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Mario Teodoro Ramírez

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La ‘Fenomenología del espíritu’ de G.W.F.
(dedicado a mis queridos amigos 'chilangos')
Prólogo
Llegó a la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM a cursar su Maestría, a fines de los
setenta. Venía de una tranquila ciudad provinciana. Llevaba bajo el brazo su ejemplar de la
‘Fenomenología del espíritu’ de G.W.F. Hegel, un libro que era, para él, un tesoro, un cofre
de enigmas, un Aleph que contenía todo: lo que podía saberse y lo que no, lo que podía
entenderse y lo que no, lo que existía y lo que no. Desde que era estudiante del bachillerato,
cuando vio el libro aquel en una pequeña librería de Morelia, le llamó la atención. Todo le
sabía a misterio, empezando por las extrañas siglas “G.W.F.” ¿Se trataba de la clave de
algún catalogador de textos filosóficos o de la de algún extraño título nobiliario? Tiempo
después se enteró que eran las abreviaturas del extenso nombre del filósofo alemán: Georg
Wilhelm Friedrich. Tomó el Seminario del profesor Valencia, que retomaba y continuaba,
en ausencia, el del profesor Ricardo Paz, quien viajaba por Europa después de haber
instaurado los estudios hegelianos en aquella venerable Facultad (el profesor, el Doctor
Ricardo Paz era enemigo jurado del poeta Octavio Guerra, a quien acusaba de haberse
fusilado a los filósofos del 'Hiperión' en su exitoso ensayo 'La soledad del laberinto'). El
profesor Valencia no hacía mucho caso a las impertinencias filosóficas de Fernando Ayala
–así se llamaba nuestro personaje, un joven estudiante de filosofía en la ciudad más grande
del mundo. Sin embargo, a Fernando le intrigaba el obsesivo intento de Valencia por
penetrar pausadamente, progresivamente, en las intrincadas, casi ilegibles, páginas de la 1
‘Fenomenología’. Renglón por renglón, palabra por palabra. El joven, de no más de
veintidós, subrayaba el texto –con lápiz–, ponía señales y notas al margen, en las hojas
blancas del inicio y del final hacía breves anotaciones, palabras sueltas. Dejó de subrayar
cuando se dio cuenta de que prácticamente iba a quedar subrayado todo el libro, del
primero al último renglón. ¿Qué caso tenía entonces? El lunes, saliendo de clase se puso de
acuerdo con Francisco Arroyo, su compañero del Seminario. Querían ver “Alien” en la
Muestra de cine. Ni se imaginaban el horror de aquella primicia cinematográfica. Ya para
despedirse, Fernando apuntó el número telefónico de su amigo. Traía la ‘Fenomenología’
en la mano y rápidamente escribió en la plana interior de la contraportada: “5292962”. Te
llamo, entonces, le dijo. De acuerdo, asintió Francisco.
El espíritu subjetivo
Fernando enfiló hacia la terminal de autobuses, que entonces se encontraba atrás de la torre
de Rectoría. Hizo la fila acostumbrada y subió a uno de aquellos grandes autobuses (una
ballena o un delfín, como les llamaba el gobierno del DDF). Se acomodó en un asiento
pegado a la ventanilla. Le esperaba casi una hora de recorrido hasta los rumbos del metro
Chapultepec, donde rentaba un cuarto en una casa de huéspedes. Sentía cansancio,
agotamiento. Además de los recorridos y las actividades del día, el smog de la ciudad era
insufrible. Llegaba la noche y la contaminación hacía ver el panorama citadino de una
oscuridad casi siniestra. Vio el desfile interminable de bares y tiendas de Insurgentes Sur.
Apretaba los ojos para aliviar la irritación. Se los talló y abrió la ‘Fenomenología’. Localizó
la parte que tocaba leer para la siguiente sesión. Todo tenía que ver con que el Espíritu es lo
único que es desde sí, en sí, para sí, por sí, ante sí, y sabe cuántos “sí” más… Empezó a
cabecear. El autobús iba lleno, con gente de pie. Los infames jaloneos a los que el
desalmado chofer sometía a todo el pasaje le impedían quedarse dormido. El chofer frenaba
y arrancaba en cada parada como si tuviera toda la prisa del mundo. Un pasajero, un
hombre adulto, colgado del pasamanos, le gritó: “¡Órale, chofer, que no traes vacas!”.
Disminuyó un poco el ajetreo. Fernando cerró los ojos y sin querer en pocos momentos se
quedó profundamente dormido. Siguió así interminables cuadras. Por instinto, o por alguna
voz que escuchó en sueños, se despertó cuando el autobús estaba a punto de arrancar de la
parada donde debía bajarse. Corrió desesperado, gritando ¡Bajan, bajan!, el chofer frenó un
poco y apenas alcanzó el joven a poner pie en el piso el autobús arrancó inmisericorde.
Acabó de despertar caminando ya por la Avenida Mazatlán. Llegó a la casa, fue a su cuarto.
Quería seguir durmiendo, pero decidió leer un poco más. Buscó la ‘Fenomenología’ en su
mochila, y… ¡no estaba! "¡Oh, no, desgracia!", exclamó para sí. "Dejé el libro en el
autobús", reflexionó, recordó. Lo había puesto sobre sus piernas, y al quedarse dormido y
con el terrible zangoloteo se cayó al piso. “¡Qué coraje!, ¿Y ahora qué voy a hacer?”.
Después de un rato de malhumor se fue a la cama con el plan de al día siguiente ir a
conseguir otro ejemplar en la sucursal de la librería de la Universidad que se encontraba en
Insurgentes, relativamente cerca, enfrente del Condominio Insurgentes. Encendió una
pequeña radiograbadora y se quedó dormido como todas las noches: escuchando un
agradable programa de Radio Universidad. La sensual y evocadora voz de la locutora lo
arrulló y le hizo olvidar los malos momentos de la tarde, el infortunio de haber perdido el
libro. Eran sus subrayados y sus notas lo que le preocupaba. Era también la manera como el
libro lo había acompañado desde su acercamiento a los estudios en filosofía. Un objeto
“especial”, sin duda. Un símbolo de sus intereses y deseos. Todo un fetiche…
El espíritu objetivo 2
Entre diversas ocupaciones no le fue posible salir en la mañana a la librería, como lo había
planeado. Lo dejó para la tarde. Después de ir a comer, regresó a la casa. La hospedera le
habló: “Fernando, tienes una llamada”. Se acercó a la mesita en la sala donde estaba el
aparato. Se puso. Del otro lado se oyó una voz desconocida, era alguien joven. “Este… ¿es
usted…, eres Fernando?”, escuchó. “Sí, ¿quién habla?”, respondió con cierta impaciencia.
“¡Ah!, ¿usted dejó un libro en un camión de la ruta CU?”. “Sí, así es”, dijo expectante. “La
Fenomenología”, pensó emocionado, sin poder creerlo todavía. “Bueno, si lo quiere se lo
puedo llevar, si me da una recompensa”. Sin pensarlo mucho Fernando asintió. “¿Cómo le
hacemos?”, inquirió al desconocido. “Mañana nos podemos encontrar en la glorieta del
metro Insurgentes, a las cuatro de la tarde”, respondió la voz. “Sí, cómo no. ¿Pero no puede
ser hoy mismo?”. “No puedo, tiene que ser mañana”. “Está bien”, aceptó resignado.
Todavía le preguntó cómo había localizado su número. El desconocido le informó que su
hermano vio un número telefónico escrito en el libro. Habló con un tal Francisco, le dijo lo
del libro y él recordó que Fernando había anotado su número ahí. Le dio el número
telefónico de Fernando para que le llamara. “¡Ah!, por último –agregó el joven–, llevaré
una cachucha roja, como la de los Diablos rojos”… El resto de la tarde y al día siguiente
por la mañana Fernando no hizo otra cosa que esperar a que fueran las cuatro de la tarde.
Desde una hora antes se encaminó hacia la Glorieta. Llegó varios minutos adelantado. Se
dedicó a pasear por los alrededores, observando a la gente que caminaba o corría por ahí de
un lado a otro. Se acercó a una discoteca donde vendían discos importados. Echó un
vistazo, regresó al centro de la glorieta, temía que el joven no lo encontrara y se fuera
pronto. Eran las cuatro de la tarde con tres minutos y Fernando se sentía impaciente,
desesperado. “No va a llegar”, se decía pesimista. Se sentó en un borde de cemento y siguió
mirando para todos lados. Alcanzaba a sentir los zumbidos del tren metropolitano por
debajo de sus pies. En eso estaba cuando un joven se acercó. Tenía cachucha roja. “¿Es
usted Fernando, eres tú?”. Fernando se alegró. Se puso de pie y saludó al jovencito. Tenía
apenas unos dieciséis años, era espigado y moreno. Tímido y un poco nervioso. ¿Tienes el
libro?, le preguntó con cierta apuración. “Sí, pero van a ser veinticinco pesos de la
recompensa”, contestó el muchacho. Es una ganga, pensó Fernando, nuevo me costaría más
de cien. “Este chico no tiene ni idea”. Como se sentía muy satisfecho le ofreció treinta
pesos. El joven contestó precipitadamente, mecánicamente: “¡Huy no! ¡No me conviene!
Este… ¿cuánto dijo? ¿Treinta? ¡Ay!, creí que decía veinte… Sí, claro, treinta está bien,
muchas gracias”. Después Fernando se enteraría que el joven ayudaba a su padre con un
negocio en un tianguis. "Bueno, pero el libro, ¿dónde está? Deja verlo”. El muchacho lo
sacó de una bolsa de plástico del supermercado “Blanco”. Se lo mostró a Fernando, “¡Oh,
no!”, exclamó sorprendido, “pero éste no es”, dijo decepcionado. El libro, un poco sucio y
de una edición que se notaba corriente llevaba por título: “Metafísica del espíritu.
Enseñanzas del esoterismo para el hombre de hoy”. Fernando rió un poco, trataba de
esconder su molestia. “¡Ah!, ¿no?”, dijo el muchacho, también con gesto de decepción. “Es
que mi hermano Jesús me dijo el título, no entendí bien, algo mencionó de espíritu, lo
busqué y éste fue el que hallé”, se explicó un poco apenado. ¡Qué calamidad!, pensó
Fernando con cierto enojo: “sólo a mí se me puede ocurrir confiar en desconocidos”. El
muchacho se encaminó hacia un lado sin despedirse. ¡Espera!, le llamó Fernando, "¿puedes
volver?, te digo bien el título". El joven negó con un movimiento de cabeza. “No creo,
Jesús se va a enojar conmigo. Mejor ahí nos vemos, señor”, y siguió caminando. Fernando
se sintió triste, desesperado. “Oye, ¿dónde vives?, puedo ir a tu casa a recogerlo; te doy la
recompensa como sea”. El joven se detuvo y miró hacia el norte, más allá del gran anuncio 3
luminoso de Coca-Cola. “Vivo en Naucalpan, lejos, muy lejos de aquí”. No importa, dijo
Fernando, puedo ir, tengo tiempo. El joven aceptó y ambos caminaron juntos. ¿Cómo te
llamas?, le preguntó. “Este…, José, pero me dicen Pepe. A veces creo que me llamo Pepe y
que me dicen José”. Rió un poco. Subieron a un autobús y al poco rato bajaron, en el
Periférico tomaron una ballena, un camión ruidoso que echaba humo por todos lados.
Siguieron conversando de manera intermitente. Largos ratos guardaban silencio. Fernando
contemplaba el norte por la ventanilla. No lo conocía, era la primera vez que andaba por
aquellos rumbos. No podía dejar de sentir cierto nerviosismo. ¿A dónde iba? ¿Qué iba a
pasar? ¿Encontraría el anhelado libro? ¿El espíritu se apiadaría de él? ¿Hablaría por él?...
José le contó que vivían cuadras adentro de donde paraba el autobús y que tenían que
caminar mucho. Fernando aceptó, no sin cierta preocupación. Eran barrios y lugares de
hacinamiento y mal olor ahí por donde, al llegar a la terminal, después de casi dos horas de
recorrido, se encaminaron. El atardecer caía. Los rayos del sol sobre el oscuro humo de las
fábricas producían un colorido tétrico, el ambiente se cubría de un rojizo fantasmal. Parecía
como si el fin del mundo estuviera a la vuelta de la esquina. José platicaba para hacer el
recorrido menos pesado. “Mi padre vende alpargatas verdes y rojas en el tianguis del
domingo”. ¿Verdes y rojas solamente?, preguntó Fernando curioso, “¿por qué?”. José
explicó el misterio: “Es que hay otros vendedores junto a él, y se pusieron de acuerdo en
que cada uno vendiera sólo unos colores, para no hacerse competencia. Uno, sólo vende
azules y cafés, otro, sólo negras y blancas, y así”. Luego contó que su padre trabajó un
tiempo en una fábrica de roscas para mangueras. Pero no le gustaba ese trabajo y creía que
le iba mejor vendiendo alpargatas. Tiene más de diez años haciéndolo y de eso vivimos
todos. ¿Cuántos hermanos son?, preguntó Fernando. El joven contestó precipitadamente,
como acostumbraba: “nueve, no, diez, ¿once? A ver, deja contarlos: Yo, Pedro que tiene
catorce, Alma que tiene doce, Andrés que tiene diez, Esther que es la más pequeña, de
ocho, y luego, más grandes que yo, Jesús, que tiene veintidós; y Magdalena, María de la
Luz, Fernando –se llama como tú–, Francisco, quienes ya no viven en casa sino en distintos
lugares, unos en otras ciudades”. Fernando insistió: ¿Cuántos son entonces? ¡Oh!, ¡no sé!,
exclamó Pepe y empezó a reír. “Nunca sé cuántos. Pero son un buen…”. Llegaron a una vía
del tren. Caminaron por un lado. Ya está cerca la casa, dijo Pepe. “¿Y estudias, vas a la
escuela?”. Pepe tomó una pequeña piedra y la lanzó a unos perros que merodeaban.
“Terminé la secundaria pero no sé si voy a seguir estudiando… ¡Ahí está la casa!”.
Fernando vio, junto al alto muro trasero de una fábrica, un montón de ladrillos acomodados
a manera de paredes con techos de láminas de cartón, cubiertos con piedras de distintos
tamaños. Era apenas un cuarto grande con algunos otros agregados, de madera y materiales
de escombro. La “casa” estaba ubicada entre la vía y la fábrica, en el terreno libre que se
deja y que es propiedad federal. Un sentimiento de lástima le recorrió el alma y se le pasó
al cuerpo, luego le subió hasta los lagrimales y ahí se contuvo tembloroso. Entraron. Estaba
Jesús, un joven un poco fornido, de amplia melena, bigote y barba abundante. "¿Y este,
quién es?", le preguntó seco a Pepe. En pocas palabras, aunque titubeante, Pepe le explicó
todo. “¡Qué tonto eres, Pepito! Te dije que el libro estaba en mi mochila… ¡Mi mochila!,
¡Oh, no!...”, se quedó mudo, pensando, luego empezó a maldecir. “¡Chingado!, la dejé en
casa de Leonor y traía ahí un paquete de la buena, de la mejor”. Claramente se refería a un
paquete de mariguana. “Tengo que ir a casa de Leonor”. Pepe exclamó sorprendido:
¡¿Hasta allá?! En ese momento Fernando pudo decir algo, preguntar: “¿A dónde? ¿Quién es
Leonor?”. Jesús se talló la cara desesperado: “Es mi novia. ¡Y vive por Xochimilco!”… Y
allá estaba también la ‘Fenomenología’, pensó Fernando. “¿Cuántas horas se hacen? Puedo 4
acompañarte para recoger mi libro”. Jesús no contestó, sólo lo miró con cara de
incredulidad. “¡Por un pinche libro! Tú sí has de estar bien chalado”, le dijo. “Si quieres
venir por mí no hay ‘pedo’, pero el viaje nos llevará como cuatro horas. Llegaremos como a
las diez, a esa hora ya no hay autobuses para que regreses”. Dirigiéndose a Pepe: “¿Ves?
Por eso ya quiero irme a vivir al sur”. Fernando aclaró que él podía tomar un taxi, que no
había problema, además quería conocer por esos rumbos y tener ya su libro. “Vámonos,
entonces”, ordenó Jesús. Voy con ustedes, dijo Pepe; su hermano aceptó con un gesto de
aparente molestia. En realidad le gustaba que su pequeño hermano lo acompañara. Por
alguna razón sintió que era buena idea que aquel desconocido obsesionado por un libro
viniera con ellos. Presintió que iban a vivir una aventura interesante… Jesús era inteligente
e informado, aunque no había estudiado más que una carrera corta (de contador privado).
Pero no se le dio eso del trabajo y prefirió dedicarse a cualquier cosa, había recorrido todos
los oficios: lavacoches, pintor, ayudante de herrero, vendedor de chucherías en el tianguis
de la colonia. Si bien seguía ocupándose aquí y allá, lo que más le gustaba y dejaba dinero
era distribuir y vender mariguana en los hoyos ‘funky’, en las fiestas de estudiantes y en
cualquier reunión de vagos de la esquina. Subieron y bajaron autobuses, recorrieron
Periférico norte de regreso, caminaron por Reforma, vieron el Centro Histórico a lo lejos.
Jesús quiso hacer plática. “Y ese libro, ¿por qué es tan importante?”. A Fernando le
emocionó la pregunta, pero no creyó correcto explayarse. Es un libro de filosofía, de un
filósofo alemán del siglo pasado, contestó escueto. Pero ¿de qué trata?, insistió Jesús.
“Habla de la aventura de la conciencia humana por comprender el mundo y comprenderse a
sí misma”. Jesús puso cara de no entender. ¿Habla entonces de la gente, del pensamiento,
de la humanidad?, inquirió. Fernando asintió. “Yo he practicado la meditación
trascendental”, presumió Jesús. Iban en el metro, recorriendo inacabables estaciones. Entre
la voz que en cada estación repetía “Antes de entrar, deje salir”, el zumbido del tren y el de
las puertas al abrirse y cerrarse, el ruido de la gente, Pepe trataba de escuchar la
conversación pero sólo alcanzaba a agarrar frases o palabras sueltas: “dialéctica”,
“autoconciencia”, “razón”, “espíritu”. “¿Existen los espíritus, entonces?”, se preguntaba
callado. Le daba un poco de temor aquellos temas, sin saber bien por qué. Se distraía,
observaba a Fernando, le impresionaba conocer a un estudiante de filosofía. Sólo abría los
ojos, la boca. Bajaron en la terminal y tomaron el tranvía. Iban acercándose. La novia de
Jesús vivía en una colonia casi rural, antes del lago de Xochimilco. Caminaron por unas
calles un poco empinadas. Había muchos árboles y vegetación por aquellos rumbos. El aire
se respiraba fresco. Al llegar a una esquina, contemplaron un resplandor, detrás de las casas
que divisaban abajo. Jesús levantó la cara, aguzó la mirada preocupado. Se detuvo y
exclamó: ¡Hay un incendio! Es por la casa de Leonor. Apuró el paso, Fernando y Pepe lo
siguieron sin entender bien qué pasaba. De pronto, Jesús gritó “¡Es la casa de Leonor!
¡Leonor, Leonor!”, y corrió despavorido hacia abajo, a todo lo que daban sus piernas. Pepe
y Fernando hicieron lo mismo, asustados, temerosos, preocupados por Jesús. Dieron vuelta
en la bocacalle y llegaron al lugar que se incendiaba. Había muchos curiosos, gente de la
colonia llevaba cubetas con agua para controlar el incendio, pero este crecía desmesurado.
Jesús se paró frente a la casa de su novia, sólo vio paredes y techos en llamas. El humo
subía al cielo dibujando tétricas figuras sobre el fondo oscuro de la noche. Los vecinos le
dijeron que probablemente Leonor se había desmayado, pues no veían que intentara salir,
que era muy difícil y peligroso tratar de entrar, que a ver si llegaban los bomberos. Jesús no
lo pensó mucho y envuelto en una cobija humedecida que alguien le prestó se lanzó a las
llamas. Empujó un poste que se incendiaba sobre lo que había sido la puerta y entró 5
tratando de protegerse de las bolas de fuego que caían. Vio a Leonor tirada en el piso,
rodeada de muebles y objetos incendiándose. Le habló, la levantó en sus brazos, ella apenas
pujó, se quejó. Salió como pudo, cubriendo a su novia con la cobija, llegó a la calle, la
gente lo recibió, le ayudaron a recostar a Leonor sobre el pasto de un terreno baldío. Le dio
agua, la limpió, le ayudó a respirar. “Leonor, Leonor, ¿estás bien?”, le decía ansioso,
amoroso. Fernando observaba atento y trataba de ayudar o al menos de consolarlos, de
tranquilizarlos. Jesús se hincó y sostuvo a Leonor en sus brazos. La luz del incendio
iluminó de un naranja oscuro su rostro y su cuerpo, tenía rasgaduras en el vestido, tizne en
la cara, en los brazos. Fernando se turbó al ver aquel cuerpo femenino desvalido y sufriente.
Le turbó sobre todo la belleza de Leonor, su piel morena, su fino rostro, la sensualidad de
sus labios. Ella abrió los ojos. Fernando se quedó pasmado ante aquella mirada, entre tierna
y dolida, como despertando al mundo. “¡Oh!, Jesús, qué bueno que viniste. Me salvaste la
vida”, dijo balbuceante. “¿Qué pasó?”, preguntó él. “Estaba cocinando y unos cables de la
sala hicieron corto y se empezó a quemar la cortina, pronto se extendieron las llamas. No
sabía qué hacer, empecé a gritar, a llorar. Trataba de apagarlo, pero no hallaba cómo. Algo
golpeó mi cabeza y caí al piso”. Leonor vivía con su hermana Josefina, pero ella tenía dos
días fuera, había ido a Veracruz a visitar a sus padres. Se sentó mirando con tristeza hacia
la casa que se consumía rápidamente, completamente. Fernando y Pepe se sentaron junto a
ellos. Así, en silencio, permanecieron los cuatro contemplando el final del desastre. Los
bomberos nunca llegaron. Los vecinos empezaron a retirarse. Se acercó una mujer vieja,
delgada, envuelta en un rebozo y con el rostro de aflicción total. “Hijita, ¿cómo estás?”, se
dirigió a Leonor. “Bien, tía Celsa, todo bien”. “Vámonos a la casa, allá te puedes quedar”,
dijo la tía. Al ponerse de pie, Leonor exclamó, dirigiéndose a Jesús: “¡Tu mochila!”. “No
importa, lo único que importa es que estés bien”, le contestó cariñoso. Fernando pensó lo
mismo, con todo el pesar de imaginarse la ‘Fenomenología’ reducida a cenizas con olor a
mariguana, y al espíritu alucinando a todo vapor. “No. Ven”. Dijo Leonor y se dirigió a un
árbol junto a la cerca de piedras del baldío. “Ahí está”, señaló hacia un tronco no muy alto
donde estaba colgada la mochila. Leonor explicó que como en la tarde le dijo su tía que su
esposo Eleuterio iba a venir a hablar con ella para que se fuera a quedar a su casa, se
preocupó de que viera lo que había en la mochila y decidió esconderla en el árbol. Jesús
trepó y descolgó feliz la mochila. Bajó, la abrió, sacó su valioso paquete y la dejó caer al
suelo. Fernando se apresuró a recogerla, se inclinó sobre la tierra y buscó su libro. ¡Lo
encontró!, se puso contento, se paró dando pequeños saltos de alegría. El libro estaba un
poco sucio, lo limpió, lo sacudió y lo levantó con las dos manos, estirando los brazos, como
si fuera un trofeo. “¡Yujui!, ¡lo tengo!”, exclamó. “¡Tú sí que estás bien chalado, amigo!”,
le dijo Jesús riendo. Lo presentó entonces con Leonor. “Mucho gusto”, dijeron ambos. En
el camino a la casa de la tía Celsa, que quedaba a unas dos cuadras, Jesús le contó a Leonor
quién era y qué hacía Fernando con ellos. Ella sonrió discretamente. Curiosa también, como
Jesús, quiso saber del libro. En un momento preguntó: “¿Y qué es el espíritu?”. Fernando
trató de abundar un poco: “Es el pensamiento, el saber, pero no sólo de lo que se sabe ya
sino de todo lo que es posible saber. Es lo absoluto”. Leonor lo miró intrigada. Siguieron
caminando, conversando. Celsa les ofreció un atole bien caliente y unos pedazos de pan.
Pasaban las doce de la noche. Platicando alrededor de la mesa, Jesús percibió un tenue
intercambio de miradas y gestos entre Leonor y Fernando. No le dio importancia, él amaba
la libertad. En eso, la puerta de la pequeña casa se abrió y entró Eleuterio, un hombre
ancho, un poco rojizo, de cabello largo y ensortijado y amplio abdomen. “¡Buenas
noches!”, dijo serio y con voz grave. “¡Vienes borracho!”, exclamó Celsa, con un gesto de 6
enfado. “¡Qué te importa, vieja pendeja, déjame en paz!”, contestó agresivo el tío. Jesús y
sus acompañantes se pusieron de pie, un poco inquietos. Eleuterio se sentó y los observó
callado, con una mirada turbia. Estaba totalmente alcoholizado. “¿Y ese quién es?”,
preguntó grosero señalando a Fernando. “Es un estudiante de filosofía que vino por un libro
que tenía Jesús”, contestó Leonor. Fernando traía el libro en su mano, Leonor volteó a verlo
y le sonrío. El tío se puso de pie y se dirigió a Jesús, “¿Y tú, dejas que la piruja de tu novia
esté coqueteándole a ese maricón?”. Jesús se enervó: “¡Cálmese Eleuterio, cuide sus
palabras!”. “¡Esta es mi casa y puedo decir lo que me da mi chingada gana, pinche hippie
drogadicto!”, vociferó Eleuterio. “¡Eres un viejo borracho y pendejo”, gritó Jesús. El tipo
tomó de atrás de una cómoda un tubo de metal de más de medio metro, lo blandió contra
Jesús con toda la intención de golpearlo. Jesús trató de proteger a Pepe y a Leonor. Celsa
gritó asustada “¡Loco, lo vas a matar!”. Sin pensarlo mucho, Fernando inclinó el cuerpo
hacia adelante, levantó la frente, miró al gordo borracho y como un rayo se lanzó contra él.
Con la cabeza le golpeó el ancho abdomen. ¡Uf!, hizo Eleuterio, sofocado soltó el tubo y
cayó al piso de un sentón. “¡Vámonos de aquí!”, gritó Jesús, y los cuatro salieron
apresurados de la casa mientras Eleuterio se reponía. Se puso de pie como pudo, tomó el
tubo y salió a perseguirlos. En la calle, empezó a gritar junto a la casa contigua: “¡Pancho!,
¡Beto!, ¡vengan rápido!”. Aparecieron dos tipos, que parecían también igual de
embriagados. “Vamos a alcanzar a esos hijos de la chingada que no saben respetar”, les dijo
y los tres emprendieron la persecución. Fernando, Jesús, Leonor y Pepe corrieron por calles
solitarias y empedradas. Al ver que les llevaban apenas una cuadra de ventaja, Jesús dijo:
“Hay que separarnos. Pepe vete por esa calle, Fernando por aquella y Leonor y yo por ésta.
Nos encontramos en el Periférico”. Fernando siguió corriendo, sentía al grupo de Eleuterio
muy cerca, apretaba su libro y sentía morir del miedo. Dio vueltas en varias calles,
caminaba hacia un lado y hacia otro. Llegó a una esquina y se dio cuenta que estaba
perdido, desorientado, no sabía para dónde quedaba nada. Miró al cielo oscuro, la angustia
lo invadió y casi lo inmovilizó. Sintió que perdía también la noción del tiempo. Pensó en
gritar, pero la resequedad de la garganta se lo impedía, le faltaba la respiración, creyó
desfallecer. Como pudo, siguió caminando. Llegó a una calle y vio una fonda, todavía
abierta a esas horas. Había sobre la banqueta un anafre de carbón con una gran olla
expidiendo vapores. Se acercó temeroso, iba a pedir ayuda, que le dijeran simplemente
dónde estaba. Al llegar a la entrada vio en unas mesas, sentados al fondo, a Eleuterio y los
otros dos tipos. “¡Ahí está el maricón ese!”. Fernando pegó otra vez la carrera, corrió sin
voltear a verificar si lo perseguían. Vio iluminación al fondo de la calle. Era el periférico.
Aceleró a todo lo que daba. Al llegar encontró sentados en la baqueta a sus amigos: lo
esperaban preocupados. Agitado les dijo que los borrachos lo seguían. Apenas lo hizo y se
escucharon en la esquina los gritos y maldiciones de Eleuterio y sus compinches. Un gran y
pesado camión de carga frenó un poco en el crucero cercano. Jesús tuvo una idea. “Vamos,
trepemos a ese camión”. Se subieron al escalón de las puertas, dos en cada lado, se
agarraron de la estructura de los grandes espejos retrovisores. El chofer, un hombre viejo
pero todavía fornido, los miró sorprendido, molesto les dijo: “¡No!, bajen de ahí, es
peligroso”. Jesús le pidió: “Ayúdanos a escapar, compa, por favor, unos tipos nos quieren
madrear”. El chofer observó por el espejo a Eleuterio, Pancho y Beto que venían atrás,
corriendo y gritando. “Agárrense bien”, les dijo, aceleró y se alejó rápidamente de ahí. El
estruendoso ruido que se escuchó era la señal inequívoca de que el camión iba a toda
velocidad. Fernando sintió el aire pegar en su rostro, alisarle totalmente el pelo. Pepe iba
junto a él, detenido apenas de la puerta. Años después, cuando vio las películas ‘The 7
warriors’ y ‘After hours’ Fernando iba a recordar las extraordinarias aventuras de aquella
interminable noche en aquella ciudad que parecía infinita…
El espíritu absoluto
Al llegar a la calzada Zaragoza, el chofer les dijo. “Aquí los dejo, voy a Puebla”. Le dieron
festivos las gracias y los cuatro amigos quedaron otra vez lanzados a las calles solitarias.
¿Hacia dónde ahora? “En la colonia Agrícola Oriental vive una hermana de mi madre. La
tía Luzma, Luz María”, dijo Jesús. “Vamos a ver si nos recibe”. Pepe agregó dudoso:
“Vamos a ver si despierta. Son las dos de la mañana”. Caminaron tranquilos unas cuadras.
Jesús le dijo a Fernando: “Gracias que me salvaste de ese loco de Eleuterio”. Todos
comentaron el incidente, la locura del tío, su salvajismo, su brutalidad, rieron recordando su
imagen en el espejo retrovisor del camión, enfurecido y frustrado al verlos huir sin poder
hacer nada y haciéndose chiquito rápidamente hasta desaparecer en la lejanía. “Sí, gracias”,
agregó Leonor, “te viste muy valiente para ser filósofo”. Fernando se sonrojó un poco. Le
agradaban aquellos nuevos amigos, estaba contento y sintió que se encontraba en la
plenitud de la vida, en el corazón mismo de la existencia, en la verdadera “neta del
planeta”... En un momento, sin dejar de caminar, Jesús sacó un cigarro de mariguana, lo
encendió, aspiró profundamente el humo, lo compartió con Leonor, ella lo saboreó, suspiró,
le hizo la seña a Fernando de si quería, él se turbó, nunca había fumado “mota”, el cigarrillo
se consumía en la mano de Leonor, sin pensarlo más lo cogió, alcanzó a tocar con sus
dedos apenas unos milímetros la piel de Leonor, se estremeció levemente, aspiró, sonrió
nervioso, siguió caminando. Pepe los miraba con cierta ansiedad, pasándose la lengua por
los labios, salivando. “Tú estás muy escuincle para esto”, le dijo Jesús. “¡Oh!, ni tanto”,
contestó el jovencito. "Déjenme siquiera olerla", pidió y aspiró el humo de la combustión.
"Huum, ¡y es puro Sinaloa!", exclamó. Jesús y Leonor pusieron cara de sorpresa y soltaron
la risa. ¡Muchacho cabrón!, dijo Jesús e hizo como que le daba un manotazo en la cabeza.
Pepe brincó, río a carcajadas. Fernando volteó hacia el cielo. Un gran 'Boeing' descendía
hacia el aeropuerto. Sintió que las llantas del avión le rozaban los pelos de la cabeza. ¡Ay!,
exclamó… Llegaron a la casa de Luzma, tocaron un buen rato, nadie abría. “Tía, despierte,
soy yo, Jesús”. Era un pequeño apartamento que daba a la calle. En eso vieron por la
ventana que se encendía la luz. Una voz desde adentro preguntó: “¿Quién? ¿Quién toca?”.
“Somos nosotros, tía, Jesús, Pepe, mi novia y un amigo”. La tía abrió y los miró
sorprendida. “Pero, ¿qué hacen a estas horas aquí?”. Los dejó pasar. Jesús le explicó
rápidamente lo que había sucedido, luego le preguntó si los podía hospedar un rato, en lo
que amanecía. “Claro que sí, hijo”, dijo ella. “Leonor puede quedarse en el cuarto que
ocupaba Federico antes de casarse y ustedes, los ‘varoncitos’ se quedan aquí en la sala”.
Pepe y Fernando se acomodaron en los sofás, Luzma les acercó unas franelas. “Nada más
no hagan mucho ruido, porque su tío está dormido”, dijo. En cuanto Luzma regresó a su
habitación, Jesús entró al cuarto de Leonor. No iba a dejarla sola. Fernando se recostó y
suspiró: “Por fin un momento de tranquilidad”. Apagaron la luz, pasaron unos minutos,
empezaba a quedarse dormido cuando percibió que Jesús salió del cuarto. Vino hacia a él y
le dijo al oído, cuidando no despertar a Pepe: “Oye, amigo, mi novia quiere contigo”.
Fernando se sorprendió: “¿Qué?”. “Schcht”, le hizo la seña Jesús de que no hablara fuerte.
“Sí, quiere hacer el amor contigo”. Fernando no cabía en su sorpresa, una profunda
emoción se apoderó de su cuerpo y su alma, temblaba, imaginaba. Se quedó mudo. Jesús
insistió: “Bueno, ¿quieres o no?”. Fernando contestó raudo: “Sí, claro, me encanta la idea,
pero ¿y tú?”. Jesús movió la cabeza hacia un lado: “Bueno... quiere con los dos”. Fernando
levantó las cejas: “O sea, ¿una triada?”. “¿Qué?”, inquirió Jesús. “Digo, un trío, un 'ménage 8
à trois'”, Fernando sintió que diciéndolo en francés sonaba más “natural”, menos
escandaloso. Se puso de pie y ambos caminaron hacia la habitación. Entraron. Leonor
estaba recostada en la cama, una sábana cubría apenas su cuerpo desnudo. Fernando
percibió, sintió la suavidad de aquellas piernas redondeadas, brillantes en su lozanía. “Ven,
filósofo”, le dijo ella murmurante, “a ver qué sabe hacer el espíritu”. Jesús encendió a bajo
volumen un radio, movió el sintonizador, Fernando reconoció la guitarra de George
Benson, “es jazz FM”, dijo, “déjale ahí”. Al apoyarse en una cómoda para quitarse el
pantalón, vio Fernando que sobre el mueble había varias pequeñas figuras de santos y
vírgenes, un crucifijo en madera, una imagen de la virgen de Guadalupe y otros más. Jesús
notó su turbación y le dijo: “No te preocupes”, y apagó la luz. El cuarto no tenía ventanas,
se quedó a oscuras totalmente. La oscuridad era tan absoluta que resulta imposible describir
lo que pasó ahí las siguientes horas. Leves pujidos y suspiros se entremezclaron con la
música de jazz FM y no se oía más… A las dos horas, Fernando salió silenciosamente del
cuarto. Llegó a la sala. Alcanzó a ver por la ventana los suaves resplandores del nuevo día.
Se recostó en el sofá, suspiró y se quedó dormido. Una sonrisa feliz permaneció dibujada
en su rostro por mucho tiempo. En la mañana, no muy tarde, Luzma los despertó y les
ofreció desayuno. Comieron tamales con champurrado. La tía le dio una bolsa llena de ropa
y otros objetos a Jesús. “Se lo llevas a tu mamá, por favor, y le dices que venga pronto a
visitarme”. “Gracias por todo, tía”. Los cuatro salieron a la calle. Eran las diez de la
mañana. Caminaron hacia la parada del autobús. Leonor tenía una mirada intensa,
pensativa. “¿Qué?...”, le preguntó Jesús cariñoso. Ella lo miró con una sonrisa pícara, vio
también a Fernando. “Pienso en la cara que pondría Eleuterio si supiera lo que hicimos
anoche”, dijo feliz. “¡Nos daría de ‘tubazos’ a los tres!”, exclamó Jesús. Rieron a
carcajadas. Sin entender nada, Pepe río igual. Le era suficiente motivo el que ellos rieran
para él también alegrarse y reír… En la estación Chapultepec se despidieron. “Ojalá los
vuelva ver”, les dijo Fernando. Abrazó a Jesús y a Pepe y le dio un beso en la mejilla a
Leonor, ella le correspondió tiernamente. Fernando nunca olvidaría aquel beso, ni toda la
aventura de la tarde y la noche anterior. Dio unos pasos y se volvió dirigiéndose a los
hermanos. "Se me olvidaba, la recompensa", les dijo. Nada, contestó Jesús, tú mismo
encontraste tu libro, y además, entre amigos el dinero no sirve para nada. "Así es", agregó
Pepe. Fernando sonrió y abrió los brazos en un gesto de amistad y asentimiento alegre.
Retomó su andar. Subió por las escaleras eléctricas, apretó el libro contra su pecho,
contempló la ciudad, la sintió suya o se sintió de ella. Caminó hacia su casa. Se disculpó
con la hospedera "por no haber llegado anoche”. En la tarde recibió llamada de Francisco.
Quedaron de ir a ver “Alien” al día siguiente, que ya era viernes. No sabían el horror que
les esperaba. Fernando entró a su habitación. Puso en la grabadora el casete de su disco
preferido: ‘The dark side of the moon’, que no había día que no escuchara al menos una
vez. Se recostó en la cama, tomó la ‘Fenomenología del espíritu’, la hojeó, localizó una
página al azar, la 307, leyó ahí, para sí y en voz alta: “El espíritu es esta absoluta y
universal inversión y extrañamiento de la realidad y el pensamiento”…

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