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La emergencia de una

sensibilidad moderna, la
identidad lésbica en México
en los albores del siglo XX1
Fernanda Núñez Becerra
El Beso de Safo, 1916.

Más pulidos que el mármol transparente,


Más blancos que los blancos vellocinos,
Se anudan los dos cuerpos femeninos
En un grupo escultórico y ardiente.

Ancas de cebra, escorzos de serpiente,


Combas rotundas, senos colombinos,
una lumbre los labios purpurinos,
y las dos cabelleras un torrente.

En el vivo combate, los pezones


Que se embisten, parecen dos pitones
Trabados en eróticas pendencias,

Y en medio de los muslos enlazados,


Dos rosas de capullos inviolados
Destilan y confunden sus esencias.

Efrén Rebolledo, (1877-1929)


Comienzo con este poema no solo por su belleza intrínseca y porque al parecer su autor fue
el primero en tratar abiertamente el tema del lesbianismo en México, sino también porque sin
duda es uno de los poemas eróticos más atrevidos de la literatura mexicana.2 En El beso de Safo la
novedad también estriba en que el poeta no juzga y nos pone en situación del voyeur que observa
esos cuerpos femeninos entregados uno al otro, sino que nos conmina a tener una mirada sin
prejuicios moralizantes. Es probablemente la primera vez en México, que con adjetivos positivos
y un sentido de fortaleza estética, se muestra que la práctica del amor entre mujeres, ese “conti-
nente desconocido” de la sexualidad femenina, puede ser auténtico objeto de poesía. Fuera de
cualquier raigambre moralista su autor nos invita a colocarnos dentro del lado del placer y por
lo tanto de la transgresión. Este poema es uno de los doce sonetos que conforman el poemario
intitulado Caro Vitrix, que podríamos traducir como “victoria de la carnalidad”, título que en

1
Una primera versión corta fue presentada en mayo 2014 en Toronto, Berkshire Conference on the History on Women, Panel: LGBT
Mexico City from Dictatorship to Democracy.
2
Vincent, “Galería de demonios en Caro Vitrix”, p. 75.

101
1916 era en sí una rebelión y un desafío, partícipe de ese gran entusiasmo político y
cultural que deseaba instaurar un nuevo orden en el mundo, intentando anular siglos
de represión de los cuerpos. Ese hermoso atrevimiento estético le costaría bastante
caro a Efrén Rebolledo, ya que como dice Carlos Monsiváis, nunca pudo ascender en
su larga carrera diplomática.3
El miedo a la condena social, a la reprobación moral, así como la auto censura
fueron seguramente algunas de las razones por las que el silencio y la invisibilidad hayan
sido las características que perduraron durante tanto tiempo en México alrededor de las
prácticas sexuales heterodoxas.
Sharon Marcus lo expresa mejor que yo cuando escribe que: “La historia de
las lesbianas es una historia codificada, hecha de silencios, de no dichos y de pequeñas
huellas que hay que poder descifrar e interpretar sabiendo de antemano de lo que se
trata.”4 Es por eso que también me pregunto, si una heterosexual, sin ese queer eye o
gaydar, podrá entender esas claves y esos pertinaces silencios. Espero no ser una intrusa
incómoda y pido una disculpa de antemano por entrar en un tema tan difícil y delicado,
excusándome en mi especial amor por la historia de las mujeres y de su sexualidad, que
jamás estará completa sin la de las lesbianas.
Conocemos mucho mejor, evidentemente, los casos famosos y excepcionales de
supuestas lesbianas en México. La historia o leyenda de la Monja Alférez y las suspica-
cias que han levantado las cartas de Sor Juana a su querida virreina, o, ya más cerca de
nosotras, durante la Revolución, las andanzas guerreras del travestido coronel Amelio
Robles trabajadas por Gabriela Cano; ni qué decir de las dos o tres artistas famosas que
se atrevieron a vivir romances con mujeres más abiertamente en la década de los 30’s del
siglo XX, menospreciando las condenas de la opinión pública. Es evidente que si solo
podemos citar tan pocos casos de transgresoras, es porque hacen falta investigaciones
sistemáticas para poder escribir sobre el nacimiento de algo que se podría formular
como “una identidad lésbica mexicana” en el finisecular siglo XIX.
Para incursionar en ese terreno me parece interesante retomar la propuesta de Vi-
cinus de ir buscando y ordenando esos rastros de una identidad fragmentada, tratando
de tomar en cuenta las tensiones inherentes a ella.5 Los estudiosos contemporáneos
que introdujeron el concepto de las intersexualidades nos pueden ayudar a entender la
dificultad de entender la noción de identidad sexual en general, pues han mostrado que
las definiciones hasta ahora clásicas, no se resuelven de manera inmediata en el ámbito
de lo corpóreo ni en el de lo psicológico, lo social o lo cultural. Aparentemente todo
falta por hacer de nuevo ya que, como dice Fausto-Sterling, “todo atributo supuesto
como característico de un sexo ha sido cuestionado.” 6

3
Monsiváis, citado por Nidia Vincent, ibid., p.76.
4
“Quelques problèmes de l’histoire lesbienne”, 1998, p.35.
5
Vicinus hace suya la propuesta de Jackie Stacey de llamarla identidad fragmentada, para no encerrarla en una definición rígida,
debido a la diversidad y multiplicidad de experiencias lesbianas, lo que siempre dificultó el asumir una identidad colectiva unificada
y coherente, “They Wonder to Which Sex I Belong”, p. 468.
6
Citado por Moreno, “Diversidad sexual: Realidad Social”, p. 188.

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El problema de escribir hoy sobre la aparición de una identidad lesbiana en
México, radica fundamentalmente no solo en una escasa literatura, sino en la dificultad
para encontrar en la propia historia nacional rastros de evidencias de mujeres de carne
y hueso que hoy pudiéramos considerar como lesbianas y que hayan escrito sobre
sus pasiones y sus experiencias. Es evidente además que las “lesbianas” de principios
de siglo, únicamente hubieran podido expresarse desde la esfera privada, y solo en
cartas o diarios íntimos podríamos encontrar pruebas o rastros de su deseo por otras;
desgraciadamente, como sabemos, muy pocas mexicanas se volcaron en esa práctica
autobiográfica, a menos que con el tiempo se puedan rellenar los hoyos y aclarar las
sombras de las memorias familiares y que aparezcan poco a poco esos famosos escritos
que necesitamos tanto.
Este ensayo por lo tanto solo puede intentar adentrarse en la prehistoria de esa
construcción identitaria, analizando los primeros discursos que hablaron sobre ellas en
México, aunque todos ellos sean masculinos y, en general, peyorativos.7
Estoy consciente de que no debería contentarme con encontrar solo a mujeres
que tuvieron relaciones sexuales con otras mujeres, sino ampliar mi horizonte aceptando
que el deseo homoerótico pudo expresarse a través de estructuras heterosexuales, aña-
dir también la bisexualidad, voluntaria o forzada; así como no olvidar que muchísimas
mujeres debieron haberse negado su propia homosexualidad debido al temor moral, a la
vergüenza o la fuerza abrumadora del rechazo social. Debo confesarles que mi pesquisa
bibliográfica arroja hasta el momento solo silencio e invisibilidad; insisto, no es que no
hayan existido mexicanas que amaron a otras, sino que aún no podemos verlas porque
decidieron vivir su “diferencia” en secreto, hasta que aparecen públicamente en México
los primeros movimientos feministas y lésbicos en los años 70’s del siglo XX, pero esa
es otra historia.8
En Estados Unidos y en Inglaterra, donde hay una abundante y riquísima bibliografía
consagrada a este tema y se han trabajado minuciosamente los diarios, cartas personales
y memorias de muchas mujeres que hoy podríamos considerar como lesbianas, se ha
visto que en toda la primera parte del siglo XIX, como tradicionalmente se consideró
a las mujeres como incapaces de sentir placer sin la ayuda de los hombres, o como más
“inocentes” sexualmente hablando; el que vivieran juntas, se besaran en la boca o se
escribieran apasionadas cartas de amor, no preocupó demasiado a sus contemporáneos
que veían en estos amores puros, infantiles, solo prolegómenos al “verdadero amor”.
Aunque las Ladies de Langollen, esas jóvenes irlandesas de la elite que a finales
del siglo XVIII huyeron de sus familias para vivir juntas, permiten vislumbrar que dos
mujeres podían amarse apasionadamente sin reivindicarse como lesbianas, lo que hubiera

7
En un primer acercamiento a este tema: “El agridulce beso de Safo…” trabajé los primeros textos encontrados. Aquí trabajé otros
y profundicé aquellos primeros análisis.
8
El Frente de Liberación Homosexual de México se fundó en 1971. Entre sus objetivos estuvo el demandar el cese de la discrimina-
ción legal y social hacia los homosexuales así como la despatologización de la homosexualidad, el cese de la persecución policiaca y
los despidos laborales. Nancy Cárdenas fue figura emblemática en el desarrollo y visibilidad del movimiento lésbico, gracias a ello, el
término lesbiana se comenzará a utilizar en México a finales de esa década. Careaga, “Las lesbianas organizadas…”, p.246.

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sido imposible y carente de sentido en esa época. Un siglo después, en Estados Unidos,
los internados para jovencitas permitieron la formación de parejas que, después de salir
de ellos, pudieron vivir juntas e independientes, se les llamó Boston Marriages, en honor
a la novela de Henry James (1886) que mostró, por otra parte, los fuertes lazos que las
representaciones sociales tejieron entre el feminismo y el lesbianismo.9
Esta situación de relativa tolerancia en la que vivirían sus amores algunas mujeres
decimonónicas comenzaría a cambiar a principios del siglo XX cuando las amistades
femeninas ya no se vieron tan inocentes, debido a la pujante sexología que las calificó
como desviadas o invertidas y, obviamente, al fortalecimiento del “orden natural de los
sexos”. Ya no será ni natural ni noble el afecto de las mujeres entre sí, sino síntoma de
anormalidad tanto congénita como psicológica; pero aquí también, al nombrar al deseo
femenino aunque fuera para condenarlo, éste pudo aparecer públicamente y comenzar
a teorizarse y a diferenciarse. El modelo que tuvo más éxito fue sin duda el de la les-
biana militante, encarnado por Radclyffe Hall, quien en su famosa novela, El pozo de
la soledad (1928), construyó al personaje Stephan Gordon, como invertido congénito,
siguiendo la clasificación del sexólogo Havelock Ellis. La propia autora se autocalificó
como una invertida y tuvo muchos y sonados romances con mujeres.10
La homosexualidad masculina, al contrario, supo crear desde finales del siglo
XVIII en Europa una subcultura original y logró definir, ya a finales del XIX, una iden-
tidad específica, a pesar o gracias al poder médico, que se abocó a aislar y a definir a
los “desviantes”. Ellos pudieron organizarse, resistir a las leyes homófobas y lograr por
fin forjarse una más temprana identidad propia.11 En México, por ejemplo, será hasta
la famosa redada de los 41 homosexuales la que en 1901 sacará el tema a la calle. Ese
sonado escándalo mostró a la sociedad mexicana porfirista, la existencia de un mundo
oculto, que si bien fue calificado por la opinión pública como sórdido y vergonzante,
permitiría a la postre el surgimiento de la identidad homosexual moderna.12
La identidad lesbiana, es decir, la afirmación de una diferencia pensada como
fundadora de una solidaridad y de una experiencia comunitaria, aunque fuera fragmenta-
riamente, toma verdadera forma hasta finales de la década de los 20’s en ciertos medios
intelectuales de grandes metrópolis como Nueva York, Boston, París, Londres o Berlín.
Tamagne se pregunta si ellas habrían logrado elaborar estrategias de ocultamiento para
fundar subculturas secretas, pero intrínsecamente subversivas, como las de los hombres.
De cualquier manera, el hecho de afirmarse identitariamente en las urbes modernas,
pudo permitirles por fin tener un lugar en la historia y defenderlo, pero al visibilizarlas,
corrieron el riesgo de fragilizarse al volverse mira de ataques homófobos.13 En México
ese proceso se dio mucho más tardíamente.
Los principios del siglo XX serán también el momento del reforzamiento de
la heterosexualidad normativa que impondrá esa tajante oposición entre los sexos y

9
Tamagne, “L’identité lesbienne…”, p. 52.
10
Ibid., p. 53.
12
Pastorello, Sodome a Paris.
13
Monsivais, “Los 41 y la gran redada”, Irwin, “Las inseparables”.
14
Tamagne, Op.cit., p. 46.

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los géneros. El mundo de las instituciones occidentales solo puede pensar en un único
modelo: el del amor heterosexual, el del matrimonio para la reproducción; negando,
controlando o sometiendo cualquier expresión de la sexualidad femenina activa, tachán-
dola de excesiva y anormal. Toda la literatura médica e higiénica escrita desde el siglo
XVIII para los matrimonios reforzó la idea de que la continencia y moderación sexual
eran fuente de salud y de que cualquier exceso sexual era funesto para la misma. Las
niñas debían mantenerse en la ignorancia de lo relativo al acto sexual, lo que supuesta-
mente las prevendría de sucumbir a las bajas pasiones. Asimismo se insistió en que las
mujeres decentes eran pasivas, poco sexuales y solo respondían a los deseos masculinos.
Las mujeres que no cumplían con lo visto como normal, es decir, que no se casaban y
tenían muchos hijos, comenzaron a ser percibidas como sospechosas. La percepción
por supuesto también fue de clase, así que todas aquellas que por algún motivo tenían
que salir de sus hogares para trabajar entraron asimismo en esa categoría. De hecho, el
safismo se asociará a las mujeres marginales, supuestamente las más libres sexualmente
hablando, prostitutas, enfermas, presas.15
En México, a finales de la década de los 70’s del siglo XIX, la bibliografía mé-
dica habla de la existencia de safistas o tribadas pues el término lesbiana no se utilizó
entonces. Es el momento de auge del famoso “sistema francés” que se implementó
para reglamentar la prostitución que fue vista, a partir de entonces, como un grave
problema social. La opinión pública toma conciencia de la amplitud de ese “novedoso”
fenómeno social y del riesgo concomitante a la contaminación pública y moral. Fue
para combatir a la sífilis, esa plaga que amenazaba con llegar hasta el corazón de las
familias decentes, por lo que la prostitución reglamentada, bien vigilada tanto por la
policía como por la medicina, siguió siendo vista, pero tal vez entonces como nunca
antes, como un “mal necesario”.15 En ese sistema de doble moral, las prostitutas, vistas
como mujeres indecentes y con deseos eróticos, debían existir para salvaguardar la honra
de las “decentes”, las normales, las pasivas sexualmente hablando. La anatomía dictó
a la cultura el comportamiento social que se esperaba de cada sexo; los observadores
sociales estaban convencidos de que, al contrario de las mujeres decentes, los varones,
por su naturaleza, no podían permanecer castos por mucho tiempo a riesgo de sufrir
diversas dolencias.
Fueron los médicos que controlaban a las prostitutas los que describieron lo
que sucedía en los lugares en los que se concentraban esas mujeres amorales: el hospital,
la cárcel y por supuesto, el lupanar, donde la práctica del safismo, según ellos, era muy
común. En medio del ocio y disipación que imperaba en esos “templos del vicio” las
mujeres comenzarían a amar a otras pues en casi todos ellos debían compartir la cama,
sin embargo a ellas nunca pudimos escucharlas.
Las safistas interrogadas en la cárcel por el periodista y criminólogo Roumagnac a
Núñez, “Los secretos para un feliz…” 2007.
15

Núñez, La prostitución y su represión.... 2002.


15

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principios del siglo XX tampoco informan mucho acerca de sí mismas ni de su mun-
do. Ahí están las criminales-safistas porque el vicio se imita o se contagia como una
enfermedad. Roumagnac las identifica por su peinado, supuestamente las masculinas
llevaban la raya de lado derecho y las femeninas a la izquierda. Pero nada nuevo nos
enseña, pues si afirma que todas eran safistas, ninguna acepta serlo en la entrevista y
todas acusan a la otra de practicar el tan odiado tribadismo. El periodista confirma el
tópico de su clase y género: la causa de su inversión no era la satisfacción sexual o el
placer, sino una simple práctica de sustitución realizada por aburrimiento, pues “ese
vicio no les hace perder su deseo por el hombre.”16
La reticencia a describir esas “asquerosas prácticas” está latente también entre los
médicos legistas que escribieron algunos artículos del Código Penal mexicano de 1871 y
que serán los autores del Compendio de Medicina Legal .17 En sintonía con las legislaciones
más modernas, pretendieron penalizar, también en México, los delitos sexuales llamados
de incontinencia; es decir, aquellos en los que las pasiones desbordadas llevaban a co-
meter los ultrajes a las buenas costumbres como fue entonces considerada la sodomía.
Pero también afirman: “no hablaremos del clitorismo o amor lésbico, de la bestialidad,
del cunnilingus, la masturbación y otras obscenidades… para no lastimar demasiado
con nuestras descripciones la decencia pública”.18 Sin embargo, para la medicina legal,
el amor lésbico no convertía en criminales a sus practicantes, como sí podía llegar a
hacerlo la homosexualidad masculina. Por ello pretenden tipificar como delito la homo-
sexualidad masculina pero no así la femenina, tal vez por considerarla de segunda, sin
mayores consecuencias, o porque no veían ahí posibilidad de penetración. Seguramente
por ello utilizaban la palabra tribada, es decir, la que se frota .19 Sabían que las mujeres
“normales” eran las que sabían controlar y gestionar sus pasiones. Y que en el otro
extremo, el de la anormalidad, estaban esas que se entregaban al safismo con ardor. La
medicina intentó encontrar el órgano responsable de tantos desbordamientos femeni-
nos. A finales del siglo XIX el clítoris tuvo un importante papel en las teorías sobre la
sexualidad femenina pues su tamaño estaba en relación directa con el temperamento
individual y el comportamiento social que, si era grande, debía ser excesivo, es decir,
masculino o safista. La apariencia de unos genitales femeninos “normales” fue también
prueba de la modestia y pudor de las mujeres “normales”, el cuerpo como metáfora.20
El prolífico médico e higienista valenciano Vicente Suarez Casañ publica a
finales del siglo XIX una Enciclopedia médica popular. Este compendio se llamó: Co-
nocimientos para la vida privada y contiene un capítulo intitulado El Amor Lesbio. En
1910 llevaba ya veintidós ediciones lo que indica que esa literatura “científica” respondía
a una demanda ávida de conocimientos sexuales en español, en un momento en que
en otros países occidentales ya se estaban difundiendo los rudimentos de la sexología.

16
Roumagnac, Los criminales en México, p. 1904.
17
Hidalgo y Ruiz, Compendio de Medicina Legal... 1877.
18
Ibid. p. 23.
19
Tribada viene del griego, tribein que significa frotar. Es la inversión del sentido genital en la mujer. Hay dos variedades: la inversión
propiamente dicha, llamada también uranismo, es la única importante en patología, ya que la otra es tan sólo vicio o perversidad.
Enciclopedia Universal Ilustrada Euro-Americana, Madrid, Espasa Calpe, 1918.
20
Gibson, op.cit., p. 118.

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Y si bien sigue los clásicos tópicos sobre la tribada, la novedad radica en que a partir
de entonces, el peligro se había extendido y ahora acechaba a las niñas de las clases
acomodadas: “en ningún tiempo ha estado este vicio más extendido que en el día, pues
alcanza desde las clases más elevadas hasta el más ínfimo pueblo”.21
Para alertar a los padres de familia de eso que él llama “vergonzosa aberración”
recurrirá al mito de la célebre Décima Musa, pero la versión de Safo que Suárez Casañ
utilizó fue la que circulaba en el ámbito médico y criminológico y que serviría para
condenar radicalmente al amor entre mujeres, al que califican siempre como “desen-
frenado”. Todos estaban de acuerdo en afirmar que sólo la prevención y una buena
educación moral podían dar a las jóvenes herramientas para resistir al sensualismo de
la época moderna. Había que convencerlas que solo el verdadero amor y los genuinos
goces dentro del sagrado matrimonio eran los que traían salud y felicidad. Para lograr
tan loables objetivos, había que casar pronto a las jóvenes, vigilarlas muy de cerca, no
mandarlas a internados ni a conventos en donde solo aprendían malas costumbres, pues
“una vez que la joven ha sido iniciada en los misterios de las discípulas de Safo, tarde o
nunca los olvida, es sabido que el vicio atrae como el abismo”22
Tampoco sabremos mucho más sobre ellas ni sus pasiones, leyendo la para-
digmática novela de Federico Gamboa en la que describió la trágica trayectoria de la
joven y bella Santa, la aclimatación de Naná que se convierte en México en un mito
y una realidad.23 Santa se ve orillada a ingresar a la “mala vida” porque un hombre la
desflora y abandona. Supuestamente en ese México, el perder la virginidad antes del
matrimonio, deshonraba a la familia y una mujer ya “perdida” solo podía ser carne de
burdel. Gamboa, un francófilo declarado, como la elite porfirista, conocedor de los bajos
fondos prostitucionales tanto de la ciudad de México como de París, tampoco describe
escenas sáficas y sólo pinta a la famosa matrona lesbiana como una “degenerada”, tal
como la describían los criminalistas siguiendo las teorías de Lombroso. La Gaditana se
enamora de la bella muchacha, pero nunca llega a suceder nada entre ellas, de hecho,
tampoco entre las otras pupilas, supuestamente tan pervertidas. La novela, moralista y
punitiva, es un ejemplo de lo que le sucede a las mujeres malas.24 Faltos de imaginación
todos estos médicos, abogados y periodistas, que sólo vituperaron el amor entre mujeres
sin jamás describirlo, de ahí lo osado del poema de Rebolledo con el que abrimos este
artículo. La literatura francesa del siglo XIX, tan de moda en México, poetiza al safismo
aunque sus estudiosos afirman que también responde más a las fantasías masculinas
que a una supuesta realidad lésbica. Baudelaire, por ejemplo, que era un apasionado
en ese tema, estuvo a punto de intitular Las Lesbianas a sus Flores del Mal, y pensaba
escribir una novela a la que intitularía Las Tribadas. Balzac también fue muy claro en su
descripción de la Fille aux yeux d’or; la Gamiani de Musset desarrolla el personaje de la
femme fatale que tendría una larga vida literaria, a Zola le fascinan los dúos femeninos.

21
Suárez Casañ, El amor lesbio, p.44.
22
Íbid., p.68.
23
Pacheco, Introducción al Diario, p.15.
24
Gamboa, Santa, 1903. Irwin, op.cit., p. 89-90.

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En esas obras las lesbianas comparten rasgos muy parecidos: son groseras, fuman y
beben sin medida, se visten de hombres y son teatralmente exageradas, pero si en esas
novelas que causaron cierto escándalo en su momento, las safistas fueron descritas para
satisfacer la mirada masculina, también es cierto que esa literatura ayudará a difundir
estereotipos y ulteriormente a forjar ciertas identidades, al menos en las grandes urbes.
En Las Inseparables, ese retrato de costumbres en el que Heriberto Frías describe
supuestamente a dos lesbianas de la ciudad de México en 1915 sucede lo mismo que
en Santa o que entre las criminales de Roumagnac, es decir, muy poco. La novedad en
la novela de Frías, explica Irwin, es que ya no están encerradas en el burdel o la cárcel
y que son dos mujeres elegantes, modernas, independientes aparentemente, manejan
y se pasean por “el boulevard” todos los días haciendo alarde de su mutuo amor. Pero
una vez más, la novela deja ver más las fantasías de Frías que alguna descripción íntima
de lo que podía suceder entre dos mujeres reales; por supuesto, una es la activa, más
masculina y la otra femenina. Al menos Frías nos evita el juicio moral y peyorativo clá-
sico y no da explicaciones acerca de las causas que las llevaron a adoptar esa conducta;
pero no puede evitar el prostituirlas de noche. Irwin piensa que Las Inseparables no es
un texto para la historia del lesbianismo, sino manifestación de la paranoia masculina
sobre algo que no puede ni siquiera imaginar. Pero muestra también que para 1915 ya
existía en México un concepto para representarlas así como que había mujeres de las
clases medias y altas con la suficiente independencia económica como para permitirse
explorar opciones sexuales, antes ni siquiera conceptualizadas.26

El feminismo asociado al lesbianismo amenaza al patriarcado


Algunos artículos publicados por la prensa nacional desde finales del siglo XIX
muestran claramente el pánico a esa “tremenda evolución social, perturbadora del orden
establecido” que a comienzos del siglo XX empezó a volverse cada vez más visible.
El artículo “Don Juan con Faldas”, publicado en el periódico El Grito del Pueblo
en 1911, pretende mostrar el pánico que esa mujer moderna provocaba. Su autor deplo-
ra, criticando la delicadeza de modales de muchos hombres preeminentes del régimen
porfirista, que por ese exceso de refinamiento ya no hubiera verdaderos hombres en
México. El sexo fuerte, afirma el autor, está en plena degeneración y es por eso que las
mujeres indignadas viendo que los hombres abandonan su masculinidad como eje rector
de la sociedad, deciden tomar el relevo volviéndose feministas, cosa que lo alarmaba
de sobremanera. Como la historia que contará le parecía muy “escabrosa” armará una
versión light para los lectores mexicanos. Relata cómo dos jóvenes y bellas aristócratas
napolitanas muy amigas fueron obligadas a separarse debido a los intensos rumores
que esa estrecha amistad había despertado en su entorno familiar. Ellas, que se amaban
profundamente, urdieron un plan y huyeron con dinero y joyas robadas a sus familias,

Peter, Les malheurs de Sapho, p.13.


25

Irwin, “Las Inseparables”, p.100.


26

108
provocando un sonado escándalo. Pero el autor siente la necesidad de tranquilizar a su
público mexicano, haciendo notar que esa historia había sucedido muy lejos, y que la
recordaba sólo para demostrar las funestas consecuencias del feminismo “enragé” que
reinaba en aquellos países.27 A toda costa quería evitar que el feminismo, asimilado
perfectamente al lesbianismo, trajera a México los mismos abusos y para ello hacía un
sentido llamado a los verdaderos machos para que no temieran afirmar su masculinidad.
Vemos cómo esa “nueva” mujer, creación de la modernidad, representó una clara
amenaza para las antiguas formas de masculinidad en particular y para el patriarcado en
general, incluso en esos tiempos revolucionarios. Podríamos decir que al mexicano, lo
revolucionario no le quitaba lo macho, antes al contrario, los hombres reencontrarían
en el ejercicio guerrero y la violencia, la esencia misma de la legitimidad de las antiguas
prácticas de la masculinidad. Y si bien estaban listos para aceptar la participación de las
mujeres en esas luchas, fue solamente porque las necesitaban, como ocurrió un siglo
antes en las guerras de independencia. Muchísimas mujeres se unieron a la causa revo-
lucionaria y lucharon, algunas hasta con las armas en la mano, para derrocar al régimen
porfirista. Salieron a la palestra para lograr mucho más, ese conjunto de motivaciones
sociales y personales que hoy resumiríamos en “la emancipación femenina”. Pero esta
vez ya no fue posible regresarlas al hogar tan sencillamente como había sido en el siglo
anterior. La amalgama entre safismo y feminismo sirvió para asustar a la opinión pública
tan reticente a ver con buenos ojos los avances que “la causa de las mujeres” ya estaba
logrando hasta en México, aunque con mucho más ímpetu en otros países.
Solo eso nos permite entender la increíble resistencia de la sociedad mexicana
y la multiplicación de los tremendos anatemas fulminados contra las mujeres que salían
de su casa y que se fueron integrando, cada vez en mayor numero, al mercado laboral.
El feminismo fue mal visto porque amenazaba la tradicional preeminencia masculina
y la hombría en general, para muchos una feminista se masculinizaba, y para colmo, el
safismo permitiría a las mujeres gozar de su sexualidad sin la participación masculina.
El feminismo asimilado al safismo se volvió también una amenaza global, se vió
como un movimiento ‘disolvente’ de la familia pilar de la sociedad, la igualdad preco-
nizada, un mero pretexto para el libertinaje sexual y la perversión. En general, la prensa
se refería al feminismo en términos despreciativos o burlones. Las mujeres liberadas
amenazaban al conjunto social, ya que las ‘feministas intelectuales’, como mujeres públi-
cas de ese tiempo, solo podrían procrear hijos débiles ya que su capacidad reproductora
estaría degenerada por el esfuerzo mental exagerado. Incluso el avanzado pedagogo
Félix Palavicini expresó claramente ese temor de la sociedad mexicana en cuanto a
una mejor educación femenina, cuando escribió de manera enfática en 1910, “somos
partidarios de la instrucción de las mujeres, pero no quisiéramos la multiplicación de las
cerebrales”. O de esas “cervelines”, como llamó el moderno rotativo veracruzano El
Dictamen en un artículo dominical de 1926, a las doctoras, normalistas, literatas, etc.,
todos esos seres “asexuados, sin corazón, ni fantasía, ni ternura”, ya que las mujeres

El Grito del Pueblo, “Un don Juan con Faldas”, José Escoffié, 27 de agosto de 1911, p.3.
27

109
“puro cerebro”, las que exigían democracia e igualdad entre los sexos, eran todas unas
locas enardecidas, tal como las safistas.28

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