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EL POSTCOLONIALISMO MEDIEVAL:

LÍNEAS Y PAUTAS EN LA INVESTIGACIÓN


DE UN PROBLEMA HISTÓRICO

JULIAN WEISS
King’s College London

——

Á
« FRICA EMPIEZA EN los Pirineos», dijeron (o si no lo dijeron lo pensaban) Alexandre
Dumas père, Stendhal, Napoleón y un largo etcétera de escritores, artistas y viajeros
europeos, en pleno auge de la fascinación romántica con España. Para ellos, España
constituía un territorio cuya historia, razas y ruinas les brindaban la oportunidad de contem-
plar el auge y caída de los imperios, el choque de civilizaciones, y un genio nacional tan
noble como bárbaro. También era el lugar idóneo para disfrutar, como revela el epistolario
privado de Prosper Mérimée, el turismo de sexo. En parte, la función del tópico no tiene
nada de sorprendente: «coloca –o descoloca– a España fuera de los ámbitos soberanos de
la modernidad industrial», según Vilarós y Ugarte (2006: 201). No obstante, por su
misma naturaleza apócrifa el aforismo se presta a varias interpretaciones. Fija y conserva
en la memoria colectiva la imagen de una España híbrida, una frontera ideológica más
que puramente geográfica, un espacio que abre una brecha entre Europa y África, Occi-
dente y Oriente. Pero a la vez, la retórica del aforismo produce un efecto paradójico,
porque al decir «África empieza en los pirineos» se cierra la brecha, se suprime España,
y con ella la hibridez que se evoca en el mismo acto de recordarla. La fusión, o confu-
sión, de España y África es síntoma de la ausencia de un vocabulario y un marco concep-
tual adecuado para captar la complejidad del lugar, y enfrentarse a los problemas que
planteaba –y plantea– para las categorías históricamente fluidas de nación, Europa, Oriente,
Occidente, o los conceptos más recientes de «cultura» y «civilización» cuyos significados
y terminología se venían discutiendo desde la Ilustración.
Huelga decir que la visión romántica de España no surge ex nihilo: la idea de España
como un «enigma histórico» (según el marbete polémico de Claudio Sánchez Albornoz)
tiene una genealogía larga y compleja que se remonta a la Edad Media y continúa en múlti-
ples variantes a lo largo de siglos posteriores. Por muy trillado que sea, el problema de

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situar las culturas ibéricas en un marco «europeo» sigue siendo un tema muy vigente, sobre
todo para los que han estudiado la Península con el propósito de poner en entredicho las
definiciones simplistas de la Europa occidental. El ejemplo más conocido de esta tendencia
en los últimos veinticinco años son las numerosas publicaciones de María Rosa Menocal,
en las cuales (entre otras muchas cosas) se investiga, según el título de un estudio provo-
cador, «And How “Western” was the Rest of Medieval Europe?»1. La cultura e historia
de Iberia no solo desafían y enriquecen nuestra comprensión de las fronteras entre el Oeste
y el Este, sino también la construcción de los mismos como espacios ideológicos, tanto la
autoimagen de la Europa occidental como la imagen que proyecta de su supuesto «Otro»,
el Oriente. No deja de extrañar, por tanto, la ausencia de Iberia en el libro más famoso
(o infame, si se quiere) sobre el tema, Orientalismo de Edward Said (1978; reimpr. con un
nuevo prefacio, 2003; trad. española, 2002). No es difícil –y de hecho se ha convertido en
un tópico– poner reparos a un libro tan canónico como este, incluso para los que acep-
tamos algunos de los móviles y postulados básicos de su proyecto de conectar la cultura
y el imperialismo2. En este contexto, sus principales deficiencias son su visión simplista
de la Edad Media, la contradicción entre su concepto del orientalismo como un fenó-
meno a la vez producto del imperialismo decimonónico y un hecho transhistórico que se
puede rastrear en Homero, y, principalmente la ausencia de España en su análisis de la
construcción ideológica del binario Oriente/ Occidente. Estos reparos no son nada origi-
nales. Pero aunque se ha comentado hasta la saciedad los primeros dos defectos, la tercera
–la laguna ocupada por España– ha recibido mucha menos atención. Poco antes de su
muerte, Said se esforzó en remediar esta laguna, publicando dos ensayos –el prefacio a la
traducción española de su libro, y un artículo popular intitulado «Andalusia’s Journey»,
ambos de 2002– en los que reflexiona sobre el significado histórico de España, concreta-
mente Al-Andalus y sus periodos de convivencia entre musulmanes, cristianos y judíos.
Para Said, Al-Andalus suministra un modelo diferente de trato entre Europa y el mundo
islámico, una relación basada no en el imperialismo sino en la posibilidad de la coexis-
tencia. En este contexto, no me interesa tanto su visión histórica de Al-Andalus y las
lecciones que nos ofrece hoy en día como una posible consecuencia de insistir en la
singularidad excepcional de España. Al negar que España tenga algo que ver con el
patrón dominante del colonialismo europeo, «Europa» sigue intacta, España «diferente».
De esta forma se pierde la oportunidad de matizar nuestra comprensión de las conexiones
históricas entre imperialismo y colonialismo y de analizar cómo la historia y las culturas
ibéricas contribuyen a, y problematizan, la construcción no solo del Oriente sino de la
Europa misma3.
Edward Said nunca se afiliaba explícitamente con los estudios postcoloniales, a pesar
de su influencia manifiesta y formativa en el desarrollo de este movimiento crítico durante
los últimos veinte años. No obstante, se podría decir que los estudios postcoloniales comparten

1. Publicado en un volumen dedicado al pensamiento de Américo Castro (1988). Ver también Menocal (1987,
reimpr. 2004); o los estudios reunidos en el volumen colectivo editado por Blackmore y Hutcheson, bajo el título
expresivo Queer Iberia (1999).
2. La crítica más contundente es la de Irwin (2006). Aunque corrige varios errores históricos cometidos por
Said, su crítica es frecuentemente tendenciosa y ad hominem.
3. Sobre este detalle, son de sumo interés los comentarios de Domínguez (2006: 425-426).

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dos dificultades conceptuales y metodológicas que su libro no logra resolver: cómo evitar
la reificación de una ideología (orientalismo) y reconocer que forma parte de un proceso
histórico; y cómo evitar la reificación de Europa y reconocer no solo su heterogeneidad
interna, sino también el hecho de que Europa es también el producto de un proceso colo-
nizador. En palabras de Robert Bartlett (1993: 314):
The European Christians who sailed to the coasts of the Americas, Asia and Africa in the
fifteenth and sixteenth centuries came from a society that was already a colonizing society.
Europe, the initiator of one of the world’s major processes of conquest, colonization and
cultural transformation, was also the product of one.

No obstante la complejidad del contexto disciplinario y cultural en que se inserta, mi


contribución a este volumen dedicado a cuestiones metodológicas tiene unos objetivos que
pueden ser formulados en términos bastante sencillos. En breve, me interesa reseñar cómo,
durante los últimos diez años, los estudios postcoloniales han intentado enriquecer y proble-
matizar nuestra comprensión de la Europa medieval como producto y promotor del
triple proceso de la conquista, colonización y transformación cultural. Lo que ofrezco
aquí, por tanto, es principalmente un repaso crítico –sin ánimo de exhaustividad– de lo
que es, a mi parecer, la bibliografía más relevante, para sentar las bases de algunas hipó-
tesis de trabajo sobre la conexión ideológica entre el concepto de «España» y el colonia-
lismo e imperialismo medievales.
Empiezo entonces con algunos de los postulados básicos que caracterizan los estudios
postcoloniales. Primero, no debemos pensar en una teoría propiamente dicha que se puede
«aplicar» al fenómeno histórico. Se trata más bien de un entramado de temas o problemas
que versan sobre la relación ideológica entre la representación y el poder en el contexto
del imperialismo y colonialismo europeos. Por ejemplo, aunque no son privativos de los
estudios postcoloniales, este movimiento se interesa en la construcción de la alteridad, de
la raza, de identidades nacionales y transnacionales, de fronteras y espacios geoculturales.
Nutrido por aproximaciones teóricas derivadas del marxismo, feminismo, el sicoanálisis
freudiano o lacaniano, se caracteriza además por un cierto eclecticismo teórico. De parti-
cular interés es el proceso por el cual determinadas formas discursivas, modelos de repre-
sentación, categorías de conocimiento y prácticas culturales, una vez exportadas a las
colonias, proporcionan a los colonizados las formas por las cuales aprenden a conocerse
a sí mismos, es decir, a verse como sujetos subalternos, subordinados a los poderes colo-
nialistas. Este proceso ideológico se complica por la inevitable interacción entre las prác-
ticas culturales dominantes y las indígenas, una interacción que puede dar lugar a la
aculturación (la asimilación de una cultura por otra) o la transculturación, caracterizada
por la hibridez, el intercambio cultural, la mutua transformación. Sea lo que fuere, el
contacto cultural tiene consecuencias políticas, siendo no simplemente un baremo de las
relaciones de poder sino un mecanismo de poder, un espacio de conflicto a nivel ideoló-
gico. Huelga decir que como fenómeno histórico, este proceso material e ideológico precede
a su articulación teórica. Sin embargo, vale la pena insistir en ello porque la teorización
moderna del colonialismo puede dar la impresión errónea de que los métodos de los estu-
dios postcoloniales solo son aplicables al imperialismo europeo del siglo diecinueve en
adelante. Es decir, que lo que cuenta en el término «postcolonialismo» es el prefijo «post»,

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«después». Volveré sobre el detalle, pero nada más hojear una de las primeras y mejores
introducciones al tema, The Post-Colonial Studies Reader, un volumen colectivo editado
en 1995 por Bill Ashcroft y otros, para ver que casi el cien por cien de los numerosos estu-
dios en él incluidos tratan de textos y contextos modernos.
Muy pronto los medievalistas se pusieron a cuestionar el supuesto anacronismo de
recurrir a los métodos y planteamientos teóricos de los estudios postcoloniales para analizar
los procesos y efectos del imperialismo y colonialismo premodernos. Antes de enumerar
sus razones, debo confesar que personalmente soy muy partidario del anacronismo meto-
dológico, que en contextos como este siempre me ha parecido un falso problema –a fin
de cuentas, metodológicamente nada más anacrónico que escribir artículos sobre las
metáforas del Cantar de mio Cid, o recurrir a la filología moderna para editar un texto
medieval–. En su artículo-reseña «Can the Middle Ages be Postcolonial?», Gaunt observa
atinadamente que el desajuste entre un marco conceptual moderno y un texto premoderno
puede resultar muy productivo a la hora de reflexionar sobre la especificidad histórica
tanto de la teoría como del texto. Además, como han puesto de manifiesto varios estu-
diosos –y pienso por ejemplo en Jeffrey Jerome Cohen (2000), Patricia Ingham y Michelle
Warren (2003) y más recientemente Simon Gaunt (2009)– los modernistas sobre todo nece-
sitan de una Edad Media reedificada, que hace las veces del «Otro» para la modernidad y
defender sus propios intereses disciplinarios4. Los que niegan la relevancia de los estudios
postcoloniales para épocas premodernas arriesgan confundir el anacronismo metodológico
con el anacronismo histórico, perdiendo así la oportunidad de llegar a una comprensión
matizada del colonialismo en sus distintas formas y modalidades históricas. Evidentemente,
hay que poner texto y teoría en una relación dialéctica: el problema no es si se puede o
no aprovechar los debates y planteamientos de los estudios postcoloniales, sino cómo.
En este sentido, es muy revelador el dictamen pronunciado por la eminente medieva-
lista Gabrielle Spiegel. En un artículo-reseña de The Shock of Medievalism (1998), Spiegel
critica a la autora, Kathleen Biddick, por su uso aparentemente indiscriminado de una
mezcolanza de teorías postmodernas:
The indiscriminate melding of otherwise often incompatible theories drawn from a wide
variety of available fields –whether Freudian or Foucauldian, psychoanalytic or postcolo-
nial– tends to evacuate the power of such theories by superimposing them on periods and
persons for which they were never designed and to which they simply do not apply (2000,
249-50; énfasis mío).

Como ejemplo de este fallo, Spiegel destaca la aplicación de la teoría postcolonial: «One
would have thought, for example, that the application of postcolonialism would logically
necessitate some discussion of medieval society as a postcolonial world (which clearly it
isn’t) or at least a “colonial world”» (2000: 246; énfasis mío). En los pasajes subrayados
Spiegel declara sin ambages que el «postcolonialismo medieval» es, por así decirlo, un

4. Cohen critica a los que hacen de la Edad Media «a field of undifferentiated alterity against which modern
regimes of power have originated» (2000: 3). Según Ingham y Warren, «medievalists in particular have long noted
“modernity” as a loaded term, defined by and through its medieval opposite» (2003: 1); por su parte, Altschul
observa que «in much postmodern theory the Middle Ages is homogenized to function as that against which moder-
nity and postmodernity emerge» (2008: 593); ver también Gaunt (2009: 161).

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oxímoron5. Esta postura ha sido criticada por varios estudiosos, concretamente Bruce
Holsinger (2002: 1206) y Nadia Altschul (2008: 589-90), en parte porque adoptan una defi-
nición más amplia del fenómeno, en parte porque argumentan que históricamente el colo-
nialismo (y con ello el postcolonialismo) no es privativo del imperialismo europeo moderno
(ver abajo). Pero para evaluar justamente la postura de Spiegel, hay que desentrañar los
distintos elementos de su crítica, porque en los pasajes citados creo que se confunden dos
problemas: por una parte, el uso indiscriminado de una gama ecléctica de teorías supues-
tamente incompatibles, aplicadas sin criterio, y por otra, el problema de la historicidad.
La falta de juicio, criterio, o discriminación debe ser censurada dondequiera que se halle,
no cabe duda. Pero la calidad de un análisis no disminuye necesariamente ni la relevancia
ni el poder de sus patrones conceptuales o metodológicos6. No obstante cierta circularidad
en sus argumentos (la relevancia de una teoría o método depende en gran medida en nuestra
evaluación de los resultados que se producen; ver también Holsinger, 2002: 1206, n. 40),
no debemos olvidar el contexto de los reparos que pone Spiegel: es una reseña equili-
brada de un libro particular, que no implica el rechazo global de las teorías postmodernas
aplicadas a la Edad Media –todo lo contrario, pues Spiegel declara que en principio abren
nuevas perspectivas sobre el pasado–. Concretamente, lo que le molesta no es la teoría sino
el método, y en el caso de Biddick «a fundamental tendency [...] to think by means of
analogy, transferring insights from one domain to another without demonstrating the vali-
dity of the transference»7. Como consecuencia (y siempre al parecer de Spiegel), Biddick
hace caso omiso de uno de los presupuestos fundamentales de la historiografía postmod-
erna, que es investigar «the conditions of possibility and contexts in which and by which
historical events and persons came to be constructed, understood, and enacted in histor-
ically determinate ways, to see them as products not of nature but of history, language,
discourse, and ideology» (2000: 248; énfasis mío). Como se verá, creo que esta dimensión
de su crítica –su insistencia en entender las condiciones de posibilidad de un fenómeno
histórico– no ha sido justamente valorada; ha resultado más fácil, y en su momento más
necesario tal vez, censurar la forma tajante en que Spiegel niega la aplicabilidad del post-
colonialismo al mundo medieval, cuando asevera rotundamente que dichos acercamientos
«simply do not apply».
Por otra parte, Spiegel (entre muchos otros) pasa por alto el papel formativo de los
medievalistas en el desarrollo de los estudios postcoloniales. Bruce Holsinger, en su
denso y bien documentado artículo publicado en 2002, pone de relieve «the vital role that
medieval studies performed in the emergence and shaping of postcolonial studies as a field
of critical inquiry» (2002: 1207). Según Holsinger, el interés en el «subalterno» –uno de
los temas predilectos del postcolonialismo– recibió un gran impulso de parte de los estu-
dios sobre el campesinado medieval, realizados por Gramsci, la escuela de los «Annales»,

5. «Medieval colonialism [is] oxymoronic, indeed anachronistic», según Benedict Anderson, en su famoso
libro Imagined Communities (1983); citado de Cohen (2000: 4).
6. Como dice Altschul: «Evaluating the degree of finesse or overreach with which intellectual tools such
as postcolonial theory are handled is a different matter from positing the inadequacy of a postcolonial outlook
for Medieval Studies or the medieval period» (2008: 594).
7. «Analogies generate a rhetorically inflated and emotionally laden terminology that performs the func-
tion and takes the place of reasoned argument backed up by evidence» (2000: 247).

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y los historiadores marxistas británicos de posguerra, entre otros (2002: 1210)8. Además,
aparte de investigar las formas medievales de colonialismo, Holsinger destaca otros puntos
de contacto entre los estudios postcoloniales y medievales, y consisten en desvelar el papel
del medievalismo y la persistencia de las fantasías medievalizantes tanto en los discursos
orientalistas de los siglos diecinueve y veinte como en el capitalismo global posterior.
Aunque se podría multiplicar ejemplos, la relación entre los discursos del orientalismo y
el medievalismo ha sido objeto de una monografía importante de John Ganim (2005), mien-
tras que la deuda del postcolonialismo para con la Edad Media es el tema de una colec-
ción de ensayos que acaba de salir, editada por Kathleen Davis y Nadia Altschul (2010),
y cuyo objetivo es analizar cómo la Edad Media ha sido apropiada y manipulada tanto en
la construcción como en la deconstrucción del poder imperialista moderno. Desde un punto
de vista conceptual y metodológico la colección en sí no es novedosa (contamos con nume-
rosos estudios sobre el tema: por ej., D’Arcens, 2000, con bibliografía sobre el medieva-
lismo victoriano), aunque se destaca por la riqueza y amplitud de sus contribuciones.
Estos estudios ejemplifican cómo no se debe reducir la relación entre pasado y presente
a la mera secuencia lineal de causa y efecto. Como acabo de sugerir, el prefijo «post» en
postcolonial no debe tomarse en sentido estrictamente literal. Para algunos teóricos, lo
postcolonial comienza ya con lo colonial: según Bill Ashcroft, el postcolonialismo «does
not mean “after colonialism” since it is colonialism’s interlocutor and antagonist from the
moment of colonization» (1999: 14). Un buen ejemplo de esto se encuentra en un estudio
de Roland Greene. Al igual que Ashcroft, Greene asevera que «this kind of thinking
often takes place in colonial writings, especially where an empire is obliged to observe its
contradictions, confront its limits, or address its critics», y basándose en un fino análisis
de ciertos episodios de Celestina y Los comentarios reales del Inca Garcilaso, concluye que
esta postura «postcolonial» se manifiesta en «an awareness of the colonial process and a
reflection upon it, a mode that is often constructional and critical at the same time»
(2004: 425).
Greene confiesa ser agnóstico a la hora de precisar las fronteras cronológicas del post-
colonialismo, y así refuerza implícitamente la idea de que el estudio de este fenómeno no
debe limitarse a un periodo particular, porque es fundamentalmente un fenómeno trans-
histórico. A mi modo de ver, las mejores reseñas de los debates en torno al problema de
cómo poner el postcolonialismo en su marco histórico son la introducción al volumen
colectivo editado por Patricia Ingham y Michelle Warren (2003) y el artículo-reseña de
Nadia Altschul (2008) al que ya me he referido arriba. Entre otros argumentos a favor
de un postcolonialismo medieval, nos recuerdan cómo los mismos pioneros de este movi-
miento –como Homi Bhabha en su libro influyente The Location of Culture (1994)– cues-
tionaron la identificación del colonialismo con la modernidad, señalando que una de las
estrategias ideológicas del colonialismo es la idea misma de la modernidad. La existencia
de formas premodernas de colonialismo es un presupuesto básico del volumen pionero
editado por Jeffrey Jerome Cohen en 2000. En su «manifiesto» introductorio (2000: 1-8),

8. Del mismo modo, Barbara Fuchs, comentando el colonialismo del Nuevo Mundo, llama la atención a
varios estudios que anticipan los temas centrales y objetivos del postcolonialismo (2003: 79). Vuelvo abajo a su
importante artículo.

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sostiene que los estudios medievales constituyen un campo privilegiado para explorar el
postcolonialismo porque la ambivalencia ontológica de la Edad Media (un periodo suspen-
dido entre la alteridad y la familiaridad) nos obliga a reconocer el carácter histórico de las
categorías que solemos usar para estudiar tanto el pasado como el presente: la raza, el
género sexual, la religión, la nación, Europa, etc. De ahí que Cohen acuñe el término
«midcolonial» con el doble propósito de descentrar dichas categorías y de resaltar el carácter
transhistórico del colonialismo: «Just as there never was a time before colony, there has
never yet been a time when the colonial has been outgrown». Lo midcolonial es «the
time of “always-already”, an intermediacy [sic] that no narrative can pin to a single moment
of history in its origin or end» (2000: 3). Para Nadia Altschul, esta formulación tiene sus
ventajas y desventajas. Por un lado, lo que Cohen llama «temporal interlacement» nos anima
a analizar el legado colonial, «the sediments of colonial contact», de una cultura determi-
nada (2009: 7); pero por otro, enfatizar la supuesta universalidad del colonialismo puede
considerarse una postura ahistórica, porque tiende a homogeneizar el pasado y reducir la
complejidad de la historia humana a un efecto de la colonización (2008: 591; 2009: 7). Los
reparos que pone Altschul me parecen sensatos y lúcidos, aunque personalmente haría más
hincapié en otra debilidad que no es necesariamente conceptual, sino metodológica o prác-
tica. A nivel teórico el mismo Cohen se da cuenta de los riesgos de resaltar la atempora-
lidad del postcolonialismo, porque también subraya cómo los estudios postcoloniales exigen
una perspectiva local, contextualizada: en términos parecidos a los de Spiegel, hay que insistir,
dice, en la especificidad cultural, histórica y textual (2000: 4-5, 6). Pues bien, para que tengan
solidez estas declaraciones de principio, y para que no sean mera retórica, se esperaría alguna
reflexión crítica, con apoyo bibliográfico, sobre las distintas formas históricas del imperia-
lismo y colonialismo, sus estructuras de poder político, económico y territorial. Y esto es
precisamente lo que falta en la lista de sus propuestas metodológicas.
Aunque esta deficiencia me parece sintomática de una tendencia general, no disminuye
en absoluto las posibilidades de un encuentro fructífero entre los estudios medievales y
postcoloniales: no solo porque los medievalistas pueden aprovecharse de algunos de los
métodos y conceptos elaborados en el ámbito del postcolonialismo moderno para reorientar
y enriquecer el estudio de ciertas áreas de investigación bien establecidas, sino también
porque contribuyen a situar el colonialismo moderno en su marco histórico. Además, los
medievalistas también pueden hacer una contribución metodológica –no son en absoluto
incompatibles los estudios filológicos y postcoloniales–. Al contrario, los conocimientos
codicológicos, paleográficos, y lingüísticos siguen siendo herramientas fundamentales, y por
muchos motivos. Estas disciplinas constituyen la base imprescindible de cualquier acerca-
miento histórico a los textos, y nos permiten apreciar las condiciones materiales de su
producción y recepción, e investigar las implicaciones del multiculturalismo y multilin-
güismo de la Edad Media. Varios son los estudiosos que han insistido en la importancia de
la filología, sobre todo Michelle Warren (2003) y Simon Gaunt (2009), aunque cabe decir
que no manejan necesariamente la misma definición de lo que es el método filológico9.

9. Ver también Altschul (2008: 597-598). El título de artículo de Warren, «Post-philology», es síntomatico
de lo polémico que es hablar sin más de «el método filológico» sobre todo cuando se trata de forjar una alianza entre
la filología y los estudios postcoloniales. Por su parte, Gaunt delata cierta ansia al insistir en los conocimientos

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Dejando la filología aparte, también se ha insistido repetidas veces en la necesidad de


adoptar una perspectiva comparatista, sobre todo para evitar la distorsión creada cuando
–para poner solo un ejemplo– se proyectan al pasado los paradigmas modernos de «nación»,
«Europa» u «oriente/ occidente». El postcolonialismo se propone desmitificar identi-
dades hegemónicas y descentrar a Europa (Cohen, 2000: 7), pero como ha observado atina-
damente Simon Gaunt la obsesión por trazar la construcción emergente de «nación» acaba
reificando la misma categoría que pretende criticar (2009: 165). Solo un enfoque compa-
ratista pondrá de relieve otras formas de identidad o afiliación transnacional que coexisten
con el protonacionalismo y contribuyen a la construcción de identidades pan-europeas.
Varios estudiosos han puesto de relieve la relación dialéctica entre la consolidación
interna del poder y la expansión, la continuidad entre la contrucción ideológica de la nación
y la conquista imperial (por ej., Fuchs, 2003: 73-75; Gaunt, 2009: 171). En este sentido, el
historiador más citado por los especialistas literarios es el susodicho Robert Bartlett (1993;
trad. esp. 2003). La tesis central de su libro, La formación de Europa, es que durante el
periodo 950-1350 la «europeanización de Europa» se realizó gracias a un proceso de
conquista y colonización interna. A mediados del siglo catorce, los contrastes culturales
y geográficos dentro del occidente latino importaban menos que sus características comunes.
A pesar de producir una cultura más homogénea, este proceso no carecía de tensiones y
conflictos, sobre todo en las zonas periféricas, como en la frontera báltica y andalusí (1993:
263-291, 310-311)10. Vuelvo abajo a la tesis de Bartlett, pero por ahora basta señalar la
superioridad de su planteamiento al de Cohen, el cual, inspirado por el entusiasmo de
descentrar Europa, llega a una formulación bastante exagerada, por no decir ingenua:
A postcolonial Middle Ages has no frontiers, only heterogeneous borderlands with multiple
centres […]. The supposed margins of Europe must also be rethought, so that “peripheral”
geographies like Wales, Ireland, Brittany, the Midi, Catalonia become their own centres
(2000: 7).

Si bien es cierto que este planteamiento tiene la ventaja de evitar la reificación de Europa,
no nos ayuda en absoluto a comprender la naturaleza de esta heterogeneidad interna, cómo
se constituyen los centros, ni las relaciones históricamente fluidas entre ellos11. Como acabo
de sugerir, Cohen carece de los recursos metodológicos para investigar la relación entre la
construcción ideológica y los medios y estructuras de poder que contribuyen a la territo-
rialización sea de Europa, la cristiandad o el occidente. Su perspectiva localista solo
tendrá sentido en relación dialéctica con una perspectiva más amplia.

«tradicionales», temiendo que se le acusen de conservador. Además, parece distinguir entre la filología que se prac-
tica en las universidades británicas y norteamericanas, donde es una herramienta supeditada al análisis cultural o
ideológico, y las universidades italianas y francesas (no conoce España) donde parece ser un fin en sí mismo. Gaunt
no entra en detalles y se limita a lo anecdótico.
10. Entre otros estudios sobre la noción de Europa en la Edad Media, se destaca un artículo de William Chester
Jordan (2002). Aunque no se refiere a la tesis de Bartlett, hace más hincapié en las variedades regionales de todo
tipo (economía, cultura, política, etc.) que producen una tensión persistente entre el localismo y los ideales
universalistas de las élites.
11. Su planteamiento delata el sesgo anglófono del volumen criticado por Gaunt, que nos insta a resistir la
insularidad cultural y disciplinaria (Gaunt, 2009: 167).

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Un problema afín es el de escribir la historia del binarismo occidente/oriente. En dos


artículos incluidos en sendos volúmenes dedicados al postcolonialismo medieval (Cohen,
2000; Williams y Kabir, 2005), Susan Conklin Akbari se propone corregir una de las
premisas más problemáticas del Orientalismo de Edward Said. En su deseo de caracte-
rizar al Oriente como el «otro» ineluctible, milenario, de Europa, Said remonta los orígenes
del orientalismo hasta la Antígüedad clásica, y con ello lo convierte en una categoría casi
ahistórica. Akbari puntualiza, sin embargo, que «the binary opposition between East and
West […] cannot be projected back onto the Middle Ages which seldom conceived the
world as bipartite» (2005: 105). De hecho, basándose en algunas de las autoridades más
difundidas como Orosio e Isidoro, y recurriendo a una muestra de textos literarios
vernáculos franceses e ingleses, concluye que la orientación cosmográfica del mundo sufrió
una transformación a finales del siglo catorce: «it is only in this period that something like
our modern notion of a European “West” appears in literature» (2000: 29). En su conjunto,
los estudios de Akbari constituyen una aportación sumamente valiosa, principalmente
porque nos ayudan a evitar nociones reduccionistas del binarismo oriente/ occidente y a
apreciar la genealogía compleja de algunos de los postulados básicos del postcolonia-
lismo. No obstante, a mi modo de ver, sus conclusiones todavía ofrecen una visión dema-
siado lineal, casi predecible, del desarrollo del orientalismo. Por un lado reconoce la continua
mutabilidad de la construcción ideológica del Oriente, pero por otro, sostiene que llegó
un momento en que la idea del Occidente aparentemente se plasmó: «The Orient is
continually in the process of being reformed, while the Occident, it seems, was born just
yesterday» (2000: 30). Creo que esta conclusión lapidaria –y un tanto gnómica– produce
un concepto sobremanera estable del Occidente, cuando a finales del siglo catorce se
aproxima a lo que llama «something like our modern notion of a European “West”». Si
hay que reimaginar el Oriente constantemente, es precisamente porque su pareja, el Occi-
dente, también resiste la reificación definitiva y necesita reinventarse. Me doy cuenta de
que Akbari es consciente de ello, dada la imprecisión verbal de su conclusión («somet-
hing like our modern notion», y el poner «West» entre comillas). Su recelo e impreci-
sión son comprensibles e inevitables, dado que adopta una metodología implícitamente
teleológica. Va en busca del momento ilusorio en que Europa adquiere una identidad
«moderna y nuestra» (¿la nuestra?), una metodología que confía demasiado en la distin-
ción entre épocas, según una periodización que tiene una curiosa parentela con la de la
historiografía literaria inglesa, cuando (vaya sorpresa) la edad de Chaucer marca una
nueva etapa de la historia de Europa.
A Akbari, por tanto, le pondría los mismos reparos que a Cohen: los dos adoptan una
perspectiva historicista, eso sí, pero sin interesarse en un aspecto de la historia –la historia
de las formas mismas del colonialismo. Por muy importantes que sean, no es suficiente
centrarse en las manifestaciones ideológicas del imperialismo y colonialismo –los discursos
de la alteridad, raza, nación, etc.– ni en esa toma de conciencia de sus límites y contradic-
ciones. También hay que investigar cómo esos discursos ideológicos se fundamentan en
los modos de producción de una época determinada, y resaltar las diferentes estructuras
materiales, políticas y económicas propias de las sociedades capitalistas y precapitalistas.
Sería sumamente infructuoso aplicar tout court algunas de las definiciones básicas del impe-
rialismo y colonialismo modernos, como las de Edward Said, por ejemplo: «“Imperialism”

185
JULIAN WEISS

means the practice, the theory, and the attitude of a dominating metropolitan centre ruling
a distant territory; “colonialism,” which is almost always a consequence of imperialism,
is the implanting of settlements on distant territory» (1993: 8). La utilidad de esta defini-
ción dependerá de determinadas condiciones materiales, económicas y políticas: y en el
contexto del feudalismo medieval (si se me permite hablar por el momento de «el feuda-
lismo medieval»), que se caracteriza por la fragmentación del poder territorial y jurídico,
¿hasta qué punto nos sirve hablar de «un centro dominante metropolitano»? La distancia
–otro elemento clave en esta definición– también es un concepto muy relativo, dadas las
diferencias tecnológicas y materiales en distintos periodos, incluso dentro de la Edad Media.
Además, el campo semántico del término medieval imperium es notoriamente elástico, y
aunque no debemos limitarnos a la manera en que los juristas medievales o auctores como
Isidoro teorizaban sobre el poder –sus teorizaciones son una representación ideológica
de una realidad material– tampoco podemos permitirnos el lujo de prescindir de dichas
teorías12. Aunque Spiegel se muestra demasiado reacia a aceptar la aplicabilidad del colo-
nialismo a la Edad Media, creo que es perfectamente válida su insistencia en investigar
las condiciones de posibilidad de un fenómeno determinado, los determinantes materiales
de «[the] period-specific modalities of knowledge, power, thought, epistemologies, and
technologies [that] are put into play in the societies analyzed» (2000: 246). Al reseñar
los estudios pioneros sobre el postcolonialismo medieval, creo que se suele privilegiar
la investigación de ciertas modalidades históricamente específicas de poder (sean episte-
mológicas, discursivas, o ideológicas) a expensas de las estructuras y mecanismos del
poder político y económico, cuestiones de dominio territorial y soberanía, o la teoría
política y jurídica13.
Una excepción importante es la contribución de Barbara Fuchs al volumen colectivo
de Ingham y Warren (2003). Fuchs, autora de numerosos estudios importantes sobre los
moriscos, propone una nueva categoría para investigar la historicidad del postcolonialismo:
«Imperium Studies». Aunque reconoce los peligros de acuñar un nuevo marbete crítico,
sostiene que tiene ciertas ventajas en el contexto de la expansión colonialista de los regí-
menes absolutistas del Quinientos, en parte porque el término «imperium» tiene cierta
especificidad histórica, y nos recuerda la importancia ideológica de Roma en la genealogía
de las identidades imperiales. Para preparar el terreno para su discusión de los casos de
España e Inglaterra, remite a la tesis de Bartlett sobre la «europeización de Europa» durante
la Edad Media. Fuchs echa mano de la tesis de Bartlett para sentar las bases de una serie
enjundiosa de propuestas metodológicas y conceptuales. Primero, arguye que Bartlett nos
ayuda a rellenar una laguna en el estudio del imperialismo de la primera modernidad, que

12. Es enorme la bibliografía sobre el término imperium, pero recomiendo el sucinto resumen de Julia
Smith (2005: 272-277, 341-342). Véase también el volumen dedicado a nociones de imperio en la temprana Edad
Media editado por Lees y Overing (2004). Su ensayo introductorio (1-16), escrito a la luz de la teoría postcolo-
nial, subraya la importancia de reconocer los distintos modelos y conceptos de imperio y sus variedades histó-
ricas y geográficas. En su conjunto, el volumen corrige el desiquilibrio en el medievalismo postcolonial que
tiende a privilegiar la alta o baja Edad Media.
13. El hecho de que el término «feudalismo» brillara por su ausencia tal vez se debe en parte a la influencia
en ciertos sectores del medievalismo del libro de Susan Reynolds (1996). Es aun más curioso, por tanto, en vista
de la genealogía de los estudios postcoloniales según Holsinger, que propone como influencias el marxismo y la
escuela de los «Annales».

186
EL POSTCOLONIALISMO MEDIEVAL

a su modo de ver se ha centrado en la exploración y colonización ultramar a expensas del


imperio doméstico («domestic imperium»; 2003: 75-77). Como nos recuerda Bartlett, la
historia de Europa, futuro poder imperialista, se caracteriza por un proceso de coloniza-
ción interna, acompañada por migraciones, transformaciones culturales, rivalidades, y
tensiones entre el centro y las zonas periféricas. «Imperium studies», nos explica Fuchs,
«is an effort to write the story of those tensions and the cultural dynamics that charac-
terize them» (2003: 74). Este proyecto es aún más significativo porque se suele olvidar que
«colonial dynamics within the metropole [...] in many cases effectively predate external
colonization as it is generally understood» (2003: 75). Esta premisa tiene consecuencias
metodológicas, porque investigar la transformación de Europa en metrópolis imperial
conlleva el análisis de las rivalidades y conflictos dentro de Europa, tanto al nivel inter-
nacional como nacional. Hay que reconocer, por tanto, que «the metropole is not a uniform
locus of political power» (2003: 74), y como corolario de esto debemos centrar nuestra
atención en «the fissures in the constitution of metropolitan power and identity» (2003:
75). El análisis ideológico de estas «fisuras» o contradicciones internas pondrá de relieve
la historicidad de las categorías interrelacionadas de imperio y nación, como categorías que
participan en un proceso abierto de renegociación y redefinición. Los «Imperium studies»,
por tanto, se dedican a explorar «Europe’s cultural construction of itself as a geograph-
ical and imperial center in different historical situations, examining metropolitan culture
for its signs of adaptation and syncretism» (2003: 77).
Si me he detenido en las propuestas de Fuchs es porque creo que se fundan en un
concepto flexible del proceso histórico, y porque al aprovecharse de la tesis de Bartlett se
abre la posibilidad de superar los fáciles esquemas de la periodización habitual para analizar
tanto las continuidades como las discontinuidades en la historia del colonialismo e impe-
rialismo entre la Edad Media y primera modernidad. Pero la contribución de Fuchs también
me parece importante por otro motivo. Al igual que otros estudiosos que recurren al libro
de Bartlett, pasa por alto algunas páginas que a mí me parecen insoslayables: las que se
dedican a describir las diferencias entre las formas medievales y modernas de colonia-
lismo (1993: 306-14)14.
Según Bartlett, el colonialismo capitalista suele asociarse con la subordinación funcional,
a largo plazo, de la periferia al centro industrializado, que explota sus colonias para mate-
rias primas y mercados, creando así una relación de interdependencia política y econó-
mica. «This is exactly what high medieval colonialism was not», asevera Bartlett: «it was
a process of replication, not differentiation» (1993: 307). Es decir, aunque es difícil pres-
cindir del modelo espacial «centro/ periferia», el modelo se acomoda mal a la expansión
territorial de la alta Edad Media, puesto que esta se caracteriza no por la subordinación

14. En el caso de Fuchs, esto es comprensible, dado que describe formas quinientistas de la relación entre
el imperialismo y la construcción del estado nacional. No obstante, todavía tengo mis dudas sobre la utilidad del
término «metrópolis» en este contexto, a no ser que se tome en sentido ideológico. Ver Pagden: «There never was,
of course, a “Spanish Empire”. Although contemporaries sometimes referred to the territories over which first
the Hapsburgs and then the Bourbons ruled as an empire, and although in many respects the administration of
those territories was an imperial one, there were always, in theory and generally in legal practice, a confedera-
tion of principalities held together in the person of a single king. [...] The Americas [...] were never colonies, but
kingdoms, and –in this they were unique– an integral part of the crown of Castile» (1990: 3).

187
JULIAN WEISS

regional sino por un proceso de «multiplicación celular»15. Los que participaban en lo


que llama Bartlett «la diáspora de los francos» reproducían las instituciones, estructuras y
mecanismos del poder social, político y económico –los dominios señoriales, universidades,
ciudades, iglesias, prácticas culturales y jurídicas, etc.– de su punto de origen (1993: 306-
307). Subraya que en la mayor parte la conquista y colonización no se organizaban ni se
dirigían bajo los auspicios de una política centralista: los agentes de la expansión eran
«consorcios eclécticos» de caballeros, clérigos y mercaderes, y a nivel político la coloni-
zación no producía la subordinación permanente de una región a otra, sino «autonomous
replicas without political subordination». Este proceso fue facilitado por formas jurídicas
internacionales (o «blueprints»), capaces de generar nuevas estructuras «quite indepen-
dently of an encompassing political matrix» (1993: 309). De ahí que existieran, en los
márgenes de Europa, dominos señoriales virtualmente independientes, como la Valencia
del Cid (1993: 307).
Ahora bien, dado que el objetivo de Bartlett es ofrecernos una visión panorámica de
la formación de Europa, su descripción del colonialismo en esta coyuntura particular es
forzosamente esquemática. Es a la vez un resumen de un proceso histórico y el punto de
partida para la investigación del imperialismo europeo posterior. Si el postcolonialismo
medieval (tal como lo he caracterizado aquí) puede beneficiarse de su intento de distin-
guir entre las distintas formas históricas del colonialismo (sus manifestaciones materiales
y condiciones de posibilidad, según Spiegel), no es menos cierto que la tesis de Bartlett
necesita ser leída, y problematizada, a la luz de la teoría postcolonial, sobre todo en uno
de sus aspectos fundamentales. Si nos centramos en el subtítulo de su libro, los tres elementos
que contribuyen a la formación de Europa son la conquista, la colonización y el cambio
cultural. Y es en el cambio cultural donde Bartlett ubica la homogeneización que culmina
el proceso estudiado por él. Huelga decir que Bartlett no ignora que dicho proceso producía
sus tensiones, conflictos y «respuestas nativas», sobre todo en las zonas periféricas (1993:
311). Pone los ejemplos de Lituania, Irlanda e Iberia, donde se puede rastrear señales de
resistencia a esos patrones jurídicos y culturales que, a fin de cuentas, provenían de un
territorio concreto ajeno, el de los francos. Esta resistencia se manifiesta, por ejemplo, en
la reafirmación de tradiciones locales o en ciertos intercambios al nivel cultural: todo
demuestra que «the extremities of Europe experienced the process of homogenization as
a process of polarization» (1993: 312). Es en esta dinámica tensión entre los procesos de
homogeneización y polarización donde los estudios postcoloniales pueden hacer su mayor
aportación, matizando y profundizando lo que Bartlett solo puede esbozar de forma somera,
a través del análisis de los discursos ideológicos del poder, y de los testimonios de resis-
tencia, sincretismo o adaptación cultural; y no solo en los márgenes (donde los sitúa cómo-
damente Bartlett), sino en los mismos centros de poder, puesto que, como nos recuerda
Fuchs, «the metropole is not a uniform locus of political power» y consecuentemente nos
atañe desvelar «the fissures in the constitution of metropolitan power and identity»
(2003: 74-75).

15. La metáfora de la reproducción celular anticipa el planteamiento más retórico de Cohen, citado arriba:
«A postcolonial Middle Ages has no frontiers, only heterogeneous borderlands with multiple centres». Ya he indi-
cado por qué prefiero la formulación de Bartlett.

188
EL POSTCOLONIALISMO MEDIEVAL

Evidentemente, Iberia y la frontera andalusí en especial deben ocupar una posición de


relieve en el estudio del postcolonialismo medieval y renacentista. En los últimos diez años,
el hecho no ha pasado desapercibido, por lo menos entre los hispanistas o especialistas en
literatura comparada16. Contamos, por ejemplo, con estudios interpretativos como los de
Hanlon (2000), Greene (2004), Wacks (2006), y Blackmore (2006); volúmenes colectivos
que contienen ensayos sobre el mundo hispánico (Dagenais y Greer, 2000; Fuchs y Baker,
2004; Davis y Altschul, 2010), además de los planteamientos metodológicos y teóricos de
Fuchs (2003) y Altschul (2007, 2008, 2009). Gracias a Altschul, cuyas propuestas de inves-
tigación y planteamientos metodológicos se apoyan en una bibliografía excelente, no es
necesario entrar en detalles sobre estas intervenciones ni la relevancia particular de la Penín-
sula Ibérica al proyecto postcolonial (ver también Menocal, 2006). Me limitaré por tanto
a unas cuantas observaciones metodológicas sobre tres de estos trabajos, antes de proponer,
a modo de conclusión, que hay otra área que merece la pena investigar a la luz de los estu-
dios postcoloniales.
Los estudios que me interesan son los de Hanlon (2000), Wacks y Blackmore (ambos
de 2006), y merecen unos comentarios más detallados porque comparten unos plantea-
mientos teóricos y unos objetivos similares: la representación estereotípica del moro. Eviden-
temente, estos estudios se conectan con un tema bien arraigado en el hispanismo, porque
la representación del moro cuenta con una bibliografía larga y sustanciosa, enriquecida en
gran parte por el fenómeno archiconocido de la maurofilia literaria. Para contextualizar la
aportación de los que se aprovechan de la teoría postcolonial, y poner de relieve lo que
tiene de nuevo, conviene comparar sus trabajos con los de Israel Burshatin escritos entre
quince y veinticinco años antes («The Docile Image» y «Power, Discourse, and Metaphor»,
ambos de 1984, 1985). Que yo sepa –y no me refiero simplemente al hispanismo– Burs-
hatin fue uno de los primeros estudiosos en apropiarse de los planteamientos orientalistas
de Edward Said; diría yo que sus artículos pioneros sobre la construcción ideológica del
moro estereotípico en la épica y novela (El cantar de mio Cid, La crónica sarracina,
El Abencerraje) han sido injustamente ignorados por los que han abordado la problemá-
tica del postcolonialismo medieval.
No me propongo aquí disputar su interpretación de los textos17. Solo quisiera destacar
que a nivel teórico sus trabajos constituyen un precedente valioso, y que todavía merecen
una reflexión crítica y constructiva, precisamente porque intenta llevar a cabo un análisis
ideológico de los discursos literarios que, en su opinión, legitiman la conquista territorial
de Al-Andalus y, tras la caída de Granada, la hegemonía cristiana sobre los moriscos. Me
parece que el enfoque discursivo de Burshatin constituye un avance singular, sobre todo
con respecto a estudios anteriores sobre la idealización literaria del moro. No obstante la

16. Incluso se nota un creciente interés en la Iberia medieval de parte de los que se dedican a la literatura
francesa, como Ramey (2001), Reichert (2006), y Kinoshita (Medieval Boundaries y «Political Uses», ambos
de 2006). Quizá no iría tan lejos como Menocal, que opina «But now “medieval Spain” has become relevant,
even chic, in some quarters, [it] has come out of its traditional obscurity and into something that is practically
a limelight» (2006: 8).
17. Para una crítica de su lectura orientalista de El cantar de mio Cid, ver McIntosh (2006). A pesar de
muchos reparos pertinentes, McIntosh cuestiona de una forma demasiado tajante la relevancia del postcolonia-
lismo en sí, aduciendo argumentos que (por razones de acabo de aducir) no me convencen.

189
JULIAN WEISS

perspicacia y elegancia de su análisis textual –el sine qua non de toda interpretación ideo-
lógica– me parece que sus lecturas tienden a veces a producir resultados un tanto unidi-
mensionales. No quiero decir que no tenga en cuenta las contradicciones y paradojas de
los textos: todo lo contrario, constituyen el eje de su análisis. Pero tiende a soslayarlas
para reproducir estereotipos del moro teñidos por el orientalismo decimonónico. A grandes
rasgos, lo mismo podría decirse de la lectura orientalista de dos romances fronterizos
(«Álora» y «Abenámar») realizada por Jan Gilbert (2003), o el estudio anterior de Louise
Mirrer sobre el moro y judío feminizados y dóciles en la épica y romancero (1994, 1996:
47-65)18. En cuanto a Burshatin, es de sumo interés una nota teórica en su artículo sobre
El Abencerraje. Partiendo de unas observaciones de Hayden White sobre la naturaleza
doble del discurso, sugiere que El Abencerraje reproduce algunas de las características del
moro exótico y domesticado que se encuentran en el discurso orientalista, según Said. La
lógica de este discurso permite la contradicción, incluso la necesita, pero la presenta bajo
la forma de mito, fantasía, o estereotipo como una antítesis ya resuelta, «already analyzed
and solved», en palabras de Said. Burshatin es demasiado inteligente como para aplicar esta
teoría de una forma irreflexiva: «The Abencerraje measures up to only some of these criteria
[...]. The radical antitheses are grouped into now complementary, now opposing referen-
tial levels, but they are not entirely analyzed and solved –hence, perhaps, the work’s
enduring allure» (204-205: nota 31). Esta última observación, por muy provisoria que sea,
es muy atinada. Como veremos a continuación, anticipa la teorización del estereotipo ambi-
valente elaborada en la década siguiente por Homi Bhabha.
Aunque comparten premisas parecidas –la representación estereotípica del moro media-
tiza una relación desigual de poder– se notan diferencias interesantes entre estos artículos
y los de Hanlon, Blackmore y Wacks. Estas diferencias son principalmente teóricas y
facilitan interpretaciones que, a mi modo de ver, captan mejor el significado de las ambi-
valencias o contradicciones de los textos. En un trabajo innovador, David Hanlon (2000)
se propone analizar el estereotipo del moro y la noción de raza en la historiografía caste-
llana de los siglos XIII y XIV: la biografía de Mahoma que se encuentra en la Primera crónica
general y la leyenda épica de los Siete Infantes de Lara. Hanlon comienza con la imagen
familiar del moro, que es por una parte «domesticado» o dócil, y por otra, temible, agre-
sivo, o el paragón de las virtudes caballerescas. Reconoce que dicha contradicción había
sido analizada por Burshatin (1986) y Mirrer (1996), pero asevera que su interpretación
carecía de una base teórica adecuada. Recurre por tanto a la noción del estereotipo elabo-
rada por Homi Bhabha (1994: 94-120), cuyas ideas al respecto se desarrollaron en diálogo
crítico con Edward Said19. Según Hanlon, Bhabha subraya que el estereotipo se estructura
en torno a una ambivalencia, y es precisamente la estructura ambivalente del estereotipo lo

18. Para las limitaciones del orientalismo aplicado al romancero fronterizo, ver Yiacoup (2004). Yiacoup hace
hincapié en la importancia de conservar la ambivalencia de los textos, y no resolverla, adoptando así una postura
muy similar a la de Menocal. Para esta, la comprensión histórica de las complejidades culturales de la Iberia
medieval consiste «in fully accepting the “yes-and-no”-ness of the thing, of becoming so comfortable with the
paradoxes that we can just assume they will be there and assume that at least part of our job is to dwell on them
and what they might mean. This we do not necessarily [have] to resolve or explain away» (2006: 10-11).
19. Es curioso que aunque se refiere a uno de los artículos de Burshatin, Hanlon no tome en cuenta sus plan-
teamientos teóricos, un precedente claro y significativo para sus propia investigación, a la hora de criticar lo que
se complace en llamar «our disciplinary myopias» (2000: 501).

190
EL POSTCOLONIALISMO MEDIEVAL

que permite «the maintenance of contradictory beliefs and ensures that they survive contact
with reality, for “it is the force of ambivalence that gives the [...] stereotype its currency”»
(Hanlon, citando a Bhabha, 2000: 500).
Esta reorientación teórica le permite a Hanlon defender la tesis de que la representa-
ción del moro mediatiza el estatus ambiguo del mudéjar, el «moro interno» tras la expan-
sión territorial del siglo XIII. Aquí, me interesan más sus métodos que los detalles de su
interpretación y sus conclusiones. Primero, me parece que su insistencia en conservar la
ambivalencia, en analizar sus efectos y función ideológica (en vez de resolverla como
síntoma de valoraciones o positivas o negativas del moro que lo sitúan en uno u otro lado
del binario «identidad/ alteridad»), constituye un avance importante con respecto a plan-
teamientos anteriores, incluso los inspirados por el orientalismo de Said. Pero no se trata
simplemente de aplicar unas cuantas teorías, sacadas de su contexto original. Diría yo que
sus métodos responden a las objeciones de Spiegel (que también son las mías) con respecto
a la consideración que se debe dar a las condiciones de posibilidad de un fenónemo histó-
rico: no solo intenta precisar la naturaleza histórica del discurso de la raza en esta coyun-
tura concreta, sino –y en esto me parece excepcional– toma en cuenta los mecanismos y
recursos materiales del poder feudal. Su ensayo combina la sofisticación teórica, la lectura
cuidadosa y sutil de los textos, y la consideración de los determinantes materiales de su
producción.
Por su parte, Josiah Blackmore (2006) también se centra en las contradicciones del
moro estereotípico, esta vez en la literatura medieval portuguesa (las cantigas de escarnio,
livros de linhagens, y las crónicas cuatrocentistas de Gomes Eanes de Zurara). Aunque no
se refiere al artículo de Hanlon, se aprovecha de los estudios postcoloniales para defender
una tesis similar: como construcción ideológica, el moro «resists easy categorizations as
an undifferentiated figure of otherness» (2006: 27); además, es a la vez un componente de
«an idealized reconquista mentality and [...] a more polysemous marker of difference and
contact» (2006: 32). Aparte de evitar simples taxonomías ontológicas, hay otra afinidad
metodológica y es que él también reconoce la importancia de indagar la especificidad histó-
rica de los discursos ideológicos que conforman los textos. Investiga, por tanto, la historia
semántica del término maurus y la teoría medieval de las facultades intelectuales, y reco-
noce también que sus textos no deben reducirse a la articulación ideológica de un colo-
nialismo medieval generalizado, pues «often competing or contrasting practices of empire
and colonization existed» (2006: 28).
La polisemia del estereotipo también sirve de inspiración para David Wacks en un
estudio publicado en el mismo volumen colectivo (2006). Wacks intenta rastrear la impronta
del colonialismo en las prácticas narrativas del Conde Lucanor de Juan Manuel, que lee
en el contexto de la expansión territorial del siglo catorce. También aboga explícitamente
por un acercamiento postcolonial, y se apoya en Hanlon para argumentar que «stereotypes
of Muslim characters in the C[onde] L[ucanor] served the double purpose of justifying
the Castilian-Aragonese conquest of al-Andalus and the medieval colonialism that was its
legacy» (2006: 95). Basándose en una lectura de los cuentos 30 y 41, sostiene que la repre-
sentación de los reyes musulmanes de Sevilla (Abenabet) y de Córdoba (Alhaquem) se
caracterizan por la ambivalencia. Mientras que en la parte narrativa de sus ejemplos Juan
Manuel se demora en retratar su materialismo y decadencia moral, en la conclusión del

191
JULIAN WEISS

cuento marco y, sobre todo, en los viessos sentenciosos, destaca la sabiduría política de
estos reyes musulmanes: a raíz de esta discrepancia Wacks concluye que «Andalusı̄ Muslims
are unfit to rule, yet worthy of both high praise and imitation» (2006: 100). La aparente
contradicción es un ejemplo de «border thinking», un modo de pensar fronterizo que
resiste programas ideológicos rígidos20. Aunque apoyo el proyecto de leer a Juan Manuel
en un contexto postcolonial, confieso que no me convencen del todo sus argumentos y
conclusiones, porque a mi juicio su interpretación se basa en un fallo metodológico (y no
teórico)21. Primero, sostener que estos reyes, por su supuesta debilidad moral, son «unfit
to rule» me parece una conclusión apriorística dado que estas debilidades no son priva-
tivas de los personajes islámicos en esta colección. Diría yo en cambio que incluso en los
exempla son modelos de esa sabiduría política –eminentemente experiencial y pragmá-
tica– ejemplificada por el musulmán que cierra la colección. Al igual que Abenabet y Alha-
quem, Saladín aprende una lección política transcendental: la importancia de la vergüenza,
entendida como la capacidad de conocerse a sí mismo. Si la representación estereotípica
del moro en El conde Lucanor sirve para justificar la reconquista o transformar al mudéjar
en sujeto colonizado, no es porque no es digno de ocupar una posición de poder –todo
lo contrario. Juan Manuel no marca una frontera vertical entre cristiano y musulmán
en lo que respecta a la legitimación del poder–. Estos reyes musulmanes sirven de
modelos para una aristocracia terrateniente que necesita (según Juan Manuel) de unos
valores y conocimientos pragmáticos para legitimar su señorío y conservar sus domi-
nios. Dicho de otro modo, Juan Manuel traza una frontera horizontal implícita entre
una élite de casta militar/política y el campesinado, compuesto también eso sí de musul-
manes y cristianos.
No se trata simplemente de una diferencia interpretativa. La interpretación de Wacks
me parece más bien parcial que errónea, y principalmente por razones metodológicas. El
análisis del estereotipo ambivalente tiene una sólida base teórica; pero para desentrañar la
naturaleza de esa ambivalencia, creo que Wacks debería haber prestado más atención a las
condiciones materiales y epistemológicas del discurso ejemplar (es, a fin de cuentas, uno
de los mejores expertos en este campo). Sitúa la ambivalencia en el desfase entre el exem-
plum (donde se recalca la decadencia del moro) y los versos sentenciosos del cuento marco
(donde el moro es modelo de conducta política). En vez de explicarlo únicamente en
términos del «border thinking», habría que explicarlo también según una epistemología
determinada por otra clase de frontera, asimismo porosa: la imbricación de la oralidad y
la textualidad. El conde Lucanor combina dos modalidades de pensar y dos formas de saber
que se aúnan para producir un discurso ejemplar específico. La representación ambiva-
lente del moro es condicionada por las exigencias de una ejemplaridad compuesta por un

20. Wacks explica que el término «border thinking» es un préstamo de los estudios postcoloniales latinoa-
mericanos, concretamente la obra de Walter Mignolo. Más tarde, Altschul pondría aun más énfasis en la relevan-
cia teórica de los estudios latinoamericanos para la cultura fronteriza ibérica (2007 y 2009).
21. Sería injusto criticar su inadecuada teorización del colonialismo, confeccionada en base a un verso del
Cantar de mio Cid. Cuando El Cid vence a los habitantes de Alcocer declara: «“posaremos en sus casas y dellos
nos serviremos” [...]. This is colonialism in a nutshell; Christians are not to deport or kill Muslims, but rather should
subjugate them politically and exploit them by occupying their space and appropriating their resources» (2006:
90). La generalización, desprovista de específicidad histórica, me parece legítima en su contexto retórico. Como
he dicho, el desinterés en las formas materiales del colonialismo me parece sintomático de una tendencia general.

192
EL POSTCOLONIALISMO MEDIEVAL

estilo prolijo y claro (exemplum) y un estilo breve y oscuro (moralidad)22. La capacidad


de mover entre dos formas de ver el mundo –esa capacidad de abstraer una realidad tras-
cendental de una realidad movediza e incierta– constituye, para la nobleza laica que conforma
el público de Juan Manuel, tanto un instrumento de poder como el signo de su superio-
ridad. No niego la importancia del moro estereotípico, pero creo que hay que repensar su
significado ideológico a la luz de sus condiciones materiales tanto discursivas como
socioeconómicas.
Ya me he referido varias veces a las aportaciones de Nadia Altschul a la intersección
entre los estudios medievales y postcoloniales. Aparte de coeditar una importante colec-
ción de ensayos (2010), hasta la fecha su intervención ha consistido en sopesar las impli-
caciones disciplinarias y principios conceptuales del tema, y en hacer unas proposiciones
metodológicas y teóricas para renovar el estudio del contacto cultural en la España medieval.
En vez de resumir y comentar sus ideas por separado, quisiera integrar algunas de ellas
en mi propia propuesta de investigación que servirá de conclusión a esta reseña y prólogo
a otros estudios que tengo en preparación y en prensa sobre la épica medieval.
Empecé este ensayo con un tópico –«África empieza en los Pirineos»– porque los Piri-
neos constituyen una frontera real y simbólica tan importante como la frontera andalusí.
En un momento histórico, el siglo VIII, se puede decir que coincidían. El recuerdo de este
hecho proporciona la materia prima para gran parte de la épica europea: la épica carolingia,
o la matière de France. Las leyendas épicas, por tanto, constituyen un campo muy fértil
para la investigación de las fronteras porosas entre el islám y la cristiandad, el occidente
y el oriente. Decir esto no tiene nada de sorprendente, y contamos con numerosos estu-
dios bien conocidos sobre el tema (por ej., Bancourt 1982, Daniel 1984). Pero del mismo
modo en que España no se incorpora a la tesis de Said sobre las relaciones entre Europa
y el oriente, la España musulmana suele pasar desapercibida a los que estudian la épica
francesa, porque la crítica suele asimilar el moro «español» a la figura reificada del moro
oriental, sin prestar suficiente atención a las implicaciones ideológicas e históricas de su
condición hispana. Una de las consecuencias de este olvido es que se pierde la oportu-
nidad de investigar la representación literaria de las relaciones transpirenaicas y el papel
de «España» como espacio ideológico en el imaginario cultural de lo que llegaría a ser
«Europa».
La excepción más notable a esta regla es el libro de Sharon Kinoshita, Medieval
Boundaries (2006; ver también el artículo del mismo año), un libro sutil y fascinante que
ejemplifica algunas de las tendencias principales y mayores logros del postcolonialismo
medieval. Para Kinoshita, no se puede comprender la Chanson de Roland sin tener en
cuenta la manera en que refleja los contactos culturales transpirenaicos de la alta Edad
Media. Sostiene que la representación poética de los tributos que el rey Marsilio pretende
ofrecer a Carlomagno indica cierta familiaridad con el fenómeno ibérico de las parias.
Según Kinoshita las parias representan la política de lo que llama «accomodationism»: el
deseo de mantener cierto balance de poder que beneficia a ambos partidos en un equili-
brio delicado pero necesario. Este equilibrio cede paso a la intolerancia y el espíritu de la

22. Juan Manuel expone su teoría estilística en El libro de los estados, donde el desprecio hacia el campesi-
nado demuestra bien a las claras que el sujeto subalterno no se define únicamente por la raza o la religión.

193
JULIAN WEISS

cruzada que crea una dicotomía absoluta entre el mundo islámico y la Cristiandad. La
tesis, por atractiva y convincente que sea, me parece parcial, y por dos razones. Primero,
me parece que adopta una lectura bastante optimista o idealizada de las parias, que repre-
sentan una relación de poder no tanto horizontal como vertical –por pacífica que parezca
no deja de ser una forma de sumisión mantenida por la continua amenaza de la violencia–23.
Segundo, creo que sería interesante situar su interpretación en la dinámica del colonialismo
medieval descrita por Robert Bartlett. Es decir, la Chanson de Roland –por lo menos en
su versión de Oxford– dramatiza la imposibilidad de mantener un equilibrio entre el centro
del imperio y los márgenes. Un imperio puede reproducirse de forma celular, como diría
Bartlett, pero todavía necesita un centro ideológico, representado al final del poema por
Aix la Chapelle, donde se retira Carlomagno tras su victoria en Roncesvalles, y donde
descubre a su pesar que lo que ocurrió en España se repite en otra parte de su Imperio.
España, por tanto, representa un trauma histórico: por más que se intente desplazarlo en el
tiempo y en el espacio, es un trauma destinado a repetirse al infinito. En breve, esta leyenda
carolingia nos ayuda a matizar la tesis de Bartlett sobre la naturaleza del colonialismo medieval.
Recuérdese que para Bartlett, la colonización medieval conlleva un proceso de «replica-
ción» y no «diferenciación», pero sin la subordinación política de la periferia al centro. A
nivel ideológico esta épica, en cambio, demuestra que las colonias no pueden reproducir el
centro sin la subordinación política, dada la naturaleza centrífuga del poder feudal24.
Mi hipótesis se basa en una reorientación del estudio de la representación del Islam que,
hasta la fecha, se ha centrado en el estereotipo del moro, hacia el concepto de espacio ideo-
lógico y geocultural. Corresponde por tanto al «giro espacial» en la historiografía literaria
contemporánea25. Las dos perspectivas no son incompatibles, pero creo que sería fructí-
fero estudiar cómo a partir de la alta Edad Media el término «España» se convierte en un
cronotopo: un espacio y un tiempo que se funden y se definen mutuamente para crear un
recurso de la memoria, una tecnología de saber, que en este caso concreto nos recuerda
que la colonización tiene una dimensión temporal, no solo territorial26. Lo que se recuerda
y lo que se sabe a través de este cronotopo depende, obviamente, de su función dentro de
cada poema. Acabo de sugerir que en algunos casos puede interpretarse como una forma
de conciliar a nivel ideológico las contradicciones inherentes en el colonialismo y señorío
feudales. Pero, evidentemente, España cumple otros cometidos en la poesía épica. En
muchos poemas España se convierte en el espacio del romance –el género romancesco–
un espacio liminal donde el héroe se somete a una serie de pruebas, para luego regresar a

23. Su caracterización de las parias, como fenómeno histórico, se apoya en Angus MacKay; le habría sido
útil también tomar en cuenta su representación literaria en, por ejemplo, el Cantar de mio Cid, donde su función
ideológica había sido analizada, más de viente años antes, por Burshatin (1984); ver también las nutridas notas a
los pasajes relevantes en la edición de Montaner (Cantar, 2007).
24. En este sentido, habría que investigar la afinidad ideológica entre la Chanson de Roland y las leyendas
de Alejandro (ver Weiss, 2006: 109-142).
25. Para un ejemplo, con buen soporte bibliográfico, ver Domínguez (2006). Muy pertinentes también son
los estudios realizados por Alberto Montaner sobre la épica de frontera y la geopolítica y geopoética en el Cantar
de mio Cid (2004, 2007). La representación del espacio, real y simbólico, en el Cantar de mio Cid, es un problema
que viene de antiguo. Para un repaso de la bibliografía y una interpretación novedosa, ver Haywood (2002).
26. La colonización del tiempo es ya un tópico en los estudios postcoloniales; para una buena síntesis, ver
las páginas que John Dagenais dedica al tema en la introducción al volumen Decolonizing the Middle Ages que
co-edita con Margaret Greer (2000: 431-438).

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EL POSTCOLONIALISMO MEDIEVAL

casa con una identidad nueva y más fuerte, como en el caso de la Spagna o L’Entrée en
Espagne, que nos retratan a un Rolando orientalizado, o la leyenda de Mainete, donde el
joven Carlomagno forja su identidad imperial en contacto íntimo con la cultura musul-
mana27. En otros casos, este espacio tiene un cariz claramente lúdico. Pienso por ejemplo
en el muy divertido Charroi de Nimes (Altmann y Psaki, 2006) o en la épica tardía provenzal
Rollan a Saragossa (Jewers, 2009): en ambos poemas la masculinidad, religiosidad e iden-
tidad de casta de los nobles francos se ven sometidas a toda una serie de subversiones
cómicas y satíricas, cuyas implicaciones deben ser investigadas tomando en cuenta el hecho
de que la acción se ubica en la España musulmana o en la marca hispánica. En algún caso,
España sirve de metáfora histórica: pienso en el Rolandslied del Pfaffe Konrad (el cura
Conrado), que en las últimas décadas del siglo doce adapta una versión de la Chanson de
Roland para celebrar la cruzada de Enrique el León contra los paganos del Báltico, que
resultó en la conversión y colonización de gran parte del noreste de Europa (Ashcroft,
1986).
Habría que investigar también las distintas vertientes tanto positivas como negativas
de «España» como una zona fronteriza, el punto de entrada de influencias diabólicas (el
Islam, la corrupción sexual, etc.) y productos culturales de lujo (como los tejidos árabes,
el ajedrez, caballos, cuero cordobés, etc.). No olvidemos que Parsifal de Wolfram von
Eschenbach sitúa el origen de la leyenda del Santo Gral en un manuscrito árabe descu-
bierto en Toledo. Es una frontera porosa y contradictoria, y las contradicciones se mani-
fiestan también en la representación simbólica del espacio físico. Es bien sabido que a
diferencia del supuesto «realismo» castellano, la épica transpirenaica carga las tintas sobre
los montes altos y los valles profundos y oscuros: dondequiera que ocurra la acción, nunca
nos alejamos mucho de la frontera simbólica de los Pirineos. Si bien el paisaje infunde
cierto miedo, los toponimios exóticos y palacios y castillos fabulosos con sus torres y pilares
de mármol producen asombro y deseo. La dualidad refleja la ambivalencia de una cultura
«europea» hacia una cultura urbana árabe ubicada en un territorio vecino pero insondable.
Estos y otros aspectos del significado de «España» en la épica medieval merecen un
estudio de conjunto, y huelga decir que este estudio comparatista no puede por menos de
realizarse a la luz de los restos de la épica castellana. Los lectores de este volumen conocen
de sobra los puntos de contacto (y los debates que han generado) entre la épica castellana
y la francesa, tradiciones gemelas, en palabras de Menéndez Pidal. El postcolonialismo nos
ofrece muchos motivos para volver al estudio comparatista de la épica, no para trazar rela-
ciones genéticas o influencias entre los poemas, sino por la luz que se puede echar sobre
la formación de Europa, producto de un proceso de conquista y colonización, y sobre la
naturaleza de las fronteras políticas, culturales, económicas e ideológicas, tanto internas
como externas, que se van creando en la alta y baja Edad Media28. Con respecto a las

27. Para la representación del imperio en L’Entrée en Espagne ver Sunderland (en prensa).
28. Huelga decir que el interés en la «épica de frontera» no es, y no tiene por qué serlo, el monopolio de los
estudios postcoloniales. Ahora contamos con el panorama fundamental de Montaner (2004), que abarca las tradi-
ciones románica, bizantino-eslava e islámica, y cuyo propósito es preparar el terreno para una investigación
comparatista sobre el significado histórico y función poética de la frontera en las zonas indicadas. El artículo
contiene una riquísima bibliografía y unas sólidas observaciones metodológicas, por ej., cómo explicar las simi-
litudes entre zonas y culturas diferentes, la importancia de fundamentar el análisis en una sólida base histórica y

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JULIAN WEISS

fronteras internas, entre otras cosas, el postcolonialismo nos permite reorientar el estudio
del antagonismo entre castellanos y franceses, tan bien documentado en la épica y histo-
riografía castellanas desde los estudios clásicos de Jules Horrent (1951), Ramón Menéndez
Pidal (por ej., 1960), o Barton Sholod (1963). Además de (o, tal vez mejor, en vez de) estu-
diar esta rivalidad en términos de un incipiente nacionalismo, se podría adoptar una pers-
pectiva más amplia e investigar las leyendas de Bernardo del Carpio, el desenlace de las
Mocedades del Cid, o la reescritura castellana de Roncesvalles (que ha provocado un debate
sobre si es un ejemplo de francofobia o francofilia) en el contexto de la diáspora de los
francos analizada por Bartlett; como ya indiqué, según Bartlett «the extremities of Europe
experienced the process of homogenization as a process of polarization» (1993: 312). Es
decir, estas leyendas épicas son a la vez una forma de mantener una afiliación transna-
cional, y reproducir el legado cultural de los francos, y una forma de diferenciarse. Pero
¿en qué sentido «diferenciarse» y para qué? El postcolonialismo nos proporciona no solo
un marco histórico para aventurar algunas hipótesis, sino también un vocabulario y unas
herramientas conceptuales, como pueden ser la descolonización, la aculturación, la trans-
culturación, o la mímica («mimicry»). De hecho, Nadia Altschul sugiere que los conceptos
de transculturación y la mímica, elaborados para el estudio del colonialismo latinoameri-
cano, pueden servir para explicar mejor la situación de los mozárabes y judíos arabizados
de Al-Andalus (2009: 12-13). Aunque todavía no lo he comprobado, se me ocurre que el
concepto de la mímica podría adaptarse también al análisis de la reescritura castellana de
motivos épicos franceses, puesto que «mimicry is not merely an appropriation but a form
of mis-imitation; and in contrast to imitation it shows ambivalence between deference and
defiance» (Altschul, 2009: 12)29. La lista de posibilidades podría prolongarse. Pero no nos
engañemos en pensar que hay que empezar desde cero. A veces algunos estudiosos dan la
impresión de querer escribir sobre una tabula rasa. Los trabajos de críticos anteriores, o
los que se acercan a los textos con postulados teóricos distintos, incluso a veces antité-
ticos a los objetivos de los estudios postcoloniales, pueden proporcionar datos o ideas de
sumo interés y relevancia. No es necesario aceptar los móviles y metas de Menéndez
Pidal ni renovar los viejos debates entre neotradicionalistas e individualistas para aprove-
charse de su contribución seminal a los estudios de la épica medieval. El postcolonialismo
medieval, como práctica académica, necesita reconocer la porosidad de sus propias fron-
teras y sus distintos estratos históricos30.

evitar la simple descripción de parallelismos: «Hacer filología es explicar textos y contextos» (2004: 39). Claro está
que la naturaleza de esa explicación dependerá de los planteamientos teóricos, visión histórica, y objetivos de cada
investigador.
29. Exploro esta ambivalencia, aunque desde un enfoque teórico distinto, en un estudio sobre la versión castel-
lana de Roncesvalles (2011).
30. Agradezco a César Domínguez y Alberto Montaner el haberme proporcionado valiosos datos biblio-
gráficos. Huelga decir que no son responsables por la manera en que los uso, ni a fortiori por las deficiencias del
presente artículo.

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