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Autor: Edgardo Rodríguez Gómez

Curso: Naturaleza y fundamento de los derechos humanos

Fecha: 28/8/2016

El derecho natural y de gentes en los siglos XVII y XVIII

Al finalizar el siglo XVI, mientras el predominio de las monarquías absolutas se


consolidaba y el auge de renovadas doctrinas sobre el derecho divino real
comenzaba a ser apreciable, la discusión en torno a la soberanía y los
fundamentos de la titularidad del poder político se convirtió en ocasión de
ásperas disputas entre quienes pretendían la defensa de la legitimidad del
poder monárquico absoluto de origen celestial y aquellos que lo combatían,
destacando un teórico de la guerra justa como Francisco Suárez y los
denominados monarcómacos, estos últimos inspirados en una teología de raíz
protestante y de bases individualistas. El individualismo llegaría a situarse
como un presupuesto de ciertas teorías contractualistas que contribuyeron en
el esfuerzo por limitar el actuar omnímodo de la autoridad soberana. En el siglo
XVII, el contractualismo fue incorporado en la reflexión de la escuela
jusnaturalista racionalista favoreciendo el desarrollo de un marco teórico
determinante para la formulación de las ideas claves que condujeron a los
acontecimientos más impactantes del siglo XVIII. Es necesario, por tanto, hacer
a) una revisión a los presupuestos contractualistas desarrollados por el
jusnaturalismo para fundamentar el poder político de los titulares del derecho
de hacer la guerra; enseguida, corresponde b) una revisión del desarrollo del
derecho de gentes en el siglo XVIII en el que destacan dos autores suizos.

a) El contractualismo y el jusnaturalismo de los siglos XVII y XVIII

El derecho natural asumió como fundamento ético la naturaleza humana cuyo


rasgo principal era ser la portadora de la razón. Ésta era considerada desde la
Antigüedad el rasgo común de todos los seres humanos de la que derivaban,
conforme al ideal estoico, exigencias de alcance universal. Las posturas cada
vez más aceptadas, entre los siglos XVII y XVIII, que asumían tal naturaleza
compartida hicieron posible la evolución de unas premisas que priorizaban la

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idea de la razón situada en lo “humano”, mientras se atenuaba su relación con
la divinidad. Las pautas para juzgar todas las acciones individuales y colectivas
en un remozado derecho natural debían hallar justificación en ella. Se
presentaba así la ocasión –dice E. Fernández- para establecer “un nuevo
marco de convivencia social ideado y sólidamente asentado en nuevos valores
y normas.”

Un periodo de tránsito entre el tradicional derecho natural y el nuevo se


apreciaba en la actitud del jurista H. Grocio. El célebre holandés, pese a haber
anclado el derecho natural en la razón optó por dar la impresión de no haber
roto con postulados de autores de la Segunda Escolástica cuando citaba sin
reparos en sus obras a F. Vitoria, los hermanos Vázquez y F. Suárez. Era
consciente, en todo caso, que esta tardía tradición tomista contenía ciertos
elementos que a larga contribuían a la secularización de su pensamiento. Es
poco discutible la importancia de este autor como aquel que formuló por vez
primera los presupuestos de un derecho natural profano, racional, sistemático y
subjetivista, haciendo un llamado –como recuerda Alfred Dufour- a Gregorio de
Rimini con el fin de reforzar su perspectiva secular, actualizando la frase: “…e
incluso si dudásemos de la existencia de Dios”.

Samuel Pufendorf seguiría la estela del maestro holandés planteando además


otras premisas. Asumió el principio de la sociabilidad de los seres humanos,
pese a ajustar parte de su reflexión a las tesis de Th. Hobbes en cuanto al
fundamento utilitarista del contrato social, aunque no compartía con el autor de
Leviatán la caracterización anárquica del estado de naturaleza. El autor alemán
sería un destacado continuador del H. Grocio pues profundizó su postura
secular distinguiendo entre derecho natural y teología. En general, los autores
jusnaturalistas en el siglo XVII teorizaron sobre el origen de las sociedades
civiles y políticas desde la importancia que otorgaban a la idea de naturaleza.
Sólo en función de ésta sus propuestas que ponían en relación a la sociedad
civil con el poder político aparecían con nitidez, especialmente al esgrimir el
concepto de estado de naturaleza que planteaba la ausencia de una autoridad
humana exigiendo obedecer sus mandatos a quienes estaban subordinados a
ella.

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Intentando identificar a través de este ejercicio abstracto el principio que da
legitimidad al poder político, hallaron en dicho poder la clave para efectuar la
distinción entre estado de naturaleza y estado civil. El poder político era
asumido, a su vez, como el objeto principal de una transferencia, el elemento
de un derecho soberano cuya titularidad reside en los individuos. Sólo éstos
pueden trasladarlo a través de un contrato a la autoridad para que lo ejerza, y a
la cual le prometen su obediencia. Bajo este esquema teórico, S. Pufendorf
estimaba que el estado de naturaleza del hombre en relación con sus
semejantes sería aquel en el cual “ellos no tienen amo común, y no [se] está
sujeto a otro, y no se conocen entre ellos por la bondad o la injuria. En ese
sentido, el estado natural se opone al estado civil”. El estado de naturaleza
resultaba así un tema de reflexión compartido entre jusnaturalistas, deseosos
de responder a las cuestiones dell fundamento y origen de la sociedad civil;
una indagación que no será abandonada incluso después del siglo XVIII.

La primera inquietud de aquellos que plantearon el estado de naturaleza nace


de sus intentos por comprender cómo ha podido ser el “hombre” antes de toda
vida social. A éste no se le veía instalado en realidad histórica alguna, sino que
era concebido como un ser abstracto dotado de “razón”, “libertad” y “voluntad”
que se expresaban a través de su instinto, o más aún, de una “inclinación
primaria”. Por ende, la hipótesis perfecta del ser humano en el estado de
naturaleza sería aquella en la cual se halla desprovisto de cualquier rasgo
conferido por la sociabilidad. Dicha hipótesis tiene una consecuencia directa y
fundamental: supone una igualdad perfecta de los humanos en el estado
natural pues todos están dotados de las cualidades tradicionalmente atribuidas
al ser racional. La igualdad y la libertad constituyen así sus atributos principales
y permiten la celebración del contrato.

No obstante, en el contexto en que se formulan, las teorías contractualistas


respondían a las exigencias planteadas por la consolidación de una sociedad
occidental a la que acompañaban ciertas circunstancias que la alejaban cada
vez más de las orientaciones eclesiales y en la que se asumía el
individualismo, el racionalismo y las actitudes propias de una burguesía
emergente entre los siglos XVII y XVIII. Las tesis contractualistas se veían

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también enriquecidas al responder a las críticas de los teóricos del derecho
divino de los reyes cuya premisa fundamental era que ciertos hombres -por
circunstancias de herencia- eran más aptos por naturaleza que otros para
gobernar. Sosteniendo que la naturaleza no crea lazos de subordinación y el
ser humano era libre, resultaba indispensable que éste al someterse al poder
político diese siempre su consentimiento.

Asumida esa libertad del ser humano, aparecía la cuestión: ¿no existe un
vínculo con los otros de su especie que vaya más allá de aquél que ha sido
creado por el pacto? Como sucedía con H. Grocio y S. Pufendorf, los
jusnaturalistas racionalistas del siglo XVIII, oponiéndose a Th. Hobbes,
asumirían que el contenido del derecho natural iba íntimamente ligado a la idea
de la humana sociabilidad. Este planteamiento resultaría de suma importancia
para estos autores al considerar como un imperativo que el origen de la vida
social sólo podía deducirse al atenderse a la propia naturaleza del ser humano.
En función de ello, era posible hallar una inclinación natural que llevase a los
individuos a vivir en sociedad.

Por ende, el estado de naturaleza no podía ser entendido como un estado de


aislamiento individual, era más bien el escenario donde se hacía posible una
relación natural del ser humano con sus semejantes, que era previo a toda
organización política. Asimismo, para buena parte de los jusnaturalistas -
también denominados- “modernos”, tal estado no estaba caracterizado por dar
cabida a relaciones de guerra permanente pues existía en su interior un marco
de reglas de la vida social: “leyes naturales” que tenían por objeto justamente
hacer posible dicha sociabilidad de la que se derivaban ciertos deberes de
unos hombres para con otros y “cuyo primer principio es no causar daño a los
demás”.

La evolución del jusnaturalismo contó con un fenómeno de escasa cohesión


entre maestros y discípulos. Todos ellos, no obstante, promovieron una
aproximación compartida de los temas filosófico-jurídicos pese a no contar con
un centro de referencia ni un método exclusivo. En definitiva, la “escuela” fue,
en sus inicios, resultado de una convergencia intelectual entre autores que
ejercían sus actividades en estados involucrados con la Reforma: del norte de

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Europa, los Países Bajos, los estados alemanes e incluso de ciudades como
Ginebra. Compartían tesis semejantes y una voluntad de ruptura con la
escolástica, optando por recurrir sistemáticamente a la interpretación
racionalista, axiomática y resueltamente subjetivista de los textos. En suma,
pusieron en práctica “una filosofía moderna” cuyas fuentes podían remontarse
al nominalismo, al voluntarismo y al individualismo ockhamiano que, al
prolongarse en las ideas del siglo XVIII, absorbió también parte de la herencia
jurídica favorable a la laicización de los humanistas católicos.

A partir del siglo XVII dos ramas de la escuela de derecho natural fueron
definiéndose como resultado de la proximidad de planteamientos –
especialmente de la afinidad personal- que existía entre sus autores vinculados
a las propuestas teóricas de H. Grocio y S. Pufendorf. La identificación entre
los jusfilósofos como seguidores de cada uno de estos pensadores se haría
aún más perceptible a lo largo del siglo XVIII. Los jusnaturalistas de ese
periodo, discrepando incluso con algunas de las propuestas de los iniciadores,
convergían en cuanto al método para fundamentar el derecho natural y de
gentes. Entre ellos, Jean Barbeyrac y su amigo Jean-Jacques Burlamaqui se
declararían seguidores de S. Pufendorf; mientras E. de Vattel tomaría partido
por Christian Wolff, discípulo de Gottfried W. Leibniz, posicionándose más
cerca de las tesis grocianas.

Los autores jusnaturalistas distinguieron entre un contractualismo absolutista,


predominante en el siglo XVII e inicios del XVIII, y un contractualismo asentado
en la soberanía popular –superador del primero-, según el cual, quien participa
del contrato deja de ser un individuo que aliena su libertad y la somete al
gobernante, puesto que aparece como titular de derechos naturales capaz de
realizar sus elecciones libremente y de atribuir la autoridad, por tanto, a los
propios contratantes. En la evolución de las ideas filosófico-políticas y jurídicas,
desde el derecho natural se asumieron estos postulados que aparecen en los
trabajos de los jusnaturalistas más celebrados del ámbito helvético como J.
Barbeyrac, J.-J. Burlamaqui y E. de Vattel.

Ahora bien, el contenido de la notable producción filosófico-política y jurídica


que aparece en las obras de estos autores contrastaba inicialmente con la

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presencia consolidada de la escolástica en España, y a su vez, con una
cerrada postura eclesiástica en Francia. En este último país, el reclamo de los
Ilustrados fue notorio ante la ausencia de cátedras de derecho natural en
universidades o el apego a una educación limitada al dogma religioso. Sólo los
sectores instruidos hallaron material para su ocasional formación sobre el
nuevo derecho en los trabajos de autores afincados en la corriente
jusnaturalista desarrollada en Suiza. Por ello, Philippe Meylan al respecto
afirmaba: “Durante aproximadamente un siglo, el Grocio y el Pufendorf de
Barbeyrac representan en Francia, con Burlamaqui, la filosofía del derecho y su
función propia será introducir a la juventud en la jurisprudencia.”

Además, los trabajos de los autores mencionados por P. Meylan se convirtieron


en una fuente inestimable de contenidos para L’Encyclopédie preparada por
Denis Diderot y Jean Le Rond D’Alembert, especialmente para las
contribuciones del Caballero de Jaucourt quien en los artículos relacionados
con cuestiones de teoría jurídica redactados para la magna obra efectuó una
recopilación ajustada de las ideas de S. Pufendorf, J. Barbeyrac y J.-J.
Burlamaqui. No serían los únicos, evidentemente, pues como constataba hace
casi un siglo el filósofo e historiador francés René Hubert, los Ilustrados
acogían ideas surgidas en contextos distintos al suyo, de modo que, por
ejemplo, “todo el contenido del artículo Soberanía está prestado de Pufendorf,
sucede lo mismo para el artículo sociabilidad; en cuanto al artículo que trata del
estado de naturaleza, es sobre todo de Locke que se inspira Jaucourt.”

El estado absoluto, ya consolidado en toda Europa a inicios del siglo XVIII fue
materia de la reflexión filosófico-política y jurídica desde los presupuestos del
nuevo jusnaturalismo. El despotismo ilustrado se sirvió de los filósofos para
diseñar la centralización administrativa que debía permitir el orden, reflejo de la
razón universal, racionalizando al mismo tiempo al propio estado. Sin embargo,
a través de la valoración de la ley como el instrumento racional del que se
servían los príncipes para organizar la sociedad, se conseguirá que una norma
general y abstracta se convierta, a su vez, en un mecanismo que debía
paulatinamente ir regulando el ejercicio del poder, limitándolo con sus reglas.

Los autores jusnaturalistas suizos, en cuyas ideas se profundiza en esta

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investigación por sus aportaciones a la teoría de la guerra justa, consagraron
su reflexión a trazar dichos límites a partir de su concepción del contrato social
que se basaba en las tesis de S. Pufendorf. Para J. Barbeyrac, el contrato de
asociación según el cual un conjunto de individuos acordaban fundar una
sociedad política era considerado, en principio, temporal; sólo posteriormente
insistiría acerca de su importancia al realizar las últimas traducciones de las
obras del profesor de Heidelberg. Si bien es cierto -como precisa A. Dufour-
que en la obra del hugonote, y de otros autores de su época, no se ha
presentado una exposición sistemática o una verdadera doctrina en materia de
contrato social, un rasgo común en todos estos pensadores es que se habrían
conformado con la visión del doble contrato propuesto por el maestro alemán.

En esencia, J. Barbeyrac mantuvo el mismo esquema consistente en una


primera convención que establece la sociedad civil bajo un ordenamiento
general, fijando la forma de gobierno, y un segundo acuerdo por el cual el
soberano -monarca o asamblea- se compromete con los miembros del cuerpo
político, a la cabeza del cual está situado, a velar por la seguridad y la utilidad
común, acogiendo un compromiso recíproco de obediencia cualesquiera que
fuesen las cláusulas del convenio -sea que limite estrictamente el poder del
soberano o que le reconozca una autoridad absoluta-. De este modo, la
sociedad civil hacía desaparecer la sociedad natural de la que nacía y que, por
definición, era una sociedad general de todos los hombres. La sociedad civil
descansa, por una parte, sobre la sociedad natural en el sentido que las
convenciones que la constituyen extraen necesariamente su fuerza de un
principio anterior a toda ley positiva; por otra parte, las leyes que organizan la
sociedad civil -leyes civiles o políticas- no podían abolir ninguna de aquellas
pautas normativas fundadas en la naturaleza.

Para los jusnaturalistas suizos la soberanía nacía del contrato que concretaba
un acuerdo de voluntades. A partir de ese momento dos actores aparecen para
ponerse en relación: el pueblo, que trasciende a los sucesivos pactos y está
conformado por individuos que acuerdan como portadores originales del
derecho de mandar, y el soberano, instituido por los contratos. Dicha relación
se configura con las respuestas a cuestiones como estas: ¿Ha alienado el

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pueblo definitiva e irrevocablemente su derecho natural? ¿Se reserva una parte
de soberanía incluso con posterioridad a la constitución de la autoridad
política? ¿El soberano posee un derecho de mandar absoluto? ¿Existen
deberes hacia el pueblo fuente del poder legítimo? El criterio de distinción entre
el absolutismo de los fundadores del jusnaturalismo “moderno” y la vertiente
liberal acogida por los jusnaturalistas suizos estaba vinculada a la transferencia
de la soberanía que afectaba en el fondo a la propia estructura del poder, ya
que según las respuestas brindadas a las cuestiones: a quién transfiere el
poder y para qué, la concepción misma de la soberanía -tal como se entendía
hasta entonces- podía resultar trastocada.

Puede afirmarse, entonces, en términos generales, que los jusnaturalistas


“modernos” admitían que la soberanía residía originariamente en el pueblo y
que ese derecho, en virtud del contrato, podía ser transferido a otro titular; por
tanto, el pueblo no debía, necesariamente, conservar para sí el ejercicio de
dicha soberanía. El poder resultante de dicha alienación aparecía, entonces,
como uno de carácter absoluto o limitado si era transferido bajo ciertas
condiciones. Pero en ambos casos, el pueblo no disponía del derecho a
ejercerlo por sí mismo. Ahora bien, a pesar de la notable influencia de H.
Grocio y S. Pufendorf en los trabajos de los jusnaturalistas suizos, así como de
la tendencia doctrinal que vinculaba las tesis de ambos autores con las ideas
de J. Barbeyrac, J.-J. Burlamaqui y E. de Vattel en torno a la alienación del
ejercicio de la soberanía, se percibe una evolución en la obra de estos
continuadores del derecho natural del siglo XVIII.

Así, mientras S. Pufendorf sostenía la trascendencia del pueblo luego del


contrato, permaneciendo junto al cuerpo político que era entendido como una
“persona moral compuesta”, J. Barbeyrac, seguidor suyo, adoptaría en principio
las ideas de H. Grocio, quien rechazaba las opiniones de quienes pretendían
que el poder soberano residiese siempre y sin excepción en el pueblo. El
hugonote francés precisaba que todo lo que el holandés quería establecer era
que la soberanía no pertenecía siempre y sin excepción al pueblo de forma tal
que éste pudiese reprimir y sancionar a los reyes cada vez que éstos abusasen
de su poder. Posteriormente, a partir de su inicial reflexión, J. Barbeyrac

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volvería a plantear con matices su posición acerca de la irrevocabilidad del
contrato de sujeción al señalar que si bien el pueblo se despojaba
definitivamente del ejercicio de la soberanía mediante tal convención, éste
“puede reservarse el derecho de reasumirlo”. Al realizar tal matización,
introducía en su teoría -influyendo en sus continuadores- las tesis del derecho
de resistencia, tema que constituyó materia privilegiada del hugonote, a
diferencia de sus predecesores.

El ginebrino J.-J. Burlamaqui dio continuidad a las propuestas de S. Pufendorf y


J. Barbeyrac en lo concerniente a la teoría del contrato social y el origen
popular de la soberanía estatal. Como el hugonote, afirmó que una vez
desprovisto el pueblo del ejercicio de su derecho al transferirlo a un soberano,
no podía volver a reclamarlo. A partir de ello, para él, la distinción entre una
soberanía real -aquella que reside siempre en el pueblo- y una soberanía
actual -que es la que pertenece al soberano- resultaba absurda y peligrosa
porque daba al primero un poder que lo situaba por encima del monarca,
incluso cuando había sido justamente desprovisto del ejercicio del poder por el
contrato. Asimismo, siguiendo a su maestro, consideraba que el pueblo se
reservaba la posibilidad de volver a ejercer ese poder si el soberano abusaba
de su ejercicio. El pueblo, a entender de ambos autores, alienaba ciertamente
su poder pero dejaba a salvo una reserva que le diese la posibilidad de
recuperarlo si el monarca devenía tirano. También resultaba posible que el
soberano debiese consultar al pueblo si debía emprender una guerra.
Asimismo, como consecuencia de estas concepciones teóricas, el titular del
derecho legítimo de hacer la guerra podía llegar a ver limitado su poder
admitiéndose contra el ejercicio de la violencia. E. de Vattel guiaría esa
reflexión con el tratamiento de la guerra civil que deriva del ejercicio del
derecho de resistencia. Ello formaba parte del desarrollo del derecho de gentes
en el siglo XVIII.

b) El derecho de gentes en el siglo XVIII

Hacia el siglo XVIII, los derechos naturales del hombre, alegados como
fundamento para limitar el poder real, se insinuaron en el ámbito de las
relaciones internacionales. Ello fue posible gracias a un ejercicio de proyección

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en el derecho de gentes del individualismo ya presente en las teorías del
contrato social. Si bien la concepción individualista se hallaba recogida en la
obra de E. de Vattel,-y en especial en su Droit des Gens ou principes de la loi
naturelle-, dejando en claro que el fin perseguido por la sociedad es tender al
perfeccionamiento de cada uno de los miembros que integran el cuerpo social,
también para este autor la sociedad de las naciones debía favorecer
ampliamente que cada estado atendiese a su propia perfección y felicidad.

En el marco de las relaciones internacionales a lo largo del siglo XVIII, lejos


aún de la vigencia de normas de observancia jurídica estricta entre naciones y
la protección de derechos humanos, podía advertirse prácticas y disposiciones
en las cuales se verificaba la intención de dar protección a personas o grupos
humanos en “cuanto tales”. Para el iusinternacionalista Fernando Mariño éstas
se concretaron en: a) tratados y normas convencionales para proteger la
libertad religiosa, especialmente de minorías “religiosas”, celebrados entre los
estados europeos o entre éstos y el Imperio otomano u otros países no
cristianos; b) normas y prácticas protectoras de “extranjeros”, contenidas en
tratados de paz y bilaterales de comercio, establecimiento y navegación donde
figuraban cláusulas destinadas a eliminar ciertas discriminaciones padecidas
por ellos frente a los propios súbditos, así iba equiparándoseles
progresivamente en la titularidad y goce de algunos derechos civiles; y
finalmente, c) prácticas destinadas a “humanizar” los conflictos armados
interestatales, aunque sólo en el siglo XIX iniciará su verdadero desarrollo el
Derecho Internacional Humanitario.

Pese a ser reglas dispersas, sometidas al arbitrio de la autoridad soberana y en


las que el desconocimiento de un estatuto jurídico propio de los individuos era
innegable, puede apreciarse ya en ellas un fundamento moral de
reconocimiento de derechos subjetivos para la práctica de la propia religión o la
insistencia en la invocación al “principio de humanidad”, que tenía como
presupuesto la igualdad natural de los seres humanos cualquiera que fuese su
cultura. En el derecho de gentes del siglo XVIII, que buscaba consagrar
criterios de humanidad en las relaciones entre estados -y especialmente en la
guerra-, dos líneas de pensamiento posteriores a la obra de H. Grocio se

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manifestaron. Una mantenía la síntesis grociana entre derecho natural y
derecho positivo; la otra privilegiaba uno u otro. En esta última, la corriente
jusnaturalista incluía a S. Pufendorf, J. Barbeyrac, J.-J. Burlamaqui, Ch. Wolff y
E. de Vattel, entre otros; y la positivista -entendida en sentido amplio pues sus
representantes no descartaban la existencia de un derecho natural-
consideraba a Alberico Gentili y sus seguidores Richard Zouche, Cornelius van
Bynkershoek y Johan Jacob Moser.

El siglo XVIII fue testigo de la regulación de las prácticas entre estados


generándose abundantes y diversos tratados, así como una notable actividad
diplomática que permitió una elaboración doctrinal cada vez más atenta a la
acción estatal debiendo realizarse recopilaciones referidas no sólo a los
respectivos países signatarios, sino también, y especialmente, al universo
interestatal. Destacaron en ese empeño los trabajos de G. Leibniz con su
Codex juris gentium diplomaticus de finales del siglo XVII, así como los
esfuerzos posteriores de hugonotes expatriados como Jean Dumont, el autor
principal del célebre Corps universel diplomatique du droit de gens, en ocho
volúmenes, que cubren un periodo que va desde el año 800 hasta 1721, siendo
una obra finalmente enriquecida con los aportes doctrinales de J. Barbeyrac.

A su turno, Ch. Wolff, seguidor fiel de G. Leibniz, defendería la existencia de


“derechos subjetivos innatos” al elaborar en sus Ius gentium methodo
scientifico pertractarum e Institutiones iuris naturae et gentium una propuesta
cosmopolita de la sociedad internacional a través de la Civitas gentium maxima
-“una especie de pacto universal el cual extendería el Derecho internacional a
toda la comunidad humana.” Su propuesta de deberes y derechos de los
estados tuvo una importante influencia en la producción de E. de Vattel quien,
una vez alejado del marco iusinternacionalista wolffiano, abordó el tratamiento
jurídico de la “realmente existente Société de Nations”. Con ella, el suizo
asumía que la guerra era inevitable al ponerse en juego los intereses estatales,
al no existir autoridad internacional y al consagrarse el recurso a las armas
como un derecho emanado del poder soberano. La progresiva elaboración de
pautas normativas internacionales en Europa favoreció el mutuo
reconocimiento entre estados, jurídicamente iguales, que devenían adversarios

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sometidos a un orden de principios comunes donde lo bélico debía someterse a
criterios del bellum justum.

En Francia, tras un siglo XVII sangriento bajo los efectos de la Contrarreforma y


la Revocación del Edicto de Nantes, los protestantes buscaron asilo en las
Provincias Unidas, en Inglaterra o en Alemania, sosteniendo una crítica
estentórea contra la monarquía absolutista de Luis XIV. Una crítica que se
extendió a los medios aristocráticos y burgueses. En esas circunstancias,
Ginebra, la ciudad que se convirtió en el refugio de J. Calvino, se consolidó
como un punto de acogida para los intelectuales hugonotes. Ya en el siglo
XVIII, hacia 1750, las ideas ilustradas estaban bien afirmadas. Los Ilustrados
se hallaban animados por un espíritu crítico basado en una racionalidad que
asumía la certidumbre del saber científico. En ese sentido, como indicaba
Denis Richet, se entendía que lo irracional resultaba de un malentendido y
surgía de la confusión entre fabulación y explicación. También la razón,
proclamada como la “suprema facultad del hombre”, se asignaba como tarea
llegar por sus propios medios a la inteligibilidad del mundo que la rodeaba.

Asentados en la filosofía de las Luces, “que no se limitaba a acompañar la vida


y a contemplarla, sino que creía en la espontaneidad radical del pensamiento
que no consideraba a éste como una mera copia sino que le reconocía la
fuerza y le asignaba la misión de conformar la vida”, los Ilustrados no
aceptaban necesariamente la guerra como el destino inexorable de la
humanidad. Para ellos, las guerras eran resultado de leyes equivocadas, de
falsos conceptos, de intereses creados, y si el mundo de entonces estuviera
gobernado y organizado por hombres dotados de una clara visión que fuese
capaz de comprender la verdadera naturaleza humana y la conducta social,
nunca deberían ocurrir.

En los hechos, a partir del siglo XVIII, las guerras europeas comenzaron a ser
libradas por fuerzas armadas profesionales, financiadas por estados capaces
de asegurar su existencia y procurar sus necesidades así como de formar una
oficialidad hábil en la conducción de acciones militares. Los oficiales llegaban a
ser funcionarios dotados de empleo y tratamiento estables contando con
perspectivas de carrera. Ese desarrollo de los ejércitos imprimió un nuevo

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enfoque a los conflictos armados ya que se ingresa a una época de
“mesuradas e indecisas contiendas”. Hacia finales de aquel periodo, cuando las
estructuras sociales, económicas y políticas fueron cuestionadas por el influjo
de las ideas ilustradas, los estados contaban ya con fronteras en gran medida
delimitadas y gobiernos soberanos. Dentro de ese esquema, los términos de
sus relaciones estaban orientados por un protocolo diplomático que seguía las
pautas del derecho entre las naciones de la época; en ese sentido, las guerras
se hacían de conformidad con ciertas reglas establecidas como usos y
costumbres que debían ser observadas por los soberanos. En la evolución del
derecho de gentes de esa época contribuyeron los juristas suizos Jean-
Jacques Burlamaqui y Emer de Vattel.

Jean-Jacques Burlamaqui nació en Ginebra, fue profesor de Derecho Natural y


Civil en la ya prestigiosa Université de Genève. Educado en un ambiente
protestante, elaboró sus teorías bajo la influencia de las ideas políticas de la
Reforma, una circunstancia que lo asemeja a su amigo y maestro J. Barbeyrac,
quien exiliado impartió sus enseñanzas en Alemania, las Provincias Unidas y
Suiza. El ginebrino logró reconocimiento por su obra Principios de derecho
natural, publicada en 1747; no obstante, su pensamiento jusnaturalista se
consolidó con otras publicaciones aparecidas póstumamente: Principios de
derecho político, de 1751, y Elementos del derecho natural, de 1774. En sus
obras dio cuenta de su concepción del Derecho basada en la naturaleza
humana, pues según él:

La idea del Derecho, y más aún la del Derecho Natural, son manifiestamente
ideas relativas a la naturaleza del hombre. Es así, de esta naturaleza propia del
hombre, de su constitución y de su estado, de donde hay que deducir los
principios de esta ciencia.

Claramente, en la concepción del hombre que asumía J.-J. Burlamaqui destaca


su carácter racional, sin renunciar a elementos sentimentales. Para el
ginebrino, los individuos eran portadores de un “alma razonable” -“Âme
raisonnable”-; en tal sentido, el ser humano era definido como “un animal
dotado de inteligencia y razón.” A partir de estas premisas, el autor llegaba a la
conclusión que el derecho natural podía ser conocido a través de las luces que

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proveía ese rasgo tan inherentemente humano. Debe destacarse que el
pensamiento del académico estuvo sustentado en un amplio conocimiento
filosófico que se reflejó en el contenido de su producción intelectual, ello le
permitió elaborar las líneas maestras de sus teorías jurídica y política. Como
resultado de sus estudios fue capaz de diseñar un sistema de derecho y de
gobierno combinando elementos prestados de H. Grocio, S. Pufendorf, J.
Locke y Ch. Wolff, e inyectando a sus ideas un novedoso tratamiento en su
afán de hacerlos más efectivos.

Si bien la influencia de los autores mencionados era notoria en sus escritos, el


resultado de su reflexión no era una simple reproducción de ideas de tales
pensadores. Ya en su tiempo, J.-J. Burlamaqui se dedicaría al estudio de la
teoría política, el derecho natural y el derecho de gentes basándose en su
propia y rigurosa reflexión, pues se desenvolvía como un académico decidido a
forjar un pensamiento liberado de toda influencia política. En ese afán, el
ginebrino escribió su obra aproximándose a una concepción de la felicidad que
lo hizo particularmente célebre en los países anglosajones. Consideraba que
“por poco que el hombre reflexione sobre sí mismo, éste reconoce pronto que
no hace nada que no sea en miras de su felicidad.” Tal premisa constituirá,
para los ilustrados, un fin fundamental al cual los individuos debían
encaminarse a través de la razón, que nacía de un profundo sentimiento
interior. Así lo planteaba el autor suizo:

Es la primera verdad con la cual somos instruidos por el sentimiento interior y


continuo con el que contamos. Tal es, en efecto, la naturaleza del hombre, que
se ame necesariamente a sí mismo, que busque en todo y por todo lado su
beneficio, y que no podría nunca desprenderse de ello. Deseamos
naturalmente el Bien, y lo queremos necesariamente. Ese deseo precede todas
nuestras reflexiones y no es dejado a nuestra elección. Él domina en nosotros,
se constituye en el móvil de todas nuestras determinaciones y nuestro corazón
no se dirige hacia ningún Bien particular, sino por la impresión natural que nos
empuja hacia el Bien en general.

Resultaba, a partir de todo ello, que su teoría del derecho natural se basaba en
un utilitarismo racional que consideraba la búsqueda del bien común

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sustentado en presupuestos filosóficos del protestantismo de su tiempo; entre
ellos: el deber, la virtud, la religión, los derechos, la libertad o la autoridad civil.
En su obra principal -Principios de derecho natural-, J.-J. Burlamaqui se
planteaba enlazar tales presupuestos con un sistema elaborado en función de
su idea del hombre ubicado en diferentes estados -estado natural y estado de
sociedad, entre otros-; así, se trata de un ser capaz de entablar relaciones a
través de acuerdos. Tales acuerdos tienen sus propias características, un
contenido y una estructura que varían según los diversos estados. El ginebrino,
además, sostuvo la existencia de un conjunto de relaciones entre las
sociedades políticas; éstas se hallaban reguladas por el derecho de gentes.
Aunque sus propuestas acerca de este derecho se hallan dispersas al interior
de toda su obra, su elaboración forma parte de una estructura unitaria de
pensamiento, planteando esta definición:

[…] no es otra cosa que el mismo Derecho Natural, aplicado, no a los hombres
considerados simplemente como tales; sino a los Pueblos, a las Naciones, a
los Estados o a sus Jefes, en las relaciones que ellos tienen en conjunto, y en
los intereses que comparten.

Profundizando en su desarrollo, para J.-J. Burlamaqui hay dos clases de


derecho de gentes. El primero es universal y de necesidad obligatoria, no
siendo distinto del derecho natural. El segundo es voluntario, está expresado
en convenciones y no tiene carácter obligatorio sino para aquellos que han
decidido someterse a él. De ese modo, su obligatoriedad estaba basada en la
ley natural que ha previsto la fidelidad a los compromisos pactados. No
obstante, como precisa B. Gagnebin, puede advertirse que el ginebrino no
admitía en realidad un verdadero derecho de gentes convencional, ya que los
estados pueden en todo momento sustraerse de las obligaciones que entre sí
han contraído. Para él, la fuerza obligatoria del derecho no depende del
consentimiento o del uso, sino de la ley natural en cuanto tal.

Aunque este autor se alejó de la distinción de H. Grocio entre un derecho de


gentes considerado primario y otro secundario -donde el primero se confunde
con el derecho natural en sí mismo y el segundo está basado en el
consentimiento de los Estados-, el contenido de las ideas manifestadas por J.-

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J. Burlamaqui acerca de la regulación de la guerra se inspiraron en buena
medida en lo tratado en el De iure belli ac pacis del autor holandés. Así, si las
contiendas son consideradas un mal, los estados están llamados a atenuar sus
efectos teniendo en cuenta la observancia del derecho natural; éste,
ciertamente, no prohibía su práctica. El derecho natural exige, en esa medida,
el establecimiento de un derecho de la guerra que se imponga a las sociedades
políticas. Pese a ello, el ginebrino, acogiéndose a una propuesta del gran
jurista protestante, consideraba necesaria una actitud compasiva al señalar:

Pero, incluso es necesario observar en esta situación, que aunque las máximas
sean verdaderas en virtud del derecho riguroso de la guerra, la ley de la
humanidad impone, sin embargo, límites a ese derecho, ella quiere que se
considere no solamente si tales o cuales actos de hostilidad pueden ser
ejercidos contra un enemigo sin que haya lugar a queja alguna, sino incluso si
ellos son dignos de un vencedor generoso. Así, en tanto sea posible, y en
cuanto a nuestra defensa y nuestra seguridad para el futuro nos lo permitan,
hay que atenuar los males que se hace a un enemigo a través de los principios
de humanidad.

En definitiva, J.-J. Burlamaqui mantuvo la identificación del derecho de gentes


con el derecho natural. Un tratamiento distinto respecto de tal identidad fue
planteado por otro jurista de origen helvético: Emer de Vattel. Este hábil
iusternacionalista nacido en Neuchâtel contó con nacionalidad prusiana y llegó
a ser diplomático al servicio de Sajonia, alcanzando celebridad en su época
como teórico del derecho internacional por su tratado El derecho de gentes o
principios de la ley natural aplicados a la conducta y a los asuntos de las
naciones y de los soberanos. La obra, convertida en un clásico está escrita en
un lenguaje algo ostentoso pero muy didáctico por lo que fue destinada a la
instrucción de la diplomacia de la segunda mitad del siglo XVIII. Muy vinculado
a la realidad de su época, su importante trabajo, publicado en 1758, planteó -en
los inicios de la guerra de los Siete Años- un tratamiento específico de las
cuestiones bélicas con innovaciones bien acogidas a ambos lados del Atlántico.
Continuador del jusnaturalismo, consideró a Ch. Wolff su maestro, asumiendo
como él que el derecho de gentes tiene sus fuentes en el derecho natural, y

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admitiendo, al mismo tiempo, que constituye una disciplina distinta. Esta es su
explicación:

La aplicación de una regla a diferentes objetos, no se puede hacer sino de un


modo conveniente a la naturaleza de cada uno de ellos; de donde resulta que
el derecho de gentes natural es una ciencia particular, que consiste en la
aplicación justa y razonada de la ley natural a los negocios y a la conducta de
las Naciones o de los soberanos.

De ese modo, dando continuidad a algunas de las ideas de Ch. Wolff, E. de


Vattel manifestaba que los estados, en la medida en que son considerados
“personas morales,” establecen relaciones entre ellos como los individuos y se
vinculan obligándose pues son titulares de derechos y deberes recíprocos. Una
comparación poco afortunada, pero aún vigente, pues la naturaleza y los
intereses de los particulares no se asemejan necesariamente a los de las
sociedades políticas. Asimismo, el pensamiento jusnaturalista de este autor
adquirió sus propias características pues siendo heredero de la vertiente
moderna del jusnaturalismo añadió a la tradición de pensamiento de H. Grocio
ciertos elementos del pensamiento de Th. Hobbes contenidos en el Leviatán.
Propuso así una concepción del derecho natural donde los estados soberanos
requieren ser considerados como personas libres, capaces de asumir su
necesaria independencia para gobernarse de la manera más conveniente. En
ese sentido, para el diplomático, éstos resultaban los intérpretes directos del
derecho natural, cuando señala:

De esta libertad e independencia se sigue que a cada nación pertenece juzgar


lo que exige de ella su conciencia, lo que puede o no puede, lo que le conviene
o no hacer, y en consecuencia examinar y decidir si puede favorecer a otra sin
faltar a lo que se debe a sí misma.

El jurista de Neuchâtel, inspirándose en gran medida en ideas de Ch. Wolff,


planteó la necesidad de la existencia de una “gran sociedad establecida por la
naturaleza entre todas las naciones”. En tal sentido, precisaba que tal sociedad
estaría constituida exclusivamente por estados soberanos, siendo ésta la
condición para identificarlos: “[t]odas las que sin depender de un Estado

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estrangero (sic), se gobiernan por sí mismas, bajo de cualquier forma que sea,
son un Estado soberano.” A partir de esta definición que establece un vínculo
entre el cuerpo político y la soberanía, se hace manifiesto un principio de
igualdad interestatal a partir del cual el derecho de gentes puede definirse
como la ciencia que tiene lugar entre las naciones o estados, comprendiendo
asimismo, las obligaciones previstas por ese derecho; concluyendo que “el
derecho de gentes es la ley de los soberanos.”

Un estado libre, según E. de Vattel, se constituiría a partir de un acto de


asociación entre los hombres comprometidos en la preservación del cuerpo
político. Para este autor, incluso si se plantease la existencia de un
consentimiento unánime de los individuos para romper el pacto que ha formado
la sociedad política, subsiste una necesidad que genera una obligación de
asegurar el mantenimiento del colectivo político y tiene por objeto tender a su
perfección. Para lograr tales objetivos, el cuerpo soberano requiere una
autoridad que ejerza el poder a través de una constitución cuyo contenido
detalle la forma del poder político, por quién y cómo el pueblo ha de ser
gobernado, así como los derechos y los deberes de quienes gobiernan. En
suma, se trata del “establecimiento del orden en el cual una Nación se propone
trabajar en común;” existiendo la posibilidad de acordarse cambios en su
contenido.

Asimismo, los estados gobernados por sus respectivos soberanos, al


pertenecer a una “Sociedad de Naciones”, adquirían un deber de solidaridad
internacional, en el sentido ilustrado, estando obligados a prestarse asistencia y
contribuir “a la felicidad y perfección de los demás.” Por ello, E. de Vattel
consideraba importante la previsión de un listado de “oficios de humanidad”
que oriente su actuar al respecto. En consecuencia, debían establecerse los
términos de la relación entre la obligación recíproca, por una parte, y la
independencia y la libertad de los estados, por otra. Una relación que aparenta
ser antagónica. En todo caso, el jurista se había alejado de las ideas de su
maestro Ch. Wolff y su propuesta de la Civitas gentium máxima, según la cual
el derecho de gentes se entendía, prácticamente, como una especie de
derecho civil. Una premisa clave del autor es que si cada estado puede

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procurarse la mayor parte de sus necesidades, la obligación de solidaridad no
es una necesidad; así, la soberanía permanece intacta y cada soberano
establece lo que considera mejor para el cumplimiento de sus deberes
internacionales.

Son previsibles, entonces, pugnas por intereses estatales. En este supuesto,


para el jurista helvético cada estado contaba al respecto con absoluta libertad a
la hora de interpretar el derecho natural. Para dar respuesta a tales
eventualidades, y en ausencia de la Civitas gentium maxima concebida como
poder supranacional, se hacía necesario el acuerdo entre naciones para
establecer un contenido compartido de dicho derecho natural. Tal contenido
común concretaba un derecho de gentes voluntario que se traduce en la
elaboración de un derecho positivo. Como precisa Henri Légoherel, el derecho
natural basado, según E. de Vattel, en la naturaleza del hombre y de las cosas
es ante todo un código de moralidad internacional, las naciones deben
observarlo pero ante su inaplicación por alguna de ellas, no existe sanción
alguna salvo la moral.

Con el derecho de gentes voluntario E. de Vattel se concretaría una evolución


dentro la propia corriente jusnaturalista en el siglo XVIII. Previamente, Ch.
Wolff, había elaborado en el siglo XVII una teoría del derecho de gentes cuyo
fundamento exclusivo era el derecho natural. Tal derecho, que recogía la
denominación tradicional, resultaba obligatorio para los estados y era
denominado “derecho necesario o natural de gentes” acogiendo, en la obra del
profesor de Halle, el “derecho de la guerra.” Bajo el marco de la civitas gentium
máxima el filósofo consideraba que parte de la esencia de toda sociedad
implicaba que ésta tuviese leyes, por tanto, la “gran republica” no podría estar
desprovista de ellas. Sus normas no eran distintas de las leyes naturales que
se concretan en leyes civiles, y así debían regir en el marco del gran colectivo
político.

Para Ch. Wolff, la concreción de tales leyes constituiría lo que H. Grocio


denominaba el derecho de gentes voluntario; no obstante, según el autor
germano, ni el holandés ni sus adversarios habían distinguido con suficiente
precisión lo que efectivamente constituía la materia de tal variante del derecho

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entre las naciones. En su propuesta teórica, en el fondo, el maestro de E. de
Vattel hacía suyas las nociones que contemplaba el derecho natural y
voluntario definido por el jurista holandés; asimismo, cuando configura el
derecho natural como un derecho civil de las naciones, recogía las reflexiones
que al respecto aparecían en los trabajos de S. Pufendorf. En definitiva, las
ideas de estos tres autores dieron cimiento a las elaboraciones del derecho de
gentes de J.-J. Burlamaqui y E. de Vattel.

Para el ginebrino, las naciones constituían una “especie de Sociedad” en cuyo


interior rigen “leyes primitivas y generales” que constituyen el “Derecho de
Gentes o la Ley de las Naciones.” En ese sentido, para J.-J. Burlamaqui el
derecho natural era asimilado al derecho de gentes respecto del cual distingue
dos categorías: “Siendo así se podría distinguir dos clases de derecho de
gentes, uno de necesidad que es obligatorio en sí mismo y que no difiere en
nada del derecho natural, el otro que es arbitrario y de libertad y que no está
basado sino en una especie de convención tácita: convención que extrae ella
misma toda su fuerza de la ley natural, que ordena ser fiel a sus compromisos.”
La referencia a un derecho arbitrario y de libertad guarda relación con el
derecho voluntario de H. Grocio en tanto difiere del derecho de “necesidad”. El
contenido del derecho de gentes del profesor de Ginebra abordaba el derecho
de la guerra, el derecho de los tratados y de las alianzas y el derecho de las
embajadas; por ende, este autor elaboraba una doctrina que ponía en juego
aspectos teóricos del derecho de gentes vinculados con la práctica de las
naciones.

A su turno, E. de Vattel contribuía significativamente en la elaboración del


derecho de gentes bajo los postulados del jusnaturalismo, siguiendo la tradición
de los autores mencionados; no obstante, a diferencia de sus antecesores,
apenas iniciado su célebre tratado, se definía así a esta rama jurídica: “la
ciencia del derecho que se guarda entre las Naciones o Estados y de las
obligaciones que les corresponden”, procurando dar un tratamiento más
riguroso de esta variante específica del derecho desde su enfoque realista que
debía concordar con el objetivo pragmático de su pensamiento y su práctica
diplomática. Además, para el jurista de Neuchâtel, a diferencia de J.-J.

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Burlamaqui, el derecho natural no constituiría el único contenido del derecho de
gentes; es decir, divide este derecho en dos variantes: el derecho de gentes
necesario, que es “el que consiste en aplicar a las Naciones el derecho natural”
y el derecho de gentes voluntario, basado en la consideración de las naciones
como “libres, independientes e iguales, y debiendo cada una juzgar en su
conciencia de lo que ha de hacer para cumplir sus deberes.”

Del último resultaba el derecho de gentes convencional y el derecho de gentes


basado en la costumbre, los cuales constituirían, junto al derecho de gentes
voluntario, “el Derecho de Gentes Positivo.” El diplomático establecía un marco
de relación entre el derecho de gentes necesario y el voluntario explicando que
“[…] en virtud de la libertad de las Naciones y de las reglas de su sociedad
natural, el derecho esterno (sic), que han de observar recíprocamente, difiere
en ciertas ocasiones de las máximas del derecho interno siempre obligatorias
en la conciencia.” Ese derecho externo que es resultado de convenciones y
prácticas estatales es entendido como el derecho de gentes voluntario y el
derecho interno está referido al derecho de gentes necesario. El jurista suizo se
proponía elaborar, en ese sentido, un cuadro completo del derecho de gentes
en su época estableciendo un vínculo entre una fuente de moralidad referida a
la conciencia -de quienes dirigen soberanamente a las naciones- y una
voluntad de creación normativa que buscaba, además, ajustarse a los intereses
de los estados. Unas reglas que debían inscribirse en un derecho en la guerra
voluntario, convencional y consuetudinario.

Finalmente, atendiendo a la libertad estatal, E. de Vattel proponía criterios para


llevar adelante guerras justas atendiendo a que cada estado podía decidir a
voluntad si hacía uso o no de la fuerza para el respeto de sus derechos.
Además de plantear que la guerra se regulase por normas que previesen un
contenido tan humano como fuese posible, el autor suizo estimaba que ante la
evidencia de un ejercicio discrecional de la violencia internacional, se hacía
necesario desarrollar la práctica del arbitraje, dando, a su vez, a la neutralidad
la definición que aún se conserva en el Derecho actual. La guerra y su
evaluación desde premisas jurídicas y morales eran parte de la reflexión del
derecho internacional. El discurso de la guerra justa se mantuvo en la obra de

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ambos tratadistas como expresión de las exigencias del derecho natural al cual
J.-J. Burlamaqui y E. de Vattel no renunciaron expresamente. Sin embargo,
resulta claro que una aproximación realista ganó el pensamiento del segundo
autor contribuyendo al desarrollo de un tratamiento orientado a la regulación de
los actos de guerra; en consecuencia, el derecho en la guerra resultó reforzado
en relación con el derecho de hacer la guerra. Su apuesta por la soberanía de
los estados admitía que éstos actuasen según sus intereses, que no debían ser
obstáculo para mantener las relaciones entre las naciones, y sus soberanos,
cuya finalidad era preservarse y asegurar la felicidad de sus miembros. Se
esbozaba así un desplazamiento en el enfoque del jus gentium decayendo el
derecho natural para dar paso a un derecho de la guerra expresado en reglas
positivas y convencionales.

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