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El campo: ¿Enemigo industrial?

Vía radial, la diputada K de Unidad Ciudadana Fernanda Vallejos, expresó desafortunadamente


que la Argentina tiene la “maldición” y la “desgracia” de exportar alimentos, ya que los precios
internos son “tensionados” por la dinámica internacional. Como corolario, la parlamentaria sugirió
“desacoplar” los precios internos de los internacionales, en lo que entendemos es una sutil forma
de ir incorporando en agenda la famosa y fallida Junta Nacional de Granos de antaño. Vallejos
entiende que de esa manera se potenciaría el salario real de los trabajadores.

No es nuestra intención en estas líneas refutar las afirmaciones de la susodicha, de eso se han
encargado con éxito incontables economistas en estos días. Sin embargo, a la luz de tan nefastas
declaraciones, es imperioso arrojar luz sobre un mito recurrente en la historia argentina, esto es,
la supuesta dicotomía campo-industria. Sobre esa falsa antinomia se montan personajes
dantescos como la señorita Vallejos para elucubrar teorías económicas de lo más delirantes.

Desde Rául Prebisch hasta Marcelo Diamand, un sinnúmero de economistas intervencionistas han
culpado al campo de los desastres macroeconómicos de la historia argentina moderna, a la vez
que han intentado instalar una concepción del agro como enemigo del desarrollo industrial. Desde
afirmar que los precios internacionales de los commodities agrícolas tenderían a reducirse en el
largo plazo en términos relativos respecto de los bienes industriales (cuestión que empíricamente
no se ha evidenciado), hasta directamente plantear tipos de cambio diferenciados para campo e
industria (en una clara e injusta redistribución de recursos), esta línea argumental sostiene que la
alta productividad del sector agrícola argentino sólo serviría para “generar” los dólares necesarios
para financiar un proceso de sustitución de importaciones, el cual llevaría al país al sendero del
desarrollo. En sí mismo el campo no produciría ningún beneficio a las comunidades. Quien
suscribe, en su labor profesional metalúrgica, ha tenido la oportunidad de observar en primera
persona como esa suposición se desploma por peso propio al primer minuto.

El error radica en separar conceptualmente la actividad agropecuaria de la industrial. Se las


presenta como sectores disjuntos, inconexos, como compartimientos estancos. No existe
dependencia mutua. Esta visión completamente porteño-centrista no representa en absoluto la
dinámica de la economía nacional.

Pongamos por caso la ciudad de Arroyito, Córdoba. ¿Sabrá la diputada que la multinacional Arcor
posee su planta en dicha localidad? ¿Piensa ella que la instalación fabril se mantiene en estado
operativo por la gracia divina? ¿Los insumos para elaborar sus productos alimenticios son
provistos por algún efluvio místico? Por supuesto que no. La planta se mantiene en operación
gracias a infinidad de pymes metalúrgicas y de servicios industriales de todo el país, incluyendo la
misma ciudad de Arroyito, que le dan soporte. La materia prima proviene justamente del
“enemigo”, el campo.

¿Se habrá enterado la legisladora del sinfín de ciudades y pueblos de la pampa húmeda cordobesa,
santafesina y bonaerense, que ofrecen bienes y servicios industriales al campo en sus lugares de
origen? ¿Cómo explica ella el surgimiento de ciudades pujantes como San Francisco, Firmat o
Rafaela? En ellas se produce maquinaria agrícola, con insumos y partes de producción local. El
campo, en efecto, allí es el cliente principal de la industria.
¿Cree la parlamentaria que las producciones de vid, ajo y tomates mendocinos, o las avícolas y
arroceras entrerrianas se sostienen gracias a alguna expresión de deseo? Claramente no, sino que
son las empresas industriales locales las que proveen maquinaria, equipamientos y repuestos para
asegurar dichas producciones. La diputada aparte de no comprender el funcionamiento del tejido
campo-industria, obvia el hecho que los beneficios económicos de la actividad agropecuaria
suelen ser invertidos o consumidos en los poblados más cercanos a las explotaciones agrícolas.
¿Piensa acaso Vallejos, que el tambero santafesino consume todos los días víveres en Vladivostok,
Rusia?

De lo anteriormente expuesto, se desprende como verdad de Perogrullo que atacar al agro implica
asimismo atacar la actividad industrial y por consiguiente el porvenir del interior del país. En
efecto, el campo y la industria no son enemigos sino aliados inseparables, agentes necesarios para
el progreso regional. Es importante aclarar, que el entramado industrial pyme que da soporte al
agro, se ha desarrollado mediante un orden espontáneo producto de la acción empresarial de los
locales, y no como resultado de una planificación centralizada.

Entendido el hecho que atacar la producción agrícola en definitiva redunda en una menor
actividad económica nacional, la única forma de aumentar a largo plazo los salarios reales de los
trabajadores es mediante el aumento del capital invertido por trabajador. Para lograrlo es
primordial la oferta de créditos para actividades productivas a tasas de interés reales bajas, y la
única forma de expandir la mencionada oferta en forma sana y autosustentable, es mediante un
fuerte aumento de la tasa de ahorro nacional. Acrecentar artificialmente el crédito mediante
expansión monetaria claramente sería inconducente, generando más inflación y distorsiones en la
economía. Se concluye que el aumento del ahorro nacional sólo se dará si el Estado Nacional cesa
en su intento de destruir la moneda nacional.

Sería interesante que la diputada Vallejos deje de buscar culpables externos y de generar falsas
antinomias, ya que ni el campo ni la industria son los responsables de la debacle económica del
país. No se puede decir lo mismo de la casta de la cual ella forma parte.

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