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Seminarista: Daniel González

LA DIMENSIÓN RELIGIOSA CONSTITUTIVA DEL HOMBRE, FUNDAMENTOS DE LAS RELIGIONES


HISTÓRICAS. EXPLICACIONES REDUCTIVAS DEL HECHO RELIGIOSO.

1. La inferencia metafísica de Dios connatural al hombre, fundamento noético inmediato de


la religión

Todo aquel que es consciente en reflexionar su propia existencia u obrar humano puede
reconocerse, en lo que describe el autor de la experiencia ontológica del ser, que abarca y
constituye a todo cuanto escapa al naufragio de la nada.

El ente es lo primero que se conoce y –como horizonte permanente de inteligibilidad– aquello


en lo que se resuelve cualquier conocimiento intelectual, que es siempre de algo que es (cfr.
Tomás de Aquino, De veritate, I, 1). El saber acerca del ser en cuanto tal –la experiencia
ontológica del ser del ente lo explicitará la reflexión metafísica como un valor
omnicomprensivo y envolvente-trascendental (así llamado porque trasciende a todas sus
modalidades categoriales) como afirmaba Parménides– la nada es infecunda; si algo existe
ahora, algo, alguien –o un Ser originario, comienzo de todo– ha debido existir necesariamente
desde siempre);

La originaria captación intelectual, al menos implícita, de la significación vivencial, ejercida


(Erlebnis), del valor absoluto y de la necesidad del ser y de sus trascendentales, está implícita
en lo que podríamos denominar la «apertura trascendental» constitutiva de la subjetividad
personal, entendida como aptitud de saber acerca del ser, originario y originante –fundante–
de todo saber categorial, y –en él fundada– de querer originario y originante –fundante– de
toda decisión voluntaria.

Toda la actividad humana está caracterizada por esta apertura. La persona humana es fuente
de actividad. Actualizamos nuestro ser en cuanto personas mediante el conocimiento
(especialmente el conocimiento intelectual), el amor (la vida moral) y la creatividad (arte y
técnica). En cada una de estas esferas nuestra actividad contiene una cierta tensión y
orientación hacia lo absoluto.

En esta apertura al absoluto, al ser sin restricción, estriba, precisamente, la vertiente espiritual
de la subjetividad humana. Somos una identidad simultáneamente espiritual y corpórea. Esta
apertura al orden trascendental es, justamente, el horizonte mental que permite –e impone–
la inferencia que remite al Ser Trascendente –fundamento inmediato de la experiencia
religiosa–, respecto al cual la subjetividad es una respuesta –tendencia ontológica de su
Llamada creadora.

1.1. Apertura al Absoluto implícita en cualquier experiencia propiamente humana. (Primera


fase del itinerario de la mente humana a Dios)

El entendimiento humano está abierto a toda realidad, a toda verdad, no solo a unas parcelas,
y solamente quedará saciado si su ilimitada capacidad de verdad encuentra la verdad absoluta.
La voluntad humana desea naturalmente («voluntas ut natura») el bien pleno, sin límites. La
voluntad trasciende cada uno de los bienes particulares que se le presentan y desea el bien
absoluto. Esta apertura a la Verdad y el Bien absolutos pertenece a la estructura misma del ser
humano. El hombre siente así la necesidad de ser ayudado y dirigido por un ser superior; y este
Ser es el Ser que todos llamamos Dios.

En nuestro deseo de un bien absoluto que sigue a la apertura intelectual a todo cuanto es, sin
restricción, encuentra su fundamento la libertad humana. En cuanto personas abiertas al
ámbito trascendental de la verdad y el bien absolutos no estamos determinados a escoger un
determinado objeto de conocimiento o de amor. Nuestra experiencia de libertad se expresa en
la experiencia de responsabilidad. Existe un Dios personal sin el cual la libertad no existiría; sin
Dios, la libertad acabaría en la nada.

Todas estas reflexiones nos hacen presentir a Dios –a un Absoluto– de un modo indeterminado,
pero no bastan para alcanzar clara y distintamente al Dios personal, trascendente y creador,
que es por sí mismo fuente de cuanto tiene el ser recibido «participado», en virtud de una
donación liberal y gratuita de Aquel que es por esencia.

Tomás de Aquino nos presenta el proceso demostrativo de la existencia de Dios, en esta misma
perspectiva, como suscitado por un previo y originario conocimiento del valor «absoluto» y
«necesario» del ser, connatural al hombre, implícito en cualquier experiencia propiamente
humana.

Puesto que algo es, es evidente que algo –o alguien– es «necesariamente», por sí mismo.
«Todo es por otro», entraña contradicción. El ser y sus trascendentales están «absueltos» de
toda relación de dependencia a un más allá de sí mismos.

El ser como totalidad no puede ser relativo a nada ni puede encontrar su razón de ser más allá
de sí mismo.

Esta es la primera fase de la prueba, que se detiene en el nivel trascendental del ser, que nos
muestra a Dios como desde lejos, por alguno de sus atributos, sin advertir su trascendencia al
mundo de los entes finitos.

Nos permite descubrir que existe al menos un ser, que es por sí mismo («aseidad»), cuyo ser no
es recibido de otro, que debe ser necesariamente y no puede no ser, que es por sí sin recibir su
ser de un más allá: de sí mismo: es, absoluto, absuelto de toda relación de dependencia.

Algunos, deslumbrados por este descubrimiento (en el sentido de explicitación de una


experiencia metafísica común a todos los hombres) se detienen en él sin advertir las
implicaciones de la experiencia ontológica completa, sin mutilar o marginar parte de su
contenido.

Las verdaderas divergencias entre los filósofos comienzan –en la segunda fase de la prueba de
Dios como fundamento trascendente del mundo– cuando se pone en contraste, este nivel de
experiencia ontológica –trascendental– con la experiencia óntica –categorial– de los entes que
«son». Que son, sí; pero que son según modos irreductiblemente distintos, opuestos
relativamente entre sí, y sin embargo convienen totalmente en el valor absoluto del ser (el
estupor del filósofo que ahonda en el misterio ontológico aquí se abre al descubrimiento de «El
que es», que funda la genuina experiencia religiosa de una Persona Absoluta y trascendente,
que llama a cada hombre y mujer por su propio nombre, haciéndoles capaces –al crearlos a su
imagen– de responderle y «dialogar» «con Él» (cfr. CEC, 27)). «Son»... porque el Ser –El que es–
«les hace que sean».

En ese contraste entre lo trascendental y lo categorial –entre el ser del ente y los entes
distintos, opuestos y complementarios, según relaciones de alteridad– emerge a la luz el
principio de causalidad metafísica que nos remite al Absoluto ser trascendente que va más allá
de todas las cadenas de causalidad creada del mundo categorial que aparecen a los ojos del
metafísico como una participación de la causalidad trascendente del Creador, y no pueden
explicar absolutamente nada del ser de su efecto.

Si el acto filosófico fundamental –observa C. Fabro– es el acto de la «trascendentalidad» que


refiere todo lo finito al Infinito, el acto religioso –la oración, el más radical de ellos– emerge del
reconocimiento de la nada implicada en la finitud «como aspiración a la salvación y a la
liberación del mal» que se espera del fundamento infinito («de Dios creador del mundo y Padre
de los hombres», Libertad infinita fundante de la libertad finita). «La finitud propia del ente no
espiritual es clausura; la de la conciencia es, también, garantía de apertura y disponibilidad... la
vida de la conciencia es una lucha contra la nada»

1.2. Inferencia de Dios, como Absoluto trascendente y Creador del Universo de los entes
finitos. (Segunda fase del itinerario de la mente humana hacia Dios)

Lo absoluto trascendental –el ser del ente– está al principio de toda actividad intelectual –y de
la vida humana que ella hace posible– y, a lo largo de todo su decurso, como su horizonte u
objeto formal permanente, a cuya luz aparece el ente que lo posee.

Aparece, en efecto, el ente «como lugar» de tensión ontológica que embaraza al espíritu
humano en la primera de sus nociones, de la que cualesquiera otras son derivaciones: modos
de tener parte en el ser o entes por participación (algo o alguien es, según un modo distinto en
cada caso).

Es el misterio del ser del ente que surge en el inicio de la actividad intelectual y se mantiene en
todo su decurso, pues se anuda en el interior del objeto formal de la inteligencia.

La causalidad metafísica por la que alcanzamos a Dios Creador se descubre cuando se


relaciona lo trascendental –el ser del ente horizonte permanente propio del objeto formal de la
inteligencia humana omniabarcante y omniconstituyente– con el ente categorial que de él
participa según el modo limitado de su modo de ser –su esencia– irreductiblemente
subsistente, finito, que en cuanto distinto de los demás implica alteridad, distinción relativa
respecto a los otros.

Para establecer con rigor el valor metafísico de la inferencia de la existencia de Dios –en su
esencia misma metafísica, quoad nos– será conveniente que hagamos algunas precisiones. La
participación de diversos habens esse en el valor de ser (esse), que funda el principio de
causalidad metafísica por el que alcanzamos a Dios, supone estricta «subsistencia» y una
correlativa alteridad o distinción de participantes. Es evidente que santo Tomás trata las
«cosas» de este mundo como otros tantos seres subsistentes y causas extrínsecas. Pero es muy
discutible que ello sea así, sobre todo teniendo en cuenta la fenomenología del
comportamiento humano en relación con la conducta animal y los avances de la ciencia
moderna y de la Filosofía de la naturaleza que interpreta sus conclusiones.

La prueba de Dios es, pues, «per creaturas» e «in creaturas». Conocer naturalmente a Dios no
es conocer a Dios en sí mismo, sino conocerlo en tanto que conocemos estas en profundidad: es
su fundamento trascendente, sin que podamos percibirlo –penetrar en Él– por un acto de
conocimiento que no se refiera a las cosas. Estas las conocemos como emergiendo activamente
de la fuente creadora del Ser irrestricto. Pero esa Fuente activa del orden de los entes que
participan el valor trascendental de ser no puede ser contada entre los diferentes elementos de
ese orden. No está vinculado a ese orden por ninguna relación extrínseca. Es preciso afirmar su
libertad sin límites, su independencia absoluta respecto a un más allá de sí mismo. Por eso,
aunque es inevitable establecer una relación lógica entre nuestra noción de Dios y el
conocimiento que tenemos del orden de entes finitos, ha de negarse toda relación real que
pudiera vincular a Dios con la criatura.

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