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Interlude in Death J. D.

Robb

Interlude in Death

J. D. Robb

14° Dallas

Antología Out of This World

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Interlude in Death J. D. Robb

Traducido por Cary

A principios de la primavera del 2059, envían a la Teniente Eve Dallas


fuera del planeta para afrontar una dura prueba… dar un seminario en la
conferencia policial más grande del año, a celebrarse en un centro vacacional
de lujo. Un centro que casualmente es propiedad de su marido, Roarke, por su-
puesto.

Aunque Eve no pueda verlo completamente de ese modo, se supone que


al menos serán en parte unas vacaciones. Pero el trabajo se impone en la for-
ma de un brutal homicidio. El caso se complica por la historia personal de Eve
con la víctima… y por la historia del asesino con Roarke. Cuando el peligro se
acerca y el número de muertes crece, Eve debe encontrar un modo de detener
el ciclo de violencia y venganza, y devolver el pasado adonde pertenece.

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Interlude in Death J. D. Robb

El aprendizaje no es juego de niños;

no podemos aprender sin dolor.

-Aristóteles

Feliz es el niño cuyo padre se va al infierno.

-Proverbio del siglo dieciséis

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Las caras del asesinato eran variadas y complejas. Unas eran tan viejas
cómo el tiempo y llenas de arrugas marcadas con la sangre derramada por Caín.
El guardián de un hermano era el verdugo del otro.

Por supuesto, había sido bastante fácil cerrar aquel caso en particular.
La lista de sospechosos había sido, a fin de cuentas, bastante limitada.

Pero el tiempo había poblado la tierra aún antes de principios de la pri-


mavera 2059 hasta llenarse con personas desperdigándose de su planeta natal
para abarrotar mundos y satélites hechos por el hombre. La habilidad y la capa-
cidad de crear sus propios mundos, el extraordinario valor para pensar hacerlo
además, no los había detenido de matar a sus hermanos.

El método era a veces más sutil, a menudo más cruel, pero las personas
siendo personas, igual de fácil, recurrían a clavar un palo afilado en el corazón
de otra sobre un bonito huerto de lechugas.

Los siglos, y la naturaleza del hombre, habían desarrollado más que for-
mas alternativas de matar y una variedad de víctimas y motivos. Habían creado
la necesidad y los medios de castigar al culpable.

El castigo al culpable y la demanda de justicia para el inocente se con-


virtió -quizás había sido desde aquel primer caso extremo de rivalidad entre
hermanos- en un arte y una ciencia.

Estos días, el asesinato le conseguía más que un viaje corto al Mundo de


los sueños. Lo encerraba en una jaula de acero y concreto donde usted tendría
tiempo de sobra para pensar en qué había fallado.

Pero llevar al pecador donde la justicia juzgaba pertenecía era una fae-
na. Requirió un sistema. Y el sistema exigía sus reglas, técnicas, mano de obra,
organizaciones, y subterfugios.

Y el esporádico seminario para educar e informar.

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En lo que a la Teniente Eve Dallas concernía, preferiría afrontar una


horda de tarados cabezas rapadas, a dar un seminario sobre el asesinato. Al me-
nos los cabezas rapadas no le haría pasar vergüenza hasta morir.

Y como si no fuera bastante malo haber sido asignada para asistir a la


Conferencia de Seguridad y Aplicación de la Ley Interplanetaria, como si no fue-
ra lo bastante horrendo que su propio comandante le hubiese ordenado dar un
seminario, toda la maldita farsa tuvo que tomar forma fuera del planeta.

No podían hacer esa mierda en Nueva York, pensó Eve mientras se po-
nía boca abajo en la cama del hotel. Simplemente no podían encontrar un lugar
en todo el jodido planeta que pudiera venirles bien. ¡No!, simplemente tuvieron
que enviar a un montón de policías y técnicos al espacio.

Dios, ella odiaba los viajes espaciales.

Y de todos los sitios en el universo conocido, el comité de selección del


lugar tuvo que descargarlos en el Centro Vacacional Olympus. No sólo era una
policía fuera de su elemento, sino que era una policía fuera de su elemento que
tendría que dar un seminario en una de las salas de conferencias en uno de los
hoteles ridículamente lujosos propiedad de su marido.

Eso mortificaba.

El hijo de puta tramposo, ella pensó, y se preguntó si alguno de los mús-


culos y huesos en su cuerpo que se habían disuelto durante el aterrizaje en Ol-
ympus se había regenerado. Él lo había planeado, él lo había hecho. Y ahora ella
lo estaba pagando.

Ella tenía que socializar, asistir a reuniones. Ella tenía que -querido
Cristo- dar un discurso. Y en menos de una semana, tendría que regresar en esa
caprichosa trampa mortal voladora de Roarke y afrontar el viaje a casa.

Ya que esa imagen hizo que su estómago se revolviera, consideró las


ventajas de vivir el resto de su vida en Olympus.

¿Qué tan malo podría ser?

El lugar tenía hoteles, casinos y casas, bares, y tiendas. Lo que significa-


ba que tenía personas. Cuándo usted tenía personas, benditos sus corazones
mercenarios, tenía delito. Tenía delito, y necesitaba policías. Ella podría inter-
cambiar su insignia de Policía y Seguridad de Nueva York por un escudo de
Aplicación de la Ley Interplanetario.

—Podría trabajar para 1ILE, —murmuró sobre el cubrecama.

—Sin duda. —Al otro lado del cuarto, Roarke terminó de estudiar un in-
forme de una de sus otras propiedades—. Al cabo de un rato, no pensarías dos
veces en salir rápidamente del planeta a la estación espacial y al satélite. Y te ve-
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Interplanetary Law Enforcement: Aplicación de la Ley Interplanetaria. (N. de la T)

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rías encantadora en uno de esos uniformes azules y blancos y botas hasta las ro-
dillas.

Su pequeña fantasía burbujeó. Interplanetario quería decir, después de


todo, interplanetario.

—Bésame el culo.

—Por supuesto. —Él se acercó, se inclinó y puso sus labios en su trasero.


Luego comenzó a abrirse paso por su espalda.

A diferencia de su esposa, él estaba lleno de energía por el viaje espacial.

—Si estás pensando conseguir sexo, amigo, piénsalo otra vez.

—Estoy pensando mucho. —Él se complació con la extensión larga, y


delgada de ella. Cuando alcanzó su nuca, frotó sus labios justo debajo de las
puntas de su corta, y desordenada capa de pelo. Y sintiendo su temblor rápido,
sonrió abiertamente cuando la volteó.

Entonces él frunció el ceño un poco, pasando un dedo a lo largo del ho-


yuelo en su barbilla.

—¿Estás un poco pálida aún, no?

Sus profundos ojos castaños dorados miraron malhumorados los suyos.


Su boca, amplia, móvil, se curvó en un mohín burlón.

—Cuando esté de pie otra vez, voy a darte un puñetazo en esa bonita
cara tuya.

—Lo espero con mucha ilusión. Mientras tanto. —Él se inclinó, y comen-
zó a desabotonar su camisa.

—Pervertido.

—Gracias, Teniente. —Porque ella era suya, y eso continuamente lo en-


cantaba, besó su pecho, luego tiró de sus botas, y le sacó sus pantalones—. Y es-
pero que nos acerquemos a la parte de la perversión de nuestro programa en
breve. Pero por el momento. —La recogió y la sacó del dormitorio—. Pienso que
probaremos un poco de reconstituyente post vuelo.

—¿Por qué tengo que estar desnuda?

—Me gustas desnuda.

Él entró en un cuarto de baño. No, no un cuarto de baño, Eve reflexionó.


Era una palabra demasiado ordinaria para este oasis de indulgencia sensual.

La tina era un lago, profundamente azul y alimentado por brillantes tu-


bos de plata entrelazados en formas de flor. Cuantiosos rosales del tamaño de

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una persona con flores blancas rodeaban la escalera de mármol que conducía a
un área de ducha donde una cascada ya caía suavemente por unas paredes relu-
cientes. Los altos cilindros de humor y tubos secantes estaban rodeados por caí-
das de flores y plantas, y ella imaginó que cualquiera que usara uno de ellos pa-
recería una estatua en un jardín.

Una pared de cristal ofrecía una vista del cielo despejado convertido en
dorado por el tinte de la pantalla de intimidad.

Él la dejó en los suaves cojines de una silla de sueño y caminó hacia uno
de los mostradores curvos que fluían alrededor de las paredes. Deslizó un panel
en los azulejos y puso un programa en un teclado de control escondido detrás de
él.

El agua comenzó a verterse en la tina, las luces se atenuaron, y la músi-


ca, un suave gemido de cuerdas, se deslizó en el aire.

—¿Me baño? —ella le preguntó.

—Luego. Relájate. Cierra tus ojos.

Pero ella no cerró sus ojos. Era demasiado tentador sólo mirarlo mien-
tras él circulaba por del cuarto, añadiendo algo espumoso al baño, vertiendo un
poco de líquido dorado pálido en un vaso.

Él era alto y tenía una clase innata de gracia. Como un gato, ella pensó.
Un gato grande, peligroso que sólo fingía ser domesticado cuando eso convenía
a su humor. Su pelo era negro, grueso y más largo que el suyo. Caía casi hasta
sus hombros y proporcionaba un marco perfecto para una cara que la hacía pen-
sar en ángeles oscuros y poetas condenados y guerreros despiadados al mismo
tiempo.

Cuando él la miraba con esos ojos cálidos y salvajemente azules, el amor


dentro de ella podía extenderse tan rápido y fuerte, que le dolía el corazón por
tenerlo.

Él era suyo, pensó. El antiguo muchacho malo de Irlanda que había he-
cho su vida, su fortuna, su hogar por cualquier medio posible, justos o -bien-
injustos.

—Bebe esto.

A él le gustaba cuidarla, ella reflexionó cuando tomó el vaso que le ofre-


cía. Ella, la niña perdida, la dura policía, nunca podía entender si eso la irritaba
o conmovía. La mayoría de las veces, supuso, sólo la desconcertaba.

—¿Qué es eso?

—Algo bueno. —Él se lo quitó, y bebió para demostrarlo.

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Cuando lo probó, encontró que él tenía razón, como de costumbre. Él se


ubicó detrás de la silla, con evidente diversión en su cara cuando la echó hacia
atrás y su mirada se estrechó con sospecha.

—Cierra los ojos, —repitió y resbaló unos anteojos sobre su cara—. Un


minuto, —añadió.

Las luces fluyeron delante de sus párpados cerrados. Azules profundos,


rojos cálidos y pausados, fundiéndose en patrones. Ella sintió sus manos, cu-
biertas con algo fresco y fragante, masajear sus hombros, y los músculos anuda-
dos de su cuello.

Su organismo, tenso por el vuelo, comenzó a reacomodarse.

—Bien, no es un asco, —ella murmuró, y se dejó llevar.

Él tomó el vaso de su mano cuando su cuerpo resbaló en el programa re-


constituyente de diez minutos que había seleccionado. Le había dicho un minu-
to.

Había mentido.

Cuando ella se relajó, él se inclinó para besar su coronilla, luego la cu-


brió con una sábana de seda. Los nervios, él sabía, la habían desgastado. Añadi-
do a ellos la tensión y la fatiga de salir de un caso difícil y ser lanzada enseguida
a una asignación fuera del planeta que ella detestaba, no era sorprendente que
su organismo estuviera confuso.

Él la dejó durmiendo y salió a ocuparse de algunos detalles menores


para el evento nocturno. Acababa de retroceder cuando el temporizador del pro-
grama emitió una suave señal sonora y ella se movió.

—Wow. —Ella parpadeó, y se apartó el pelo cuando él le apartó los ante-


ojos.

—¿Te sientes mejor?

—Me siento fantástica.

—Un pequeño malestar a causa del viaje es bastante fácil de remediar.


El baño debería terminarlo.

Ella echó un vistazo, vio que la tina estaba llena, y colmada con burbujas
que se balanceaban suavemente por la corriente de los chorros.

—Apuesto que lo hará. —Sonriendo, se levantó, y cruzó el cuarto para


entrar en la piscina hundida. Y sumergiéndose hasta el cuello, soltó un largo
suspiro.

—¿Puedo tener aquel vino o lo que diablos sea?

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—Seguro. —Complaciéndola, él se lo llevó, y lo puso en el amplio borde


detrás de su cabeza.

—Gracias. Tengo que decir, esto es algo... —Ella se calló, y se presionó


sus sienes.

—¿Eve? ¿Dolor de cabeza? —Extendió la mano, preocupado, y se en-


contró tirado en el agua con ella.

Cuando él emergió, ella sonreía abiertamente, y su mano estaba ahueca-


da posesivamente entre sus piernas.

—Tonto, —ella dijo.

—Pervertida.

—Oh, sí. Déjame mostrarte como termino este pequeño programa re-
constituyente, sabelotodo.

*****

Recuperada, y satisfecha, ella se dio una vuelta rápida en el tubo secan-


te. Si fuera a vivir sólo unos días más antes de chocar contra un meteorito perdi-
do y quemarse hasta las cenizas por estallar el combustible del cohete en el vue-
lo de regreso a casa, más valía sacar el mayor partido posible.

Sacó una bata, se envolvió en ella, y regresó al dormitorio.

Roarke, ya se había puesto los pantalones, y exploraba lo que parecían


ser símbolos codificados mientras se desplazaban a través de la pantalla del tele-
enlace del dormitorio. Su vestido, al menos asumió que era un vestido, estaba
tendido en la cama.

Ella miró ceñuda el fino flujo color bronce, y se acercó para manosear el
material.

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—¿Guardé éste?

—No. —Él no se molestó en mirar hacia atrás, podía ver su ceño sospe-
choso bastante claro en su mente—. Empacaste el total de varios días de camisas
y pantalones. Summerset hizo algunos ajustes en tu guardarropa para la confe-
rencia.

—Summerset. —El nombre siseó cómo una serpiente entre sus labios. El
mayordomo de Roarke era un serio dolor en su culo—. ¿Lo dejaste manosear mi
ropa? Ahora tengo que quemarlas.

Aunque él hubiera hecho considerables ajustes a su guardarropa el año


pasado, había, en su opinión, varios artículos dejados que merecían quemarse.

—Él raras veces manosea. Estamos un poco retrasados, —añadió él—. El


cóctel recepción comenzó hace diez minutos.

—Sólo una excusa para que un montón de policías se emborrachen. No


veo por qué tengo que vestirme para eso.

—Imagen, querida Eve. Eres una conferencista importante y uno de los


personajes más importante del acontecimiento.

—Odio esa parte. Es bastante malo cuando tengo que ir a tus eventos.

—No deberías estar nerviosa sobre tu seminario.

—¿Quién dijo que estoy nerviosa? —Ella agarró rápidamente el vestido


—. ¿Puedes ver a través de esta cosa?

Sus labios se curvaron.

—No mucho.

*****

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—No mucho —era exacto, ella concluyó. El vestido se sentía liviano có-
mo una nube, y era bastante cómodo. Las tenues capas de él apenas ocultaban lo
esencial. De todos modos, ya que su sentido de la moda podía ser grabado en un
microchip con espacio de sobra, tuvo que creer que Roarke sabía lo que hacía.

Ante el sonido de las diversas voces que salían de la sala de baile cuando
ellos se acercaron, Eve sacudió su cabeza.

—Apuesto que la mitad de ellos ya están a punto. ¿Sirves material de


primera allí dentro, o no?

—Sólo lo mejor para nuestros esforzados funcionarios. —Conociendo a


su mujer, Roarke tomó su mano y la tiró por la puerta abierta.

La sala de baile era enorme, y estaba atestada. Habían venido de todas


partes del planeta, y sus satélites. Oficiales de policía, técnicos, asesores exper-
tos. Los sesos y la fuerza muscular de la aplicación de la ley.

—¿No te pone nervioso estar en el mismo cuarto con, veamos, cerca de


cuatro mil policías? —ella le preguntó.

—Al contrario, Teniente, —indicó él riéndose—. Me siento muy seguro.

—Algunos de estos tipos probablemente intentaron encerrarte alguna


que otra vez.

—Tú también. —En ese momento él tomó su mano y, antes de que ella
pudiera detenerlo, la besó—. Mira dónde te trajo.

—¡Dallas! —La oficial Delia Peabody, ataviada con un vestido rojo corto
en vez de su almidonado uniforme estándar, se acercó rápidamente. Su oscura
melena había sido ahuecada y rizada. Y, Eve notó, el alto vaso en su mano ya es-
taba medio vacío.

—Peabody. Parece que lograste llegar.

—El transporte fue puntual, sin problemas. Roarke, este lugar es terri-
blemente genial. No puedo creer que esté aquí. Realmente aprecio que me eli-
gieras. Dallas.

No lo había arreglado cómo un favor, exactamente. Si ella iba a sufrir en


carne propia por un seminario, Eve había opinado que su ayudante debería su-
frir, también. Pero por cómo se veían las cosas Peabody parecía resistir.

—Entré con Feeney y su esposa, —continuó Peabody—. Y la doctora


Mira y su marido. Morris, Dickhead y Silas de Seguridad, Leward de Anticri-
men… están todos por ahí en algún lado. Algunos otros tipos de Central y distri-
tos. El NYPSD realmente está bien representado.

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—Grandioso. —Ella podía esperar bromas por su discurso durante se-


manas.

—Vamos a tener una pequeña reunión más tarde en el Salón de Paisaje


lunar.

—¿Reunión? Acabamos de vernos ayer.

—En el planeta. —Los labios de Peabody, pintados de un rojo intenso,


amenazaron hacer pucheros—. Esto es diferente.

Eve frunció el ceño ante el elegante vestido de fiesta de su ayudante.

—Y me lo dices.

—¿Por qué no le traigo a las señoras una bebida? ¿Vino, Eve? ¿Y Pea-
body?

—Tengo un Orgasmo Impresionante. La bebida, quiero decir, no, ya sa-


bes, personalmente.

Divertido, Roarke posó una mano sobre su hombro.

—Me encargaré de ello.

—Muchacho, podría alguna vez, —Peabody murmuró cuando él se alejó.

—Basta. —Eve exploró el cuarto, separando policías de cónyuges, de téc-


nicos, y asesores. Se concentró en un grupo grande congregado en la esquina su-
deste de la sala de baile—. ¿Qué sucede allí?

—Ese es el pez gordo. Antiguo Comandante Douglas R. Skinner.


—Peabody gesticuló con su vaso, luego tomó un trago—. ¿Alguna vez lo conocis-
te?

—No. Oí acerca de él lo suficiente, sin embargo.

—Es una leyenda. No he logrado verlo aún porque hay un centenar de


personas a su alrededor desde que llegué. He leído la mayor parte de sus libros.
La forma en que atravesó las Guerras Urbanas, y conservó su propio césped se-
guro. Fue herido durante el Sitio de Atlanta, pero permaneció en la línea. Es un
verdadero héroe.

—Los policías no son héroes, Peabody. Sólo hacemos el trabajo.

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Eve no estaba interesada en leyendas o héroes o policías jubilados que


acumulaban enormes honorarios jugando en el circuito de conferencias o con-
sultas. Estaba interesada en terminar su bebida, hacer acto de presencia en la
recepción -y sólo porque su propio comandante le había ordenado hacerlo así-
luego esfumarse.

Mañana, pensó, era lo suficientemente pronto para ponerse a trabajar.


Por el nivel del ruido de la multitud, todos los demás pensaban así, también.

Pero parecía que la leyenda estaba interesada en ella.

Ella tenía la copa en su mano, calculando precisamente la ruta menos


molesta alrededor del cuarto, cuando alguien dio unos golpecitos en su hombro.

—Teniente Dallas. —Un hombre delgado de pelo oscuro tan corto que
parecía papel de lija pegado a su cuero cabelludo, la saludó con la cabeza—. Bry -
son Hayes, secretario particular del Comandante Skinner. Al comandante le
gustaría mucho conocerla. Si me acompaña.

—El comandante, —ella se volvió justo cuando Hayes comenzaba a gi-


rarse—, parece bastante ocupado en este momento. Estaré por aquí toda la se-
mana.

Después de un lento parpadeo, Hayes simplemente la contempló.

—Al comandante le gustaría conocerla ahora, Teniente. Su horario por


la conferencia es muy exigente.

—Ve. —Peabody le susurró mientras le daba un codazo a Eve—. Ve, Da-


llas.

—Estaríamos encantados de encontrarnos con el Comandante Skinner.


—Roarke solucionó el problema dejando a un lado su bebida, luego tomando
tanto los brazos de Eve y Peabody. Eso le ganó una mirada de adoración de Pea-
body y un ceño estrecho de su esposa.

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Antes de que Hayes pudiese objetar o conformarse, Roarke condujo a


ambas mujeres a través de la sala de baile.

—Me estás haciendo esto sólo para disgustarme, —comentó Eve.

—No completamente, pero disfruté contrariar a Hayes. Sólo un poco de


política, Teniente. —Él dio a su brazo un apretón amistoso—. Nunca duele ju-
garla.

Él se abrió paso por la muchedumbre suavemente, y sólo sonrió cuando


Hayes, con un músculo trabajando en su mandíbula, los alcanzó a tiempo para
abrirse camino por el último grupo de personas.

Skinner era bajo. Su reputación era tan grande, que sorprendió a Eve
notar que apenas le llegaba a sus hombros. Sabía que él tenía setenta, pero se
había mantenido en forma. Su cara estaba arrugada, pero no doblegada. Ni tam-
poco su cuerpo. Él se había dejado el pelo gris, pero no ralo, y lo llevaba en un
corte militar. Sus ojos, bajo cejas plateadas rectas, eran un duro mármol azul.

Él sostenía un vaso pequeño, con un líquido ámbar transparente. El oro


pesado de su anillo de cincuenta años brillaba en su dedo.

Ella lo midió en cuestión de segundos cómo, ella notó, él la medía a ella.

—Teniente Dallas.

—Comandante Skinner. —Ella aceptó la mano que él le ofreció, la en-


contró fría, seca y más frágil de lo que había esperado—. Mi ayudante, Oficial
Peabody.

Su mirada permaneció en la cara de Eve un segundo extra, luego cambió


a Peabody. Sus labios se curvaron.

—Oficial, siempre es un placer encontrar a uno de nuestros hombres o


mujeres en uniforme.

—Gracias, señor. Es un honor conocerle, Comandante. Usted es una de


las razones por las que me uní a la fuerza.

—Estoy seguro que el NYPSD tiene suerte de tenerla. Teniente, yo…

—Mi marido, —interrumpió Eve—. Roarke.

La expresión de Skinner no vaciló, pero se enfrió.

—Sí, reconocí a Roarke. Pasé parte de mi última década en el trabajo in-


vestigándolo.

—Me siento halagado. Creo que ésta es su esposa. —Roarke giró su aten-
ción a la mujer al lado de Skinner—. Es un placer conocerla.

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—Gracias. —Su voz era la crema suave del sur de los Estados Unidos—.
Su Olympus es un logro espectacular. Estoy deseando ver más de él mientras es-
tamos aquí.

—Estaría encantado de arreglarle una visita, transporte.

—Usted es demasiado amable. —Ella posó una mano ligeramente sobre


el brazo de su marido.

Ella era una mujer muy atractiva. Tenía que estar próxima a la edad de
su marido, pensó Eve, ya que su largo matrimonio era parte de la prístina repu-
tación de Skinner. Pero un ADN superior o un excelente equipo de cara y cuerpo
habían conservado su belleza juvenil. Su pelo era brillantemente negro, y el tono
magnífico de su piel indicaba la raza mezclada. Llevaba un sencillo traje de no-
che plateado y diamantes esplendorosos cómo si hubiese nacido con tales cosas.

Cuando ella miró a Eve fue con educado interés.

—Mi marido admira su trabajo, Teniente Dallas, y él es muy exigente en


su admiración. Roarke, ¿por qué no damos a estos dos policías un poco de tiem-
po para hablar de trabajo?

—Gracias, Belle. ¿Nos dispensa, cierto, Oficial? —Skinner gesticuló ha-


cia una mesa protegida por un trío de hombres con trajes negros—. ¿Teniente?
Permítame. —Cuando se sentaron, los hombres dieron un paso atrás.

—¿Guardaespaldas en una convención policial?

—Hábito. Le apuesto que usted tiene su arma e insignia en su bolso de


noche.

Ella lo reconoció con una pequeña cabezada. Habría preferido llevarlos


puestos, pero el vestido no tenía en cuenta su elección de accesorios.

—¿De qué se trata, Comandante?

—Belle estaba en lo cierto. Admiro su trabajo. Estaba interesado por en-


contrarnos en el mismo programa. Usted no acepta por lo general compromisos
para hablar en público.

—No. Me gustan las calles.

—Igual que yo. Es cómo un virus en la sangre. —Él se reclinó, y tomó su


bebida. El débil temblor en su mano la sorprendió—. Pero trabajar en las calles
no significa estar en ellas, necesariamente. Alguien tiene que mandar… desde un
escritorio, una oficina, un cuarto de guerra. Un buen policía, un policía inteli-
gente, sube en las filas. Como usted, Teniente.

—Un buen policía, un policía inteligente, cierra casos y encarcela a los


tipos malos.

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Él se rió brevemente.

—¿Usted piensa que eso es suficiente para las barras del capitán, para
una estrella de orden? No, la palabra “ingenua” nunca surgió en ninguno de los
informes que he leído sobre usted.

—¿Por qué leería usted mis informes?

—Puedo estar retirado del servicio activo, pero todavía soy un asesor.
Todavía tengo mi dedo en el pastel. —Él se inclinó hacia adelante otra vez—. Us-
ted ha logrado trabajar y cerrar algunos casos muy prominentes en el 2libro del
asesinato, Teniente. Aunque no siempre apruebo sus métodos, los resultados
son indiscutibles. Es raro para mí juzgar a un oficial femenino digno de respeto.

—Perdóneme. Retroceda. ¿Femenino?

Él levantó su mano en un gesto que le indicó que había tenido esa discu-
sión antes y estaba vagamente cansado de ello.

—Creo que los hombres y las mujeres tienen funciones básicas diferen-
tes. El hombre es el guerrero, proveedor, el defensor. La mujer es la procreado-
ra, la nutridora. Hay numerosas teorías científicas que están de acuerdo, y el
peso ciertamente social y religioso que agregar.

—¿En serio? —Eve dijo suavemente.

—Francamente, nunca he aprobado a las mujeres en la fuerza, o en cier-


tas áreas del lugar de trabajo civil. Ellas a menudo son una distracción y raras
veces totalmente comprometidas con el trabajo. El matrimonio y la familia
pronto -cómo debería ser para las mujeres- toman prioridad.

—Comandante Skinner, dadas las circunstancias, lo más cortés que pue-


do pensar en decirle es que usted está lleno de mierda.

Él se rió, fuerte y largamente.

—Usted está a la altura de su reputación, Teniente. Sus datos también


señalan que es lista y que su distintivo no es algo que sólo recoge del tocador
cada mañana. Es lo que usted es. O fue, en todo caso. Tenemos en común eso.
Durante cincuenta años hice una diferencia, y mi casa estaba limpia. Hice lo que
tuvo que ser hecho, luego hice lo que siguió. Fui comandante en pleno a la edad
de cuarenta y cuatro años. ¿Le gustaría a usted ser capaz de decir lo mismo?

Ella sabía cuando estaba siendo manipulada, y mantuvo su cara y tono


neutro.
2
En el lenguaje de la aplicación de la ley, el libro del asesinato es un término que se refiere al
historial de una investigación de asesinato. Típicamente, los libros de asesinato incluyen
fotografías de escena de crimen y dibujos, autopsia e informes forenses, expedientes de notas de
investigadores y entrevistas a testigos, y cosas por el estilo. El libro del asesinato encapsula las
pruebas completas documentales de un asesinato, del tiempo en que es reportado hasta el
arresto de un sospechoso. (N. de la T.)

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Interlude in Death J. D. Robb

—No he pensado en ello.

—Si eso es cierto, me decepciona. Si eso es cierto, comience a pensar.


¿Sabe, Teniente, cuánto más cerca estaría ahora mismo a una capitanía si no
hubiera tomado algunas decisiones personales poco aconsejables?

—¿Realmente? —Algo comenzó a arder dentro de su vientre—. ¿Y cómo


sabría usted la posible promoción de un policía de homicidio en Nueva York?

—He hecho mi asunto estar al tanto. —Su mano libre se empuñó, gol-
peando ligera, y rítmicamente en la mesa—. Tengo un pesar, cierto asunto in-
concluso de mi servicio activo. Un objetivo que nunca pude conservar a la vista
el tiempo suficiente para atraparlo. Entre nosotros, podríamos. Le conseguiré
esas barras de capitán, Teniente. Usted me consigue a Roarke.

Ella miró abajo su vino, despacio pasó la punta del dedo alrededor del
borde.

—Comandante, usted dio medio siglo de su vida al trabajo. Usted derra-


mó su sangre por ello. Esa es la única razón por la que no voy a perforarle la
cara por ese insulto.

—Piense con cuidado, —dijo cuando Eve se puso de pie—. El sentimien-


to sobre el deber nunca es una elección inteligente. Tengo la intención de atra-
parlo. No vacilaré en destrozarla para hacerlo.

Reventando de furia, ella se inclinó muy cerca, y susurró en su oído.

—Inténtelo. Usted averiguará que no soy ninguna jodida nutridora.

Ella se apartó, sólo para tener a uno de los guardaespaldas bloqueándo-


le el camino.

—El comandante, —señaló él—, no ha terminado de hablar con usted.

—Yo he terminado de hablar con el comandante.

Su mirada fija cambió de su cara brevemente, y él dio la cabezada más


débil antes de que se acercara más, y sujetara fuertemente su brazo.

—Usted querrá sentarse, Teniente, y esperar hasta que haya sido despe-
dida.

—Aparte su mano. Apártela ahora, o voy a lastimarlo.

Él sólo apretó su presión.

—Tome asiento y espere la autorización para irse. O usted va a ser lasti-


mada.

Ella echó un vistazo atrás a Skinner, luego a la cara del guardia.

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—Inténtalo otra vez. —Ella usó un golpe de brazo corto para fracturar su
nariz, luego una patada repentina rápida para golpear hacia atrás al guardia al
lado de él cuando avanzó.

Cuando ella hubo girado, y detenido, tenía su mano en su bolso y en su


arma.

—Mantenga a sus perros atados, —dijo a Skinner.

Ella observó las caras de los policías que habían girado, y se habían ade-
lantado, para ver si había problemas proviniendo de otra dirección. Decidiéndo-
se en contra de eso, se marchó dando media vuelta y pasó en medio del gentío
que murmuraba.

Estaba casi en la puerta cuando Roarke se acomodó a su paso al lado de


ella, y pasó un brazo alrededor de sus hombros.

—Tienes sangre en tu vestido, querida.

—¿Sí? —Todavía bullendo, echó un vistazo a la pequeña salpicadura—.


No es mía.

—Lo noté.

—Tengo que hablar contigo.

—Um-hmm. ¿Por qué no vamos arriba, y vemos qué puede hacer el sir-
viente sobre esa mancha de sangre? Puedes hablar antes de que bajemos a beber
con tus amigos de Central.

—¿Por qué diablos no me dijiste que conocías a Skinner?

Roarke tecleó el código para el elevador privado del dueño.

—No lo conozco.

—Él seguro como el infierno que te conoce.

—Así parece. —Él esperó hasta que estuviesen dentro del ascensor antes
de besar su frente—. Eve, a través de mi trayectoria, he tenido a una gran canti-
dad de policías mirando en mi dirección.

—Él todavía está mirando.

—Es bienvenido. Soy un legítimo hombre de negocios. Prácticamente un


pilar. Redimido por el amor de una buena mujer.

—No me hagas pegarte, también. —Ella salió del elevador, atravesó la


suntuosa área de estar de la suite, y salió directamente a la terraza así podría
terminar de echar humo en el aire fresco—. El hijo puta. El hijo de puta quiere
que yo le ayude a atraparte.

18
Interlude in Death J. D. Robb

—Bastante grosero, —dijo Roarke suavemente—. Para mencionar el


tema conociendo a alguien tan poco, y en una recepción de cóctel. ¿Por qué pen-
só él que estarías de acuerdo?

—Colgó una capitanía en mi cara. Me dijo que él puede conseguírmela,


por otro lado estoy detrás de la línea debido a mis pobres elecciones personales.

—Refiriéndose a mí. —La diversión desapareció—. ¿Es verdad? ¿Están


tus posibilidades para una promoción atascadas debido a nosotros?

—¿Cómo diablos saberlo? —Todavía aireada por el insulto, se volvió ha-


cia él—. ¿Piensas que me preocupo por eso? ¿Piensas que hacer grado me mue-
ve?

—No. —Caminó hacia ella, pasó sus manos de arriba abajo por sus bra-
zos—. Sé lo que te conduce. Los muertos te conducen. —Se inclinó, y apoyó sus
labios sobre su frente—. Él calculó mal.

—Fue una cosa estúpida y sin sentido lo que hizo. Él apenas se molestó
en darle muchas vueltas antes de lanzármelo. Una mala estrategia, —continuó
ella—. Un acercamiento pobre. Quiere tu culo, Roarke, y lo bastante para arries-
garse a la censura por intento de soborno si reporto la conversación… y alguien
lo cree. ¿Por qué?

—No sé. —Y lo que uno no sabía, él pensó, era siempre peligroso—. Lo


investigaré. En cualquier caso, sin duda animaste la recepción.

—Normalmente habría sido más sutil, sólo un rodillazo a ese imbécil en


las pelotas por meterse en medio. Pero Skinner había entrado en ese tango so-
bre cómo las mujeres no deberían estar en el trabajo porque son nutridoras.
Golpearle las pelotas simplemente parecía demasiado femenino en ese momen-
to.

Él se rió, y la acercó más.

—Te amo, Eve.

—Sí, sí. —Pero sonreía otra vez cuando envolvió sus brazos alrededor de
él.

*****

19
Interlude in Death J. D. Robb

Por regla general, hacinarse como una estúpida y meter el culo en una
mesa en un club donde el entretenimiento incluía música que amenazaba los
tímpanos no era la idea de Eve de un buen rato.

Pero cuando desahogaba un buen enfado, convenía tener a los amigos


alrededor.

La mesa estaba abarrotada con lo mejor de Nueva York. Su culo estaba


apretado entre Roarke y Feeney, el capitán de la División Policial Electrónica. La
cara por lo general avergonzada de Feeney estaba inerte con asombro mientras
miraba arriba al escenario.

Al otro lado de Roarke, la doctora Mira, elegante a pesar del entorno,


bebía un Brandy Alexander y miraba el entretenimiento… un grupo de tres pie-
zas cuyos trajes eran pintura de cuerpo blanca, azul y roja actuando salvajemen-
te, 3trash rock, jazz y canciones tradicionales americanas. Redondeando la mesa
estaba Morris, el médico forense, y Peabody.

—Mi esposa no debería haberse acostado. —Feeney sacudió su cabeza—.


Tienes que verlo para creerlo.

—Un infierno de espectáculo, —estuvo de acuerdo Morris. Su trenza lar-


ga, oscura estaba enhebrada con un lazo plateado, y las solapas de su chaqueta
hasta la pantorrilla centelleaban con el mismo brillo.

Para un doctor de muertos, pensó Eve, se vestía bastante a la última.

—Pero Dallas aquí —Morris le guiñó— fue un gran acto de calentamien-


to.

—Já já,—contestó Eve.

Morris sonrió con serenidad.

—La excelente teniente embellece la leyenda de los policías sobre los


tradicionales guardaespaldas en la convención de aplicación de la ley en un cen-
tro vacacional de lujo fuera del planeta. Has conseguido jugar toda una apertu-
ra.

—Bonito pinchazo izquierdo, —comentó Feeney—. Buena continuación


con la patada. Skinner es un imbécil.

3
Trash rock es un género del rock and roll que comparte las mismas influencias que los punk,
pero divergen en que es en gran parte apolítico. (N. de la T.)

20
Interlude in Death J. D. Robb

—¿Por qué dices eso, Feeney? —Peabody exigió—. Él es un icono.

—¿Quién dijo que los iconos no pueden ser imbéciles? —él disparó—. Le
gusta distinguir como él dejó las Guerras Urbanas sin ayuda. Está todo el tiem-
po hablando de ellas como si todo se hubiese tratado de deber, romance y pa-
triotismo. Cómo fue, se trató de supervivencia. Y fue feo.

—Es típico para algunos que han estado en combate idealizarlo,


—interpuso Mira.

—No hay nada romántico en cortar gargantas o ver la Quinta Avenida


ensuciada con trozos de cuerpos.

—Bien, eso es alegre. —Morris empujó el vaso nuevo de Feeney delante


de él—. Ten otra cerveza, Capitán.

—Los policías no cacarean sobre hacer el trabajo. —Feeney se bebió su


cerveza—. Sólo lo hacen. Estoy contigo, Dallas, te ayudó a bajar a esos matones
suyos.

Como el licor y su humor la pusieron sentimental, ella lo pinchó afec-


tuosamente con su codo.

—Apuesta tu culo. Podemos ir a encontrarlos y golpear a esos descere-


brados. Tú sabes, completar el entretenimiento de la noche.

Roarke puso una mano en su espalda cuando uno de sus empleados de


seguridad se acercó a la mesa y se inclinó para susurrar en su oído. El humor
desapareció de su cara cuando afirmó con la cabeza.

—Alguien les ganó la mano, —anunció él—. Tenemos lo que quedó de un


cuerpo en la escalera entre los pisos dieciocho y diecinueve.

21
Interlude in Death J. D. Robb

Eve estaba de pie en lo alto del hueco de la escalera. Las paredes una vez
blancas prístinas estaban salpicadas con sangre y materia gris. Un rastro asque-
roso de ambos untaba la escalera. El cuerpo estaba tumbado en ellas, boca arri-
ba.

Había quedado bastante de su cara y pelo para que ella lo identificase


como el hombre cuya nariz había quebrado algunas horas atrás.

—Parece que alguien estaba mucho más enojado que yo. ¿Tu hombre
consiguió algún Sellador? —preguntó a Roarke.

Cuando Roarke le pasó el pequeño pote de sellador, cubrió sus manos, y


sus zapatos.

—Podría usar un registrador. Peabody, ayuda a la seguridad del hotel a


mantener los huecos de la escalera bloqueados. Morris. —Ella le lanzó la lata—.
Conmigo.

Roarke le dio el registrador de solapa de su guardia de seguridad. Dio


un paso adelante. Eve simplemente puso una mano sobre su pecho.

—Nada de civiles... aunque posean el hotel o no. Sólo espera. ¿Por qué
no libras a Feeney para confiscar los discos de seguridad de este sector del ho-
tel? Esto ahorrará el tiempo.

Ella no esperó una respuesta, sino que bajó las escaleras hacia el cuerpo.
Y se puso en cuclillas.

—No fue con los puños. —Ella examinó su cara. Un lado estaba casi
hundido, el otro en gran parte ileso—. El brazo izquierdo está aplastado. El tipo
era zurdo. Descubrí eso en la recepción. Probablemente apostaron por el lado iz-
quierdo primero. Incapacitándolo.

—De acuerdo. ¿Dallas? —Morris sacudió su cabeza en dirección del piso


diecisiete. Un bate metálico grueso cubierto de sangre descansaba un poco más
abajo en la escalera—. Eso resuelve el problema. Puedo consultar con el forense
local en la autopsia, pero una mirada preliminar me dice que es el arma. ¿Quie-
res que desentierre algunos bolsas de pruebas, un par de equipos de campo?

Ella comenzó a hablar, luego tomó aire. El olor de la muerte estaba en


sus fosas nasales, y era demasiado familiar.

—No es nuestro territorio. Tenemos que traspasarlo a la estación de po-


licía. Maldita sea.

22
Interlude in Death J. D. Robb

—Hay formas de sortearlo, con tu hombre poseyendo el lugar.

—Tal vez. —Ella metió un dedo sellado en un charco de sangre, y tocó


algo de metal y plata. Y reconoció la estrella llevada en las divisas de seguridad
del hotel—. ¿Quién sería lo bastante estúpido para matar a un hombre a palos
en un hotel lleno de policías? —se preguntó Morris.

Ella sacudió su cabeza, y se puso de pie.

—Pongámonos en marcha. —Cuando ella alcanzó la cima de las escale-


ras, exploró el vestíbulo. Si hubiera estado en Nueva York, daría ahora al cuerpo
un examen concienzudo, establecería el tiempo de la muerte, juntaría datos y
pruebas de rastros de la escena. Llamaría a su unidad de escena del crimen, los
investigadores, y enviaría un equipo a hacer el puerta a puerta.

Pero no estaba en Nueva York.

—¿Ha notificado tu seguridad a la estación de policía? —ella preguntó a


Roarke.

—Están en camino.

—Está bien. Perfecto. Mantendremos el área asegurada y ofreceremos


toda la ayuda. —Deliberadamente, apagó su registrador—. No tengo autoridad
aquí. Técnicamente, no debería haber entrado en el área de la escena del cri-
men. Tuve un altercado anterior con la víctima, y esto lo hace más pegajoso.

—Poseo este hotel, y tengo un interés fundamental en esta estación.


Puedo solicitar la ayuda de cualquier agente de aplicación de la ley.

—Sí, entonces tenemos eso claro. —Ella lo miró—. Uno de tus uniforma-
dos de seguridad perdió una estrella. Está allí abajo, cubierta de fluido humano.

—Si uno de mis empleados es responsable, tendrás mi total cooperación


para identificarlo y detenerlo.

Ella inclinó la cabeza otra vez.

—Entonces tenemos eso claro, también. ¿Cuál es tu sistema de seguri-


dad para este sector?

—Cámaras de alcance completo… pasillos, elevadores, y huecos de la es-


calera. Insonorización completa. Feeney obtuvo los discos.

—Ya, tendrá que entregarlos a la policía. Cómo es un homicidio, tienen


un máximo de setenta y dos horas antes de verse obligados a traspasar la inves -
tigación a ILE. Ya que ILE tiene gente en el sitio, serían sensatos en traspasarlo
ahora.

—¿Eso es lo qué tú quieres?

23
Interlude in Death J. D. Robb

—No se trata de lo que quiero. Mira, no es mi caso.

Él sacó un pañuelo de su bolsillo y limpió la mancha de sangre de su


mano.

—¿No?

Luego él se dio la vuelta cuando el jefe de policía salió del elevador.

Eve no había estado esperando a una morena escultural en un diminuto


vestido negro con suficiente pelo para llenar un colchón. Cuando ella se acercó
pasillo abajo en altísimos tacones, Eve oyó la opinión reverente de Morris.

—Bravo.

—¡Santo Dios!, intenta conservar tu dignidad, —reprendió Eve.

La morena se detuvo, y examinó rápidamente.

—Roarke, —ella dijo con una voz que evocaba imágenes de calientes no-
ches en el desierto.

—Jefe. Teniente Dallas, NYPSD. Doctor Morris, Médico forense de Nue-


va York.

—Sí. Darcia Angelo. Jefe de Policía de Olympus. Perdone mi aspecto.


Estaba en uno de los eventos de bienvenida. Me informaron que tenemos un po-
sible homicidio.

—Homicidio confirmado, —Eve le dijo—. La víctima es un varón, caucá-


sico, de treinta y cinco a cuarenta años. Apaleado. El arma, un bate metálico, fue
dejada en la escena. El examen visual preliminar indica que él lleva muerto me-
nos de dos horas.

—¿Hubo un examen preliminar? —Darcia preguntó. Fríamente.

—Sí.

—Bien, no discutiremos por eso. Lo verificaré personalmente antes de


que mi equipo llegue.

—Está sucio allí abajo. —Con tranquilidad, Eve le dio la lata de sellador.

—Gracias. —Darcia se sacó sus zapatos de noche. Eve no podía criticarla


por ello. Ella hizo lo mismo, según recordó. Cuando ella hubo terminado, le de-
volvió la lata a Eve. Darcia sacó un pequeño registrador de su cartera, lo prendió
donde la tela de su vestido bajaba para rodear sus pechos.

Morris soltó un largo suspiro cuando ella entró en el hueco de la escale-


ra.

24
Interlude in Death J. D. Robb

—¿Dónde las encuentras? —él preguntó a Roarke—. ¿Y cómo puedo


conseguir una para mí?

Antes de que Eve pudiera gruñirle, Feeney bajó rápidamente por el pasi-
llo.

—Conseguí una grieta en los discos, —anunció él—. Las cámaras de la


escalera fueron anuladas durante un período de cincuenta minutos. Se obtiene
solamente estática allí, y estática por dos intervalos de sesenta segundos en el
pasillo del vigésimo piso. Alguien sabía lo que hacía, —añadió—. Es un sistema
complicado, con un plan de apoyo infalible. Lo hizo un profesional… con acceso.

—Con aquel marco de tiempo tuvieron que haber al menos dos personas
implicadas, —declaró Eve—. Premeditado, no impulsivo, no un crimen pasional.

—¿Conseguiste una identificación de la víctima? Puedo dirigir un che-


queo de antecedentes.

—El jefe de policía está en la escena, —dijo Eve rotundamente.

Por un momento Feeney pareció en blanco.

—Oh, seguro. Se me olvidó que no estábamos en nuestro hogar, dulce


hogar. ¿Los locales van a sacarnos?

—Usted no estuvo, —dijo Darcia cuando salió del hueco de la escalera—,


jamás -en una capacidad oficial- dentro.

—Al contrario, —Roarke le dijo—. Solicité la ayuda de la teniente y su


equipo.

La irritación vaciló a través de la cara de Darcia, pero la controló rápida-


mente.

—Como es su privilegio. Teniente, ¿puedo tener un momento de su


tiempo? —Sin esperar una respuesta, Darcia se alejó por el pasillo.

—Arrogante, territorial, insistente. —Eve fulminó con la mirada a Roa-


rke—. Sin duda sabes elegir.

Él sólo sonrió cuándo su esposa se retiró.

—Sí, sin duda sé.

—Mire, Angelo, si quiere romper mis pelotas sobre hacer un visual, pier-
de su tiempo y el mío. —Eve tiró su registrador de su solapa liberándolo, y se lo
ofreció—. Verifiqué un homicidio, a petición del dueño de la propiedad. Luego
retrocedí. No quiero su trabajo, y no quiero su caso. Estoy satisfecha circulando
por la sangre en Nueva York.

Darcia se apartó su melena del pelo negro lustroso.

25
Interlude in Death J. D. Robb

—Hace cuatro meses yo arrestaba a distribuidores ilegales en Colombia,


arriesgando mi vida cada día y sin embargo apenas era capaz de pagar el alqui-
ler en un mugriento apartamento pequeño de dos cuartos. En el clima actual, los
policías no son apreciados en mi país. Me gusta mi nuevo trabajo.

Ella abrió su cartera, y dejó caer dentro el registrador de Eve.

—¿Está ese trabajo en peligro si me niego a entregar este caso a la espo-


sa de mi jefe?

—Roarke no lucha mis batallas, y no despide a sus empleados porque no


logren estar de acuerdo conmigo.

—Perfecto. —Darcia cabeceó—. Trabajé en ilegales, fraude, y robo. Doce


años. Soy una buena policía. El homicidio, sin embargo, no es mi especialidad.
No disfruto compartiendo, pero apreciaría cualquier ayuda que usted y sus cole-
gas estén dispuestos a darme sobre este asunto.

—La tiene. ¿Así que de qué va este paso?

—¿Simplemente? Así usted y yo seríamos conscientes que es mi caso.

—Usted tiene que ser consciente que previamente esta noche perforé al
muerto en la cara.

—¿Por qué? —Darcia preguntó con recelo.

—Se interpuso en mi camino.

—Ya veo. Será interesante averiguar si usted y yo podemos cerrar este


asunto sin meterse en el camino de la otra.

Dos horas más tarde, por el bien de la conveniencia, las dos fuerzas de
investigación se reunieron en la oficina local de Roarke.

—La víctima es identificada como Reginald Weeks, treinta y ocho años.


Residencia actual Atlanta, Georgia, Tierra. Casado, sin niños. Jefe actual, Dou-
glas R. Skinner, Incorporado. Función seguridad personal. —Darcia terminó, e
inclinó su cabeza hacia Eve.

—El examen de la escena del crimen del cuerpo muestra un trauma ma-
sivo. —Eve siguió el relato—. La causa de la muerte, con mayor probabilidad, es
fractura de cráneo. La parte izquierda de la cabeza y el cuerpo fue gravemente
golpeada. La víctima era zurda, y este método de ataque indica un conocimiento
previo. La seguridad para el hueco de la escalera y el piso veinte fue manipulada
antes de y durante el acto. Un bate metálico ha sido tomado como prueba y se
presume es el arma homicida. También tomado como prueba un broche platea-
do en forma de estrella, identificado como parte del uniforme del equipo de se-
guridad del hotel. ¿Jefe Angelo?

26
Interlude in Death J. D. Robb

—Los antecedentes hasta ahora recuperados de Weeks no muestran ac-


tividad criminal. Él había mantenido su empleo actual por dos años. Anterior a
eso, fue empleado de Right Arm, una firma que maneja la seguridad personal y
consulta de seguridad para miembros del Partido Conservador. Antes de eso es-
tuvo con los militares, Patrulla de Frontera, durante seis años.

—Eso nos dice que él sabe seguir órdenes, —siguió Eve—. Él me enfren-
tó esta noche porque Skinner, o uno de los guardianes de Skinner, le indicaron
hacerlo así. Él me atacó por la misma razón. Estaba entrenado, y si fue lo bas-
tante bueno para durar seis años en la Patrulla de Frontera y conseguir un tra-
bajo en Right Arm, no es de la clase de tipo que entraría en el hueco de una es -
calera insonora con un desconocido, incluso bajo presión. Si hubiera sido ataca-
do en el pasillo, habría algún signo de ello. Si lo atraparon en el piso veinte, ¿qué
demonios hacía en el piso veinte? Su cuarto, la sala de reuniones de seguridad, y
la suite de Skinner están todos en el veintiséis.

—Podría haber estado encontrándose con una mujer. —Feeney estiró


sus piernas—. Convencionitis.

—Ese es un punto, —admitió Eve—. Todas las pruebas señalan que fue
un ataque planeado, pero una mujer podría haber sido utilizada como señuelo.
Necesitamos confirmar o eliminar eso. ¿Quieres comprobarlo, Feeney?

—El capitán Feeney puede asistir a mis oficiales en esa área de la inves-
tigación. —Darcia simplemente levantó sus cejas cuando Eve giró hacia ella—. Si
él está de acuerdo. Cómo espero que estará al continuar trabajando con el equi-
po de seguridad del hotel.

—Somos un grupo sumamente agradable, —dijo Eve con una amplia,


amplia sonrisa.

—Excelente. Entonces usted no tiene ningún problema en acompañar-


me al piso veintiséis a informar al jefe de la víctima de su muerte.

—Ninguno. Peabody. Mi ayudante va conmigo, —Eve indicó antes de


que Darcia pudiera hablar—. No es negociable. Peabody, —dijo Eve otra vez, ha-
ciéndole gestos cuando salió del cuarto y dejó a Darcia asignándole a sus oficia-
les tareas diferentes—. Quiero tu registrador encendido cuándo hablemos con
Skinner.

—Sí, señor.

—Si me demoro, te necesito para sonsacar una actualización del forense


local. Si no puedes conseguirlo, llama a Morris y has que él use lo del buen ami -
go, el mismo acercamiento de campo.

—Sí, señor.

—Quiero encontrar al uniformado del cual vino la estrella. Tenemos que


comprobar recicladores, el mozo de habitaciones, aparte de limpiar las fuentes.

27
Interlude in Death J. D. Robb

Sé amistosa con el equipo local. Quiero saber el minuto en que los investigado-
res y los informes de las unidades de escena del crimen lleguen. Apuesto que va
a haber rastros de sellador en aquel bate, y sangre de nadie más aparte de la víc-
tima en la escena. Una jodida emboscada, —se quejó, y dio vuelta cuando Darcia
salió.

Darcia no dijo nada hasta que llamó el elevador y hubo entrado.

—¿Tiene una historia con Douglas Skinner, Teniente?

—No. No antes de esta noche.

—Mi información es que él específicamente la llamó a su mesa para ha-


blar con usted en privado. Usted, por lo visto, tuvo palabras de desacuerdo, y
cuando la víctima intentó impedirle dejar la mesa, usted lo golpeó. ¿Sería eso
exacto?

—Exacto.

—¿Cuáles fueron esas palabras de desacuerdo entre usted y Douglas


Skinner?

—¿Soy sospechosa en este caso o un asesor?

—Es un asesor, y como tal apreciaría todos y cada uno de los datos.

—Lo pensaré. —Eve salió en el veintiséis.

—Si no tiene nada que esconder.

—Soy policía, —Eve le recordó—. Esa frase no funciona conmigo. —Tocó


el timbre, y esperó. Ella miró la luz de seguridad parpadear a verde, mantuvo su
cara en blanco mientras ella y sus compañeros fueron examinados. Momentos
después Skinner abrió la puerta él mismo.

—Teniente. Es un poco tarde para hacer visitas.

—Nunca es demasiado tarde para visitas oficiales. Jefe Angelo, Douglas


Skinner.

—Perdone la intromisión, Comandante Skinner. —La voz de Darcia era


baja y respetuosa, su cara plácidamente seria—. Tenemos noticias desafortuna-
das. ¿Podemos entrar?

—Por supuesto. —Él retrocedió. Vestía una bata blanca larga proporcio-
nada por el hotel, y su cara se veía pálida contra ella. El área de estar grande es-
taba débilmente iluminada y fragante por los ramos de rosas. Pidió las luces al-
tas al diez por ciento, y señaló hacia el sofá.

—Por favor, señoras, siéntense. ¿Puedo servirles algo? ¿Café, quizás?

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Interlude in Death J. D. Robb

—No estamos aquí para charlar. ¿Dónde estaba usted entre las veintidós
y la medianoche?

—No me gusta su tono, Teniente.

—Por favor, perdónenos. —Darcia intervino suavemente—. Ha sido una


noche difícil. ¿Podría pedirle que verificara su paradero, como una formalidad?

—Mi esposa y yo subimos a nuestra suite un poco después de las diez.


Nos retiramos temprano, ya que tengo un día largo y ocupado programado para
mañana. ¿Qué ha sucedido?

—A Weeks le machacaron sus sesos, —dijo Eve.

—¿Weeks? ¿Reggie? —Skinner clavó los ojos en Eve. Aquellos duros ojos
azules se ensancharon, oscurecieron, y pareció ensombrecer su piel cuando el
choque cambió a la furia—. ¿Muerto? ¿El muchacho está muerto? ¡Tienen que
comprobar el paradero de Roarke! ¿O llegaría incluso a encubrir el asesinato
para protegerlo? Ella atacó Weeks sólo hace horas. —Señaló a Eve—. Un asalto
no provocado y cruel a uno mío porque le pregunté sobre su alianza con un cri-
minal. Usted es una deshonra para su insignia.

—Uno de nosotros lo es, —Eve concordó cuando Skinner se hundió en


una silla.

—Comandante. —Darcia interpuso—. Sé que esto es un choque para us-


ted. Quiero asegurarle que el Departamento de Policía de Olympus persigue ac-
tivamente todas las vías de investigación.

Durante un momento él no dijo nada, y el único sonido fue su rápida, y


trabajosa respiración.

—No la conozco, Jefe Angelo, pero sé quién le paga. No tengo confianza


en su investigación mientras sea financiada por Roarke. Ahora, excúseme. No
tengo nada más que decir en este momento. Tengo que ponerme en contacto
con la esposa de Reggie, e informarle ha quedado viuda.

29
Interlude in Death J. D. Robb

—Bien, eso fue bien. —Eve hizo rodar sus hombros cuando se dirigió de
regreso al elevador.

—Si a uno no le importa ser acusado de idiota o una policía sucia.

Eve perforó el botón del elevador.

—¿No oyó jamás sobre palos y piedras en Colombia?

—No me gusta eso. —Obviamente echando humo, Darcia entró a zanca-


das en el elevador—. Y no me gusta su Comandante Skinner.

—Oiga, él no es mío.

—Él implica que Roarke es el que mueve mis hilos. ¿Por qué asume eso,
y por qué cree que Roarke es responsable de la muerte de Weeks?

La mujer tranquila, respetuosa se había ido, y en su lugar estaba una po-


licía de ojos duros con acero en su voz. Eve comenzó a ver cómo Darcia Angelo
había subido por doce años en Colombia.

—Una razón es que Weeks me enfureció, y ya que apenas soy una hem-
bra procreadora, y nutridora, estaría a la altura de mi guerrero, mi defensor, mi
marido que tiene pene llevarlo a cabo.

—Oh. —Darcia chupó sus mejillas—. Esa es una actitud que reconozco.
En todo caso, salpicar los sesos de un hombre es demasiado desmedido para
una infracción tan menor. Un salto muy grande a la conclusión que el coman-
dante hizo. Hay más.

—Podría ser. No lo he deducido aún. Mientras tanto, Skinner se veía te-


rriblemente despierto para alguien que ya se había acostado. Y mientras las lu-
ces en el área de estar estaban bajas cuando entramos, estaban encendidas en el
dormitorio al fondo a la derecha. No cerró la puerta del todo cuando salió.

—Sí, noté eso.

—La suite está situada según el mismo plano básico del piso que la que
estoy yo. Segundo dormitorio al fondo a la izquierda. Había una luz encendida
allí, también. Su esposa tenía aquella puerta abierta una grieta. Escuchaba.

—No agarré eso, —reflexionó Darcia, luego miró hacia atrás cuando Pea-
body bufó.

—Ella lo perdió, también, —dijo Eve—. Odia eso. Y si Belle Skinner escu-
chaba a escondidas desde el segundo dormitorio, ¿no estaba arrimada con el co-
mandante en el principal, verdad? Nada de felicidad conyugal, lo que es intere-
sante. Y ninguna coartada.

30
Interlude in Death J. D. Robb

—¿Qué motivo tendría Skinner para matar a uno de sus propios guarda-
espaldas?

—Es algo en qué pensar. Quiero comprobar algunas cosas. —Ella detuvo
el elevador para que tanto Darcia como Peabody pudieran salir—. Volveré.

Estar dispuesta a coger el paso con Darcia Angelo no significaba que no


pudiera hacer algunos movimientos laterales propios. Si iba a meterse de lleno
en una investigación de asesinato fuera de su propio césped, sin su sistema ha-
bitual y cuando su insignia era poco más que un accesorio de moda, iba a hacer
uso de todas las herramientas disponibles.

Había una herramienta en particular que sabía ser muy versátil y flexi-
ble.

Ella estaba casada con él.

Encontró a Roarke, como había esperado, trabajando en la computado-


ra del dormitorio. Se había quitado su esmoquin, y enrollado sus mangas. Había
una cafetera a su lado.

—¿Qué has conseguido? —Ella recogió su taza, y se tomó de un trago la


mitad su café.

—Nada que me vincule a mí o algunos de mis tratos comerciales con


Skinner. Tengo algunos intereses en Atlanta, naturalmente.

—Naturalmente.

—Comunicaciones, electrónica, entretenimiento. Bienes inmuebles, por


supuesto. —Él recibió el tazón de ella, y ociosamente frotó su trasero con su
mano libre—. Y durante un encantador intervalo antes de mi asociación contigo,
una empresa de contrabando bastante provechosa. Infracciones federales…

—Infracciones, —ella repitió.

—Podría decirse. Nada que chocara contra autoridades estatales o loca-


les.

—Entonces pasaste algo por alto, porque es personal con él. No tiene
ningún sentido de otra forma. Tú no eres el tipo más malo.

—Ahora has lastimado mis sentimientos.

—¿Por qué está encaprichado contigo? —reclamó, ignorándolo—. Cin-


cuenta años policía, él lo habría visto todo. Y habría perdido más que suficiente.
Hay asesinos brutales allí afuera, pedófilos, depredadores sexuales, caníbales,
por el amor de Dios. ¿Entonces, por qué te tiene tanto resentimiento? Ha estado
retirado del servicio activo, cuanto, seis años, y…

—Siete.

31
Interlude in Death J. D. Robb

—Siete, entonces. Siete años. Y se acerca a mí con lo que podría ser con-
siderado un soborno o chantaje, según su punto de vista, para presionarme a
volverme en tu contra. Fue arrogante y mal intencionado.

Ella lo pensó detenidamente mientras se paseaba.

—No creo que él esperase que funcionara. Sospecho que esperaba que
yo le dijera que se jodiera. De ese modo podría hacernos rodar en una pelota
juntos y cazar dos por uno.

—No puede tocarte… o a mí, en realidad.

—Puede calentar las cosas implicándonos en un homicidio. Y echa los


cimientos. Me provoca en un evento público, luego obliga a uno de sus monos a
enfrentarme. Sigue un altercado. Un par de horas más tarde, el mono tiene sus
sesos salpicados por todas partes de la escalera de un hotel de Roarke Enterpri-
ses… ¡y qué hay! Lo cuál es una pista, Sherlock, y una muy buena, también. Un
broche de estrella de uno de los uniformes de Roarke Securities, flotando en la
sangre de la víctima.

—No especialmente sutil.

—Él no tiene tiempo para ser sutil. Tiene prisa, —continuó ella—. No sé
por qué, pero apresura las cosas. Empuja la prueba circunstancial bajo la gar-
ganta de las autoridades locales y ellos tienen que perseguir la posibilidad de
que el marido irritado y sospechoso rufián interplanetario ordenara a uno de sus
propios monos enseñar a Skinner una lección.

—¿Tocaste a mi esposa, y ahora tengo que matarte? —El encogimiento


de hombros de Roarke fue elegante y descuidado—. Sobre dramático, sobre
idealizado. En particular ya que le diste un puñetazo en la cara antes de que yo
pudiera acudir al rescate.

—En su pequeño mundo estrecho, los hombres son los cazadores, los
defensores. Funciona cuando lo miras desde su ventana. Es otro cálculo equivo-
cado sin embargo, porque no es tu estilo. Si tú quieres reventar a golpes a al-
guien, lo haces tú mismo.

Él le sonrió cariñosamente.

—Me gusta mucho más verte a ti hacerlo, querida.

Ella lo fulminó con la mirada.

—Pruebas estándares tuyas, o cualquier perfil patearía la teoría del par-


que. No fuiste formado para simplemente pagarle a alguien hasta matarlo, o lo-
grar torcer tu pene porque alguien se metió conmigo. Podríamos hacer que Mira
te hiciera un pruebas Nivel Uno sólo para dejarlo a un lado.

—No, gracias, querida. ¿Más café?

32
Interlude in Death J. D. Robb

Ella gruñó, caminó de arriba abajo un poco más mientras él se levanta-


ba para ir al mini AutoChef por una cafetera fresca y tazas.

—Es un cuadro descuidado. La cosa es, que Skinner cree que tú eres ca-
paz, y que si él lanza suficiente con el ILE siempre y cuando ellos se hagan cargo
te empujará en un proceso investigador que te arruinará… y a mí por asociación.

—Teniente, el ILE me ha investigado en el pasado. No me preocupan. Lo


que lo hace es que si esto va más lejos, tu reputación y carrera podrían sufrir
unos cuantos daños. No toleraré eso. Pienso que el comandante y yo deberíamos
tener una charla.

—¿Y qué piensas que él dirá? —ella demandó.

—¿Porqué lo frustre? —Con el tazón de café en la mano, se sentó sobre


el brazo de su silla—. He compilado datos personales y profesionales de Skinner.
Nada parece en particular relevante con este, pero no he estudiado sus historia-
les en profundidad. Aún.

Eve bajó el café que él acababa de servirle con un pequeño chasquido de


la loza en la madera.

—¿Historiales? ¿Pirateaste sus historiales? ¿Estás loco? Él recibe un so-


plo de eso, y estarás hasta arriba de cargos y en prisión antes de que tus elegan-
tes abogados puedan atar sus elegantes corbatas.

—Él no obtendrá el soplo.

—CompuGuard… —Ella se detuvo, y miró ceñuda la unidad del dormito-


rio. CompuGuard monitoreaba todas las transmisiones electrónicas y la progra-
mación dentro o fuera del planeta. Aunque era consciente que Roarke tenía un
equipo no registrado en casa, el sistema del hotel era un asunto diferente—. ¿Me
estás diciendo que esta unidad no está registrada?

—Por supuesto que no. —Su expresión era inocente cómo un niño del
coro—. Está debidamente registrada y cumple todas las exigencias legales. O lo
hacía hasta hace un par de horas.

—No puedes infiltrar CompuGuard en unas horas.

Roarke suspiró pesadamente, y sacudió su cabeza.

—Primero lastimas mis sentimientos, ahora me insultas. No sé por qué


aguanto este abuso.

Entonces él se movió rápido, agarrándola, arrastrándola contra él y


aplastando su boca con un beso tan fogoso que ella se preguntó si sus labios hu-
meaban.

—Oh, sí. —Él la liberó, y recogió su café otra vez—. Por eso.

33
Interlude in Death J. D. Robb

—Si se suponía que esto me distraería del hecho que has bloqueado ile-
galmente CompuGuard e irrumpido en datos oficiales, fue un maldito buen in-
tento. Pero el chasco fue tuyo. Iba a pedirte que desenterraras los datos.

—¿Eres realmente tú, Teniente? Nunca dejas de sorprenderme.

—Lo golpearon hasta que sus huesos fueron polvo. —Su tono fue lacóni-
co, plano. Toda policía—. Borraron la mitad de su cara. Y dejaron la otra mitad
limpia para así reconocerlo tan pronto como lo vieran. Al momento de ponerse
delante de mí esta noche, estuvo muerto. Yo fui la maldita arma homicida. —
Ella volvió la mirada atrás hacia la computadora—. Bien. Pongámonos a traba-
jar.

*****

Desenterraron casos de Skinner durante la última década del servicio


activo e hicieron referencias cruzadas con cualquier cosa relacionada a ellos du-
rante los siete años de su jubilación. Eso añadió el tiempo antes de que Roarke
hubiera venido a América de Irlanda, pero pareció un lugar lógico en el que co-
menzar.

Como el número de casos era enorme, lo dividieron. Eve trabajó en la


unidad del dormitorio, y Roarke se estableció en el segundo dormitorio.

A las tres, las sienes de Eve palpitaban, su estómago estaba en carne


viva por el consumo de cafeína. Y ella había desarrollado una nueva y reacia ad-
miración por el Comandante Skinner.

—Maldito buen policía, —reconoció ella. Cuidadoso, enfocado, y hasta


su retiro, aparentemente se había dedicado, en cuerpo y alma, al trabajo.

¿Cómo se había sentido al apartarse de todo eso? ella se preguntó. Ha-


bía sido su elección, después de todo. A los sesenta y cuatro, el retiro era una op-
ción, no una exigencia. Él fácilmente pudo haber seguido otros diez años en acti-
vo. Podría haber llegado a comisario.

34
Interlude in Death J. D. Robb

En cambio, había jubilado a los cincuenta y luego había usado eso como
un trampolín para una carrera al Congreso. Y había caído duramente en su cara.
Medio siglo de servicio público no había sido suficiente para contrarrestar los
puntos de vista tan estrechos que incluso los más detractores del Partido Con-
servador se habían negado. Añadido a eso, su programa se había balanceado de-
sigualmente de un lado a otro.

Él era un inquebrantable partidario de la Prohibición de Armas, algo


que los Conservadores trataban de modificar en cada oportunidad. También de-
fendió reintegrar la pena de muerte, lo que enajenó a los Liberales de medio ca-
mino hasta la extrema izquierda.

Pretendió liquidar la prostitución legal y regulada y suprimir todos los


beneficios legales y fiscales para la co-habitación de parejas. Predicó sobre la
santidad del matrimonio, con tal de que fuese heterosexual, pero repudió el esti-
pendio del gobierno para madres profesionales.

La maternidad, según el evangelio Skinner declaró, era un deber dado


por Dios, y un pago en su propio derecho.

Sus opiniones contradictorias y complicada campaña habían 4caído en


llamas. Por mucho que él se hubiera recuperado financieramente vía conferen-
cias, libros, y consulta, Eve supuso que todavía llevaba las quemaduras de aquel
fracaso.

Sin embargo, no podía ver cómo se relacionaba Roarke con eso.

Frotándose la frente, se apartó y se levantó para disipar los nudos. Tal


vez reaccionaba exageradamente. ¿Quiso que fuera personal para Skinner por-
que él lo había hecho personal para ella? Tal vez Roarke no era más que un sím -
bolo para Skinner. Alguien que había resbalado y se había deslizado del sistema
al cuál Skinner mismo había dedicado su vida.

Comprobó su unidad de muñeca. Tal vez sí dormía algo, reaparecería


como nueva por la mañana. Haría malabares con los datos primero, sin embar-
go, de modo que cuando lo mirara otra vez estuviera en una nueva pauta. Cual-
quier cosa que a ella se le escapara -y su instinto todavía le decía que le faltaba
algo- podría salir a la superficie.

—Computadora, estimar cualquiera y todas las referencias a Roarke...


—Ella bostezó enormemente, y sacudió su cabeza para aclararla—. En cualquie-
ra y todos los archivos, personales y profesionales, bajo Comandante Skinner,
Douglas.

Trabajando...

—Liste las referencias por orden cronológico, primero a último, um...


déme antecedentes penales oficiales primero, seguido de archivos personales.

4
Fallar o terminar de repente y completamente. (N. de la T.)

35
Interlude in Death J. D. Robb

Entendido. Trabajando.... Ninguna referencia a Roarke de registros


policiales bajo Comandante Skinner, Douglas. Referencia bajo Capitán Skin-
ner, Douglas sólo.... estimando archivos personales...

—Sí, pues sigue diciendo eso, pero... —Eve giró alrededor, y clavó los
ojos en el monitor—. Computadora, detener. Liste cualquier y toda referencia
para Roarke bajo Skinner, Douglas, cualquier rango.

Trabajando... listada primera referencia en Capitán Skinner, Douglas,


historial C-439014, a Roarke, alias Patrick O'Hara, Sean, alias MacNeil, Tho-
mas, fecha estampada el doce de marzo, dos mil treinta y seis. Sujeto Roarke
sospechoso de correr armas ilegal, entrada ilegal en Estados Unidos, causa
hurto mayor y conspiración para asesinar policías. Se cree que el sujeto ha
huido al área de Atlanta, y posteriormente del país. Última residencia conoci-
da, Dublín, Irlanda. Historial de datos completos, investigadores disponibles.
¿Desea usted historial completo?

—Sí. En copia impresa.

Trabajando...

Eve se sentó otra vez, lentamente mientras la computadora tarareada.


2036, pensó. Veintitrés años atrás. ¿Roarke habría tenido qué, doce, trece?

No era Roarke la raíz de la obsesión de Skinner.

Era el padre de Roarke.

*****

En su propia unidad, Roarke traspasó las capas de los financieros de


Skinner. Entre los motivos más claros para el asesinato estaba avaricia, vengan-
za, celos, sexo, miedo a la deshonra y lucro. Por lo tanto seguiría el dinero pri-
mero.

36
Interlude in Death J. D. Robb

Había una posibilidad, había decidido, que Skinner hubiese invertido en


una de sus compañías… o de un competidor. Quizás había perdido una cantidad
de dinero sustancial. Los hombres habían odiado a los hombres por menos.

Y económicamente Skinner había sufrido una paliza durante su carrera


al Congreso. Le había dejado casi en la quiebra así como humillado.

—Roarke.

—Hmm. —Él levantó un dedo para aplazar a Eve cuando entró en el


cuarto—. Comunicaciones, —dijo él—. Tengo participaciones en medios de co-
municaciones de Atlanta, y ellos fueron muy poco amables con Skinner durante
su intento al Congreso. Eso habría pesado mucho contra sus posibilidades de
ganar. Media Network Link es totalmente mío, y ellos fueron completamente
crueles. Exactos, pero crueles. Añadido a eso, él ha invertido bastante pesada-
mente en Corday Electronics, establecida en Atlanta. Mi propia compañía ha
erosionado sus ganancias y base de clientes constantemente por los últimos cua-
tro años. En realidad debería liquidarlos con una absorción, —añadió
como una ocurrencia posterior.

—Roarke.

—¿Sí? —Él se movió distraídamente para tomar su mano mientras se-


guía enrollando datos.

—Va más allá que la política y opciones de compra. Hace veintitrés años
traficantes de armas ilegales establecieron una base en Atlanta, y Skinner dirigió
la unidad especial formada para capturarlos. Ellos tenían una comadreja en el
interior, e información sólida. Pero cuando entraron, era una trampa. Las coma-
drejas juegan en ambos bandos, y todos nosotros lo sabemos.

Respiró profundamente, esperando decírselo del modo que debería ser


dicho. El amor la envolvió como a menudo, tal vez más que a menudo, lo que
allanaba las cosas para ella.

—Trece policías fueron asesinados, —continuó ella—, seis más herido.


Ellos fueron superados, pero a pesar de eso, Skinner desarticuló la banda. La
banda perdió a veintidós hombres, sobre todo soldados. Y él puso en sacos a dos
de la línea superior esa noche. Eso condujo a dos arrestos más en los siguientes
doce meses. Pero él perdió uno. No pudo nunca atrapar a uno.

—Querida, pude haber sido precoz, pero a los doce todavía no corría ar-
mas, a menos que cuentes unas cuantas portátiles o resonadores caseros vendi-
dos en callejones. Y no me había arriesgado más allá de Dublín. Por lo que res-
pecta a actuar como una comadreja, eso es algo a lo que nunca me he rebajado.

—No. —Ella siguió contemplando su cara—. No tú.

Y observó sus ojos cambiar, oscurecerse y enfriarse cuando lo entendió.

37
Interlude in Death J. D. Robb

—Ya, claro, —dijo él, muy suavemente—. Hijo de puta.

Cuando era niño, Roarke había sido el receptor favorito de los puños y
las botas de su padre. Él frecuentemente los había visto venir, y los había evita-
do cuando era posible, vivió con ellos cuando no lo era.

Qué él supiera, era la primera vez que el viejo imbécil le había dado un
puñetazo desde la tumba.

38
Interlude in Death J. D. Robb

Aún así, se sentó bastante tranquilamente, leyendo la copia impresa de


los informes que Eve le había traído. Estaba muy lejos del muchacho flaco, y
maltratado que había corrido por los callejones de Dublín. Aunque a él no le
preocupaba mucho tener que acordarse de ello ahora.

—Esta traición ocurrió un par de meses antes de que mi padre termina-


ra en la cuneta con un cuchillo en su garganta. Por lo visto alguien le ganó a
Skinner. Él tiene aquel preciso asesinato no resuelto anotado en su archivo aquí.
Quizás él lo arregló.

—No lo creo. —Ella no estaba completamente segura como acercarse a


Roarke en el tema de su padre y su niñez. Él tendía a alejarse de su pasado,
mientras que ella… bien, ella tendía a chocar en la muralla de su pasado no im-
portaba cuán a menudo, qué tan deliberadamente, ella cambiaba de direcciones.

—¿Por qué dices eso? Mira, Eve, no es lo mismo para mí que para ti. No
necesitas ser precavida. Él no me perturba. Dime por qué si mi padre resbaló
por los dedos de Skinner en Atlanta, Skinner no haría los preparativos para cor-
tarle la garganta en Dublín.

—Primero, él era policía, no un asesino. No hay registro en el archivo de


que él haya localizado a su sujeto en Dublín. Hay correspondencia con la Inter-
pol, y con autoridades irlandesas locales. Él estaba trabajando en los trámites de
extradición por lo su objetivo sería descubrirlo en suelo irlandés, y posiblemente
habría logrado el papeleo y la autorización. Eso es lo que él habría querido, —
ella siguió, y se levantó para recorrer el cuarto—. Querría al bastardo de regreso
en su propio césped, de regreso donde ocurrió y sus hombres fueron asesinados.
Querría un cara a cara. No lo consiguió.

Ella se volvió atrás.

—Si él lo hubiera logrado, podría haber cerrado el libro, seguir adelante.


Y no se vería forzado a ir tras de ti. Tú eres lo que quedó del único fracaso perso-
nal y profesional más grande de su vida. Él perdió a sus hombres, y la persona
responsable de su pérdida huyó de él.

—Muerto no sería suficiente, sin arresto, proceso, y condena.

—No, no lo sería. Y aquí estás tú, rico, exitoso, famoso -y casado, por el
amor de Dios- con una policía. No necesito que Mira me haga un perfil en éste.
Skinner cree que los perpetradores de ciertos crímenes, incluyendo cualquier
crimen que da como resultado la muerte de un oficial de policía, debería pagarse
con su vida. Después del debido proceso. Tu padre se los saltó en ese. Tú estás
aquí, tú pagas.

—Entonces está condenado a la desilusión. Por varios motivos. Uno, soy


mucho más listo de lo que mi fue padre. —Se levantó, fue hacia ella, y pasó un
dedo sobre el hoyuelo en su barbilla—. Y mi policía es mejor de lo que Skinner
alguna vez esperó ser.

39
Interlude in Death J. D. Robb

—Tengo que detenerlo. Tengo que joder más de cincuenta años de de-
ber, y detenerlo.

—Lo sé. —Y sufriría por eso, pensó Roarke, cómo Skinner nunca lo ha-
ría. Cómo Skinner nunca podría entender—. Necesitamos dormir, —dijo y pre-
sionó sus labios a su frente.

*****

Ella soñó con Dallas, y el cuarto frío, y asqueroso en Texas donde su pa-
dre la había mantenido. Soñó con frío, hambre y miedo indecible. La luz roja del
club sexual cruzando la calle destellaba en el cuarto, sobre su cara. Y sobre su
cara cuando él la golpeó.

Soñó con el dolor cuando soñó con su padre. El desgarro de su carne jo-
ven cuando él la forzaba. El crujido del hueso, su propio grito agudo, cuando él
fracturó su brazo.

Soñó con la sangre.

Cómo Roarke, su padre había muerto por un cuchillo. Pero el que lo ha-
bía matado había estado agarrado en su propia mano de ocho años.

En la cama grande, y suave en la lujosa suite, ella lloró como una niña. A
su lado, Roarke la acercó y la abrazó hasta que la pesadilla acabó.

*****

40
Interlude in Death J. D. Robb

Ella se levantó y se vistió a las seis. La elegante chaqueta que había ter-
minado en su maleta se adecuada bien sobre su arnés y su arma. El peso de ellas
la hizo sentir más en casa.

Usó el comunicador del dormitorio para ponerse en contacto con Pea-


body. Al menos ella asumió que el bulto bajo el montón de tapas era Peabody.

—¿Quuu?

—Despierta, —ordenó Eve—. Quiero tu informe en quince minutos.

—¿Quién?

—Jesús, Peabody. Levántate, y vístete. Y ven.

—¿Por qué no pido algo para desayunar? —sugirió Roarke cuando ella
cortó la transmisión.

—Muy bien, hazlo para una multitud. Voy a difundir un poco de alegría
y despertar a todo el mundo. —Ella vaciló—. Confío en mi gente, Roarke, y sé
cuánto puedo decirles. No conozco a Angelo.

Él continuó leyendo las acciones matutinas en pantalla.

—Ella trabaja para mí.

—En todo caso, de una u otra forma, lo hace cada tercera persona en el
universo conocido. Eso no me dice nada.

—¿Cuál fue tu impresión de ella?

—Aguda, inteligente, sólida. Y ambiciosa.

—Igual la mía, —dijo él fácilmente—. O no sería jefe de policía en Olym-


pus. Dile lo que necesite saber. La historia desafortunada de mi padre no me
preocupa.

—¿Hablarás con Mira? —Ella mantuvo su mirada fija nivelada cuándo él


se levantó, y giró hacia ella—. Quiero llamarla, quiero una consulta. ¿Hablarás
con ella?

—No necesito un terapeuta, Eve. No soy el de las pesadillas. —Él blasfe-


mó suavemente, y se pasó una mano por su pelo cuando su cara quedó en blan-

41
Interlude in Death J. D. Robb

co e inmóvil—. Lo siento. Maldita sea. Pero mi punto es que cada uno de noso-
tros maneja las cosas de forma diferente.

—Y tú puedes empujar y dar un codazo y encontrar modos de restarle


importancia por mí. Pero yo no puedo hacer eso por ti.

El humor en su voz alivió gran parte de su culpa sobre la mención de su


pesadilla.

—Apagar pantalla, —ordenó y cruzó hacia ella. Tomó su cara en sus ma-
nos—. Déjame decirte lo que una vez dije a Mira… no en consulta, ni en una se-
sión. Tú me salvaste, Eve. —Él la miró parpadear en absoluto choque—. Lo que
eres, lo que siento por ti, lo que somos juntos me salvó. —Mantuvo sus ojos en
los suyos cuando la besó—. Llama a tu gente. Me pondré en contacto con Darcia.

Él estaba casi fuera del cuarto antes de que ella encontrara su voz.

—¿Roarke? —Ella nunca parecía encontrar las palabras como él, pero
éstas vinieron fáciles—. Nos salvamos el uno al otro.

*****

No había forma de que pudiera hacer que el salón enorme, y elegante


pareciera una de las salas de conferencias de la Central de Policía. Sobre todo
cuando su equipo se atiborraba de pasteles de crema, fresas del tamaño de pelo-
tas de golf, y el total de un par de cerdos de tocino verdadero.

Eso sólo sirvió para recordarle cuánto odiaba estar fuera de su propio
césped.

—Peabody, actualización.

Peabody tuvo que sacudirse la imagen del ángel bueno en su hombro,


sentado con sus manos correctamente dobladas, y el ángel malo, que metía otro
bollo de crema en su glotona boca.

42
Interlude in Death J. D. Robb

—Ah, señor. La autopsia fue terminada anoche. Dejaron a Morris asistir.


Causa de muerte trauma múltiple, más específicamente fractura de cráneo. Una
buena cantidad de las lesiones fueron postmórtem. Él está registrado en un pa-
nel esta mañana, y tiene alguna clase de seminario de doctores de muertos más
tarde hoy, pero Morris se hará con copias de los informes para usted. Lo inicial
es que el examen de toxicología estaba limpio.

—¿Los investigadores? —Eve exigió.

—Los informes de los investigadores no estaban completos a las ah, seis.


Sin embargo, lo que desenterré confirmó sus creencia. Hay vestigios de sellador
en el bate, ni sangre o fluido corporal salvo de la víctima se ha encontrado en la
escena. Ningún uniformado que haya perdido una estrella de charretera ha sido
encontrado hasta ahora. El equipo de Angelo está haciendo la carrera en recicla-
dores, mozos de habitaciones, aparte de exonerar a los asistentes. Mi informa-
ción es que los uniformes son cifrados con el número de identidad del individuo.
Cuando encontremos el uniforme, podremos rastrear al dueño.

—Quiero aquel uniforme, —Eve declaró, y cuando ella giró hacia Feeney,
el ángel malo ganó. Peabody tomó otra pastel.

—Tuvo que ser un trabajo interior en las cámaras de seguridad, —dijo él


—. Nadie tiene acceso a Control sin escáner de retina y de palma y autorización
de código. Desviarlas fue complicado, y fue hecho hábilmente. Doce personas
estuvieron en el sector de control durante el primer turno anoche. Los dirijo.

—Bien. Buscamos cualquier conexión a Skinner, cualquier reprimenda


relacionada con el trabajo, cualquier incremento financiero repentino. Mira dos
veces si cualquiera de ellos estuvo en el trabajo antes de entrar a la seguridad
privada. —Ella tomó un disco de la mesa, y lo pasó a Feeney—. Dirígelos con los
nombres de aquí.

—No hay problema, pero trabajo mejor cuando sé por qué estoy traba-
jando.

—Esos son nombres de policías que cayeron en la línea del deber en


Atlanta veintitrés años atrás. Fue la operación de Skinner. —Ella respiró hondo
—. El padre de Roarke fue su comadreja, y lo traicionó.

Cuando Feeney sólo cabeceó, Eve suspiró.

—Uno de los nombres que hay ahí es Thomas Weeks, padre de Reginald
Weeks, nuestra víctima. Mi suposición es que si Skinner tuvo a uno de los niños
de su oficial asesinado en su nómina, tiene otros.

—Deduzco que si uno fue utilizado para montar una trampa a Roarke,
habría otro, —agregó Feeney.

Ella comprobó su unidad de muñeca cuando el timbre de la puerta sonó.

43
Interlude in Death J. D. Robb

—Esa será Angelo. Te quiero dirigiendo esos nombres, Feeney, así es


que no se los daré a ella. Aún. Pero voy a decirle a ella, y a ti, el resto de eso.

*****

Mientras Eve abría la puerta a Darcia, Skinner abría la suya a Roarke.

—Un momento de su tiempo, Comandante.

—Tengo poco de sobra.

—Entonces no lo desperdiciemos. —Roarke entró, y levantó una ceja ha-


cia Hayes. El hombre estaba parado justo detrás y a la derecha de Skinner, y te -
nía su mano dentro de su chaqueta del traje—. Si usted pensó que yo era una
amenaza, debería haber hecho que su hombre abriera la puerta.

—Usted no es amenaza para mí.

—¿Entonces por qué no tenemos ese momento en privado?

—Cualquier cosa que me diga puede ser dicho delante de mi secretario


particular.

—Muy bien. Habría sido más adecuado, y ciertamente más eficiente, si


usted hubiera venido detrás de mí directamente en vez de utilizar a la Teniente
Dallas y sacrificar a uno de sus propios hombres.

—Así que confiesa que lo mandó a matar.

—No ordeno matar. Estamos solos, Skinner, y no tengo dudas que ha


hecho asegurar estos cuartos contra dispositivos de grabación y cámaras de vigi-
lancia. Usted quiere enfrentarme, entonces hágalo. Pero tenga las pelotas para
dejar a mi familia fuera de esto.

Los labios de Skinner se apartaron sobre sus dientes.

44
Interlude in Death J. D. Robb

—Su padre fue un jodido cobarde y un borracho patético.

—Debidamente anotado. —Roarke caminó hacia una silla, y se sentó—.


Ahí, comprende. Ya tenemos un punto en común sobre ese asunto en particular.
Primero déjeme aclarar que por “familia”, quise decir mi esposa. Segundo, debo
decirle que usted es demasiado amable en cuanto a Patrick Roarke. Él era un
matón cruel, mezquino y un criminal insignificante con delirios de grandeza. Lo
odié con cada aliento que tomé. Así que ya ve, me ofende, total e intensamente
me ofende, tener que pagar por sus numerosos pecados. Tengo muchos propios,
así que si usted quiere intentar poner mi cabeza en una bandeja, sólo escoja
uno. Trabajaremos desde allí.

—¿Piensa qué porque lleva un traje de diez mil dólares no puedo oler la
cuneta en usted? —El color comenzó a inundar la cara de Skinner, pero cuando
Hayes dio un paso adelante, Skinner le hizo señas que se mantuviera atrás con
un brusco movimiento de mano—. Usted es igual que él. Peor, porque él no pre-
tendió ser algo más del pedazo inútil de basura que era. La sangre cuenta.

—Puede alguna vez.

—Usted ha hecho un chiste de la ley, y ahora se esconde detrás de una


mujer y una insignia que ella ha avergonzado.

Lentamente ahora, Roarke se puso de pie.

—Usted no sabe nada de ella. Ella es un milagro que no puedo, y no


quiero, explicarle cómo es a usted. Pero le puedo prometer, que no me escondo
detrás de nada. Usted está parado ahí, con sangre fresca en sus manos, detrás de
su escudo de rectitud ciega y sus memorias de glorias pasadas. Su error, Skin-
ner, estuvo en confiar que un hombre cómo mi padre mantendría un trato. Y el
mío, parece, al pensar que usted trataría conmigo. Así que aquí está una adver-
tencia para usted.

Él terminó mientras Hayes cambiaba de posición. Rápido como una ser-


piente cascabel, Roarke sacó un láser de mano de su bolsillo.

—Saque su maldita mano de su abrigo mientras todavía tiene una.

—Usted no tiene ningún derecho, ninguna autoridad para llevar y ame-


nazar con un arma.

Roarke contempló la cara furiosa de Skinner, luego sonrió.

—¿Qué arma? Boca abajo, Hayes, manos detrás de su cabeza. ¡Hágalo!


—ordenó cuando Hayes lanzó una mirada a Skinner—. Incluso en punto bajo es-
tas cosas dan una pequeña sacudida desagradable, —bajó la vista al nivel de la
entrepierna—. Especialmente cuando golpean ciertas áreas sensibles del cuerpo.

Aunque su respiración fue trabajosa ahora, Skinner gesticuló hacia Ha-


yes.

45
Interlude in Death J. D. Robb

—Se lo advierto. Apártese de mi esposa. Dé un paso atrás oportuna y


limpiamente, o encontrará que probarme no es de su agrado.

—¿Hará qué me golpeen hasta morir en un hueco de la escalera?

—Es un hombre cargante, Skinner, —dijo Roarke con un suspiro cuando


se encaminó a la puerta—. Terriblemente aburrido. Yo diría a sus hombres que
tengan cuidado en cómo se pavonean y manosean sus armas. Éste es mi lugar.

*****

A pesar de su tamaño, Eve encontró el área de estar de la suite tan sofo-


cante como una caja cerrada. Si ella estuviera en un caso como éste en Nueva
York, estaría en las calles, maldiciendo el tráfico mientras luchaba por abrirse
paso al laboratorio para acosar a los técnicos, dejando su mente barajar posibili-
dades mientras batallaba con Taxis Rápidos camino al depósito de cadáveres o
de regreso a Central.

Los investigadores temblarían cuando llamara exigiendo un informe fi-


nal. Y los culos que patearía en su camino por la investigación serían familiares.

Esta vez Darcia Angelo logró tener toda la diversión.

—Peabody, baja y graba el discurso de Skinner, ya que juega a que la


función debe seguir y darla a la hora prevista.

—Sí, señor.

El tono malhumorado hizo a Eve preguntar,

—¿Qué?

—Sé por qué te inclinas por él en éste, Dallas. Puedo ver los ángulos,
pero sencillamente no puedo ajustar el patrón para ellos. Él es una leyenda. Al-
gunos policías se equivocan porque la presión los quebranta, o debido a las ten-

46
Interlude in Death J. D. Robb

taciones o simplemente porque torcieron el rumbo en primer lugar. Él nunca se


equivocó. Es un salto demasiado grande verlo echar a un lado todo que ha de-
fendido y matar a uno de los suyos para tenderle una celada a Roarke por algo
que sucedió cuando él era niño.

—Propone una teoría diferente, y escucharé. Si no puedes hacer el tra-


bajo, Peabody, dímelo ahora. Estás en tu propio tiempo aquí.

—Puedo hacer el trabajo. —Su voz era tan tiesa como sus hombros cuan-
do se encaminó a la puerta—. No he estado en mi propio tiempo desde que te co-
nocí.

Eve apretó sus dientes cuándo la puerta se cerró de golpe, y ya formula-


ba la reprimenda cuando marchó a través del cuarto. Mira la detuvo con una pa-
labra.

—Eve. Déjala ir. Tienes que considerar su posición. Es difícil estar atra-
pado entre dos de sus héroes.

—Oh, por el amor de Dios.

—Siéntate, antes de que hagas un surco en este suelo precioso. Tú tam-


bién estás en una posición difícil. El hombre que amas, el trabajo que te define,
y otro hombre que crees ha cruzado una línea indeleble.

—Necesito que me digas si él pudo haber cruzado esa línea. Sé lo que mi


instinto me dice, lo que el patrón de pruebas indica. No es bastante. Tengo datos
sobre él. Muchos son de dominio público, pero no todos. —Ella esperó un se-
gundo mientras Mira simplemente siguió estudiándola, tan calmada como un
lago—. No voy a decirte cómo accedí a ellos.

—No voy a preguntarte. Ya sé bastante acerca de Skinner Douglas. Es un


hombre dedicado a la justicia… su propia visión de ella, uno que ha dedicado su
vida a lo que la insignia representa, uno que ha arriesgado su vida para servir y
proteger. Muy parecido a ti.

—Eso no se parece mucho a un cumplido en este momento.

—Hay un momento decisivo en uno, uno muy elemental. Él se ha im-


puesto, siempre se ha impuesto, propagar su visión de la justicia como algunos
se ven obligados a propagar su visión de la fe. Tú, Eve, en tu corazón, represen-
tas a la víctima. Él representa su visión. Con el tiempo, esa visión se ha estrecha-
do. Algunos pueden convertirse en víctimas de su imagen hasta que se convier-
ten en la imagen.

—Él ha perdido al policía dentro del bombo.

—Limpiamente dicho. La visión de Peabody de él es mantenida por un


gran número de personas, muchísimos en la aplicación de la ley. No es tal salto,
psicológicamente hablando, para mí verlo llegar a estar tan obsesionado por un

47
Interlude in Death J. D. Robb

error -y el error fue suyo- que costó las vidas de hombres bajo su mando por lo
que ese fracaso llegó a ser el 5mono hambriento en su espalda.

—El hombre que está muerto no era escoria callejera. Él era un emplea-
do joven, uno con un registro limpio, con esposa. El hijo de uno de los muertos
de Skinner. Ese es el salto con el que tengo problema, Dr. Mira. ¿El mono estaba
tan hambriento que Skinner podría ordenar la muerte de un hombre inocente
sólo para alimentarlo?

—Si él pudiera justificarlo en su mente, sí. Fines y medios. ¿Cuán preo-


cupada estás por Roarke?

—No quiere que me preocupe por él, —contestó Eve.

—Imagino que él está mucho más cómodo ya que puede preocuparse


por ti. Su padre era abusivo con él.

—Sí. Él me ha contado parte. El viejo lo golpeó mucho, borracho o so-


brio. —Eve se pasó una mano por su pelo, y caminó hacia la ventana. Había ape-
nas una indicio de tráfico en el cielo.

¿Cómo, ella se preguntó, aguantaba la gente la tranquilidad, el silencio?

—Él hizo a Roarke estafar, robar carteras, y luego lo golpeaba si no lle-


vaba lo suficientemente a casa. Deduzco que su padre no era muy bueno en los
negocios turbios porque vivían en un tugurio.

—¿Su madre?

—No sé. Él dice que no sabe nada. No parece importarle. —Ella se volvió
atrás, y se sentó frente a Mira—. ¿Puede ser? ¿Realmente puede no importarle lo
qué su padre le hizo, o que su madre lo abandonó a eso?

—Él sabe que su padre lo inició en el camino de, digamos rodear la ley.
Qué tiene una predisposición para la violencia. Aprendió a canalizarla, como tú.
Él tenía un objetivo, -salir, tener los medios y el poder. Él logró eso. Luego te en-
contró. Él sabe de dónde vino, me imagino que forma parte de su orgullo haber-
se convertido en la clase de hombre que una mujer como tú amaría. Y, conocien-
do su... perfil, —dijo Mira con una sonrisa—. Imagino que está determinado a
protegerte a ti y a tu carrera en este asunto, cada trozo tanto como tú estás de-
terminada a protegerlo a él y su reputación.

—No veo cómo... —La comprensión la golpeó, y Eve justo se ponía de


pie cuando Roarke cruzó la puerta.

—Maldita sea. Maldita sea, Roarke. Fuiste tras Skinner.

5
Un problema grave que no puede olvidarse. (N. de la T.)

48
Interlude in Death J. D. Robb

—Buenos días, Dra. Mira. —Roarke cerró la puerta detrás de él, luego se
acercó para tomar la mano de Mira. El movimiento fue tan suave como su voz, y
su voz suave como la crema—. ¿Puedo ofrecerte un poco más de té?

—No. —Sus labios se movieron nerviosamente mientras luchaba por


controlar una sonrisita—. Gracias, pero en realidad tengo que irme. Conduzco
un seminario inmediatamente después de la sesión de apertura.

—No creas que la puedes usar como escudo. Te dije que te alejaras de
Skinner.

—Es la segunda vez que alguien me ha acusado de ocultarme detrás de


una mujer hoy. —Aunque su voz permaneció suave, Eve sabía que el borde esta-
ba allí—. Se vuelve molesto.

—¿Quieres molestia? —Eve comenzó.

49
Interlude in Death J. D. Robb

—Tendrás que perdonarla, —dijo Roarke a Mira cuando la acompañó a


la puerta—. Eve tiende a sobreexcitarse cuando desobedezco.

—Está preocupada por ti, —dijo Mira en voz baja.

—Bien, tendrá que superarlo. Qué tengas una buena sesión. —Él empujó
a Mira fuera de la puerta, y la cerró. Cerró con llave. Giró. El borde era visible
ahora—. No necesito un jodido escudo.

—Era una forma retórica, y no cambies de tema. Fuiste tras Skinner des-
pués que te dije que te apartaras de él.

—No recibo órdenes tuyas, Eve. No soy un perro faldero.

—Eres un civil, —ella devolvió el disparo.

—Y tú eres un asesor en el caso de otra persona, y tu autoridad aquí, en


mi jodido mundo, es una cortesía.

Ella abrió su boca, la cerró. Bufó. Luego se dio la vuelta, atravesó a zan -
cadas las puertas de la terraza, y pateó la baranda varias veces.

—¿Te sientes mejor ahora?

—Sin duda. Porque imaginé que era tu cabeza estúpida, y dura como
una roca. —Ella no miró hacia atrás, pero apretó sus manos en el pasamanos y
miró lo que era en efecto uno de los mundos de Roarke.

Era fastuoso y exuberante. Las perfectas lanzas de otros hoteles, las ex-
tensiones tentadoras de casinos, teatros, el brillo de los restaurantes todo per-
fectamente situado. Había fuentes, cintas plateadas de deslizadores de perso-
nas, y una exuberante extensión de parques donde los árboles y las flores cre -
cían en suntuosa profusión.

Oyó el chasquido de su encendedor, atrapó el aroma de su tabaco obsce-


namente caro. Él raras veces fumaba estos días, pensó.

—Si me hubieras dicho que era importante para ti tener un cara a cara
con Skinner, habría ido contigo.

—Soy consciente de eso.

—Ah, Cristo. Hombres. Mira, no tienes que esconderte detrás de mí ni


de nadie. Eres un macho, un pendenciero hijo de puta con un pene realmente
grande y pelotas de acero de titanio. ¿Está bien?

Él ladeó su cabeza.

—Un minuto. Me estoy imaginando lanzarte del balcón. Sí. —Él cabeceó,
y dio una larga calada al cigarrillo—. Eso es mucho mejor.

50
Interlude in Death J. D. Robb

—Si Skinner dio un par de taponazos a tu ego, es porque él supo que era
un buen blanco. Eso es lo que hacen los policías. ¿Por qué no me dices qué pa-
só?

—Él dejó claro, mientras Hayes estuvo parado allí con una mano dentro
de su abrigo y en su arma, que mi padre era basura y por asociación yo también.
Y que había pasado mucho tiempo sin recibir mi merecido, por decirlo así.

—¿Dijo él cualquier cosa que lo llevara a ordenar matar a Weeks?

—Al contrario, dos veces me señaló con el dedo. Lleno de furia apenas
refrenada y bullendo de emoción. Uno casi podría creer que él lo sentía. No creo
que esté bien, —Roarke siguió y aplastó su cigarrillo—. El carácter puso un color
muy poco sano en su cara, y forzó su respiración. Tendré que visitar sus archivos
médicos.

—Quiero visitar a su esposa. Angelo estuvo de acuerdo, después de algu-


nas quejas menores, en establecer un encuentro, así nosotras jugamos un doble
equipo esta tarde. Mientras tanto, Peabody está con Skinner, entre nosotros se-
guiremos la pista al uniforme, y Feeney está corriendo nombres. Alguien de tu
personal de seguridad trabajó ese desvío. Averiguamos quién, los conectamos de
regreso a Skinner y los metemos en entrevista, cambiamos el aspecto de éste.
Tal vez encerrarlo antes de que ILE entre.

Ella echó un vistazo atrás hacia la suite cuando el comunicador emitió


una señal sonora.

—¿Estamos bien ahora?

—Parece.

—Bueno. Tal vez es Angelo con el plan para Belle Skinner. —Ella pasó
por delante de Roarke al comunicador. En vez de la cara exótica de Darcia, Fee-
ney apareció en la pantalla.

—Podría tener algo para ti. Zita Vinter, seguridad de hotel. Ella estuvo
en Control entre las veintiuna treinta y veintitrés anoche. La crucé con tu lista.
Saltó con Vinter, Detective Carl, policía de Atlanta bajo el mando de Skinner.
Cayó en la línea del deber durante una redada arruinada. La esposa de Vinter
estaba embarazada de su segundo niño… un hijo, Marshall, nacido dos meses
después de su muerte. El niño mayor tenía cinco años. Hija, Zita.

—Blanco. ¿En qué sector está ella ahora?

—No entró hoy. No llamó tampoco, según su supervisor. Tengo su direc-


ción particular. ¿Quieres que vaya contigo?

Ella comenzó a acceder, luego volvió la mirada atrás hacia Roarke.

51
Interlude in Death J. D. Robb

—No, yo lo hago. Descubre lo qué más puedas encontrar sobre ella,


¿bien? Tal vez puedas llamar a Peabody cuando esa mierda de inauguración aca-
be. Ella es hábil en cavar datos de antecedentes. Te debo una, Feeney. Dame la
dirección.

Después de terminar la transmisión, Eve enganchó sus pulgares en sus


bolsillos delanteros y miró a Roarke.

—¿No sabrías dónde el 22 de Athena Boulevard podría estar, verdad?

—Quizás pueda encontrarlo, sí.

—Apuesto que sí. —Ella recogió su palm enlace del escritorio, y lo metió
en su bolsillo—. No viajo en una limusina para ir a entrevistar a un sospechoso.
Es poco profesional. Ya es bastante malo llevar a un civil vistiendo un traje ele-
gante conmigo.

—Entonces tendré que encontrar algún transporte alterno.

—Mientras estás en ello, desentierra tu archivo de Zita Vinter, sector de


seguridad.

Él sacó su palm PC cuando salieron.

—Siempre es un placer trabajar contigo, Teniente.

—Sí, sí. —Ella entró en el elevador privado mientras él ordenaba que


algo llamado GF2000 fuera llevado a una plaza del garaje—. Técnicamente, yo
debería ponerme en contacto con Angelo y actualizarla.

—No hay ningún motivo por que no puedas hacerlo. Una vez que este-
mos en camino.

—Ningún motivo. Ahorra tiempo de esa manera.

—Esa es tu historia, querida, y nos atendremos a ella. Vinter, Zita, —él


comenzó cuando ella lo miró ceñuda—. Veintiocho. Dos años con Atlanta PSD,
luego en seguridad privada. Ella trabajó para una de mis organizaciones en
Atlanta. Registro de trabajo limpio. Promovida a Nivel Uno hace más de dos
años. Solicitó el puesto aquí hace seis meses. Es soltera, vive sola. Registra a su
madre como su familiar más cercano. Su carpeta de empleo limpia.

—¿Cuándo contrajiste el contrato de la convención?

—Poco más de seis meses, —dijo cuando empezaron a marchar por el


garaje—. Uno de los incentivos fue tener varias de las instalaciones completas.

—¿Cuánto quieres apostar a que Skinner se ha mantenido en estrecho


contacto con la hija de su detective muerto a través de los años? Angelo se las
arregla por una autorización para los archivos de conexión de Vinter, y vamos a
encontrar transmisiones hacia y desde Atlanta. Y no sólo a su madre.

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Interlude in Death J. D. Robb

Cuándo él se detuvo, y guardó en su sitio su ordenador personal, ella


miró fijamente.

—¿Qué demonios es eso?

Roarke pasó una mano sobre el tubo de cromo liso de la moto a reacción
negra.

—Transporte alterno.

Parecía rápida y parecía sublime, una poderosa bala plateada en dos


ruedas plateadas. Ella siguió mirando fijamente cuando Roarke le ofreció un
casco protector.

—La seguridad primero.

—Contrólate. Con todos tus juguetes malditamente bien sé que tienes


algo por aquí con cuatro ruedas y puertas.

—Esto es más divertido. —Él se puso el casco en su cabeza—. Y me veo


obligado a recordarte que parte de este pequeño interludio se suponía serían
unas cortas vacaciones para nosotros.

Él tomó un segundo casco, y se lo puso. Luego pulcramente se abrochó


el suyo.

—De esta forma puedes ser mi cachonda motera. —Cuando ella mostró
sus dientes, él sólo se rió y balanceó una pierna con agilidad sobre el tubo—. Y lo
digo del modo más elogioso posible.

—¿Por qué no piloteo, y tú puedes ser mi cachondo motero?

—Tal vez más tarde.

Jurando, ella se deslizó en la moto detrás de él. Él la miró hacia atrás


mientras ella ajustaba su asiento, y ahuecaba sus manos cómodamente en sus
caderas.

—Agárrate, —él le dijo.

Salió disparado como un cohete del garaje, y sus brazos se aferraron


como cadenas alrededor de su cintura.

—¡Estás loco! —ella gritó cuando él arremetió en el tráfico. Su corazón


se le subió a la garganta y se quedó allí mientras él viró bruscamente, se coló, y
pasó como un rayo.

No era que tuviera algo en contra de la velocidad. Le gustaba ir rápido,


cuando ella manejaba los controles. Hubo un borrón de color cuando se ladea-
ron alrededor de una isla de flores campestres exóticas. Un caudal de movimien-
to cuando adelantaron a un deslizador de personas cargado de veraneantes. Te-

53
Interlude in Death J. D. Robb

rriblemente determinada a afrontar su muerte sin parpadear, ella contempló el


obstáculo del tráfico vehicular justo delante.

Sintió el aumento de los propulsores entre sus piernas.

—No hagas…

Ella sólo pudo gemir y tratar de no atragantarse con su propia lengua


cuando él llevó la moto a reacción a una subida aguda. El viento aulló por sus oí-
dos cuando perforaron por el aire.

—Un atajo, —él le gritó, y había risa en su voz cuando bajó la moto al ca-
mino otra vez, suave como el glaseado de un pastel.

Él frenó delante de un edificio cegadoramente blanco, y apagó todos los


motores.

—Bien, ya ves, no llega a la altura del sexo, pero está definitivamente en


los primeros diez en el gran esquema global.

Él se bajó, y sacó el casco.

—¿Sabes cuántas violaciones de tráfico acumulaste en los últimos cuatro


minutos?

—¿Quién cuenta? —Él le sacó su casco, luego se inclinó para morderle el


labio inferior.

—Dieciocho, —le informó, sacando su palm enlace para ponerse en con-


tacto con Darcia Angelo. Ella exploró el edificio mientras le dejaba un mensaje
al correo de voz de Darcia. Nuevo, casi brutalmente nuevo. Bien construido, por
lo que se veía, de buen gusto y probablemente caro.

—¿Cuánto pagas a tu gente de seguridad?

—¿Nivel Uno? —Cruzaron la amplia acera hacia la entrada delantera del


edificio—. Aproximadamente dos veces lo que un teniente de policía de Nueva
York gana anualmente, con un paquete completo de beneficios, por supuesto.

—Qué escándalo. —Ella esperó mientras fueron explorados en la puerta


y Roarke introdujo su maestro. La voz requerida de la computadora le dio la
bienvenida y le deseó un seguro y saludable día.

El vestíbulo estaba ordenado y tranquilo, realmente un vestíbulo amplio


con líneas rectas y ningún jaleo. En el panel de visitantes, Eve se identificó y so -
licitó a Zita Vinter.

Lo siento, Dallas, Teniente Eve, la Sra. Vinter no responde. ¿Le gusta-


ría dejarle un mensaje en este momento?

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Interlude in Death J. D. Robb

—No, no me gustaría dejarle un mensaje en este momento. Este es un


asunto policial. Líbreme al Apartamento Seis-B.

Lo siento, Dallas, Teniente Eve, sus credenciales no son reconocidas en


esta estación y no permiten que este sistema evada las regulaciones de privaci-
dad y de seguridad.

—Cómo me gustaría evadir tus circuitos y llenar tu placa madre tu…

¡Advertencia! Las amenazas verbales hacia este sistema pueden cau-


sar arresto, procesamiento, y multas monetarias de hasta cinco mil créditos.

Antes de que Eve pudiera escupir una respuesta, Roarke sujetó fuerte-
mente su hombro.

—Soy Roarke. —Él puso su mano en la placa de palma—. Identidad 151,


Nivel A. Le ordeno librarme a mí y a la Teniente Dallas a todas áreas de este re-
cinto.

Identificación verificada. Roarke y compañero, Dallas, Eve, son libra-


dos.

—Teniente, —Eve dijo entre dientes cuando Roarke la tiró hacia un ele-
vador.

—No lo tomes personalmente. Nivel seis, —solicitó él.

—La maldita máquina me trató como un civil. —El insulto de eso estaba
casi más allá de su comprensión—. Un civil.

—Irritante, ¿cierto? —Él se bajó en el sexto piso.

—¿Lo disfrutaste, verdad? Ese jodido “Roarke y compañero”.

—Lo hice, en efecto. Inmensamente. —Él gesticuló—. Seis-B. —Cuando


ella no dijo nada, tocó el timbre él mismo.

—Ella no contestó antes, no va a contestar ahora.

—No. —Él metió sus manos ligeramente en sus bolsillos—. Técnicamen-


te... Supongo que tienes que pedirle al Jefe Angelo que solicite una autorización
para el ingreso.

—Técnicamente, —Eve estuvo de acuerdo.

—Soy, sin embargo, el dueño de este edificio, y empleador de la mujer.

—Eso no te da ningún derecho a entrar en su apartamento sin autoriza-


ción legal o permiso.

Él simplemente permaneció de pie, sonrió, y esperó.

55
Interlude in Death J. D. Robb

—Hazlo, —Eve le dijo.

—Bienvenida a mi mundo. —Roarke introdujo su código maestro, luego


tarareó cuando la luz de la cerradura por encima de la puerta permaneció roja—.
Bien, bien, ella parece haber añadido unos toques propios, bloqueó el código
maestro. Temo que es una violación de su contrato de arriendo.

Eve sintió un pequeño tirón en su vientre y metió su mano bajo su cha-


queta a su arma.

—Entra.

Ninguno cuestionó que cualquiera fuesen los métodos que habían sido
usados, él los podría sortear. Atravesarlos. Sacó un pequeño estuche de instru-
mentos de su bolsillo y quitó el panel anti-intrusos del escáner y placa de identi-
ficación.

—Muchacha inteligente. Ha añadido varios pequeños pasos complica-


dos aquí. Tomará un minuto.

Eve sacó su comunicador y llamó a Peabody.

—Localiza a Angelo, —solicitó ella—. Estamos en el 22 Athena Boule-


vard. Seis-B. Tiene que venir aquí. Te quiero con ella.

—Sí, señor. ¿Qué debo decirle?

—Qué venga. —Ella se guardó el comunicador en su bolsillo, se volvió a


Roarke justo cuando las luces de la cerradura se tornaron verdes—. Hazte a un
lado, —ordenó y sacó su arma.

—He cruzado una puerta contigo antes, Teniente. —Sacó el láser de


mano de su bolsillo, e ignoró su gruñido cuando ella lo vio—. Prefieres abajo, se-
gún recuerdo.

Ya que no había ningún punto en cortar su lengua o abofetearlo por lle-


varlo, no hizo ninguna de las dos cosas.

—A mi cuenta. —Ella puso una mano sobre la puerta, y se preparó para


abrirla de un empujón.

—¡Espera! —Él percibió el zumbido apenas perceptible, y el sonido hizo


que su corazón enloqueciera. Las luces del panel destellaron rojo cuando alejó a
Eve bruscamente de la puerta. Cayeron en un montón, su cuerpo cubriendo el
de ella.

Ella tuvo un impresionante segundo para comprender antes de que la


explosión volara la puerta hacia afuera. Una línea de disparos detonaron en el
aire, rugiendo a través del pasillo donde ellos habían estado parados segundos

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Interlude in Death J. D. Robb

antes. Las alarmas aullaron, y sintió el suelo bajo ella temblar en una segunda
explosión, sintió la ráfaga del calor brutal por todas partes de ella.

—¡Jesús! ¡Jesús! —Ella luchó bajo él, golpeando violentamente el hom-


bro de su chaqueta que ardía con sus manos desnudas—. Estás ardiendo aquí.

El agua se descargó del techo cuando él se sentó, y se quitó la chaqueta.

—¿Te lastimaste?

—No. —Ella sacudió su cabeza, se apartó el pelo mojado por el diluvio


de los aspersores de seguridad de su cara—. Mis oídos zumban un poco. ¿Dónde
te quemaste? —Sus manos corrían sobre él cuando se arrodilló.

—No me quemé. El traje se jodió eso es todo. Aquí, ahora. Estamos bien.
—Él echó un vistazo atrás hacia el dañado y humeante hueco que había sido la
entrada—. Pero temo que voy a tener que desalojar al Seis-B.

Aunque ella dudó que fuera necesario, Eve mantuvo su arma fuera
mientras se abría paso por los todavía humeantes trozos de pared y puerta. El
humo y la lluvia obstruían el aire en el pasillo, y en el apartamento, pero ella
pudo ver con una ojeada que la explosión había sido más pequeña de lo que ha -
bía supuesto. Y muy restringida.

—Un poco de pintura y estás de vuelta en el negocio.

—La explosión estaba dispuesta para volar la puerta, y a quienquiera es-


tuviera afuera de ella. —Había trozos de loza quebrada en el piso, y un florero se
había caído, derramando agua en los ríos ya formados por el sistema de asper-
sión automática.

El mobiliario estaba empapado, las paredes manchadas con vetas de


humo y hollín. Las paredes del vestíbulo eran una pérdida total, pero por otra
parte, el cuarto estaba relativamente intacto.

Ignorando los gritos y voces de exterior del apartamento, él lo atravesó


con Eve.

Zita estaba en la cama, sus brazos cruzados serenamente a través de su


pecho. Enfundando su arma, Eve se aproximó a la cama, usó dos dedos para
comprobar el pulso en la garganta de la mujer.

—Está muerta.

57
Interlude in Death J. D. Robb

—Su definición de cooperación y trabajo en equipo por lo visto difiere de


la mía, Teniente.

Mojada, sucia, y en vías de un cruel dolor de cabeza, Eve se tensó mien-


tras Darcia completaba su examen del cuerpo.

—La puse al tanto.

—No, usted dejó un breve mensaje en mi correo de voz. —Darcia se en-


derezó. Con sus manos selladas, levantó la botella de píldoras del velador, y las
empaquetó—. Cuando usted estaba, por lo visto, a punto de entrar ilegalmente
en esta unidad.

—El dueño de la propiedad o su representante tienen el derecho de en-


trar en una casa particular si hay causa razonable de creer que una vida o vidas
pueden estar en peligro, o dicho eso, la propiedad es amenazada.

58
Interlude in Death J. D. Robb

—No me cite sus regulaciones, —chasqueó Darcia—. Usted me dejó fue-


ra.

Eve abrió su boca, luego suspiró largamente.

—Bueno, yo no diría que la dejé fuera, pero al final se la jugué. En su lu-


gar, yo estaría furiosa. Estoy acostumbrada a poder perseguir una línea en una
investigación a mi propio modo, en mi propio tiempo.

—Usted no es primaria en este caso. Quiero este cuerpo empaquetado y


sacado, —Darcia ordenó a los uniformados que rodeaban las puertas del dormi-
torio—. Causa probable de muerte, auto terminación voluntaria.

—Espere un momento, espere un momento. ¡Espere! —Eve ordenó, mo-


viendo una mano para advertir a los uniformados que se quedaran atrás—. Esto
no es auto terminación.

—Veo un cuerpo en perfecto estado, recostado en la cama. El pelo cepi-


llado con esmero, realces cosméticos intachables. Veo en la mesita de noche un
vaso de vino blanco y una botella de píldoras prescritas para usarse en la auto
terminación indolora, y tranquila. Tengo aquí, —continuó, levantando otra bolsa
de pruebas que contenía una sola hoja de papel—, una nota que claramente de-
clara la intención del sujeto de terminar con su propia vida debido a la culpa por
su participación en la muerte de Reginald Weeks. Una muerte que ella declara
fue ordenada por Roarke y por lo que le pagaron cincuenta mil, en dinero efecti-
vo. Veo una cartera que contiene precisamente esa cantidad de efectivo en el to-
cador.

—Roarke no ordenó el asesinato de nadie.

—Quizás no. Pero estoy acostumbrada a perseguir una línea en una in-
vestigación a mi propio modo. Durante mi propio tiempo. —Ella le devolvió las
palabras a Eve—. El comandante Skinner ha presentado una queja afirmando
que Roarke lo amenazó esta mañana, con palabras y un arma. Los discos de se-
guridad del hotel verifican que Roarke entró en la suite del comandante y per-
maneció allí siete minutos, cuarenta y tres segundos. Ese incidente es confirma-
do por un tal Bryson Hayes, secretario particular de Skinner, que estaba presen-
te en ese momento.

No sacaba nada con patear algo otra vez y fingir que era la cabeza de
Roarke.

—Skinner está en esto hasta sus axilas, y si usted permite que desvíe su
atención hacia Roarke, no es tan lista como pensé. Lo primero es lo primero. Us-
ted está frente a un homicidio, Jefe Angelo. Segundo, Skinner es el responsable.

Darcia ordenó a sus hombres salir apuntando con su dedo.

—Explíqueme de qué manera es un homicidio, y por qué yo no debería


hacerle tomar el primer transporte y sacarla de esta estación. Por qué yo no

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Interlude in Death J. D. Robb

debo, con pruebas en mano, llevar a Roarke a entrevista como sospechoso del
asesinato de Reginald Weeks. —El carácter afloró en su voz ahora, vivo y agudo
—. Y déjeme aclarar esto: el dinero de su marido paga mi sueldo. No me compra.

Eve mantuvo su mirada en Darcia.

—¡Peabody! —Mientras esperaba que su ayudante entrara al cuarto, Eve


luchó con su propio carácter.

—¿Señor?

—¿Qué ve usted?

—Oh. Señor. Mujer, a finales de los veinte, de talla media. Ningún signo
de lucha o dolor. —Ella se calló cuando Eve tomó una bolsa de pruebas de Dar-
cia, y se la pasó—. Aguja estándar, comúnmente usada en la auto terminación.
La prescripción ordena cuatro unidades. Todo falta. La fecha en la botella es de
hace dos semanas, prescrita y cubierta en Atlanta, Georgia.

Eve afirmó con la cabeza cuando vio el parpadeo en los ojos de Darcia,
luego dio a Peabody la nota.

—Aparentemente nota de suicidio, firmada. Generada por computadora.


La declaración en ella es contradictoria con las demás pruebas.

—Muy bien, Peabody. Dile al Jefe Angelo cómo se contradice.

—Por supuesto, Teniente, la mayor parte de las personas no tienen me-


dicinas de auto terminación guardadas dentro de sus botiquines. A menos que
usted sufra de una enfermedad incurable y dolorosa, se requiere varias pruebas
y legalidades para acceder a la droga.

Darcia levantó una mano.

—Tanto más razón para tenerlas cerca.

—No, señor.

—Señora, —Darcia corrigió con una sonrisa satisfecha hacia Eve—. En


mi país un superior femenino es tratado de “señora”.

—Sí, señora. Puede ser diferente en su país en lo que se refiere al proce-


so de acceder a esa clase de droga. En los Estados Unidos, usted tiene que regis-
trarse. Si usted no se beneficia –es decir, si usted está todavía vivo treinta días
después de llenar la prescripción, usted es retirada automáticamente. Las dro-
gas son confiscadas y usted está obligado a someterse a pruebas y evaluación
psiquiátrica. Pero aparte de eso, no calza.

—Continúa, Peabody, —Eve le indicó.

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Interlude in Death J. D. Robb

—La nota afirma que ella decidió matarse porque se sentía culpable por
los acontecimientos que ocurrieron anoche. Pero ella ya tenía la droga en su po-
der. ¿Por qué? ¿Y cómo? Usted estableció el tiempo de muerte a las ah, cuatro
de esta mañana, por lo tanto consiguió su pago y termina con una horrible cul-
pa, luego los medios de auto terminarse sólo resultan estar en su posesión. Es
muy adecuado, si usted me sigue.

Ella hizo una pausa, y cuando Darcia cabeceó una señal de seguir ade-
lante, tomó aire y continuó.

—Añadido a eso, no se deduce que ella amañase su puerta del aparta-


mento con un explosivo, o pondría otro en el área de vigilancia para destruir los
discos de seguridad del edificio. Añadido a eso, —siguió Peabody, obviamente
divirtiéndose ahora—, el perfil de Roarke es directamente opuesto a contratar
golpes, sobre todo ya que Dallas hizo reventar al tipo, lo cuál es una de las cosas
que él admira acerca de ella. Así que cuando usted junta todo, hace que la nota
sea falsa, y esta muerte desatendida se convierte en un probable homicidio.

—Peabody. —Eve se frotó ligeramente una lágrima imaginaria de su ojo


—. Me haces sentir orgullosa.

Darcia miró de una a otra. Su carácter estaba todavía en el lado crudo,


lo cuál ella podía admitir parcializada su lógica. O lo hacía.

—Quizás, Oficial Peabody, usted podría explicar ahora cómo la persona


o personas desconocidas entraron a esta unidad y persuadió a esta experta en-
trenada en seguridad a tomar la droga de terminación sin luchar.

—Bueno...

—Me encargaré ahora. —Eve acarició su hombro—. No querrás soplar tu


racha. La persona o las personas desconocidas fueron admitidas a la unidad por
la víctima. Con mayor probabilidad para pagarle o darle la siguiente etapa de
instrucciones. Las drogas de terminación fueron probablemente mezcladas en el
vino. La persona o las personas desconocidas esperaron que ella resbalara en la
primera etapa del coma, en ese momento ella fue trasladada acá, dispuesta agra-
dable y bonita. La nota fue generada, un adorno. Cuando se determinó que la
víctima estaba muerta, los explosivos fueron amañados, y la persona o las perso-
nas desconocidas siguieron su camino felices.

—Ella clasifica de lo ve, —añadió Peabody amablemente—. No como un


psíquico ni nada parecido. Sólo lo recorre con el asesino. Realmente es magnífi-
ca.

—Bien, Peabody. Ella fue un instrumento, —siguió Eve—. Ni más, ni


menos. Igual que Weeks fue un instrumento. Ella probablemente se unió a la
fuerza para honrar a su padre, y él usó eso, como usa al padre de Roarke para
llegar a él. No significan nada para él como personas, de carne y hueso. Son sim-
plemente pasos y etapas en su guerra de hace veintitrés años.

61
Interlude in Death J. D. Robb

—Tal vez no instrumentos, entonces, —respondió Darcia—, sino solda-


dos. Para algunos generales ellos son a veces prescindibles. Excúsenos, Oficial
Peabody, por favor.

—Sí, señora. Señor.

—Quiero una disculpa. —Ella vio a Eve estremecerse, y sonrió—. Sí, sé


que dolerá, así que quiero una. No por perseguir una línea de investigación,
etcétera. Por no confiar en mí.

—La conozco hace menos de veinticuatro horas, —comenzó Eve, luego


se estremeció otra vez—. Está bien, mierda. Le pido disculpas por no confiar en
usted. Y lo haré mejor todavía. Por no respetar su autoridad.

—Aceptada. Voy a enviar el cuerpo al forense, como un probable homi-


cidio. Su ayudante está muy bien entrenada.

—Es buena, —estuvo de acuerdo Eve, ya que Peabody no estaba alrede-


dor para oír y ufanarse por ello—. Y va mejorando.

—Perdí los datos, el significado, y no debería haberlo hecho. Creo que yo


habría visto estas cosas una vez que mi molestia con usted hubiese bajado un
poco, pero eso no viene al caso. Ahora, tengo que interrogar a Roarke en cuanto
a su conversación con el comandante esta mañana, y en cuanto a su asociación
con Zita Vinter. Para mantener mis registros oficiales limpios, usted no está in-
cluida en esta entrevista. Yo apreciaría, sin embargo, si se quedara y dirigiera a
mi equipo durante el examen de la escena de crimen.

—No hay problema.

—Lo haré tan breve como pueda, ya que me imagino que tanto usted
como a Roarke les gustaría volver y sacarse esas ropas húmedas, y sucias. —Ella
tiró la manga de la chaqueta de Eve cuando pasó—. Esa solía ser muy bonita.

*****

62
Interlude in Death J. D. Robb

—Fue más blanda conmigo de lo que yo hubiese sido con ella, —Eve
confesó cuando hizo rodar la rigidez de sus hombros. Había golpeado el suelo
bajo Roarke más duro de lo que ella había pensado y se imaginó que debería
echarle un vistazo a las contusiones.

Después de una ducha larga, y caliente.

Ya que la respuesta de Roarke a su declaración fue poco más que un


gruñido cuando subieron a su suite, ella lo midió. Él necesitaba limpiarse un
poco, pensó. Él se había desecho de la chaqueta arruinada, y la camisa bajo ella
había sufrido una derrota.

Ella se preguntó si su cara estaba tan sucia como la suya.

—En cuanto nos limpiemos, —ella comenzó cuando salió del elevador y
entró en el salón. Y fue lo más lejos que llegó antes de que fuera presionada
contra las puertas de elevador con su boca devastando la suya.

La mitad de su cerebro pareció deslizarse por sus oídos.

—¡Detente! ¿Qué?

—Unos cuantos segundos más. —Con sus manos agarrando sus hom-
bros y sus ojos calientes él la recorrió con la mirada—. Y no estaríamos aquí.

—Estamos aquí.

—Así es. —Él tiró la chaqueta hasta la mitad de sus brazos, y atacó su
cuello—. Es malditamente cierto. Ahora probémoslo. —Le quitó la chaqueta, y
rasgó su camisa en el hombro—. Quiero mis manos en ti. Las tuyas en mí.

Ya estaban. Ella tiró fuertemente y rasgó su camisa arruinada, y porque


sus manos estaban ocupadas, usó sus dientes en él.

Menos de un pie dentro del cuarto, se arrastraron el uno al otro al suelo.


Ella rodó con él, luchando con el resto de sus ropas, luego arqueándose como un
puente cuando su boca agarró su pecho.

La necesidad, intensa y primitiva, salió a borbotones por ella hasta que


gimió su nombre. Era siempre su nombre. Ella quiso más. Más para dar, más
para tomar. Sus dedos cavaron en él… el músculo duro, la carne húmeda. El olor
de humo y muerte sofocado bajo el olor de él para llenarse de la mezcla febril de
amor y lujuria que él le provocaba.

Él no podía tener bastante. Parecía que nunca podría, o lo haría. Todas


las hambres, los apetitos y deseos que conocía carecían de importancia contra la
necesidad que él sentía por ella… por todo lo que ella era. La fuerza de ella, física
y esa moralidad excepcionalmente tenaz, lo extasiaba. Cuestionándolo.

63
Interlude in Death J. D. Robb

Sentir esa fuerza temblando bajo él, abierta para él, fusionándose con él,
era el milagro de su vida.

Su respiración era brusca, superficial, y él oyó que se detenía, liberándo-


se en un jadeo estrangulado cuando él la condujo sobre el primer pico. Su propia
sangre rabió cuando aplastó su boca en la suya otra vez, y se hundió en su inte-
rior.

Todo calor y rapidez y desesperación. El sonido de carne chocando, des-


lizándose contra carne mezclado con el sonido de la respiración desigual.

Ella lo oyó murmurando algo… en el idioma de su juventud, tan rara-


mente usado, resbalando exóticamente al decir su nombre. La presión de placer
construida de manera escandalosa dentro de ella, un glorioso ardor en la sangre
cuando él la condujo más allá de la razón con empujes profundos, duros.

Ella se aferró, se pegó al borde de eso. Luego sus ojos estaban unidos a
los suyos, salvajes y azules. Tanto amor casi la hundió.

—Ven conmigo. —Su voz era gruesa con Irlanda—. Ven conmigo ahora.

Ella lo siguió, observando esos ojos gloriosos volverse ciegos. Lo siguió


mientras su cuerpo se sumergió en el suyo. En seguida se dejó ir, y fue con él.

*****

El sexo, Eve había descubierto, podía, cuando era bien hecho, beneficiar
el cuerpo, la mente, y el espíritu. Ella apenas se quejaba por la necesidad de ves-
tirse para encontrarse con Belle Skinner en un té de señoras. Su cuerpo lo sentía
flojo y ágil, y a pesar de que el vestido que Roarke le había dado no se adecuaba
a su imagen de policía, el arma acomodada bajo la chaqueta larga, y fluida lo
compensaba.

64
Interlude in Death J. D. Robb

—¿Tienes la intención de dispararle a alguna de las restantes mujeres


sobre los emparedados de berro y 6petit fours? —él preguntó.

—Uno nunca sabe. —Ella observó los pendientes de oro que él tendió, se
encogió, luego se los puso—. Mientras estoy bebiendo té e intimidando a Belle
Skinner, puedes investigar una corazonada por mí. Has un poco de excavación,
ve si Hayes estuvo relacionado con cualquiera de los policías caídos bajo el man-
do de Skinner durante la redada. Hay algo allí demasiado estrecho para una re-
lación empleador/empleado.

—Muy bien. Zapatos.

Ella clavó los ojos en los delgados tacones de aguja y las delicadas co-
rreas.

—¿Es así cómo los llamas? ¿Por qué los tipos no tienen que llevar tram-
pas mortales como esas?

—Me hago esa misma pregunta cada día. —Él la miró largamente des-
pués de que ella se los puso—. Teniente, te ves asombrosa.

—Parezco una idiota. ¿Cómo se supone que voy a intimidar a alguien


vestida con esta ropa?

—Estoy seguro de que te las ingeniarás.

—Un té de señoras, —se quejó ella por el camino—. No sé por qué Ange-
lo no puede simplemente acarrear a la mujer a su comisaría y atizarle.

—No olvides tu porra de goma y mini-stunner.

Ella sonrió burlonamente sobre su hombro cuando entró en el elevador.

—Muérdeme.

—Ya lo hice.

*****

6
Es un pequeño pastel generalmente comido al final de una comida o servido como parte de un
buffet grande. (N. de la T.)

65
Interlude in Death J. D. Robb

El té ya había empezado cuando Eve entró. Mujeres en vaporosos vesti-


dos, y algunas -Jesús- con sombreros, se apiñaban y reunían bajo pérgolas de
rosas rosadas o se esparcían en una terraza donde un arpista movía unas cuer-
das y cantaba con una voz temblorosa que al instante irritó los nervios de Eve.

Los diminutos canapés de paté y los pasteles cubiertos de rosado esta-


ban acomodados en bandejas transparentes de cristal. Las teteras de plata bri-
llantes soltaban vapor con un té que olía, según Eve, demasiado a rosas.

En tales momentos ella se preguntaba cómo las mujeres no se sentían


avergonzadas de ser mujeres.

Localizó a Peabody primero y estuvo más que ligeramente asombrada al


ver a su robusta ayudante engalanada con un arremolinado vestido floreado y
un sombrero de paja de ala ancha con cintas colgando.

—¡Santo Dios!, Peabody, pareces una –no sé- lechera o algo parecido.

—Gracias, Dallas. Preciosos zapatos.

—Cállate. Busca a Mira. Quiero su opinión de la esposa de Skinner. Las


dos manténganse cerca mientras Angelo y yo hablamos con ella.

—La Sra. Skinner está en la terraza. Angelo acaba de entrar. Wow, ella
tiene un gran ADN.

Eve miró hacia atrás, y saludó con la cabeza a Angelo. El jefe había deci-
dido llevar uno blanco fresco, pero en vez de fluir, el vestido se adhería a cada
curva.

—En la terraza, —Eve le indicó—. ¿Cómo quiere jugarlo?

—De manera sutil, Teniente. Sutil mi estilo.

Eve levantó sus cejas.

—No lo creo.

—El estilo de entrevista, —señaló Darcia y se acercó a la terraza. Ella se


detuvo, se sirvió té, luego paseó a la mesa donde Belle recibía a la corte—. Una
fiesta encantadora, Sra. Skinner. Sé que todas queremos agradecerle por ser la
anfitriona de este acontecimiento. Un descanso tan agradable de los seminarios
y grupos.

66
Interlude in Death J. D. Robb

—Es importante recordar que somos mujeres, no sólo esposas, madres,


o profesionales de carrera.

—Absolutamente. ¿Me pregunto si la Teniente Dallas y yo podríamos


hablar en privado con usted? No le quitaremos mucho de su tiempo.

Ella puso una mano en el hombro de una de las mujeres sentadas en la


mesa. Sutil, pensó Eve. Y eficaz, cuando la mujer se levantó para dar a Darcia su
silla.

—Debo decirle cuánto disfruté de la apertura del comandante esta ma-


ñana, —comenzó Darcia—. Tan inspiradora. Debe ser muy difícil para él, y para
usted, tratar con la convención después de su trágica pérdida.

—Douglas y yo creemos totalmente en la realización de nuestros deberes


y responsabilidades, sean cuales sean nuestros problemas personales. Pobre Re-
ggie. —Ella apretó sus labios—. Es horrible. Incluso ser la esposa de un policía
durante medio siglo... uno nunca se acostumbra al choque de la muerte violenta.

—¿Cómo de bien conocía usted a Weeks? —Eve preguntó.

—La pérdida, el choque y la pena no están relacionados sólo con el co-


nocimiento personal, Teniente. —La voz de Belle se volvió fría—. Pero yo lo co-
nocía muy bien, en realidad. Douglas y yo creemos en formar relaciones fuertes
y cercanas con nuestros empleados.

Le gusta Angelo, pensó Eve. Me odia. De acuerdo, sigamos.

—Supongo que sentirse tan choqueada y llena de pesar es la razón por la


que usted escuchó a escondidas desde su dormitorio en vez de salir cuando noti-
ficamos al Comandante Skinner que uno de su equipo de seguridad había sido
asesinado.

La cara de Belle quedó sin expresión e inmóvil.

—No sé lo que usted insinúa.

—No insinúo, lo digo sin rodeos. Usted estaba en el cuarto de invita-


dos… no el principal con el comandante. Sé que estaba despierta, porque su luz
estaba encendida. Usted nos oyó transmitir la información, pero a pesar de esa
relación cercana, personal, usted no salió para expresar su choque y pérdida.
¿Por qué fue eso, Sra. Skinner?

—Dallas, estoy segura que la Sra. Skinner tiene sus motivos. —Darcia in-
trodujo una ligera pizca de censura en su voz, luego giró con una sonrisa com-
prensiva hacia Belle—. Lo siento, Sra. Skinner. La teniente está, muy natural-
mente, en el borde ahora mismo.

67
Interlude in Death J. D. Robb

—No es necesario que usted se disculpe, Jefe Angelo. Entiendo, y com-


padezco –en cierta medida- el deseo de la Teniente Dallas de defender y prote-
ger a su marido.

—¿Eso es lo qué usted hace? —Eve soltó en seguida—. ¿Hasta dónde lle-
garía? ¿Cuántas, de las relaciones cercanas y personales está dispuesta a sacrifi-
car? ¿O no tenía usted una con Zita Vinter?

—¿Zita? —Los hombros de Belle se sacudieron, como si la hubiesen gol-


peado—. ¿Qué tiene que ver Zita con todo esto?

—¿Usted la conocía?

—Es nuestra ahijada, por supuesto yo... ¿Sabe? —Cada onza de color
drenó de su atractiva cara de modo que los realces expertamente aplicados se
destacaban como la pintura en una muñeca—. ¿Qué ha pasado?

—Ella está muerta, —dijo Eve rotundamente—. Asesinada temprano


esta mañana, algunas horas después de Weeks.

—¿Muerta? ¿Muerta? —Belle se puso temblorosamente de pie, volcando


su taza de té cuando trató de recuperar el equilibrio—. No puedo… no puedo ha-
blar con usted ahora.

—¿Quiera ir tras ella? —Darcia preguntó mientras Belle salía rápida-


mente de la terraza.

—No. Démosle tiempo para que se componga. Está asustada ahora. So-
bre lo que sabe y lo que no sabe. —Ella miró hacia atrás a Darcia—. Teníamos un
ritmo bastante bueno allí.

—Pensé lo mismo. Pero imagino que jugar a la policía insensible, y terca


le viene de forma natural.

—Igual que respirar. Marchémonos de esta merienda y consigamos una


bebida. —Eve hizo señas a Peabody y Mira—. Sólo nosotros chicas.

68
Interlude in Death J. D. Robb

En el bar, en una cabina amplia, y lujosa, Eve pensaba sobre un agua ga-
seosa. Habría preferido una buena, y fuerte patada de un Zombi, pero quiso una
cabeza clara más que una sacudida.

—Usted tiene un estilo muy fácil, compasivo, —dijo ella a Darcia—. Creo
que ella hablará con usted si usted permanece en ese canal.

—Opino lo mismo.

—La Dra. Mira aquí, ella tiene el mismo trato. Usted podría formar
equipo con ella. —Eve echó un vistazo hacia Mira, quién bebía a sorbos el vino
blanco.

—Ella quedó impresionada y alterada, —comenzó Mira—. Primero, veri-


ficará la información sobre la muerte de su ahijada. Cuando lo haga, la tristeza
se mezclará con el choque.

—Entonces, será aún más vulnerable a las preguntas correctas presenta-


das en el estilo correcto.

—Es fría, Dallas, —dijo Darcia—. Me gusta eso de usted. Sería muy agra-
dable entrevistar a Belle Skinner con la doctora Mira, si le va bien a ella.

69
Interlude in Death J. D. Robb

—Estoy encantada de ayudar. Imagino que tienes la intención de hablar


con Skinner otra vez, Eve.

—Con el permiso del jefe.

—No empiece a ser cortés ahora, —le dijo Darcia—. Arruinará su ima-
gen. Él no querrá hablarle, —continuó ella—. Cualquiera fuesen sus sentimien-
tos hacia usted antes, mi impresión es -después de su apertura- que él los ha en-
vuelto a usted y a Roarke juntos. Los odia a ambos.

—¿Nos mencionó en su discurso?

—No con nombres, pero lo insinuó. Su inspirador, mejor dicho su dis-


curso tipo animador, dio un giro a la mitad del camino. Él entró en una línea re-
ferente a los policías quiénes se corrompen, quiénes olvidan sus deberes primor-
diales a favor de las ganancias y comodidades personales. Sus gestos, el lenguaje
corporal... —Darcia se encogió de hombros—. Estaba claro que él hablaba de
este lugar -los palacios de lujo erigidos con sangre y avaricia, creo que él dijo- y
de usted. Alianzas con el mal. Él se esforzó mucho en ello, casi evangélico. Si
bien hubo algunos que parecían entusiasmados y solidarios con esa manera de
pensar en particular, me pareció que la mayoría de los asistentes se sentían in-
cómodos… avergonzados o enojados.

—Él quiso usar su apertura para castigarnos a Roarke y a mí , eso no me


preocupa. —Pero Eve notó que Peabody apartaba la vista de su vaso—. ¿Pea-
body?

—Creo que él está enfermo. —Ella habló en voz baja, finalmente levantó
su mirada—. Físicamente, y mentalmente. No creo que esté realmente estable.
Fue difícil observar lo que ocurrió esta mañana. Él comenzó algo, pues bien, elo-
cuente, que luego sólo empeoró con ese discurso sentencioso. Lo he admirado
toda mi vida. Fue difícil de observar, —repitió ella—. Muchos policías que esta-
ban allí se tensaron. Uno casi podía sentir las capas del respeto cayendo una a
una. Habló del asesinato un poco, de cómo un hombre joven, prometedor había
llegado a ser la víctima de una venganza insignificante y desalmada. Como un
asesino podía esconderse detrás de una insignia en vez de ser llevado a la justi-
cia por una.

—Bastante directo, —concluyó Eve.

—Muchos policías terrestres salieron en aquel momento.

—Entonces probablemente está un poco inestable ahora mismo. Lo


aprovecharé, —dijo Eve—. Peabody, localiza a Feeney, ve que otros detalles pue-
des desenterrar en las dos víctimas y cualquier otra persona en el lugar que esté
relacionado con la operación en Atlanta. ¿Eso le va bien, Jefe Angelo?

Darcia terminó su bebida.

—Desde luego.

70
Interlude in Death J. D. Robb

*****

Eve se desvió de regreso a la suite primero. Quiso algunos detalles más


antes de interrogar a Skinner otra vez. Nunca dudó que Roarke ya los hubiera
encontrado.

Estaba en el comunicador cuando llegó, hablando con su jefe de seguri-


dad del hotel. Inquieta, Eve salió a la terraza y dejó a su mente barajar los he-
chos, las pruebas, las líneas de posibilidades.

Dos muertos. Los padres de ambas víctimas policías mártires. Y aque-


llos relacionados con el padre de Roarke y con Skinner. Asesinado en un mundo
creado por Roarke, en un sitio lleno de funcionarios policiales. Era tan ingenio-
so, era casi poético.

¿Estaba arreglado desde el principio? No fue un crimen impulsivo sino


algo astutamente, fríamente planificado. Weeks y Vinter habían sido los sacrifi-
cios, peones acomodados y descartados por el juego más grande. Un juego de
ajedrez, de acuerdo, ella concluyó. El rey negro contra el blanco, y su instinto le
dijo que Skinner no estaría satisfecho con un jaque mate.

Él quería sangre.

Giró cuando Roarke salió.

—Al final, destruirle no será suficiente. Te hace caer en una trampa,


paso a paso, para la ejecución. Hay muchas armas en este sitio. Él mantiene la
presión, amontona lo circunstancial así hay una vista bastante buena de que tú
podrías haber ordenado esos golpes. Todo que él necesita es un soldado dis-
puesto a aceptar la responsabilidad. Apuesto a Hayes para aquello. Skinner no
tiene mucho tiempo para llevarlo a cabo.

—No, no tiene, —estuvo de acuerdo Roarke—. Entré en sus archivos mé-


dicos. Hace un año fue diagnosticado con un raro desorden. Es complicado,
pero lo mejor que puedo dilucidar, algo que te come el cerebro.

71
Interlude in Death J. D. Robb

—¿Tratamiento?

—Sí, hay algunos procedimientos. Ha tenido dos… reservadamente, en


una instalación privada en Zurich. Eso redujo la marcha del proceso, pero en su
caso... ha tenido complicaciones. Una tensión en el corazón y pulmones. Otra in-
tento de corrección lo mataría. Le dieron un año. Le quedan, quizás, tres meses.
Y de esos tres meses, dos como máximo donde él seguirá siendo móvil y lúcido.
Ha hecho preparativos para la auto terminación.

—Eso es duro. —Eve metió sus manos en sus bolsillos. Allí había más…
podía verlo en los ojos de Roarke. Algo acerca de la forma que la observaba aho-
ra—. Calza con lo demás. Ese suceso ha estado atascado en su interior durante
décadas. Quiere limpiar sus libros antes de irse. Lo que sea que se esté comien-
do su cerebro lo ha hecho probablemente más inestable, más fanático y menos
preocupado por los detalles. Necesita verte morir antes de que él lo haga. ¿Qué
más? ¿Qué es eso?

—Me deslicé varias capas más en su historial de la redada. Sus segui-


mientos, sus notas. Él creyó que había rastreado a mi padre antes de que hubie-
ra huido del país otra vez. Skinner usó algunas conexiones. Creyó que mi padre
se dirigió al Oeste y pasó unos cuantos días entre algunos viles socios. En Texas.
En Dallas, Eve.

Su estómago se encogió, y su corazón tropezó por varios latidos.

—Es un lugar grande. No quiere decir...

—El tiempo coincide. —Él caminó hacia ella, pasó sus manos de arriba
abajo por sus brazos como para calentarlos—. Tu padre y el mío, criminales in-
significantes que buscaban un tanto importante. Fuiste encontrada en ese calle-
jón de Dallas sólo algunos días después de que Skinner perdiera el rastro de mi
padre otra vez.

—Dices que ellos se conocían, tu padre y el mío.

—Señalo que el círculo es demasiado preciso para ignorarlo. Casi no te


lo dije, —añadió, descansando su frente en la suya.

—Dame un minuto. —Se alejó de él, se asomó en la baranda, y miró fija-


mente más allá del centro vacacional. Pero veía ese cuarto frío, sucio, y ella acu-
rrucada en una esquina como un animal. La sangre en sus manos.

—Él tenía un negocio en marcha, —dijo ella silenciosamente—. Algún


trato u otro, supongo. No bebía tanto… y era peor para mí cuando no estaba
bien borracho cuando volvía. Y tenía algo de dinero. Está bien. —Respiró hondo
—. Está bien. Esto está llegando a su fin. ¿Sabes lo qué pienso?

—Dime

72
Interlude in Death J. D. Robb

—Pienso que algunas veces el destino te concede un respiro. Como sí di-


jera, está bien, has tenido bastante de esta mierda, así que es hora de que tengas
algo agradable. Ve lo que haces de ello. —Ella se volvió a él entonces—. Hacemos
algo de ello. Cualquier cosa que hayan sido para nosotros, o el uno para el otro,
es lo que somos ahora lo que cuenta.

—Querida Eve. Te adoro.

—Entonces me harás un favor. Desvanécete por el siguiente par de ho-


ras. No quiero dar a Skinner ninguna oportunidad. Necesito hablar con él, y no
hablará si tú estás conmigo.

—De acuerdo, con una condición. Vas conectada. —Él tomó un pequeño
broche adornado con joyas de su bolsillo, y lo ajustó a su solapa—. Monitorearé
desde aquí.

—Es ilegal registrar sin conocimiento de todas las partes y permiso a


menos que tengas la autorización apropiada.

—¿En serio? —Él la besó—. Esto es lo que consigues por acostarte con
malas compañías.

—¿Oíste acerca de eso, verdad?

—Así como oí que gran parte de tus compañeros policías se retiraron del
discurso. Tu reputación se mantiene, Teniente. Imagino que tu seminario maña-
na estará lleno.

—Mi... ¡Mierda! Se me olvidó. No pensaré en eso, —refunfuñó ella por el


camino—. No pensaré en eso.

*****

Ella entró calladamente en la sala de conferencias donde Skinner con-


ducía un seminario sobre tácticas. Fue un alivio darse cuenta que se había perdi-

73
Interlude in Death J. D. Robb

do la conferencia y había entrado durante el período de preguntas y respuestas.


Hubo muchas miradas largas en su dirección cuando bajó por un lado del cuarto
y encontró un asiento a mitad de camino desde atrás.

Ella examinó el esquema. Skinner sobre el escenario en el podio, Hayes


parado a su espalda y a su derecha, en atención. Otros dos de su seguridad per-
sonal en su lado contrario.

Excesivo, ella pensó, y evidente además. El mensaje era que la posición,


la situación, planteaba un peligro personal para Skinner; pero él estaba toman-
do precauciones y cumpliendo con su trabajo.

Muy limpio.

Levantó su mano, y fue ignorada. Cinco preguntas pasaron hasta que


ella simplemente se puso de pie y se dirigió a él. Y cuando se levantaba, notó que
Hayes deslizaba una mano dentro de su chaqueta.

Ella supo que cada policía en el cuarto observó el gesto. El cuarto quedó
en absoluto silencio.

—Comandante Skinner, una posición de orden con regularidad requiere


que usted envíe a hombres en situaciones donde la pérdida de vida, civil y de-
partamental, es un riesgo importante. En tales casos, ¿encuentra usted más be-
neficioso para la operación dejar de lado los sentimientos personales por sus
hombres, o usar esos sentimientos para seleccionar al equipo?

—Cada hombre que recoge una insignia lo hace así sabiendo que él dará
su vida si hace falta para servir y proteger. Cada comandante debe respetar
aquel conocimiento. Los sentimientos personales deben ser sopesados, a fin de
seleccionar al hombre correcto para la situación correcta. Es un asunto de expe-
riencia y consideración, a lo largo de los años y aquella experiencia, de recono-
cer la mejor dinámica para cada operativo establecido. Pero los sentimientos
personales -es decir, los apegos emocionales, las conexiones privadas, las amis-
tades, o la animosidad- nunca debe distorsionar la decisión.

—Entonces, como comandante, ¿usted no tendría ningún problema en


sacrificar a un amigo personal cercano o relación para el éxito de una opera-
ción?

Su color subió. Y el temblor que ella había notado en su mano se hizo


más pronunciado.

—¿”Sacrificar”, Teniente Dallas? Una elección infortunada de palabras.


Los policías no son corderos enviados a morir. No son pasivos esos buenos sol-
dados que se sacrifican por el bien común, sino activos, y dedicados en la lucha
por la justicia.

—Los soldados son sacrificados en la batalla. Son pérdidas aceptables.

74
Interlude in Death J. D. Robb

—Ninguna pérdida es aceptable. —Su puño aporreó el podio—. Necesa-


rio, pero no aceptable. Cada hombre que ha caído bajo mi mando pesa en mí.
Cada niño dejado sin padre es mi responsabilidad. El mando requiere eso, y que
el comandante sea lo suficientemente fuerte para soportar la carga.

—¿Y mandar, en su opinión, requiere restitución por esas pérdidas?

—Lo hace, Teniente. No hay justicia sin pago.

—¿Para los niños de los caídos? ¿Y para los niños de aquellos que eva-
dieron la mano de la justicia? En su opinión.

—La sangre habla a la sangre. —Su voz comenzó a elevarse, y temblar—.


Si usted estuviera más preocupada por la justicia que con sus elecciones perso-
nales, usted no tendría que hacer la pregunta.

—La justicia es mi preocupación, Comandante. Parece que tenemos de-


finiciones diferentes del término. ¿Piensa usted que su ahijada fue la mejor op-
ción para esta operación? ¿Pesa su muerte en usted ahora, o equilibra las otras
pérdidas?

—Usted no es digna de decir su nombre. Usted ha puteado su insignia.


Usted es una deshonra. No piense que el dinero de su marido o las amenazas me
detendrán de usar toda mi influencia para hacer que le quiten su insignia.

—Yo no me paro detrás de Roarke más de lo que él se para detrás de mí.


—Ella siguió hablando cuando Hayes avanzó y puso una mano en el hombro de
Skinner—. No insisto en asuntos del pasado. Dos personas están muertas aquí y
ahora. Esa es mi prioridad, Comandante. La justicia para ellos es mi preocupa-
ción.

Hayes dio un paso delante de Skinner.

—El seminario ha terminado. El comandante Skinner les da las gracias


por asistir y lamenta la interrupción de la Teniente Dallas en el período de pre-
guntas y respuestas.

La gente se movió, y levantó. Eve vio a Skinner marcharse, flanqueado


de dos guardias.

—Si me preguntas, —comentó alguien cerca de ella—, estos seminarios


podrían utilizar más jodidas interrupciones.

Ella caminó hacia el frente y se acercó hasta quedar cara a cara con Ha-
yes.

—Tengo dos preguntas más para el comandante.

—Dije que el seminario ha acabado. Y también su pequeño espectáculo.

75
Interlude in Death J. D. Robb

Ella sintió a la muchedumbre arremolinándose alrededor de ellos, unos


cuantos lo bastante cerca para oír.

—Para que vea, qué raro. Pensé que entraba en el espectáculo. ¿Lo diri-
ge él, Hayes, o lo hace usted?

—El comandante Skinner es un gran hombre. Los grandes hombres a


menudo necesitan protegerse de las putas.

Un policía se acercó, y apretó a Hayes en el hombro.

—Mejor vigile los insultos, hombre.

—Gracias. —Eve se lo agradeció con una cabezada—. Yo me ocupo.

—No me gusta que los que juegan a policías llamen a una insignia puta.
—Él retrocedió, pero se quedó cerca.

—Mientras protege al gran hombre, —siguió Eve—, usted podría querer


recordar que dos de sus soldados de primera línea están en el depósito de cadá-
veres.

—¿Es una amenaza, Teniente?

—Diablos, no. Es un hecho, Hayes. Así como es un hecho que los dos tu-
vieron padres que murieron bajo el mando de Skinner. ¿Y su padre?

Un sonrojo de furia subió a través de sus pómulos.

—Usted no sabe nada de mi padre, y no tiene ningún derecho a hablar


de él.

—Sólo le estoy dando algo en qué pensar. Por alguna razón me da la im-
presión que estoy más interesada en averiguar quién puso aquellos cuerpos en el
depósito de cadáveres que usted o su gran hombre. Y porque lo estoy, lo averi-
guaré… antes de que este espectáculo fracase y siga adelante. Esa es una prome-
sa.

76
Interlude in Death J. D. Robb

Si no podía llegar a Skinner, pensó Eve, llegaría a la esposa de Skinner.


Y si Angelo y Peabody no la habían ablandado y calmado lo suficiente, se podían
ir a la mierda también. Maldito si iba a andar de puntillas alrededor de mujeres
lloronas y hombres agonizantes, luego tendría que volcar el caso a los mucha-
chos interplanetarios.

Era su caso, y tenía la intención de cerrarlo.

Ella sabía que parte de su cólera y urgencia provenía de la información


que Roarke le había proporcionado. Su padre, el de ella, Skinner, y un equipo de
policías muertos. Skinner tenía razón sobre una cosa, ella pensó mientras se di-
rigía a su suite. La sangre hablaba a la sangre.

La sangre de los muertos siempre le había hablado.

Su padre y el de Roarke habían encontrado un final violento. Era toda la


justicia que podía ofrecer a las insignias perdidas tantos años atrás. Pero había
dos cuerpos en cajas frías. Para esos, sin importar lo que ellos hubiesen hecho,
ella estaría de pie.

Ella tocó, y esperó impacientemente. Fue Darcia quién abrió la puerta y


saludó a Eve con un pequeño gruñido lleno de disculpas.

—Ella está hecha una nulidad, —susurró Darcia—. Mira palmea su


mano, dejándole llorar por su ahijada. Es una buena base, pero no hemos podi-
do pasar de ahí todavía.

77
Interlude in Death J. D. Robb

—¿Alguna objeción a que le dé a la base una sacudida?

Darcia la estudió, y apretó sus labios.

—Podemos intentarlo de ese modo, pero yo no la agitaría con demasiada


fuerza. Se rompe, y volvemos al punto de partida con ella.

Con una cabezada, Eve entró. Mira estaba en el sofá con Bella, y en efec-
to sostenía su mano. Una tetera, tazas, e innumerables pañuelos llenaban la
mesa delante de ellas. Bella lloraba suavemente en uno nuevo.

—Sra. Skinner, lamento su pérdida. —Eve se sentó en una silla por el so-
fá, inclinándose por la intimidad. Mantuvo su voz tranquila, comprensiva, y es-
peró hasta que Bella levantara sus ojos hinchados, y enrojecidos hacia los suyos.

—¿Cómo puede hablar de ella? Su marido es el responsable.

—Mi marido y yo casi volamos en pedazos por un dispositivo explosivo


en la puerta del apartamento de Zita Vinter. Un dispositivo puesto por su ase-
sino. Siga los puntos.

—¿Quién más tenía motivos para matar a Zita?

—Eso es lo que queremos averiguar. Ella saboteó las cámaras de seguri-


dad la noche que Weeks fue asesinado.

—No lo creo. —Bella hizo una bola con su pañuelo en su puño—. Zita
nunca sería cómplice de un asesinato. Era una joven encantadora. Preocupada e
inteligente.

—Y dedicada a su marido.

—¿Por qué no debería? —La voz de Bella se elevó cuando se puso de pie
—. Él intervino cuando su padre murió. Le dio su tiempo y atención, la ayudó
con su educación. Él se habría desvivido por ella.

—¿Y ella por él?

Los labios de Bella temblaron, y se sentó otra vez, como si sus piernas
también temblaran.

—Ella nunca sería cómplice de un asesinato. Él nunca se lo pediría a


ella.

—Tal vez ella no lo sabía. Tal vez sólo le pidieron ocuparse de las cáma-
ras y nada más. Sra. Skinner, su marido se está muriendo. —Eve vio el tirón de
Bella, el estremecimiento—. No le queda mucho tiempo, y la pérdida de sus
hombres se alimenta de él mientras se prepara para morir. ¿Puede usted sentar-
se allí y decirme que su comportamiento durante los últimos meses ha sido ra-
cional?

78
Interlude in Death J. D. Robb

—No hablaré de la condición de mi marido con usted.

—Sra. Skinner, ¿cree usted que Roarke es responsable de algo que su


padre hizo? ¿Algo que ese hombre hizo cuándo Roarke era un niño, a tres mil
millas de distancia?

Ella vio inundarse de lágrimas los ojos de Bella otra vez, y se inclinó ha-
cia ella. Presionó.

—El hombre solía golpear a Roarke hasta dejarlo medio muerto por di-
versión. ¿Sabe usted lo que se siente al ser golpeado con los puños, o con un
palo, o con cualquier cosa que sea malditamente conveniente… y por la persona
que se supone cuida de usted? Según la ley, por simple moralidad. ¿Sabe usted
lo qué es estar ensangrentado, magullado e impotente para defenderse?

—No. —Las lágrimas se desbordaron—. No.

—¿Tiene aquel niño que pagar por la maldad del hombre?

—Los pecados de los padres, —Bella comenzó, luego se detuvo—. No.


—Cansadamente, se limpió sus mejillas mojadas—. No, Teniente, no lo creo.
Pero sé lo que eso ha costado a mi marido, lo que sucedió antes, lo que perdió.
Sé como eso lo ha obsesionado… a ese hombre bueno, y amable, ese hombre ho-
norable que ha dedicado su vida a su insignia y todo lo que eso significa.

—Él no puede exorcizar a sus fantasmas destruyendo al hijo del hombre


que los creó. Usted sabe eso, también.

—Él nunca dañaría a Zita, o a Reggie. Los amaba como si fueran pro-
pios. Pero... —Ella recurrió a Mira otra vez, y agarró sus manos violentamente—.
Él está tan enfermo… en cuerpo, mente, y espíritu. No sé cómo ayudarlo. No sé
cuánto tiempo puedo seguir observándolo morir por etapas. Estoy preparada
para dejarle ir porque el dolor… algunas veces es tan horrible. Y él no me deja
entrar. No comparte la cama conmigo, o sus pensamientos, sus miedos. Es como
si se apartara de mí, poco a poco. No lo puedo detener.

—Para algunos, la muerte es un acto solitario —dijo Mira gentilmente—.


Íntimo y privado. Es difícil amar a alguien y apartarse mientras ellos dan esos
pasos solos.

—Él consintió en solicitar la auto terminación por mí. —Bella suspiró—.


Él no cree en ello. Cree que un hombre debería hacerle frente a lo que le sea
dado y soportarlo. Temo que él no piensa de forma muy clara. Hay momentos...

Ella estabilizó su respiración y volvió la mirada atrás hacia Eve.

—Hay furia, cambios de humor. La medicación puede ser parcialmente


responsable. Él nunca ha compartido el trabajo conmigo a gran nivel. Pero sé
ahora que durante meses, quizás más tiempo, Roarke ha sido una especie de ob-
sesión para él. Como usted. Usted eligió al diablo sobre el deber.

79
Interlude in Death J. D. Robb

Ella cerró sus ojos un momento.

—Soy la esposa de un policía, Teniente. Creo en ese deber, y lo veo por


todas partes en usted. Él lo vería, también, si no estuviera tan enfermo. Le juro
que él no mató a Reggie o a Zita. Pero pudieron haber sido asesinados por su
causa.

—Bella. —Mira le ofreció otro pañuelo—. Usted quiere ayudar a su mari-


do, aliviar su dolor. Dígale a la Teniente Dallas y al Jefe Angelo lo que sabe, lo
que siente. Nadie conoce el corazón de su marido y la mente de la manera que
usted lo hace.

—Lo destrozará. Si él tiene que enfrentar esto, lo destruirá. Los padres y


los hijos, —dijo ella suavemente, luego sepultó su cara en el pañuelo—. Ah, que-
rido Dios.

—Hayes. —Hizo clic para Eve como un eslabón en una cadena—. Hayes
no perdió a su padre durante la redada. Es hijo del Comandante Skinner.

—Su única indiscreción. —Las lágrimas ahogaron la voz de Bella cuando


levantó su cabeza otra vez—. Durante un tropiezo en un joven matrimonio. Y
tanto de ello fue mi culpa. Mi culpa, —repitió, girando su mirada fija suplicante
a Mira—. Estaba impaciente, y enojada, que tanto de su tiempo, sus energías en-
traran en su trabajo. Yo me había casado con un policía, pero no había querido
aceptar todo lo que eso significaba… todo lo que eso significaba para un hombre
como Douglas.

—No es fácil compartir un matrimonio con el deber. —Mira sirvió más


té—. En particular cuando el deber consiste en lo que define al compañero. Us-
ted era joven.

—En efecto. —La gratitud se derramó en la voz de Bella cuando levantó


su taza—. Era joven y egoísta, y he hecho todo lo posible para compensarlo des-
de entonces. Le amé terriblemente, y quise todo de él. No podía tener eso, así es
que presioné y aguijoneé, luego me alejé de él. O todo o nada. Bien. Él es un
hombre orgulloso, y yo era obstinada. Nos separamos durante seis meses, y du-
rante aquel tiempo él se lío con otra persona. No puedo culparlo por eso.

—Y ella quedó embarazada, —apuntó Eve.

—Sí. Nunca lo ocultó. Nunca mintió o trató de escondérmelo. Es un


hombre honorable. —Su tono se volvió agudo cuando miró a Eve.

—¿Hayes lo sabe?

—Por supuesto. Por supuesto que lo sabe. Douglas nunca esquivaría sus
responsabilidades. Él le proporcionó apoyo financiero. Calculamos un arreglo
con la mujer, y ella consintió en criar al niño y mantener su paternidad en secre-
to. No había ninguna razón, ninguna razón en absoluto para hacer público el
asunto y complicar la carrera de Douglas, manchar su reputación.

80
Interlude in Death J. D. Robb

—Así es que pagó por su... indiscreción

—¿Usted es una mujer dura, no, Teniente? ¿No hay errores en su vida?
¿Ningún pesar?

—Muchos. Pero un niño -un hombre- podría tener algún problema al


ser considerado un error. Una pena.

—Douglas ha sido nada más que amable, generoso y responsable con


Bryson. Él le ha dado todo.

Todo excepto su nombre, pensó Eve. ¿Cuánto importaría eso?

—¿Dio él las órdenes para matar, Sra. Skinner? ¿Órdenes para incrimi-
nar a Roarke por asesinato?

—Absolutamente no. Absolutamente no. Pero Bryson es ... quizás se ha


dedicado demasiado a Douglas. En los últimos meses, Douglas ha recurrido a él
demasiado a menudo, y quizás, cuando Bryson crecía, Douglas puso estándares
que eran demasiado altos, demasiado duros para un muchacho.

—Hayes necesitaría probarse a sí mismo ante su padre.

—Sí. Bryson es duro, Teniente. Duro y de sangre fría. Usted lo entende-


ría, supongo. Douglas… él está enfermo. Y sus estados de ánimo, su obsesión
con lo que sucedió todos esos años atrás lo consumen tan brutalmente como su
enfermedad lo hace. Le he oído enfurecerse, como si hubiera algo más dentro de
él. Y durante su furia él señaló que algo tenía que hacerse, había que pagar, cos-
tase lo que costase. Había llegado el momento en que la ley tenía que hacer sitio
a la justicia con sangre. Muerte por muerte. Hablaba con Bryson, hace meses,
acerca de este lugar. Que Roarke lo había construido con los huesos de policías
mártires. Que él nunca descansaría hasta que esto, y Roarke, fueran destruidos.
Si él moría antes de que pudiera vengar a aquellos que se perdieron, su legado
para su hijo era aquel deber.

—Deténgalo. —Eve se balanceó a Darcia—. Haga que su gente busque a


Hayes.

—Ya estoy en ello, —Darcia contestó mientras encendía su comunicador.

—Él no lo sabe. —Bella se puso despacio de pie—. O no se permite saber.


Douglas está convencido que Roarke es responsable de lo que ha ocurrido aquí.
Se convenció que usted es parte de esto, Teniente. Su mente no es lo que fue. Él
se está muriendo poco a poco. Esto lo matará. Tenga compasión.

Ella pensó en los muertos, y pensó en morir.

—Pregúntese lo que él habría hecho, Sra. Skinner, si estuviera en mi lu-


gar ahora. La Dra. Mira se quedará con usted.

81
Interlude in Death J. D. Robb

Ella salió con Darcia, esperó hasta que estuvieran bien abajo del pasillo.

—Debería haber un modo de separarlo de Skinner antes de que lo captu-


remos. Atrapémoslo silenciosamente.

Darcia pidió el elevador.

—¿Usted es despiadada e inflexible, no, Dallas?

—Si Skinner no le dio una orden directa, no tiene objeto salpicarlo con
lo de Hayes, o hacer el arresto mientras él está cerca. Cristo, él ya es un cadáver,
—ella chasqueó cuando Darcia no dijo nada—. ¿Cuál es el jodido punto de arras-
trarlo en esto y destruir medio siglo de servicio?

—Ninguno.

—Puedo solicitar otra entrevista con Skinner, apartarlo lo bastante lejos


de él para que usted haga el arresto.

—¿Usted renuncia al arresto? —Darcia preguntó con voz sobresaltada


cuando entraron en el elevador.

—Nunca fue mío.

—Al diablo que lo no fue. Pero lo aceptaré, —añadió Darcia alegremente


—. ¿Cómo cayó en cuenta de la relación entre Skinner y Hayes?

—Padres. El caso está infectado con ellos. ¿Usted tiene uno?

—¿Un padre? ¿No tiene todo el mundo?

—Depende de su punto de vista. —Ella se bajó en el nivel del vestíbulo


principal—. Voy a localizar a Peabody, y darle una oportunidad para coordinar
su equipo. —Comprobó su unidad de muñeca—. Quince minutos deberían...
Bien, bien. Mire quién recibe a la corte en el salón del vestíbulo.

Darcia escudriñó, y estudió el grupo abarrotado en dos mesas.

—Skinner parece haber recuperado su serenidad.

—Al hombre le gusta tener auditorio. Eso probablemente lo infla más


que sus medicamentos. Lo podríamos jugar así. Nos acercamos, y me disculpo
por interrumpir el seminario. Distraigo a Skinner, le doy conversación. Usted le
dice a Hayes que le gustaría hablar con él sobre Weeks. No quiere molestar a
Skinner con preguntas de rutina y blah, blah. ¿Puede encargarse de eso?

Darcia la miró suavemente.

—¿Puede usted?

—Está bien, entonces. Hagámoslo. Rápido y tranquilo.

82
Interlude in Death J. D. Robb

Ellas estaban a mitad de camino del vestíbulo cuándo Hayes las localizó.
Dos segundos más tarde, él corría.

—Maldita sea, maldita sea. Él tiene instintos de policía. Bloqueé aquel


camino, —solicitó Eve, luego cargó por la muchedumbre. Saltó sin problemas la
baranda dorada que separaba el salón del vestíbulo. Las personas gritaron,
echándose hacia atrás. La cristalería se estrelló cuando una mesa se volcó. Divi-
só a Hayes cuando él se deslizaba por una puerta detrás de la barra.

Ella saltó la barra, ignorando las maldiciones de los camareros y clien-


tes. Las botellas se rompieron, y hubo un olor repentino, embriagador de licor
de grado superior. Su arma estaba en su mano cuando golpeó la puerta con su
hombro.

La cocina estaba llena de ruidos. Un cocinero droide estaba tumbado en


el piso del estrecho pasillo, su cabeza sacudiéndose por el daño hecho en la caí-
da. Tropezó con él, y la ráfaga del láser de Hayes cantó sobre su cabeza.

En vez de enderezarse, ella rodó y se metió detrás de un gabinete de ace-


ro inoxidable.

—Entréguese, Hayes. ¿Adónde va a ir? Hay personas inocentes aquí.


Deje caer su arma.

—Nadie es inocente. —Él disparó otra vez, y la línea de calor recorrió el


suelo y remató al droide.

—Esto no es lo que su padre quiere. Él no quiere más muertos amonto-


nados a sus pies.

—No hay precio demasiado alto por el deber. —Un anaquel de vajilla de
mesa reventó al lado de ella, cubriéndola de fragmentos de vidrio roto.

—Jódete. —Ella envió una línea de fuego sobre su cabeza, y rodó a la iz-
quierda. Subió el arma primero y blasfemó otra vez cuando perdió a su objetivo
alrededor de una esquina.

Alguien gritaba. Otra persona lloraba. Manteniéndose agachada, ella


partió en su búsqueda. Giró hacia el sonido de otra explosión y vio un fuego ha-
cer erupción en una pila de ropas blancas.

—¡Alguien encárguese de eso! —ella gritó y giró en la siguiente esquina.


Vio la puerta de salida—. ¡Mierda!

Él había reventado las cerraduras, eficazmente sellándola. Frustrada


chocó contra ella, le dio un par de patadas sólidas, y no la desplazó ni una pulga-
da.

Enfundando su arma, se abrió paso de regreso fuera del desorden y


humo. Sin mucha esperanza, atravesó corriendo el vestíbulo, salió por las puer-

83
Interlude in Death J. D. Robb

tas principales para explorar las calles. Al momento de llegar a la esquina, Dar-
cia venía de regreso.

—Lo perdí. Hijo de perra. Me aventajaba un bloque y medio. —Darcia


enfundó su propia arma a su lugar—. Nunca lo habría agarrado a pie con estos
malditos zapatos. Saqué una alerta. Atraparemos al bastardo.

—El hijo de puta olió el arresto. —Furiosa consigo misma, Eve giró en
un círculo—. No le di bastante crédito. Golpeó a algunas personas en la cocina.
Mató a un droide, comenzó un fuego. Él es rápido, listo y astuto. Y el maldito
nos lleva la delantera.

—Lo atraparemos, —repitió Darcia.

—Seguro como el infierno que lo haremos.

84
Interlude in Death J. D. Robb

10

—Teniente.

Eve se estremeció, y observó a Roarke caminar hacia ella.

—Supongo que te enteraste de que tuvimos un pequeño incidente.

—Creo que acabo de ver varios daños colaterales. —El humor disolvió la
cólera en la cara de Darcia—. Disculpe.

—¿Te lastimaste? —Roarke preguntó a Eve.

—No. Pero tienes un droide muerto en la cocina. No lo maté, por si te lo


preguntas. Hubo un fuego pequeño, además. Pero no lo inicié. El daño del te-
cho, eso corre por mi cuenta. Y algo de, ya sabes, rotura y cosas así.

—Ya veo. —Él estudió la elegante fachada del hotel—. Estoy seguro que
los huéspedes y el personal encontraron todo eso muy emocionante. Los que no
me demanden deberían disfrutar contando la historia a sus amigos y cercanos
por mucho tiempo. Puesto que tendré que contactarme con mis abogados para
alertarlos que varios juicios civiles encabezarán nuestra jornada, quizás te toma-
rías un momento para informarme por qué tengo a un droide muerto, varios
huéspedes histéricos, al personal gritando, y un pequeño fuego en la cocina.

—Seguro. ¿Por qué no buscamos a Peabody y a Feeney, así puedo con-


tarlo sólo una vez?

—No, creo que me gustaría saberlo ahora. Vamos a dar un pequeño pa-
seo. —Él tomó su brazo.

—No tengo tiempo para…

85
Interlude in Death J. D. Robb

—Háztelo.

La guió por el hotel, a través de los jardines laterales, la cafetería del pa-
tio, serpenteó a través de una de las áreas de la piscina y entró en el elevador
privado mientras él escuchaba su informe.

—Entonces tus intenciones eran proteger los sentimientos y la reputa-


ción de Skinner.

—No resultó, pero, sí, era el punto. Hayes nos vio primero. —Al momen-
to de estar en la suite, abrió una botella de agua, y bebió. Hasta aquel instante
no se había dado cuenta que el humo había convertido su garganta en un crudo
desierto de sed—. Debería habérmelo figurado. Ahora él está libre, y eso está en
mí, también.

—No se irá de la estación.

—No, no lo hará. Pero quizás tenga en mente causar unos cuantos daños
mientras está suelto. Tendré que mirar los mapas y planos del centro vacacional.
Haremos un análisis de computadora, marcaremos los lugares en los que ten-
dría más probabilidad de ocultarse.

—Me encargaré de eso. Puedo hacerlo más rápido, —dijo antes de que
ella pudiera oponerse—. Necesitas una ducha. Hueles a humo.

Ella levantó su brazo, lo olió.

—Sí, supongo que sí. Ya que estás siendo tan servicial, ¿localizarías a
Peabody y a Feeney? quiero esta persecución coordinada.

*****

Demasiados sitios donde esconderse.

86
Interlude in Death J. D. Robb

—Una hora más tarde, Eve miró malhumorada las pantallas de pared y
las posiciones que la computadora había seleccionado.

—Me pregunto, además, si él tenía alguna clase de transporte de reserva


por si esto se volvía en su contra, alguien sobornado para pasarlo de contraban-
do fuera del sitio. Si sale de esta estación, podría irse a cualquier jodido lugar.

—Puedo trabajar con Angelo en perseguir aquel ángulo, —dijo Feeney—.


Y un poco de maniobra electrónica puede atascar cualquier cosa programada
para marcharse del área durante unas buenas veinticuatro horas.

—Bien pensado. ¿Mantente en contacto, bien?

—Lo haré. —Él salió, agitando una bolsa de almendras.

—Roarke conoce mejor el lugar. Él me llevará alrededor de las posicio-


nes especificadas. Nos repartiremos con el equipo de Angelo.

—¿Coordino desde aquí? —Peabody preguntó.

—No exactamente. Te necesito para trabajar con Mira. Asegúrate que


Skinner y su esposa permanecen quietos e informa si Hayes se pone en contacto
con ellos. Luego está esta otra cosa.

—Sí, señor. —Peabody alzó la vista de su libro de notas.

—Si no lo capturamos esta noche, tendrás que cubrirme las espaldas


mañana.

—¿Cubrirte?

—Tengo las notas y todo aquí. —Eve sacudió su PC en el regazo de Pea-


body.

—¿Notas? —Peabody contempló la pequeña unidad con horror—. ¿Tu


seminario? Oh, no, señor. Uh-uh. Dallas, no daré tu seminario.

—Sólo piensa acerca de ti misma como respaldo, —sugirió Eve—. ¿Roa-


rke? —Ella caminó a la puerta y la cruzó, dejando a Peabody echando chispas.

—¿Por qué será que no quieres dar ese seminario mañana? —Roarke se
preguntó.

—No tengo que contestar eso hasta que me hayan dado la advertencia
del Miranda revisada. —Eve hizo rodar sus hombros y habría jurado que sintió
el peso saliendo de ellos—. A veces las cosas sólo resultan perfectas, ¿no?

—Pregúntale eso a Peabody por la mañana.

Con una sonrisa, ella entró en el elevador.

87
Interlude in Death J. D. Robb

—Vayamos de caza.

*****

Ellos batieron cada posición, hasta incluyeron la parte de Angelo. Era


un proceso largo, aburrido, y exigente. Más tarde ella pensaría que la operación
le había dado una vista más completa del alcance del proyecto favorito de Roa-
rke. Los hoteles, casinos, teatros, restaurantes, las tiendas y negocios. Las casas
y los edificios, las playas y los parques. La total extensión del mundo que él ha-
bía creado era más de lo que ella había imaginado.

Aunque impresionante, hacía el trabajo a mano casi imposible.

Eran más de las tres de la mañana cuando ella lo dejó por la noche y se
arrastró a la cama.

—Lo encontraremos mañana. Su cara está en cada pantalla en el área. Al


momento en que trate de comprar cualquier provisión, lo localizaremos. Él tiene
que dormir, tiene que comer.

—Tú también. —En la cama, Roarke la apretó contra él—. Desconéctate,


Teniente. La mañana llegará pronto.

—Él no irá lejos. —Su voz se espesó con el sueño—. Necesita terminarlo
y conseguir los elogios de su padre. Legados. Malditos legados. Pasé mi vida hu-
yendo del mío.

—Lo sé. —Roarke acarició la coronilla con sus labios mientras ella caía
en el sueño—. Igual que yo.

Esta vez fue él el que soñó, cuando rara vez lo hacía, con los callejones
de Dublín. Con él, un muchacho joven, demasiado delgado, con ojos agudos, de-
dos ágiles, y pies rápidos. Un vientre demasiado a menudo vacío.

88
Interlude in Death J. D. Robb

El olor de basura pasada, y whisky añejo, y el frío de la lluvia que alegre-


mente penetraba en sus huesos.

Él se vio en uno de aquellos callejones, mirando fijamente hacia abajo a


su padre, quién estaba entre aquella basura pasada, y olía a whisky añejo. Y olía,
también, a muerte… la sangre y la mierda que arrojaba un hombre en sus últi-
mos momentos. El cuchillo todavía estaba en su garganta, y sus ojos -azul trans-
parentes- estaban abiertos y devolvía la mirada al muchacho que él había hecho.

Se acordó, muy claramente, de él hablando.

Ahora, bastardo, alguien ya te mató. Y yo que pensé que un día sería


quién tuviera el placer de hacerlo.

Sin una náusea, él se había puesto en cuclillas y había revisado los bolsi-
llos por cualquier moneda o artículos que podrían ser empeñados o cambiados.
No había habido nada, pero por otro parte, nunca había habido mucho. Él había
considerado, brevemente, tomar el cuchillo. Pero le había gustado la idea de él
donde estaba demasiado para molestarse.

Él había estado de pie en ese momento, a la edad de doce, con magulla-


duras todavía frescas y doloridas de la última paliza que esas manos muertas le
habían dado.

Y había escupido. Y había corrido.

*****

Él se levantó antes que ella, como de costumbre. Eve lo estudió cuando


tomó su primera taza de café. Eran apenas las siete de la mañana

—Pareces cansado.

Él siguió estudiando los informes de acciones en una pantalla y el análi-


sis de computadora de ubicaciones potenciales en otra.

89
Interlude in Death J. D. Robb

—¿Yo? Supongo que podría haber dormido mejor.

Cuando ella se agachó delante de él, y puso una mano sobre su muslo, él
la miró. Y suspiró. Ella podía leerlo bastante bien, pensó, su policía.

Tal como él la podía leerla, y su preocupación por él.

—Me pregunto, —comenzó él—, y no es que me preocupe, quién me hizo


el favor de clavarle ese cuchillo. Alguien, pienso, quién era parte del cártel. Le
habían pagado, ves, y no había nada en sus bolsillos. Ni un jodido 7punt o peni-
que en él, ni en el agujero inmundo en que vivíamos. Así que ellos lo habrían to-
mado, cualquier cosa que él no se haya gastado en putas o bebiera o simplemen-
te derrochado.

—¿Importa quién?

—No mucho, no. Pero me hace preguntarme. —Él casi no le contó el res-
to, pero simplemente tenerla escuchándolo lo apaciguó—. Tenía mi cara. Olvido
eso la mayoría de las veces, recuerdo que me he hecho, a mí mismo. Pero Cristo,
tengo la mirada de él.

Ella se deslizó en su regazo, y pasó sus manos por su pelo.

—No lo creo. —Y lo besó.

—¿Estamos hechos el uno para el otro al final, no, Querida Eve? Dos al-
mas perdidas en una unidad inquebrantable.

—Supongo que sí. Eso es bueno.

Él acarició su mejilla contra la suya, y sintió que la fatiga se iba.

—Muy bueno.

Ella se agarró otro minuto, luego retrocedió.

—Esto es un asunto demasiado sensible. Tengo trabajo que hacer.

—¿Cuándo termine, por qué no nos ponemos realmente sensibles, tú y


yo?

—Puedo demorarme. —Ella se levantó para ponerse en contacto con


Darcia y conseguir una actualización de la persecución.

—No hay signos de él en ningún lado, —Eve dijo a Roarke, luego comen-
zó a pasearse—. Feeney se ocupó del transporte. Nada ha dejado la estación. Lo

7
La libra irlandesa (punt, en irlandés; Irish pound, en inglés) era la moneda oficial del Estado
Libre Irlandés, y con posterioridad de la República de Irlanda, hasta el 1 de enero de 1999. Una
libra irlandesa equivalía a 100 pence (peniques). (N. de la T.)

90
Interlude in Death J. D. Robb

hemos encajonado, pero es una caja grande con muchos ángulos. Necesito a
Skinner. Nadie lo conoce tan bien como Skinner.

—Hayes es su hijo, —Roarke le recordó—. ¿Piensas que te ayudaría?

—Depende de cuanto policía quede en él. Ven conmigo, —dijo ella—. Él


necesita vernos a ambos. Necesita ocuparse de eso.

*****

Él se veía ojeroso, pensó Eve. Su piel estaba gris y pálida. Cuanto era
tristeza, cuanto enfermedad, no lo sabía. Una combinación de ambas, supuso, y
lo acabaría.

Pero, ella notó, se había puesto un traje, y llevaba puesto su alfiler del
precinto en la solapa.

Él desechó, con cierta impaciencia, el intento de su esposa de bloquear a


Eve.

—Deja de preocuparte, Belle. Teniente. —Su mirada fija pasó rozando


sobre Roarke, pero él no podía hablarle al hombre—. Quiero que sepa que me he
puesto en contacto con mis abogados en nombre de Hayes. Creo que usted y el
Jefe Angelo han cometido un serio error de juicio.

—No, no lo cree, Comandante. Usted ha sido policía demasiado tiempo.


Aprecio la dificultad de su posición, pero Hayes es el sospechoso principal de
dos asesinatos, de sabotaje, de conspiración para implicar a Roarke en aquellos
asesinatos. Hirió a personas presentes al huir y causó considerable daño a la
propiedad. También abrió fuego contra un oficial de policía. Él evade actual-
mente el arresto.

—Hay una explicación.

91
Interlude in Death J. D. Robb

—Sí, creo que la hay. Él ha recogido el estandarte de su padre, Coman-


dante, y lo lleva donde no creo que usted pretendiera que fuera. Usted me dijo
ayer que ninguna pérdida es aceptable. ¿Lo decía en serio?

—La búsqueda de la justicia a menudo... En el curso del deber, noso-


tros... —Él miró impotente a su esposa—. Bella, nunca quise decir… Reggie, Zita.
¿Los he matado?

—No, no. —Ella se acercó a él rápidamente, lo rodeó con sus brazos. Y él


pareció encogerse contra ella—. No es tu culpa. No es tu obra.

—Si usted quiere justicia para ellos, Comandante, ayúdeme. ¿Dónde iría
él? ¿Qué haría a continuación?

—No sé. ¿Piensa que no he agonizado por eso toda la noche?

—No ha dormido, —Belle le dijo a ella—. No ha tomado su medicación


para el dolor. Tiene que descansar.

—Confié en él, —siguió Skinner—. Compartí mis pensamientos, mis


creencias, mi cólera. Quise que continuara mi misión. No de este modo.
—Skinner se hundió en una silla—. No de esta forma, pero marqué el camino.
No puedo negar eso. Su padre mató por deporte, por dinero, por puro gusto,
—dijo a Roarke—. Él ni siquiera sabía los nombres de las personas que asesinó.
Le miro y lo veo. Usted nació de él.

—Sí. —Roarke afirmó con la cabeza—. Y todo lo que he hecho desde en-
tonces ha sido a pesar de él. Usted no puede odiarlo tanto como yo puedo, Co-
mandante. No importa con cuanta fuerza lo intente, nunca alcanzará mi medi-
da. Pero no puedo vivir con ese odio. Y que me condenen si moriré con él. ¿ Lo
hará usted?

—Lo he usado para mantenerme vivo estos últimos meses. —Skinner ba-
jó la mirada a sus manos—. Eso me ha arruinado. Mi hijo es un hombre cuida-
doso. Tendrá una puerta trasera. Alguien dentro que le ayudará a ganar acceso
al hotel. Lo necesitará para terminar lo que él empezó.

—¿Matar a Roarke?

—No, Teniente. El pago sería algo más querido que eso. Es usted a quien
él apuntará. —Él se llevó una mano a una cara que se había humedecido—. Para
llevarse lo que su objetivo más aprecia.

Cuando él silbó de dolor, Eve se acercó.

—Usted necesita asistencia médica, Comandante. Necesita estar en el


hospital.

—Nada de hospitales. Nada de centros médicos. Intente capturarlo vivo,


Dallas. Quiero que él consiga la ayuda que necesita.

92
Interlude in Death J. D. Robb

—Tienes que ir. —Bella intervino—. Él no puede aguantar nada más.

—Enviaré a la doctora Mira. —Justo cuando Eve habló, Skinner se des-


plomó en la silla.

—Está inconsciente. —Roarke instintivamente aflojó la corbata de Skin-


ner—. Su respiración es muy superficial.

—¡No lo toque! Déjeme… —Bella se echó hacia atrás cuando sus ojos en-
contraron a Roarke. Ella respiró largo, y profundamente—. Lo siento. ¿Podría
ayudarme, por favor? Llévelo a su dormitorio. Si usted llamara a la doctora
Mira, Teniente Dallas, se lo agradecería.

*****

—Su cuerpo se desgasta, —dijo Eve una vez Skinner fue colocado en el
dormitorio con Mira asistiéndolo—. Quizás es preferible para todos si él se va
antes de que atrapemos a Hayes.

—Su cuerpo ya se desgastó, —corrigió Roarke—. Pero él dejó ir su razón


para vivir.

—No hay nada que hacer, salvo dejarlo con Mira. La computadora no
pensó que Hayes regresaría al hotel. Skinner sí. Estoy con Skinner. Hayes me
quiere, y él sabe que Skinner tiene el tiempo prestado por lo tanto tiene que mo-
verse rápido. —Ella comprobó su unidad de muñeca—. Parece que voy a dar ese
maldito seminario después de todo.

—¿Y hacerte un objetivo?

—Con bastante resguardo. Coordinaremos a tu gente de seguridad y An-


gelo y yo lo desplumaremos como un ganso si él intenta golpear aquí. —Ella co-
menzó, sacando un comunicador prestado de su bolsillo.

93
Interlude in Death J. D. Robb

Luego sacó su arma cuando vio a Hayes salir de la puerta de la escalera


al final del pasillo.

—¡Alto! —Ella corrió detrás de él cuando se escurrió de vuelta al hueco


de la escalera—. ¡Llama a seguridad! —Eve gritó a Roarke—. ¡Rastréalo!

Roarke cruzó la puerta delante de ella. El arma en su mano era ilegal.

—No. Tú rastréalo.

Ya que maldecir era una perdida de tiempo, ella corrió hacia la escalera
con él.

—El sujeto ha sido visto, —llamó ella por el comunicador mientras baja-
ban como un rayo la escalera—. Bajando por el hueco de la escalera sudeste,
ahora entre los pisos veintiuno y veinte. Moviéndose rápido. Consideren al suje-
to armado y peligroso.

Ella desconectó el comunicador antes de hablarle a Roarke.

—No lo mates. No enciendas esa cosa a menos que no tengas otra op-
ción.

Una ráfaga golpeó el rellano unos segundos después a sus pies.

—¿Cómo ahora? —Roarke comentó.

Pero fue Eve la que disparó, inclinándose sobre el pasamanos y convir-


tiendo los escalones inferiores en escombros. Agarrado a media zancada, Hayes
trató de girar, salir disparado hacia la puerta, pero su ímpetu rompió su equili-
brio.

Él cayó con fuerza en los escalones humeantes, y rotos.

Y Angelo entró por la puerta, con el arma agarrada en ambas manos.

—¿Tratando de usurpar mi arresto, Dallas?

—Todo suyo. —Eve descendió, pasando por encima del arma que había
volado de la mano de Hayes—. Dos personas muertas. ¿Para qué? —preguntó a
Hayes—. ¿Valió la pena?

Su boca y su pierna sangraban. Él apartó de un manotazo la sangre en


su barbilla mientras sus ojos fulminaron los suyos.

—No. Debería haber sido más directo. Debería haberla hecho volar al in-
fierno en seguida y observado al bastardo al que jode desangrándose por usted.
Eso habría valido todo, sabiendo que él estaría viviendo con el tipo de dolor que
su padre causó. El comandante podría haber muerto en paz sabiendo que había
logrado su justicia. Quise darle más.

94
Interlude in Death J. D. Robb

—¿Dio a Weeks o Vinter una elección? —Eve exigió—. ¿Les dijo que iban
a morir por la causa?

—El mando no está obligado a explicar. Ellos honraron a sus padres,


como yo honro al mío. No hay elección.

—Usted indicó a Weeks que se moviera hacia mí, y él ni siquiera sospe-


chó lo que eso iba a costarle. Usted hizo que Vinter saboteara las cámaras, y
cuando se dio cuenta del motivo, la mató.

—Fueron pérdidas necesarias. La justicia requiere el pago. Usted iba a


ser mi último regalo para él. Usted en una jaula, —dijo él a Roarke—. Usted en
un ataúd. —Él le sonrió a Eve cuando lo dijo—. ¿Por qué no está dando su semi -
nario, Teniente? ¿Por qué diablos no está donde tenía previsto estar?

—Tuve un problema por... —Ella salió disparada—. Oh, Dios. Peabody.

Ella cargó por la puerta y salió al pasillo.

—¿Qué piso? ¿Qué piso?

—Por aquí. —Roarke agarró su mano, y la tiró hacia el elevador—. Baja-


mos al cuarto, —dijo él—. Nos dirigiremos a la izquierda. La segunda puerta a la
derecha nos lleva detrás del área del escenario.

—Explosivos. Le gustan los explosivos. —Ella sacó su comunicador otra


vez mientras rogaba que el elevador se apresurarse—. Ella apagó el suyo. ¡Hijo
de puta! Cualquier oficial, cualquier oficial, despejen la Sala de Conferencias D
inmediatamente. Despejen el área de todo personal. Posible dispositivo explosi-
vo. Alerten a la División de Explosivos. ¡Despejen esa área ahora!

Ella cruzó la puerta y salió como un rayo a la izquierda.

La envié allí, era todo en lo que ella podía pensar. Y sonreí burlonamen-
te a causa de eso.

Oh, Dios, por favor.

Había un rugido en sus oídos que era su propia sangre corriendo a toda
velocidad, el ruido de la audiencia, o las órdenes gritadas para despejar.

Pero localizó a Peabody detrás del podio y saltó los tres escalones al lado
del escenario. Saltó otra vez al momento en que sus pies golpearon el suelo y,
golpeando a su ayudante a la mitad del cuerpo, saltaron ambas en el aire y en un
montón magullado y enredado en el suelo.

Tomó aire, luego lo perdió otra vez cuando Roarke aterrizó encima de
ella.

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Interlude in Death J. D. Robb

La explosión sonó en sus oídos, y sacudió el suelo bajo ella. Sintió el ca-
lor brutal vomitar sobre ella como una ola que los envió a los tres rodando en
una pelota hacia el costado distante del escenario.

Los escombros llovieron sobre ellos, algunos ardiendo. Débilmente oyó


pies corriendo, gritos, y el silbido crepitante de un fuego.

Por segunda vez en dos días, ella fue empapada con el rocío de los as-
persores del techo.

—¿Estás bien? —Roarke dijo en su oído.

—Sí, sí. Peabody. —Tosiendo, con los ojos picando con el humo, Eve se
echó hacia atrás, y vio la cara pálida de su ayudante, y los ojos vidriosos—. ¿Es-
tás bien?

—Eso creo. —Ella parpadeó—. Creo que tienes dos cabezas. Dallas, y una
de ellas es de Roarke. Es lo más bonito. Y pienso que realmente has ganado algo
de peso. —Ella sonrió vagamente y se desmayó.

—Se consiguió una bonita conmoción cerebral, —decidió Eve, luego giró
su cabeza por lo que su nariz chocó con Roarke—. Eres bonito, sin embargo.
Ahora demonios bájate de mí. Es seriamente poco digno.

—Por supuesto, Teniente.

Mientras los técnicos médicos se ocupaban de Peabody, y la División de


Explosivos acordonaba la escena, Eve se sentó fuera de la sala de conferencias y
bebió el café que alguna alma anónima y querida le había dado.

Estaba empapada hasta los huesos, asquerosa, tenía algunos cortes, y


una mezcla de contusiones. Supuso que sus oídos quizás dejarían de sonar antes
de Navidad.

Pero en conjunto, se sentía absolutamente bien.

—Vas a tener unas cuantas reparaciones en este vertedero tuyo, —ella


dijo a Roarke.

—Parece que no puedo llevarte a ningún lado, ¿verdad?

Ella sonrió, luego se puso de pie cuando Darcia se acercó.

—Hayes está en custodia. Ha renunciado a su derecho a tener un aboga-


do. En mi opinión, terminará en una instalación para delincuentes violentos, de-
ficientes mentales. No va a estar en prisión en una jaula estándar. Está podrido.
Si sirve de consuelo, quedó muy decepcionado al oír que usted no está salpicada
por todas partes con lo que quedó del escenario allí adentro.

—No siempre se puede conseguir lo que uno quiere.

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Interlude in Death J. D. Robb

—Tremenda manera de escurrirse de dar un seminario, sin embargo.


Hay que aplaudirle eso.

—Cualquier cosa que funcione.

Poniéndose seria, Darcia cambió de tema.

—Golpeamos la fecha límite interplanetaria. Gracias.

—No diré cuando quiera.

—Tendré un informe completo para sus archivos hacia el final del día,
—dijo ella a Roarke—. Espero que su siguiente visita sea menos... complicada,
—añadió.

—Fue una experiencia observarla en acción, Jefe Angelo. Estoy seguro


que Olympus está en buenas manos.

—Cuente con eso. Sabe, Dallas, se ve como si necesitara unas vacaciones


en un bonito centro vacacional. —Ella le sonrió brillantemente—. La veo luego.

—Ella tiene una boca lista. Tengo que admirar eso. Voy a averiguar so-
bre Peabody, —comenzó, luego se detuvo cuando vio a Mira venir hacia ella.

—Él se ha ido, —dijo Mira simplemente—. Tuvo tiempo de despedirse de


su esposa, y pedirme que te dijera que él se equivocó. La sangre no siempre
cuenta. Presencié la terminación. Dejó la vida con valentía y dignidad. Él me
preguntó si tú entorpecerías su servicio departamental y entierro.

—¿Qué le dijiste?

—Le dije que la sangre no siempre cuenta. El carácter lo hace. Vuelvo


con su esposa ahora.

—Dile que siento su pérdida, y que la aplicación de la ley hoy ha perdido


a uno de sus grandes héroes.

Mira se inclinó para besar la mejilla de Eve, sonriendo cuando ella se re-
torció.

—Tienes un buen corazón.

—Y visión clara, —Roarke añadió cuando Mira se alejó.

—¿Visión clara?

—Para ver a través de la porquería y las sombras, al corazón del hombre.

—Nadie pasa la vida sin joderla. Él dio cincuenta años a la insignia. No


fue todo lo que debería haber sido, pero fueron cincuenta años. De todos modos.
—Ella se sacudió la sensiblería—. Tengo que averiguar sobre Peabody.

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Interlude in Death J. D. Robb

Roarke tomó su mano, y la besó.

—Iremos a comprobar a Peabody. Luego hablaremos acerca de esas bo-


nitas vacaciones en un centro vacacional.

Cuando los cerdos vuelen, pensó. Ella se iba a casa tan pronto como fue-
ra humanamente posible. Las calles de Nueva York eran suficiente centro vaca-
cional para ella.

Fin

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