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Carlyle, Liz - El Vestido de La Novia
Carlyle, Liz - El Vestido de La Novia
EL VESTIDO
DE LA NOVIA
Titania Editores
www.titania.org
atencion@titania.org
Portada
Créditos
Prólogo
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
Epílogo
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Prólogo
Londres, 1837
«En general, el Tao del invasor es éste: cuando las tropas han
penetrado profundamente, serán unificadas.»
Aquella tarde, Anaïs cerró con llave ambas puertas del baño y se
paseó por la estancia embaldosada con cerámica de Delft, fijándose
en los indicios de ocupación masculina: el jabón de afeitar sobre la
repisa del lavabo, el cepillo de dientes con mango dorado, una navaja
de afeitar a juego sobre una estantería próxima y un pequeño maletín
de cuero sobre el armario de la ropa blanca. Estaba abierto y dejaba
ver sólo los artículos de aseo más básicos de un caballero.
Así que, después de todo, no era un pavo real engreído.
Siguiendo un impulso, sacó una botella del maletín y le quitó el
tapón. El seductor aroma familiar a especias y cítricos se propagó por
el baño. Lo cerró, lo dejó en su sitio apresuradamente y después se
lavó la cara con agua fría. No le hacía ningún bien pensar en Geoff de
esa manera. Estaba allí para llevar a cabo una importante misión. No
podía permitir que su corazón traicionero volviera a convertirse en su
peor enemigo.
Después de haber recuperado un poco el juicio con el agua
tonificante, puso las manos a ambos lados del lavabo y se miró en el
espejo. La verdad era que había tenido suerte. La cena podría haber
sido muy incómoda, pero la llegada de Petit, el lacayo, los había
salvado. En el transcurso de la comida, les había presentado el rígido
horario de los ocupantes de la casa que había al otro lado de la calle y
les había contado todo lo que la señora Janssen y él habían
descubierto de la casa.
Parecía que Lezennes pasaba la mayor parte del día en la corte
o en despachos diplomáticos de la capital. Madame Moreau se
ajustaba más a su agenda que, como Bernard había explicado,
consistía sobre todo en ir a la iglesia y a comprar. A la pequeña Giselle
apenas se le permitía salir de la casa. No parecía que la familia tuviera
amistades.
Así que al día siguiente comenzarían a hacer su trabajo.
Probablemente madame Moreau haría su visita matutina de domingo a
la iglesia para confesarse y después iría al mercado de la Grand
Place. Anaïs pensaba estar allí antes de que ella llegara.
Pero cuando comentó sus intenciones, Geoff la había mirado
con intensidad y le había dicho:
—Petit te acompañará. Quiero que tomes todas las precauciones
posibles.
Llevaba el largo cabello peinado hacia atrás y la luz de las velas
hacía que los rasgos de sus mejillas y de la dura mandíbula parecieran
todavía más severos, y daba la impresión de ser un arrogante príncipe
medieval en su trono, dando órdenes a los mortales inferiores a él.
El cabello parecía más oscuro y, la nariz, algo más aguileña de
lo normal.
Anaïs se había limitado a llevarse la copa de vino a los labios,
sin decir nada. Una orden absurda no merecía mucha consideración.
Si Geoff estaba molesto por haberla besado, tendría que calmarse él
solo. Si estaba enfadado con ella por haberlo besado… Bueno, pues
ya eran dos. Ese hombre no era más que un sinvergüenza dispuesto a
seducir a una mujer incauta. Por eso ella, al mostrarse descuidada,
había sido una estúpida.
Anaïs terminó de lavarse los dientes con demasiado ímpetu y se
preguntó, mientras le quitaba la humedad al cepillo, si no debería estar
golpeándose con él la cabeza. O con algo más grande, quizá. Le echó
una mirada al cepillo del pelo y suspiró.
Deseaba a Geoff.
No había vuelta de hoja. Lo había deseado… Bueno, no desde
que lo había conocido, tal vez, pero casi.
Cerró los ojos y volvió a apoyar las manos en la encimera del
lavabo. Casi podía sentir la presencia de Geoff en la habitación
contigua. Sabía que él estaba allí. Ella lo deseaba y él estaba
paseándose por el dormitorio como un león enjaulado, yendo de la
silla a la ventana, probablemente con una copa de brandy en la mano.
Un estremecimiento la recorrió, algo profundo y lleno de
necesidad. Por lo que parecía, cambiaba de opinión con demasiada
facilidad, porque las caricias de Geoff habían hecho que tirara la lógica
por la ventana. Pero en esa ocasión debía mantener la cabeza fría.
Esta vez tenía que esperar al hombre adecuado. No al hombre
apuesto.
Debía recordar, como era evidente que Geoff hacía, a la niña a
quien habían ido a ayudar. La pequeña Giselle lo obsesionaba de una
manera que ella no podía comprender. Era evidente por cómo se le
entrecortaba la voz cada vez que la mencionaba.
Había otra cosa que no comprendía, y era la naturaleza del don
de Geoff. Él nunca hablaba de ello, aunque Vittorio una vez había
insinuado que lord Bessett y lord Ruthveyn se encontraban entre los
videntes más poderosos de la Fraternitas. Que eran místicos. Como
los antiguos sacerdotes celtas de los que descendía la Fraternitas y
cuyas poderosas capacidades de pronosticación casi habían caído en
el olvido en favor de la historia y la leyenda.
Fuera lo que fuera, y proveyera de donde proveyera, era
evidente que Geoff no permitía que sus emociones más básicas
interfirieran con su trabajo, y por eso ella debería elogiarlo.
Suspirando, le quitó el cerrojo a las dos puertas del baño y
atravesó el vestidor para dirigirse a su dormitorio. La doncella se había
marchado, gracias a Dios, había dejado la cama abierta para que ella
se acostara y había bajado la intensidad de la lámpara de aceite hasta
conseguir una luz tenue.
Anaïs abrió su baúl de viaje y sacó la Biblia y la cajita de madera
de ébano que contenía i tarocchi; después lo dejó todo sobre la mesita
de noche. Abrió la tapa y sacó las cartas de arriba, cuyos bordes
estaban más desgastados que las que había debajo.
Echándole un último vistazo a le re di dischi, lo levantó hacia la
luz como siempre hacía, recorriendo con la mirada su atractivo rostro y
su armadura de color rojo sangre. Después, rápidamente, apagó la
luz.
Un príncipe de paz con armadura escarlata.
Pero esa noche parecía que su príncipe se había olvidado de
ella.
O que tal vez nunca la había esperado.
de Titania.
Y mucho más…