You are on page 1of 29

Primera edición: junio 2008

Segunda edición: abril 2010

Dirección editorial: Elsa Aguiar


Coordinación editorial: Gabriel Brandariz
Cubierta e ilustraciones: Jesús Gabán
Diseño: Estudio SM
Maquetación: Paco Sánchez

© Antoni Dalmases, 2008


© Ediciones SM, 2008
Impresores, 2
Urbanización Prado del Espino
28660 Boadilla del Monte (Madrid)
www.grupo-sm.com

atención al cliente
Tel.: 902 12 13 23
Fax: 902 24 12 22
e-mail: clientes@grupo-sm.com

ISBN: 978-84-675-2881-7
Depósito legal:
Impreso en España / Printed in Spain
Imprime: Gráficas Muriel, S.A.

Queda prohibida, salvo excepción prevista en la Ley, cualquier forma de reproduc-


ción, distribución, comunicación pública y transformación de esta obra sin contar
con la autorización de los titulares de su propiedad intelectual. La infracción de los
derechos de difusión de la obra puede ser constitutiva de delito contra la propiedad
intelectual (arts. 270 y ss. del Código Penal). El Centro Español de Derechos
Reprográficos vela por el respeto de los citados derechos.
HAMLET
WILLIAMAdaptado
SHAKESPEARE
por Antoni Dalmases
HAMLET
WILLIAM SHAKESPEARE
Adaptado por Antoni Dalmases
Ilustraciones Jesús Gabán
Personajes
por orden de intervención

Hamlet  ríncipe de Dinamarca y protagonista de la obra.


P
Horacio 
Amigo de Hamlet.
Espectro Difunto padre de Hamlet y antiguo rey de Dinamarca.
Claudio Tío de Hamlet y nuevo rey de Dinamarca.
Gertrud Madre de Hamlet y reina de Dinamarca.
Polonio Consejero del rey.
Ofelia 
Hija de Polonio. Está enamorada de Hamlet.
Laertes Hijo de Polonio y hermano de Ofelia.
Rosencrantz Cortesano y antiguo compañero de estudios de Hamlet.
Guildenstern 
Cortesano y antiguo compañero de estudios de Hamlet.
Fortimbrás Príncipe de Noruega.
Acto I

ESCENA I
Fortaleza de Elsinor, Dinamarca. Hace dos meses que el rey Hamlet ha muerto en
extrañas circunstancias, después de lograr uno de sus mayores triunfos: derrotar
al enemigo, el monarca noruego, y firmar con él un pacto. A las pocas semanas de
morir el rey, su viuda, Gertrud, y su hermano y sucesor, Claudio, se han unido en
matrimonio. Esta boda inesperada, unida al dolor provocado por el fallecimiento
de su padre, han sumido al príncipe Hamlet en una preocupante y creciente aflic-
ción. Esta noche está citado al pie de una torre de vigilancia con Horacio y Bernar-
do. El día anterior, estos buenos amigos del príncipe fueron testigos de un hecho
extraordinario: la aparición del fantasma del rey. Esperan que esta noche se repita
y el suceso haga reaccionar a Hamlet.

Bernardo: ¿Dices que vendrá esta noche a acompañarnos en la guardia, el prín-


cipe Hamlet?

Horacio: Sí. Y no puede tardar. Le conté nuestra visión, y primero pareció


no creerme; pero ya sabes que está tan afectado por la muerte del
rey, su padre, que cualquier comentario sobre él despierta su in-
terés, aunque al mismo tiempo esta cuestión parece aumentar su
melancolía.

Bernardo: Es cierto; ni la boda de la reina con su tío ha logrado arrancarle un


gesto alegre.

Horacio: Se diría más bien que le ha borrado del alma cualquier rastro de
sonrisa.

Bernardo: El dolor, dicen, se cura con el tiempo. Pero dejemos nuestro colo-
quio, pues creo distinguir su silueta que se acerca bordeando la mu-
ralla. ¿Sois vos, milord?

Hamlet: Sí, buen Bernardo, soy yo. ¿Ha llegado Horacio? Me prometió que
vendría también para mostrarme la extraña visita que dice que reci-
bisteis, aunque no sé si debo creerle…

8
9
Horacio: Estoy aquí, Hamlet. Y te aseguro, príncipe, que a pesar de no creer
en fantasmas, en la guardia de ayer Bernardo y yo lo vimos clara-
mente.
Bernardo: Es cierto, milord: a eso de las doce, apareció por el rincón de aquella
torre; y juro de nuevo que si no era el rey, tu difunto padre, era al-
guien que había usurpado su forma…
Hamlet: ¡Cuidad vuestras lenguas! ¡Que el deseo de consolar mi corazón
herido no os lleve hasta la mentira que, por piadosa, no dejaría de
ser vil! No pongáis a prueba mi paciencia con bromas insensatas, ni
abuséis del dolor de un hijo desconsolado. Me resulta difícil creer tal
fantasía, pero ¡ojalá fuera posible que el rey, mi padre, volviese del
más allá tenebroso para aclarar los tristes sucesos de palacio!
Bernardo: Podemos jurar sin riesgo alguno que no hay falsedad ni exageración
en nuestras palabras.
Hamlet: Más os vale, si apreciáis mi amistad…
Horacio: ¡Callad! ¡Ahí está! ¡Hamlet, mira tú mismo la aparición entre las
sombras!
Hamlet: ¡Cielo santo! Sí, sí: es él. Puedo jurar
que es mi padre. O su espectro…
Viste la coraza y las armas con que
venció al rey de Noruega. ¡Padre!
Bernardo: No os contestará. Ayer, Horacio
y yo intentamos que nos hablara
y solamente cruzó a paso lento
ante nosotros hasta perderse
entre la bruma de la noche.
Pero… ¿qué significa este gesto?
Hamlet: Me pide que le siga. Apartaos,
salid.
Horacio: ¡No vayas, Hamlet! ¡Cuidado,
buen príncipe! Esta aparición
no anuncia nada bueno.
También en Roma, según
cuentan, los muertos aullaban
y salían de sus tumbas poco antes
de la muerte de Julio César.

10
11
Bernardo: Pues aquí no es mejor el presagio. Con tanta conmoción… algo huele
a podrido en Dinamarca.
Hamlet: ¿Qué quieres de mí, padre? ¿Adónde me llevas?
Espectro: Escúchame bien, Hamlet.
Hamlet: Habla, he de oírte.
Espectro: Y cuando me hayas escuchado, tu deber será vengarme.
Hamlet: ¿Cómo voy a hacer lo que me pides?
Espectro: Estoy condenado a vagar en la oscuridad de la noche y a ayunar du-
rante el día hasta purgar mis pecados. Si no me hubieran prohibido
revelar los secretos de mi cárcel, te contaría una historia que desgar-
raría tu alma, helaría tu sangre joven y haría saltar tus ojos de sus
órbitas como astros de fuego. Mas no es de esto de lo que he venido
a hablarte. ¡Escucha bien, Hamlet! Si es que alguna vez amaste a tu
padre…
Hamlet: ¡Dios mío!
Espectro: … venga su asesinato abyecto e inhumano.
Hamlet: ¿Asesinato, dices? Lo sospechaba, pero date prisa y cuenta rápido,
para que pueda vengarte en seguida.
Espectro: Te veo bien dispuesto. Pues atiende. Se ha dicho que, mientras dor-
mía en el jardín, una serpiente me hirió de muerte. Y con este em-
buste se engañó a toda Dinamarca. Pero debes saber, hijo mío, que
la serpiente que robó la vida a tu padre lleva hoy su corona.
Hamlet: ¡Lo pensaba y lo temía! ¿Mi tío?
Espectro: Sí, él, esa bestia adúltera y traidora, atrajo con engaño la voluntad
de quien parecía reina virtuosa. ¡Yo, que amaba con toda mi alma
a tu madre, he de verla ahora en brazos de este canalla envidioso y
falsario que un día fuera hermano mío! Pero ya siento llegar el aire
de la mañana y ha de ser breve mi relato. Dormía yo en el jardín,
como solía tantas tardes, y el vil usurpador de tu tío entró furti-
vamente con un veneno que eran gotas de muerte destilada. Lo
vertió en mis oídos, y la pócima recorrió con fatal rapidez todo mi
cuerpo hasta helarme la sangre en las venas y llenar mi cadáver de
costras repulsivas al instante. Así es como fui desposeído de todo:
vida, reina y corona. ¡Horrible acto! ¡Traición horrenda! ¡Si tienes
corazón, hijo mío, no consientas que quede impune el crimen, ni
que Dinamarca caiga en manos asesinas! No importa cómo lleves
a cabo la venganza que suplico, aunque procura, Hamlet, evitar
daño a tu madre: reza por ella, que al ver que te conviertes en
mi brazo justiciero, ya sufrirá bastante su conciencia torturada. Y
ahora, adiós, que el alba se acerca y la oscuridad se retira. Adiós,
adiós, Hamlet. ¡Acuérdate de mí!
Hamlet: ¡Adiós, padre, adiós! ¿Qué me acuerde de ti? Sí, borraré los demás
recuerdos de las páginas de mi memoria. Desaparecerá de ellas mi
juventud, todas mis experiencias, y escribiré solamente tus palabras
terribles en mi nuevo cuaderno. Porque ahora sé que se puede son-
reír y ser un canalla, por lo menos en Dinamarca. ¿Cómo ha dicho?
«¡Adiós, adiós… acuérdate de mí!». Esa será mi consigna. Pero ahora
alguien se acerca…
Horacio: ¡Hamlet! ¡Señor! ¿Me oyes? ¡Eh! ¡Eh!
Hamlet: ¡Eh! ¡Eh! ¡Oé! ¿Y cómo está usté?
Bernardo: ¡Milord! ¿Por qué no nos haces caso? Pareces ido, ausente…
Hamlet: Ausente, presente, detente, corriente…
Horacio: ¡El Señor le proteja!
Hamlet: ¡Amén, amén! ¿De qué se queja la vieja comadreja?
Horacio: ¿Cómo estás, príncipe?
Hamlet: De pie. Ya ve. ¿Por qué?
Bernardo: ¿Qué ha ocurrido? Cuenta…
Hamlet: No, que lo descubriréis… ¡Todo al fin revienta!
Bernardo: No, por Dios. Seremos discretos.
Hamlet: ¿Podéis guardar grandes secretos? Pues bien, sabed que no hay en
Dinamarca un miserable que además no sea un canalla.
Horacio: Para saber esto no hace falta que un espectro salga de su tumba…
Hamlet: Llevas toda la razón. Y por eso ahora nos daremos las manos y ju-
raremos que nadie va a decir nada de lo que ha ocurrido hoy aquí.
Jurad sobre mi espada.

12
13

Espectro: ¡Jurad! ¡Jurad!


Hamlet: ¡Es su voz que retumba sin descanso bajo tierra!
Horacio: No sufras más, ni te tortures, príncipe. ¡Confirmamos nuestro si-
lencio!
Bernardo: Juramos, por nuestro honor.
Hamlet: ¡Perfecto! ¿Has oído, fantasmal reclamo? Pues yo ahora me retiro…
Descansa, descansa ya, espíritu perturbado. Caballeros, me enco-
miendo a vuestra lealtad. Vayámonos juntos, marcando el silencio
con el dedo en los labios, os lo ruego. El mundo está descoyuntado.
¡Suerte maldita es haber nacido para enderezarlo!
Bernardo: ¡Luces y tinieblas! Sonríe y se lamenta. Nosotros que creíamos que
la aparición lo calmaría un poco… Y resulta que está fuera de sí.
Horacio: Cierto. Desvaría. No parece el mismo Hamlet, hilvanando sin ton
ni son tales despropósitos. Ahora es una cascada de palabras in-­
conexas…
Hamlet: Acompáñame, dolor… Guíame, justicia… Vela por mí, venganza…
Abrázame, tristeza… Cántame, juramento… Despiértame, traición…
ESCENA II
Casa de Polonio, consejero del rey. Laertes se está despidiendo de su hermana Ofelia,
ocasión que aprovecha para darle algunos consejos. Al poco, Polonio, su padre,
entrará para sumarse a la conversación.

Laertes: Tengo el equipaje listo, hermana; pero antes de partir, escúchame


de nuevo: prométeme que tomarás las atenciones y los favores que
Hamlet te concede como un capricho pasajero, dulce y oloroso, pero
tan evanescente como el perfume.
Ofelia: ¿Tú crees que solamente es eso?
Laertes: Puede que ahora te ame, sí; o quizás que te lo diga sin malicia al-
guna. Mas el tiempo lo muda todo. Además, piensa en su rango, y
ten presente que él es esclavo de su nacimiento. No puede escoger a
su gusto, porque su decisión afecta al futuro y la fortuna de todo el
reino. Y mira también por tu honra, que la pasión joven y la credu-
lidad de tus oídos inexpertos no cedan al deseo; no arriesgues por
nada tu honor, que la misma virtud no escapa al veneno traidor de
la calumnia pestilente, corruptora de tantas vidas honestas.
Ofelia: Guardaré tus consejos; ellos serán los centinelas de mi corazón.
Laertes: Ahí llega nuestro padre… Humildemente pido vuestra bendición y
permiso para marchar, señor.
Polonio: Pero… ¿todavía estás aquí, Laertes? Date prisa, que el mar aguarda
y el viento sopla ya en tus velas. Toma mi bendición y graba en tu
memoria los consejos de un padre solícito: no des voz a tus pensa-
mientos ni seas intemperante en el trato. Sé afable, mas no vulgar.
Compórtate con lealtad y rehúye las peleas. Toma consejo de todos,
pero guárdate el tuyo. No prestes dinero ni pidas prestado…
Laertes: Sí, padre, así lo haré… Parto de inmediato, que el tiempo apremia.
Quedad con Dios, señor. Adiós, Ofelia. Y recuerda siempre, herma-
na, lo que hemos hablado: guarda bien el tesoro de tus encantos, no
seas inocente, ten cuidado.
Ofelia: Sí, sí... Adiós.
Polonio: Ahora que tu hermano se ha ido, Ofelia, me dirás a qué se referían
sus consejos.

14
15
Ofelia: Hablaba de Hamlet, padre, si tanto queréis saberlo.
Polonio: ¡Otra vez! ¿Cómo tengo que decirte que te olvides de él, que sus
promesas son vanas palabras sin valor alguno? Y las advertencias
que al parecer te hacía Laertes también van en el mismo sentido,
¿no?
Ofelia: Sí, pero ni tú ni él podéis entenderlo. Me esfuerzo en esquivarle,
pero Hamlet me ha dado tantas pruebas de su afecto…
Polonio: Eso: esquívale, que el afecto es volátil e intangible, y lo que tú llamas
pruebas suelen ser moneda falsa…
Ofelia: Me habló de su amor con sagrados juramentos y…
Polonio: ¡Nada, nada! ¡Todo son trampas de cazador experto! De ahora en
adelante, guárdate de sus palabras, que son susurros pecaminosos
para embaucarte y fuego voraz en la lengua, cuando la sangre joven
hierve en las venas. Que estés muy alerta y desconfíes de la miel
envenenada de Hamlet, es todo lo que te pido. Recházale, dale a en-
tender que su actitud no corresponde a su rango ni al tuyo. En fin,
y claramente: de ahora en adelante, no malgastes ni un momento
hablando o escuchando al príncipe Hamlet. Eso te ordeno. Y ahora,
ve a tus tareas.
Ofelia: Haré lo que mandéis, padre.

ESCENA III
Sala del Consejo Real. Polonio entra para hablar con el rey, que despacha asuntos
de Estado. Después entrará Hamlet y, tras él, la reina. Gertrud tiene la intención de
pedirle al rey que convenza al príncipe para que no se marche, como pretende, a
Inglaterra.

Claudio: ¡Ah, hola! Al fin llegas, fiel Polonio, mi buen consejero. ¿Ha partido
ya Laertes, tu hijo?
Polonio: Sí, majestad. Me he retrasado algo porque acabo de darle mi ben-
dición…
Claudio: Te veo algo preocupado, ¿qué te ocurre? ¿Quizás es la separación de
Laertes que te entristece?
Polonio: Así es, señor. En el fondo, cuando vino a los funerales del buen rey
Hamlet y se quedó como invitado a vuestra coronación, pensaba
que conseguiría convencerle de que se instalara aquí con nosotros.
Pero ha preferido volver a Francia, después de estos agitados días de
emociones contradictorias, de duelo funerario y alegría nupcial, que
ha vivido en tan poco tiempo nuestro reino.

Claudio: Cierto… Todavía está vivo en la memoria nuestro amado hermano.


Pero, moderando el pesar que nos ha atenazado por su muerte, mi
único consuelo es ver que quien antes era nuestra hermana hoy es
consorte imperial, después de haberla hecho nuestra esposa. De tal
modo vivimos, pues, los acontecimientos: con alegría y duelo al mis-
mo tiempo, como bien dices, Polonio. Mas los asuntos de Estado no
esperan…
Polonio: Cierto, majestad. Y volviendo a ellos, debo deciros que el príncipe
Fortimbrás de Noruega, creyendo que el luto ha menguado nuestras
fuerzas, aspira a arrebatarnos la parte de su reino que, según el acu-
erdo establecido, vuestro buen hermano y valiente rey ganó a su pa-
dre…
Claudio: Lo sé, lo sé… Por esto envié mis emisarios a su tío, el nuevo rey de
los noruegos, para que haga desistir de su error al joven príncipe.
Impaciente espero noticias de mis embajadores. ¿Sabes algo de el-

16
17
los, Polonio?
Polonio: No, alteza. Ya sabéis que estas negociaciones son lentas, y que las
noticias pueden tardar.
Claudio: Pues hay que seguir con atención el caso. Confío en que cuando lleg-
uen sean positivas, y se resuelva este desagradable asunto… Pero veo
que ahora entran la reina y el príncipe. Adelante, querida Gertrud.
Acércate, Hamlet. Déjanos a solas un instante antes de las audien-
cias, Polonio.
Polonio: Como mandéis, señor.
Claudio: Ahora que estamos en familia, hablemos de ti, Hamlet, sobrino y
también hijo mío…
Hamlet: Más que sobrino, pero menos que hijo.
Claudio: ¿Por qué hay todavía nubes oscuras ensombreciendo tu joven mi-
rada?
Hamlet: No son nubes ni sombra, señor, que es luz de sol y exceso de clari-
dad; pues todo es diáfano y espantosamente luminoso…
Gertrud: Hamlet, hijo, llámalo como quieras, pero abandona esta tristeza tan
terrible que aumenta mi dolor solo con verte.
Claudio: Yo también lloro por mi hermano, el padre que has perdido.
Gertrud: Sí, le lloramos, pero ya sabes que es natural que todo lo que vive
muera.
Hamlet: Sí, señora. Si vos lo decís… Todo debe ser muy natural... ¡Natura­
lísimo!
Gertrud: Lo es, no lo dudes. Pero ¿por qué te comportas con recelo? ¿Por qué
pareces cada día más extraño?
Hamlet: ¿Parecer decís, madre? No, señora, las cosas no parecen: son. No es
solamente el negro de mi capa, ni la costumbre de un luto riguroso,
ni el río de lágrimas de mis ojos. Nada de esto son apariencias. No os
equivoquéis: mi luto es luto, mis lágrimas son lágrimas, mi dolor es
dolor.
Claudio: Es muy digno y conmovedor, Hamlet, el homenaje al padre muerto.
Pero, como sabes, la muerte es ley de vida, y rendirle un culto ob-
stinado y eterno es una actitud cobarde y hasta irreverente, pues
el cielo ha querido que tú vivas y aproveches tu vida. Arroja lejos,
pues, este semblante taciturno, y empieza a ocuparte de tu deber:
piensa en mí como en un padre, y que el mundo sepa que tú eres
nuestro sucesor en el trono, sobrino, hijo.
Gertrud: Y abandona también la idea de marchar de palacio para terminar tus
estudios lejos de aquí, en Inglaterra. Escucha el ruego del rey, que
ahora es tu padre, y el mío. Quédate para ser deleite y consuelo de
nuestros ojos.
Hamlet: Haré cuanto pueda por complaceros, madre.
Claudio: Excelente respuesta, príncipe, tan amable y buena que nos llena de
gozo. Este consentimiento llega a mi corazón como una luminosa
sonrisa. Llamemos a Consejo y emprendamos las labores del Estado
con esta satisfacción, señora. Ve en paz, hijo.

El rey y la reina llaman a sus consejeros. Hamlet da la vuelta y, mientras sale, no


puede evitar exclamar:

Hamlet: ¡Qué asco, Dios mío, qué asco! Hallo un triste consuelo momentáneo
apartándome de ellos, pero vaya donde vaya, su presencia apestosa
me persigue. Vivo en un jardín de malas hierbas que crecen a sus
anchas y dan los frutos más vulgares y odiosos de la naturaleza.
¡Que se haya llegado hasta este punto! Murió no hace ni dos meses
un rey tan excelente que la detestable y ridícula imitación de ahora
no puede parecérsele ni en sombra. ¡Y no se había ni enfriado la
carne del entierro, que ya se sirvió de entremés para la boda! No,
no quiero ni pensarlo. Pero lo que no está bien nunca acaba bien…
Aunque debo frenar mi lengua y quizá, de ahora en adelante, me sea
conveniente fingir, vestirme de lunático, disfrazar de extravangan-
cia mi actitud determinada y dar muestras de apariencia ambigua,
hasta decidirme a tomar la venganza que he jurado.

18
19
Acto II

ESCENA I
Interior de la casa de Polonio. Ha transcurrido casi un año y, en los últimos meses,
Ofelia, obedeciendo a su padre, ha procurado distanciarse de Hamlet. Este pasea
sus oscuros presagios por la corte, comportándose de manera extraña e irregular.
Muchos creen que al luto obsesivo que guarda por su padre, ahora se le ha sumado
la tristeza que le provoca el trato esquivo de Ofelia. En realidad, está torturado por
el deber de una venganza que no sabe ni cómo ni cuándo podrá llevar a cabo…

Polonio: Hace ya mucho tiempo que Laertes, mi hijo, está en París, y apenas
recibo noticias suyas. Temo que esté dilapidando fama y fortuna.
Por eso necesito que tú, Reinaldo, vayas a ver qué amistades fre-
cuenta y, con sigilo, sigas de cerca sus pasos. Un padre nunca puede
fiarse a ciegas de sus hijos, y tiene que poner ojos por donde ellos
pasen.
Reinaldo: Así lo haré, señor.
Polonio: Parte de inmediato y sé prudente… Pero… ¿qué alboroto es este?
Reinaldo: Es vuestra hija Ofelia.
Polonio: Ve y cumple con tu trabajo, Reinaldo. ¡Ofelia! ¡Ofelia! ¿Qué sucede?
Ofelia: ¡Padre! ¡Padre, qué espanto he tenido!
Polonio: ¿Qué te ocurre, hija? ¿Por qué gritas así? ¡Serénate! ¡Habla!
Ofelia: ¡Vengo asustada, padre, muy asustada! Estaba yo cosiendo en mi
aposento, cuando lord Hamlet entró, con la camisa desabrochada,
despeinado, pálido como la misma muerte, temblándole las rodillas
y la mirada perdida y triste como si volviera del mismo infierno. Así
se ha presentado.
Polonio: ¿Y loco de amor por ti?
Ofelia: No lo sé, señor, aunque temo que sí, porque, sin decir palabra, me
ha tomado del brazo con mucha fuerza y, pasando suavemente su
20
21
mano por mi rostro varias veces, con el dedo parecía dibujar todo mi
perfil, hasta que me ha soltado lanzando un profundo suspiro que le
ha hecho temblar, estremecido todo el cuerpo. Después, sin dejar de
mirarme, ha salido de la habitación con el gesto torcido, suspirando
como alma en pena.
Polonio: ¿Y no ha dicho nada?
Ofelia: No. Solamente, al salir, ha dejado caer un puñado de las cartas que
hace tiempo me había escrito. Las dulces cartas que yo leí a escon-
didas antes de devolvérselas, tal como me habíais ordenado, padre.
Polonio: Temo que esta actitud inexplicable sea un ataque de locura causado
por el exceso de pasión amorosa y el despecho. Con razón temía el
rey por su salud y lamentaba sus comentarios a veces insolentes y
siempre incomprensibles. Dime, ¿le has tratado con especial dureza
últimamente?
Ofelia: No más de lo necesario, para obedeceros. De un tiempo a esta parte,
haciéndoos caso a ti y a Laertes, no solo rechazo todas sus cartas,
sino que, además, ni siquiera dejo que se me acerque. Hoy lo ha
hecho por sorpresa y en mi aposento…
Polonio: Pues este rechazo constante le habrá enloquecido. Ahora lamento
no haberlo observado con más atención. Yo que creí que solamente
jugaba con tu candidez… ¡y resulta que el joven Hamlet desvaría
por amor! Debo ver al rey, porque esta situación se está poniendo
peligrosa, y más valdrá que su majestad sepa en qué cosas anda el
príncipe, para que nosotros sepamos a qué atenernos.

ESCENA II
Mientras Polonio y Ofelia están hablando en su casa, entran al castillo de Elsinor
dos caballeros. Se trata de Rosencrantz y Guildenstern, antiguos compañeros de es-
tudios de Hamlet, que han llegado de Inglaterra al ser requeridos por el rey y la reina.
Esperan que, con su presencia y estímulo, saquen al príncipe del permanente estado
taciturno en el que se encuentra.

Claudio: Bienvenidos seáis, queridos Rosencrantz y Guildenstern; es una gran


alegría veros. Os he llamado porque necesitamos de vuestros servi-
cios. Ya habréis oído hablar de la transformación que ha sufrido el
joven Hamlet, a causa, parece, de la muerte de su padre. Esta le ha
perturbado el ánimo y hasta el entendimiento, de tal modo que en
el tiempo transcurrido desde aquella desgracia, y hace casi un año,
nada ni nadie consigue atenuar su incomprensible actitud arisca.
Gertrud: Al contrario; más bien se acentúa, día a día, su comportamiento
huraño.
Claudio: Sí. Por eso os ruego que, ya que le conocéis desde la niñez, intentéis
sacarle de su aflicción con el trato amistoso que acostumbráis entre
vosotros, los jóvenes.
Gertrud: Amigos, estoy segura de que, por la manera en que os nombra siem-
pre, sois de las personas que más estima del mundo. Aceptad, pues,
pasar un tiempo con nosotros, y el rey y yo sabremos recompensar
vuestro servicio.
Rosencrantz: Estamos a vuestra entera disposición.
Guildenstern: Obedeceremos sin reservas, y haremos por Hamlet todo lo que sea
necesario.

22
23
Gertrud: Gracias, gentiles amigos. En cuanto os hayáis acomodado, mandare-
mos un paje en busca de Hamlet para anunciarle vuestra llegada,
que esperamos ha de alegrarle.
Claudio: Sí, caballeros, descansad de vuestro viaje, mientras nosotros aten-
demos nuestros deberes de Estado. Polonio, ¿hay alguna novedad
sobre la situación en Noruega?
Polonio: Majestad, el rey de Noruega corresponde a vuestros cordiales salu-
dos y anuncia que lo primero que hará será anular el reclutamiento
organizado por su sobrino, el cual, simulando armar un ejército con-
tra los polacos, lo estaba preparando contra vos. Enfadado, el rey
reprendió duramente al joven Fortimbrás, obligándole a jurar que
dirigiría las levas preparadas contra Polonia, para lo cual pide per-
miso para cruzar nuestras tierras, con compromiso de seguridad y
garantías, como veréis en los documentos que nos remite nuestro
embajador.
Claudio: Excelente trabajo. Felicitad a nuestros enviados y, por supuesto, re-
dactad la respuesta autorizando el paso de las tropas noruegas por
nuestro territorio, de camino a Polonia.
Gertrud: Parece que los peligros del reino se reducen, y que los pesares de
Hamlet también van camino de mitigarse, con la presencia de sus
amigos.
Claudio: Así lo espero.
Polonio: Con vuestro permiso, excelencia, me temo que no todo sea tan sen-
cillo…
Gertrud: ¿Qué ocurre, Polonio?
Polonio: La situación… El príncipe… Disculpad mi atrevimiento, majestades:
puede que juzguéis mis palabras excesivas y muy poco propias de
un caballero fiel que os ha servido…
Claudio: ¡Déjate de rodeos, Polonio!
Gertrud: ¡Sí, haz el favor de hablar claramente, que tus reparos me asustan!
Polonio: Seré breve y claro, pues, a riesgo de pareceros tan loco y excesivo
como el príncipe. ¡Dios, qué mal lo he dicho!
Gertrud: ¡No entiendo qué pretendes explicar, Polonio!
Polonio: Pues está desgraciadamente claro. Y podéis verlo en estas cartas
escritas por el príncipe Hamlet a mi hija, que ella le devolvió y que
hoy mismo le ha arrojado a los pies, diríase que exasperado por su
rechazo.
Claudio: Duda que las llamas alcen tanto el vuelo
que puedan alcanzar lo que vive en el cielo.
Duda que la verdad pueda tener honor.
¡Mas no dudes, Ofelia, de mi sincero amor!
Hamlet.
Gertrud: ¿Esto lo ha escrito mi hijo?
Polonio: Así es, señora. ¡Y para mi hija!
Claudio: ¿Y ella corresponde al amor de Hamlet?
Polonio: ¡Yo soy un hombre honrado, majestad! ¡Naturalmente, he pro-
hibido a Ofelia que, por decoro y honor, dé ninguna esperanza al
joven príncipe! Pero temo que esta ha sido la razón de su compor-
tamiento inestable, que creo se inició con el disgusto por el desaire
¡Los jóvenes, ya se sabe cómo son! Y, al parecer, rechazado Hamlet,
de la tristeza pasó al insomnio, después a la melancolía y, por esta
pendiente abajo, ha llegado hasta la locura y el desvarío en que se
encuentra.
Gertrud: ¿Creéis que es así de veras?
Polonio: Sí, majestad. Y sabéis que no hablo por
hablar, habitualmente. Mas, para tener
pruebas de lo que digo, os propongo
hacer que Hamlet y Ofelia se encuentren
y sigamos escondidos su diálogo, para
conocer el alcance de sus cuitas
y confirmar si es por su amor
que ha perdido la razón.
Claudio: Pues bien, haremos la prueba…
Miradle, por ahí llega, distraído,
leyendo.
Polonio: Retiraos, por favor. Con vuestro
permiso, le abordaré a solas…
¿Qué tal vamos, mi señor,
lord Hamlet?

24
25
Hamlet: Bien, gracias.

Polonio: ¿Me conocéis, señor?

Hamlet: ¡Claro! Vos sois el pescadero…

Polonio: ¿Yo? No, señor.

Hamlet: Pues ojalá fueseis tan honrado. Por cierto, vos tenéis una hija, ¿ver-
dad? Pues no dejéis que tome demasiado el sol.

Polonio: ( Aparte) Ya salió a hablar de mi hija. Es un tema que, en su locura,


no puede evitar. ¿Y se puede saber qué leéis, milord?

Hamlet: Palabras, palabras, palabras.

Polonio: ( Aparte) No parece dispuesto a hablar más. Mejor será que prepare
su encuentro con Ofelia, para demostrar al rey y la reina su desa-
tino… Alteza, os pido permiso para retirarme.

Hamlet: No podías pedirme nada mejor, salvo mi vida.

Polonio: Que os vaya bien, milord.

ESCENA III
Hamlet: ¡Al fin se marchó ese viejo aburrido! La soledad es mi mejor compa-
ñera. Pero… ¡Oh, no! Ahora llegan aquel par de idiotas insoportables
de Guildenstern y Rosencrantz. ¿Qué les traerá por aquí?

Guildenstern: ¡Dios os guarde, honorable señor!

Rosencrantz: ¡Estimadísimo milord!

Hamlet: ¡Queridos amigos! ¿Cómo estáis? Mis buenos camaradas. ¿Estáis


bien?

Rosencrantz: Tan bien como acostumbran a estar los mortales en esta tierra…

Hamlet: Pues, si eso es cierto, se diría que no os sonríe mucho la Fortuna…


¿Qué noticias traéis?

Guildenstern: Ninguna, milord, excepto que el mundo parece cada vez más y más
honesto.
Hamlet: Si esto fuera cierto, significaría que el Día del Juicio Final se acerca.
Pero bien sabéis que estas son noticias falsas. ¿Qué habéis hecho
mal, para que la diosa Fortuna os envíe a esta cárcel?
Guildenstern: ¿Cárcel, señor? ¿Qué cárcel?
Hamlet: Dinamarca es una cárcel.
Rosencrantz: Entonces también debe de serlo el mundo.
Hamlet: ¡Sí, una gran cárcel! Llena de celdas, galerías y mazmorras. Dina-
marca es una de las peores.
Rosencrantz: No estamos en absoluto de acuerdo con esto, milord.
Hamlet: Porque puede que para vosotros no lo sea. Pero para mí es una cár-
cel. Mas dejemos lo que no podéis entender… ¿A qué habéis venido
a Elsinor?
Guildenstern: A visitaros, señor.
Hamlet: Os debería dar las gracias, pero mis gracias no valen nada, amigos.
¿De verdad nadie os mandó llamar? ¿Habéis venido por voluntad
propia? ¿Espontáneamente? ¡Venga, habladme con toda sinceridad!
Rosencrantz: ¿Y qué queréis que os digamos?
Hamlet: Pues cualquier cosa… Pero ya veo en vuestros ojos y en el tono de
esta respuesta el auténtico significado de tus palabras: el rey y la
reina os han hecho venir.
Guildenstern: ¿Para qué, milord?
Hamlet: Yo os lo diré, aunque creo que ya lo sabéis. Últimamente he perdido
la alegría, he olvidado qué es el placer de vivir, todo en la tierra me
parece estéril y hasta el aire que respiro se ha convertido en pesti-
lente amalgama de vapores. ¡Qué fiasco resulta ser la vida! ¡Y el
hombre: este ser admirable, dotado de dones, inteligente, parecido a
un ángel… para mí no es más que barro! No me atraen los hombres,
ni tampoco las mujeres, aunque por vuestra sonrisa parece que no
creéis lo que digo y pensáis lo contrario…
Rosencrantz: No, no pensaba en nada, señor.
Hamlet: Entonces, ¿por qué os reíais cuando he dicho que «no me atraen los
hombres»?

26
27
Rosencrantz: Porque si no os complacen los hombres, vais a recibir muy mal a los
cómicos que vendrán. Los hemos encontrado en el camino y hacia
aquí vienen a ofrecer su actuación.
Hamlet: Aunque no estoy para mucho espectáculo, admito que quien rep-
resente a un rey será bienvenido y, como majestad, recibirá mi ho-
menaje; el caballero exhibirá sus artes con la espada y el escudo; el
enamorado no suspirará en vano; el bufón hará reír a aquellos que
tengan los pulmones preparados para la risa; la dama expresará sus
pasiones con toda libertad. ¿Qué cómicos son estos?
Rosencrantz: Los que sabemos que os gustaban tanto: los cómicos de la ciudad.
Hamlet: ¿Y por qué viajan? Yo creía que les funcionaba muy bien el negocio
que tenían allí estable…
Rosencrantz: Al parecer, han tenido problemas a causa de las modas que se van
imponiendo. Ahora gustan los espectáculos chillones, protago-
nizados por jovenzuelos –casi niños, algunos– que se desgañitan
y exageran para complacer a las gentes. El público les aplaude a
rabiar y todo el éxito es suyo, de manera que nada pueden hacer
los actores que representaban las historias que ahora se consid-
eran antiguas.
Hamlet: Ya no me extraña nada, después de ver a mi tío convertido en rey
de Dinamarca, y que los que se reían en vida de mi padre, ahora
le rinden pleitesía como si nada. Ya os decía yo que en este país
encontraríais cosas que van más allá de las leyes naturales y que la
filosofía y la ciencia no pueden explicar.
Guildenstern: Señor, oíd las trompetas que anuncian la llegada de los comediantes.
Rosencrantz: Aquí están.
Hamlet: Caballeros, vayamos a su encuentro. Acogeré a los actores con toda
cordialidad. Y vosotros, Rosencrantz y Guildenstern, amigos, gustad
de acompañarme. Pero debéis saber que mi tío-padre y mi madre-tía
están muy equivocados.
Guildenstern: ¿En qué, milord?
Hamlet: Yo solamente he perdido un poco el norte, aunque cuando sopla
viento del sur, distingo perfectamente entre un halcón y una garza…
Pero ahora demos la bienvenida a nuestro entretenimiento, que aquí
están los actores. ¡Bienvenidos seáis, señores! Espero que vuestras
voces y vuestro oficio estén a punto. A ti te recuerdo del teatro de
la ciudad, sí… Y a ti. Venga, no perdamos ni un segundo, danos una
muestra inmediata de tu arte, un parlamento de esos tan apasiona-
dos.
Actor I: ¿Cuál queréis, señor?
Hamlet: Uno que una vez os oí recitar y que no creo que se haya represen-
tado más de una o dos veces, puesto que la gente gusta de sandeces
y sería dar caviar a los perros. Pero no soy el único en pensar que
se trataba de una obra excelente, agradable y formativa, sin estri-
dencias. Había un parlamento que me gustaba de manera especial:
era la historia que Eneas explica a Dido, sobre todo el fragmento
que hablaba del asesinato de Príamo. Si todavía lo recuerdas, yo lo
guardé bastante vivo en mi memoria. Dice, más o menos…
Pirro, feroz como bestia de Hircania…
No, no era así. Comienza con Pirro…
Pirro, el feroz, con armas tenebrosas
y negros propósitos, semejaba la noche,
cuando, escondido en el vientre del caballo,
manchó su aspecto terrorífico y negro,
con un blasón aún más fatídico.
De pies a cabeza, todo su cuerpo es rojo,
manchado con sangre de padres y madres,
de hijos e hijas, quemada, reseca,
por calles incendiadas que proyectan luces
infernales y crueles sobre el crimen de su rey.
Ahora continúa tú. Es el momento de la obra en que el legítimo rey
de Troya ha sido asesinado a traición, ¿Qué más dice?
Actor I: Pero, oh, si vierais a la reina bajo el velo…
Hamlet: ¡Ha dicho «la reina bajo el velo»! Sigue, sigue.
Actor I: … correr descalza de un lado a otro
llorando sin consuelo entre las llamas,
mal cubierto el cuerpo con una manta,
presa del terror y dando gritos.
Quien esto pudo ver, lleno de furia,

28
29
acusaría a la Fortuna de traidora.
Hamlet: Ya basta. Recitaréis el resto más tarde. Llamad a los criados y que
acomoden a los actores. Procurad que sean bien tratados, porque el-
los son el resumen implacable y la crónica de nuestro tiempo. Que
mejor será que alguien nos escriba un mal epitafio después de muer-
tos, que una crítica suya mientras vivimos. Acompañadles. Pero tú,
buen recitador, quédate un momento. Oye, ¿conoces El asesinato de
Gonzago?
Actor I: Sí, milord.
Hamlet: Pues mañana por la noche lo recitarás; pero ¿serías capaz de apre-
nderte unos cuantos versos que yo escribiré para intercalarlos en la
obra?
Actor I: Claro que sí, señor.
Hamlet: Muy bien. Puedes retirarte. Y a vosotros, Rosencrantz y Guilden-
stern, os dejo hasta la noche y os doy mi más cordial bienvenida a
Elsinor, pues me habéis traído a los cómicos y no podéis ni imaginar
cómo agradezco vuestro gentil servicio.
Rosencrantz: Quedad en paz, señor.
Guildenstern: Hasta la noche, milord.
Hamlet: Ahora estoy solo.
Soy un canalla, un esclavo servil.
Es monstruoso que ese cómico
pueda forzar, fingiendo, su rostro
y aparezca pálido, con lágrimas,
la voz rota y toda su naturaleza
transformada en su aspecto exterior.
¡Y todo por la falsedad de su arte!
Qué arte no mostraría si tuviera mis razones
para llorar. Inundaría la escena
y con gritos de dolor auténticos,
con discursos terribles, haría que el culpable
se volviera loco; que el inocente
empalideciera, y confundiría al loco.
En cambio yo, canalla indolente y apático,
no digo nada y callo la abyecta injusticia
cometida contra un rey y sus derechos.
¿Soy un cobarde? Sí, lo acepto,
y me faltan agallas para vengar la injuria;
de lo contrario ya hace mucho tiempo
que hubiera alimentado los buitres del país
con las entrañas de este malvado.
¡Pero qué absurda estupidez!
Que yo, el hijo de un padre asesinado,
espoleado a la venganza por cielo e infierno,
tenga que desahogarme hablando solo
y maldiciendo como una golfa cualquiera.
¡Qué asco! ¡Qué vergüenza!
¡Venga, cerebro mío, en marcha!
He oído que los culpables, sentados en un teatro,
sacudidos e impresionados por la fuerza
de una escena bien representada,
se han sentido impulsados, sin quererlo,
a la confesión de sus delitos. El crimen,
aunque no tiene lengua,
habla por medios prodigiosos.
Haré que estos cómicos interpreten
la muerte de mi padre ante mi tío
y observaré su reacción. Si se estremece,
sabré sin duda alguna que es culpable.
Porque el espectro que se me apareció
podía ser un diablo,
ya que es propio del diablo
tomar formas agradables que confundan
y condenen a un corazón débil
y melancólico como el mío.
Quiero tener pruebas más concretas
del lascivo traidor y de su acción.
La representación será la trampa
donde caerá la mala conciencia del rey.

30

You might also like