, comerá con ellos. — ¿No tenéis nada que comer? Había quedado, en un plato, un
poco de pescado asado. Simón se lo alargó al Maestro, que se acercó a la mesa y comió e
l pez con un pedazo de pan, mientras todos le miraban fijamente, como si le vier
an comer por primera vez. Cuando hubo acabado, levantó los ojos hacia ellos y les
dijo: — ¿Estáis persuadidos ahora? ¿O no comprendéis todavía? ¿Os parece posible que pueda
er un fantasma como lo he hecho yo en presencia vuestra? ¡Cuántas veces he tenido qu
e reprocharos vuestra dureza de corazón y vuestra poca fe! ¡Y he aquí que seguís siendo
los mismos de antes y no habéis querido creer a los que me habían visto! Nada, sin e
mbargo, os había ocultado de lo que sucedería en estos días. Pero vosotros, sordos y d
esmemoriados, oís — y os olvidáis luego, leéis y no entendéis. ¿No os decía,
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cuando estaba con vosotros, que se cumplirían todas las cosas que estaban escritas
y las que yo había anunciado? ¿Que el Cristo había de sufrir y al tercer día resucitaría
de entre los muertos, y que en su nombre se predicarían el arrepentimiento y el pe
rdón a todas las gentes, empezando por Jerusalén? Ahora sois testigos de estas cosas
, y yo mantendré las promesas que el Padre os ha hecho por mediación mía. Id, pues, po
r todo el mundo y predicad el Evangelio a todas las criaturas. Todo poder me ha
sido dado en el cielo y en la tierra. Y como el Padre me ha enviado a mí, yo os en
vío a vosotros. Id, pues, a amaestrar a todos los pueblos enseñándoles a observar, tod
as las cosas que os he dicho. Y el que crea será salvo y el que no crea, condenado
, Yo me quedaré aquí algún tiempo todavía y nos volveremos a ver en Galilea; pero también
después estaré con vosotros hasta el fin de los siglos. A medida que hablaba, los ro
stros de los discípulos se iluminaban de una olvidada esperanza y sus ojos brillab
an como los de los ebrios. Era aquella la hora de más consuelo después del abatimien
to de aquellos días. Su presencia indudable demostraba que lo que parecía increíble er
a cierto, y que no los había abandonado y no los abandonaría nunca. Sus enemigos, qu
e parecían victoriosos, estaban vencidos. La realidad visible entraba obediente en
el marco de las antiguas profecías. Las cosas que el Maestro había dicho, las sabían
de antes; pero sólo cuando la boca de Él las repetía estaban verdaderamente vivas en e
llos. Aquellas palabras habían enardecido a los más tibios, reavivado el recuerdo de
otras palabras, de otros días más soleados, y sentían de pronto un entusiasmo, un ard
or que no experimentaban tiempo hacía, un deseo más fuerte de abrazarse, de quererse
, de no separarse nunca de Él. La resurrección del Maestro era para ellos una garantía
de triunfo; si había podido salir de la cueva funeraria, sus promesas eran promes
as de un Dios, y las mantenía hasta el fin. No habían creído en vano ni estaban solos
ya: la crucifixión había sido la oscuridad de un día para que la luz fulgurase más
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fuertemente en todos los días que habían de venir.
TOMÁS, EL GEMELO
En aquella cena, Tomás, llamado el Gemelo, no estaba. Pero al día siguiente sus amig
os corrieron a buscarle, impresionados aún con las palabras de Jesús — Hemos visto al
Señor — le decían —; era verdaderamente él, y nos ha hablado, y ha comido con nosotros. To
más era de los que habían sufrido la más profunda conmoción con la vergüenza del Gólgota. C
erta vez se había declarado dispuesto a morir con su Maestro; pero huyó con los demás,
cuando subieron las linternas de los esbirros al monte de los Olivos. Su fe se
había oscurecida en aquella sombra que se cernió sobre el Calvario. A pesar de los a
visos, nunca hubiera creído que tal sería el fin de su maestro. Aquel colmo de infam
ia al que Jesús se había dejado conducir con la resignación de un cordero, le hacía sufr
ir cuando pensaba en ello casi más que la pérdida de aquel que le había amado. Aquel m
entís a sus esperanzas terrenas le había ofendido como el descubrimiento de un fraud
e y excusaba a sus ojos, incluso el oprobio de su abandono. Tomás, como Cleofás y su
s semejantes, era un sensualista; ante la poderosa invitación de Cristo, había subid
o, por decirlo así, de un vuelo demasiado alto, a un mundo que no era el suyo. Su
fe irreflexiva le había ganado como por sorpresa, con un entusiasmo contagioso. Pe
ro apenas la llama que lo inflamaba todos los días quedó enterrada, o tal parecía, baj
o la piedra ignominiosa del odio, su alma se apagó y se heló y recobró su primitivo mo
do de ser, el que buscaba con los sentidos las cosas sensibles, y esperaba en la
materia mudanzas materiales, y aguardaba de la materia únicamente certezas y cons
uelos de orden material. Sus ojos se negaban a mirar las cosas que sus manos no
hubieran podido tocar, y por eso se veían
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condenados a no ver lo invisible: gracia reservada únicamente a los que la creen p
osible. Él creía en el Reino, especialmente cuando las palabras y la presencia de Je
sús deleitaban su corazón; pero no en un reino espiritual, sino en un reino terrestr
e, en un reino donde hombres vivos, regados de sangre cálida, hubieran comido y be
bido en mesas sólidas y concretas, gobernando con leyes nuevas una tierra más hermos
a, que Dios les adjudicaría. Tomás, después del escárdalo de la cruz, no estaba, ni con
mucho, dispuesto a creer, de oídas, en la resurrección. Harto crudamente — pensaba — he
visto desmentida mi primera confianza, para que pueda fiarme ahora de mis compañer
os de engaño. Y a los que llevaban gozosos la noticia les replicó: — Si no veo en sus
manos las llagas de los clavos y no pongo el dedo en la llaga de los clavos y mi
mano en el costado, no lo creeré, Dijo de primera intención: si no veo. Pero se rec
obró luego: también los ojos pueden traicionar y muchos fueron cegados por las visio
nes. Y su pensamiento corre a la experiencia carnal, a la prueba atroz y brutal:
poner el dedo donde estuvieron los clavos; poner la mano, toda la mano, donde e
ntró la lanza. Hacer como el ciego, que, a veces, se equivoca menos que los que ve
n. Reniega de la fe, vista suprema del alma; reniega de la vista misma, el senti
do más divino del cuerpo. No tiene confianza ya más que en las manos, carne que opri
me carne. Aquel doble reniego le deja a oscuras, en el tanteo de la ceguera, has
ta que la Luz hecha hombre, por una suprema condescendencia amorosa, no le devue
lva la luz de los ojos y la del corazón. Pero esa respuesta ha hecho de Tomás uno de
los hombres más famosos del mundo; porque esa es la eterna virtud de Cristo: la d
e eternizar aún a aquellos que le han ofendido. Todos los cortos del espíritu, todos
los pirronistas de tres al cuarto, todos los chupatintas de las cátedras y de las
academias, los tibios cretinos atiborrados de prejuicios, los medrosos, los
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sofistas, los cínicos, los piojos de la ciencia y los barrenderos de los científicos
; todos los gusanos de luz celosos del sol, todos los gansos que no admiten el v
uelo de las águilas, han elegido como a protector y presidente a Tomás el Gemelo. De
él no saben nada más que esto: si no toca, no cree. Aquella respuesta les parece a
ellos el Himalaya del juicio humano. Enhorabuena que otros vean en las tinieblas
, oigan en el silencio, hablen en la soledad, vivan en la muerte; la comprensión d
e sus cerradas molleras no llega a tanto. Lo que ellos llaman "la realidad" es s
u dominio y de allí no se van. En efecto, propenden al oro que no quita el hambre,
a la tierra en la que ocuparán un pequeño agujero, a la gloria que es un corto bisb
iseo en el silencio de la eternidad, a la carne que se convertirá en barro agusana
do, y en aquellos mágicos y estrepitosos descubrimientos que, después de haberlos he
cho esclavos, apresurarán para ellos el formidable descubrimiento de la muerte. Es
tas y otras semejantes son las cosas "reales" con que se deleitan los devotos de
Tomás. Pero, acaso, si les diera la idea alguna vez de leer lo que sucedió después de
aquella respuesta, se apresurarían a dudar también del que dudó de la resurrección. Och
o días después los discípulos estaban en la misma casa de la otra vez y Tomás con ellos.
Había esperado todos aquellos días, que también a él le sería concedido el ver al Resucit
ado, y a veces temblaba, pensando que su respuesta era tal vez la razón que le man
tenía lejos. Pero, de pronto, he aquí una voz en el umbral — ¡La paz sea con vosotros! J
esús está allí y busca con los ojos a Tomás. Viene ahora por él, solamente por él, porque e
amor que le tiene es más grande que todas las ofensas. Y le llama por su nombre,
y se acerca para que lo vea bien, cara a cara. — Pon aquí tu dedo y mira mis manos.
Alarga tu mano y pónmela en el costado también; y no seas incrédulo, sino ten fe. Tomás
obedeció temblando y exclamó:
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— ¡Señor y Dios mío! Con estas palabras, que parecen una simple salutación ordinaria, Tomás
confesó su derrota, más hermosa que todas las victorias, y desde aquel punto fue por
entero de Cristo. Hasta entonces le había venerado como a un hombre más perfecto qu
e los demás; ahora le reconoce como a su Dios. Entonces Jesús, para que siempre le p
unzase la memoria de la duda, respondió: — Porque me has visto has creído; ¡bienaventura
dos los que no han visto y han creído, sin embargo! ¡Bienaventurados los que creen s
in haber visto! Porque las únicas verdades que tienen un valor decisivo en la real
idad, pese a los disectores de cadáveres, son aquellas que la vista carnal no ve y
que las manos de carne no podrán nunca palpar. Las verdades de la fe vienen de lo
alto: el que tiene el alma cerrada por todas partes no las recibe y las verá únicam
ente el día en que el cuerpo, con sus cinco desconfiados porteros, sea como un tra
je arrugado y consumido, abandonado sobre una cama, en espera de que lo oculten
bajo tierra como placenta hedionda. Tomás no creyó hasta que no vio. Una leyenda ant
igua cuenta que su mano quedó, hasta su muerte, roja de sangre. Leyenda verdadera
con toda la verdad de su terrible símbolo, si entendemos que la incredulidad puede
ser una forma de asesinato. El mundo está lleno de tales asesinos, que han empeza
do por asesinar su propia alma.
EL RESUCITADO RECHAZADO
Los primeros que habían acompañado a Jesús en su primera vida estaban seguros, al fin,
de que había comenzado su vida segunda e inmortal. ¡Pero
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después de cuán dudosa testarudez se han resignado a aceptar la realidad del innegab
le retorno! Con todo, los enemigos de Cristo, para quitar de en medio la piedra
harto gruesa que les es obstáculo para otras negaciones, han acusado precisamente
a los sorprendidos y perplejos Discípulos de haber inventado, queriéndolo o no, el m
ito de una resurrección. Fueron ellos — dicen Caifás y sus modernos secuaces — los que s
ustrajeron de noche el cuerpo y extendieron luego la noticia de la gruta vacía, pa
ra que cualquier místico incauto creyera más fácilmente que Jesús había resucitado y hacer
así de manera que los embaucadores pudieran perseverar en sus pestíferas hechicerías
en nombre de un hechicero muerto. Y Mateo refiere que los Judíos, por una gruesa s
uma de dinero, compraron a algunos falsos testigos para que afirmasen, en caso d
e necesidad, haber visto a Simón y sus cómplices violar el sepulcro y llevarse a cue
stas un gran envoltorio blanco. Pero los enemigos modernos, por un último respeto
a los que han fundado con sangre la Iglesia indestructible o, más bien por estar p
rofundamente persuadidos de la sencillez de espíritu de los primeros mártires, han r
enunciado a la suposición del truco mortuorio. Ni Simón — dicen — ni los demás eran de la
estofa de que se hacen los comediantes y prestidigitadores: harto más picardía hubie
ran debido tener para eso en sus toscos cerebros aquellos pobres borregos seduci
dos; tienen todo el aire de ser más burlados que burladores; pero si no prestidigi
tadores, fueron, sí, víctimas imbéciles de sus fantasías, o de la picardía ajena. Los Discí
ulos — afirman gravemente los abstemios de lo trascendente — tenían tan fuerte esperan
za de ver a Jesús resucitar, como había prometido, y esta resurrección era tan necesar
ia y urgente para compensar la ignominia de la cruz, que se vieron inducidos, y
casi obligados, a considerarla y anunciarla como inminente. En aquel ambiente de
espera supersticiosa, bastó la visión de una histérica, el sueño de un alucinado, el de
slumbramiento de un iluso, para que se difundiese en el pequeño círculo
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de los supervivientes desconsolados la voz de las apariciones. Algunos de ellos,
no pudiendo creer que el Maestro los hubiera engañado, prestaban fácilmente fe al q
ue afirmaba haberlo visto después de la muerte, y a fuerza de repetir las fantasías
de aquel delirio apasionado, acabaron por creerlas en serio y por imbuir en los
más ingenuos tal creencia. Sólo con esta condición, con la confirmación póstuma de la afir
mada divinidad del muerto —concluyen — era posible mantener la cohesión entre los que
le habían seguido y crear el primer consorcio estable de la Iglesia universal. Per
o quienes pretenden disolver con acusaciones de imbecilidad o de fraude la certi
dumbre y el testimonio de la primera generación cristiana, olvidan muchas y harto
esenciales cosas. Entre otras, el testimonio de Pablo. Saulo el Fariseo había esta
do en la escuela de Gamaliel y había podido asistir, aunque fuera de lejos y como
enemigo, a la muerte de Cristo, y conoció, de seguro, las hipótesis de sus primeros
maestros, los fariseos, acerca de la resurrección. Pero Pablo, que recibió noticias
directas de labios de Santiago el Menor y de Simón; Pablo, famoso en todas las igl
esias de los Judíos y de los Gentiles, escribía de esta forma en la primera epístola a
los Corintios: "Cristo murió por nuestros pecados, fue sepultado, resucitó al terce
r día, se apareció a Pedro y luego a los Doce. Después se apareció a más de quinientos her
manos en una sola vez, de los cuales viven, aún los más y algunos han muerto." La epís
tola a los Corintios está reconocida como auténtica, incluso por los más sutiles olfat
eadores de falsificaciones, y no puede haber sido escrita después de la primavera
del 58, es decir, cuando aún no habían pasado treinta años desde la crucifixión. Muchos
de los que habían conocido a Cristo, y no eran uno ni dos, vivían todavía aquel año y hu
bieran podido fácilmente desmentir al Apóstol si no hubiesen sido ciertas sus afirma
ciones. Corinto estaba a las puertas de Asia, poblada por muchos Asiáticos, en rel
aciones continuas con la Judea, y las epístolas paulinas eran mensajes públicos que
se leían públicamente en las reuniones, y de las que se hacían copias para mandar a la
s demás iglesias. El solemne y pacífico testimonio de Pablo podía llegar, y
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llegó ciertamente, a Jerusalén, donde los enemigos de Jesús, vivos parte de ellos toda
vía, hubieran podido impugnarlos con otros sentimientos. Si Pablo hubiese creído pos
ible una refutación eficaz, nunca se hubiera atrevido a escribir aquellas palabras
. Que se pudiera, pues, a tan poca distancia del suceso, afirmar públicamente un p
rodigio tan contrario a las creencias comunes y a los intereses de enemigos vigi
lantes, demuestra que la Resurrección no era una fantasía de unos cuantos alucinados
, sino una certidumbre que razonablemente no se podía negar y sí muy fácilmente atesti
guar. De la aparición de Cristo a los quinientos hermanos no tenemos otro testimon
io que el consignado en la citada epístola a los de Corinto; pero ni por un moment
o podemos creer que Pablo, una de las más grandes y puras almas del primitivo Cris
tianismo, haya podido sacarla de su cabeza, él que durante tanto tiempo había perseg
uido a los que creían en la realidad de la Resurrección. Esa aparición de Jesús a los qu
inientos debió de suceder en Galilea, en el monte del que habla Mateo, y es sumame
nte probable que el Apóstol hubiera conocido a alguno de los que estuvieron presen
tes en aquella reunión memorable. Pero hay más. Los Evangelistas, que refieren con c
ierto desorden, pero con gran candidez, los recuerdos de los primeros compañeros d
e Jesús, confiesan, tal vez sin pretenderlo, que los Apóstoles no esperaban en modo
alguno la Resurrección y, más aún, que les costó trabajo admitirla. Leyendo con atención a
los cuatro historiadores, vemos que los Apóstoles siguen dudando, incluso en pres
encia del Resucitado. Cuando las mujeres, la mañana del domingo, corren a advertir
a los discípulos que el sepulcro está desierto y Jesús vivo, las acusan de delirar. C
uando, más tarde, se apareció a muchos en Galilea, "allí lo vieron y lo adoraron — dice
Mateo — pero algunos dudaron." Y cuando se apareció por la noche, en el cenáculo, los
hay que desconfían de sus ojos y dudan hasta que le ven comer. Tomás duda también desp
ués, hasta el momento en que el cuerpo de su Señor está precisamente frente a su cuerp
o. Hasta tal punto desconfían de verlo resucitar, que el primer efecto de su
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aparición es el espanto. "Creían que era un espíritu." No son, pues, tan crédulos y fácile
s de engañar como se figuran sus difamadores. Y están tan lejos de la idea de verle
volver vivo entre los vivos, que apenas lo ven, lo confunden con otro. María de Ma
gdala cree que es el hortelano de José de Arimatea; Cleofás y su compañero no son capa
ces de reconocerlo en todo el camino; Simón y los demás, cuando viene a la orilla de
l Lago, "no sabían que era Jesús". Si realmente le hubieran esperado, con la mente d
espierta y caldeada por el deseo, ¿hubieran sentido aquel espanto? ¿No le hubieran,
por el contrario, reconocido al instante? Se tiene la impresión, leyendo los Evang
elios, de que los amigos de Cristo, lejos de inventar su retorno, lo aceptaron c
omo por cierta coacción invencible, rendidos ante la evidencia después de muchos tit
ubeos. Lo contrario, exactamente, de lo que quisieran demostrar los que les acus
an de haberse engañado y haber engañado. Pero, ¿por qué esos titubeos? Porque las advert
encias de Jesús no habían conseguido deshacer, en aquellas almas tardas e indóciles, l
a antigua repugnancia judaica a la idea de la resurrección. La creencia en la resu
rrección de los muertos fue extraña, durante siglos y siglos, a la mente de los Hebr
eos. En algunos profetas, como Daniel y Oseas, encontramos algún vestigio de ella;
pero no aparece verdaderamente explícita más que en un pasaje de la historia de los
Macabeos. En tiempos de Cristo, el pueblo tenía de ella una noción confusa, como de
milagro lejano que pertenecía a la economía del Apocalipsis; pero no la creía posible
antes de la catástrofe final del gran día; los Saduceos la negaban resueltamente y
los Fariseos la admitían, pero no ya como privilegio inmediato de uno solo, sino c
omo recompensa remota y común a todos los justos. Cuando el supersticioso Antipas
decía de Jesús que era Juan resucitado entre los muertos, quería decir, con una imagen
enérgica, que el nuevo profeta era un segundo Juan. La repugnancia a admitir una
derogación tan extraordinaria de las leyes de la muerte era tan profunda en el pue
blo judío, que los mismos Discípulos del Resucitador, que había anunciado su propia re
surrección, no estaban dispuestos a admitirla, sin experiencias y contrapruebas. Y
eso que habían
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visto resucitar, a la palabra poderosa de Cristo, al hijo de la viuda de Naín; a l
a hija de Jairo, al hermano de Marta y María: los tres muertos que Jesús había despert
ado, por la compasión de un llanto de madre, de un llanto de padre, de un llanto d
e hermana. Pero era costumbre de los Doce tergiversar y olvidar. Estaban demasia
do sumidos en los pensamientos de la carne para avenirse a creer, sin dilaciones
, en una revancha tan anticipada sobre la muerte. Pero cuando estuvieron persuad
idos su certidumbre fue tan firme y fuerte, que de la semilla de aquellos primer
os testigos nació una interminable cosecha de resucitados a la fe del Resucitado q
ue los siglos no han acabado de recoger aún. Las calumnias de los Judíos, las acusac
iones de los testigos falsos, las vacilaciones de los Discípulos, las insidias de
los enemigos implacables pero poderosos, los sofismas de los bastardos de Tomá, la
fantasías de los heresiarcas, las contorsiones de los galantes espíritus directamen
te interesados en matar definitivamente a Jesús, los repliegues y tijeretazos de l
os ideosos, las minas y los asaltos de la alta y la baja crítica, no han podido ar
rancar del corazón de millones de hombres la certidumbre de que el cuerpo desclava
do de la cruz del Calvario resucitó al tercer día, para no morir más. El pueblo escogi
do de Cristo lo llevó a la muerte, creyendo acabar con él; pero la muerte lo rechazó c
omo lo habían rechazado los judíos, y la humanidad aún no ha saldado cuentas con el aj
usticiado que salió de la gruta para mostrar el costado dónde la lanza romana dejó al
descubierto para siempre el Corazón que ama a los que le odian. Los pusilánimes que
no quieren creer en su primera vida ni en su segunda vida, en su vida inmortal,
se apartan de la vida verdadera: de la vida que es adhesión generosa, amor confiad
o, esperanza de lo invisible, certidumbre de las cosas que no están patentes. Son
lamentables muertos que nos parecen vivos los que, como la muerte, lo rechazan.
Los que arrastran el peso de sus cadáveres, todavía calientes y respirantes sobre la
tierra paciente, se ríen de la Resurrección. A estos Muertos, mientras persistan en
rechazar la Vida, les será vedado el segundo nacimiento, el nacimiento en el
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espíritu; pero no les será negada, el último día, una irrefutable y espantosa resurrección
.
EL RETORNO AL MAR
Concluido el drama con el más grande dolor y la más grande alegría, vuelve cada uno a
su destino. Jesús va a su Padre, el rey a su reino, el gran sacerdote torna a sus
jofainas de sangre, el coro a su silencio expectante, los pescadores a sus redes
. Aquellas redes maceradas por las aguas, deshilachadas, desfondadas por los pes
os insólitos, tantas veces arregladas, remendadas, compuestas, retejidas, que los
primeros pescadores de hombres habían dejado, sin volver la vista atrás, en la playa
de Cafarnaum, habían sido acabadas de acondicionar y puestas a un lado por alguno
de esos hombres demasiado prudentes que no salen nunca de casa, porque los sueños
son breves y el hambre dura lo que la vida. La mujer de Simón, el padre de Juan y
de Santiago, el hermano de Tomás, habían conservado esparaveles y trasmallos, como
aparejos que pueden hacer falta, como memoria de los ausentes, como si una voz l
e estuviera diciendo a los que quedaban: Ellos también volverán. Bueno es — se decían — el
Reino; pero está por venir, y el lago es bueno hoy mismo y fructífero en peces; san
ta es la santidad, pero no sólo del espíritu se vive; y un pescado en la mesa es más g
rato al hambriento que un trono dentro de un año. Y la prudencia de los sedentario
s, aferrados a la casa nativa como el musgo a la piedra, acertó por una vez: los p
escadores volvieron. Los pescadores de hombres reaparecieron en Galilea y volvie
ron a coger las viejas redes. Habían recibido la orden del mismo que los sacó de allí
para que fuesen testigos de su ignominia y de su gloria. No le habían olvidado ni
podrían nunca olvidarlo; siempre hablaban de Él, entre ellos, y con todos aquellos
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que querían escucharlos. Pero el Resucitado les había dicho: Nos volveremos a ver en
Galilea. Y salieron de la infausta Judea, de la iracunda meretriz dominada por
sus amantes homicidas y emprendieron de nuevo el camino de la dulce aldea serena
de donde los había sacado con suave violencia el amoroso robador de almas. ¡Cuán bell
as eran las viejas casas agrietadas por la humedad, con las blancas banderas de
la ropa lavada y la hierba nueva que verdeaba al pie de los muros y las mesas lu
stradas por las manos humildes de los viejos y el horno que cada ocho días arrojab
a chispas por su boca renegrida? Y era bello el tranquilo pueblecito, casi marin
o, con sus corrillos de chicos negros y desnudos, el sol cayendo de plano sobre
la plazuela del mercado, los sacos y cestas a la sombra de los portales y aquel
hedor a pescado que, juntamente con la brisa, lo llenaba a cada aurora. Pero, so
bre todo, era bello el lago: turquesa líquida con entonaciones de berilo en las mo
ntañas perfectas; lívida llanura pizarrosa en las tardes nubladas; estanque lechoso
de ópalo, con arrugas y ondulaciones de jacintos, en los ocasos cordiales; sombra
pavorosa, listada de blanco, en las noches de estrellas; sombra plateada y amoro
sa en las noches de luna. En aquel lago, que parecía el golfo tutelar de un pueblo
feliz y olvidado, habían descubierto sus ojos por primera vez la belleza de la lu
z y del agua, más nobles que la tierra densa y fea y más fraternales que el fuego. L
a barca, con los trapecios de las velas, los bancos gastados, el timón, altivo y p
intado de rojo, era para ellos, desde sus primeros años, más querida que la otra cas
a que los esperaba, cubo blanqueado y quieto, a la orilla. Aquellas interminable
s horas de tedio y de esperanza, espiando el centellear de las ondas, las sacudi
das de la red, el ennegrecimiento del cielo, habían llenado la parte más larga de su
pobre y sencilla vida. Hasta el día en que un Patrón más pobre y poderoso los llamó con
sigo, como obreros de un sobrenatural y peligroso trabajo. Las pobres almas, tra
splantadas de su mundo ordinario, se habían esforzado en quemarse en aquella viva
llama. La nueva vida los estrujó como racimos en el lagar, como a aceituna en el m
olino, para que de sus corazones ásperos manasen lágrimas de amor y de piedad. Pero
fue necesario que se alzase sobre el
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Calvario la cruz para que llorasen con llanto verdadero; y que el Crucificado vo
lviese a comer de su pan para que de nuevo se encendiesen en esperanza. Y habían v
uelto, trayendo consigo certidumbres y esperanzas que habían de transformar al mun
do. Pero antes de partir para la obra que les estaba encomendada esperaban volve
r a ver al que amaban, en los lugares que él amó. Volvían diferentes de cuando partier
on, más intranquilos y melancólicos, casi extranjeros, como si regresaran del país de
los Lotófagos y vieran ya, con unos ojos más puros, una tierra nueva confederada con
el cielo por modo indivisible. Pero las redes estaban allí, colgadas de las pared
es, y las barcas amarradas se balanceaban al choque de la resaca. Los pescadores
de hombres comenzaron de nuevo, acaso por nostalgia, tal vez por necesidad, a s
er pescadores en el lago. Siete discípulos de Cristo estaban juntos, una noche, en
el puerto de Cafarnaum: Simón, llamado Piedra, Tomás el Gemelo, Natanael de Caná; San
tiago, Juan y otros dos. Y dice Simón — Voy a pescar. — Vamos nosotros también contigo — r
esponden los compañeros. Y saltaron a la barca y salieron; pero aquella noche no p
escaron nada. Al aclarar el día, un tanto malhumorados por la noche perdida sin fr
uto, remaron hacia la orilla. Y cuando estuvieron próximos a ella, vieron en la va
cilante luz del alba una figura de hombre junto al agua, que parecía esperarlos: "
los discípulos, sin embargo, no reconocieron que era Jesús". — Hijos, ¿no tenéis algo que
comer? — exclamó el desconocido. Y ellos respondieron:
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—No. — Echad la red a la derecha de la barca y hallaréis. Obedecieron y en poco tiempo
estuvo la red tan llena que les costaba gran trabajo sacarla. Y todos temblaban
, porque ya habían adivinado quién era el que aguardaba. — Es el Señor — dijo Juan a Símón.
dro, sin decir nada, se puso a toda prisa la túnica, porque estaba desnudo, y se a
rrojó al agua para llegar antes que los otros. La barca sólo distaba de tierra unos
doscientos codos, y en pocos instantes los siete estuvieron alrededor del Señor. Y
nadie le preguntó: ¿Quién eres? Porque le habían reconocido. En la playa había unos carbo
nes encendidos sobre los cuales unos cuantos peces estaban asándose y, al lado, un
a servilleta con pan. Y Jesús dijo: — Venid y comed. Y por última vez partió el pan, lo
distribuyó y lo mismo hizo con el pescado. Concluido que hubieron de comer, Jesús se
volvió a Simón, y bajo aquella mirada, el infeliz, que hasta entonces estaba callad
o, palideció: — Simón de Jonás, ¿me amas tú más que éstos? Ante aquella pregunta, que respi
ternura, pero para él tan atroz, Pedro se sintió transportado a otra parte, cerca de
otro fuego, donde otros le habían interrogado, y recordó la respuesta de entonces,
y la mirada del que iba a morir, y su gran llanto en la noche. Y no se atrevió a r
esponder como hubiera querido. El sí, en su boca, parecería jactancia y atrevimiento
; y el no, sería mentira y vergüenza.
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— Señor, sí, tú sabes que te quiero. No dice que "le ama”; de amor, tantas veces proclamad
o y traicionado luego, no se atreve a hablar. “Te quiero" es más templado y menos co
mprometedor. Y no es él mismo quien lo confiesa; se contenta con decir: "ya lo sab
es tú", tú que lo sabes todo y ves en los corazones más cerrados. “Te quiero", pero no t
iene el valor de añadir, ante los demás que están enterados: "más que todos". Cristo le
dice: — Apacienta mis corderos. Y por segunda vez le pregunta: — Simón de Jonás, ¿me amas
verdaderamente? Y Pedro, no sabiendo hallar en su turbación otra respuesta, repite
: — Señor, tú sabes que te quiero. ¿Por qué quieres hacerme sufrir todavía? ¿No sabes, sin
yo te lo diga, que te quiero, que te amo más que antes, como no te he amado nunca
, y que daré la vida por no renegar de tu amor? Dice entonces Jesús: — Apacienta mis c
orderos. Y por tercera vez añade: — Simón de Jonás, ¿me quieres de verdad? Ya no habla de
amor, pero quiere que las tres negaciones de Jerusalén sean borradas ante todos po
r tres nuevas afirmaciones. Mas Pedro no puede resistir el reiterado tormento.
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— Señor — exclama, casi llorando —¡tú lo sabes todo y sabes que te quiero! La tremenda prue
a ha concluido y Jesús continúa: — Apacienta mis ovejas. En verdad, en verdad te digo:
cuando eras más joven te ceñías tú mismo e ibas donde querías; pero cuando seas viejo, te
nderás las manos y otro te ceñirá y te conducirá adonde no quisieras ir. A la muerte, a
la cruz semejante a aquella en que me han clavado amé. Sabe, pues, lo que quiere d
ecir amarme. Mi amor es gemelo de la muerte. Porque os amaba me han muerto; por
vuestro amor hacia mí os matarán a vosotros. Piensa, Simón de Jonás, cuál es el pacto que
conmigo haces y la suerte que te está reservada. Ya no estaré visible cerca de ti pa
ra concederte la paz del perdón después de las caídas de la cobardía. Después de mi muerte
, las defecciones y las deserciones son mil veces más graves. Tú responderás de ti y d
e todos los corderos que dejo a tu custodia, y en premio, al cabo del trabajo, t
endrás dos maderos y cuatro clavos, como yo, y la vida eterna. Escoge: es la última
vez que puedes escoger y es una elección que haces para siempre, elección definitiva
de que te pediré cuenta como el amo al servidor que dejó en su puesto. Y ahora, que
has sabido y decidido, ven conmigo. — ¡Sígueme! Pedro obedece; pero, al volverse, ve
que se le acerca Juan y pregunta — Señor, ¿y de éste qué será? — Si quiero que se quede has
que yo vuelva, ¿qué te importa? Tú, sígueme. A Simón, el primado y el suplicio; a Juan, la
longevidad y la espera. Quien tiene el mismo nombre que el Precursor del primer
advenimiento, será el anunciador del segundo. El historiador del fin será perseguid
o y preso, vivirá solitario; pero vivirá más que todos y podrá ver con sus propios ojos
el derrumbamiento de las piedras separadas de las piedras sobre la colina
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maldita de Jerusalén. En su desierto azulado y sonoro gozará y sufrirá, en visión, en me
dio de la luz refulgente y en la inmensa noche del mar, la gesta del último adveni
miento. Pedro ha seguido a Cristo, ha sido crucificado por Cristo y ha dejado tr
as de sí una perenne dinastía de Vicarios de Cristo; pero Juan no ha podido descansa
r en la muerte. Espera con nosotros, contemporáneo de todas las generaciones, sile
ncioso como el amor, inmortal como la esperanza.
LA NUBE
Volvieron otra vez a Jerusalén, dejando, y esta vez para siempre, las redes; pereg
rinos de un viaje que será interrumpido únicamente por etapas de sangre. En el mismo
lugar por donde Jesús había descendido en la gloria de los hombres y a la sombra de
las ramas en flor, debe ascender de nuevo, después del paréntesis del deshonor y de
la resurrección, a la gloria del cielo. Durante cuarenta días desde aquel en que re
sucitó — tantos como permaneció en el Desierto, después de la figuración de la muerte en e
l agua del Jordán — quedó entre los hombres. Aunque su cuerpo se mostrase como antes,
su vida — ¡así era de oculta y sobrehumana! — era una soberana sublimación en medio de est
e mundo carnal y visible, en espera del día en que, Redentor triunfante, subiese a
la altura, de donde, poco más de treinta años antes, había descendido sobre la tierra
entenebrecida para abrir un claro de luz, a través del cual pudiese ésta contemplar
la magnificencia del cielo. No hacía, como antes, vida común con los apóstoles, porqu
e estaba apartado ya de la vida mortal de los vivos; pero más de una vez reapareció
en sus reuniones para confirmar las promesas supremas y acaso para
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transmitir a los más aptos ciertos misterios que no fueron escritos en ningún libro,
pero que se transmitieron, durante toda la edad apostólica y más adelante, bajo el
sello del secreto, y se conocieron más tarde con el nombre de Arcana Disciplina. L
a última vez que lo vieron fue en el monte de los Olivos, donde, antes de la muert
e, había anunciado la ruina del Templo y de la ciudad y las señales de su retorno, y
donde, en las tinieblas de la noche y de la angustia, Satanás, antes de huir venc
ido, le había dejado bañado de sudor y de sangre. Era una de las últimas noches de may
o y las nubes, doradas en la hora dorada, como archipiélagos celestiales en el oro
del sol poniente, parecían ascender de la cálida tierra al cielo, que parecía más próximo
como vapores de ofrendas ingentes y perfumadas. En los campos, absortos en el t
rabajo de la última granazón, los pájaros empezaban a llamar a los nidos a los polluel
os, y la brisa vespertina sacudía, con ondas ligeras, las ramas y sus colgantes de
frutos sin madurar aún. De la ciudad lejana, todavía intacta, se levantaba una humo
sa polvareda, dominada por los pináculos, los torreones y los blancos cubos del Te
mplo. Y los discípulos repiten, otra vez, la pregunta que habían dirigido a Jesús, en
el mismo lugar, la tarde de las dos profecías. Ahora que ha vuelto, como había prome
tido — decían — ¿qué más esperamos? —Señor, ¿éste es el tiempo en que piensas restablecer e
e Israel? Querían tal vez hablar del Reino de Dios, que, a su entender, era en cie
rto modo una misma cosa con el Reino de Israel, porque en la Judea había de comenz
ar la divina restauración de la tierra. — No toca a vosotros — respondió Crísto — saber los
tiempos ni los momentos que el Padre ha fijado por su propia autoridad. Pero cua
ndo el Espíritu Santo venga sobre vosotros seréis revestidos de fuerza y seréis mis te
stigos en Jerusalén y en toda la Judea y la Samaria, y hasta la extremidad del mun
do.
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Dicho esto, alzó ambas manos para bendecirlos. Según le miraban, se levantó del suelo,
y de pronto una nube resplandeciente, como en la mañana de la Transfiguración, lo e
nvolvió y lo escondió. Pero los que se quedaron no podían apartar los ojos del cielo,
fijos en lo alto, inmóviles de estupor, cuando dos hombres vestidos de blanco los
hicieron recobrarse: — Hombres galileos, ¿por qué estáis mirando al cielo? Este Jesús que,
de entre vosotros, ha sido arrebatado al cielo, volverá de allí de la misma manera
que le habéis visto ascender. Entonces, después de haber adorado en silencio, se vol
vieron a Jerusalén, radiantes de melancólica alegría, pensando en la nueva jornada; la
primera de una obra que, después de casi dos milenios, no ha terminado aún. Ya están
solos ellos también, solos frente a un enemigo innumerable, que tiene por nombre e
l Mundo. Pero el cielo no está tan separado de la tierra como antes del advenimien
to de Cristo; la mística escala de Jacob ya no es el sueño de un solitario, sino que
está asentada en tierra, en el suelo que pisan; y allí arriba hay un Intercesor que
no olvida a los efímeros destinados a la eternidad, que son sus hermanos. "He aquí
que yo estaré con vosotros todos los días hasta el fin de la edad presente", había sid
o una de sus últimas promesas. Ha subido al cielo; pero el cielo no es únicamente la
despierta convexidad donde aparecen y desaparecen, veloces y tumultuosas como l
os imperios, las nubes de los temporales, y resplandecen en silencio, como las a
lmas de los santos, las estrellas. El Hijo del Hombre, que subió a las montañas, par
a estar más próximo al cielo, que fue todo luz en la luz del cielo, que murió, levanta
do del suelo, en la suavidad de la noche, al cielo, y volverá de nuevo un día sobre
las nubes del cielo, está todavía entre nosotros, presente en el mundo que ha querid
o libertar, atento a nuestras súplicas si verdaderamente proceden de lo hondo del
alma, a nuestras lágrimas si en verdad fueron lágrimas de sangre en el corazón antes d
e ser gotas saladas en los ojos, huésped invisible y benévolo que no nos desamparará n
unca, porque la tierra, por voluntad suya, ha de ser como una
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anticipación del Reino celestial, y, en cierto sentido, forma desde hoy parte del
cielo. Esta rústica nodriza de los hombres que es la Tierra, esta esfera que es un
punto en el infinito y, con todo, contiene la esperanza del infinito, Cristo la
ha tomado para sí, como perpetua propiedad suya, y hoy está más ligado a nosotros que
cuando comía el pan de nuestros campos. Ninguna promesa divina puede ser cancelad
a; todos los átomos de la nube de mayo que lo escondió están todavía aquí abajo, y nosotro
s elevamos todos los días nuestros ojos cansados y mortales a aquel mismo cielo, d
el que volverá a descender con el fulgor terrible de su gloria.
ORACION A CRISTO
Estás aún, todos los días, entre nosotros. Y estarás con nosotros perpetuamente. Vives e
ntre nosotros, a nuestro lado, sobre la tierra que es tuya y nuestra, sobre esta
tierra que, niño, te acogió entre los niños y, acusado, te crucificó entre ladrones; vi
ves con los vivos, sobre la tierra de los vivientes, de la que te agradaste y a
la que amas; vives con vida sobrehumana en la tierra de los hombres, invisible aún
para los que te buscan, quizás debajo de las apariencias de un pobre que mendiga
su pan y a quien nadie mira. Pero ha llegado el tiempo en que es forzoso que te
muestres de nuevo a todos nosotros y des una nueva señal perentoria e irrecusable
a esta generación. Tú ves, Jesús, nuestra pobreza; tú ves cuán grande es nuestra pobreza;
no puedes dejar de reconocer cuán improrrogable es nuestra angustia, nuestra indig
encia, nuestra desesperanza; sabes cuánto necesitamos de una extraordinaria interv
ención tuya, cuán necesario nos es tu retorno. Aunque sea un retorno breve, una lleg
ada inesperada, seguida al punto de
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una desaparición súbita; una sola aparición, un llegar y un volver a partir, una palab
ra sola señal, un aviso único, un relámpago en el cielo, una luz en la noche, un abrir
se del cielo, un resplandor en la noche, una sola hora de tu eternidad, una pala
bra sola por todo tu silencio. Tenemos necesidad de ti, de ti solo y de nadie más.
Solamente, Tú, que nos amas, puede sentir hacia todos nosotros, los que padecemos
, la compasión que cada uno de nosotros siente de sí mismo. Tú solo puedes medir cuán gr
ande, inconmensurablemente grande, es la necesidad que hay de ti en este mundo,
en esta hora del mundo. Ningún otro, ninguno de tantos como viven, ninguno de los
que duermen en el fango de la gloria, puede darnos, a los necesitados, a los que
estamos sumidos en atroz penuria, en la miseria más tremenda de todas, en la del
alma, el bien que salva. Todos tienen necesidad de ti, incluso los que no lo sab
en, y los que no lo saben, harto más que aquellos que lo saben. El hambriento se i
magina que busca pan, y es que tiene hambre de ti; el sediento cree desear agua
y tiene sed de ti; el enfermo se figura ansiar la salud y su mal está en no poseer
te a ti. El que busca la belleza en el mundo, sin percatarse te busca a ti, que
eres la belleza entera y perfecta; el que persigue con el pensamiento la verdad
sin querer te desea a ti, que eres la única verdad digna de ser sabida; y quien tr
as de la paz se afana, a ti te busca, única paz en que pueden descansar los corazo
nes, aún los más inquietos. Esos te llaman sin saber que te llaman, y su grito es in
efablemente más doloroso que el nuestro. No clamamos a ti por la vanidad de podert
e ver como te vieron Galileos y Judíos, ni por el placer de contemplar una vez tus
ojos, ni por el loco orgullo de vencerte con nuestra súplica. No pedimos el gran
descenso en la gloria de los cielos, ni el fulgor de la Transfiguración, ni los cl
arines de los ángeles y toda la sublime liturgia del último advenimiento. ¡Hay tanta h
umildad, tú lo sabes, en nuestra desbordada presunción! Te queremos a ti únicamente, t
u persona, tu pobre túnica de obrero pobre; queremos ver esos ojos que pasan la pa
red del pecho y la carne del corazón, y curan cuando hieren con ira, y hacen sangr
e cuando miran con ternura. Y queremos oír tu voz, tan
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suave, que espanta a los demonios, y tan fuerte, que encanta a los niños. Tú sabes c
uán grande es, precisamente, en estos tiempos, la necesidad de tu mirada y de tu p
alabra. Tú sabes bien, que una mirada tuya puede conmover y cambiar nuestras almas
; que tu voz puede sacarnos del estiércol de nuestra infinita miseria; tú sabes mejo
r que nosotros, mucho más profundamente que nosotros, que tu presencia es urgente
e inaplazable en esta edad que no te conoce. Viniste, la primera vez, para salva
r: para salvar naciste; para salvar hablaste; para salvar quisiste ser crucifica
do: tu arte, tu obra, tu misión, tu vida es de salvación. Y nosotros tenemos hoy, en
estos días grises y calamitosos, en estos años que son una condena, un acrecimiento
insoportable de horror y de dolor; tenemos necesidad, sin tardanza, de ser salv
ados. Si tú fueses un Dios celoso y agrio, un Dios que guarda rencor, un Dios veng
ativo, un Dios tan sólo justo, entonces no darías oídos a nuestra plegaría. Porque todo
el mal que podían hacerte los hombres, aun después de tu muerte, y más después de la mue
rte que en vida, los hombres lo han hecho; todos nosotros, el mismo que está habla
ndo con los demás, lo hemos hecho. Millones de Judas te han besado después de habert
e vendido, y no por treinta dineros solamente ni una vez sola; legiones de Faris
eos, enjambres de Caifases te han sentenciado como a malhechor digno de ser clav
ado de nuevo; y millones de veces, con el pensamiento y la voluntad, te han cruc
ificado, y una eterna canalla de villanos pervertidos te ha llenado el rostro de
salivazos y bofetadas; y los palafreneros, los lacayos, los porteros, la gente
de armas de los injustos detentadores de dinero y de potestad te ha azotado las
espaldas y ensangrentado la frente, y miles de Pilatos, vestidos de negro o rojo
, recién salidos del baño, perfumados de ungüentos, bien peinados y rasurados, te han
entregado miles de veces a los verdugos después de haber reconocido tu inocencia;
e innumerables bocas flatulentas y vinosas han pedido innumerables veces la libe
rtad de los ladrones
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sediciosos, de los criminales confesos, de los asesinos reconocidos, para que tú f
ueses innumerables veces arrastrado al Calvario y clavado al árbol con clavos de h
ierro forjados por el miedo y remachado por el odio. Pero tú estás siempre dispuesto
a perdonar. Tú sabes, tú que has estado entre nosotros, cuál es el fondo de nuestra n
aturaleza desventurada. No somos sino harapos y bastardía, hojas inestables y pasa
jeras, verdugos de nosotros mismos, abortos malogrados que se revuelcan en el ma
l a guisa de infantes envueltos en sus orines, del borracho tumbado sobre su vómit
o, del acuchillado tendido sobre su sangre, del ulceroso yacente en su podredumb
re. Te hemos rechazado por demasiado puro para nosotros; te hemos condenado a mu
erte, porque eras la condenación de nuestra vida. Tú mismo lo dijiste en aquellos días
: "Estuve en el mundo y en carne me revelé a ellos; y a todos los hallé ebrios y a n
inguno en su sano juicio, y mi alma sufre por los hijos de los hombres, porque s
on ciegos en su corazón." Todas las generaciones son semejantes a la que te crucif
icó, y en cualquier forma que vengas te rechaza la mayoría. "Semejantes — dijiste — a es
os muchachos que andan por las plazas y gritan a sus compañeros: Hemos tocado la f
lauta y no habéis bailado: hemos entonado cantos fúnebres y no habéis llorado." Así hemo
s hecho nosotros durante casi sesenta generaciones. Pero ha llegado el tiempo en
que los hombres están más ebrios que entonces, y también más sedientos. En ninguna edad
como en ésta hemos sentido la sed abrasadora de una salvación sobrenatural. En ningún
tiempo de cuantos recordamos, la abyección ha sido tan abyecta ni el ardor tan ar
diente. La tierra es un infierno iluminado por la condescendencia del sol. Los h
ombres están sumergidos en una hez de estiércol disuelto 490} en llanto, de la que a
veces se levantan, frenéticos y desfigurados, para arrojarse al hervor bermejo de
la sangre, con la esperanza de lavarse. Hace poco han salido de uno de esos fer
oces baños y han vuelto, después de la espantosa diezma, al común fango excrementicio.
Las pestes han seguido a las guerras; los terremotos a las pestes; enormes rebaño
s de cadáveres
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putrefactos, bastantes antaño para llenar un reino, están extendidos bajo una leve c
apa de tierra agusanada, ocupando, si estuvieran juntos, el espacio de muchas pr
ovincias. Con todo, como si esos muertos no fueran más que el primer plazo de la u
niversal destrucción, siguen matándose y matando. Las naciones opulentas condenan al
hombre a las naciones pobres; los rebeldes asesinan a sus amos de ayer; los amo
s hacen matar a los rebeldes por sus mercenarios; nuevos tiranos, aprovechándose d
el derrumbamiento de todos los sistemas y todos los regímenes, conducen a naciones
enteras a la carestía, al estrago y a la disolución. El amor bestial de cada hombre
a sí mismo, de cada casta a sí misma, de cada pueblo a sí solo, es todavía más ciego y mo
nstruoso después de los años en que el odio llenó la tierra de fuego, de humo, de fosa
s y de osamentas. El amor de sí mismo, después de la derrota universal y común, ha cen
tuplicado el odio: odio de los pequeños contra los grandes, de los descontentos co
ntra los inquietos, de los siervos engreídos contra los amos esclavizados, de los
grupos ambiciosos contra los grupos decadentes, de las razas hegemónicas contra la
s razas avasalladas, de los pueblos subyugados contra los pueblos subyugadores.
La codicia de lo más ha engendrado la indigencia por lo necesario; el prurito de p
laceres, el roer de torturas; el frenesí de libertad, la agravación de los grilletes
. En los últimos años, el linaje humano, que ya se retorcía en el delirio de cien fieb
res, ha enloquecido. En todo el mundo retumba el estruendo de escombros que se h
unden; las columnas quedan enterradas en el barro; y las mismas montañas precipita
n desde sus cimas avalanchas de pedrisco para que toda la tierra se convierta en
desierta e igual llanura. Aun a los hombres que permanecían intactos en la paz de
sus campos los han arrancado a la fuerza de su ambiente pastoril, para lanzarlo
s a la confusión rabiosa de las ciudades a contaminarse y padecer. Por doquier, un
caos en conmoción, una confusión sin norte, ni guía, un pantano que envenena el aire
denso, una tranquilidad descontenta de todo y
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del propio descontento. Los hombres, en la borrachera siniestra de todos los ven
enos, se consumen por el afán de mortificar a sus hermanos de penas y, con tal de
saciar esta pasión sin gloria, buscan, por todos los medios, la muerte. Las drogas
adormecedoras y afrodisíacas, las voluptuosidades que destruyen y no sacian, el a
lcohol, los juegos, las armas, se llevan todos los días, de a millares, a los sobr
evivientes de las diezmas obligadas. El mundo, durante cuatro años enteros, se ha
manchado de sangre para decidir quién había de tener la finca más grande y la bolsa más
repleta. Los servidores de Mammón han arrojado a Calibán a fosos opuestos e intermin
ables para hacerse más ricos y empobrecer a los enemigos. Pero esta espantosa expe
riencia a nadie ha aprovechado. Más pobres todos que antes, más hambrientos que ante
s, todo el mundo ha vuelto a los pies de fango del ídolo del Comercio a sacrificar
la paz propia y la vida ajena. El divino Negocio y la santa Moneda ocupan, much
o más que en el pasado, a los hombres posesos. El que tiene poco quiere mucho; el
que tiene mucho, quiere más; quien ha obtenido lo más lo quiere todo. Avezados al de
spilfarro de los años devoradores, los sobrios se han hecho glotones; los resignad
os, hábiles; los honrados se han dado al latrocinio; los castos, a tratos ilícitos.
Con nombre de comercio se practican la usura y la apropiación; bajo la enseña de la
gran industria, la piratería de pocos en daño de muchos. Los pícaros y los malversador
es tienen en su custodia el dinero público y la malversación entra en el programa de
todas las oligarquías. La ostentación de los ricos ha imbuido en los cerebros la id
ea de que en la tierra, emancipada ya del cielo, sólo tiene valor el oro y lo que
con oro se puede comprar y gastar. Todas las creencias, en este infecto maremagn
um, se amortiguan. Casi una sola religión practica el mundo: la que reconoce la su
ma trinidad de Wotan, Mammón y Príapo; la Fuerza, que tiene por símbolo la Espada y po
r ejemplo el Cuartel; la Riqueza, que tiene por símbolo el Oro y por templo la Bol
sa; la Carne, cuyo símbolo es nefando, cuyo templo es el Burdel. Tal es la religión
dominante en la tierra, practicada con fervor, si no siempre con las
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palabras, por lo menos con los hechos. La antigua, familia se rompe: el adulteri
o y la bigamia corrompen el matrimonio; la descendencia les parece maldición a muc
hos y la hurtan con diversos fraudes y con abortos voluntarios; la fornicación tri
unfa de los amores legítimos; la sodomía tiene sus panegiristas y sus lupanares; las
meretrices, públicas y ocultas, reinan sobre un pueblo inmenso de enclenques y si
filíticos. Ya no hay Monarquías ni Repúblicas siquiera. El orden no es sino decoración y
simulacro. La Plutocracia y la Demagogia, hermanas en su espíritu y en sus fines,
se disputan el dominio sobre las hordas sediciosas, malamente servidas por la M
ediocridad asalariada. Entretanto, sobre una y otra de las castas en lucha, la C
oprocracia, realidad efectiva e indiscutible, ha sometido lo Alto a lo Bajo, la
Cualidad a la Cantidad, el Espíritu al Fango. Tú sabes estas cosas, Cristo Jesús, y ve
s que ha llegado otra vez la plenitud de los tiempos y que este mundo febril y b
estializado no merece sino ser castigado por un diluvio de fuego o salvado por t
u mediación. Únicamente tu Iglesia, la única que merece el nombre de Iglesia, la Igles
ia única y universal que habla desde Roma con las palabras infalibles de tu Vicari
o, todavía se alza, reforzada por los ataques, engrandecida por los cismas, rejuve
necida pon los siglos, sobre el mar furioso y enfangado del mundo. Pero tú que la
asistes con tu espíritu, sabes cuántos y cuántos, incluso de los en ella nacidos, vive
n fuera de su ley. Has dicho una vez: "Si alguien está solo, yo estoy con él. Mueve
la piedra y allí me encontrarás; hiende la madera, que allí estoy yo". Mas para descub
rirte en la piedra, en el leño, es necesaria, cuando menos, la voluntad de buscart
e. Y hoy la mayoría de los hombres no sabe, no quiere hallarte. Sí no haces sentir t
u mano sobre su cabeza y tu voz en sus corazones, seguirán buscándose tan solo en sí m
ismos, sin hallarse, porque nadie se posee sí no te posee. Nosotros te rogamos, pu
es, oh, Cristo; nosotros, los renegados, los culpables, nosotros, los que aún nos
acordamos de ti y nos esforzarnos en vivir contigo, aunque siempre demasiado lej
os de ti; nosotros, los últimos,
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los que, fatigados, rendidos, regresamos de los periplos y los precipicios, te r
ogamos que vuelvas una vez más entre los hombres que te mataron, entre los hombres
que siguen matándote, para darnos de nuevo a todos nosotros, asesinos en la oscur
idad, la luz de la verdadera vida. Más de una vez después de la resurrección te has ap
arecido a los vivos, les has mostrado tu rostro y hablado con tu voz. Los asceta
s escondidos entre los arenales, los monjes en las largas noches de los cenobios
, los santos en las montañas, te vieron y te oyeron y desde aquel día no pidieron si
no la gracia de la muerte para reunirse contigo. Tú fuiste luz y palabra en el cam
ino de Pablo, fuego y sangre en el antro de Francisco, amor ardiente y perfecto
en las celdas de Catalina y de Teresa. Sí para uno volviste, ¿por qué no vuelves, una
vez, para todos? Si ellos merecieron verte, con el derecho de su apasionada espe
ranza, nosotros podemos invocar los derechos de nuestro yermo desaliento. Aquell
as almas te evocaron con el poder de la inocencia; las nuestras te llaman desde
el fondo de la debilidad y el envilecimiento. Sí saciaste los éxtasis de los Santos,
¿por qué no has de acudir al llanto de los miserables? ¿No dijiste haber venido para
los enfermos más que para los sanos, por el que se perdió más que por los que quedaron
? Pues ya ves que todos los hombres están apestados y febriles, y que cada uno de
nosotros, buscándose a sí mismo, se ha extraviado y te ha perdido. Nunca como hoy ha
sido tan necesario tu Mensaje, y nunca fue como hoy olvidado o menospreciado. E
l reino de Satanás ha desplegado todo su poder, y la salvación que todos buscan a ti
entas no puede estar más que en tu Reino. El gran experimento se aproxima al fin.
Los hombres, alejándose del Evangelio, han encontrado la desolación y la muerte. Más d
e una promesa y de una amenaza se han cumplido. Ya no tenemos, nosotros los dese
sperados, sino la esperanza de que vuelvas. Si no vienes a despertar a los durmi
entes que yacen en la charca hedionda de nuestro infierno, es señal de que el cast
igo te parece aún harto corto y ligero para nuestra traición y no quieres derogar el
orden de tus leyes. Y hágase tu voluntad,
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ahora y siempre, en el cielo y sobre la tierra. Pero nosotros, los últimos, te esp
eraremos todos los días, a pesar de nuestra indignidad y de todo lo imposible. Y t
odo el amor que podamos obtener de nuestros corazones devastados será para ti, ¡oh,
Crucificado!, que fuiste atormentado por amor a nosotros y ahora nos atormentas
con todo el poderío de tu implacable amor.
FIN
Notas
1 )-
Salmo 22
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