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BLOQUE I: LA NOVELA DE LA REVOLUCIÓN MEXICANA

T1. Contexto histórico de la Novela de la Revolución Mexicana

Cuando se habla de novela de la Revolución Mexicana se imponen de inmediato al lector los


nombres de Mariano Azuela, Martín Luis Guzmán y una escasa nómina de autores, recogidos por
Antonio Castro Leal en 1960. Pero cuando se intenta definir este subgénero surgen numerosas
dudas, derivadas de la ambigüedad de los términos «novela» y «revolución», encerrados en el
sintagma, y de la amplitud de los límites aplicables en su conceptualization. Además, los rasgos
comunes existentes entre los relatos del pretendido «corpus» se deben, como mucho, a una temática
recurrente y a una «común actitud crítica» de los autores respecto de la Revolución misma, como
han señalado todos los estudiosos que han analizado el fenómeno histórico. No se trata de un
movimiento ni de una escuela literarios; tampoco se corresponde con una generación de escritores,
por otra parte ya extinta. Y si su especificidad estriba en ciertos aspectos temáticos reiterados, como
quieren al parecer algunos críticos, podremos hablar de novela de la Revolución Mexicana —y
quizá fuera más adecuado decir novela mexicana de la Revolución— mientras haya novelistas que
utilicen los acontecimientos históricos que la constituyen para el desarrollo de sus narraciones
literarias, por más que sus técnicas narrativas difieran de la brevedad y el fragmentarismo o del
carácter testimonial que caracterizan a la narrativa de la Revolución durante la década de los treinta
y gran parte de la década siguiente1. Estas ambigüedades han permitido a ciertos críticos acuñar
términos como «proceso narrativo» o «corriente temática» para explicar el fenómeno como una
realidad permanente, capaz de aglutinar todas las innovaciones formales y de utilizarlas como su
cauce expresivo.
No obstante estas apreciaciones, parece existir un amplio consenso para definir la novela de la
Revolución Mexicana como «el conjunto de obras narrativas de una extensión mayor que el simple
cuento largo, inspiradas en las acciones militares y políticas, así como en los cambios políticos y
sociales que trajeron consigo los diversos movimientos (pacíficos y violentos) de la Revolución».
Definición que coincide básicamente con las ofrecidas por Max Aub, J. Rutherford (1972) y el
Diccionario de la literatura mexicana. Siglo xx, y a las que habría que añadir que fue iniciada por
Mariano Azuela. El carácter testimonial de esta novelística ha llevado al segundo a incluir dentro de
ella a autobiografías, memorias y colecciones de cuentos sobre sucesos que ocurrieron entre
noviembre de 1910 y febrero de 1917. Y aunque no se le ocultan las objeciones que se pueden
poner a su clasificación, considera que este grupo de obras constituye un «subgénero coherente»,
con diferencias «verdaderas e importantes» respecto de las restantes novelas mexicanas coetáneas.
También parece existir un gran acuerdo en que Al filo del agua (1947) clausura el ciclo. Y en verdad
desde los últimos años de la década del treinta se percibe un desplazamiento temático hacia los
efectos de la Revolución, a la par que cierto distanciamiento crítico por parte de escritores
pertenecientes a una nueva generación, como José Revueltas, Rojas González o el mismo Agustín
Yáñez, que utilizan innovaciones formales de la novela moderna e indagan en las zozobras íntimas
de los personajes de sus relatos, con el fin de plasmar la idiosincrasia del ser mexicano. Al conjunto
de novelas que constituyen este grupo se le ha denominado «Narrativa de la Posrevolución».
De cualquier forma, todas las clasificaciones (con la excepción de la de Max Aub) obvian las
circunstancias históricas que condicionaron el surgimiento de las novelas encuadradas bajo el
epígrafe «novela de la Revolución Mexicana», aunque las tengan presentes. Y nos parece esencial.
Si en cualquier movimiento o fenómeno literario es importante el contexto cultural en que nace, en
el caso que nos ocupa nos parece de especial relevancia. Porque si la Revolución fue, como tantas
veces se ha dicho, un verdadero alzamiento popular, un cataclismo que conmocionó a toda la
sociedad mexicana, los intelectuales que se vieron involucrados en ella, tanto los que participaron
activamente como los que la padecieron (o fueron simplemente espectadores), lucharon por
incorporar a México en un proceso de modernización que posibilitara una sociedad más justa, más
dinámica y más homogénea. Por recordar algunos ejemplos, sin la recuperación de los estudios
clásicos y de la tradición indo-hispana, impulsada por Vasconcelos, y sin el apoyo de su ministerio a
la pintura mural y a los distintos movimientos de vanguardia, difícilmente hubieran tenido lugar la
gran eclosión de la escuela muralista mexicana, la gran floración de revistas como La Falange,
Hélice, Horizonte, lrradiador, Ulises o Contemporáneos, que indagaron sobre la orientación que
debían tener las obras literarias como componentes básicos de un «arte revolucionario», ni las
discusiones que polarizaron la década del veinte sobre la esencia y finalidad de la obra artística y
sobre su papel socialmente activo. Entre otras, la más sonada, la polémica literaria que polarizó a
los intelectuales mexicanos entre noviembre de 1924 y febrero de 1925, acerca del
«afemmamiento» de la literatura mexicana y la necesidad de crear una literatura «viril», que
reflejara fielmente «nuestras últimas revoluciones».
Porque a principios de esta década —con la excepción de Mariano Azuela— la corriente narrativa
dominante en México era la que se ha dado en llamar colonialista, caracterizada por la recreación
artística del pasado colonial. El colonialismo supuso una nueva visión del pasado en la ficción
mexicana. Surgida entre algunos componentes del Ateneo de México, hundía sus raíces en la
literatura modernista continental y se nutría de los libros de González Obregón. Y murió víctima de
su propio preciosismo y de exagerar el arcaicismo de su estilo. Es posible que sus cultores
intentaran evadirse de la confusa realidad de su tiempo, aunque habría que preguntarse si novelas
como Movsén no podrían tener una lectura en clave para la situación política y social que estaban
viviendo. En cualquier caso, no cabe duda de que contribuyeron a la rehispanización del lenguaje y
a la recuperación de la cultura colonial en México. No por casualidad se iniciaron entonces los
estudios sobre sor Juana Inés de la Cruz, Sigüenza y Góngora y el Barroco mexicano, en estrecho
paralelismo con lo que ocurría en otros lugares del ámbito hispano y que el mismo Ateneo
contribuyó a estudiar. Obras como Arquilla de marfil (1916), de Mariano Silva, Visionario de la
Nueva España (1921), de Genaro Estrada, Doña Leonor de Cáceres y Acevedo y Cosas tenedes
(1922), de Artemio del Valle Arizpe, Moysén (1924), de Jiménez Rueda, o El corcovado (1923), de
Ermilo Abreu, jalonan la narrativa mexicana del momento. Es cierto que Pero Galin (1926), de
Genaro Estrada, parece clausurar esta tendencia — salvo en el caso de Valle Arizpe, aunque todavía
Francisco Monterde publique en 1943 El temor de Hernán Cortés y otras narraciones de la N'ue\;a
España. Como también lo es que esta novela supone, al menos hasta la boda del protagonista con
Carlota Vera, una parodia de la novela colonialista, criticada ya por el propio Genaro Estrada en el
episodio inicial, titulado sintomáticamente «Género», cuando historia su filiación literaria y satiriza
con sorna la «resurrección de una lengua que nunca ha existido», y que él denomina la fabla: La
fabla es la médula del colonialismo aplicado a las letras. La receta es fácil: se coje un asunto del
siglo xvi, del siglo xvn o del siglo xvm y se escribe en lengua vulgar. Después se le van cambiando
las frases, enrevesándolas, aplicándoles transposiciones y por último, viene la alteración de las
palabras.
Hay ciertas palabras que no suenan a colonial. Para hacerlas sonar se les sustituye con un arcaísmo,
real o inventado, y he aqui la fabla consumada.
Pero no es menos cierto que para el año 1926 la narrativa mexicana había iniciado ya un punto de
inflexión que impelía a los escritores a abandonar el pasado colonial y a fijarse en asuntos de la
actualidad y que, en este sentido, Pero Galin resulta también paradigmática, no sólo por la escasa
irrupción de la realidad histórica en su discurso narrativo (durante el viaje de novios del
protagonista y Carlota a Estados Unidos), sino porque su mensaje final ofrece una alternativa a la
situación concreta que se vivía en México. Alternativa que Galindo ve realizada en el modelo de
vida estadounidense, cuyas virtudes — «sistema, cooperación, disciplina»— incorpora sui generis a
su propia actividad de ranchero, como se encarga de subrayar el idílico escenario final: un rancho
«sencillo y laborioso», con todas las comodidades de la modernidad, en el que han desaparecido las
tensiones sociales, gracias a la labor paternalista de los patrones y al trabajo ennoblecedor de todos
sus moradores, que ofrece el espectáculo de una «tierra fecunda» y auspicia el íuturo prometedor,
sugerido en el grito del niño y en el amanecer con que concluye la novela: La tierra —recién llovida
— exhala un vaho de energía. Cantan los labradores en los surcos. Chocan los botes en el establo.
La tierra mexicana, fecunda y buena, va descubriendo su profundo paisaje. Un niño ha gritado
¡mamá! Desde la alcoba. Va saliendo el sol.
Las razones que motivaron el cambio son variadas y complejas. Aquí también, como en otros
aspectos, podríamos rastrear antecedentes en los novelistas anteriores a la novela de la Revolución
Mexicana. Las novelas de Juan A. Mateos (La majestad caída, 1911), Carlos González Peña (La
fuga de la quimera, 1919), López Portillo (Fuertes y débiles, 1919) y Heriberto Frías (¿Aguila o
sol?, 1923) reflejan con diversa intensidad el cataclismo revolucionario. Pero sus mismas
propuestas narrativas —aclaradas en el caso de González Peña en la «Advertencia» de su novela—
muestran su incapacidad para comprender la verdadera dimensión de los acontecimientos. Su tono,
por usar las palabras de Salvador Reyes, «suena a tiempos pretéritos», en el que el soporte de la
realidad apenas se distingue del material literario prestado. Nadie percibió este tragedia íntima con
más nitidez, entre este grupo de escritores, que Federico Gamboa, quien en fecha tan temprana
como 1914 afirmaba:
Hoy por hoy, la novela apenas si se permite levantar la voz. Muda y sobrecogida de espanto
contempla la tragedia nacional que hace más de tres años la devasta y aniquila (Gamboa
1914:26).

Mucha más importancia tuvo la antecitada polémica literaria de 1924-1925, que dejó traslucir tanto
discusiones sobre asuntos literarios como tensiones sociales que incidían sobre el significado mismo
de la Revolución. Su consecuencia extraprdinaria fue el «descubrimiento» de Mariano Azuela por
parte del público mexicano, con la publicación en El Universal Ilustrado de Los de abajo, seguida
de Mala yerba, El desquite y una parte de La malhora. De la noche a la mañana Los de abajo se
convirtió en el modelo de la novela de la Revolución. Los estridentistas la publicaron en Xalapa el
año 1927 y ese mismo año fue publicada dos veces en Madrid. Dos años después apareció su
edición bonaerense y fue traducida al inglés (Nueva York, 1929), y al francés (París, 1929), para
volver a ser editada en Madrid al año siguiente (en el periódico El Sol) y traducida al inglés
(Londres) y al alemán. El impacto que causó entre los jóvenes intelectuales que buscaban una
«nueva» literatura mexicana fue considerable. Partidarios de la creación de una literatura nacional y
partidarios de una literatura universal por individualista, la alabaron por igual, aunque por distintas
razones. Escritores como José Rubén Romero, José Mancisidor o Jorge Ferretis declararon
abiertamente su deuda con Mariano Azuela. Como muestra de lo anterior, valgan estos dos
ejemplos: la historia que cuenta Abundio al cojo Timoteo, y la organización de la partida de
Timoteo y su ascenso tras el triunfo de la Revolución en La revancha (1930) guardan paralelismos
evidentes con el ascenso de Demetrio y su partida en Los de abajo. Y el primer episodio de La
asonada (1931) es un claro homenaje al episodio con que se inicia la novela de Azuela.
Pero tanta importancia como el «descubrimiento» de Azuela tuvo en el desarrollo de la novela de la
Revolución Mexicana la aparición de obras cortas, de contenido revolucionario, en la prensa
mexicana, desde comienzos de los veinte. En este sentido, conviene destacar el papel considerable
que jugó la prensa de la ciudad de México en el desarrollo de la novela corta. El rápido crecimiento
que la capital del estado experimentó —sobre todo durante el régimen de Calles— como
consecuencia de la gran emigración procedente de las provincias y la sucesiva proletarización de las
masas, influyó decisivamente en el desenvolvimiento de la novela corta. Las campañas que
realizaron El Universal Ilustrado y El Nacional fomentaron la publicación de relatos sobre la lucha
armada y exhortaron a que se escribiera sobre el tema. Acontecimientos como el asesinato de
Pancho Villa y las ejecuciones sumarias de los generales Serrano y Gómez impulsaron el género de
memorias y autobiografías, tan abundante en la literatura revolucionaria, con la aparición de las
Memorias de Pancho Villa (1923), de Rafael F. Muñoz, Pancho Villa, una vida de romance y de
tragedia (1924), de Teodoro Torres, o la publicación por Martín Luis Guzmán de El águila y la
serpiente y La sombra del caudillo en folletines de El Universal Ilustrado (entre 1926 y 1929). En
este contexto, con la crisis económica mundial de 1929 y, en el caso de México, la guerra cristera, la
toma de posición de los escritores mexicanos a favor de los problemas sociales que acuciaban a su
país fue mayoritaria y allanó definitivamente el camino para la aparición de la novela de la
Revolución Mexicana.
Es verdad que el grupo de escritores constelado en tomo a Contemporáneos pretendió renovar la
novela mexicana en esta década, como hizo con la poesía, en títulos como La llama fría (1925),
Margarita de niebla (1927), Novela como nube (1928) o El joven (1928), cuyos textos participan
del lirismo, la indagación psicológica y la crítica del abigarrado mundo capitalino, con estructuras
narrativas impregnadas de la recreación de mitos clásicos. Y que siguió publicando en la década
siguiente novelas tan interesantes como Proserpina rescatada (1931), Primero de enero (1934) y
Sombras (1937).
De igual modo, los estridentistas intentaron aunar las inquietudes estéticas de vanguardia con las
sociales en sus propuestas literarias, pero ni unos ni otros consiguieron realizar la novela
«revolucionaria» de la Revolución por la que clamaba Xavier Icaza en 1934. Se cita siempre La
señorita Etcétera, Un crimen pasional (1922) y, sobre todo, El café de nadie (1925), de Arqueles
Vela, como las muestras más acabadas del afán por comprender la realidad desde la óptica de la
realidad capitalina.
O Panchito Chapopote (1928), de Xavier Icaza, que Brushwood define como «un auténtico cuadro
surrealista del imperialismo económico practicado por los Estados Unidos en México».
Pero la realidad, como siempre, se resiste a las simplificaciones, como nos enseña la obra de Xavier
Icaza, cuya evolución pergeñara Dessau en 1972. Porque la dificultad de interpretar Panchito
Chapopote no se desprende de su contenido, sino de la forma literaria que Icaza le impone, que no
es otra que «formas teatrales con técnica de farsa»; técnica que tan bien se prestaba para «expresar
el devenir contemporáneo», como ya dijera en Magnavoz. Discurso Mexicano y repitiera en su
opúsculo de 1934, cuando habló de la preocupación de hombres de letras y artistas avanzados por
crear una «novela acortada sin piedad y sin miedo, con técnicas de farsa o de poema, vuelta hacia el
esperpento, a la mojiganga, al romance, a la loa».
Así se llena de sentido el subtítulo de la novela: Retablo tropical o relación de un extraordinario
sucedido de la heroica Veracruz. Y, como tal, adquiere la estructura de una farsa narrativa, con la
incorporación del léxico popular de la Huaxteca, pleno de deformaciones fonéticas y de
musicalidad, para presentarnos un cuadro expresionista de la explotación petrolífera de México,
circunscrito al pueblo de Tepetate. Sus páginas registran también la sustitución del imperialismo
colonial inglés por el orden neocolonial estadounidense, en un tiempo histórico que abarca desde la
antesala de la revolución hasta la consagración del gobierno de Carranza por la todopoderosa figura
de Obregón, mientras el pueblo mexicano asiste como «coro griego» al enriquecimiento y muerte
del protagonista, exigida por el propio autor, que interviene en el desarrollo del texto narrativo, en
estrecho paralelismo con la novela cubista Débora (1927), del ecuatoriano Pablo Palacio, o con
Nibola, de Miguel de Unamuno: «Muérete ya, Panchito. Ya no te necesito. Con tu boda y tu plagio,
tu razón de ser ha terminado. Tu existencia no tiene justificación».
En cualquier caso, resulta evidente que para 1930 la hora demandaba la toma de conciencia, aun de
forma confusa, del hecho de la Revolución y de sus consecuencias. Y que esta toma de conciencia
comenzó a manifestarse en las novelas que podemos denominar novela de la Revolución Mexicana.

T2. Bases ideológicas de la Novela de la Revolución Mexicana

Los rasgos que la caracterizan son:


1. Su carácter testimonial.
Todos los autores relevantes de este ciclo narrativo han sufrido el choque de la realidad de los
hechos relatados, idealizados, ampliados o deturpados por su sensible retina: lo visto, lo sentido, lo
recordado, conforma la esencia de estas narraciones. Por eso estos relatos están tan estrechamente
vinculados a la historia, y técnicamente discurren por los cauces del realismo tradicional. La poesía
que podemos encontrar en ellos no surge de su calidad artística, indudable en algunos casos, sino de
la realidad de lo tratado, que se impone con fuerza avasalladora al lector.
2. El autobiografismo.
El marcado sesgo autobiográfico de muchos de estos relatos los emparenta con otros géneros afines
a la novela, como la autobiografía o las memorias, tan abundantes, de numerosos personajes
históricos que intervinieron en la Revolución y se sintieron obligados a justificar sus actuaciones.
No es de extrañar, pues, que El águila y la serpiente, de Martín Luis Guzmán, y Ulises criollo, de
Vasconcelos, sin ser auténticamente novelas, sean valorados por muchos críticos como los relatos
más vividos de la novela de la Revolución. La autobiografía, real o ficticia, se erige en
estructuradora de gran número de novelas del ciclo de la Revolución. El «pacto autobiográfico»
vertebra los relatos de Apuntes de un lugareño y Desbandada (1932), de José Rubén Romero, hasta
el extremo de acabar confeccionando la extraordinaria vida de Pito Pérez, en La vida inútil de Pito
Pérez (1938). De igual modo, conforma las actuaciones de Alvaro Abasolo, el adolescente
protagonista de Se llevaron el cañón para Bachimba (1941), de Rafael E Muñoz, o las del joven
soldado Espiridión Sifuentes, reclutado a la fuerza por el patrón y a la postre defensor del orden
consconstitucional, en Tropa vieja, de Francisco L. Urquizo.
O nos sorprende en el párrafo final de Vámonos con Pancho Villa (1931). de Rafael F. Muñoz, y Mi
general (1934), de Gregorio López y Fuentes.
Posiblemente la saga narrativa integrada bajo el título de Memorias de Pancho Villa (1936-1964),
escritas en pretendida forma autobiográfica por Martín Luis Guzmán, con documentos dictados al
parecer por el propio Villa, suponga la culminación literaria de esta técnica.

3. La brevedad narrativa y el fragmentarismo son recursos fundamentales en estas novelas.


La presentación externa que ofrece al lector consiste en la yuxtaposición de episodios narrativos,
generalmente de carácter lineal, unidos por lo común por una tenue línea argumental. El origen,
quizá, haya que buscarlo en las grandes novelas de Azuela, en especial Los de abajo, que tanto
influyó en el desarrollo del ciclo y cuyo título refleja ya la importancia que se le concede a este
recurso: Cuadros y escenas de la Revolución, como ocurrirá después con la obra de José Rubén
Romero Apuntes de un lugareño (1932). Y llegará a su apogeo con Campamento (1931), de
Gregorio López y Fuentes, verdadero reportaje cinematográfico sobre el abigarrado grupo humano
que compone una columna revolucionaria durante su descanso nocturno en una hacienda.

4. Un español renovado.
Anejo al recurso anterior, está el mayor logro de la novela de la Revolución: la aportación de esta
narrativa al enriquecimiento del español; enriquecimiento que tuvo lugar como consecuencia de la
paradójica españolización que produjo la Revolución, al poner en contacto a gentes y escenarios de
todo el país (los protagonistas de Juan Pérez Jolote y de Pedro Martínez son claros exponentes de
este hecho) y al incorporar voces preteridas por el buen gusto, procedentes de los estratos rurales,
pueblerinos o aborígenes, que son los que hicieron mayoritariamente la Revolución. De ahí el estilo
conciso, escueto y numerosas veces el tono «impertérrito» de estos relatos, que en ocasiones derivó
hacia un desinterés por las formas estilísticas acuñadas. Es posible que el idioma perdiera en
compostura, pero ganó sin duda en autenticidad popular. Los mismos asuntos utilizados obligaron a
la renovación lingüística con fórmulas propias del lenguaje oral, como muy bien señalara Max Aub.
Los narradores no trataron ya, como en la época porfirista, de inventar una trama aprovechando
unos hechos reales o imaginarios, sino que se amoldaron a estos mismos hechos. No es de extrañar,
por eso, la viveza de los diálogos, o la inserción de corridos y de canciones populares alusivos a la
historia narrada.

5. Es de esencia épica y afirmación nacionalista.


Este aspecto ha sido subrayado unánimemente por la crítica desde 1936. La novela de la Revolución
Mexicana muestra en toda su extensión el conflicto armado que vivió todo un pueblo, con sus
escenas de arrojo, valor y miedo, violencia y guerra, traición, fusilamientos, o conjuras, y le
confieren una grandeza épica difícil de igualar. Es verdad que sus protagonistas no son héroes a la
antigua usanza, que marchan voluntariamente a inmolarse, sino que participan de la ambigüedad
que caracteriza al héroe moderno, como ya subrayara Carlos Fuentes en 1969. Aguantan
penalidades sin cuento —heridas mortales, amputaciones traumáticas,hambre, frío y sed— porque
están acostumbrados a sufrirlas; pero no lo hacen por sus ideas, si exceptuamos las religiosas, ni por
su familia, a la que no le importa abandonar. Sí lo hacen por una suerte de estoico fatalismo ante la
muerte que guía sus pasos, con desprecio de la vida. O por un ímpetu viril que les lleva a una
sobrevaloración de la amistad o a la fidelidad ciega a los jefes, hasta extremos de heroicidad y
sacrificio, o a la floración de los instintos más primarios y salvajes. Los encontramos en el propio
Villa, en Tiburcio Maya y los leones de San Pablo, en Demetrio Macías, Marcos Ruiz, Felipe
Rojano, el Güero Margarito, La Pintada, Ignacio Aguirre, Rodolfo Fierro, y en tantos otros
personajes que circulan por sus relatos. Y frente a esto, la traición permanente, en forma de
deserción, asesinatos, conspiraciones, delitos, emboscadas, o mentiras organizadas. El traidor por
antonomasia es Victoriano Huerta, pero también los militares que participaron en el pacto de
Ciudadela, o el coronel Guajardo que fraguó la emboscada fatal a Zapata. Y, en mayor o menor
medida, todos los personajes que abandonan la Revolución, tras lograr beneficios personales, o se
aprovechan de ella para ascender socialmente y mantener situaciones de miseria e injusticia.
Junto a la esencia épica, subyace en esta novelística un sentimiento nacionalista, que responde en el
fondo a un movimiento de defensa y afirmación en un momento en que México sufre una fuerte
implantación de la industria estadounidense y la llegada masiva de intelectuales españoles exiliados.
El pueblo mexicano —y con él sus escritores-- pudo apreciar mejor sus propias expresiones
vernáculas. Las consecuencias, sin duda, que se derivaron de ello fueron el desplazamiento de la
novela hacia la temática indigenista, íntimamente imbricada con el problema agrario, en la
segunda mitad de los treinta y el súbito interés por las culturas aborígenes, concretado en los
espléndidos trabajos que durante más de dos décadas llevó a cabo el padre Garibay.
El sentimiento nacionalista está presente en todos los grandes jefes de la Revolución, aflora con
nitidez en novelas como Frontera junto al mar (1953) o Vámonos con Pancho Villa, y forma parte
de la idiosincrasia de diversos personajes. Así ocurre con Marcos Ruiz, cuando ordena al
protagonista fusilar al gringo de la ametralladora por «extranjero» y «mercenario»; o con el villista
de Cartucho, condenado a fusilamiento por su participación en el asalto a la ciudad de Columbus,
que ruega no ser ejecutado en presencia de un gringo que hay entre la multitud. Aparece incluso en
el sentimiento del autor-protagonista de El águila y la serpiente cuando percibe la oposición
violenta entre la triste y oscura ciudad de Ciudad Juárez y «el aliño luminoso» de la otra orilla del
río.
Como hemos podido ver, su originalidad temática no se desprende de ninguna novedad ideológica,
sino de la plasmación de la violencia, de la extensión geográfica e histórica de los hechos narrados.
En ese sentido, resulta curioso comprobar que la Revolución casi no produjo novelas de protesta
social, con la excepción de La ciudad roja (1932), de José Mancisidor; Mezclilla (sin fecha, pero
según Moore, de 1933), de Francisco Sarquís; y Chimeneas (1937), de Ortiz Hernán. Porque la
Revolución tuvo «alma campesina», y el nombre popular con que se la conoce —la bola— lo
refleja con claridad. Pero no fue encauzada por los campesinos, sino por jueces y abogados,
militares y dirigentes obreros, que fundieron en una nebulosa imprecisa aspiraciones milenarias,
ideales democráticos liberales ν aspiraciones socialistas, durante la redacción de la Constitución de
1917. De ahí que sus principios fueran aceptados por las diversas facciones revolucionarias y que la
actitud de los novelistas de la Revolución fuese respetuosa con sus propuestas, a la vez que crítica
con sus realizaciones prácticas o con los líderes que las llevaron a cabo. Por eso es frecuente en
ellos el descreimiento de los logros revolucionarios, desde su iniciador, Mariano Azuela. Pero ello
no se debe, como pudiera creerse en principio, a un sentimiento antirrevolucionario, sino al deseo
de que no fueran adulterados los principios en cuyo nombre se inició la Revolución.
T3. La Novela de la Revolución Mexicana en la Novela mexicana de su tiempo

T4. Mariano Azuela

Es el iniciador, el máximo representante de la novela de la Revolución Mexicana y el primer


responsable de su extraordinaria difusión. Su amplia obra narrativa se completa con una obra
dramática circunstancial y una labor ensayística, de la que destacan sus Cien años de novela
mexicana y sus confesiones literarias, conocidas con el título de El novelista y su ambiente. La
crítica ha subrayado su formación liberal, transmitida por su padre, un pequeño comerciante
adversario de la oligarquía local, y su vocación literaria, nacida en su etapa de estudiante de
Medicina en Guadalajara y desarrollada a su regreso a su Lagos natal (1899), ya como médico de un
dispensario. El propio Azuela ha subrayado sus deudas con Zola, de quien le atraían sus teorías
pseudocientíficas y su combativa integridad, o sus lecturas de Daudet, Goncourt y Galdós, y sus
conversaciones con escritores naturalistas (López Portillo) como para que le dediquemos más
tiempo. Sí interesa recordar que sus Impresiones de un estudiante (1896) lo componen siete bocetos
con asuntos de la vida diaria, que muestran al agudo observador de la realidad al objetivo cronista,
más próximo al costumbrismo que al novelista futuro, pero contienen en agraz muchos de los temas
de sus futuras novelas: la seducción de la novia de un campesino por un hacendado; la pérdida de la
integridad por el afán de ascender socialmente; la enfermedad y muerte de una heroína, como
desenlace a una vida disipada; o la introducción de personajes «positivos», que el autor utiliza para
representar el fracaso de los ideales en un mundo de barbarie.
Cuatro novelas conforman su aportación a la literatura mexicana anterior a la Revolución:
María Luisa (1907), Los fracasados (1908), Mala yerba (1909) y Sin amor (1912). Basadas en
hechos reales, con la excepción de la última, nos permiten percibir los avances de su técnica
narrativa y sus resabios románticos y naturalistas, tan en boga en aquel momento. En María Luisa
amplía el último boceto de Impresiones de un estudiante («La enferma levantó») para relatarnos el
proceso de enfermedad y muerte de la protagonista, como consecuencia de un amor adúltero y de su
vida disipada. Su origen espurio, sus taras hereditarias y su ardiente sexualidad son los rieles
naturalistas por los que circula la narración y la critica social que se desprende, basada en tres
pilares determinantes: el hogar, la pureza y el matrimonio. Frente a ella y como complemento, Sin
amor relata la renuncia a la felicidad de Ana María por un matrimonio de conveniencia, que le
permite ascender socialmente.
Azuela describe con acierto la alienación de Ana Maria y las características de una educación
jerárquica —«oligarquía»/»pelusa»— que separaba a los mexicanos desde su infancia y que aún
subsiste de algún modo en México. Los fracasados, en cambio, nace del contraste entre los
recuerdos de su infancia y la realidad que percibe, a su regreso a Lagos de Moreno. El relato
entreteje hábilmente las historias de Reséndez, un joven licenciado liberal, y Cabezudo, un joven
sacerdote fanático pero bien intencionado, que desde posiciones antagónicas perciben la miseria
moral que envuelve las actuaciones del pueblo, enmascaradas bajo los lemas de justicia o de fe
religiosa. Acierta Azuela al mostrar la realidad escindida que existía en México a principios del
siglo XX y al enfrentar estas dos actitudes, desvirtuando sus opiniones con ironía y mordacidad. Su
novela más importante en este periodo es Mala yerba. Azuela descubre en ella el espacio rural para
contarnos una novela del latifundio que, si fallida por su ambientación, sus rémoras naturalistas y su
actitud ideológica, permite entrever el universo de una hacienda mexicana en vísperas del
levantamiento revolucionario. La elaboración del triángulo amoroso (Gertrudis, Marcela y Julián
Andrade), la exaltación de la sexualidad hasta extremos de primitivez y brutalidad, y los
desplazamientos significativos de la realidad narrada hacia un nivel simbólico (recordemos el
paralelismo entre la carrera de caballos —triunfo del movimiento— y la reata del toro —detención
— y su correlato con la muerte de Gertrudis y lo que supone de brusca detención en el logro del
triunfo hacia la mujer deseada) le confieren unas cualidades estéticas inexistentes en sus novelas
anteriores.
La Revolución supone el punto culminante en su vida y en su quehacer literario. Partidario de
Madero desde 1908 y propagandista activo durante su campaña presidencial, se convierte tras el
triunfo de 1911 en jefe político del Cantón de Lagos, aunque poco después renuncia por la política
reaccionaria del gobernador de Jalisco, e inicia su pesimismo sobre los derroteros de la Revolución,
que se acrecienta con el asesinato de Madero.
Con todo, participa activamente como médico militar en el bando villista hasta su derrota y madura
su toma de conciencia, intuida tan sólo en sus novelas anteriores, como nos aclara él mismo en El
novelista y su ambiente:
Desde entonces dejé de ser —con plena conciencia
de lo que hacía o sin ella— el observador sereno e
imparcial que me había propuesto en mis cuatro
primeras novelas. Ora como testigo, ora como actor
en los sucesos que sucesivamente me servirían de
base para mis escritos, tuve que ser y lo fui de hecho,
un narrador parcial y apasionado.

Andrés Pérez maderista (1911) y Los caciques (1914) escenifican su frustración política, cuando
comprueba que las viejas estructuras permanecen y obstaculizan, o impiden, el cambio. Se sacude el
Naturalismo en su vertiente costumbrista y escribe estas obras en un estilo directo y comprometido,
en consonancia con la hora en que vive México. Ya en Andrés Pérez maderista su ritmo narrativo es
muy superior a lo anterior. Con una estructura próxima a la comedia de enredos, nos presenta
sucesivas situaciones equívocas, no exentas de ironía, de las que se desprende un fuerte ataque a la
falsa ética periodística y un primer sentimiento de repulsión hacia los intelectuales, representados en
la novela por Andrés y su entorno profesional. El lector asiste al cambio de chaqueta de los
porfiristas, devenidos maderistas, que se apropian de la Revolución por encima de la sangre
derramada y de los ideales comprometidos, mientras el pueblo asiste impasible ante estos hechos. El
mensaje final es de desencanto y produce una suerte de fatalismo — el diálogo entre Andrés y D.
Octavio es ilustrativo al respecto— que diseña una ideología del «instinto nacional», que se
concretará en Los de abajo, cuando Azuela defina a los revolucionarios como un fuerza sin
conciencia de sí, con las felices imágenes de la piedra que cae al abismo y la hoja suelta en el
vendaval. En Los caciques Azuela afina su análisis sociopolítico para narramos las dificultades de
un pueblo, durante el periodo 1910-1914, ante las maquinaciones de los caciques acaparadores. La
llegada de Madero supone en la novela la asunción transitoria del poder político de sus gentes y la
constatación de su inutilidad, ante lo inalterable del poder económico de la familia Del Llano. Un
personaje singular, Rodríguez, portavoz del pensamiento de Azuela, desenmascara las maniobras de
los caciques encaminadas a arruinar la incipiente actividad empresarial de Juan Viñas, un pequeño
comerciante, y el oportunismo del candidato político, pero nadie se atreve a secundarlo. El asesinato
de Rodríguez y la ruina de Juan Viñas escenifican la frustración de los compueblerinos ante el
triunfo momentáneo de la reacción huertista. La quema de la casa de los hermanos del Llano por el
hijo del comerciante arruinado, al final de la novela, aprovechando el saqueo de la tienda «La
Carolina» tras la entrada triunfal del ejército norteño, se corresponde metonímicamente con el
momento que vivía México en esas fechas y con la esperanza renovada de Azuela tras la toma
de Zacatecas.
En 1915 aparece Los de abajo, la novela destinada a colocar a Azuela en el sitial de los clásicos
hispanoamericanos. Su gestación se inició en Irapuato (octubre de 1914), como aclara el propio
Azuela y pormenoriza Robe, y responde al deseo íntimo que tenía de escribir sobre auténticos
revolucionarios. Su actividad como médico militar de la División del Norte determinó que su
redacción se hiciera a saltos, con retazos de observaciones de diversos personajes y al compás de
los acontecimientos, hasta su marcha a El Paso en octubre de 1915. En el periódico de esta ciudad
El Paso del Norte publicaría Los de abajo por entregas sucesivas hasta diciembre de 1915. Todavía
se perciben en ella ecos del Naturalismo, pero lo que se destaca de su lectura es un estilo escueto,
rápido y vivaz, despojado de formas literarias procedentes de sus lecturas; y una sequedad en su
expresión, exigida por la naturaleza de los hechos que narra. Su estructura externa tripartita (21,14 y
7 capítulos), se corresponde con tres momentos decisivos de la Revolución: la toma de Zacatecas; la
Convención de Aguas Calientes; y la lucha entre facciones hasta las derrotas de Villa en Celaya. Y
recrean la construcción y el entusiasmo de la lucha revolucionaria, la decadencia y degeneración
provocadas por la ambición tras el triunfo; y el desenlace fatal de Demetrio Ramos y sus hombres.
Sobre esta estructura externa incide una estructura circular, que lleva a Demetrio y los suyos a
convertirse de cazadores (Π1, 1 .a) en cazados (Vil, 3.a); de fugitivos del cacique, D. Mónico, a
dueños de su vida (V, 2.a), de calurosamente acogidos en los lugares por donde pasan (IV, 1 .“) a
temidos o recibidos con desgana (I y V, 3.a). Escenas todas que subrayan el sinsentido de la lucha
armada continuada y preparan la respuesta final de Demetrio a su esposa:
¿Por qué pelean ya, Demetrio?
Demetrio, las cejas muy juntas, toma distraído una
piedrecita y la arroja al fondo del cañón. Se mantiene
pensativo viendo el desfiladero y dice:
— Mira esa piedra cómo ya no se para.

La crítica ha subrayado el carácter heroico, a la par que las debilidades de Demetrio Macías y de los
hombres que le acompañan, y los rasgos animalizadores que muchas veces los caracterizan y
degradan. Y frente a ellos las figuras de Luís Cervantes, Solis y el loco Valderrama, como
representantes de la irrupción del intelectual en los ambientes populares de la Revolución. De los
tres la figura más completa es la del primero, estudiante de Medicina y periodista. Luis Cervantes se
nos aparece desde el comienzo como un oportunista, cobarde y falso, pero nimbado del prestigio de
la letra escrita, es decir, de la alia cultura, ante los ojos de la partida de Demetrio. Su ascendencia
sobre Demetrio lo convierte en un personaje clave en el desarrollo de la trama novelística. Por el
contrario, la presencia de Solis o de Valderrama es fugaz, Solis es un personaje bisagra, aunque
básico en la orientación de la novela. Verdadero alterego de Azuela, actualiza la requisitoria de D.
Octavio a Andrés Pérez sobre «el instinto nacional» mexicano y convierte —con sus palabras y su
muerte— a la segunda y tercera partes de Los de abajo en un espejo invertido de la primera. Su
mensaje, resumido en las palabras «robar, matar» condensa la psicología de «un pueblo sin ideales»,
como se ve en las escenas de robo, violencia, sexo y degeneración de la segunda parte del texto y en
la desorientación final de los personajes, tras la noticia de la derrota de Villa en su tercera parte. La
figura de Valderrama en esencia es un homenaje al poeta laguense Eduardo Becerra.
Como él es un romántico apasionado de la Revolución, a la que identifica con un volcán
impredecible. Fruto él mismo de ella, aparece y desaparece de la misma forma que el volcán que le
sirve de imagen, sin importarle «las piedras que quedan arriba o abajo, después del cataclismo». El
lenguaje utilizado por Azuela se corresponde perfectamente con la caracterización de los
personajes, con verdaderas muestras de oralidad, subrayadas en forma unánime por la crítica. La
utilización de los elementos del paisaje, hábilmente entretejidos con las acciones humanas, confiere
a Los de abajo un equilibrio ejemplar, favorecen el presagio de hechos venideros, o los suavizan
con su descripción. Todos estos recursos —y muchos más que no especificamos— elevan la novela
a la categoría de obra maestra del realismo americano.
Con la victoria de Carranza, la Revolución termina para Mariano Azuela, pero no la emisión de sus
opiniones sobre ella y sobre sus resultados. Los acontecimientos históricos vividos enriquecen su
perspectiva social, aunque mantienen intactos sus valores ideológicos. Por eso sus personajes, sin
perder individualidad adquieren una dimensión político-social representativa, y las imágenes que
nos ofrece de la Revolución pretenden definirla y caracterizarla en su conjunto.
En este sentido, Las moscas (1916) y Las tribulaciones de una familia decente (1918) forman una
auténtica trilogía con Los de abajo, donde se describe la disgregación del ejército vencido, la
inquietud de los villistas leales ante los acontecimientos v el oportunismo de los arribistas.
Las moscas muestra, en vivida narración, la huida de los sostenedores del gobierno villista tras las
batallas de Celaya y el avance de las tropas de Obregón: burócratas, terratenientes y pequeños
funcionarios, dispuestos a cambiar de panal, como las moscas, con la misma facilidad que lo
hicieron en anteriores ocasiones. La estación de Irapuato se convierte en el espacio simbólico
utilizado por Azuela para describir el sentimiento de los revolucionarios respecto de los servidores
serviles de la maquinaria estatal ante la llegada de los nuevos «señores». El contraste nostálgico lo
ofrece la figura de Villa arremangada, en la plataforma del vagón que se aleja hacia el norte. Las
tribulaciones de una familia decente es un fiero ataque contra el carrancismo triunfante. Azuela se
sirve de la historia de una familia perteneciente a la antigua oligarquía rural, que se escinde tras la
derrota de Zacatecas, y se recompone en una de sus partes, gracias al trabajo ennoblecedor de uno
de sus componentes («El triunfo de Procopio») para retratar la nueva clase ascendente. La solución
final ofrecida por Azuela —la redención personal, en detrimento de una interpretación global de lo
que estaba sucediendo— ensayada ya en Los fracasados, reduce sus posibilidades estéticas.
Tras su traslado definitivo a la ciudad de México, Azuela, decepcionado por la escasa acogida de
sus novelas, decide incorporar las innovaciones formales de la prosa vanguardista a sus relatos, en
consonancia con la corriente central de la literatura occidental, que lo convierten en precursor de la
novela mexicana contemporánea. Surge, así, lo que Monterde denominó «periodo hermético» de la
narrativa azueliana. Pero un análisis detenido de estas novelas muestra que Azuela adaptó las
formas literarias que más se avenían a su estilo literario —monólogo interior, estilo indirecto, flash-
back, multiperspectivismo— pero no los temas o el lenguaje de las nuevas corrientes literarias
surgidas en Europa Occidental. Con ellas representó el nuevo ambiente capitalino y reaprovechó
elementos que sin duda obtuvo de la realidad clínica de los personajes que circulaban por su
consultorio. Lo podemos ver en La malhora (1923), el relato de una prostituta adolescente,
Altagracia, alucinada por el alcohol y por la obsesión de vengarse de su corruptor; en El desquite
(1925), donde el narrador, un médico, indaga el asesinato de Blas mediante la entrevista que realiza
a diversos personajes, hasta descubrir que la autora del crimen ha sido su propia esposa, una mujer
enajenada por el remordimiento y el alcohol, que declara su crimen para liberarse de la imagen
acusadora de los ojos de su difunto marido. Y alcanza su culminación en La luciérnaga (1932), su
mejor novela después de Los de abajo, que relata de forma indirecta también la ruina de Dionisio,
un pueblerino fascinado por el torbellino capitalista que arrasa a la capital, y la disolución de su
familia. Y en abierto contraste, el enriquecimiento del avaro de su hermano, que se quedó en
Cieneguilla. El ataque al gobierno de Calles, explícito en la tercera parte de la novela, concluye con
la huida al pueblo de Conchita, su mujer, y la miseria y la soledad absoluta del protagonista. En
Cieneguilla transcurre casi toda la cuarta parte de la novela, donde Conchita rehace su vida y educa
a sus hijos, aunque ya no puede soportar el ambiente provinciano e intolerante que la rodea,
exasperado por la guerra cristera, hasta el momento en que regresa a México con su marido porque
lee en el periódico la noticia de que éste ha sido herido.
El éxito de Los de abajo, tras su publicación en El Universal (1925), lleva a Azuela a abandonar su
periodo hermético y a volver al realismo crítico de sus etapas anteriores. Por otra parte, la
radicalización retórica del gobierno de Calles y el deslizamiento de México hacia un estado
«nacional-socialista», con concomitancias con lo que ocurre en Europa, lo coloca de nuevo ante una
situación beligerante, con una clara toma de posición. Escribe El camarada Pantoja y San Gabriel de
Valdivias, que no publica por motivos políticos hasta la época de Cárdenas. Si en el primer caso se
narran las bajezas y maquinaciones del «camarada» Pantoja en sus afanes por ascender dentro de la
maquinaria de corrupción gubernamental, en el segundo, la política agraria de Calles y la figura del
líder agrarista, Saturnino Quintana, son el blanco de sus críticas. San Gabriel de Valdivias es una
novela aceptable y compleja, que muestra el esfuerzo de Azuela por captar la problemática de la
vida en el campo después de la Revolución y sus limitaciones para interpretar una realidad social
diversificada, muy diferente a la reflejada en Mala yerba. Y ello se evidencia en el considerable
número de personajes y en la complejidad de los problemas sociales suscitados.
Triunfante el cardenismo, Azuela continúa impenitente en su crítica social. Las desventuras de
Regina, hija de un general fiel a la Revolución desde la época de Madero, que, tras la muerte de su
padre, descubre que está en la indigencia y necesita trabajar como empleada en un ministerio hasta
que, harta de soportar tanta miseria humana y corrupción, decide montar una panadería, sirven de
base a Azuela para ensamblar en Regina Landa (1939) dos temas recurrentes en sus preocupaciones:
el omnímodo poder de los dirigentes sindicales —para él un grupo de resentidos y fracasados— y el
inexorable destino de los empleados públicos ante una maquinaria estatal corrupta. El tono de
anatema, frecuente en el discurso, junto con el poco esmero en la trama, hacen de esta novela un
ejercicio fallido. Y otro tanto podemos decir de Avanzada (1940) y Nueva burguesía (1941). En la
primera, la superación de la agricultura tradicional por Adolfo, hijo de un antiguo latifundista
educado en Estados Unidos y Canadá, sólo le sirve para levantar la envidia de los agraristas y sufrir
la expropiación de sus tierras (primera pane de la novela), o morir alevosamente a manos de un líder
agrarista sureño (segunda parte). El mensaje que se desprende —la muerte de los mejores y el
ascenso de los resentidos— es tremendamente negativo con la reforma agraria emprendida por
Cárdenas y se emparenta sospechosamente con la doctrina social del por aquel entonces recién
creado Partido de Acción Nacional (PAN). En cuanto a Nueva burguesía, vuelve a incidir en su
rechazo a la forma en que se ha llevado a cabo el desarrollo social en México después de la
Revolución.
La consagración de Azuela como novelista en la década de los cuarenta —ingreso en el Colegio
Nacional, su actividad de conferenciante y ensayista, su postulación al Premio Nobel— coinciden
con el declive de su vena creativa. Continúa escribiendo, pero sus nuevas novelas. La marchanta
(1944), La mujer domada (1946). y La maldición (1949) producen la impresión de lo ya conocido.
Sus protagonistas son mujeres que recuerdan a Regina Landa, a Conchita o a Ana María en el
desclasamiento (o la pérdida de personalidad), que sufren en sus desvelos por medrar socialmente, y
que terminan reencontrándose a sí mismas cuando regresan a su antiguo lugar de origen (La
marchanta), o durante unas vacaciones en Morelia (La mujer domada). O el provinciano Rodulfo
(La maldición), que pierde su integridad por acatar servilmente desde el sindicato los dictámenes
del gobierno y que, al final acepta pacientemente las represalias de sus propios aliados, con tal de
asegurarse el pan diario.
Cuatro años después de su muerte apareció Esa sangre, la novela con la que quiso clausurar su
propio ciclo narrativo. Compuesta, según Monterde, entre 1931 y 1940, es una suerte de
continuación de Mala yerba, por la presencia de Julián Andrade, que une ambas historias. El retomo
del antiguo hacendado da pie a una confrontación entre el pasado prerrevolucionario y la situación
creada tras la revolución. El ritmo narrativo, muy inferior al de sus mejores novelas, se arrastra
hasta el tiroteo final en la cantina del pueblo, donde Julián Andrade —todo un símbolo— pierde la
vida a manos del delegado de la comisión del gobierno. Como hemos visto, la novelística de
Mariano Azuela se acompasa al acontecer histórico de México durante la primera mitad del siglo
xx, desde el malestar indefinido de los últimos años del porfiriato, y representa, como ninguna, el
proceso revolucionario en su fase armada y el desencanto y la amargura que produjo a muchos
mexicanos la forma en que se realizó la institucionalización postrevolucionaria.

T5. Otros autores

Martín Luis Guzman (1887-1976)


Su vida, como la de Azuela, está indisolublemente unida a la Revolución. Integrante del Ateneo de
México, orador político, la muerte de su padre, un reputado coronel federal, luchando contra los
rebeldes en el cañón de Malpaso, lo lleva a adherirse a la causa maderista, como dice él mismo en
su discurso de ingreso en la Academia Mexicana de la Lengua, Apunte de una personalidad, y, tras
la decena trágica, a las filas constitucionalistas, hasta enero de 1915, en que marcha exiliado a
España. Precisamente, los exilios marcan gran parte de su biografía y son decisivos en la
elaboración y publicación de sus obras más relevantes, si exceptuamos su pentalogía Memorias de
Pancho Villa: La querella de México (1915), orillas del Hudson (1920), El águila y la serpiente
(1928), La sombra del caudillo (1929), Aventuras democráticas (1931, luego Axcaná González en
las elecciones) y Javier Mina, héroe de Navarra (1932, luego Javier Mina, héroe de España). A su
regreso definitivo a México (1936) realiza una importante labor editorial, de la que son ejemplos
Romance, revista popular hispanoamericana (1940), Compañía General de Ediciones, S. A. (1949)
y sobre todo Tiempo, semanario de la vida y la verdad (1942), desde donde «ajusta el mecanismo de
su reloj al paso de la posrevolución», hasta el punto de identificarse con ella en tres motivos
esenciales: unidad nacional, ínstitucionalidad y anticomunismo. Su apoyo decidido al Presidente
Díaz Ordaz en la matanza de Tlatelolco (1968), le acarreó la repulsa de los jóvenes intelectuales
mexicanos. Pero por encima de estas contingencias, la tersura de su prosa en El águila y ¡a serpiente
y en La sombra del caudillo, lo colocan —junto con Azuela— a la cabeza de los narradores de la
Revolución.
El águila y la serpiente es una crónica autobiográfica de la Revolución. En ella Guzmán nos relata
desde su incorporación a las filas constitucionalista (septiembre de 1913), con motivo de la
dictadura huertista, hasta la fallida conspiración de Eulalio Gutiérrez contra Villa y Zapata (enero de
1915) y su huida inmediata hacia su primer exilio. Por las páginas de su primera parte discurren su
circunstanciado viaje desde Veracruz a San Antonio de Texas, su entrada en México por la frontera
norte, y su paso por las ciudades que jalonan su inmersión en los ambientes revolucionarios: Ciudad
Juárez, Nogales, Hermosillo, Guaymas, Culiacán. Esta experiencia le sirve para retratar a los
principales jefes de la Revolución (Carranza, Villa, Obregón, Benavides, Felipe Angeles) y
justificar su distanciamiento final del tándem Carranza-Obregón, por sus veleidades «caudillistas» y
su adhesión a Villa, en quien ve la única posibilidad de mantener el «carácter democrático e
impersonal» de la Revolución:
Pero también era verdad que yo había percibido en
Sonora, con evidencia perfecta, que la Revolución
iba, bajo la jefatura de Carranza, al caudillaje, más
sin rienda ni freno. Y esto me bastaba para buscar
la salvación por cualquier otra parte [...] El otro
gran ganador de batallas, Obregón (Ángeles, sin
tropas propiamente suyas sumaba su destino al de
Villa), se desviaba ya por la senda de los nuevos
caudillajes. De modo que, para nosotros, el futuro
movimiento constitucionalista se compendiaba en
esta interrogación enorme: ¿sería domeñable Villa,
Villa que parecía inconsciente hasta para ambicionar?,
¿subordinaría su fuerza arrolladora a la salvación
de principios para él acaso inexistentes o incomprensibles?
Porque tal era el dilema: o Villa se somete, aún no
comprendiéndola bien, a la idea creadora de la Revolución,
y entonces él y la verdadera revolución
vencen, o Villa no sigue sino su instinto ciego, y
entonces él y la Revolución fracasan.

El texto anterior es básico para comprender la actuación de Martín Luis Guzmán en la segunda
parte, desde su entrada triunfal en México —como representante de Villa ante Carranza— hasta su
huida final a Estados Unidos, y de ahí a España. La sabia caracterización de los personajes, el
equilibrio y pulcritud de su prosa, su destreza en la elaboración de escenas, fueron rápidamente
percibidos por la crítica. Escenas como las descritas en «Hospital General», la matanza de colorados
que realiza Rodolfo Fierro (reelaborada por Carlos Fuentes en Gringo viejo), o la dramática
entrevista final de Guzmán con Villa, han sido antologadas con toda justicia en numerosas
ocasiones.
La publicación por entregas de El águila y la serpiente coincidió con la matanza de Huitzilac
(octubre de 1927), donde fueron brutalmente asesinados el candidato a la presidencia de la
República, general Francisco Serrano, y su séquito. Guzmán expectante desde su exilio español, se
puso a escribir «enfebrecido» los cuatro últimos capítulos de La sombra del caudillo. Los
acontecimientos le brindaban la ocasión de atacar a los causantes de su ruina económica y de su
exilio, a la par que justificar su actuación en el levantamiento delahuertista. De ahí que mezclara los
rasgos de los generales De la Huerta y Serrano en la confección de Ignacio Aguirre, y que eso
motivara la confusión de Brushwood, sin advertir que la ambientación externa de la novela remite
—salvo en sus capítulos finales— al México anterior al levantamiento de Adolfo de la Huerta.
La sombra del caudillo es una novela política con claves que el mismo Guzmán se encargó de
descifrar. Su originalidad radica principalmente en la creación de un héroe trágico para la
confección del protagonista y en la sabia gradación del proceso de su dignificación, que concluye
con su heroica muerte. Guzmán conduce con maestría las actuaciones de Ignacio Aguirre a lo largo
de los seis libros de la novela para subrayar la tragedia de un hombre prisionero de un ambiente de
corrupción que él mismo ha ayudado a crear, que se pierde por su carácter —una mezcla de
indecisión y soberbia—, que le hace olvidar sus propios límites y desafiar a fuerzas que exceden a
las suyas. Un ambiente enrarecido y fatalista va perneando al relato y parece guiar la realidad
política mexicana cuando el protagonista decide presentar su candidatura como alternativa al
candidato designado por el Caudillo (Hilario Jiménez).
La estética de la novela, deudora de los conocimientos cinematográficos de Guzmán, se establece
sobre un eje de simetrías contrastantes para crear situaciones, personajes, acciones y reacciones, con
efectos lumínicos de luces y sombras. Todo el relato está sometido a esta ley, de la que no escapa ni
el propio Caudillo, pese a su enorme capacidad de mover los resortes de la intriga, incluida la brutal
ejecución de Ignacio Aguirre y de todos sus acompañantes. No es casual que Axkaná González sea
el único superviviente, aunque esté malherido, como tampoco que Guzmán añadiera un episodio
epilogal en la versión definitiva de su novela. Ambos tienen como misión desenmascarar a los
dirigentes revolucionarios de su aureola heroica, encubridora de latrocinios y negocios turbulentos.
En este sentido, es excepcional la figura de Axkaná, verdadero alter ego de Guzmán, en quien
parecen encamar los ideales ético-estéticos del narrador. No es extraño que su secuestro haya sido
interpretado como el instante en que los enemigos de Aguirre ciegan la conciencia revolucionaria «y
se decide el futuro de México». En cuanto al epílogo «Unos aretes», no puede ofrecer un mensaje
más desolador. La imagen final, verdadero negativo de la imagen que inicia la novela, muestra
descarnadamente que a la sombra del caudillo sólo se cobijan el crimen y la corrupción y no hay
lugar para los ideales ni para la belleza.

Otros autores
En la década de los treinta aflora un grupo de autores notables, influidos por el magisterio de Azuela
y el impacto de Guzmán, que revitalizan el ciclo narrativo de la Revolución, narrando los días de
lucha sangrienta. Descontada la narrativa de orientación cristera a favor de los sublevados (su mejor
novela, La virgen de los cristeros, de Fernando Robles), o en su contra (la mejor, Los cristeros,
1937, de José Guadalupe Anda) (Arias 2002); la novela de orientación social, representada
fundamentalmente por José Mancisidor, Francisco Sarquis y Jorge Ferretis; y la novela indigenista,
con El resplandor, de Mauricio Magdaleno (1937), como su más lograda manifestación, merecen
destacarse José Rubén Romero, Gregorio López y Fuentes, Rafael Felipe Muñoz, Francisco L.
Urquizo y Nellie Campobello.
La obra literaria de José Rubén Romero (1890-1952) se ofrece en su conjunto como un amplio
retrato de su propia vida, en el que la Revolución aparece muy de soslayo, con la excepción de Mi
caballo, mi perro y mi rifle. Sus primeros relatos, Apuntes de un lugareño (1932), Desbandada
(1934) y El pueblo inocente (1934), son una biografía novelada, salpimentada de escenas y cuadros
costumbristas, en la que se trasunta la infancia y juventud del autor. De entre los personajes destaca
por su vigor D. Vicente, el tutor de Daniel, en El pueblo inocente. Sus refranes y dichos chistosos
esconden una filosofía crítica de la vida muy próxima a la que desarrollará después en su célebre
novela La vida inútil de Pito Pérez (1938). Su visión de la Revolución se concreta sobre todo en Mi
caballo, mi perro y mi rifle (1936), cuando el joven protagonista, Julián Osorio, convalece de sus
heridas en casa una familia humilde, y escucha (como en El coloquio de los perros, de Cervantes) la
conversación que sostienen su caballo, representante de la antirrevolución, su fiel amigo el perro,
símbolo de las masas, y el rifle, que encama la maldad, la crueldad y el impulso ciego
revolucionario. Desengañado Osorio del sesgo que toma la Revolución —fallida para él— arroja el
fusil al suelo, que se dispara fortuitamente y mata al perro, ante lo que exclama: «Mi carne, mi
pueblo, que la revolución ha hecho pedazos para que los caciques sigan mandando».
Pocas obras resumen el contenido nacionalista de la novela de la Revolución Mexicana como la
narrativa de Gregorio López y Fuentes (1897-1966). Natural de la Huasteca, en donde obtuvo su
conocimiento profundo de las costumbres y la psicología campesina, y del lenguaje que la
caracteriza. Joven poeta, tomó parte en la defensa de Veracruz contra la invasión estadounidense.
Afiliado inicialmente al carrancismo, desarrolló su vocación novelística al amparo de una fecunda
labor periodística y profesoral. Fue Premio Nacional de Literatura en 1935 con El indio, novela con
la que inauguraba el relato indigenista mexicano. Sus tres primeras novelas —Campamento (1931),
Tierra (1932) y Mi general (1934)— constituyen su aportación a la novela de la Revolución.
Campamento está compuesto por una serie de episodios yuxtapuestos, que transcurren durante el
descanso nocturno de una columna rebelde en una hacienda, que marcha al encuentro de los
federales en el momento en que el ejército regular se desmorona a pasos agigantados. El narrador,
erigido en cámara cinematográfico, capta en presente continuo los diversos acontecimientos que
tienen lugar en un grupo tan heterogéneo hasta el amanecer, en que se vuelve a poner en marcha.
Los diversos cuadros, unidos por una tenue línea argumental, mantienen permanentemente la
atención del lector, sin que decaiga nunca su tensión narrativa. Muy distinto será el tratamiento del
tiempo en Tierra, novela que incide en una de las reivindicaciones urgentes de la Revolución: la
agraria. Si en la novela anterior toda la acción se condensaba en una noche, aquí la aventura
transcurre en diez años, desde los albores de la Revolución hasta 1920. Hay una pretensión de
objetividad épica en la descripción de la revuelta zapatista, con la pormenorización de su base de
operaciones, del tejido social que la sostiene, y del alcance de sus reivindicaciones, a pesar de la
simpatía que muestra el narrador por la causa y el hondo sentido trágico que recorre la muerte del
líder, que comporta la desarticulación de su ejército y una cierta sensación de derrota, no obstante
haber recuperado los territorios ejidales que les pertenecían. En Mi general López y Fuentes realiza
un retrato fiel de los soldados de la Revolución, que adquirieron poder transitoriamente y lo
perdieron en el proceso de institucionalización política, al apoyar a candidatos diferentes a los
designados por los diversos caudillos. El paralelismo entre el argumento de La sombra del caudillo
y las vicisitudes del protagonista desde el final de la segunda parte de la novela y a lo largo de toda
la tercera, hacen pensar en la presencia de un modelo al que se quiere rectificar: el protagonista no
pierde la vida, pero sí su situación de privilegio. La mayor originalidad radica en su punto de vista.
Narrada en forma autobiográfica, sólo al final descubrimos que el narrador es otro yo diferente y
próximo al protagonista, como aclaran las frases finales.
Toda la obra literaria de Rafael Felipe Muñoz (1899-1972) revela la fascinación que produjo en él la
figura legendaria de Pancho Villa. Iniciada bajo el impacto de la muerte del «Centauro del Norte»
con sus Memorias de Pan-cho Villa, reaparece intermitentemente en sus libros de cuentos (El feroz
cabecilla, 1926, y Si me han de matar mañana, 1934), y se manifiesta en todo su esplendor en la
novela Vámonos con Pancho Villa (1931). El protagonista, Tiburcio Maya, es el nexo de unión
entre los dos momentos claves de la novela: el primero, como miembro del club los Leones de San
Pablo, que se corresponde con los grandes éxitos militares de Villa, y que concluye con el entierro
de Máximo Perea, el último superviviente del grupo, enfermo de viruelas; y el segundo con
Tiburcio como perro fiel del Villa fugitivo tras sus derrotas de Celaya y Aguascalientes, que le
acompaña en su ataque a la ciudad de Columbus y muere, al fin por no descubrir el escondrijo de su
Caudillo, herido. Con estilo llano y desgarrado Muñoz narra las hazañas, desventuras y sufrimientos
de los seis rebeldes, que se inmolan voluntariamente por defender ante todo a Villa. La aparición del
autor en el párrafo final de la novela para informamos de que él es un mero transmisor de la
información verbal que le brinda el general Nicolás Fernández, compañero de Francisco Villa,
refuerza sus protestas en las que se inspiró para plasmarla en hechos verídicos y en sus pretensiones
de objetividad, explicitadas en el epígrafe inicial. La figura de Villa, como adversario de la columna
orozquista en que se integra el protogonista, Alvaro Abasolo, aparece diluida en su mejor novela: Se
llevaron el cañón para Bachimba (1941).
Basada en la rebelión de Orozco contra Madero, se erige en uno de los relatos más amenos de la
Revolución, debido quizá al acierto en la elección: un adolescente, que regresa a su casa derrotado,
pero orgulloso por haber formado parte de «Los Colorados » y de las experiencias que han hecho de
él un hombre. La fascinación de Alvaro —y de todos los hombres— hacia el jefe de la columna,
Marcos Ruiz, es idéntica a la que sienten Tiburcio y sus leones por Villa; e idéntica su fe ciega en el
jefe. Le diferencia de la anterior novela su estilo más poético, menos brutal, más preocupado por la
naturaleza y por el modo de describirla. Esa misma diferencia se percibe en el fondo de los hechos,
de los que ya no se destacan los actos sangrientos, aunque los haya, sino el impacto emocional que
producen en el protagonista.
La originalidad de la obra del militar, político y ensayista Francisco L. Urquizo (1891-1969), Tropa
vieja (1943), no radica tan sólo en el punto de vista elegido, el de la autobiografía de un soldado
federal, reclutado a la fuerza por exigencias del cacique, sino en la pintura exacta y realista de la
vida cuartelera —cruzada con historias personales de distintos soldados— con sus obligaciones, sus
odios hacia las clases y el refugio en la marihuana o en las soldaderas como consuelo a sus
frustraciones; en la brillante descripción de las fiestas del Centenario; y, sobre todo, en la capacidad
de sufrimiento y de resignación del soldado federal, ora sosteniendo el gobierno de Porfirio Díaz,
ora defendiendo la legalidad constitucional. Y paralelamente, la sacrificada labor de las soldaderas,
mostrada en esta novela con detenimiento, como encargadas de la intendencia, como reposo y solaz,
como enfermeras pacientes y como compañeras, en suma, de la tropa. El duro aprendizaje de
Espiridión Cifuentes culmina con su intervención a favor de Madero durante la Decena Trágica.
Herido e inválido, reflexiona sobre la situación final y augura a su fiel soldadera el levantamiento
general de México contra el dictador Huerta:
Todo está tranquilo, ya se acabaron los combates.
— ¿Se acabaron? ¡Quién sabe si sea ahora cuando
van a comenzar de veras!
— Todo el Ejército está con Huerta.
— El Ejército, los agarrados de leva, pero quedan
los libres, los que pelean por su gusto; ¿tú crees que
esa gente se va a conformar? Otro Madero saldrá y
entonces..., entonces, ¡quién sabe!

Para entender la obra de Nellie Campobello (1909-1986) es necesario resaltar su infancia y


adolescencia en Parral, lugar de frecuentes y feroces encuentros entre villistas y carrancistas.
Colaboradora de El Universal Ilustrado, bailarina, profesora de ballet y coreógrafa, vinculada a
Martín Luis Guzmán y a otros personajes de importancia, tuvo un final de vida aciago. En 1931
publica Cartucho, una colección de pequeños relatos, en los que retrata con acierto el carácter de
diferentes personajes (soldados, oficiales o, incluso, Villa, a quien en 1940 dedicará sus Apuntes de
la vida militar de Francisco Villa), o describe, desde la óptica de una niña asombrada, los hechos
que ha presenciado o que le cuentan familiares próximos. El uso de voces escalonadas dentro de sus
relatos, próximas a la tradición oral, confieren a Cartucho un estilo espontáneo y poético que
traspasa las tres partes de que se compone: «Hombres del Norte», «Fusilados» y «En el fuego». La
posible desestructuración novelesca, paliada por la ordenación temática que realizó List Azurbide,
está determinada por la forma en que se originó: como lectura autónoma para entretener la
convalecencia del escritor Fernández Castro. Más conseguida estructuralmente, Las manos de
mamá (1937) constituye un homenaje a su madre y, en ella, a todas las madres que sufrieron por y
con la Revolución. Su leve línea argumental gira en tomo al regreso de la protagonista, ya adulta, a
los escenarios de su vida infantil, y a la recreación de los momentos en que su madre adquirió un
protagonismo que se vislumbraba ya en Cartucho, muy próximo al de Villa.

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