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Miércoles 16 de noviembre de 2011 

| Publicado en edición impresa


Un hábito que se va perdiendo en la era del espectáculo

Leer, un modo de descubrirnos


Por Mori Ponsowy  | Para LA NACION
¿Por qué alguien, en pleno siglo XXI, puede querer leer literatura? ¡Hay tantas otras cosas en que ocupar el
tiempo! Vivimos en la edad del espectáculo, el fisgoneo y la diversión. Tenemos teles, compus, consolas de juego,
teléfonos celulares, Internet, Twitter, Facebook, Skype, películas de amor, de terror... Pantallas y pantallas y más
pantallas que nos hechizan con esa facilidad que tiene la imagen para llamar nuestra atención sin pedir nada a
cambio.

Uno se sienta delante de la computadora, una tarde de sábado, pensando que va a mandar un solo e-mail y, sin
darse cuenta, salta del correo al diario de otro país, y de ahí a YouTube, y de pronto ha pasado media hora, 50
minutos, la tarde entera, y ya es de noche y tiene la mirada ida, y no sólo no empezó el libro que había dejado
sobre la mesa, sino que la disposición de ánimo para leer, para concentrarse en una riada de palabras que no son
las propias, ha desaparecido por completo para ser reemplazada por otra, más similar a la de quien camina
distraído por un patio de comidas que a la del nadador de fondo que se sumerge en la vida de personajes
desconocidos, en la cadencia de unos versos o en la dificultad de ideas novedosas.

Hace poco, el gran Philip Roth dijo que creía que dentro de 25 años casi nadie leería novelas. La entrevistadora le
preguntó si no estaba exagerando, y él respondió: "No, al contrario: estoy siendo optimista. Pienso que leer
novelas va a ser una cuestión de culto. Siempre va a haber gente que lea, pero será un grupo muy pequeño. En el
futuro cercano, leer novelas será tan infrecuente como hoy leer poesía del siglo V". La periodista le preguntó si lo
que volvía impopulares a las novelas era el tiempo que llevaba leerlas. Y Roth respondió: "No, no tiene que ver
con la longitud de una novela. Tiene que ver con la imprenta. Tiene que ver con el libro, con el objeto en sí. Leer
requiere cierta clase de concentración, de devoción, de entrega. Si uno se demora más de dos semanas en leer
una novela, no la ha leído. Ese tipo de concentración es cada vez más difícil de encontrar. El libro no puede
competir contra todas esas pantallas".

A diferencia de ver tele, jugar un videojuego o navegar por Internet, leer no es fácil. Para qué nos vamos a
engañar. La lectura exige tiempo, atención, trabajo. Y no sólo eso: para leer se necesita práctica. No basta saber
leer para convertirse en lector. Cuando los niños aprenden a leer, al principio pronuncian lentamente cada letra y,
cuando llegan al final de la palabra, no saben qué han dicho. Es que para que la palabra pueda entenderse debe
ser leída a una velocidad determinada. Lo mismo ocurre cuando, después de leer palabras, empiezan a intentarlo
con oraciones: si no las leen a la velocidad justa, cuando llegan al final ya no recuerdan qué dijeron al principio. Y
lo mismo sucede cuando pasan a leer un párrafo, un capítulo, un libro entero. Por eso Roth dice que quien tarda
más de dos semanas en leer una novela, no la ha leído realmente. Es decir: no ha captado su sentido, no ha
nadado en ella. Leer una novela, una página hoy, otra mañana, no es leerla. Leer significa sumergirse, entregarse.
Encontrar un ritmo, ni muy rápido, ni muy lento, que nos lleve a descubrir no sólo el significado de las palabras,
sino, tras ellas, una forma armónica: el sentido que todas ellas juntas comunican. La trama del bordado.

No es fácil aprender a leer, no es fácil leer, y no es fácil seguir haciéndolo. Creo, como Roth, que hoy es más difícil
que antes, que cada vez será más difícil, y que los verdaderos lectores se van a convertir en seres extraños y
anacrónicos, como los filatelistas. A veces, sospecho que en el futuro habrá menos lectores que escritores. ¡Hay
tanta gente deseosa de ser leída y publicada que no lee a los demás!

¿Por qué leer si podemos dedicar el tiempo a tantas otras cosas, más divertidas, más fáciles, más rápidas? En
una novela maravillosa, La noche de los tiempos , del español Antonio Muñoz Molina, hay un niño, justo antes de
que se desencadene la Guerra Civil Española, que es testigo de cosas que pasan en su casa, de la pérdida de
amor de sus padres, y del caos y la violencia que se apoderan de la ciudad, pero es muy pequeño para entender
y, sobre todo, para poner palabras a lo que sucede a su alrededor. A diferencia de su hermana, a la que esas
cosas no perturban, el niño, Miguel, vive en un estado de alerta y conmoción.
Miguel no es un personaje principal en la novela. Es el hijo del protagonista y sólo aparece en algunas escenas.
Hubo una, en especial, que me resultó muy reveladora. La familia está cenando y, de pronto, a esa hora en la que
nunca suena el teléfono, alguien llama, interrumpiendo la paz doméstica. El lector descubrirá, páginas después,
que quien ha llamado es la amante del padre de Miguel. Muñoz Molina escribe:

"Miguel observaba e intuía sin comprender, con la inmediatez física con que se percibe la humedad o el frío [...],
asombrado, casi admirado, de que su hermana no percibiera nada. [...] Si ella podía concentrarse tanto en todo lo
que hacía y moverse con tanta serenidad y en línea recta era porque no la distraían ni la alarmaban los ruidos de
peligro, porque le faltaban las antenas invisibles de percibir anticipadamente trastornos que él estaba siempre
agitando. [...] Por eso a él le costaba tanto concentrarse: porque estaba atento a demasiadas cosas al mismo
tiempo; porque adivinaba el pensamiento de los otros o intuía los cambios en sus estados de ánimo como esos
barómetros que había en la escuela y que registraban con sus veloces agujas las turbulencias atmosféricas".

Miguel sabía cosas que no podía pensar, cosas para las que no tenía palabras. No eran cosas felices, ni fáciles de
entender. ¿Pero qué vida es fácil de entender? ¿Qué vida es feliz, pacífica, o tranquila, todo el tiempo, siempre?
¿Qué vida no oculta secretos, pecados, dolores? Al leer esa escena, al ver a Miguel moviendo su pie bajo la mesa
sin poderlo controlar, al sentir su ansiedad de barómetro enloquecido, me di cuenta de que la literatura tiene que
ver con eso. Con lo difícil. Pero no sólo con lo difícil que nos sucede, sino con lo difícilmente decible. Con aquello
que, para ser dicho, primero debe ser descubierto o inventado. Con aquello que, para ser dicho, debe encontrar
palabras exactísimas, y no una, ni dos, sino tantas que muchas veces forman largos poemas, historias enteras,
libros inacabables. Palabras que vale la pena buscar, y que vale la pena leer, porque nombran lo que realmente
importa. Eso que uno sabe, pero no sabe cómo decir. Eso que uno sabe sin saber. Eso que uno sabe, a veces, sin
siquiera poderlo pensar.

¿Por qué leer? Hay miles de razones: para intentar entender el mundo; para encontrar sentido a lo que de otra
manera muchas veces parece no tenerlo; para sentir que no estamos solos con algunas preguntas. Quedarse
leyendo hasta las tres de la mañana sin poder soltar el libro. Despertarse y pensar, en vez de en la rutina que nos
espera ese día, en qué será lo que le espera al personaje. Dejarse llevar por las palabras como se deja un árbol
mecer por la brisa. Esas son algunas razones para leer.

Pero, me parece, aún más importante que todos esos motivos es que leer puede ayudarnos a descubrir qué
pensamos. Cuántas veces nos sucede que leemos algo, y decimos, "esto, exactamente esto, es lo que pienso",
pero hasta ese momento carecíamos de las palabras para decirlo. En el fondo, quizá, ni siquiera sabíamos que
pensábamos eso. Leer ayuda a pensar, a esclarecer las ideas propias, a pulirlas y, a veces, hasta a cuestionarlas.
Y entonces nos ocurre como a aquel niño de Muñoz Molina. Hay cosas que sabemos, pero que no sabemos que
sabemos. Hay cosas que pensamos, pero no sabemos que pensamos. Leer ayuda a descubrirlas, pues, antes que
nosotros, el escritor se tomó el trabajo de buscar lo que realmente importa en medio del desorden informe de
nuestras vidas, y de encontrar las palabras exactas para desplegarlo ante nuestros ojos, iluminando detalles y
matices que nos despiertan del letargo y la costumbre.

Así, leer se convierte en una manera de saber quiénes somos. Una forma de dejar de ser simples miembros de
una manada en la noche gris, para convertirnos en personas con nombre y apellido. Leer en serio es un modo de
negarse a ser ovejas en un rebaño, ovejas que no están muy seguras de qué piensan o en qué creen -o que si lo
están es porque otros se lo han dicho-, para convertirnos en individuos con rasgos peculiares, con claridad de
pensamiento, con ideas propias y precisas.

¿Por qué leer? Para huir de las grandes abstracciones y las palabras grandilocuentes. A diferencia del derecho,
las ciencias y la política, la buena literatura está hecha de detalles. Una rosa es una rosa es una rosa, y el amor
siempre será el amor, pero no es lo mismo Anna Karenina enamorada que Emma Bovary. ¿Por qué leer? Para
sumergirse en lo particular y único de cada vida. Para huir de los prejuicios de las grandes palabras. Para no ser
una piedra sin nombre, un árbol anónimo. Para ser alguien, para ser distintos, para ser personas singulares, con
una huella digital, vital, clara, única y precisa. ¿Por qué leer? Para descubrir quiénes somos. ¿Por qué leer? Para
poder pensar

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