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-Las cinco emes

Este big bang ha multiplicado la demanda de protección social en términos tanto cuantitativos
como cualitativos. Mucho más desde el estallido de la crisis financiera e inmobiliaria, que ha
expandido la tasa de paro hasta el 15% de camino hacia los cuatro millones de parados, con un gasto
público en prestaciones por desempleo en 2009 en 30.000 millones de euros: el 3% del PIB (21.000
millones en 2008: un 36% más de lo presupuestado). Y no sólo eso, pues ya antes de la llegada de la
crisis los niveles de pobreza y exclusión social eran en España desproporcionadamente altos
(Subirats, 2006), dado el rampante crecimiento demográfico como consecuencia del ingreso de cinco
millones de inmigrantes, en su mayoría de bajo poder adquisitivo. Según Caritas, sólo el 48% de las
familias españolas pueden considerarse socialmente integradas, pues el 35% tiene una integración
precaria, el 12% una exclusión compensada y el 5% una exclusión severa (Informe FOESSA, 2008).
Cifras que a partir de la instauración de la crisis estarán empeorando a marchas forzadas.

Dicho impacto cuantitativo de la crisis y su repercusión sobre los demás pilares del Welfare
(pensiones, sanidad y educación), se centran en el cuarto pilar: el big bang de los servicios sociales, lo
que se suele llamar las cinco emes del Estado de bienestar, como objetivos estratégicos en cuya
protección específica debe centrarse diferencialmente la política social: los menores (políticas de
infancia y juventud), los mayores (política de discapacidad y asistencia geriátrica), las mujeres
(políticas de género e igualdad), los migrantes (políticas de acogida e integración) y las minorías tanto
religiosas como étnicas o sexuales (políticas de diversidad cultural). Cada uno de estos sectores en
riesgo plantea sus propias demandas y necesidades de protección social, a veces incompatibles con
las demás. Y todos ellos lo hacen de forma cada vez más problemática. Veámoslo un poco por
encima.

Menores.- La minoría de edad se extiende desde la cuna hasta los 16 o 18 años, pero la
juventud aún se prolonga más (hasta cerca de los 30), dado el bloqueo de la integración adulta, y en
todas esas fases aparecen problemas específicos que demandan protección diferencial. Ante todo
está la educación infantil (de cero a 6 años), pendiente de universalizar y carente de personal
especializado. Este objetivo es urgente, pues de él depende la compatibilidad del trabajo materno.

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Después aparece el cada vez más grave problema del fracaso escolar con sus secuelas de
matonismo, maltrato y acoso (Gómez, 2008), cuyas dimensiones docentes y pedagógicas escapan a
este escrito, pero que demanda una cada vez más urgente intervención de los servicios sociales en
términos de mediación y rehabilitación. Relacionado con esto también subsiste el grave problema
que plantea la baja calidad de la formación profesional, tan despreciada en España tanto por los
ciudadanos como por las autoridades, con muy graves consecuencias para el truncado
estrangulamiento de nuestra pirámide de capital humano. De ahí la conveniencia de apostar por la
formación profesional como principal recurso integrador y rehabilitador a ofrecer por los servicios
sociales dirigidos a los menores (centros de inserción ocupacional).
Sigue a continuación el problema de la desviación adolescente, con graves trastornos de
conducta entre los que destacan el aborto, las bandas juveniles, las adicciones tóxicas (donde la
juventud española ostenta el triste récord mundial), los trastornos alimentarios (anorexia, bulimia) y
el llamado ‘botellón’. En este campo destaca la casi total ausencia de centros públicos de protección
a menores, estando ampliamente privatizada la muy escasa oferta existente, de ínfima calidad y con
graves problemas de maltrato a los menores acogidos, según denunció un reciente informe del
Defensor del Pueblo.
Y queda por último el sempiterno bloqueo de la emancipación juvenil, aparentemente
irresoluble en ausencia de unas políticas de inserción a través del empleo y la vivienda que, a pesar
de los recientes intentos gubernamentales, en España son casi inexistentes e inútiles en la práctica.
De ahí que también poseamos el triste récord mundial de la edad más tardía a la hora de
emanciparse de la dependencia familiar, privando a los jóvenes del necesario aprendizaje
experimental de la propia autonomía personal y residencial (Gil Calvo, 2007).

Mayores.- Al margen de la escasa cuantía de las pensiones de envejecimiento, aquí la


demanda se concentra en dos graves problemas: el creciente aislamiento de los ancianos, que
exigiría universalizar los servicios de asistencia a domicilio (algo que hoy sólo está al alcance de las
comunidades forales con concierto económico), y la gravísima escasez de plazas en centros de salud y
residencias geriátricas, campo en el que todavía está casi todo por hacer, pues lo poco que hay es
privado y a veces infrahumano. Éste es el gran desafío al que debía hacer frente la flamante Ley de
Dependencia, cuyo desarrollo sigue bloqueado por la crisis económica (cuando podría suponer una
gran apuesta estratégica para salir de ésta). Y mientras tanto, el coste de la protección a los mayores

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se devuelve a sus familias, para descargarlo sobre sus cuidadoras femeninas en perjuicio de su
derecho a la propia autonomía personal (Gil Calvo, 2003).

Mujeres.- Es el tema estrella de la primera legislatura del presidente Zapatero, que centró
gran parte de su trabajo legislativo en la violencia de género y la conciliación del trabajo femenino
con la maternidad. Pero como se sabe, no se cambia la realidad social por decreto (Crozier, 1984).
Pese a su mayor penalización punitiva, la violencia machista prosigue intacta, pues para combatirla
no se precisan más juzgados penales sino más servicios sociales. Y lo mismo cabe decir de la
compatibilidad entre trabajo y maternidad, que no se facilita con leyes de igualdad sino con la
universalización de la educación infantil y otras medidas de apoyo a las madres trabajadoras
(políticas de empleo y vivienda, rentas de inserción, formación ocupacional, etc). Por todo lo cual,
conforme crece el número absoluto y relativo de los hogares matrifocales, también crecen en
consecuencia los niveles de pobreza y exclusión social que se concentran en las familias presididas
por mujeres con responsabilidades familiares a su cargo (Flaquer, 2007).
Y es que, mientras subsista su segregación profesional (ghetto rosa), su discriminación salarial
(brecha de género) y su relegación en el acceso a la función directiva (techo de cristal), las mujeres
seguirán siendo ciudadanas de segunda clase, pues esos frenos que bloquean su emancipación no
pueden apartarse ni superarse por decreto-ley. De ahí la necesidad de apostar, a todos los efectos,
por la formación profesional como principal instrumento potenciador de la autonomía femenina
(empowering), objetivo prioritario de los diversos servicios sociales que prestan protección a las
mujeres en situación de riesgo y carencia.

Migrantes y Minorías.- Por último cabe agrupar en un mismo epígrafe la creciente demanda
de protección social que plantean las minorías culturales, entre las que destacan los abultados
contingentes de inmigrantes. El problema es ante todo cuantitativo, dado que por sus bajos ingresos
y por su origen social, estos contingentes son demandantes netos de protección en una proporción
muy superior a los naturales del país. Pero además, lo reciente e intenso de su flujo inmigratorio ha
sobrecargado las listas de espera en los distintos servicios públicos (educación, sanidad, vivienda
protegida...), que no estaban preparados para asistir a tantos usuarios. En consecuencia, se ha
abierto un inédito conflicto entre inmigrantes y autóctonos por el acceso a unos servicios públicos
tan insuficientes como crecientemente saturados.

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Además, dado que muchos contingentes de inmigrantes proceden de culturas, idiomas y
religiones completamente ajenos a los españoles, se ha planteado la inédita necesidad de crear
servicios de traducción, acogida, integración y mediación intercultural. Y el último efecto perverso de
esta sobrecarga de la demanda causada por la inmigración es la creciente segregación étnica que ya
está apareciendo en servicios esenciales como la educación, cada vez más escindida en dos redes,
una privada étnicamente limpia y otra pública heterogénea y multicultural.
Una segregación escolar y educativa que está reforzando el latente racismo xenófobo que de
siempre ha existido en España contra los gitanos, pero que hoy se esgrime también contra moros,
negros y sudacas. Y esta segregación de la enseñanza no es más que un reflejo de la segregación
laboral y urbana que ya se da en los mercados de trabajo y de la vivienda, dando origen a esos
barrios segmentados por la afinidad étnica que cada vez se parecen más a ghettos yuxtapuestos.
Todo lo cual refuerza la necesidad de crear servicios públicos de mediación social capaces de prevenir
y encauzar el conflicto intercultural.

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